Los cisnes negros
Está claro que no sabemos predecir los acontecimientos importantes. El cerebro funciona razonablemente bien para prever fenómenos repetitivos y tediosos como la salida del oso de la cueva, los índices de accidentes de tráfico o el tiempo que falta para la puesta del sol, pero arroja una ineficacia alarmante para anticipar acontecimientos singulares e irrepetibles como los atentados terroristas del 11 de septiembre en Nueva York o del 11 de marzo en Madrid.
El matemático financiero Nassim Nicholas Taleb llama cisnes negros (black swans) a los acontecimientos absolutamente imprevisibles e inesperados cuyo impacto demoledor llevaría -en el caso de poder preverlos- a tomar las medidas necesarias para que no pudieran ocurrir. Pero los cisnes negros, por definición, sólo ocurren una vez.
Ahora bien, la ineficacia del mecanismo cerebral para prever consecuencias importantes o significativas va más allá del carácter inesperado de los cisnes negros. Basta con que vayan a provocarse efectos imprevistos que el cerebro no pueda aprehender ni anticipar lo que va a ocurrir, aunque sea a raíz de decisiones aparentemente triviales, como una infidelidad conyugal, o trascendentes, como renunciar a llevar el velo, pero resultado, en ambos casos, de alteraciones en la estrategia de compromisos adquiridos. Es otro obstáculo que irrumpe en las pautas de convivencia de los enamorados al levantar los andamios del soporte material y social para la perpetuación de la especie en el proceso de construcción del nido. Y el más cargado de amenazas.
En primer lugar, porque muchas de estas amenazas son invisibles. Literalmente, no las vemos. Tras años de estudio y reflexión, ahora se sabe que todo el torbellino provocado por el cambio en el sistema reproductor al que se hizo referencia en los capítulos anteriores estaba justificado para garantizar la supervivencia frente a enemigos invisibles a ojos de los propios protagonistas de esa batalla evolutiva. A las bacterias peligrosas, virus y otros microbios destructores se les podía mantener a raya, únicamente, fomentando la diversidad genética. Gracias al intercambio y trasiego de genes, al virus conocedor del código para penetrar en la membrana del huésped involuntario se le dejaba desconcertado, con la llave en la mano, inservible en la nueva cerradura genómica de la descendencia.
Si algo tan portentoso como la elección de pareja está directa y específicamente determinada por el concepto, todavía más complejo, de la diversidad genética requerida para protegerse de amenazas invisibles -que se sienten pero que no se ven-, ¿cómo se puede seguir negando, un día sí y otro también, en el teatro de la vida banal y cotidiana, que existen factores de las crisis que no se ven a primera vista? La conclusión parece evidente: muchas de las explicaciones «razonables» de lo sucedido en todos los campos se deben a la precipitación, el desconocimiento o el cinismo de los narradores de circunstancias; en su mayor parte, son el producto de lo que Richard Gregory, profesor emérito de neuropsicología de la Universidad de Bristol, Reino Unido, tilda de «estrategia de cocina para sobrevivir» que caracteriza al cerebro.
Esa estrategia está sometida a vendavales desconocidos en el mundo moderno, por la vía de la incapacidad para pronosticar eventos, bien conocida, y los impactos afectivos de cambios continuos en los compromisos adquiridos, que no cesan de aumentar, un hecho nada valorado.
Elegir entre el café con leche o el cortado es trivial. ¿Manzanas o naranjas? Eso no es un gran problema. El problema surge cuando hay que sacrificarse para conseguir algo mejor en el futuro. Éste es un problema de compromiso y requiere prudencia, la capacidad de hacer un sacrificio ahora en aras de un beneficio más adelante. El concepto capital aquí es invertir en prudencia; algo que, al parecer de Avner Offer, catedrático de historia económica en la Universidad de Oxford, hacemos cada vez menos y peor.