XXIII
67
La Alhambra, Granada,
jueves, 30 de mayo de 1918
Era el gran día. La ciudad entera se había engalanado para la procesión del Corpus Christi. La señorita Delhorme se había levantado temprano, torturada por el dolor de las articulaciones. Kalia había ido a buscar a Ruy Pinilla, quien la había auscultado y constatado el estado avanzado de su sífilis. Ella lo había confirmado con un mero cruce de miradas.
—¿Padece además problemas de memoria? —le preguntó el facultativo, rebuscando algo en su maletín.
—Padezco todos los síntomas observados por el cuerpo médico, una auténtica dicha —bromeó ella, volviendo a vestirse.
—Supongo, entonces, que conoce usted la evolución de la enfermedad…
—Sí, a no ser que tenga alguna buena noticia que darme.
—Pues no, ninguna, por desgracia. El progreso avanza día a día a pasos de gigante, pero a saltitos de pulga en lo que atañe a la ciencia médica —le confirmó él, sacando un pastillero—. Tenga, tómese esto, la aliviará. Y que su médico se ocupe de administrarle el tratamiento de fondo.
—Ya ni siquiera el mercurio me alivia durante mucho tiempo —dijo ella, frotándose los dedos y la muñeca—. Si tuviese otro remedio que pudiera sugerirme…
—Quédese en Granada. El aire sano de la Vega le sentará bien.
—¿Y cree que regresar al origen de mis recuerdos podría hacer de elixir de la juventud para mí? —preguntó Nyssia apoyándose con los codos en la ventana, desde la que se veía toda Sierra Nevada.
—Pues en ocasiones eso es así, ¿no le parece?
Ella encendió un cigarrillo encajado en su boquilla de jade y respondió:
—Mi marido no estaría de acuerdo con su receta.
—Disculpe la pregunta, pero ¿está su marido al corriente de su enfermedad?
—Difícilmente podría no estarlo: me la contagió él. Pero lo lleva mejor que yo.
Tras una primera crisis, veinte años antes, Pierre de la Chesnaye no había vuelto a sufrir ningún síntoma.
Kalia se había quedado en el pasillo y no podía parar de moverse, impaciente.
—La dejo para que pueda ir a la procesión —dijo Pinilla, y cerró con un chasquido la hebilla dorada de su maletín.
—Yo me quedo en la Alhambra.
—Caminar le sentará de maravilla.
—Nunca ha sido mi actividad favorita, ni siquiera aquí —le confesó ella, acompañándolo a la puerta.
El médico fue a abrir el pestillo pero vaciló y se volvió hacia ella.
—Después de su visita estuve pensando en nuestra conversación y me vino a la memoria un detalle. A finales del año 1889 su madre tomó muchos analgésicos, además de sus píldoras para el corazón.
—¿Qué le pasaba?
—Pues se quejaba de dolores abdominales, pero yo estoy seguro de que no tenía nada. Siempre pensé que se los daba a otra persona. Mi padre era el que la atendía, pero yo le subía los medicamentos a la Alhambra. Quizá tenga alguna relación con el señor Delhorme.
Kalia siguió con la mirada al hijo de los Pinilla hasta que hubo desaparecido por detrás del Palacio de Carlos V, y solo entonces fue con Nyssia.
—No me apetece nada bajar a ver el desfile de los cabezudos y la tarasca. Iré a misa el domingo —dijo la señorita Delhorme para evitar la pregunta que vio venir.
—Como quieras, niña. Ruy me ha aconsejado que no te insista —le confesó la gitana mientras buscaba su mantilla para taparse el moño—. Pero yo no tengo elección —añadió.
«Siempre se tiene, Kalia», reflexionó Nyssia. Pero no le dijo nada. Se había dado cuenta de que la vieja se había vestido con mucho esmero para la celebración, en la que seguramente iba a verse con algún antiguo amante (si bien nunca había querido volver a casarse después del fallecimiento de Mateo).
—Nuestras elecciones se pagan —murmuró para sí, una vez que estuvo a solas—. Al contado o a crédito.
El Patio de los Leones estaba desierto. Nyssia se había instalado en la planta de arriba de la Sala de los Abencerrajes y contemplaba la fuente a través de las celosías de arabescos de madera, desde el mismo lugar en el que Yusúpov había entrado en su vida, cuarenta y un años antes. Cada vez que rememoraba aquel instante de su existencia, se le representaba de nuevo con toda su viveza y acompañado siempre de aquella primera emoción sensual.
Se había llevado un libro de poesía y estuvo leyéndolo durante varias horas, mecida por el chapoteo del agua en las pilas de la fuente y por la euforia leve que le provocaba el opiáceo, que le había aliviado parcialmente los dolores.
—¡Nyssia!
No vio la cara del que la llamaba desde la fuente, pero su voz no había cambiado nada con el paso del tiempo ni con la seriedad propia de las personas adultas. Conservaba la misma entonación juvenil y provocadora de la adolescencia. Bajó la escalera sin responderle, por el placer de oír cómo la buscaba, y lo encontró en el centro del patio. Solo en el último instante levantó la cabeza y vio la cara de Javier.
Era la de un hombre con muchas y profundas arrugas, con los cabellos de un blanco uniforme y el rostro cubierto en su mayor parte por una barba en la que subsistían algunos pelos negros como el azabache. En un primer momento no lo reconoció, pero entonces encontró en sus ojos la misma mirada rebelde.
Los dos experimentaron idéntico incomodo, mezcla de temor e inseguridad, el resultado de haber pasado varias décadas en un sueño profundo y del miedo a los juicios del otro.
—No has cambiado nada —dijo él con sinceridad, deslumbrado ante la belleza inalterada de su amiga de la niñez.
—Tú tampoco —mintió ella, antes de rectificar—: No mucho.
El silencio los sorprendió después de esas primeras palabras.
—Gracias por venir —dijo ella entonces.
—Acabo de llegar de Barcelona. Ahora vivo allí, desde hace diez años —respondió él rascándose maquinalmente la barba.
—Me lo dijo Kalia. Se ha visto obligada a contarme en unos días todo lo que ha pasado en estos años.
De nuevo, el silencio se instaló entre ellos sin que lo hubiesen invitado.
—¿Te has fijado en lo que cuesta hablar cuando se tienen tantas cosas que decirse? —dijo Javier con un estremecimiento de emoción.
—Entonces vamos a dar un paseo —sugirió Nyssia, dirigiéndose hacia el Patio de los Arrayanes.
Sobre todo, tenía el sentimiento extraño de que Javier había pasado de ser un adolescente a convertirse en un abuelo sin haber tenido una vida entre esos dos estadios. Y solo deseaba preguntarle acerca de su hermana.
—Te pareces tanto a ella, ¿sabes? —dijo él adivinando sus pensamientos.
—No en vano somos mellizas. Pero hemos llevado las vidas más opuestas imaginables.
—Desde luego que sí… Qué buenos momentos compartimos aquí, en este patio —suspiró él, parándose delante de la alberca rodeada de setos fragantes.
—Yo ya no me acuerdo —se lamentó ella.
—Hay que decir que te pasabas el tiempo leyendo, aislada de todos. Y la cosa sigue igual… ¿Qué novela es? —le preguntó, sin atreverse a quitarle el libro de las manos.
—Apollinaire. Poesía francesa.
—¿Ya no lees los libros de recetas de Platón? —bromeó él.
La broma relajó a Nyssia, que bajó un poco la guardia. Javier conseguía no tomarse nunca en serio ni las situaciones de máxima tensión. Seguía conservando un rasgo de carácter que ella había apreciado siempre en el adolescente de antaño. Los cabos del tiempo volvían a atarse.
Cruzaron la Alcazaba hasta la Torre de la Vela.
—Nuestra guarida de piratas —dijo cuando hubieron salido a la azotea, donde les llegaba el rumor de la aglomeración de gente que presenciaba la procesión.
Ella se acercó al borde y dejó que el viento le acariciara el rostro.
—Has tenido el mundo a tus pies, princesa —dijo Javier acercándose a su lado.
—Sí, pero pronto perdí mis ilusiones.
—Pero has vivido la vida que querías —insistió él—. Una vida de ensueño.
—Que fue efímera, tan efímera… Después te dejas la piel tratando de conservar las migajas. ¿Y tú? —le preguntó, volviéndose hacia él.
—¿Yo? Pues formo parte de ese mundo que está a tus pies —respondió, haciendo un amago de reverencia.
—¡Ponte serio! Por una vez…
—Ya me conoces, todo lo serio me espanta. ¿Qué puedo contarte de mi vida? Victoria es lo mejor que me ha pasado, es mi gran suerte, aun cuando no me haya casado con ella… y te lo estoy diciendo en serio, por una vez. Hemos seguido estando muy unidos.
—Kalia me ha contado que tienes dos hijos, ¿es cierto?
—Los veo poco, como a mi mujer. Tengo obras en marcha en todos los rincones de España y en Portugal. Trabajo incluso con los arquitectos, pero es por una buena causa: el templo de la Sagrada Familia. Vengo de tanto en tanto a ver a mi madre, pero ella no me necesita.
—¿Cómo sabes que no?
La pregunta de Nyssia le llegó al alma. Reflexionó un buen rato antes de contestar, tiempo que ella aprovechó para alejarse unos pasos y liberarse un poco del dolor que despertaba de nuevo y le mordía las rodillas.
—Pues, la verdad, tienes razón —concedió él—: es lo que me conviene pensar. Pero creo que es todo lo feliz que puede serlo en el otoño de su vida.
—Vamos dentro, anda —decidió Nyssia, notando que la necesidad de tomarse un analgésico se tornaba imperiosa.
—Si acabamos de subir.
—Pero ni siquiera hay golondrinas.
—¿Eh? —dijo él levantando obedientemente la cabeza—. Pero si no te gustaba nada pescarlas…
Ella no respondió y se metió por la escalera de caracol. Las crisis de la enfermedad la obligaban a cojear al andar, algo que hasta ese momento había logrado disimular en público. No soportaba el menor defecto de su cuerpo, que consideraba una traición hacia sí misma.
Javier se había fijado en que había subido los peldaños con dificultad, por lo que le dio una ventaja suficiente. En el camino de vuelta ella se equivocó de dirección antes de encontrar la senda correcta, y él no hizo ningún comentario.
Cuando supo que se había presentado en Granada, Javier no había querido viajar en un primer momento. Nyssia pertenecía a un pasado que le parecía otra vida. Pero Kalia había insistido y le había transmitido su preocupación respecto a la salud de la señorita Delhorme. Entonces, antes de decidirse, había hablado con Victoria.
Nyssia lo llevó hasta el pórtico de la Cámara Dorada, una especie de mirador con dos asientos recubiertos de mosaicos, frente a frente, adosados a la ventana central.
—Uno de mis escondites preferidos de la juventud —comentó ella—. Las vistas siguen siendo igual de relajantes.
—¿Por qué no volviste nunca? Al menos para el entierro…
—¡Te lo suplico, Javier! No empieces tú también. ¡Todas las personas con las que me encuentro me preguntan lo mismo!
—Perdona. Perdóname, querida —se disculpó al verla tan alterada de pronto.
Nyssia recobró la compostura y sus facciones mostraron de nuevo la serenidad y la media sonrisa muda que constituían su encanto desde la adolescencia.
—A ti te lo voy a contar, porque sé que Victoria dejó de considerarme su hermana desde aquel día. Iba a casarme el 16 de mayo de 1903 con Pierre de la Chesnaye. Cuando le conté que mi madre había fallecido y que íbamos a tener que posponer la boda para que yo pudiera venir al entierro, se negó. Me contó entonces que la conocía, que sabía que me apellidaba Delhorme y que no era ninguna princesa de sangre española. Aunque eso le daba absolutamente igual, yo era su trofeo más preciado y tan solo le importaba eso. Nadie debía sospechar de mi pasado. De lo contrario, yo dejaría de tener valor y, entonces, no se casaría conmigo. Tal vez te parezca cínico, a todos seguramente os resultará inmoral, pero no dije nada y me casé, mordiendo un pañuelo para no llorar.
—Tus padres te educaron y te rodearon de amor más que cualesquiera otros padres, y no se lo merecían.
—¡Lo sé perfectamente! —exclamó, enfadada—. ¡Lo sé, te digo!
Se levantó, se acercó a la fuente del patio contiguo y mojó en ella un pañuelo para refrescarse el rostro y la nuca.
—No sabes nada de mi vida, así que te pido que no me juzgues —dijo sin darse la vuelta—. El mundo en el que yo me muevo no tiene la menor conmiseración hacia las mujeres como yo.
—Entonces ¿por qué lo elegiste?
Ella se acercó de nuevo y se sentó delante de él, antes de proseguir:
—Por la misma razón que huiste tú. Un día un amigo rumano me dijo que la felicidad era una vocación. Ni tú ni yo tenemos ese don… Y, ahora, ¿podemos hacer las paces?
—Tienes razón —convino Javier, nervioso por el giro que había dado la conversación—. Vaya, ya no se oye la música —observó—. Ha debido de terminar la procesión. ¡Cada año la hacen más corta! Bueno, ¿y qué has descubierto desde que llegaste? —le preguntó, intentando sonar alegre.
—Poca cosa. En Granada se acuerdan tan poco de mi padre como de mí. ¿Cómo se lo ha tomado Victoria?
—También ella empezó a preguntar a todo el mundo. Mantiene la cabeza fría y se resiste a perder los nervios. Si de verdad es así, ¿cómo se entiende que él no se haya puesto en contacto con ella en todo este tiempo?
Nyssia se hacía las mismas preguntas desde su llegada. A fuerza de insistirle a Kalia, había logrado que la gitana le revelase un elemento inquietante. Estaba convencida de que, después de la desaparición de Clément, su madre había mantenido hasta su muerte una relación secreta. No tenía pruebas que lo corroborasen, tan solo una serie de pequeños detalles y su intuición femenina, como le había explicado a Nyssia. La gitana siempre había respetado la vida privada de Alicia y nunca le había preguntado al respecto.
—Victoria escribió a Irving para contarle que estabas aquí —añadió él como broche del asunto.
—¡Irving! ¿Dónde está en estos momentos? ¿Sigue con Méliès?
—No, dejó la Star Film en 1913 por culpa de Pathé. Se fue a Rusia para trabajar en la fotografía a color, pero luego se marchó por la revolución. Desde entonces vive en Inglaterra.
Kalia puso fin a la conversación llamándolos desde el Patio de Machuca. Ruy Pinilla había querido acompañar a la anciana, quien, en las semanas anteriores, se había caído varias veces por el camino de la Alhambra. El médico saludó a Javier, pero este no le respondió.
—Han cancelado la procesión por la epidemia de gripe —explicó—. Han prohibido las aglomeraciones. Ha muerto un enfermo en el hospital San Juan de Dios.