El gen amoroso en la mosca del vinagre y los ratones de la pradera

Recientemente, la comunidad científica ha dado un paso de gigante en el viaje hacia el amor al descubrir, por primera vez, genes del comportamiento en animales que pueden explicar el impulso de fusión en una pareja. Se está apuntando, pues, a las bases biológicas de la unión entre dos individuos.

Los especialistas en genética han dedicado muchas horas a disipar cualquier ilusión de que un solo gen pueda ser responsable de enfermedades determinadas, salvo en contadas ocasiones. No es nada extraño que, en esas circunstancias, mostraran enormes reticencias no sólo a admitir sino a investigar que un gen, en particular, pudiera ser el único responsable, no ya de una enfermedad, sino de un comportamiento social.

Un ejemplar de ratón de la pradera.

En distintos laboratorios que investigan el comportamiento de animales como los nematodos, las moscas y los ratones, se han identificado una treintena de esos genes del comportamiento. Tenemos, pues, genes del comportamiento por una parte; receptores de hormonas muy específicas como la vasopresina y la oxitocina que proliferan en la región del núcleo caudado y, finalmente, la influencia del ambiente: la rata que lame con frecuencia al hijo lo convierte en un individuo más amable y seguro de sí mismo. ¡Un toque de atención para las madres poco pródigas en besos y caricias! Vamos a examinar los dos primeros factores detenidamente.

El autor indiscutible del guión de la película que explica el suceso milenario y repetido del amor ha sido un ratón; un ratón de la pradera de cuyo nombre ya nadie se acuerda, a pesar del poco tiempo transcurrido. La noticia la dio el laboratorio de la profesora de biología molecular y celular Catherine Dulac, del Howard Hughes Medical Institute, en Chevy Chase, Maryland. Se trata de un ratón que es incapaz de detectar la identidad sexual de los individuos de su misma especie después de extraerle el gen que determina la molécula reguladora TRPC2.

Se sabía que un gen del comportamiento en el macho del ratón de la pradera era el responsable del vínculo de fidelidad en la pareja, así como de su buena inversión parental. Como dice Sue Carter, profesora de psicología de la Universidad de Illinois, en Chicago, refiriéndose al protagonista de la película, «el comportamiento del ratón de la pradera rasga el velo y permite ver el amor sin la capa cognitiva que supuestamente lo envolvía».

Pero antes de aclarar por qué las investigaciones en torno a los hábitos amorosos de dicho animal han dado con la clave del sustento fisiológico del amor moderno, vale la pena recordar los únicos antecedentes con que contábamos, que tienen que ver con la maltraída mosca del vinagre (Drosophila melanogaster), responsable de las cuatro cosas que sabemos sobre los vínculos entre genética y comportamiento.

Hace treinta años se descubrieron moscas que eran perfectas lesbianas. Despreciaban a los machos y ejecutaban con sus compañeras hembras todo el ritual que -para utilizar las mismas palabras de Hannah Hickey al explicar el hecho- «no siguen los varones latinos el sábado por la noche».

Para la Drosophila melanogaster, el cortejo es una secuencia estereotipada e instintiva de acciones, llevadas a cabo por el macho, que incluye estímulos visuales, olfativos, gustativos, táctiles, auditivos y mecano-sensoriales, intercambiados entre los sexos. El cortejo de esta pequeña mosca es curiosamente elaborado. Se acerca a la hembra, llama su atención con sus patas delanteras, le canta una canción con la vibración de sus alas, la lame y le redondea el abdomen para el apareamiento. Si a ella le gusta, detiene el vuelo y acepta sus propuestas. Si no es de su agrado, agita las alas con un zumbido que no necesita traducción.

El año pasado, las tres universidades estatales de Stanford, Brandeis y Oregon, gracias a investigadores como Adriana Villella, Barbara J. Taylor y Margit Foss, entre otros, se centraron en el estudio de un gen llamado fruitless ('sin fruto, estéril'), que es uno de los aproximadamente trece mil genes del genoma de la mosca del vinagre. Los tres laboratorios habían descubierto previamente que ese gen es el que controla el elaborado ritual de cortejo.

Si en el laboratorio se inactiva dicho gen en los machos, éstos pierden todo interés por las hembras; pero hay más: si lo activan en las hembras, éstas ejecutan el ritual de apareamiento específico del sexo opuesto. Es el ejemplo más sorprendente de que un gen controla el comportamiento sexual. Activar un único gen específicamente masculino hace que una mosca hembra despliegue conductas de cortejo masculino: persigue a otras hembras, toca sus abdómenes y les canta serenatas de amor con sus alas.

Barry J. Dickson, director científico del Instituto de Investigación en Biología Molecular de Viena y miembro de la Academia Austríaca de Ciencias, afirma que estamos en presencia de un gen principal regulador del comportamiento, de manera idéntica a como otros genes sirven de reguladores principales para fabricar un ojo u otro órgano. ¿Es posible, pues, que las conductas y los órganos se articulen de forma muy parecida, cada uno pendiente de un gen regulador principal que controla una red de otros genes de nivel menor? ¿Quién sabe?

Otro ejemplo no menos sorprendente plagado de implicaciones para la vida del futuro. Existen dos variantes del gusano C elegans. El uno es solitario y se busca el sustento por su cuenta. El otro es social y campa en grupo para buscar comida. La genetista Cori Bargmann de la Universidad de Rockefeller ha comprobado que la única diferencia entre los dos consiste en un aminoácido situado en una proteína receptora que comparten ambos. Pues bien, si al gusano social se le extrae ese receptor y se le coloca al solitario, este último ya sólo sale a comer acompañado.

Todavía estamos lejos de poder sugerir que algo parecido pueda ocurrir con los humanos, pero a la luz de estos antecedentes no sería nada extraño que en algún lector esté arraigando ya la sospecha de que también en nosotros un solo gen pueda determinar los comportamientos de apareamiento. En todo caso, el descubrimiento que se barruntaba en esos antecedentes de la mosca del vinagre se ha visto reiterado y amplificado con el hallazgo referido, esta vez, al ratón de la pradera.