XXI

62

París,

viernes, 4 de noviembre de 1881

Aunque a principios de siglo la Laiterie du Paradoxe había dejado de ser una mantequería, había conservado el nombre. Situado en la planta baja de un vetusto hotel particular, en la calle Saint-André-des-Arts, el café había vivido su apogeo local en la década de 1850, atrayendo a gran cantidad de artistas en ciernes o de moda, antes de volverse de nuevo hacia una clientela más anónima, que no daba tanto caché al sitio pero sí era más solvente.

Rosa hizo un alto en la calle Gît-le-Coeur y dejó su cargamento de café y de vinos pensando que acabaría haciendo honor al nombre de la calle, pues terminaría echando el corazón por la boca a fuerza de aceptar ir ella a hacer las compras en lugar del mozo, en quien el patrón tenía una confianza limitada. Rosa trabajaba en el establecimiento desde hacía más de veinte años y era la única que quedaba de los que habían conocido al grupo de literatos que había animado las veladas del café, lo que la convertía en memoria viva del lugar, mientras que el establecimiento había cambiado de gerente dos veces. Se sopló la mano enrojecida, en la que finalmente se le había abierto una ampolla dejándole la palma en carne viva, y trató de volver a colocar la piel muerta en su sitio antes de asir de nuevo los dos sacos y reanudar la marcha, con la mente centrada en los recuerdos. Ella había tenido también su dosis de fama. Alphonse Delvau, el cronista, había alabado su belleza en su Histoire anecdotique des cafés et cabarets de Paris: «Iluminaba las mañanas más que los incendios que no podía apagar por las noches»… Cosa que la había enfurecido, pero que, con el paso de los años y el declive de sus éxitos, había acabado por considerar más un halago que una afrenta. Con cuarenta y dos años, conservaba el encanto de su mirada amatista, algo que al tiempo implacable no le resultaba tan fácil de borrar como sí la fineza de sus rasgos y la tersura de su cutis.

Rosa divisó la Laiterie du Paradoxe e hizo una segunda pausa para no entrar jadeando delante de los clientes —el paso de los años no había hecho desaparecer del todo ni su coquetería ni sus esperanzas de encontrar a un hombre que la liberara de su condición—. Dejó las sacas detrás del mostrador y se puso el mandil. La sala, con las paredes de color azul desvaído, tenía un aspecto pobre en comparación con los otros cafetines de la capital y solo contaba con cuatro mesas. Los clientes habituales se encontraban allí para tomarse un café o una cerveza, mientras echaban una partida de ajedrez o de dominó en un ambiente de calma engañosa.

—Cuando termines aquí, ven a ayudarme —dijo el patrón, que se había asomado a por una botella de absenta—. Quieren cerveza, pero me da que la cosa va a virar a bebida de hombres.

La segunda sala, más grande, daba al patio trasero. Se accedía por un gran vano. El año anterior había sido investida por los estudiantes de la École Centrale en su búsqueda de un lugar de encuentro unificador para su asociación. Los de Medicina se reunían en la cervecería Schaller, los de Derecho en el café Soufflot, los cadetes de Saint-Cyr habían asentado sus reales en el Hollandais, los estudiantes de familias pudientes le habían echado el guante al Café de l’Europe. El patrón de la Laiterie du Paradoxe esperaba fidelizar a los alumnos de la École Centrale y a los futuros ingenieros en que se convertirían en cuestión de tres años, tanto más cuando su presencia arrastraba consigo una clientela femenina inesperada.

Rosa tostó los granos de café en la estufa y preparó unas tazas para los jugadores de ajedrez, y luego entró en la sala de los «centralinos» con una bandeja de vasos de cerveza en la mano. Prorrumpieron aclamaciones de todos los grupos, que en mesas o de pie aguardaban la tercera ronda de la bebida (las primeras habían animado los espíritus sin llegar a caldearlos aún en este inicio de la tarde en el que hacía una temperatura inusitadamente suave).

—¡Aquí, Rosa!

El que la llamaba era su favorito. Tenía aspecto de ser algo mayor que los demás, tanto por su estatura como por su complexión atlética. Su tipo también contrastaba con el de sus compañeros: piel mate, ojos y cabellos de un negro profundo y tendencia marcada a pronunciar las erres francesas como fricativas; todo el encanto de la juventud y de lo exótico combinados. Ahuyentó semejante pensamiento, sonrió al guapo muchacho y dejó dos picheles en su mesa antes de irse a servir a los estudiantes que la reclamaban a voz en cuello.

—Bueno, ¿qué dices? —preguntó Javier a Irving después de darle un primer trago al suyo y esperar a que su amigo hiciese lo propio.

—Que es amarga, muy amarga —dijo con una mueca—. Tendré que acostumbrarme.

—No, me refiero a todo esto, al sitio, a los demás: ¿qué dices?

Un alumno del último curso de Ingeniería estaba muy atareado pintando en una de las paredes un fresco de un tren cuyos vagones acababan de descarrilar, enviando por los aires a unos viajeros que eran la caricatura de sus profesores. Rosa, por su parte, acababa de propinarle un revés con el trapo a un joven que le había dado un pellizco en la nalga, haciendo salir disparado su sombrero hasta la mesa vecina, en la que se lo pasaron de mano en mano mientras él trataba de atraparlo, lo que desató un jolgorio general.

—Pues lo que diría es que no tiene nada que ver con nuestras tertulias y que parece que la panda se divierte —comentó Irving, sobrio—. Y sobre todo parece que la panda se emborracha de lo lindo, ¿no?

—Sí, pero es una borrachera alegre, ligera, colectiva —dijo Javier, enardecido—. Todo el mundo vive la misma locura a la vez. No había visto nada parecido antes.

—¿Ni siquiera por las fiestas del Corpus?

—Bueno, sí, en el Corpus sí, pero eso es una vez al año. En París es permanente, no tienes más que abrir la puerta de un café y siempre habrá alguien con quien te pondrás a arreglar el mundo hasta quedar ahíto.

—No hace más de tres meses que llegamos y ya te pareces a los peces dorados de la alberca del Patio de los Arrayanes —comentó Irving después de darle un segundo tiento a la cerveza, que acabó empujando lejos de sí y concluyendo que, definitivamente, aquel brebaje no estaba hecho para él.

—Es que aquí todo se vive de forma acelerada. Puedes encontrarte con gente increíble. ¿Te das cuenta de que un poeta inmenso como Charles Baudelaire antes venía mucho por este establecimiento? ¡Nyssia se va a morir de envidia cuando se entere de que frecuento los mismos lugares que él y que a lo mejor un día me lo encuentro!

—Deja tranquila a Nyssia. Yo, en tu lugar, no le escribiría para decirle algo así.

—¿Por qué no? Siempre me ha tomado por un cazurro.

—Pues con eso no creo que mejorase su opinión sobre ti: Baudelaire murió hace años.

—¿Ah, sí? Bueno, eso no quita que fuera cliente habitual, como tantos otros, y que sus espíritus ronden aún por estos lugares —insistió Javier para dárselas de algo—. Otro ejemplo: Nadar el fotógrafo. También venía a menudo por aquí, me lo ha dicho el patrón. —Irving consideró un instante el cafetín como si se tratara de un santuario de glorias pasadas—. ¿Qué? ¿También la ha palmado? —dijo Javier al ver su gesto de duda.

—No, Belay me ha contado que sigue teniendo un taller en París. Pero en la Alhambra yo conocí a Le Gray, que como fotógrafo es mucho mejor que Nadar.

—Irving, viejo amigo, eres demasiado sentimental —concluyó el de la École Centrale, retirándose del combate.

—Tu promesa…

—Es verdad, nada de «viejo amigo», ¡compañero! —replicó Javier dándole una palmada en el hombro—. ¿Quieres que te pida otra cosa? ¿Un mercurey? ¿Un licor Raspail? ¿Una abs? No querrás un agua de Seltz, ¿verdad?

—¿Una «abs»? ¿Y eso qué es? ¿Y cómo vamos a pagar todo esto?

—No te preocupes: esta noche elegimos a los miembros de nuestra junta y las consumiciones ya están abonadas. ¡Eh, ahí vienen dos modistillas! ¡Cucú! —voceó Javier para llamar la atención de las dos jóvenes que acababan de entrar—. ¡Venid!

Soltó una carcajada ante la mirada perdida de su amigo.

—Yo creo que aquí todo va demasiado rápido para mí —confirmó Irving.

Las dos empleadas no se dignaron responder, aun habiendo visto la maniobra de Javier, y fingían buscar una mesa. Una de ellas lanzó a hurtadillas varias miradas en dirección a Irving. Era la mujer más guapa con la que se cruzaba desde su llegada a París, si bien su experiencia en la materia se reducía a la hija mayor de Gustave Eiffel y a las clientas del taller fotográfico de la calle del Faubourg-Saint-Jacques. Claire era más joven que él por unos meses, pero su papel de señora de la casa le confería una autoridad sobre Irving y Javier que hacía que los muchachos no pudieran evitar una actitud de agradecimiento hacia ella, cosa que incomodaba a Irving. En cuanto a las clientas, eran mujeres que no prestaban la menor atención al ayudante del fotógrafo durante las sesiones fotográficas y que dejaban al personal del servicio la tarea de recibir los clichés que Irving se ocupaba de repartir y entregar. Solo una vez la mujer de un industrial americano, representante en París de la compañía US Electric Lighting, se había dirigido a él para preguntarle por curiosidad por el origen de su nombre.

La joven modistilla se desinteresó de él y se fue detrás de Rosa, que las instaló en una de las mesas opuestas a la de ellos. Javier, por su parte, parecía haberlas olvidado igual de rápidamente que las había visto entrar.

—¿Qué es una modistilla? —le preguntó Irving, mientras Javier, que se había terminado su cerveza, se disponía a beberse la de su amigo.

—¡Ah, muy buena pregunta! —clamó una voz a su espalda.

—Irving, te presento a Alphonse Lavallée, el alumno más veterano de nuestra escuela, tanto por su edad como por su longevidad en nuestras aulas —dijo Javier sin mirar siquiera al recién llegado—. La memoria viva de la École Centrale.

—Qué queréis, no tengo la menor prisa por volver a la fundición de la familia, a la provincia y a su aburrimiento mortífero —confesó el muchacho, aplastándole las articulaciones a modo de saludo—. No tengo madera para enterrarme en vida a los veintiocho años. ¿Verdad que no, Torquado? —terminó, dándole una palmada a Javier en la espalda.

—Todos tenemos un mote en la escuela —explicó este a Irving, que lo había mirado pestañeando.

—Eso —confirmó Alphonse—. Yo soy La Fontaine. Por la fábula de la tortuga —añadió, produciendo la risa maquinal que emitía siempre que ofrecía aquella explicación—. Y para responder a tu pregunta, una modistilla es una joven que suponemos es de condición obrera y no tiene nada más que su carita y su… —dijo dibujando en el aire un trasero—… que ofrecer. Lo cual es poco y mucho a la vez. Fíjate que, técnicamente, no es ni una casquivana ni una mujer de vida alegre, por tanto no tiene una ambición desmesurada, tan solo la de cazar a un buen partido para no tener que ir más a la fábrica o al taller de costura. Cosa que a mí me parece completamente honesta, y para nosotros los estudiantes representa una oportunidad de divertirnos por poca guita, a condición de no preñar a la bella; si no, ¡habremos caído en la trampa!

Javier, que de pronto pareció acordarse de la existencia de las dos jóvenes, las buscó con la mirada y se levantó para invitarlas a su mesa. Alphonse aprovechó para preguntar a Irving:

—Usted que es también íbero, ¿es cierto que Torquado era el nombre de su padre y que era príncipe de los gitanos? ¡Javier nos cuenta cada anécdota que a veces cuesta creerlo!

Irving lo miró fijamente con unos ojos en los que se adivinaba ya una melancolía que no lo dejaría nunca. En París, a pesar de su francés intachable, lo consideraban español, del mismo modo que en Granada ellos eran los franceses de la Alhambra. El calificativo de Lavallée, aun siendo anodino, lo perturbaba, al igual que la reivindicación por parte de Javier de sus orígenes gitanos, de lo que hasta entonces se había avergonzado. Las raíces de Irving estaban en la Alhambra, no en una nación ni en un pueblo. Tenía la sensación de pertenecer a ella en cuerpo y alma. Su nacionalidad le traía al fresco, pero no parecía ser el caso en el resto de la gente.

—Bueno, ¿qué? —se impacientaba Alphonse—. ¿Ya le había contado el secretillo, o en realidad nuestro amigo Torquado tiene más imaginación de la cuenta?

—Si él se lo ha dicho, puede creerlo. Es verdad —respondió Irving con aire solemne—. Y todo lo demás también.

—¿Oh, sí? ¿Lo de los peces con escamas de oro y lo de la pesca de la golondrina?

—Todo es verdad —repitió Irving enseñándole el colgante que siempre llevaba al cuello y que se parecía a un medallón antiguo amarillento y deslustrado.

Jezequel había provisto a toda la familia Delhorme de escamas de oro, a lo largo de sus inmersiones en el estanque del Patio de los Arrayanes. Pero seguía abierto el debate entre quienes, como Victoria, creían que eran auténticas escamas de oro y quienes, como Nyssia, lo ponían en duda. Por lo que respectaba a Irving, nunca había conseguido formarse una opinión definitiva y había adoptado el parecer de su madre, que le decía con frecuencia que toda leyenda empezaba a existir en el momento en que al menos una persona creyera en ella.

Alphonse examinó el medallón con expresión circunspecta en un primer momento, para declarar luego, convencido:

—Entonces, creo que votaré por él esta tarde. ¡Torquado, presidente! —exclamó dirigiéndose a todos los allí reunidos.

De las otras mesas prorrumpieron nuevas exclamaciones. Algunos hicieron suya la fórmula, otros vociferaban el nombre de los otros dos candidatos a la presidencia de la junta de alumnos. Los partidarios de Torquado tomaron rápidamente la ventaja en la batalla acústica preelectoral. La agitación benefició a Javier, que, gracias a esa aura de popularidad, logró convencer a las dos jóvenes para que fuesen a instalarse a su mesa.

Hizo las presentaciones mientras ellas tomaban asiento y Lavallée se marchaba para esperar en la calle al padrino de la velada, un antiguo alumno de la escuela, cuya llegada, prevista para las ocho, era ya inminente.

Irving juzgó a la modistilla aún más bonita vista de cerca. Se llamaba Juliette y vendía flores en un quiosco al lado de la estación de Montparnasse, con su amiga Zélie. Había sido esta la que la había llevado a la Laiterie du Paradoxe después de que la invitase un alumno de segundo al que Javier acababa de levantárselas.

—No tengo costumbre de salir así —le confesó ella—, es decir, a esta clase de lugar y sin venir acompañada. O sea, quiero decir por un hermano o un novio. Yo no tengo novio… o sea, ya no. Pero sí tengo un hermano… Ay, perdóneme, debo de parecerle una tonta. A decir verdad, me siento incómoda… No conozco los códigos de su mundo.

—No se preocupe, no es mi mundo, aquí solo soy un invitado, como usted.

El tono de voz de Irving era tan tranquilizador como sus palabras y Juliette se sintió en confianza a pesar del ambiente de exaltación y de borrachera crecientes.

—¿Qué desean tomar los tortolitos? —preguntó Javier, ganándose una mirada asesina de su amigo—. ¿Qué? ¿No le has dicho que soy un gran bromista?

—No es eso lo que dice Victoria.

—¿Quién es Victoria? —preguntó Zélie.

—Su novia —respondió Irving en español sin darle tiempo a Javier a dar con la más mínima explicación—. ¿Quiere saber lo que significa «novia»?

—Después se lo cuentas —lo interrumpió Torquado—, ¡ya está aquí el padrino de nuestra fiesta!

63

La Alhambra, Granada,

viernes, 4 de noviembre de 1881

Victoria miró a hurtadillas la foto de Javier que había escondido en el hueco de la mano. Las manecillas del reloj habían decidido por fin avanzar y ya faltaba poco para que finalizaran las clases. Cerró el puño y siguió escribiendo bajo la mirada recelosa de la maestra. Amaba a su novio como nunca, pero la lista de reproches se había alargado considerablemente desde su partida. Javier todavía no había revelado su relación con ella a sus padres, lo que había impedido que Victoria fuese con él a París. Aguardaba impaciente su vuelta para las fiestas, pero temía a la vez que se encontrase con demasiado trabajo y que lo pospusiese. Todos los días acechaba la aparición del cartero que, invariablemente, se disculpaba por no tener nada que entregarle, antes de coger su carta diaria y de decirle que mañana seguro que sí, para darle ánimos.

Cuando tocó la campana, Victoria metió maquinalmente sus cosas en el bolso y tomó el camino de la Alhambra, subió a la Torre de la Vela desde la que vio llegar la berlina procedente de Guadix; bajaron unos viajeros desconocidos, ninguno con la silueta de Javier.

Solo le escribía Irving, unas cartas enviadas desde la estafeta del bulevar de Courcelles los lunes y los jueves con la regularidad concienzuda que lo caracterizaba, y él le daba noticias detalladas de su novio. Victoria tocó el sobre de cartulina rugosa que había recibido de su hermano esa misma mañana y que no había abierto, con el fin de reservar intacto el placer de su lectura para la tarde. Veía a Javier en todas partes, en los personajes de los frescos que Alicia restauraba, en todos los escondrijos de la Alhambra en los que se habían metido, en las nubes a las que les contaba sus temores y sus esperanzas y que ella esperaba que fuesen a decirle cuánto llenaba él su vida cotidiana. Pero esta omnipresencia, que ella bien sabía que no era compartida, la estaba dejando cada vez más exhausta. Levantó la vista al cielo, en el que el rostro de Javier le sonrió tenuemente, le respondió con un movimiento de la mano y decidió entrar.

Victoria se sorprendió al encontrarse a Nyssia en la habitación, cuando por lo general pasaba los días fuera. Se había sentado con las piernas cruzadas, la espalda apoyada en la pared, y estaba leyendo La Casa Tellier. La obra, encuadernada en piel, había sido editada en el mes de abril, y Victoria había oído a Alicia preguntarle a Clément cómo había podido hacerse con un ejemplar tan reciente y lujoso.

—No ha sido el muchacho de la librería Zamora —había respondido precisamente su padre—. Se los mandan de París.

Victoria no quería preguntarle a su hermana por el misterio que la rodeaba, un misterio cada vez más opaco, y esperaba, sin hacerse demasiadas ilusiones, a que Nyssia se lo contase.

—He recibido carta de Irving —anunció agitando el sobre.

Su hermana apenas levantó los ojos.

—Ya la veré, si se tercia —dijo, y volvió a su lectura—. ¡Sobre todo, no la leas en alto!

Victoria se tomó su tiempo para acomodarse en su cama, echarse una sábana por encima de las piernas y entreabrir la cortina para dar mayor luminosidad a la estancia, que empezaba a sumirse en penumbra. Oyó el suspiro de su hermana melliza, que con un sonido seco pasó la página de su libro, y ella se concentró en la letra fina y prieta de su hermano.

Nyssia se había sumergido de nuevo en el ambiente de los cuentos de Maupassant. Yusúpov le enviaba toda suerte de novelas, desde autores franceses a traducciones de autores rusos, desde ediciones recientes hasta más antiguas, que ella comentaba después de haberlas leído. El príncipe estaba fascinado con la pertinencia de los análisis de la joven, a quien describía a su entorno como una poeta y musa española, aumentando así el aura de la misteriosa Verónica Franco. A Nyssia aquel juego la divertía mucho y hacía tiempo que le había tomado la medida a su mentor.

Había sacado La Casa Tellier de su baúl y había escondido el volumen en su habitación para releerlo de vez en cuando. Le gustaba especialmente el último de los cuentos, «La mujer de Paul», que en cuarenta páginas describía los mecanismos de la pasión amorosa y de los celos posesivos de los hombres. Madeleine, la mujer de Paul, en realidad su amante, dominaba al pobre muchacho con una facilidad desconcertante y, pese a la aversión de Paul hacia las lesbianas, le imponía sus infidelidades con otras mujeres, como habría podido imponerle todo lo que él detestaba. A pesar de leerlo una y otra vez, Nyssia no lograba experimentar compasión hacia el muchacho, que al final se arrojaba desesperado a las aguas del Sena y moría ahogado. A Madeleine la veía como una mujer moderna, y a Maupassant, como un autor que había entregado a las mujeres los defectos de los hombres.

La respiración irregular de Victoria la sacó de su burbuja. Al levantar la vista vio que unas lágrimas rodaban por la cara de su hermana. Victoria sorbió por la nariz y se secó las mejillas con la manga. La carta, que se había arrugado entre sus dedos crispados, descansaba sobre sus rodillas.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?

—Nada —respondió ella antes de romper en sollozos.

Se tapó la cara con las manos para tratar de contener la riada de emociones. Nyssia, que se había acercado, quiso rodearla con los brazos, pero Victoria la rechazó y se marchó precipitadamente del cuarto.

—Puesto que va todo bien… —murmuró Nyssia sin intención de ir tras ella.

Recogió la carta que se había caído al suelo y volvió a acomodarse en su cama, en su postura favorita, para leerla. No tardó en reaccionar.

—¡No! ¡Pero cómo ha podido! ¡No! —exclamó enfurecida, y salió corriendo a su vez.

También Nyssia quería una explicación sobre lo que Irving les comunicaba.

El termómetro de mercurio, metido en la caja de zinc de la máquina, indicaba quince grados.

—Esto no va —constató Mateo.

—Entonces perfecto —sentenció Clément, sentado delante de un tubo acabado en una sección con orificios, como la boca de una regadera, insertado en un cilindro grande de vidrio—. ¡Lo hemos conseguido!

—¿Qué hemos conseguido? ¡Fabricar una máquina sin frío, sí!

El francés se levantó y se lavó las manos en una tina de agua fresca.

—Hemos conseguido demostrar que Cabeza de Rata saboteó nuestra instalación —lo corrigió, secándose con un trapo lleno de manchas de alquitrán de hulla—. Observa.

Clément le mostró la boca por la que entraba el tubo rematado en forma de ducha. La juntura presentaba varios agujeros.

—Vertieron el contenido de una jeringa en la reserva de butano líquido. Eso modificó las propiedades del gas, que no se evaporó. Por eso dejó de generarse frío. He rehecho el experimento con butano nuevo y todo ha funcionado.

—¡Joder, maldito sea! —soltó Mateo, conteniéndose para no echar un escupitajo.

—Nunca sabremos a ciencia cierta cuál fue el producto que pusieron, pero les resultaría muy fácil repetir la operación con las máquinas que vendiéramos a nuestros futuros clientes. Voy a revisar los planos para que todo quede integrado dentro de un arcón más grande.

Mateo se frotó el vientre a la altura del estómago. Admiraba la manera en que Clément controlaba sus emociones y la actitud desapegada con la que afrontaba los acontecimientos. Él, por su parte, estaba rumiando ya su venganza contra Chupi y Cabeza de Rata, sin tener una idea clara de la forma que esta adoptaría.

—Estate tranquilo, Mateo —lo calmó Clément—. Disfruta del instante presente: Javier es un joven brillante, su futuro está garantizado y tú te has ganado el amor de Kalia. ¿Qué más querrías?

Aquella frase tuvo en él el mismo efecto que una revelación. Clément tenía razón: hacía cuatro años era un simple porteador de hielo de Sierra Nevada, solo y sin un real. A modo de respuesta, Mateo le dedicó una amplia sonrisa.

—¡Eso está mejor! ¡La vida es bella, amigo mío!

—¡Papá! —gritó Victoria desde el patio central del Generalife.

—¡Victoria! Ven, sube al mirador, te voy a enseñar cómo a nuestra máquina la…

—¡Me importa un pito, papá! —lo cortó ella, entrando—. Tengo una cosa importante que decirte. Quédate, también te concierne a ti —añadió dirigiéndose a Mateo, que se iba ya.

Clément nunca había visto una ira tan intensa en los ojos de su hija. Pensándolo bien, nunca había visto ira en ella. Arrojó el trapo junto a la tina, se acercó a Victoria y con un gesto la invitó a hablar.

—Esto… —empezó a decir ella, y entonces se dio cuenta de que no había preparado lo que le iba a decir y que las ideas le daban vueltas en la cabeza—. Javier y yo nos queremos, desde hace más de un año. Vamos en serio, soy su novia, queremos casarnos cuando termine sus estudios en París. Es él quien debería habértelo dicho antes de irse, pero no se atrevió. Le daba miedo que lo rechazaras… ¿Qué? ¿Ya lo sabíais? —Se enfadó al ver que su padre le lanzaba una mirada cómplice a Mateo.

—Digamos que en el fondo no nos sorprende —respondió Clément—. Pero ¿por qué me lo dices con tanta rabia?

—Irving me ha escrito, papá. Javier no va a venir por Navidades, está demasiado ocupado con la Libertad iluminando el mundo. Ni siquiera ha tenido el valor de escribirme directamente. ¡Estoy muy enfadada con él!

—Y yo te apoyo —intervino Mateo—. Mi hijo es tonto de remate por preferir una estatua a su preciosa novia. ¡Tienes mi bendición y la de Kalia!

—Y la nuestra —remató Clément—. Por si acaso dudabais.

—¡Pero es que tengo la sensación de que se está olvidando de mí, estando tan lejos! —dijo Victoria arrojándose en brazos de su padre.

Sus arrebatos de dolor barrían el mirador, expuesto a los cuatro vientos de Andalucía. Clément ordenó los cabellos de su hija.

—Desengáñate. Los estudios en la École Centrale son muy duros y lo absorberán durante los próximos tres años. Solo habrá que esperar hasta la próxima y tener paciencia. Para él también es un sacrificio.

—Entonces ¿por qué has…?

—¡Papá! —Nyssia había lanzado su grito desde la entrada del Generalife e hizo su aparición a los pocos segundos—. ¡Papá! —gritó por segunda vez, agitando en el aire la carta de Irving.

—¿Y aquí viene mi otra hija, igual de enfurecida que la primera? Pero si mis instrumentos de registro no habían previsto tormentas —bromeó Clément.

—¡Para, papá! ¡Esto es serio!

La gravedad era una noción que Nyssia manejaba con prodigalidad y que afloraba regularmente a sus labios cada vez que se presentaba algún obstáculo en su camino.

—Nyssia, ya lo hemos hablado y me alegro de que te solidarices con tu hermana…

—No se trata de eso. ¿Por qué te has negado a trabajar en París con el señor Eiffel?

Mateo aprovechó el silencio que se generó a continuación para hacer mutis por el foro, mientras que Victoria, por su parte, se acercó a su hermana. Clément levantó momentáneamente las cejas: acababa de tomar consciencia de la amplitud del conflicto que se avecinaba.

—Nyssia, cálmate —replicó sin muchas esperanzas.

—¡Cómo quieres que me calme cuando te has negado a que la familia se reuniese al completo en París! ¡Por tu culpa, nos pudriremos aquí en vez de vivir allí!

—No es tan sencillo. En mi decisión entran en juego otros elementos más importantes.

—¡Qué! ¿Cuáles? ¿Qué sería más importante que la felicidad de tus hijos?

—No tengo por qué discutir esto contigo —respondió Clément haciendo esfuerzos para mantener un tono de voz neutro en todo momento.

—¿Por qué no? ¡Tú siempre has dicho que todos los miembros de una familia tenían que poder expresarse y que contaba la opinión de todos!

—Papá no sabía lo de Javier conmigo —atemperó Victoria—. Bueno, no oficialmente —se corrigió.

Clément se volvió hacia su máquina sin responder, cogió una llave y se agachó detrás del aparato para desmontar las tuberías. Las mellizas rodearon a su padre.

—Todavía puedes cambiar de idea —lo increpó Nyssia—. ¡Debes!

—¡Di que sí, papá! —la secundó Victoria—. ¡Podríamos ser tan felices todos allí!

Las recriminaciones se prolongaron aún varios minutos más, hasta que lo obligaron a salir de su refugio.

—Escuchad, hijas mías, yo no tengo por qué justificarme ante vosotras. Debéis aceptarlo como una limitación o una prueba, da igual. Pero no habrá concertación.

—¿Por qué lo has hecho? —gritó Nyssia—. ¿Por qué?

—Hija mía, tus motivaciones me parecen muy personales y no tengo ninguna gana de llevarte a París para ofrecerte como festín a un depredador, por muy de linaje real que sea. Mi deber es protegerte, incluso de ti misma.

Nyssia acusó el golpe y se preguntó qué podían saber sus padres. Victoria la rodeó con un brazo para consolarla.

—Te odio —murmuró como si le arrojara el guante a su padre.

—Clément no tiene nada que ver —intervino una voz a sus espaldas. Alicia había entrado en compañía de Kalia y Mateo. Se plantó en el centro del mirador y los miró a los ojos a los tres antes de añadir—: Fui yo quien decidió que no íbamos, no vuestro padre.

64

La Laiterie du Paradoxe, París,

viernes, 4 de noviembre de 1881

Gustave Eiffel se había instalado en la mesita de honor. Hizo una seña al distinguir a los dos muchachos, lo que sirvió para aumentar todavía más la popularidad de Javier ante los demás alumnos, y escuchó luego con actitud solemne el discurso de presentación del alumno más veterano. Lavallée lo obsequió con una loa muy detallada y citó de memoria las principales realizaciones del ingeniero, entre ellas los puentes de Cubzac, de Szeged y de Garabit, todavía en proceso de construcción.

Eiffel le dio las gracias de forma efusiva antes de tomar la palabra, visiblemente feliz de encontrar ribetes de recuerdos entre las caras de los allí reunidos.

—Queridos estudiantes y futuros colegas, es para mí un motivo de alegría hallarme en este lugar, después de haber estado en el de ustedes hace casi treinta años ya. Para mi discurso de apadrinamiento he pensado hablarles hoy de las grandes construcciones metálicas. No se enfaden conmigo, es mi especialidad y no me atrevo a hablar de nada que no conozca bien. Pero no se inquieten, no los tendré en vilo demasiado tiempo antes de la elección tan esperada —añadió lanzando una mirada cargada de intención hacia Javier—. Además, es un tema demasiado vasto para condensarlo en estos minutos que me dedican ustedes.

Irving dejó volar la imaginación por los espacios algodonosos de la ensoñación, mientras Eiffel se lanzaba a un estudio comparativo de las ventajas del hierro frente al hierro fundido y al acero. No se atrevía a mirar a Juliette, pero sí percibía su respiración ligeramente ansiosa. Sabía que la joven no estaba prestando atención a la exposición de Eiffel, al igual que él. Sentía la misma tensión y la misma atracción que ella. Y ese instante de palabras no dichas le pareció delicioso, los cuerpos inmóviles, paralelos el uno respecto del otro, el tiempo que discurría denso y pastoso como las gotas de miel al compás de la explicación de los puentes en arco y los puentes suspendidos. Eiffel dedicó un apartado a la estatua de la Libertad que hizo las delicias de Javier; Irving tampoco se enteró de nada.

—Uno de ustedes trabaja en mi equipo en la edificación de esta estatua, no duden en preguntarle acerca de esta experiencia única —dijo sin dar más detalles, aunque todo el mundo había identificado a Torquado.

—Qué te parece, ¿eh?, te hace un trono a la medida, el señor Eiffel —comentó Alphonse, que se había acercado a ellos—. Si con esto no sales elegido… Pero, fíjate, él había hecho una buena campaña en las cantonales y al final acabó tercero —dijo, retrocediendo unos pasos para evitar la reacción de Javier, que no se produjo.

Irving había arrimado la mano a la de Juliette con mucho cuidado de no tocarla. Le lanzó una mirada y ella hizo como si no se diese cuenta. Él quería dejar impregnado su perfil en el recuerdo como si de una placa fotográfica se tratase. Sobre todo, quería evitar mostrarse brusco con ella. No sabía cómo comportarse con una chica, modistilla o no, y se preguntaba qué sería lo conveniente en tal circunstancia. Nunca había hablado de eso con Javier, y menos aún con sus hermanas. Desprovisto de pistas, decidió aplazar toda tentativa de seducción, convenciéndose a sí mismo de que no había ninguna prisa.

Se inclinó hacia Juliette y le susurró:

—¿Sabe lo que es una «abs»?

La pregunta sorprendió a la joven, que le tuvo que pedir que se la repitiera. A su vez, ella se inclinó hacia él y le puso la mano en el hombro, un gesto que él consideró desprovisto de segundas intenciones, y respondió:

—Pues una «abs» es una absenta. Aquí usamos mucho la apócope.

—¿«La pópeque»?

—Está de moda suprimir las últimas sílabas de las palabras —le explicó, sin corregirlo—. Dentro de nada ya no quedará ni una entera. Me lo explicó un cliente —se apresuró a añadir—. Un señor muy amable que me compra rosas todos los meses para regalárselas a su señora.

Zélie, que los estaba escuchando, se metió en la conversación, encantada de distraerse durante el discurso.

—Su señora… Mira que eres ingenua, mi pequeña Juliette —dictaminó ella con el acento guasón y lánguido a la vez del barrio del Temple—. ¡Es su querida, a la que consuela de esa manera por no ser su señora! —concluyó sin la menor discreción, lo que le valió una mirada furibunda de Javier y un «chist» de Alphonse parecido a un escape de gas del alumbrado.

Por su parte, Eiffel había conquistado al resto del público, incluida Rosa, que había dejado de servir las bebidas y se había puesto a soñar con las ciudades lejanas que mencionaba el ingeniero al hablar de los puentes más bellos del mundo.

—El buen ingeniero, caballeros, es aquel que termina su obra dentro del plazo establecido, sin pasarse de presupuesto y que deja una obra perenne que podrán utilizar con total seguridad muchas generaciones. Una obra que combine el placer visual y la utilidad. Es lo que les deseo a todos para los años venideros.

La calidad del discurso, unida a las botellas de Clos de Vougeot aportadas por el ingeniero, desencadenó una ovación prolongada. Rosa reanudó su faena, mientras los asesores de Lavallée traían la urna de la votación con los brazos extendidos, como en una parodia de ceremonia. El objeto en sí era un florero de bronce de estilo vagamente antiguo, que había pertenecido al Hôtel de Juigné antes de que fuese arrendado a la École Centrale. Los alumnos de la época le habían echado el guante al jarrón y lo habían sustraído al propietario de la mansión como si se tratara de un botín de guerra. Cada alumno se acercó a depositar en la urna un papel con el nombre de su candidato, en medio de una algarabía y sin respetar ningún procedimiento, ante la mirada divertida de Gustave Eiffel, a quien el papel de padrino confería además el de juez supremo de las elecciones.

Cuando Javier introdujo en el florero su papelito doblado, de varias mesas surgieron tandas de aplausos seguidos al momento por exclamaciones de ánimo a los otros contendientes. La liza duró unos minutos, hasta que un estudiante de segundo, con los cabellos hincados como un seto, se levantó en equilibrio precario y bramó:

—¡Reirá, no reirá!

La frase fue repetida a coro por toda la concurrencia, incluidas Zélie y Juliette, una decena de veces, puntuada en todo momento por carcajadas y voces. El muchacho volvió a tomar asiento, satisfecho con su aportación.

—Es como un estribillo —dijo la joven a Irving, que la miró sin entender nada—. Repetimos frases sin un sentido exacto.

—Pero ¿eso por qué?

A ella le dieron ganas de darle un achuchón. Irving parecía un niño inocente perdido en un mar de adultos.

—Pues inicialmente para chinchar al otro —respondió ella—. Creo que este viene de una obra de teatro. Luego estos estribillos se convierten en una especie de cantinelas sin pies ni cabeza. ¿De verdad que no lo conoce?

—¡Atrapen a los canarios! —mugió el estudiante de último curso que había abandonado su pintura al fresco desde hacía rato.

Esta otra frase dio lugar a unos cuantos minutos de reiteración en bucle, durante la cual los grupos se respondían gritando cada vez más alto.

Irving hizo un gesto de no entender, mirando a Juliette.

—Esta otra es de origen desconocido —le explicó ella—. Solo se sabe que nació en Lyon antes de que fuese adoptada por París. Es el misterio de las cantinelas.

Alphonse puso fin al jolgorio proclamando que había concluido la votación.

—Vamos a proceder al escrutinio —anunció levantando la urna por las asas.

Todos se acercaron a la vez que él volcaba el jarrón para echar los papeles en la mesa. Iba abriéndolos uno a uno, se los pasaba a Eiffel y este decía en alto uno de los tres nombres, mientras los asesores iban añadiendo un palito en cada una de las columnas. Ayudados por el alcohol, algunos alumnos habían anotado nombres que no eran los de los candidatos. Unos diez habían votado a Eiffel, al que aplaudieron, otro a Mac Mahon, al que silbaron. Una papeleta había sido sustituida por la foto de una actriz de éxito del teatro de la Gaîté. Contaron unas cuantas veces todas las papeletas válidas y Eiffel anunció el resultado:

—Con ciento veinticinco votos de ciento ochenta y ocho votantes, ¡Javier Álvarez ha sido elegido presidente de la junta de alumnos!

Lo felicitó, le susurró al oído que ya habría querido para sí ese resultado en las elecciones cantonales, sobre las cuales había decidido que serían su primera y última incursión en la política, y luego se despidió y se fue. La fiesta podía comenzar.

Javier desapareció un instante y regresó a los pocos minutos enarbolando un curioso sombrero con forma de embudo, con ala ancha y terminado en un pompón.

—¡Qué extraño tocado! —dijo Juliette volviendo a sentarse al lado de Irving, que no se había movido de su silla.

Se preguntó desde cuándo contaba Javier entre sus pertenencias con el sombrero característico del príncipe de los gitanos y, sobre todo, quién se lo había dado, porque su amigo nunca le había hablado de ello. Y se dio cuenta de que había cosas de su hermano de leche que él desconocía. En la cabeza de Javier, el sombrero se había transformado en la corona del presidente de los alumnos de la École Centrale y seguiría siéndolo a lo largo de décadas hasta que desapareciese en 1940, la víspera de la entrada de las tropas alemanas en París.

Torquado fue llevado a hombros por sus partidarios, que recorrieron así las dos salas y salieron a la calle formando un alboroto tremendo, antes de volver rápidamente al interior del establecimiento al ver a una patrulla de la policía en la esquina de la calle Séguier. Javier intentó decir unas palabras de agradecimiento, pero a cada frase lo interrumpían los gritos y los vítores, y acabó dándose por vencido, prometiendo un torrente interminable de alcohol y cánticos. Zélie, que no se separaba de él ni medio centímetro, le arrancó un beso por sorpresa y él se apresuró a dar parte de ello a todos los presentes, tras lo cual rechazó un segundo beso.

El vino había sido reemplazado por alcoholes más fuertes que habían tenido por efecto incrementar el barullo confuso y ruidoso de las conversaciones.

—¿No le gusta la fiesta? —preguntó Juliette.

—En Granada siempre contemplo las procesiones del Corpus Christi desde una de las torres —respondió Irving, aliviado por que fuera ella la que tomase la iniciativa de la conversación—. Me dan miedo las muchedumbres, sobre todo si la gente ha bebido.

—¡Pero es que siempre se bebe!

—Pues me pasa desde hace años, no sé por qué —mintió él, haciendo esfuerzos para no evocar las imágenes de la noche en que había asistido a la paliza al vagabundo en el Patio de los Leones.

—Entonces, tiene que beber también —sentenció ella, buscando a Rosa con la mirada.

La fámula dejó dos copas y la botella de absenta sobre la mesa.

—Oye, chico, todo el mundo toma absenta, ¡hasta los auverneses! —dijo ella al ver los titubeos de Irving.

—Esa sí que es una frase fácil de recordar —comentó él, dando un primer trago.

Rosa les rellenó las dos copas, aplastó el tapón en su gollete con su sonido característico y respondió:

—¡Solo que no es una de esas cantinelas, sino una verdad como un templo! ¡A tu salud, muchacho!

El alcohol le abrasó primero las papilas y luego la garganta y finalmente le dejó claro dónde tenía el estómago. Irving logró no toser, pero le salieron gotitas de sudor por toda la cara, que se le había puesto de color carmesí. Alphonse, que observaba desde el umbral de la sala, donde administraba la entrada de los flujos alcohólicos, le gritó una frase de ánimo que él no comprendió, de tanto como había aumentado el jaleo reinante.

—¿Estás bien? —se preocupó Juliette, que había puesto su mano encima de la de Irving.

—Sí, creo que aún estoy con vida —respondió este, entrelazando sus dedos con los de la joven, movido por un reflejo de ternura, pero retirándolos luego dulcemente.

—Esto sí que es una entronización hermosa en la hermandad de la embriaguez —declaró Lavallée, que se les había acercado—. ¡Brindemos, amigo mío! Este veneno es el más alegre que conozca. —Irving rehusó dos veces antes de claudicar ante la insistencia del estudiante y las primeras bocanadas de euforia que soplaban en su organismo—. ¿Sientes que es diferente? Delvau ha escrito que la cerveza producía una borrachera pesada; el vino, una borrachera jovial; y el aguardiente, una borrachera feroz. Pero la «abs» te transporta desde los primeros tragos a un universo diferente, en el que te sientes a un tiempo como una pluma y como el plomo, lúcido y confuso, donde todo se vuelve incoherente y armonioso. ¡Este licor te transporta a un lugar único a la velocidad del sonido! ¡Por ti! —concluyó vaciando su copa. Lavallée reprimió una arcada y se acercó para murmurarle, con el aliento empapado de una mezcla de alcoholes—: Aprovecha bien a tu modistilla, amigo mío.

Irving quiso mostrarse ofendido pero no pudo reaccionar. Alphonse se había marchado en pos de Rosa o de una botella de absenta que aún pudiese dar algo de rendimiento. En la mesa contigua, Javier peroraba sin ilación e Irving supuso que había ingerido tanto alcohol como él. «O más incluso», se dijo cuando su amigo se subió encima de la mesa para esbozar un paso de flamenco, algo que nunca se había contado entre sus habilidades. La gente, formando corro a su alrededor, se desternillaba de risa; sobre todo Zélie, con una voz que recordaba los rebuznos de Barbacana. Juliette era la única que conservaba la dignidad y la belleza, que él no dejaba de admirar. Ella le preguntó algo e Irving tuvo la sensación de no ser más que el testigo de su conversación y que otro, un joven gracioso y encantador, hacía todo el trabajo en su lugar, como un doble soñado de sí mismo. Deseó que ese momento durase lo más posible, le daba miedo que se le derritiesen las alas, que cayese y se estampase contra el rugoso suelo de la realidad. Debía continuar ingiriendo el líquido de gusto floral y anisado, ligeramente amargo, si quería que no se apagase esa llama y siguiese iluminándolos a Juliette y a él.

Javier se sentó con ellos varias veces, e incluso entre ellos, para dedicarle ocurrencias chistosas a las que él parecía responder con chispa, pero Irving olvidaba al instante las preguntas y las respuestas, tan solo la voz de Juliette permanecía arraigada en él. Luego el tiempo remontó como un salmón en el nacimiento de un río, se dilató y finalmente explotó y desapareció. Tenía la impresión de haber vivido toda una vida en la Laiterie du Paradoxe, conversando con el primer ángel escapado de lo divino. Juliette también había bebido, tan solo lo necesario para apagar las inhibiciones y la vergüenza que le daba su propia condición, cosas ambas que la seguían como una sombra siempre que salía en compañía de Zélie.

Quienes no habían conseguido detener a tiempo las rondas incesantes de Rosa y del patrón acabaron alfombrando el suelo o arrastrándose, incapaces de tenerse en pie sin parecer peleles de feria, ayudados por otros alumnos más prudentes o más habituados, con mejor conocimiento de la frontera invisible que no debía traspasarse. La fiesta había comenzado con la euforia de las elecciones y había desembocado en una suerte de retirada bélica anunciada que no acababa nunca. Alphonse, después de haber orinado contra una mesa, se había dormido al pie de la pintura al fresco, cual un personaje salido de él. Javier no se había quitado el sombrero pero de su camisa no había ni rastro. Estaba echando una partida imposible al lansquenet en compañía de dos estudiantes, uno de los cuales conservaba aún la camisa pero iba descalzo. Zélie seguía pegadita a él, apoyada en su hombro, comentando el desarrollo de las partidas y puntuándolas con su imitación de Barbacana que Irving juzgó cada vez más próxima a la perfección. Tenía la impresión de haberle contado su vida entera a Juliette, comentándole todos y cada uno de los días que había pasado en la Alhambra, pero ella no daba muestras de haberse hartado. Le brillaban los ojos como aquellas canicas translúcidas de ágata que él había relegado tanto tiempo atrás a un cofre, pero que seguía mirando de vez en cuando y poniéndolas al sol para jugar con sus reflejos. Se oyó proponerle que salieran del café. Ese fue su último recuerdo antes de despertar.