III

Granada, España,

martes, 2 de junio

10

El llanto del niño al tomar su primera bocanada de aire invadió la sala de los Baños. El doctor Pinilla le cortó el cordón, lo envolvió en pañales y lo depositó en brazos de Delhorme, que se quedó petrificado un instante antes de presentarlo a su mujer. Alicia se sentía eufórica después del primer alumbramiento; el dolor se había atenuado y todos sus músculos se habían distendido.

—Un varón —dijo simplemente Clément, a quien la emoción había despojado súbitamente de palabras.

Ella se incorporó sobre los codos, miró a su minúsculo recién nacido, le dedicó una sonrisa llena de amor, luego otra a su marido, y a continuación dejó que la realidad la invadiese: iba a tener que superar otros dos alumbramientos, cuando el primero acababa de dejarla exangüe. «Cómo lo voy a hacer», meditó, dejándose caer sobre su lecho de dolor. Cerró los ojos para reunir todas sus energías.

La bañera había sido acondicionada por Clément, que había llevado allí el colchón y los almohadones sobre los cuales descansaba Alicia, así como los trapos que él mismo había hecho jirones siguiendo las indicaciones del médico.

Todos tenían la cara perlada de sudor a causa de la humedad caliente que reinaba en la estancia. Pinilla, que sabía que los pulmones de los tres fetos no estaban maduros aún, había decidido humidificarlos al máximo por este medio, algo que jamás había intentado, pero el cúmulo de presiones obligaba a correr riesgos. El sistema ideado por Bönickhausen había permitido generar una humedad y un calor propios de las selvas tropicales. Tras preguntarle a Contreras, el ingeniero había sabido de la existencia de un taller de producción de alcohol situado cerca de la plaza de los Aljibes, y entre los dos habían conseguido un alambique capaz de generar una cantidad suficiente de vapor. Los soldados que estaban de ronda les habían ayudado a transportar el recipiente de cobre y madera, y después a reunir suficientes leños para el fuego. Habían despertado a los oficiales y al médico de la guarnición, y una agitación inusual se había extendido por toda la Alhambra.

El ingeniero había retirado el condensador del cuerpo del alambique para conectarlo directamente al caño que atravesaba el muro hasta los grifos de la bañera, unas sencillas llaves de hierro, pues las originales, unas cabezas de león de oro macizo, habían desaparecido mucho tiempo atrás. Gracias a este sistema, Clément controlaba la tasa de humedad del interior de la estancia.

Bönickhausen comprobó la potencia del fuego cuando Pinilla le pidió que saliera más vapor. El segundo niño se hacía esperar. El médico se secó la frente y las manos antes de introducir de nuevo en sus orejas los tubos de caucho del estetoscopio. Lo apoyó en el vientre de su paciente, cuyo volumen no había disminuido, y reflexionó sobre el desarrollo de los acontecimientos. «El cuello sigue dilatado, el parto será rápido una vez que se rompa la segunda bolsa», se tranquilizó. Pinilla se acordaba de los gemelos de la señora Hermoso, el segundo de los cuales había nacido varias semanas después que el primero. El médico se había negado a romper la bolsa de las aguas, origen frecuente de infecciones para la madre, y había preferido esperar a que la naturaleza siguiera su curso. «Pero ¿cómo proceder con trillizos?». No tenía ni la menor idea y, por primera vez en su carrera, dudó de intervenir.

Había transcurrido una hora y media desde el primer nacimiento cuando la membrana se abrió de forma natural, para su gran alivio. Noventa minutos durante los cuales los gritos de Alicia se habían apagado poco a poco a causa del agotamiento, pese a los ánimos de los hombres.

—¡Venga, ya casi estamos! —la exhortó el facultativo después de haber efectuado una palpación—. Va a contener la respiración y después, en las siguientes contracciones, empuje hacia abajo lo más fuerte que pueda.

—No puedo, no puedo —murmuró Alicia, a quien le costaba abrir los ojos, sepultados en sus cuencas.

Tenía las mejillas hundidas, lo que le marcaba aún más los pómulos.

—Hay que hacerlo de otra manera, a mi mujer ya no le quedan fuerzas —intervino Clément.

Pinilla, que escuchaba los latidos de los corazones a través de su estetoscopio, no respondió. Delhorme le quitó el instrumento y repitió la frase vocalizando mucho delante de la trompetilla de marfil. El médico hizo una mueca y respondió secamente:

—¿De otra manera? Pero ¿qué propone? No hay otra manera de dar a luz, señor mío, desde que el mundo es mundo, créame, y yo…

No pudo terminar la frase: en ese mismo instante una contracción más violenta dejó paralizada a Alicia. Con la mano izquierda se aferró al estetoscopio, con la derecha al antebrazo de su marido. Y lanzando un alarido animal, haciendo acopio de sus últimas fuerzas, empujó con el ímpetu de la desesperación, arrancándole de las orejas los dos tubitos al médico, que no pudo contener un grito de dolor. Los dos dejaron de chillar a la vez, dejando paso a un silencio estupefacto.

—¡Ahí está, ahí está, veo la cabeza! —anunció Clément, que sostenía con fuerza la mano de su mujer.

Pinilla volvió a colocarse en su sitio, junto a la parturienta. Le dolía la espalda, le sangraban las orejas. Envolvió las piernas de Alicia con unas toallas calientes que sujetó con sendos imperdibles. Era un gesto que respondía más a un reflejo que a una finalidad útil, teniendo en cuenta la temperatura ambiente, pero el médico necesitaba conservar el modus operandi que le era propio y que siempre le había dado resultado. Asió la cabeza del niño con las dos manos y tiró suavemente. Los hombros no estaban colocados.

—No empuje más —avisó—. Señor Delhorme, vaya a buscar el fórceps que está en el bolso. Y el frasco de jarabe.

Clément le dio las tenazas con forma de cucharas grandes y quitó el tapón del frasco.

—¿Cuánto tiene que beber?

Pinilla estiró el brazo para indicarle por gestos que se lo diese a él. Cogió el frasco y tragó tres veces, después de lo cual se lo devolvió con cara de satisfacción.

—Este es un tónico cuya composición es mía. Debería despabilarla. Pero, ojo, solo un traguito —le advirtió mientras Clément sostenía la nuca de Alicia para ayudarla a beber.

—Dentro de poco no quedará madera —gritó Contreras desde la sala adyacente.

—Hay que conservar la misma temperatura y también la misma humedad —resolvió el médico.

Delhorme volvió a taponar el tónico, lo dejó fuera del alcance del médico y se fue hasta la sala del horno. Bönickhausen estaba terminando de tapar el alambique con una manta de lana con objeto de reducir todo lo posible las pérdidas de calor, mientras el arquitecto reunía las últimas ramas de madera seca colocadas en el suelo.

—Nos queda para una hora, no más —indicó el ingeniero—. Después, se acabó el vapor.

—He traído toda la reserva de leña del taller. Y también la de la guarnición —añadió Contreras.

Clément miró las llamas que lamían la madera calcinada dentro del hogar.

—Podemos guarnecer con burletes todas las rendijas de la habitación caliente —sugirió—, colgar telas y mantas en los vanos de la entrada y de la salida, juntando muchas capas, para paliar la falta de puertas.

—No hay tiempo para eso —objetó Contreras—, y harían falta clavos especiales para no dañar los paramentos.

—Pues entonces solo veo una solución…

—¡Venga, deprisa! —gritó Pinilla—. ¡Tengo un problema!

Los ojos de Alicia ya no reflejaban más que una visión empañada de la realidad. Todo parecía distendido. Había sentido ganas de llorar y luego, después del alumbramiento de su segundo hijo, se había sentido eufórica. Euforia que no había durado más que unos segundos y que vino seguida de una agitación intensa a su alrededor. No oía llorar a su hijito. Quiso hablar, saber, entender, pero era incapaz de articular el menor sonido o de abrir los ojos. El tiempo se hizo largo, tan largo… Un líquido caliente le escurrió entre las piernas. Percibió el olor de la sangre, sonidos de tijeras, pero no sintió nada, no era su cuerpo el que estaban sajando. Después, finalmente, un grito felino, agudísimo. El grito de la vida. Oyó la voz de su marido, lejana, tan lejana… era una niña. Alicia respondió con una sonrisa, luego se la pusieron un instante en los brazos y ella notó su aliento contra su piel. Se la llevaron.

Tenía calor pero tiritaba, no le quedaban fuerzas ni para abrir los ojos. Pero, de todos modos, para qué abrirlos, si todo estaba tan borroso, el médico, Clément, todo ese ajetreo que se percibía detrás de ellos… Le pareció ver entrar unas figuras en la estancia transportando un alambique. Debía de estar delirando. Su cuerpo no era más que un manojo de dolores, tenía la impresión de que su vientre y sus piernas se hubiesen deshilvanado y que nunca más la sostendrían. Las voces le llegaban todo el tiempo distorsionadas y lejanas. Había también siseos, cada vez más fuertes, como un torbellino de insectos zumbando alrededor de su cabeza. Y la voz que decía que aún había otro niño en su seno, que había que volver a empezar, que, ánimo, era la última vez. ¿La última? Pero si lo único que hacía era dar a luz, una y otra vez; se había transformado en Prometeo, su vida entera era un parto repetido sin fin.

Notó que Clément le cogía la mano, y notó también el regusto amargo del líquido que él volvía a ponerle en la boca, y la invadió una lasitud inmensa. Luego, de pronto, una contracción volvió a atenazarle el vientre. Pero, a diferencia de las veces anteriores, tuvo la impresión de haberse vuelto ajena a ese cuerpo que la torturaba. Iban a tener que apañárselas sin ella. Se dejó flotar, lejos de todo, lejos de sí misma.

—Tenemos la negra —confesó Pinilla—, la bolsa del último está intacta aún. Con lo que acaba de pasar, debería haberse roto.

La recién nacida había salido de nalgas, con el cordón enrollado al cuello. El médico habría sido incapaz de dar cuenta precisa de todos sus movimientos, que había efectuado como si se hallara fuera de la realidad debido al agotamiento extremo y al tónico ingerido. Había conseguido sacar a la cría, cortar el cordón que la estrangulaba y reanimarla. La madre ya no se encontraba en condiciones de ayudarlo para el último. Y él ya no quería esperar más.

—Dígales que preparen un barreño con agua caliente, vamos a realizar una irrigación para provocar el parto —ordenó a Clément.

—¿Está seguro? —se inquietó Delhorme.

El médico hizo un ademán de impotencia y dejó caer al suelo la toalla que tenía en la mano.

—Su mujer ya no podrá empujar, se encuentra en un estado de extenuación grave. Voy a servirme de un medio drástico, pero estoy convencido de que permitirá contraer lo bastante su matriz para la expulsión. El camino ya lo han trazado los dos primeros. Disculpe mi modo de hablar —se corrigió—, pero le ruego que confíe en mí.

Clément sopesó los riesgos y respondió con un movimiento de la cabeza:

—De acuerdo, usted dirá.

Contreras, que había oído la conversación, los llamó desde la sala de la caldera.

—Nos queda una hora de funcionamiento, no más.

Con ayuda de Bönickhausen y de Clément, habían desmontado el andamio del Salón de Embajadores, lo cual les había procurado una reserva de unas veinte planchas largas y anchas.

—Voy a tener que encargar unas antes de que Alicia se dé cuenta —bromeó el arquitecto dirigiéndose al ingeniero.

—Usted tendrá tiempo, ella debería estar ocupada los próximos diez años —repuso este último también en tono jocoso.

—Qué mal la conoce. La Alhambra es también hija suya.

Al otro lado, el vapor formaba una niebla fina. Clément llevó el barreño de agua caliente y se sentó junto a su mujer. Pinilla se enjugó con el revés de la manga la humedad que le cubría la frente y las cejas, cogió una pera de caucho y comenzó con las irrigaciones del útero. Admiraba la fuerza de Delhorme, que hablaba sin cesar a Alicia, de ella, de él, de sus dos hijos que se reponían de su llegada estruendosa a este mundo, dormidos dentro de un capacho grande a su lado, de la Alhambra, de su vida futura.

Cerca de las seis de la mañana Alicia expulsó el último de los trillizos, una niña, sin ser consciente de ello, con un largo gemido que se apagó en un suspiro. Pusieron a la recién nacida con su hermano y su hermana, a los que despertó con sus berridos agudos y sus gesticulaciones. Alicia recibió una última dosis de tónico antes de quedarse profundamente dormida.

El médico esperó la expulsión de la tercera placenta, la examinó, tomó el pulso a su paciente, se alisó los bigotes y se santiguó murmurando:

—¡Gracias, Señor!

Delhorme se había sentado con la espalda apoyada en la bañera, el rostro cubierto de lágrimas y de sudor.

—Mire —dijo al médico mostrándole las estrellas de luz que se habían dibujado en el piso.

Las primeras luces del alba habían penetrado en los Baños a través de los tragaluces horadados en la cúpula y formaban columnas de luz que atravesaban la sala desde el techo hasta el suelo creando un espectáculo irreal. Una de ellas se había posado sobre el capacho, iluminando así a los niños con un resplandor suave que pareció calmarlos. Las gesticulaciones desordenadas cesaron, los puñitos se relajaron y las criaturas se quedaron dormidas enseguida, una tras otra.

Pinilla y Bönickhausen transportaron a Alicia, inconsciente, a los cuartos del matrimonio mientras Clément se quedaba velando por sus niños, que debían permanecer aún varios días en la atmósfera envolvente de los Baños. Los hombres regresaron con un Clos de Vougeot, que el ingeniero abrió para celebrar el acontecimiento bebiéndolo en silencio. Poco antes de las siete, el oficial de la guarnición se presentó avisado por la buena nueva y prometió que a primera hora de la tarde tendrían veinte estéreos de leña, que sus hombres irían a buscar al monte. A continuación el arquitecto y el ingeniero se retiraron a descansar.

Contreras regresó a su taller, en el que la cerámica, que había dejado dentro del horno, se había derretido por completo. Se tumbó en su cama, situada en el primer piso, y se durmió enseguida. Bönickhausen, después de haber recorrido el hamam del que aún escapaba un hilillo de vapor, se equivocó de camino y entró en el patio de la Lindaraja a la que daba su alcoba. Rodeó el claustro, admiró la profusión vegetal que lo componía y se acercó a la fuente central con su chapoteo relajante. Metió la mano en el agua cristalina, impresionado ante el trabajo de los arquitectos árabes, que habían desviado el curso del río proveniente de la montaña para desarrollar un sistema de riego que había transformado la colina de la Alhambra en un jardín paradisíaco. Alzó la vista hacia la ventana abierta de su cuarto, del que salía un tenue fulgor, y se riñó por haberse olvidado de apagar la vela. Abandonando el edén que despertaba ya, Bönickhausen se llegó presto a la alcoba del Emperador y se detuvo, paralizado, en el umbral.

—Pero ¿qué están haciendo aquí? ¿Y quién es usted?

Pinilla había salido a disfrutar del relativo frescor de la explanada barrida por un viento de levante moderado. Clément había ido con él tras asegurarse de que los recién nacidos y la madre dormían apaciblemente y de aguardar la llegada de la señora Contreras, que cuidaría de las criaturas. A sus pies, Granada despertaba después de una noche serena.

—Quisiera darle las gracias de todo corazón —dijo el francés.

—¿Darme las gracias? Es a Dios a quien hay que dárselas. Lo que ha pasado es realmente increíble —respondió el médico, con la mirada en algún punto indefinido de Sierra Nevada, cuyos picos blancos comenzaban a salir de la oscuridad—. ¿Cómo es posible sobrevivir a tres partos seguidos? La señora Delhorme es una mujer excepcional.

—Alicia es una mujer única —lo corrigió Delhorme—. Acaba de resolver una ecuación de tres incógnitas.

—¿Es cierto que tiene antepasados moros que vivieron en la Alhambra? —preguntó Pinilla, haciendo suyo uno de los rumores más pertinaces que corrían por el paseo de la Alameda.

Delhorme no respondió. El vagabundo de la noche pasó por delante de ellos, vagamente sobrio, y los saludó sin reconocerlos. El hombre acudía a mendigar alimento a la ciudad. Más abajo, el conserje maniobraba los dos paños de madera recubiertos de hierro de la Puerta de la Justicia, que se abrían con un largo quejido.

Pinilla tendió la mano en dirección a Delhorme.

—Mi frasco.

—¿Su poción?

—Sí, mi tónico. Solo yo conozco su composición. Y quiero tomar un poco.

—¿Por qué cree que lo tengo yo?

—Porque le he visto guardárselo en el bolsillo.

—Es cierto, sí —dijo Clément devolviéndoselo—. He debido de hacerlo maquinalmente —mintió.

—Ande, ande. ¡Quería impedirme beber más de la cuenta! Y llevaba razón —reconoció el médico, quitándole el tapón al frasco, que sonó con un plop característico—. Empieza un nuevo día. ¡Por sus hijos!

Bebió y se lo ofreció a Clément, que hizo lo propio. El brebaje tenía una textura densa y un amargor muy fuerte.

—¿Qué vamos a hacer para alimentarlos? —se inquietó Delhorme devolviéndole el frasco.

—Lactancia mercenaria, querido amigo —indicó el médico deslizando el frasco en el bolsillo de su chaleco.

Clément lo interrogó con la mirada.

—En la ciudad hay decenas de amas de cría disponibles —explicó abarcando Granada con un gesto teatral.

—¿Conoce alguna?

—No, pero tengo las señas de su gancho. Es la única de por aquí.

—¿Gancho?

—Así la llamamos en nuestra jerga. Es quien propone las amas a los padres, de entre las muchachas seleccionadas por ella misma de acuerdo con sus aptitudes para amamantar con leche de buena calidad, y cobra por el servicio. Gracias a la pasión de hoy en día por las amas de cría, la cosa se ha convertido en un verdadero negocio.

—¡En un verdadero tráfico, sí! —exclamó Clément, haciendo que se dieran la vuelta dos mozalbetes que subían en dirección a la Alcazaba con una caña de pescar al hombro.

—Un tráfico que puede salvar a sus hijos —repuso muy ofendido el médico, guardándose para sí el detalle de que también los galenos recibían su correspondiente comisión por cada colocación.

Pinilla dejó que se instalara entre ambos un silencio incómodo.

—Señor Delhorme —continuó después de cavilar un tanto—, debo avisarle: la mayoría de las amas vienen de pueblos de la Vega en los que las condiciones de vida son muy duras. La mortalidad de las criaturas es considerable. Pero es la menos mala de las soluciones.

—¿Y la leche animal?

—La de cabra ha salvado ya algunas vidas, yo la hubiera aconsejado en el caso de recién nacidos fuertes, pero sus hijos están tan débiles… Debe estar preparado para que no sobrevivan todos. La naturaleza selecciona a los más robustos.

—¡Ni hablar! —se indignó Clément—. ¡Tenemos tres hijos y todos tendrán las mismas probabilidades de vivir!

—Menuda utopía, amigo mío, menuda locura… Han nacido prematuramente. Con que sobreviva uno solo de los tres, ya será para alegrarse. Queda una última posibilidad —añadió después de dudar—: que el ama acuda a su domicilio. Pero para ello tendrá que desembolsar una suma que sin lugar a dudas, y sin ánimo de ofender, usted no posee.

—Si es la mejor solución, no me lo pensaré dos veces.

—La mejor solución es rogar a Dios en su gran misericordia.

—Si eso puede aportar alguna ayuda, se le rogará, créalo. Bueno, ande, vayamos a ver a su negrera.

—¿Todos los franceses son como usted?

Clément se guardó de responder y se dirigió hacia el palacio.

—Espéreme —dijo—, voy a buscar unas capas para protegernos, que va a llover.

—¿Llover? ¿Por qué lo dice? Si no hay ni una nube.

—Le digo yo que va a llover.

—Vamos, hombre, sea serio.

—Fíese de mí. Todo a su debido tiempo.

—Todo a su debido tiempo… —repitió el médico—. Venga pues esa capa.

11

Ramón abrió los ojos: la luz inundaba un lugar que tardó varios segundos en reconocer. «El salón… El vecino…». Los últimos sucesos se fueron colocando en su sitio, sucesivamente. Permaneció tumbado en el sofá, con los ojos abiertos de par en par. En un lugar destacado, encima de un aparador esculpido con un estilo recargado, un reloj de péndulo con la esfera engastada en un bloque de mármol rosa indicaba las seis de la mañana. «Mi madre… El hospital…». Le llegó a las aletas de la nariz el olor de los restos del salmorejo que se habían quedado en la mesa. «Mateo… ¡Mi berlina!».

Se levantó de un brinco, electrizado por este pensamiento. La cabeza le daba pinchazos, sentía náuseas. «El anisado…». Había debido de beber mucho, y eso que a él el alcohol no le impedía andar derecho. Rápidamente se adaptó a la verticalidad y en cuestión de unos segundos todo se volvió nítido, cosa que lo reafirmó en su capacidad de aguante, supuestamente heredada de su padre, aunque él sabía que todo era fruto de la exageración desmesurada de su progenitora. El señor Álvarez había sido el único oficial muerto de frío en plena guerra carlista por haberse echado una tarde de verano junto a una barra de hielo en la trastienda del señor Hurtado, un secreto de familia que se había transmutado en final glorioso sobre un lejano campo de batalla.

Ramón salió sin hacer ruido, comprobó que no había entrado nadie en casa de su madre y abandonó para siempre el inmueble, sus recuerdos y sus ilusiones de llegar a ser algún día el empresario soñado por los suyos.

Bajó hasta la catedral y después se perdió por el laberinto de la Alcaicería, en la que unos cuantos comerciantes aquí y allá comenzaban a instalar sus mercancías. Observó a un carnicero despedazar una carcasa de cordero, imaginando la suerte que le reservaba a su hermano, pero enseguida se arrepintió y entonces concentró toda su ira en el príncipe de los gitanos, sin el cual la berlina seguiría siendo suya. Después, al recordar la complexión física de sus esbirros y el tamaño de sus dagas, echó por tierra la idea de aventurarse en el Sacromonte para recuperarla; decidió que debía hacérsele justicia a través de la ley.

Al llegar a Plaza Nueva trató de entrar en el Palacio de la Chancillería para ver al capitán general, pero las oficinas no abrían hasta las ocho y el guardia de turno lo echó sin miramientos. Se tomó un café en la plaza, mandó a freír espárragos a un mendigo que le reclamaba comida, se tomó un segundo café y se fumó un Braserillo detrás de otro. Cuando todavía resonaban en sus oídos las ocho campanadas de Santa Ana, se presentó de nuevo ante el despacho del capitán general, donde le explicaron que el superior estaba presidiendo un consejo extraordinario que, sin duda, duraría todo el día y por eso no podría concederle audiencia, ni al día siguiente ni al otro. Era evidente que el ejército no tenía ninguna gana de recibir quejas contra los habitantes del Sacromonte, que los habrían obligado a intervenir. Ramón, acordándose entonces del incendio de la reserva de dinamita del pueblo de Cogollos y de las palabras de Delhorme, afirmó que tenía que hacer unas revelaciones. Esto le abrió las puertas del despacho de un oficial subalterno, que tenía la cara picada de viruela y un bigote primorosamente recortado.

—Usted dirá —dijo el hombre sofocando un bostezo, mientras un coleóptero con el cuerpo afilado y largas antenas se posaba sobre la mesa y trataba de cruzarla.

—Ayer estaba yo en Cogollos, justo después de la explosión.

El hombre empujó al insecto, que trepó por su dedo.

—Como otros cincuenta testigos —repuso él con desdén, haciéndole un gesto para que se marchara—. ¿Y qué? —preguntó sin interesarse más en él, buscando papel y pluma.

—Y que da la casualidad de que me encontraba acompañando a dos grandes sabios franceses que venían a Granada y que resolvieron el misterio.

El militar se dignó dirigirle una mirada intrigada y le indicó mediante una seña que continuara.

—Pues eso: que nadie prendió fuego a la pólvora, sino que fue culpa de las paredes —anunció Ramón muy ufano.

—¿De las paredes?

El hombre se rascó la cabeza, incrédulo. Ramón meneó la suya y exclamó:

—¡Estaban cubiertas de salitre!

—Pues como en todas partes —objetó el oficial lanzando una ojeada hacia el ángulo del techo recubierto de pelusilla blanca, en la que acababa de posarse el coleóptero—. Me hace usted perder el tiempo, amigo.

—¡Espere! En este caso, era para fabricar pólvora para cañón. Lo dijeron los dos ingenieros.

—¿Pólvora para…? ¿Quiere decir que había un taller clandestino de explosivos? ¡Madre de Dios, tengo que anotarlo!

El hombre salió de repente de su displicencia, cogió el tintero, mojó la pluma, muy erguido, y miró a Ramón para que continuara hablando. El cochero, satisfecho con la atención que finalmente se le prestaba, se permitió explayarse sobre el fenómeno, embelleciendo la descripción a partir de lo poco que había podido oír, añadiendo elementos que le parecían creíbles, insistiendo en detalles que reforzaban la veracidad de su presencia. El militar se rascaba la cabeza con cada nueva revelación, en la que él percibía exageración pero cuyo peso era incapaz de valorar realmente. Sin embargo, el aval de los dos ingenieros le bastaba para tomarse en serio el asunto. Detuvo a Ramón en una pausa de su digresión y le tendió su declaración, resumida a lo esencial.

—Anote el nombre de los científicos y fírmela —dijo el oficial con un tono que, de tanto tratar con sospechosos, se había tornado intimidatorio.

—Vaya, mi capitán, es que antes hay otro asunto del que desearía hablarle.

—No soy capitán, pero le escucho. ¿Más explosivos?

Ramón le explicó su desventura como un robo de carroza bajo amenazas y con premeditación.

—Firmaré si usted me ayuda —concluyó—. Y créame que, gracias al asunto de Cogollos, no seguirá mucho tiempo de lugarteniente.

—No soy lugarteniente. Pero ¡que Dios y el capitán general le oigan!

El coleóptero arañó el salitre haciendo un sonido similar al del papel al arrugarse. Viendo en ello un presagio, el alférez esbozó la señal de la cruz y se besó los dedos.

Cuando Ramón salió, se había levantado un viento que había arrastrado consigo un tren de nubes gruesas teñidas de tinta negra. Ramón no ocultaba su satisfacción: había obtenido la garantía de las autoridades de que una patrulla lo ayudaría a recuperar su berlina antes de que acabase la semana. El mayoral emprendió la subida a la Alhambra canturreando, convencido de que el señor Bönickhausen, que había apreciado sus servicios, aceptaría su ofrecimiento de acompañarlo a Córdoba con una carroza que alquilaría a un compañero. La lluvia lo sorprendió cerca de las murallas. Apretó el paso.

12

La tía Camino se puso la gota de leche en la uña amarillenta y dobló despacio el dedo: la gota no se movió hasta que el dedo llegó a la vertical, entonces se deslizó lentamente y cayó en su delantal blanco sembrado de lamparones.

—Muy densa —dijo para sí, observando el color y la forma de la mancha recién formada—. ¡Y rica en grasa!

Solo entonces se dignó mirar a la jovencita que se había presentado para un empleo de nodriza y que aguardaba, de pie delante de ella, con los brazos cruzados por delante del pecho, intimidada por el examen al que la estaba sometiendo.

La tía Camino se dio cuenta y levantó las cejas. Cuántas campesinas jóvenes, atraídas por la perspectiva de la ganancia que procuraba un puesto de ama de cría en alguna casa de la nobleza o de la alta burguesía de la región, habían abandonado después de vérselas con la anciana matrona, que se había asegurado la exclusividad de este comercio con los médicos granadinos.

—Ven, acércate —dijo Camino desde su sillón de mimbre, enderezando su corpachón.

La intermediaria era una vieja con la cara ancha, el cuello adiposo y una melena tupida y sucia recogida en un moño con un cordón gastado. Sus ojos negros, hundidos bajo sus pobladas cejas, se movían sin cesar, en contraste con su fisonomía flácida.

La joven se acercó despacio, sin dejar de sentirse observada, mirando a un lado y a otro la pieza en la que se encontraban. Circulaban tantos rumores sobre la tía Camino…

—Tu leche parece de buena calidad, ahora vamos a ver tu facha —dijo separándole los brazos para examinarle el pecho.

Mientras la palpaba, empezó a decir en voz alta, como si fuese un chalán:

—Los senos tienen buen tamaño, son bastante elásticos, las venas anchas. Pezones con buen color —añadió pellizcándolos, haciendo que saliera una gota de leche.

La cogió, se la metió en el ojo como si de un colirio se tratara y pestañeó.

—Perfecta —comentó la matrona—. No irrita. Pero estate quieta, deja de echarte para atrás —la conminó, sujetándole el busto con firmeza.

La joven sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Rehuyó su mirada y se concentró en un dibujo que había en la pared, unas vistas de la Alhambra desde la colina vecina.

La tía Camino se encorvó para olerle la piel del vientre y se incorporó no sin dificultad.

—¿Cuántos años tienes?

—Veinticinco.

—¿Casada?

—Sí.

—¿Cristiana?

—Sí.

—¿Y tus padres?

—También.

—¿Has traído los certificados de moralidad?

La joven respondió moviendo la cabeza. Camino se la quedó mirando un buen rato en silencio, tras lo cual la cogió de un brazo y se lo levantó.

—No huele a transpiración. Además, tu piel es suave y fresca. Muy bien, abre la boca —le ordenó mientras se limpiaba la mano con el delantal.

La candidata a nodriza cerró los ojos antes de obedecer. Notó los dedos recorriéndole las encías y levantándole los labios. Un sabor rancio se mezcló con su saliva.

—Pues sí que estás bien. Encías fuertes y una boca sana —concluyó la matrona—. Ahora, súbete las faldas. Tengo que verte los órganos genitales.

La joven se zafó de su mano.

—No, no… No quiero. Esto es demasiado.

—Pero bueno, vamos a ver, ¿tú quieres este trabajo o no? —dijo Camino dejándose caer hacia atrás en el sillón.

—Sí… bueno, creía que sí. ¡Pero lo que me hace usted me da mucho asco!

—Es lo que tengo que hacer para examinarlo todo —respondió ella con desapego—. Debo asegurarme de que no tienes ninguna enfermedad que pudiera echar a perder la leche. Que no tienes sífilis. Me juego mi reputación entre mis clientes. Después, dependiendo de lo que haya visto, y también de tus cualidades morales, te propondré para que trabajes en una familia o para que el niño pase una temporada en tu casa.

La muchacha se quedó callada un instante.

—Haré lo que sea con tal de no volver a mi pueblo sin dinero —admitió finalmente.

—Eso es ser razonable, hermosa ave. Ahora, ¡súbete esas faldas! Van a llegar otras y te quitarán el puesto.

La futura ama obedeció sin apartar la mirada del cuadro, aguantándose el llanto hasta el momento en que sintió los dedos de la intermediaria recorrerle el sexo. Se le empañaron los ojos. Se quitó con rabia las lágrimas para no dejar de mirar la imagen de la Alhambra.

—Hemos terminado, ahora deja de llorar. Vas a estropear la leche con tus humores agrios —la avisó Camino—. Vístete —añadió, dándole unas palmaditas en la nalga.

La joven no reaccionó a la provocación.

—Pues no concuerda —dijo con voz ronca.

—¿Qué dices?

—Su cuadro. Las torres están mal puestas.

La matrona comprobó el dibujo y se dio cuenta de que estaban dibujadas en una configuración totalmente simétrica sin relación con la realidad. La Torre de la Vela había perdido la mitad de su tamaño y el campanil había desaparecido.

—Qué más da —dijo—, yo ahí nunca pongo los pies. Y no conozco al autor de este pintarrajo. Pero eres despabilada y tienes una linda carita, enseguida encontraré una familia para ti. Llegarás lejos, pequeña.

—Tenía usted razón con lo del tiempo —dijo Pinilla sacudiendo su capa—. ¡Jamás habría apostado a que hoy iba a haber tormenta!

—¿Queda mucho aún? —preguntó Clément, preocupado, mientras subían la calle de los Molinos, larga y empinada.

—Es aquí.

Entraron en un zaguán que daba a un gran patio cerrado por tres casonas y se cruzaron con la muchacha en el momento en el que ella salía de la casa de la «gancho». La joven se paró y les lanzó una mirada extraña, con los ojos enrojecidos por el llanto. Ellos la saludaron quitándose los sombreros y a continuación Pinilla cruzó el umbral, sin darse cuenta de que Clément se había quedado fuera.

—¿Viene, Delhorme?

El francés siguió con la mirada a la joven hasta que esta desapareció de su vista al salir a la calle.

—¿Delhorme? —repitió el médico.

—Discúlpeme, vaya empezando, ahora vengo —dijo volviendo a ponerse el sombrero.

Pinilla resopló enojado y llegó al patio en el que la tía Camino tenía la costumbre de recibir a su clientela. No había dormido en toda la noche y le costaba no dejarse llevar por el cansancio. La matrona estaba allí, inclinada sobre el dibujo al carboncillo, cuya candidez y falsedad siempre la habían intrigado.

Lo invitó a tomar asiento y a beber un chocolate, pese a lo temprano de la hora; las facciones cansadas del médico la incitaron a ofrecerle un remedio con virtudes tónicas. Pinilla le relató el parto con todo detalle, lo cual entusiasmaba a la vieja, y a continuación ella le hizo mil y una preguntas, puntuando cada respuesta del médico con un gesto afirmativo de la cabeza y con unos enardecidos «¡Madre de Dios!».

—Nunca en mi vida he visto ni he oído nada parecido —acabó reconociendo—. Y sin embargo he practicado partos en mi juventud. Los he visto salir en todas las posiciones posibles, solos y de dos en dos. Pero ¡tres de golpe, y vivos, jamás! Me habría gustado estar allí —terminó, y escupió al suelo de tierra.

El médico contuvo una mueca de asco ante la grosería de la mediadora.

—Pues ya se figura usted, tía Camino, para qué he venido —dijo él para resumir, viendo que Delhorme no volvía—. Mi paciente necesita lactancia mercenaria de calidad.

—Todo depende de la cantidad que estén dispuestos a pagar. ¿A domicilio o en el campo?

—¡Ni lo uno ni lo otro! —proclamó Clément entrando—. Ya no necesitamos sus servicios, señora. Le ruego que acepte nuestras disculpas. ¿Viene, doctor?

Camino lanzó una mirada de extrañeza a Pinilla, quien al cabo de unos segundos de vacilación dejó su taza, se disculpó a su vez y se despidió.

Los dos hombres caminaron en silencio hasta el Campo del Príncipe, y una vez allí el médico detuvo a Delhorme agarrándolo por el brazo.

—Pero, bueno, ¿qué le ha dado?

—Ni hablar de hacer tratos con ella, eso es todo. He hablado con esa campesina joven.

—¿Y qué le ha dicho?

—Sin duda, nada que no sepa usted ya, pero los métodos de su gancho son ignominiosos. ¡Trata a estas mujeres como si fueran ganado! Eso va contra mis principios. Contra nuestros principios —añadió, incluyendo a Alicia.

—Pero ¿de qué estamos hablando? No se trata de esclavitud, son mujeres a sueldo que alquilan sus mamas.

—Entonces se lo puedo pedir directamente a esa campesina. La trataremos decentemente y no le daremos ni un real a Camino.

—¡Imposible, todo el mundo pasa por ella! Sería peligroso para su protegida.

—Y los médicos se llevan su comisión.

—Sí, ¿y qué? ¿Qué tiene de deshonroso? Cada cual saca provecho, incluidas las pobres muchachas, que ganan un dinero con el que no contaban. La mayoría son analfabetas. Seguro que le habrá mentido, no la conoce de nada.

—Pues da la casualidad de que sí.

Clément supo enseguida quién era la joven, a la que había conocido tres meses antes en el pueblo de Agrón, en plena Vega, cuando su globo había aterrizado en el campo que arrendaban sus padres.

—Estaba encinta de su segundo hijo y le quedaba poco para parir —explicó Delhorme al médico, que seguía furioso—. El marido era tonelero y ayudaba a los padres en los sembrados. Me alojaron esa noche, pues era demasiado tarde para tomar el camino de vuelta a Granada. Una familia muy agradable.

Poco después del nacimiento, el padre se había herido con la guadaña y pronto había escaseado el dinero para los cuidados, ya que el hombre debía curarse imperativamente antes de la cosecha. La joven madre había decidido probar suerte como ama de cría en Granada, arriesgándose a dejar sin leche a su propio hijo, como todas las candidatas atraídas por la esperanza de una vida mejor o empujadas por la fuerza del destino.

—Lo demás ya lo sabe usted, doctor. El examen ha sido una humillante bajada a los infiernos.

Habían andado hasta el centro de la plaza, presidida por una estatua de Cristo en la cruz. El médico alzó la vista hacia él y pareció tomarlo por testigo.

—En este caso, ya no puedo hacer nada más por usted, señor Delhorme. Me marcho a mi casa a descansar.

—Mucho ha hecho ya. Mis hijos y mi mujer están vivos y eso se lo debo a usted. Encontraré una solución para darles de comer.

Una vez a solas, Clément miró a su vez la cruz que se alzaba sobre una pila chata de piedra llena de plantas crasas. A su alrededor, los recuadros de guijarros dibujaban motivos en el suelo. En una esquina de la plaza unos naranjos en flor desprendían pétalos blancos que trazaban remolinos en el aire antes de adherirse a los mosaicos mojados. Clément acababa de analizar todas las posibilidades y había decidido conseguir un biberón y leche de cabra. Cogió uno de los pétalos que se había posado encima de uno de sus zapatos y observó su forma fina y ahusada. Se arrepentía de su actitud, que iba a privar a uno de sus hijos del pecho de un ama. Pero ya no podía echarse atrás.

—Las dos únicas pacientes que tengo que estén dando de mamar a sus niños son una señora de la burguesía y una gitana —dijo la voz de Pinilla a su espalda—. Tiene suerte, sus situaciones respectivas las protegen de Camino.

Clément sonrió y se dio la vuelta.

—Gracias.

—No va a ser fácil —le previno el médico, que había vuelto—. La primera no tiene el menor motivo para aceptar y tal vez haya perdido ya a su hijo a estas alturas. En cuanto a la segunda, vive en condiciones de higiene deplorables y bajo la férula de su clan.

13

Te escribo estas líneas, querida mamá, para describirte en pocas palabras la noche más disparatada en el lugar más increíble que haya vivido jamás. He de rogar a Dios que Marguerite tenga un parto lo más común posible, que sea niño, que nazca en el amable ambiente de nuestra casa de Clichy-la-Garenne, y sobre todo ¡que no traiga ningún gemelo! He olvidado precisar que mi colega, el señor Delhorme, se ha especializado en el estudio de la atmósfera y que no cesa de batir récords de altitud con su globo. Tan pronto como regrese a París, precisaré interesarme más de cerca por la ciencia de la meteorología, que podrá sernos de gran ayuda en los talleres.

Bönickhausen leyó el pasaje que acababa de escribir, pero se distrajo con las ideas y venidas de otros clientes de la estafeta, y no pudo ya volver a concentrarse.

Son más de las diez y aún estoy sin dormir. Figúrate, querida y buena madre que, al retomar la posesión de mi alcoba, después del último nacimiento, me encontré con que la estancia estaba ocupada. Y no por un vagabundo que hubiera cruzado las murallas, que en más de un punto están en ruinas, ¡sino por una pareja con una criatura recién nacida! Otra más, ¿te lo puedes creer? La pequeña familia había huido de la colina de los gitanos para refugiarse allí, donde tenían idea de resguardarse de la ira de aquellos por alguna razón que desconozco. Pero lo más increíble viene ahora. ¿Te acuerdas del cochero del que te hablé en mi carta anterior, el de Murcia? Figúrate que, al venir a buscarme esta mañana a mi alojamiento, se quedó pasmado al encontrarse allí a la pareja, petrificado como una estatua de sal, antes de abalanzarse sobre el hombre y dejarlo un tanto magullado, tras lo cual se abrazó a él. No era otro que su hermano, y los dos se pasaron un buen rato pidiéndose perdón el uno al otro, al mismo tiempo que echaban unas cuantas lágrimas por sus asuntos familiares. No quise parecer indiscreto y por eso los dejé a solas, para venir a esta estafeta desde la que te escribo esta historia. No digas ni una palabra a Marguerite, supondrá que el sol de la Vega me ha trastornado y se inquietaría sin razón. Hoy partiré de Granada y volveré por San Antonio.

Tu abnegado GUSTAVE

Dobló los tres folios de la carta y los embutió con dificultad en el sobre, luego escribió con esmero la dirección. Entonces desvió la atención a dos hombres que habían entrado y se habían acercado a la ventanilla del telégrafo. El más alto de los dos, con un rostro demacrado y facciones angulosas, no le era desconocido. El hombre se dirigió al otro en francés.

«La Société des Ingénieurs Civils…», comprendió Bönickhausen; el tipo había hecho una presentación allí durante una sesión, el año anterior. «Debería haber caído antes, son exactamente como me los describió Delhorme. Se los ve a la legua. Cosa que no puede pasarme a mí», meditó frotándose la mejilla, cubierta de una barba salvaje. Se recolocó la capa que había llevado consigo y verificó el precio de la tarifa postal, indicado en un cartel de la pared. Los dos hombres conversaban tranquilamente mientras aguardaban su turno. Trabajaban para la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte, perteneciente a los hermanos Pereire, y se los veía seguros de hacerse con el contrato. Bönickhausen había colaborado ya con los dos industriales franceses y había trabado sólidas relaciones de amistad entre los ingenieros de la Compagnie du Midi, otra de las joyas de los Pereire. Si estos de aquí ganaban la concesión de la línea, su propia compañía se hallaría en una buena posición para obtener la partida de las obras de fábrica.

Sin dejar de escuchar lo que decían, Bönickhausen se acercó a la ventanilla y tendió el sobre.

—Doce cuartos —anunció el empleado después de pesarlo.

—¿Tendrá recargo?

—Sí, señor. Que pagará el destinatario.

—¿Puede calcularlo? Quisiera pagarlo yo —insistió él ante el semblante reprobatorio del empleado.

La operación iba a comportar verificar el acuerdo postal y calcular el cambio entre los dos países, lo cual le proporcionaría por lo menos diez minutos de margen.

—Espere aquí —dijo el hombre, tras haberle dedicado una mirada fulminante.

Cerró la ventanilla y desapareció en las dependencias traseras de la estafeta. Al otro lado, el encargado, que no sabía leer francés, repetía con dificultad el texto de los ingenieros, una lista de necesidades de material para los raíles y las obras de fábrica. «Si aplican los precios del mercado, nosotros seremos los más competitivos», se regocijó Bönickhausen. Los dos franceses, que empezaban a pensar que el empleado era un indiscreto, le dijeron algo en voz baja, pero sus cuchicheos entorpecieron aún más su comprensión y, después de echar rápidamente una ojeada a su alrededor, acabaron por desechar la idea. Nadie parecía preocuparse por ellos.

Una vez que el telegrama hubo sido enviado, el empleado de la ventanilla calculó la cantidad de palabras y anunció el precio.

—¿Sabías que Fives-Lille está entre los candidatos? —dijo el más alto.

—Sí, incluso parece que están en la ciudad —respondió el otro, mientras recibía su cambio—. Pero yo no he visto a nadie. Verdaderamente estamos en una crisis.

—¡Y que lo digas! Por cierto, ¿has recibido las indicaciones relativas a los Pauwels?

Bönickhausen no pudo evitar lanzar una mirada en dirección a ellos: él era la mano derecha de los Pauwels, su representante en toda Francia y director de sus talleres de Clichy.

—Están a punto de hundirse —afirmó el alto—. Doscientos mil francos de pérdidas el año pasado; no se recuperarán. Van a vender.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo algunos amigos.

«Pero quiénes», se preguntó Bönickhausen.

—¿Quiénes? —dijo el otro hombre como un eco.

Bönickhausen no oyó la respuesta: los dos ingenieros acababan de salir.

—Bueno, qué, ¿paga o no? —se impacientó el empleado.

Bönickhausen se lo quedó mirando como si acabara de descubrir dónde se hallaba. Las dificultades de tesorería no le eran desconocidas; ya había hablado de ello con François Pauwels. No faltaban encargos, pero solo daban trabajo a los talleres pequeños. Si su socio capitalista principal los dejaba, sería el fin para la compañía.

—¡Nueve décimos, señor! —le gritó el empleado, viendo el aire ausente de su cliente.

Bönickhausen se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de su traje y se dio cuenta de que se la había cambiado por la capa al salir. No llevaba encima ni un real.

—¿Me puede devolver al menos la carta? —preguntó después de haber explicado su situación.

—¡No, señor, o me paga o la tiro! —bramó el hombre agitando las manos detrás de su ventanilla.

—Pues, ande, tírela —respondió el ingeniero saliendo de la estafeta—. ¡De todas maneras nadie me habría creído!

14

—Tiene mejor aspecto, ¿verdad? —dijo la señora Pozo con el niño en brazos—. Jezequel es un niño muy valiente, sabe usted.

Miró alternativamente a su médico y a Clément Delhorme, en busca de alguna señal en sus miradas que le indicase que estaban de acuerdo con ella.

—Parece que la enfermedad se hubiera estabilizado —respondió Pinilla, que acababa de examinarlo.

Aunque la criatura dormía, su rostro color cobre mostraba claramente un gesto de dolor, la frente arrugada. Se rascó torpemente la mejilla con la manita. Gimió.

—Discúlpeme, pero no acabo de entender lo que quiere de mí —dijo la madre, entregando a la criatura a su criada.

El médico le relató el parto de la madrugada anterior y le explicó que no tenían leche suficiente para los tres recién nacidos. La señora Pozo lo escuchó mientras se abanicaba maquinalmente a golpe de muñeca, interrumpiendo el movimiento cada dos por tres.

—Es una historia increíble —dijo—, no sabía que algo así fuese posible.

—Lo increíble es que la madre y los niños estén vivos. Pero van a necesitar refuerzo de leche.

—Ustedes no son españoles, ¿verdad?

—No, no se lo voy a ocultar —respondió él con un dejo de irritación en la voz—. Pero no sé en qué puede eso…

—La señora Delhorme es de ascendencia andaluza —terció Pinilla—. Y está realizando una labor admirable de restauración en la Alhambra.

La señora Pozo movió la cabeza afirmativamente, complacida.

—Ah, entonces son un poco españoles. Eso es importante, sabe usted, para mi marido los franceses no son precisamente santo de su devoción. Cuando se fueron de Granada prendieron fuego al almacén de su abuelo, abocándolo a la ruina.

—Entiendo. Pero eso pasó hace cincuenta años y esta familia no tiene la culpa —dijo el médico, que no andaba sobrado de argumentos—. La necesitamos, señora Pozo.

—Pero ¿en qué les puedo resultar de utilidad? —preguntó, sinceramente extrañada.

—Uno de los trillizos debe ser alimentado por otra madre —explicó Pinilla, cada vez más azorado—. Y… hemos pensado en usted.

—Señora, no sé cómo pedírselo —completó Clément—. Se lo suplico, está en juego la vida de mis hijos, accederé a todas sus demandas, le doy mi palabra. ¡Pero no hay tiempo que perder!

La madre de Jezequel se quedó desconcertada un instante, antes de responder.

Al oír que su mujer levantaba la voz en el salón, el señor Pozo, que había regresado de Madrid la víspera por la noche, se puso su batín de seda y se atusó los cabellos, al tiempo que inspeccionaba su reflejo en el espejo de la alcoba. En el pasillo se cruzó con la criada, que regresaba a su cuarto con el recién nacido lastimero. El padre no le dedicó ni una mirada. La enfermedad de su hijo, más que afectarlo, lo había contrariado y mirarlo le producía repugnancia.

—Pero ¿qué pasa, si puede saberse? —preguntó a la criada al percibir que el disgusto de su esposa no tenía visos de menguar.

La sirvienta le explicó lo que había ido a pedirle el médico.

—¡Menudo patán! ¡Tomar a mi mujer por una vulgar ama de cría! —soltó encolerizado, buscando en el bolsillo del batín su petaca de cigarrillos.

—El señor le ha ofrecido dinero, y mucho.

—Pero ¡qué grosería! ¿Qué dice? ¿Dinero?

Clément se había comprometido a vender su globo para financiar la lactancia.

—¿Y qué ha respondido la señora?

—Pues ya la está oyendo, no está de acuerdo. ¡Y no le ha hecho ninguna gracia!

Jezequel emitió unos berridos estridentes que eran más una señal de su sufrimiento que de hambre.

—Métalo en su cuna —la conminó el padre, incómodo al ver sufrir a su hijo.

Una vez a solas, el señor Pozo sacó de la petaca un Braserillo y salió al patio a fumar. No tenía el más mínimo deseo de apegarse a un recién nacido que tenía los días contados. Pero la presencia de un niño en la casa, aun no siendo el suyo, permitiría a su mujer superar un duelo que se preveía difícil. A él mismo le costaba entender que su esposa le cogiera tanto cariño a su criatura enferma, pero presentía que le remordería la conciencia. El señor Pozo caviló metódica y fríamente, como siempre había hecho, como lo habían educado. Por otra parte, la propuesta económica de Delhorme le permitiría sortear una racha complicada en los negocios. Todo eran ventajas, desde su punto de vista.

Llamó a lo lejos a Clément y al médico cuando estos salieron del salón.

—¡Señores, tenemos que hablar!

Cuando el niño se despertó, había arrastrado a sus dos hermanas a una llantina a dúo que hubiera vuelto loca a la más recia de las madres. Pero aquello apenas había sacado a Alicia de su letargo. Volvieron a trasladarla a los Baños, donde Clément le había montado una cama lo más agradable y cómoda posible. Alicia estuvo dando el pecho a una de las mellizas en medio del jaleo circundante. La recién nacida le succionaba el pezón con tanta fuerza que en un momento dado no pudo evitar gritar, pues aún no estaba acostumbrada.

—¿Y Clément? —se preocupó al no verlo en la pieza.

Estaría al caer, iba a estar fuera solo el tiempo necesario para encontrar un ama de cría. Por qué tardaba tanto. Le costaba esfuerzo pensar. Alguien le puso delicadamente a la segunda melliza encima del vientre. Berreaba tan fuerte como la otra. Alicia acercó su seno a la boquita y acarició a su hija mientras esta tomaba la leche ávidamente.

—Victoria… —susurró a la criatura—. Me parece a mí que este nombre te irá bien —añadió cuando la niña emitió un gemido de satisfacción—. Y tu hermana se llamará Nyssia —dijo sonriendo, mirando a la niña dormida—. Tu padre es un admirador de las novelas de Gautier.

La agitación no había cesado. Además de entrever por allí a la señora Contreras, vislumbró a una joven que, al igual que ella, estaba tumbada en una cama con su recién nacido en brazos. La desconocida le sonrió con una sonrisa que a ella le resultó sosegadora. La muchacha iba a ayudarla a alimentar a su hijo, si le parecía bien a la señora Delhorme. Alicia respondió con la cabeza, por qué iba a negarse. La lactancia había agotado las últimas reservas de energía que le quedaban y su retoño berreaba a pleno pulmón.

El silencio que se hizo cuando se puso al niño a mamar se pareció al que reinaba en la azotea de la Torre de la Vela al atardecer, cuando Sierra Nevada se teñía de reflejos rosados y la ciudad entera quedaba suspendida en el instante de gracia y liviandad de una jornada que tocaba a su fin. Al cabo de unas horas todo volvería a empezar, pero de momento el mundo estaba bien y Alicia se sentía feliz. Su hijo se reunió con sus dos hermanas en el capazo.

Alicia los contempló durante un buen rato y entonces se volvió hacia la gitana, que estaba dando de mamar a su niño.

—¿Cómo se llama?

La bohemia sonrió sin entenderla. Alicia se dio cuenta de que solo había susurrado y repitió la pregunta haciendo un último esfuerzo.

—Kalia —dijo la joven.

—Kalia… —repitió ella—. ¿Y su hijo?

—Javier.

«Y a mi hijo ¿qué nombre le pondremos?», se preguntó Alicia, intranquila, notando que volvía a vencerla el sueño. Y no opuso la menor resistencia.

15

La explanada de la Alhambra se había quedado desierta después de un último chaparrón, tras el cual había escampado momentáneamente. El sol había regresado y a continuación, debilitado, se había transformado en una yema de huevo que irradiaba una luminosidad difusa en un cielo lechoso. En lo alto de la Torre de la Vela, envuelta en una nube de golondrinas, dos adolescentes lanzaban al aire sus cañas de pescar, describiendo remolinos que perseguían a los cientos de pájaros presentes en el cielo.

—La pesca de la golondrina… Decididamente, esta ciudad no dejará de asombrarme —declaró Bönickhausen, poniendo su bolso de viaje encima del asiento de la berlina que Ramón había alquilado.

Comprobó que su equipaje, un baúl inmenso de cuero con las esquinas reforzadas con cantoneras de hierro y con unas asas metálicas enormes, estaba bien asegurado en el techo de la berlina, y después abrió la tapa de su reloj de bolsillo y exclamó:

—¡Las tres de la tarde! Es hora, sin duda, de ponerse en camino. Quisiera despedirme de usted, señor Delhorme —dijo estrechándole la mano largamente.

—Estará en Baena al anochecer —respondió Clément—. Y era yo quien deseaba darle las gracias por su valiosa ayuda, señor Bönickhausen.

—¿Qué van a hacer con la lactancia?

Kalia se había ofrecido como nodriza a cambio de alojamiento en la Alhambra y de una protección, pero Mateo, cuyo pánico no había disminuido, estaba empecinado en abandonar la ciudad tan pronto como la gitana tuviese fuerzas suficientes. En cuanto al señor Pozo, a pesar de todas sus protestas al respecto, no había logrado convencer a su mujer para que se encargara de uno de los trillizos.

A una decena de metros de los ingenieros, en el camino que conducía al palacio del Mexuar, Ramón seguía intentando convencer a su hermano para que se quedaran con la familia Delhorme. El mayoral, viendo que los dos franceses lo miraban, pensó que había llegado la hora de partir y fue corriendo hasta ellos.

—Mi hermano me ha prometido que se quedará hasta que yo vuelva —les informó—. Lo ha jurado por nuestra madre y, créame, cumplirá su palabra —añadió para que estuvieran tranquilos—. Me comprometo a convencerlo definitivamente si podemos asegurarle que no habrá represalias por parte del príncipe Torquado.

En la torre, los dos mozalbetes se pusieron a gritar a la vez: uno de los pájaros se había enganchado en el anzuelo y, al tratar de escapar, había enredado los hilos de las cañas. Revoloteaba cerca de sus cabezas, sin llegar a golpearlos por muy poco en cada pasada y provocando gritos salpicados de risas, hasta que uno de los dos cogió un cazamariposas de más de un pie de largo y acabó por atraparlo tras varias intentonas. Entre los dos lo bajaron al suelo, mientras la golondrina seguía agitando desesperadamente las alas. Al tratar de dar la vuelta al cazamariposas para agarrar el pájaro, este se abrió paso y, con un batir de alas frenético, consiguió escapar, con el hilo roto saliéndole por el pico. Y se fundió entre la nube de puntos negros que dibujaba elegantes arabescos en el cielo.

—Listos —dijo Ramón, que había enganchado las mulas entretanto.

—¿Aceptaría mantener correspondencia conmigo? —preguntó Bönickhausen rebuscando algo en el bolsillo de su chaleco—. Me interesa mucho su trabajo. El viento es el enemigo de los constructores y necesitamos cálculos cada vez más precisos.

—Encantado, pero no sé si conservaré mucho más tiempo mi material.

—Tome, mi tarjeta. Aunque tal vez se quede obsoleta dentro de no mucho. Mi patrón ha dado alguna que otra muestra de debilidad y estoy planteándome establecerme por mi cuenta.

Clément se quedó mirándola atentamente y entornó los ojos.

—En realidad no me apellido Bönickhausen —aclaró el ingeniero adelantándose a la pregunta de Delhorme—, lo he tomado de un antepasado mío. Por lo general estoy encantado de no usar tal patronímico, figúrese, pero en estas circunstancias concretas me permite pasar desapercibido.

Ramón lanzó un silbido y arreó de viva voz a las mulas mientras maniobraba con la berlina por la explanada. El vehículo se detuvo delante de los dos franceses, que se dieron un abrazo. Otro silbido y las mulas echaron a andar. Clément los siguió con la mirada hasta que desaparecieron por el camino de la Puerta de la Justicia.

—Gustave Eiffel… —dijo releyendo la tarjeta—. Buen viaje, señor Eiffel.

Un primer llanto escapó del palacio de la Alhambra, seguido de otros dos. Se guardó la cartulina en el bolsillo. Los trillizos despertaban.