XXXV
99
Granada,
sábado, 1 de junio de 1918
Las fiestas del Corpus Christi tocaban a su fin. La mayoría de los festejos habían sido anulados por la epidemia de gripe, inclusive la tradicional corrida, algo que no había pasado nunca, y también la carrera de velocípedos en el velódromo, que Nyssia ni siquiera sabía que existía. Pero la misa de celebración del domingo sí se había mantenido, bajo la presión del clero. El temor de Dios seguía siendo más fuerte que el de la enfermedad.
Nyssia nunca había estado en el barrio en el que residía Cabeza de Rata. Su vivienda, situada en la ciudad baja, a solo unos metros del cuartel en el que había vivido y que finalmente había dirigido, era igual que él: austera y suspicaz. La señorita Delhorme tenía la sensación de que alguien la observaba desde dentro. No bien hubo tocado la campanilla, una joven de sonrisa interrogante le abrió la puerta. No llevaba uniforme de empleada doméstica, pero sus ropas tampoco reflejaban pertenencia a la burguesía local. Nyssia se presentó con su apellido de casada y solicitó ser recibida por el coronel sin especificar el motivo, lo cual no suscitó pregunta alguna. Su anfitriona la llevó a un salón amueblado escuetamente, confirmando que el oficial vivía con modestia para su rango. La espera no fue larga y Nyssia fue conducida a la cabecera de un anciano paralítico, en quien no reconoció al hombre que había sido el tormento de su padre.
Ataviado con una camisa de franela llena de lamparones, el antiguo militar estaba sentado con la espalda apoyada en el cabecero, la boca entreabierta, un hilo de baba seca en la comisura de los labios. Sus brazos desnudos estaban escuálidos y sus manos, fláccidas y arrugadas, estaban recorridas por un temblor permanente que él trataba de controlar teniéndolas cogidas. Solo su semblante había conservado, y aun acentuado, las facciones que le habían valido el sobrenombre de Cabeza de Rata.
—¿Qué puedo hacer por usted…?
Su asistente se inclinó hacia él para susurrarle al oído.
—… condesa de la Chesnaye? —dijo, articulando lentamente.
—He venido a hablarle de un asunto de índole privada —respondió Nyssia después de lanzar una mirada a la joven.
—No tengo nada que ocultarle a mi hija, hable —dijo levantando apenas la mano con un gesto sin vigor.
Nyssia no dejó que se le notara la sorpresa, pero se enojó con Kalia por no haberle dicho que Cabeza de Rata había creado una familia.
—Mi familia es de Granada. Aquí viví hasta los dieciocho años, momento en que me marché a París —empezó a explicarle, esperando su reacción.
El rostro del viejo permanecía impasible.
—He venido para encontrar a mi padre —continuó ella.
—¿Y en qué podemos serle nosotros de utilidad, señora? —intervino la hija, mientras Cabeza de Rata parecía aburrirse.
—Usted lo conoció —dijo Nyssia dirigiéndose al militar, cuya mirada parecía empañarse de tanto en tanto, como ausente—. Se llama Delhorme. Clément Delhorme.
Cabeza de Rata no reaccionó. Era como si estuviese tratando de relacionar ese nombre con un período de su vida, cuyo recuerdo parecía haberse hecho jirones, y acabó dándose por vencido.
—No… no me suena. ¿Y en qué circunstancias lo habría conocido yo?
—Vivíamos en la Alhambra.
—¿Era militar también? ¿Del cuartel de la Alcazaba?
Nyssia estuvo tentada de renunciar.
—No te apures, te vendrá a la mente —lo tranquilizó su hija pasándole la mano por el cabello—. Mi padre sufre a veces lagunas, pero es normal a su edad. ¿A qué se dedicaba el señor Delhorme en la Alhambra?
—Estudiaba meteorología y mi madre ayudaba al arquitecto Contreras. Nosotros éramos tres hermanos, trillizos.
La mirada de su anfitriona se ensombreció.
—Señora, creo que tiene usted que irse —empezó a decir.
Su padre la había interrumpido asiéndola por el brazo. Se incorporó, haciendo que flotara un olor a escaras en la habitación, e hizo una seña a Nyssia para que se le acercara. Parecía que los recuerdos habían fluido a su memoria como una crecida del Darro y su mirada había recuperado su dureza de antaño. La agarró del brazo con una fuerza sorprendente.
—Sí… la reconozco… tiene sus mismos ojos. ¡Nunca conseguí que detuvieran a ese anarquista!
—Mi padre no es ningún anarquista —protestó ella, soltándose.
—Cálmate, papá —se interpuso la hija.
Cabeza de Rata no insistió. Volvían a abandonarle las fuerzas.
—Entonces ¿sigue vivo? —dijo él, mirando cómo temblaban sus manos.
—He venido aquí para averiguarlo.
La respuesta pareció serenarlo.
—¿Y vendrá a decírmelo? —le imploró el anciano con un tono infantil, antes de volver a hundirse en la cama.
—Debería marcharse, señora —le pidió su hija.
—La francesa guapa —murmuró él—. Allá iba ella. Allá iba todos los días…
—¿Adónde? ¿Adónde iba?
La mirada era de nuevo inexpresiva. La miró como sorprendido.
—Pero ¿quién es usted, señora?
La joven acompañó a la señorita Delhorme al zaguán sin decir nada. Nyssia le contó el asunto poniendo cuidado de no dejarse llevar por las emociones. La hija de Cabeza de Rata, que amaba y respetaba a su padre, negó haber tenido conocimiento del tema. Pero Nyssia sabía por experiencia que la joven estaba mintiendo, así que recurrió a sus dotes de seducción, escucha y persuasión para conseguir su objetivo. Príncipes y embajadores le habían confiado sus secretos mejor guardados, y no se permitía fracasar. Las dos mujeres tomaron asiento en el salón y, una hora más tarde, Nyssia se despedía de su anfitriona dándole las gracias. Había obtenido lo que había ido a buscar.
—Es un buen padre, ¿sabe? Dedicó toda su vida a su oficio y lo admiro —le repitió la joven ya en la puerta de la casa.
Nyssia no respondió. Nada habría podido modificar las opiniones encontradas de las dos mujeres, que se despidieron sin dedicarse una mirada más.
Jezequel le hizo una seña desde la acera de enfrente.
—¿Qué haces ahí? —le preguntó ella cuando él le ofreció el brazo para acompañarla.
—Te estaba esperando. Me daba miedo que te hiciera daño.
—¿En su estado y a su edad? ¿No tienes otra excusa mejor?
—Pues pensé que esta colaría… Está bien, vale, tenía ganas de verte y de cenar contigo —reconoció él sin ambages.
—Eso está mejor. ¿Y tu coche? —se extrañó ella al ver la calzada sin un solo vehículo.
—¿Coche, dices? ¡Pero te crees que estamos en el siglo XIX! —exclamó él levantando una mano.
Chasqueó los dedos y apareció por la esquina de la calle un vehículo a motor que se detuvo al llegar a su altura.
—Solo hay que pedirlo, princesa —dijo inclinándose, ufano con el efecto conseguido.
El chófer bajó, les abrió la portezuela y se marchó caminando después de haber recibido una propina.
—Un Hispano-Suiza Alfonso XIII —dijo Nyssia dando una vuelta alrededor del vehículo—. Pierre tiene uno —explicó—. Los tiene todos… pero ¿qué andas tramando, Jez?
—¿Yo? Nada, solo pretendo ser amable contigo. Se lo compré a un industrial barcelonés. Vas a necesitarlo si te quedas una temporadita. Te aviso que tu marido se ha largado con vuestro automóvil. Este es tuyo, ¿quieres probarlo?
—¿Me vas a decir que…?
—Chitón —la interrumpió él, apoyando el dedo en los labios de Nyssia—. Déjame soñar un poco. Bueno, qué —dijo, invitándola a tomar asiento.
—No tengo mi certificado de capacitación.
—Estamos en Granada, mujer, aquí nadie te va a importunar con eso. Y mientras tanto yo puedo hacerte de chófer —añadió, sentándose al volante—. ¿Nos vamos?
—Al fin y al cabo, si quieres perder tu tiempo, allá tú. —Se quitó los zapatos y se sentó a su izquierda—. En marcha, chauffeur, tengo hambre y estoy agotada. Por cierto, ¿se te ha ocurrido traer champán?
Cenaron en el jardín, al lado del estanque, y después se retiraron al patio. Para ser el final de la primavera, hacía calor esa noche y la fuente aportaba un frescor agradable. Habían conversado sobre el pasado y sobre el presente y habían evitado proyectarse hacia el futuro más allá de esa velada. Jezequel le había leído sus fragmentos predilectos de las novelas de Victor Hugo y ella se había preguntado si habría sido capaz de amar a un solo hombre en su vida. Pero sabía la respuesta.
—Quería darte las gracias por todas tus atenciones.
Su amigo le había hecho pasar una de las veladas más agradables sin intentar nada que pudiese haberla estropeado.
—Y más aún porque mañana será una jornada difícil —añadió ella—. Ya sé dónde encontrar a mi padre.
—¿De verdad? ¿Sabes dónde vive?
La senilidad de Cabeza de Rata le había sobrevenido hacía poco tiempo, y el militar había entretenido a su hija a lo largo de toda su infancia y adolescencia con los detalles de su duelo contra el anarquista de la Alhambra. Durante un tiempo había estado convencido de que Clément no había muerto en la desaparición de la aeronave, pero después se había dado por vencido.
—Pero no sé si mi padre sigue vivo, ahora tendría ochenta y dos años. Tú me lo habrías dicho, Jez, ¿verdad?
Él dejó su copa de champán en la mesa, así como la que tenía Nyssia en la mano, acercó su silla a la de ella, frente a frente, y la cogió de las manos.
—¿Por qué desconfías de mí? ¿No te he dado muestras suficientes de mi lealtad?
—Hoy en día desconfío de todo el mundo —respondió ella, melancólica—. Si volvió a Granada, fue para vivir con mamá. ¿Te imaginas por un instante que hubiesen estado juntos, como dos tortolitos, y que no les hubiesen dicho nada a Victoria y a Irving? ¿Qué clase de padre sería?
—No, tienes razón. Aun así, te juro que ninguno de los dos me dijo nunca nada. ¡Por mi vida!
—Por eso mañana será un día crucial. Tengo la sensación de estar a punto de abrir la caja de Pandora.
—Y supongo que no quieres que vaya contigo, claro.
—Iré sola.
Seguían cogidos de las manos. Nyssia apartó la derecha, delicadamente, y le acarició la mejilla.
—Jez, tengo ganas de hacer el amor. Pero voy a serte franca: no más contigo que con otro. Solo siento necesidad de abandonarme.
El atrevimiento de su declaración dejó petrificado a su amigo. Nunca había oído a una mujer ser así de directa.
—Me parece bien —dijo cuando recobró el habla—. Puedes estar tranquila, sé que nunca has sentido nada por mí.
—Y seré franca otra vez: llevo en mis entrañas una enfermedad que no quiero contagiarte. Tendremos que ser prudentes.
Él la besó.
—Me río yo de eso. Una noche contigo merece cualquier consecuencia, no hay nada que no desee más que este momento.
—No digas barbaridades —dijo ella rechazándolo con dulzura—, no tienes ni idea de lo que sufro a diario. Nada ni nadie lo vale. Y tú, menos aún. Lo haremos de acuerdo con mis condiciones.
—Ven, subamos a mi habitación.
Cuando fue a levantarse, él la cogió en sus brazos para llevarla.
—He esperado este momento toda mi vida. Debes saber que el simple hecho de dormirme a tu lado hará de esta noche la más hermosa.