IV

La Alhambra, Granada,

lunes, 27 de mayo de 1918

16

Hacía años que la señorita Delhorme no dormía tan bien. Cuando se despertó, el sol había filtrado haces de luz ambarina a través de la estera de bambú que hacía las veces de cortina. Los rayos formaban extraños arabescos en la pared de enfrente. «El mismo dibujo que cuando era chica», pensó observándolo con atención. También el cuarto seguía exactamente igual: las tres camas con sus abigarradas colchas de ganchillo traídas del viaje que hicieron a Oporto; el banco de madera de olivo que había fabricado su padre, que les servía de pupitre para hacer los deberes, ocupando el lugar predominante de la estancia, en el centro, y el enorme baúl de viaje en el rincón de siempre, directamente sobre el suelo de madera ajado. Su madre había presentado aquel arcón de cuero como un vestigio del paso de Washington Irving. Había servido de armario para los trillizos y acompañado los sueños de viajes de Nyssia tanto como sus lecturas. Todo aquello había desafiado el paso del tiempo, creando una sensación reconfortante de eternidad.

Se levantó y comprobó con satisfacción que no le dolían las articulaciones. Parecía que las inyecciones de sales de mercurio que se había puesto en París antes del viaje habían frenado el avance de la inflamación. Nyssia fue a la cocina, donde encontró a Kalia, y sonrió al oler el aroma del aceite de oliva con el que estaba untando un trozo de pan. Desayunaron en silencio, puntuado por los murmullos de placer de la señorita Delhorme.

—Qué manjar —dijo, extendiendo pulpa de tomate en su tercera tostada—. ¡Había olvidado lo rico que estaba!

—Son del Generalife. Las aceitunas también. A Javier le encantan y hace acopio cada vez que viene a verme. Incluso sospecho que solo viene por eso —añadió, sonriendo para dulcificar el comentario.

—Me alegro de que os hayáis reconciliado.

—Ojalá Dios hubiese podido hacer otro tanto contigo y tu padre…

—Kalia, por favor, reservemos las explicaciones para más tarde. Sé lo que he hecho mal, pero deja que te cuente mi vida antes de agobiarme. Hoy tan solo quiero reencontrar los lugares de mi niñez.

—Perdóname —dijo Kalia levantándose para quitar la mesa.

—No, perdóname tú —suspiró Nyssia sacando un paquete de Murad de su bolsillo—, tengo tanto por lo que pedir perdón. ¿Quieres? —preguntó ofreciéndole a la anciana un cigarrillo que esta rehusó.

Nyssia lo encajó en una boquilla de jade blanco y negro y aspiró profundamente la primera calada. Se acercó a la ventana abierta y se asombró de la poca gente que se veía por las calles de la Alhambra. En el Patio de Machuca solo había una pareja paseando.

—Solo hay españoles —comentó Kalia—. Desde hace cuatro años ya no vienen extranjeros.

—La guerra…

—También la gripe. Todos vuestros periódicos nos señalan con el dedo. Hay que decir que hasta el rey se ha contagiado. Pero el doctor Pinilla me ha contado que en Granada solo hubo unos cuantos casos.

—¡Pinilla! —exclamó Nyssia, haciendo que los dos paseantes se volviesen—. Me alegro de que siga vivo. Tenía la intención de ir a visitarlo.

—Lo siento, chica mía, murió —respondió la gitana—. Me refería a su hijo Ruy. Él se encarga ahora de su consulta.

—Qué pena. ¿Tal vez podrá ayudarme a encontrar el rastro de papá? Hoy en día los médicos saben más que los confesores.

La calle Párraga era una de esas incontables venas del corazón de la ciudad resguardadas del sol gracias a su estrechez, cuyo corolario era una penumbra constante. Por suerte, la casa de los Pinilla, construida delante de un jardín, se beneficiaba de un buen número de horas de sol al día, cosa que el médico aprovechaba para leer a su madre en un patio bañado de luz ambarina. El anuncio de la visita de la señorita Delhorme no pareció sorprenderlo. Miró a su madre, cuyo rostro impasible, con los labios fruncidos y los ojos redondos, reflejaba el ataque de apoplejía del que había sido víctima después de la muerte de su marido y que la había privado definitivamente del habla. El médico pidió a la criada que llevase allí a la visita.

La señorita Delhorme no había estado nunca en casa de los Pinilla y solo conservaba un vago recuerdo del médico de la familia, con quien se había cruzado alguna vez, durante los lanzamientos de globos sonda, pero su hijo no se parecía en nada al hijo que aparecía en ese recuerdo. Era más alto que la media española, no llevaba ni barba ni bigote y una calvicie radial se había llevado consigo el color de sus cabellos. Ruy Pinilla era un hombre afable de sonrisa reconfortante, que practicaba una medicina moderna basada en los últimos estudios, a cuya lectura se entregaba con pasión. Había heredado de su padre la colección de plumas metálicas y un gusto desmesurado por las novelas de Victor Hugo. Escuchó a Nyssia atentamente, sin interrumpirla, sentado al lado de su madre, cuya boca se abría y se cerraba como la de un pez en busca de oxígeno y cuya mirada fija no se había cruzado ni una sola vez con la de Nyssia.

—Y esta es la razón por la que he vuelto a Granada —dijo para concluir su explicación—. Necesito saber si mi padre sigue vivo.

Ruy observó largamente el gráfico que le había tendido. Los trazos del papel milimetrado se habían aclarado por haber estado expuestos a la luz durante un tiempo prolongado, pero el dibujo en tinta azul era aún nítidamente visible.

—¿Cuándo desapareció su padre? Hará unos quince años, ¿verdad?

—El 10 de septiembre de 1889.

—Cómo pasa el tiempo —murmuró para sus adentros, antes de proseguir—: Lo recuerdo perfectamente. Acababa de terminar los estudios y ayudaba a mi padre en su consulta. Su madre vino a por las pastillas que él le recetaba para sus problemas de salud. Él se encontraba de viaje a la Exposición Universal y fui yo quien se las preparó. Entonces nos contó que la aeronave del señor Delhorme había sido dada por desaparecida.

Ruy Pinilla observó de nuevo el documento y luego se lo devolvió.

—Disculpe que le haga esta pregunta, pero ¿está segura de que es auténtico? Podría haberlo dibujado cualquiera, al fin y al cabo solo es un papel milimetrado con una línea de tinta.

—Lo he pensado —admitió ella—. Pero hay un detalle que recordé. Un detalle que muy poca gente conocía y que quisiera verificar con ustedes.

—¿De qué se trata? —preguntó él cuando su madre, siempre con el rostro impasible, apoyó una mano en su brazo.

—Mi padre utilizaba una tinta especial que no se congelaba a gran altura. Tenía un color único, tirando a azul índigo —indicó ella, mostrándole el dibujo—. La había creado el doctor Pinilla para él.

El médico notó que los dedos de su madre se crispaban sobre su piel. Ella movió despacio la cabeza, afirmativamente.

—Creo que se lo podemos confirmar —dijo él—. ¿Quiere acompañarme a mi despacho?

La pieza, que daba a la callejuela posterior y tenía solo una ventana, estaba sumida en la penumbra. Ruy encendió cuidadosamente las dos lámparas de petróleo fijadas a la pared y sacó un cuaderno de notas de uno de los cajones del secreter.

—Mi padre redactaba todas sus cuentas con esta tinta, pues decía que no se desleía ni con el paso del tiempo ni con la luz. Se sentía muy orgulloso de su creación.

La comparación reafirmó a Nyssia en su certeza: el trazado era del mismo color que los renglones escritos a mano por el médico.

—¡Está vivo, está vivo! —exclamó echándose en brazos de Ruy, que se tambaleó y a continuación respondió a su abrazo—. ¡Los adoro, a usted y a su familia!

La alegría y la familiaridad espontánea de la señorita Delhorme sorprendieron a Pinilla, que se ruborizó.

—Si la puedo ayudar en sus indagaciones, no dude en echar mano de mí; le mostraré mi libreta de direcciones —se ofreció él, contagiado por la efusividad de la francesa.

—Encontraré a mi padre, así tenga que registrar hasta la última vivienda de Granada y de la Vega —proclamó ella—. No pienso perderlo otra vez.

Ruy la acompañó a la puerta y después volvió al patio, con su madre. La señora Pinilla le tendió un cuaderno en el que había garabateado una palabra con letra insegura.

—No, madre, no es ella —dijo rompiendo el papel después de haberlo leído—. Deje de preguntarme, jamás se lo diré.

Una lágrima rodó por el rostro de cera de la señora Pinilla.