Me muero por un segundo a tu lado. Se me caen encima todas las horas cuando te echo de menos. ¿Me he enamorado o me he vuelto loca?

(Mensaje transcrito del buzón del teléfono móvil de X, una mujer de 37 años fallecida en un accidente de tráfico)

Suele ocurrir siempre en torno a los dos años, pero lo cierto es que unos niños empiezan a hablar antes que otros. A algunos se les entiende mejor que al resto, otros tienden a gritar, otros hablan, definitivamente, de forma más pausada. Lejos de establecerse un nexo claro entre su lenguaje y su comportamiento, lo que salta a la vista es que algo mucho más decisivo y previo determina cuándo empiezan a hablar y la manera en que lo hacen: son los genes. Es la lotería genética.

Por primera vez empieza a imponerse una explicación fundamentalmente biológica del comportamiento social y emocional. Falta hacía, sobre todo, en lo referente al amor, emoción que, por fin, se está arrancando del dominio de la moral para asentarla en el de la ciencia.

El equipo de neurólogos encabezado por José Antonio Armario ha demostrado que existen rasgos genéticos o biológicos que diferencian las conductas de unas ratas de otras. Las hay curiosas de nacimiento que se arriesgan a explorar caminos al descubierto, mientras que otras temen a los depredadores y se resisten a salir de los recintos cerrados y protegidos. Los genes determinan la conducta potencial y el entorno puede modelar la práctica del comportamiento.

El amor: es un sentimiento universal que acompaña a todo el mundo de forma constante. Como explicó William James (1842-1910), el fundador de la psicología moderna, nos pasamos la vida buscando el amor del resto del mundo. Y siendo una constante vital, sin embargo, creemos descubrirlo por sorpresa en otros confines, de noche, en escondrijos, en los caminos más insospechados, ocultos y atrabiliarios.