Los mongoles y la mancha azul en el coxis
Volvamos al principio de mi historia. Al encuentro fortuito del esperma y el óvulo al que hacía referencia al comienzo de este capítulo había precedido otro encuentro no menos fortuito en el Hospital de Sant Pau de Barcelona entre mi madre, que ejercía allí de enfermera, y mi padre, que estrenaba su flamante título de médico. Venían de dos universos distintos. Castigada la una por la guerra y la orfandad, preservado el otro por la estructura geográfica de un pequeño valle en el corazón de los Pirineos sólo violado -en el sentido literal de la palabra- por las incursiones mongolas en el siglo XIII.
La huella genética de aquellos guerreros llegados a caballo desde el actual Kazajistán ha perdurado hasta nuestros días en forma de una inocente mancha azul en la epidermis que recubre el coxis de la docena de familias supervivientes, cuyos antepasados fueron pasto de las pasiones desenfrenadas de aquellos invasores de pómulos salientes y ojos rasgados.
–Doctor, estamos preocupados por esta mancha azul del bebé. ¿Significa algo? – le pregunté al médico cuando nació nuestra tercera hija, Carolina, en Washington, donde vivíamos entonces.
–¿De dónde vienen ustedes? – contestó el médico con otra pregunta. Y siguió-: Es la mancha genética de los mongoles provocada, dice la leyenda, por macerar la caza con su trasero montando a caballo. Es perfectamente normal; no pasa nada. Simplemente, ¡alguno de sus antepasados fue mongol!
Algunas veces he tratado de imaginar la entrada al galope de aquellos guerreros en la apacible aldea medieval ampurdanesa con su séquito de violaciones y raptos. Otras veces pensaba que a Cistella -el pueblo de mis antepasados- no era fácil llegar ni salir de cualquier manera. Incluso a caballo. Sería lógico que hubieran soltado los caballos en el prado contiguo al cementerio y permanecido unos días recuperando fuerzas por el estrago del accidentado recorrido a través de los Pirineos. Tiempo suficiente para enamorarse de alguna campesina y cobrar algo de sosiego antes de partir de nuevo. Pudo haber amor -historias de amor- incluso en el más inesperado de los encuentros, por lo demás tan infrecuentes como en una ciudad moderna.
Con toda seguridad, en aquella aldea cristiana y medieval las mujeres acosadas por los mongoles sólo habrían intimado antes con un hombre a lo sumo. Los encuentros individuales, el paraje ideal del amor, eran y siguen siendo raros en los entornos urbanos de ahora mismo. La gente se busca, incluso desesperadamente, a través de Internet. Un físico amigo me explicaba que si arrojáramos al espacio una bola del tamaño de la Tierra, las posibilidades de que chocara con algo serían prácticamente nulas para la eternidad. La aparente densidad de las estrellas es un engaño. El espacio está vacío. Con ese ejemplo quería que me extrañara menos la soledad de la gente aquí abajo, su aislamiento e incomunicación lacerantes.