XVIII

54

París,

martes, 14 de diciembre de 1880

¡Ya, ábrelos! —dijo Eiffel después de pedirle a Claire que bajase del coche con los ojos cerrados.

Ella obedeció y se le escapó un pequeño grito.

—¡Qué preciosidad! ¿Cuál es nuestro piso? —preguntó.

Padre e hija se hallaban ante la fachada del hotel particular de la calle Prony, número 60.

—A ver que piense… —dijo él fingiendo titubear—. Pues me parece que lo he alquilado entero.

—¿Entero?

Claire se adelantó con paso vacilante hacia el porche de la entrada.

—¿Las tres plantas? —exclamó, sin poder dar crédito.

—Sí. Doscientos ochenta metros cuadrados.

—¡Oh, papá, te quiero! —dijo echándose en sus brazos—. Pero ¿tenemos los posibles para eso?

Ella inició en silencio la visita del lugar, con un comedimiento temeroso, hasta que recobró su sentido de la organización y comenzó a hacer disposiciones relativas a la mudanza y al destino de cada estancia.

—Para Édouard y Albert —dijo señalando las dos piezas del fondo, en la segunda planta—. Valentine estará cerca de Laure, al otro lado. En cuanto a nosotros, las habitaciones estarán en la primera, así como tu gabinete.

—Podría instalarlo en la planta baja —objetó Eiffel.

—Arriba es más luminoso, estarás mejor, hazme caso, sobre todo los días como hoy en que está todo tan gris. El gran salón a ras de calle irá bien para las comidas, y la antecocina no queda lejos.

—¿Qué haría sin ti, hija mía? —dijo él estrechándola en los brazos con ademán afectuoso.

—Allá donde esté, mamá está orgullosa de ti, papá, no me cabe duda.

—Está orgullosa de todos nosotros, de la familia que somos. Te dejo, debo llegar a los talleres Gaget. El dueño de las mudanzas tiene que llegar de un momento a otro, organízalo todo con él. Pero ten cuidado, tiene cierta tendencia a exagerar cuando sopesa volúmenes.

Se acercó a pie a la calle de Chazelles y saboreó el encanto que envolvía París en las postrimerías del otoño. Eiffel constató con satisfacción que su nuevo domicilio se encontraba a seis minutos exactos de los talleres de Bartholdi, lo que lo reafirmó en su elección. Reinaba en ellos la misma actividad intensa y febril que siempre que les hacía una visita. Unos obreros trabajaban encorvados ante la reproducción en escayola de la mano derecha que salía del hombro de la giganta cubierto con una tela. Uno de ellos, blanco de la cabeza a los pies, se había sentado en el índice, pegado al pulgar, y pasaba una gamuza por la piel de yeso aún fresca. Otros trabajaban las piezas de cobre al son de sus martillos. Había trozos de muestras numerados, moldes de escayola, polvo por todas partes. Eiffel se paró delante de la primera de las cuatro reproducciones puestas de pie de la Libertad iluminando el mundo, de dos metros setenta de alto.

Bartholdi se acercó a recibirlo y lo hizo pasar a la oficina de ventanales, donde podrían hablar sin verse obligados a alzar la voz. Eiffel desenrolló el dibujo en sección del armazón metálico.

—Mis ingenieros, Nouguier y Delhorme, han rehecho los cálculos una vez más. Y ambos han llegado a la misma conclusión —dijo apoyando la yema de un dedo en la estructura del brazo extendido—. Va a tener que modificar el diseño original para que el ángulo con el pilar sea de veintiún grados y medio.

Bartholdi manifestó su contrariedad frunciendo las cejas.

—Actualmente la cabeza está posicionada demasiado cerca del brazo que sostiene la antorcha. Necesitamos que esté más estirado —explicó Eiffel—, a fin de que el armazón esté asegurado con un sostén mejor sobre el pilar. De lo contrario, solo tendría un único punto de apoyo.

—¿Qué diferencia habrá?

—De cincuenta centímetros a la altura de la coronilla. No afectará a la estética general de la estatua.

Bartholdi miró nuevamente el croquis antes de enrollar la lámina y dejarla encima de las demás.

—Lo vamos a integrar en la construcción —prometió—. ¿Alguna novedad sobre el problema de riesgo eléctrico que ha detectado?

—Ya que no podemos evitar que las olas de agua salada toquen la superficie, la solución consistirá en separar la envoltura de cobre y la estructura de hierro mediante una capa fina de minio. Es algo que se hace ya en construcción naval.

—¿Y no hay ningún modo de canalizar esa electricidad?

—Eso sobrepasa mis competencias y las de mi equipo; yo no me aventuraría.

Uno de los ayudantes del escultor llamó con los nudillos en el vidrio y le hizo una señal para que fuese con él. Bartholdi se disculpó y dejó a Eiffel a solas unos minutos. El ingeniero observó la inmensa cabeza de porte sobrio que ocupaba el lugar preponderante del patio exterior, devuelta después de haber pasado unos meses en el Campo de Marte. El brazo que sostenía la antorcha seguía expuesto en Estados Unidos, donde la suscripción para la edificación del pedestal a duras penas estaba logrando reunir los fondos necesarios. La giganta estaba a la espera de que se le construyera el cuerpo.

—La visita de los periodistas de Le Petit Parisien y de L’Illustration —explicó Bartholdi al volver—. Van a tomar unos clichés de los avances del trabajo. Sabe tan bien como yo lo importante que es la prensa en los tiempos que corren. ¿Quiere unirse a nosotros?

Eiffel declinó la invitación. Tenía una cita en la calle de Sèvres para supervisar otra obra, y allá se fue en un coche de punto por una calzada que se había tornado resbaladiza después de un chaparrón. Lo recibió la directora en un Le Bon Marché bullicioso, lleno del frufrú de vestidos de una multitud mayoritariamente femenina. Los sombreros adornados con flores, cintas y plumas formaban las pequeñas olas de una mar inmensa que había invadido todas las alturas del edificio.

El rostro de Marguerite Boucicaut transmitía una gran bondad, con su óvalo relleno y una leve sonrisa. Llevaba un vestido de tafetán negro y gris con reflejos de muaré. Le hizo un ademán para que fuese con ella, se levantó un poco la tela del vestido para no tropezar y se lo llevó briosamente, pese a su edad, hasta la otra punta del establecimiento. Antes de entrar en la zona en obras, bajaron al segundo sótano para admirar los caloríferos recién instalados, donde reinaba un calor incómodo, y después hicieron un alto en las cocinas con el objeto de tomarse un vaso de agua y un café, mientras los marmitones preparaban la comida asando cientos de bistecs y cortando patatas en trozos. La señora Boucicaut precisó muy orgullosa que los cinco mil quinientos servicios diarios hacían de su restaurante el número uno de París y se lo llevó hacia las escaleras, al tiempo que los primeros empleados del departamento de expediciones se dispersaban en dirección a las mesas alineadas en hileras paralelas.

La obra de ampliación se hallaba entre la calle del Bac y la de Velpeau, donde la sociedad Eiffel estaba levantando un mercado de estructura metálica, de treinta metros de alto, que se comunicaba con los otros edificios. Allí se reunieron con Louis-Charles Boileau, el arquitecto de los grandes almacenes. Entre los dos evaluaron el avance de las obras, que no habían sufrido ni retrasos ni inflación del presupuesto a pesar de las técnicas empleadas, por las que Boileau felicitó al ingeniero, como siempre que se veían. Además de la calidad de su equipo, el nombre de Eiffel se había convertido en garantía de éxito de una obra.

—Su Le Bon Marché es un lugar fascinante —dijo este a la directora, una vez que ella hubo regresado a su despacho, con una cristalera en saliente con vistas al cuerpo principal del establecimiento, cuya magnífica escalera amagaba un arabesco monumental—. ¡Qué idea visionaria la de haber reunido todas las tiendas de novedades en un mismo sitio y, además, haber indicado el precio de cada artículo! Verdaderamente fascinante —concluyó mientras observaba la masa de clientes, un organismo vivo dotado de movimientos aleatorios que la conectaban con las distintas secciones del lugar.

—Algunas de nuestras clientas se quedan hasta doce horas en nuestros almacenes —le confió la señora Boucicaut—. El propio Zola me ha escrito para comunicarme que desearía venir a visitarnos para un proyecto de novela. ¿Se da usted cuenta? Reina aquí una especie de frenesí que en ocasiones me desasosiega. Debemos ofrecer siempre más y más.

—Es el progreso. Está en marcha y usted es su imagen más resplandeciente. Su éxito es admirable. Y su filantropía es conocida entre la flor y nata parisina. ¿Le puedo pedir un favor?

—Sea lo que sea, desde ya mismo lo tiene concedido.

—¿Qué clase de juguete busca? —preguntó la empleada, cuya belleza contrastaba con la austeridad de su uniforme.

—Quisiera comprar los regalos de Año Nuevo de mis hijos, pero me temo que no tengo ninguna idea —respondió Eiffel—. Me ha dicho la señora Boucicaut que es usted la persona idónea para aconsejarme.

La joven agachó la cabeza en señal de apuro y a continuación levantó los ojos hacia el ingeniero y le dedicó una sonrisa coqueta.

—Lo haré lo mejor posible, caballero.

—Me da miedo perderme en la inmensidad de artículos en exposición —añadió sin reparar en su juego.

—Hábleme de sus hijos —le pidió ella, invitándolo a seguirla—. ¡He de saberlo todo sobre ellos! En primer lugar, cuántos años tienen y cómo se llaman. Se puede saber mucho de alguien a través de su nombre —le susurró, demorando un tanto su mirada puesta en él.

Aquello divirtió a Eiffel, que se prestó al juego intentando definir con precisión los gustos y la personalidad de su prole. La joven le había hecho tomar asiento a su lado y lo atosigaba a preguntas. Él tomó conciencia de que siempre había presenciado la evolución de sus retoños sin pararse a pensar en la personalidad de cada uno. Con cada evocación, iban afluyendo más y más recuerdos familiares, y el semblante de Eiffel se iba tornando más y más sombrío. La vendedora se dio cuenta y puso fin al asunto levantándose con cierta prisa.

—Sígame —lo invitó, llevándoselo hacia una mesa adyacente en la que destacaban unos juguetes de equilibrio.

El ingeniero pareció reparar entonces en las zalamerías de la vendedora, a la que dedicaba discretas ojeadas. Sus cabellos castaños y ondulados, recogidos en un moño alto, dejaban al descubierto una nuca fina y diáfana que le recordó la de Victorine. Su cara poseía unas proporciones agradables, y la nariz, con un perfil de fino arabesco, resaltaba una boca de labios rubí que recordaban los seductores encantos de las flores carnívoras. Se volvió un instante y constató que los demás hombres presentes eran también vendedores.

—Empezaremos por Albert y Édouard —dijo ella cambiando coquetamente el peso del cuerpo de una pierna a otra, alentada por la actitud de su cliente que parecía mostrar interés hacia ella—. Para el chiquitín…

—Albert —precisó él.

—Para Albert, yo le sugiero el balancín.

El juguete se componía de una escalera sobre la cual dos figuritas con unos pies desmesurados, que representaban a unos estibadores nipones, estaban unidas mediante una escalera de mano a la altura de los hombros.

—Funciona así —explicó ella colocándolos en lo alto de la escalera y basculando el primero en el escalón inferior.

Una vez que los soltó, el más alto de los dos, ayudado por la escalera, pasó por encima del otro hasta detenerse un escalón más abajo. El movimiento de balancín continuó hasta que el tiro humano hubo bajado todos los peldaños.

—Mágico, ¿verdad? —dijo ella juntando las palmas de las manos como si fuese a aplaudir.

Cogió el juguete para dárselo y le rozó la mano al hacerlo.

—También porque el centro de gravedad pasa por el centro de la escalera —dijo él devolviéndoselo—. Para Albert será perfecto. ¿Y para los otros?

Édouard recibiría un tablero de peonza de cremallera con un agujero.

—Este modelo se llama La Cigarra. Cuando se pone a dar vueltas, suena como ese bicho.

—Pues adelante con La Cigarra —aprobó Eiffel.

Valentine sería gratificada con una caja de Burattini que llevaba unas marionetas y un decorado. La vendedora, después de esbozar otra sonrisa encantadora, abrió un cajón y sacó un fenaquistiscopio.

—Es la última moda —insistió ella—. ¡Gusta a niños y a mayores por igual!

El juguete se resumía en una manga que sujetaba un eje de metal, rematado en el lado izquierdo con un disco negro lleno de hendiduras perforadas y, por el derecho, con un disco igual de grande encima del cual estaban dibujados unos polichinelas en las actitudes sucesivas de saltar la comba.

—Mire por una de las hendiduras —le indicó ella acercando el artículo a los ojos del industrial.

Entonces hizo girar el disco de polichinelas.

—La sensación de movimiento es asombrosa, ¿no le parece?

Eiffel movió arriba y abajo la cabeza en señal de afirmación. Su paciencia con este tipo de compras empezaba a rozar sus límites. Los caloríferos, sumados a la densidad de la nutrida clientela y a las prendas de abrigo, provocaban que reinase en la tienda un calor pesado, y los coqueteos de la vendedora, que encendían su deseo masculino, lo irritaban en el mismo grado.

—En fin, para Claire…

—Claire es mi hija mayor y para ella no quiero ningún juguete. Quisiera algún objeto para su habitación. ¿Podemos ir al anexo?

Sin esperar respuesta, cruzó la calle en diagonal y se metió por el pasaje que llevaba a la galería reservada al mobiliario, obligando con ello a la empleada a correr detrás de él para no distanciarse. En ese lugar, menos concurrido, sentía que respiraba mejor y pudo pasearse tranquilamente por la exposición de muebles, escoltado por su vendedora, bajo la mirada reprobadora de sus compañeros encargados de la sección. Se paró delante de la zona dedicada a las alfombras y pidió consejo a la joven, que con el ajetreo de la carrera se había despeinado por el camino.

—Si fuera para usted, ¿cuál escogería?

Ella se tomó su tiempo para volver a sujetarse el moño y a continuación se fijó atentamente en cada modelo expuesto. Señaló una alfombra francesa de inspiración moderna, con un colorido intenso y abigarrado.

—Buena elección, esta es muy del gusto de Claire. Envíen todo a esta dirección —le indicó, alargándole su tarjeta.

Y se marchó de Le Bon Marché, aliviado.

De vuelta en la calle de Prony, Eiffel se cruzó con el dueño de la empresa de mudanzas en el porche.

—Su hija es aún más dura que usted haciendo negocios —comentó este último, con una sonrisa en los labios—. Ha negociado implacablemente y hemos llegado a un acuerdo que, creo, dejará satisfechas a todas las partes.

—Envíeme ese presupuesto y lo firmaremos tal cual —respondió Eiffel para demostrar la confianza que tenía en su hija.

Claire lo esperaba en el comedor vacío y estaba secándose los ojos, con los párpados enrojecidos, cuando él entró.

—Hay mucho polvo aquí —dijo ella a modo de explicación.

«No debí dejarla sola —se reprendió él para sus adentros—. El recuerdo de su madre está muy vivo».

Movió afirmativamente la cabeza sin insistir.

—¡Cuéntame cómo ha ido el día, papá! —exclamó ella llevándoselo fuera.

Una vez en el coche, Eiffel le relató sus visitas a las dos obras, algo que a Claire le gustaba mucho escuchar, en especial todo lo relacionado con los detalles técnicos.

—Los pliegues del vestido nos proporcionarán gran cantidad de fuelles que nos permitirán absorber la dilatación inevitable del metal. ¡Por una vez, las irregularidades de un monumento suponen también una ventaja! —concluyó, como respuesta a una de las múltiples preguntas de su hija—. Hemos llegado —dijo al distinguir el tejado de su casa, que sobresalía entre las copas de los árboles.

Eiffel vio salir a Claire corriendo del coche y lanzarse por el camino llamando a voces a sus hermanos. Él esperaba que, con la mudanza, Claire hiciera más rápido el duelo por su madre, ya que cada estancia de la casa estaba aún impregnada de su presencia. Pensó con pena en Marguerite, en Victorine, en sus padres.

—¡Papá!

Claire se había dado la vuelta en la terraza y lo llamaba. Le hizo una señal para que fuese con ella. La vida continuaba su curso imperturbable.

Los juguetes se recibieron en el domicilio a las seis y media de la tarde, enviados desde Le Bon Marché. Eiffel se apresuró a atender la entrega antes de que el huracán de energía de los niños lo obligase a revelarles el secreto. Dio una propina al repartidor y casi se llevó una decepción al saber que la vendedora no venía con él. Luego se enfadó por su propia ingenuidad: la joven seguramente probaba suerte con todos los caballeros a los que atendía, con la esperanza de pescar un pez gordo, y eso no tenía nada que ver con su encanto personal. Aun a sabiendas, se había dejado llevar por la ilusión en el espacio de una hora, una forma de engañar su soledad como engañamos la sed con el hueso de un dátil. Lanzó una mirada furtiva a su imagen reflejada en el espejo de la entrada, que le pareció idéntica a la del decenio precedente. Eiffel subió los juguetes a su habitación, bajó a por la alfombra, que consiguió transportar solo, y finalmente cerró la puerta con llave. Abrió todas las cajas y, sentado directamente sobre el parquet, accionó los juguetes. Luego se interesó por el regalo para Claire. La alfombra venía enrollada en un paño verde de fieltro ligero, atado con una cinta ancha debajo de la cual habían metido una cartulina pequeña. La sacó, la abrió y sonrió: la vendedora se llamaba Denise y le dejaba sus señas con el fin de «servirle [a Ud.] mejor en su próxima visita». Eiffel se guardó la tarjeta en un bolsillo.

—¡Papá! ¿Dónde estás? —voceaba Claire desde la planta principal.

—¡Voy! —respondió él escondiendo la alfombra debajo de su cama.

—¡Sales en el periódico!

La voz estaba más cerca. El pestillo se agitó.

—¡Te has encerrado! —protestó ella al otro lado de la puerta.

—Tengo derecho a un poco de intimidad —se quejó él, abriendo.

Claire entró enarbolando el ejemplar de Le Temps de ese día y lo dejó sobre la cama antes de sentarse al lado con todo su peso.

—¡En primera plana! —dijo ella, ufana, mientras él empezaba a leer el artículo titulado «El viaducto de Garabit».

Claire se apoyó en la espalda de su padre y se asomó por encima de su hombro para leerlo:

—«Esta solución exigía un viaducto formidable, y la administración de los Ferrocarriles del Estado, impactada hondamente por el recuerdo del puente del Duero, del que ya nos ocupamos en estas disquisiciones científicas divulgativas…». Y con razón —comentó ella antes de proseguir—: «… confió la ejecución del nuevo viaducto al señor Eiffel, un joven ingeniero civil de altísimo mérito». ¿Joven? —dijo, jugando a que lo miraba de arriba abajo con aire circunspecto.

—Tengo solo cuarenta y ocho años. Que ya no estamos en el siglo XVIII, hija mía. Sí, aún soy joven, ¡aunque este periodista debería ponerse gafas! —concluyó al enterarse del resto de la información.

—¿Es verdad lo que dice? «Podríamos meter en el fondo del valle las torres de Notre-Dame y ponerles encima la columna de Vendôme y la punta de esta nueva columna quedaría aún a cierta distancia del tablero encima del cual van los raíles».

—No tiene ni idea, llegaría apenas al extradós. ¡Unas gafas es lo que necesita!

—¡Papá, eres el mayor constructor del mundo! —se entusiasmó Claire saltándole a los brazos, lo que le arrancó una punzada de dolor a la altura de las cervicales.

Eiffel se masajeó la nuca.

—Ya ves hasta dónde alcanza mi juventud —admitió—. Tanto viaje no es bueno para la espalda.

—Bueno, otro artículo más; voy a guardarlo con los otros. ¡Mamá se alegraría tanto!

La joven salió enseguida. Eiffel cruzó la mirada con los ojos de Marguerite, cuyo retrato se había subido del comedor a la alcoba para ponerlo encima de la chimenea. Era el único cuadro que tenía de su mujer, y en él se traslucía ya, en la palidez de sus facciones, la enfermedad que habría de llevársela. Suspiró, metió la mano en el bolsillo y arrojó a las llamas la tarjeta de Denise.

55

La Alhambra, Granada,

viernes, 17 de junio de 1881

El señor Pozo se frotó enérgicamente los dedos enjabonados y los metió en el barreño sin conseguir eliminar del todo los restos negros de la piel. Se secó las manos, plantado delante de la ventana de su gabinete, observando los dos gasómetros telescópicos que descollaban de su fábrica. Las enormes campanas de chapa metálica, encerradas en sus jaulas de mampostería, que se elevaban al ritmo del volumen de gas producido, como dos pulmones gigantes, lo llenaban de orgullo. Fabricados siguiendo el modelo de los de Londres, sus gasómetros constaban de cuatro niveles capaces de quintuplicar la altura de base del depósito cilíndrico. Para los vecinos y los curiosos, era siempre una atracción verlos llenarse, y cada ascensión extra era señal de la buena salud de la fábrica.

Después del fracaso del negocio familiar, el señor Pozo se había montado en el tren del progreso y había invertido sus últimos ahorros en la construcción de una unidad de producción de gas para el alumbrado, unos meses antes de que el ayuntamiento de Granada decidiese cambiar el sistema de alimentación de sus farolas de aceite, cosa que unos habían calificado de idea visionaria y en otros había despertado sospechas por colusión. Desde entonces, abastecía de gas a toda la ciudad y sus arrabales, y había ampliado su red de fábricas instalándose en otras cuatro ciudades andaluzas. Gracias a un procedimiento de extracción del gas a partir del carbón, menos costoso, y a un rendimiento superior al de toda la competencia, tenía reservas para varios años y el porvenir se le anunciaba con tintas claras y cálidas. El único inconveniente de esta actividad era la acumulación de subproductos generados por la extracción del gas, como el alquitrán de hulla, que se iban acumulando en una sucesión de escombreras que la chiquillería granadina se había apropiado como escenario de sus juegos.

Siguió con la mirada la carreta que se llevaba cien kilos de alquitrán, que él mismo había ayudado a cargar, y luego se miró la mano derecha y se la olió: aquel olor característico del líquido negro iba a quedársele impregnado en la piel un montón de horas y su mujer, una vez más, se lo haría ver exagerando su desagrado dando arcadas. «Pero es el olor de nuestro éxito», respondió mentalmente a los reproches que no dejaría de dirigirle. Pensó en Jezequel, que hacía poco se había incorporado también a la fábrica y que parecía haber tenido la piel, marcada por la enfermedad de Winckel, puesta a remojo en la brea mineral. Daba la impresión de que el hijo era feliz con esa vida, aunque el señor Pozo le hubiese impuesto que comenzase trabajando con los obreros en la extracción del gas. «El olor de nuestro éxito», se repitió para sus adentros, viendo alejarse la carreta. Cuando Clément le había propuesto comprarle el alquitrán de hulla, Pozo le había cedido una cantidad sin cobrársela, pues le hacía inmensamente feliz que el ingeniero se interesase por un desecho que él calculaba que el francés sería capaz de transformar en oro. No tenía prisa, ya sabría sacarle partido más adelante.

Barbacana resopló ruidosamente por el esfuerzo, expulsando una rociada de partículas acuosas que hizo exclamar a Jezequel y a Javier, sentados en la parte delantera de la carreta. Irving, que iba detrás, soltó una carcajada y Clément, que tiraba de la mula por la subida a la Alhambra, se detuvo y le acarició el cuello.

—Un último esfuerzo, preciosa, y tendrás el resto del día libre.

—¡Y ya no tendrás que soportar este olor infernal! —añadió Javier, inclinado hacia los dos barriles llenos hasta arriba del líquido negro.

Barbacana echó sus últimas fuerzas en el tramo final del trayecto hasta el Generalife, donde Clément había acondicionado una pieza del ala más apartada de las zonas utilizadas del edificio. El lugar estaba equipado con una caldera y un conjunto de retortas y serpentines de vidrio destinados a la destilación del alquitrán de hulla.

—La brea mineral contiene gases disueltos —explicó a los muchachos—, una vez que el líquido denso es trasvasado a un horno. Puedo separarlos calentándolo a diferentes temperaturas. Cada gas se evapora a una temperatura, escapará por estos tubos y después pasará a los purificadores para acabar aprisionado en este gasómetro.

Los chicos se habían acercado.

—Se diría nuestra fábrica en miniatura —comentó Jezequel—. Pero ¿qué busca exactamente? Mi padre me explicó que los gases de la brea mineral no eran adecuados para el alumbrado.

—Exacto. Pero poseen otras propiedades, en especial la de producir frío cuando entran en ebullición.

—¿Vas a fabricar una nueva máquina para hacer hielo? —preguntó Irving, que se había quedado cerca de la ventana y no parecía muy interesado en la conversación hasta ese momento.

—No. Una máquina de frío: un aparador cerrado dentro del cual podrán conservarse los alimentos.

«Como un invierno permanente», pensó Irving.

—¿Y cuál es el gas que le interesa? —preguntó Javier mirando el termómetro que sobresalía del horno.

—El gas butano, el último de mi lista. Los otros no han dado el rendimiento suficiente para obtener el frío adecuado. Una vez que lo hayamos extraído, lo probaremos en mi máquina.

—¿Te quieres quedar? —propuso Irving a Jezequel—. ¿A qué hora entras a trabajar?

—Esta tarde no me toca. Hago un poco lo que se me antoja, para eso soy el hijo del patrón —dijo, dándose aires.

—Pues yo soy el hijo del maestro de matemáticas y, sin embargo, estamos obligados a estudiar todos los días, domingos inclusive, ¿eh, Javier?

—Alegraos: esta tarde no habrá clase —dijo Clément alterando la combustión para controlar la temperatura de la caldera—. Solo ejercicios prácticos.

—¿Esta máquina va a ser para mi padre? —quiso saber Javier sin apartar la vista del ingenio.

—El progreso es una ecuación de una sola incógnita: el cuándo —respondió Clément después de asentir con la cabeza—. Todo es alcanzable, simplemente es cuestión de tiempo. Y conviene ir siempre un paso por delante. —Una ráfaga de viento atravesó el mirador por sus vanos de arcos—. Un día perfecto para soltar un globo —comentó observando el cielo sin nubes—. Ideal para un récord… Javier, ¿puedes abrir el grifo del gasómetro portátil?

Irving volvió a su posición apartada, cavilando sobre cuál sería el marco más propicio para fotografiar el experimento, mientras Jezequel se imaginaba en el papel de director de una fábrica de máquinas de frío y Javier se preguntaba cuándo encontraría el valor necesario para confesarle a Clément que estaba de novio con Victoria desde hacía tres meses. El primer paso lo había dado ella, lo que lo había animado a lanzarse sin comedimiento alguno a una relación que le parecía evidente, dado que se conocían de toda la vida. Como todos los demás muchachos de la ciudad, se sentía atraído por Nyssia pero nunca se habría atrevido a cruzar la línea, convencido de que hasta él se toparía con una negativa que le dejaría malparado el orgullo. Corría el rumor de que iban tras la jovencita unos pretendientes mucho más talludos, próximos a la corte de España o a otras ilustres familias, alguno de los cuales habría sido visto visitando la Alhambra de incógnito, cosa que él no se creía; todas las cortes de Europa pasaban por la Alhambra y todas lo hacían de incógnito. Nyssia era un alma solitaria que inspiraba toda clase de fantasías y que se burlaba de su reputación entre los muchachos; esa era la conclusión de Javier. Victoria poseía la misma belleza de familia, pero le tranquilizaba con la sencillez de su carácter. Con ella, las conversaciones no eran un toma y daca sin fin para ver quién dominaba intelectualmente a quién. A semejanza de Irving, Victoria era la empatía misma, para con todos los animalillos de la Creación, incluidas las lombrices, que él había decidido finalmente dejar de trocear para no apenarla, para con las flores que había que dejar que se marchitaran en sus tallos, y para con todos los seres humanos, desconocidos o íntimos. En eso Victoria era un paraíso sereno y Javier le estaba amorosamente agradecido.

—¿Sigue con nosotros, señorita Delhorme?

Arrancada de sus ensoñaciones, Victoria regresó bruscamente a la realidad.

—Sí, señora —respondió sin pensar.

—Entonces ¿podría contestar a la pregunta que acabo de hacerle?

Victoria miró a las demás alumnas de la Escuela de Institutrices, ninguna de las cuales se arriesgaba a echarle un capote delante de la antipática de la maestra. No insistió.

—Creo que se me ha ido el santo al cielo, señora —confesó bajando los ojos—. Le ruego que me disculpe.

Dejó que pasara el chaparrón de reproches, anotó el castigo que se le impuso y aguardó pacientemente el final de la clase, instante que la maestra eligió para retenerla.

—Va a tener que reconducirse, Victoria. A primeros de curso era una de nuestras mejores alumnas y desde hace unos meses no es la misma. Inexplicablemente —agregó con aire de connivencia que pretendía decirle a la joven: «Sé lo que tiene, yo también he pasado por eso, pero no es motivo para arrojar por la borda los estudios».

Victoria puso cara de no entenderla y adujo una fatiga pasajera.

—Pues vaya a ver a Pinilla, que la deje como nueva —concluyó la maestra, irónica—. Por esta vez no le pondré una advertencia, pero no olvide que nuestras institutrices deben ser un dechado de virtud para sus discípulos. Sepa que en Francia, cuando salen de la escuela normal, las jóvenes deben mantenerse solteras al menos tres años para consagrarse exclusivamente a su misión. Desgraciadamente aquí no aplicamos esta regla tan beneficiosa, pero sí sancionamos todo descarrío moral y las costumbres ligeras.

«¡Las costumbres ligeras! —meditó Victoria durante todo el camino hasta la Alhambra—. Como si amar fuese delito. ¿Qué sabrá esa vieja?». Victoria no pensaba que estuviera hecha de la pasta necesaria para ejercer de institutriz el día de mañana, al menos no bajo semejantes condiciones de vida conventual. La Escuela de Institutrices era la única opción que le quedaba a una joven si deseaba estudiar, pues los demás diplomas estaban reservados a los varones. «Por poco tiempo ya», le había dicho su padre. Las Universidades de Zúrich y Berna acababan de admitir mujeres. Pero Victoria no se sentía ni con ganas ni con fuerzas para ser una pionera, ni estaba dispuesta a alejarse de su familia para irse a estudiar al extranjero.

—Si acaso a París —le dijo a Kalia, a la que se había encontrado en la Puerta de la Justicia. Juntas, se dirigieron al Mexuar—. Me gustaría tanto estar cerca de Javier cuando esté estudiando.

—¿Cuándo se lo vas a contar a tus padres? —preguntó la gitana—. Ya tenéis dieciocho años, no sois unos críos.

—¡Se lo tiene que decir él!

—Llevas razón, pero me parece que a mi Javier se le va toda la valentía cuando se trata de sentimientos.

Kalia le dio un beso y la abrazó como hacía con frecuencia desde aquel día en que se conocieron en la Torre de la Cautiva.

—Qué feliz te veo —dijo Victoria.

—¿Cómo no iba a estarlo? Vivo con mi hijo, con un hombre que me adora, y tú eres como la hija que nunca tuve —añadió abrazándola aún más fuerte—. Hoy bailo la zambra mora sin que nadie me obligue, por gusto y nada más. ¿Quién no soñaría con una vida así?

—Es verdad —concedió la joven—, quién no soñaría con una vida así.

Las risas de los muchachos les llegaron del Generalife. Victoria lanzó una mirada a Kalia, que exclamó:

—¡Anda, ve con ellos, mi pajarita preciosa!

El olor fuerte y acre había ido a más por el efecto de la combustión y le picaba en la nariz. Victoria se había encaramado al lentisco que crecía en la orilla de la huerta, delante de uno de los vanos de la edificación, y se había quedado observándolos desde allí. De este modo podía comerse con los ojos a su novio sin que su padre sospechase nada ni Javier se incomodara. Había sido idea de Kalia, que se había definido a sí misma como una experta en el arte de la contemplación discreta. El término había gustado a Victoria, que decidió, subida en lo alto de su arbolito, ser su más fiel adepta, a lo que Barbacana puso fin enseguida poniéndose a rebuznar justo al pie del arbusto y llamando la atención de los chicos, que la descubrieron a la vez que a la mula. Irving, que se había desinteresado del experimento hacía rato, aprovechó para dejarlos so pretexto de ir a terminar un ejercicio de geometría analítica. Victoria lo sustituyó y ayudó al grupo a sujetar el gasómetro portátil cargado de butano en la bandeja de una carreta que luego llevaron entre todos hasta el mirador vecino.

Clément transfirió un pequeño volumen del butano licuado en el depósito del circuito cerrado de su máquina de frío, encendió una vela y se la tendió a Victoria.

—Haz los honores, acércala al frasco de amoníaco.

La joven obedeció con aire solemne y miró fugazmente a Javier. La llama acarició el fondo del recipiente de vidrio como hubiese hecho el pincel de un pintor con un lienzo. La llegada del amoníaco al depósito provocó la ebullición del butano y el enfriamiento del líquido restante.

—Es un buen comienzo —constató Clément, con la mano sobre el serpentín que rodeaba el depósito—. Vamos a esperar.

Nadie se atrevía a decir nada, ni a moverse siquiera. Estaban todos en corro alrededor del termómetro que salía del cofre de zinc recubierto de aislante; el mercurio estaba bajando lentamente.

—Diez grados —comentó Clément—. ¿Alguno quiere apostarse algo sobre el mínimo? —añadió, divertido ante el gesto serio de los jóvenes, que miraban fijamente la escala graduada.

Ninguno contestó.

—Yo diría tres grados —continuó él—, pero si respiráis demasiado fuerte, no podremos bajar de los seis.

Javier y Victoria retrocedieron con precaución, mientras que Jezequel se tapó la nariz con la mano derecha.

—¡Que era broma! Podéis bailar alrededor, que no cambiará nada.

La ocurrencia no alteró ni un ápice su actitud. También Javier y Victoria se habían tapado la mitad de la cara con las manos. El termómetro indicaba seis grados.

—¿Qué pasa? —preguntó Irving, que acababa entrar corriendo—. ¿Por qué os tapáis la nariz?

Con un ademán, Victoria le mandó no acercarse más.

—¡Cinco! —anunció Jezequel con voz grave.

—¿Barbacana se ha vuelto a restregar en su propia caca? ¿Por qué yo no huelo nada? —susurró Irving, arrimado a la pared.

—No conviene hacer aspavientos bruscos —le susurró su hermana al oído, tras lo cual volvió a su posición, delante del cofre, con las manos en la cara.

—Cuatro —dijo Javier a su vez.

Irving imitó a los demás, no fuera a ser.

—¡Tres! Niños, podéis respirar, la temperatura ya no va a bajar más. ¡El ensayo es oficialmente concluyente!

Todos aplaudieron y metieron las manos en el cofre no bien Clément lo hubo abierto.

—¡Sí que está frío! —exclamó Irving con admiración—. Entonces ¿ya no hará falta hielo para conservar los alimentos? ¿La gente va a pedir gas?

—No, no tendría sentido: el ciclo del frío no tiene fin, es siempre la misma cantidad de butano que va circulando. Este aparato es económico, basta con calentarlo con una fuente continua y el frío será permanente.

—Calor para el frío —resumió Irving, pensativo—. Por cierto, papá, que yo venía por otra cosa: hay un señor que te está esperando en la terraza de la Torre de la Vela.

—¿Quién es? ¿Por qué no lo has llevado a casa? —preguntó Clément antes de apagar la vela con las yemas de los dedos, cosa que siempre había provocado admiración en sus hijos.

—Es que me ha pedido la más absoluta discreción.

Los pájaros volaban al ras de la torre, más cerca de lo habitual. Hacía meses que los chicos ya no subían, cada cual atareado con sus cosas, y la pesca de la golondrina había caído en el olvido. El hombre contemplaba desde allí la ciudad, bajo una luz que empezaba a proyectar sombras alargadas y a envolver los contornos en un amarillo ámbar. Al oír el crujir de la gravilla del suelo, se dio la vuelta.

—Señor juez —dijo Clément mientras cruzaba el terrado sin el menor atisbo de premura—. Es usted la última persona con quien hubiera imaginado encontrarme aquí.

—Pues hace unos días yo mismo hubiese pensado lo mismo —respondió el magistrado Ferrán saludándolo.

—¿Me permite ofrecerle mi hospitalidad?

—Otra vez será, con mucho gusto. Pero ahora nadie debe vernos juntos.

—Vayamos a la sombra de la planta baja, tengo la llave —sugirió Clément sin manifestar emoción alguna.

La pieza estaba sumida en una penumbra que olía a humedad y a polvo. Se hallaba vacía, con la excepción de unas cuantas piedras de las antiguas almenas que habían depositado allí a la espera de su restauración. Tan solo dos troneras aseguraban el paso del sol, formando unos haces de luz como vigas luminosas fijadas al piso.

—Soy todo oídos —dijo Clément.

—Le traigo una mala noticia —declaró Ferrán, de pie con los brazos cruzados en el centro de la pieza.

Su actitud recordó a Clément uno de los grabados que ilustraban los cuentos del Reino de Granada, en los que se representaba al príncipe Boabdil poco antes de huir de las huestes de Isabel, unas imágenes de las que emanaba una mezcla de hastío y melancolía.

—Se trata de nuestro excapitán de la Guardia Civil. Acaba de presentar otra denuncia contra usted.

Cabeza de Rata aseguraba tener un testigo que corroboraba la implicación de Clément en los círculos anarquistas.

—Se trata de un tal Chupi —precisó Ferrán—, su nuevo empleador.

—Lo conozco. Es un antiguo nevero y el principal competidor de Mateo en la fabricación de hielo.

—Y habría podido añadir «alcohólico conocido» y «con mala reputación». Al parecer, le abrió su corazón durante una velada bien regada y le habría asegurado que conocía la identidad del que depositó en casa del doctor Pinilla el artefacto para las tomas de muestras de aire. Vamos a interrogarlo. —El juez guardó silencio un instante y se acercó a Clément, que permanecía impasible—. Pero no espero nada. Esta clase de individuo está dispuesta a decir una cosa y su contraria por un puñado de pesetas. Hay otra cosa que me preocupa más.

Ferrán había bajado la voz. Los rayos de luz habían desaparecido, absorbidos por el paso de una nube. Antes de continuar, tuvo la precaución de escrutar a conciencia la pieza.

—Me he enterado de que su expulsión de la Guardia Civil no fue otra cosa que una farsa ideada para que pudiera emplearse de civil en el negocio de Chupi. Nuestro hombre goza de protecciones, un coronel destinado en Murcia, al que ha convencido de su culpabilidad.

—Pero ¿por qué demonios la ha tomado conmigo?

—Esperaba que pudiera usted decirme algo más, señor Delhorme.

—Sabe lo mismo que yo, juez Ferrán.

El magistrado dudó. Se jactaba de saber juzgar con una simple mirada si podía confiar en una persona. Pero Clément le parecía un misterio.

—Pues entonces, prepárese para enfrentarse a él —concluyó—. No desistirá jamás, está obsesionado con usted. Ha encontrado su Javert, señor Delhorme.