Yo no sabía nada del amor. Y he llorado de felicidad. No existe una palabra que pueda expresar lo que siento por ti. Todo se queda vacío. Sólo tú. Sólo tú.
(Mensaje hallado en el móvil de X)
Mucho antes de que lo descubriera la microbiología moderna, una vieja leyenda griega elaborada en el Banquete de Platón ya explicaba que los humanos eran al principio criaturas con dos cabezas, cuatro brazos y cuatro piernas. Como castigo por su orgullo, Zeus decidió debilitar a la raza humana partiendo su cuerpo en dos: macho y hembra. A partir de ese día, cada ser incompleto (cada mitad del hermafrodita) anhela reunirse con su otra mitad. En las páginas siguientes el lector descubrirá la versión humana y científica de esta leyenda.
Ha llegado el momento de hablar -a juzgar por los desvaríos que contemplamos y sufrimos en las sociedades modernas- del origen de la ansiedad de la separación de esas dos mitades en busca de fusionarse. Mientras empiezo este capítulo recuerdo la anécdota, seguramente apócrifa, del niño Albert Einstein que, a los tres años y medio, seguía sin hablar. Un día, de repente, en el desayuno, soltó de carrerilla la frase siguiente:
–La leche está ardiendo.
–Pero si tú no hablabas. ¿Por qué no has dicho nada hasta ahora? – exclamaron los padres sin salir de su asombro.
–Porque antes todo estaba en orden y controlado -fue la respuesta del pequeño Einstein.
Albert Einstein de niño
Pues bien; las cosas han llegado a un punto tal de descontrol en lo que atañe a los efectos negativos del amor que, efectivamente, es el momento de hablar. Lo primero que importa es descubrir el origen de un sentimiento que conmueve a toda la humanidad. Un sentimiento que somete a un número creciente y desproporcionado de individuos, en su nombre, a sufrimientos indecibles. ¿Se puede -escarbando en los orígenes remotos del amor- dar con la clave del misterio o de la paradoja de un sentimiento que, siendo imprescindible para sobrevivir, provoca, simultáneamente, persecución y muerte?