IX

29

La Alhambra, Granada,

sábado, 3 de marzo de 1877

Alicia abrió la portezuela y el aire caliente le abofeteó en la cara. Pestañeó. El horno de mufla rendía al máximo desde la víspera y los azulejos con forma de onda habían terminado de cocerse. Se acercó protegiéndose los ojos y constató que el color rojo inicial había cambiado a una tonalidad oscura y que habían aparecido fisuras.

—Esta vez tampoco será la vencida —le anunció a Rafael Contreras, que aguardaba el veredicto.

—¡En el nombre de Dios! Y yo que pensaba que lo habíamos conseguido… Pero ¿cómo lo hacían para obtener ese rojo? ¿Cómo? —exclamó, y tiró contra la mesa su guante de protección.

Era el único color que seguía resistiéndose a sus trabajos de restauración. Habían logrado replicar los verdes a partir de sales de cobre, los azules gracias al cobalto y los amarillos con una mezcla de hierro y manganeso, pero el misterio del rojo seguía escapándoseles.

—La próxima vez será —admitió ella, sacando del horno la placa con los azulejos—. No merece la pena enfriarlos a estas alturas.

—A lo mejor Clément nos puede ayudar a dar con los pigmentos necesarios —sugirió Rafael.

—Lo suyo no es la química. Deja que siga ardiendo el fuego, tengo una serie de azules para cocer —añadió al ver que se disponía a apagar el horno.

—Le construyó la máquina de hielo a Mateo —objetó el arquitecto.

—Tienes razón —concedió ella—, y le fascinan los alicatados. Se ha puesto a elaborar un catálogo con todas las figuras geométricas de los bajorrelieves.

—«Los mosaicos son una ecuación de tres incógnitas» —dijo Rafael imitando la forma de hablar de Clément—. Por cierto, ¿sabes algo de él?

Alicia estaba amasando un bloque de arcilla que había ido a coger a orillas del Beiro. Se detuvo y suspiró.

—No, desde que llegó no he vuelto a tener noticias y no estoy tranquila.

Se había decidido a enviarle un telegrama por la tarde. Ese silencio no era propio de él, después de mes y medio en Oporto. Alicia echó un poco de agua a la greda y se concentró en la pasta: la amasó, la aplastó y finalmente la cortó en forma de estrellas de cuatro puntas con ayuda de un molde. Casi no se podía respirar del calor que despedía el horno. Y, pese a haberse recogido en la nuca la larga melena ensortijada, algunos mechones le caían por la frente y encima de los ojos. De nada le servía tratar de apartárselos a base de soplidos, invariablemente volvían a caerle y hacerle cosquillas en las cejas. También intentó valerse del dorso de las manos embadurnadas de arcilla, pero lo único que consiguió fue dejarse un pegote de barro en la frente.

—Me parece que necesitas ayuda —dijo Rafael, y le limpió la cara—. No te vuelvas a tocar más.

Deshizo el nudo de la cinta, liberando su voluminosa cabellera, que le cayó por la espalda como una cascada, y entonces se la recogió en una coleta y empezó a anudar la cinta. Sus gestos eran precisos, pero ejecutados con una lentitud equívoca que incomodó a Alicia. Rafael se dio cuenta.

—Tienes una cabellera magnífica, mi sueño siempre ha sido poder jugar a las muñecas —bromeó él.

—¡Nyssia! —exclamó Alicia, sorprendida.

Su hija había aparecido en el umbral de la puerta del taller y los observaba en silencio, inmóvil.

—He cogido en préstamo un libro de la biblioteca y he dicho que era para ti, mamá —explicó, enseñando de lejos la cubierta del volumen.

—Está bien, pero al menos dime cómo…

Nyssia ya había desaparecido.

—… se titula —terminó Alicia, contrariada—. Gracias, Rafael —dijo apartándose de él, con lo que volvió a soltársele la melena.

Cogió un trapo, se limpió por encima la arcilla de las manos y se hizo un moño que se sujetó con la cinta rápida y habilidosamente.

—Los niños no juegan a las muñecas, vigilan la cocción de los azulejos —dijo, saliendo—. No volveré pronto esta tarde.

Quiso dar alcance a Nyssia pero no la encontró por el camino a los aposentos de la familia. Victoria y los muchachos estaban jugando con Barbacana en el patio de Machuca, alrededor de la alberca, un estanque con forma rectangular cuyo perímetro estaba ornado con seis nichos. Pretendían que el animal saltara de un lado a otro del estanque. Jezequel se había sentado en su grupa y Javier e Irving tiraban del ronzal, mientras que Victoria se había colocado delante del obstáculo y agitaba unos manojos de zanahorias. La mula se resistía sin esfuerzo a las intenciones de los jóvenes.

Al ver aparecer a Alicia, Irving echó a correr hacia ella seguido por los demás niños y por Jezequel, que trató de que Barbacana arrancase al trote. La acémila partió en la dirección opuesta y se paró al llegar al seto para degustar una mata de cardos que había brotado al pie de los cipreses.

—Mamá, mamá —la llamó Irving—, ¿es cierto que un príncipe ruso ha comprado la Alhambra? ¡En el colegio no se habla de otra cosa!

—¡Esperadme! —gritó Jezequel, arreando con las botas los flancos de la bestia sin conseguir que se moviera ni que dejara de ronzar—. ¡Quiero ir allí!

—No, nadie ha comprado nuestra maravilla —los tranquilizó ella—. El gobernador nunca lo habría consentido.

—¡Ya voy! ¡No me estoy enterando de nada! —siguió voceando Jezequel, que había conseguido apartar a Barbacana de los cardos.

La mula miró el grupo mientras mascaba medio tallo que le salía por la boca, trotó en dirección a ellos, pasó por delante y salió por el seto a pesar de los esfuerzos del niño por frenarla.

—Lo único cierto es que ha llegado a Granada un príncipe ruso con su séquito —explicó Alicia elevando la voz para que también la oyera Jezequel.

Había conseguido parar su montura en el camino de la explanada y que diera media vuelta. Barbacana se mostró dócil y obedeció las órdenes de Jezequel, quien, muy ufano, hizo detenerse delante de todos al animal que supuestamente solo obedecía a Clément.

—Ha arrendado el Palacio de Comares y el Patio de los Leones —añadió ella—. Esta noche va a dar una fiesta de disfraces.

—¿Podremos ir, mamá? —preguntó Victoria con su voz aguda.

—No, solo participarán los invitados del príncipe.

—Pero esta es nuestra casa —protestó Javier—. ¡No tienen derecho!

Alicia, por intermediación de Rafael, había intentado que el gobernador prohibiese la velada. Pero lo único que había conseguido había sido una compensación económica para las obras, así como el compromiso del príncipe de no invadir las piezas que estaban en proceso de reforma. Se habían presentado varias veces unos emisarios y ella les había hecho una visita de toda la Alhambra, insistiendo en el carácter único de su arquitectura y en lo delicado de su estado al cabo de cientos de años en situación de abandono. A los edecanes de la casa Románov les había dado exactamente igual y solo se habían interesado en la posibilidad de instalar su cocina en una de las cuatro salas adyacentes al Patio de los Leones. Le habían echado el ojo a la Sala de los Reyes, en razón de su amplitud sobre todo en el lado este, pero Alicia había objetado que estaban restaurando los frescos del techo; en realidad, la reforma había finalizado hacía muchos meses. Había pedido a sus ayudantes que guardasen allí el material de pintura y de decapado. El batiburrillo de cosas y el fuerte olor a barniz que recibió a los emisarios del príncipe durante la visita había acabado por convencerlos de que el lugar no era el más adecuado en el que preparar la cena del festejo. En la Sala de las Dos Hermanas Alicia les había explicado que el hedor pestilente a letrinas provenía del cuarto de aseo contiguo, que tenía atascadas las tuberías de desagüe —Mateo había llevado, a petición suya, estiércol de su huerta—. En la de los Abencerrajes, les había referido la historia de la masacre de treinta y seis caballeros por parte de una familia rival, señalando las marcas rojas debidas a la oxidación del hierro en la fuente central como prueba de la matanza, perpetrada durante una fiesta —la palabra «matanza» los había confirmado definitivamente en todas sus reticencias—. En cuanto a la Sala de los Ajimeces, la renovación del techo era una realidad y habría sido imposible que las decenas de guisanderos y criados previstas circulasen entre las lonas tendidas y los andamios.

Los edecanes se habían quedado más tranquilos al encontrar en el piso superior el Patio del Harén, pequeño y estropeado pero en parte protegido, con unas celosías que daban al Patio de los Leones, de modo que podrían seguir el desarrollo del ágape y dirigir el baile de cocineros de acuerdo con el programa de la velada. La negociación había sido ardua, pero Alicia había logrado circunscribir el festejo al recinto menos en peligro del palacio. Esperaba que la lluvia, el viento y el frío se conjugasen para acortar la recepción y lamentaba vivamente que Clément no estuviera presente.

—Nos meteremos en nuestro escondite y así lo veremos todo desde primera línea —propuso Javier a Irving y Jezequel. Este último había dejado la mula y se había acercado al grupo.

—Nadie irá a ninguna parte esta noche —objetó Alicia, que lo había oído—. Habrá guardias en todas las entradas, con el encargo de echar a los curiosos y a los pedigüeños. Además, no hay nada interesante que ver. ¿Me habéis entendido? Prohibido salir del Mexuar al volver de la escuela.

La única que respondió fue Barbacana con un rebuzno intempestivo. La mula había visto en el estanque un pez cuyos reflejos plateados le habían llamado la atención, intrigándola hasta el punto de asomarse al agua y enseñarle los dientes mientras meneaba la cabeza.

—Estaba buscando a vuestra hermana. ¿Sabéis dónde se ha metido? —preguntó Alicia.

—Donde siempre —respondió Victoria señalando el palacio vecino con el dedo.

Alicia dejó a los niños después de una última recomendación sobre Barbacana y cruzó el Patio de los Arrayanes para llegar a las termas, desde donde oyó que la chiquillería prorrumpía en carcajadas, de la voz grave de Javier a la de pajarillo de Victoria. La risa de Irving era tan discreta que, como siempre, no la distinguió en medio de la algarabía, mientras que la de Jezequel estallaba siempre a destiempo, como para destacarse de la hilaridad dominante de Javier.

Alicia estaba impaciente por que Clément regresase, en primer lugar y principalmente porque lo echaba de menos, pero también porque cada vez le resultaba más difícil gestionar a un tiempo los trabajos en la Alhambra y el día a día de los trillizos sin dar un trato de favor a uno en detrimento de otro.

Encontró a Nyssia enfrascada en la lectura, sentada dentro de una de las hornacinas de la Sala de los Baños, iluminada por las estrellas de luz que bajaban de la cúpula del techo. El sistema de calefacción no había vuelto a utilizarse desde la noche del parto y el lugar, nimbado de penumbra alrededor del trayecto luminoso de los tragaluces estelados, desprendía un frescor que olía a humus. Aparte de su hija, nadie iba nunca por allí. Alicia le había dado las llaves. Los Baños eran el refugio de Nyssia.

La niña levantó la cara al entrar su madre y volvió a bajarla para continuar leyendo.

—No tengo hambre, mamá —dijo, extrañada de que su madre hubiese ido hasta allí.

—No entendí el título de la novela que habías sacado en préstamo sin esperar a que diese el visto bueno —explicó Alicia, después de que su hija hubiese apartado el libro del haz de luz.

—No es una novela, es poesía —replicó Nyssia mostrándole la cubierta a desgana.

Alicia se lo quitó de las manos antes de que le diera tiempo a retomar la lectura.

—Es poesía —repitió la jovencita sin convicción.

—¿Las flores del mal, de Charles Baudelaire? Lo conozco, y no es un poeta cualquiera. Además, se trata de una versión no censurada —añadió al consultar la primera página, en la que descubrió que era una edición publicada en Bruselas.

Alicia se sentó al lado de su hija.

—No voy a echarte un sermón moralizante, bien sabes hasta qué punto tu padre y yo somos alérgicos a la censura. Pero hay textos que no son apropiados para una chica de trece años.

—Casi catorce. ¡Y hasta Victor Hugo lo ha alabado! Devuélvemelo, por favor.

Alicia lo había abierto y se había encontrado con el poema titulado «El Leteo», que por lo que ella recordaba no dejaba lugar a dudas sobre la libido del autor.

Je veux longtemps plonger mes doigts tremblants

Dans l’épaisseur de ta crinière lourde

Dans tes jupons remplis de ton parfum.[10]

Cerró el libro y se lo confiscó con gesto indolente.

—Deja que el tiempo haga su labor, cariño. Sabrás apreciar este tipo de lecturas cuando seas adulta.

Nyssia no hizo amago de recuperarlo.

—¿Y cuándo se hace una adulta, mamá? —preguntó. Se levantó y se hizo un ovillo arrebujándose junto a Alicia.

—Creo que eso solo te lo dirá la experiencia —respondió su madre acariciándole la mejilla.

Se quedaron las dos inmóviles, abrazadas, saboreando este instante tan poco habitual.

—No tengas prisa —le susurró Alicia.

La puerta del hamam se abrió con un chasquido y apareció Victoria.

—¡Mamá, Jez se ha caído al estanque con ropa y todo!

El día volvía a su curso normal.

La estafeta acababa de abrir sus ventanillas cuando Alicia subió los escalones del edificio de la calle Puerta Real. Sonrió al empleado del telégrafo, pariente de Mateo y Ramón, que era el que transmitía siempre sus mensajes a Clément, dejando de lado todo lo demás. Pero este día el hombre pareció irritarse al verla y se mostró frío con ella cuando le pidió enviar un mensaje a Oporto con el fin de tener noticias de su marido. El aparato no funcionaba, el cable se había roto en algún punto entre Granada y Guadix y habría que esperar unos cuantos días hasta que pudiera usarse de nuevo.

—¿Está seguro? —preguntó ella ante la mirada avergonzada del joven, que no podía disimular su incomodidad.

—Por favor, vuelva dentro de una semana —le imploró el empleado, y lanzó varias ojeadas a las otras ventanillas donde sus compañeros se afanaban en sus tareas—. Espéreme junto a la fuente del parque de la plaza de la Trinidad —le susurró antes de cerrar el postigo que los separaba.

Alicia salió sin volverse. Recorrió con pasos apresurados los cuatrocientos metros que distaban, se sentó en un banco en el lugar indicado y solo entonces se dio cuenta de que estaba temblando. La asustaba la idea de pudiera haberle pasado algo a Clément. En él, la falta de respuesta no se debía nunca al olvido. Alicia se cruzó de brazos para reprimir el temblor y esperó diez minutos sin atreverse a mirar a su alrededor. Cuando finalmente el telegrafista se sentó a su lado, ella ya se había figurado todas las hipótesis e imaginado todas las soluciones, menos la realidad que se disponía a comunicarle el hombre.

—Siento haberme andado con tanto misterio, señora Delhorme, pero nos han pedido que guardemos todo el correo que le envíe su marido y que hiciésemos copia de todos sus telegramas.

La primera reacción de Alicia fue no entender lo que le decía. Desconocía que tuviesen enemigos en Granada, o en cualquier otro lugar, y no estaban implicados en ningún tipo de activismo político.

—¿«Les han pedido»? Pero ¿quién? ¿Por qué?

—El porqué lo ignoro. Ha sido un capitán de la Guardia Civil que vino a ver a nuestro director justo después de Año Nuevo. Mi jefe no quiso líos. Era una orden, ya me entiende usted.

A su mente afloró el recuerdo del militar que se había presentado para hablar con Clément el día previo a su viaje, su mirada desprovista de humanidad. Desde que había ordenado registrar la Alhambra, el capitán estaba convencido de que los Delhorme habían ayudado a escapar al maestro anarquista. Se estremeció y se echó por los hombros el chal de encaje.

—Ahora entiendo mejor su reacción —le aseguró ella, mirando al telegrafista a la cara por primera vez.

—Cuando la he visto, he sentido pánico. No quería traicionarla, les tengo mucha estima a usted y a su marido. Por eso me inventé el cuento de la avería.

—Le agradezco la sinceridad. ¿Sabe si mi marido me ha escrito desde el mes de enero?

El hombre afirmó con la cabeza y sacó del interior de la chaqueta un mazo de sobres atados con un cordel. Se lo alargó.

—Solo le pido que me las devuelva mañana mismo, de lo contrario me arriesgo a tener problemas con la Guardia Civil. Y con mi jefe. Puede quedarse algunas —añadió, adelantándose a la pregunta—. Soy el único que sabe cuántas hay exactamente.

Alicia miró el rostro juvenil del empleado de correos, que le sonreía con gesto torpe. Con sus cabellos negros, largos, y su barba y bigote perfectamente recortados, se daba un aire a Boabdil, el último rey nazarí de la Alhambra cuyo retrato, en uno de los techos del palacio, ella había restaurado. El Rey Chico, como lo habían apodado los españoles, no había destacado precisamente por la sagacidad y la sapiencia a lo largo de su reinado, que había terminado con su huida y exilio lejos de la Alhambra.

Por toda respuesta le sonrió a su vez, cogió las cartas y se marchó del parque sin volver la cabeza. Una vez en casa, preparó un granizado para cuando los niños volvieran de la escuela, se encaminó al taller donde terminó una composición geométrica de azulejos para un bajorrelieve del Patio de los Arrayanes, luego fue a por los muchachos, que se habían subido a la Torre de Comares para poder divisar la fiesta de disfraces del príncipe, dirigió las maniobras de la cena y mandó a todo el mundo a su habitación antes de que el campanil diese las nueve. Entonces, se sentó por fin ante el secreter de Clément, desató el fajo de cartas y abrió sin rasgar el sobre de la primera. Alicia reconoció la letra de su marido y ya con las primeras palabras sintió que la invadía una sensación de indecible bienestar.

30

La Alhambra, Granada,

sábado, 3 de marzo de 1877

La luna iluminaba con su resplandor macilento el Patio de los Leones en el que los invitados, disfrazados de personajes del palacio nazarí, recordaban los fantasmas moros que poblaban los cuentos de la Alhambra. Los primeros habían llegado hacía más de una hora y, dispersos en grupitos, deambulaban entre los arcos donde les estaban ofreciendo tentempiés y copas.

Acechaban la aparición del príncipe ataviado de sultán.

—Detesto las fiestas de disfraces —farfulló el guardia de servicio en la entrada principal, mientras se doblaba el puño de la manga demasiado larga de su uniforme.

—Al menos salimos de la rutina de los bailes de la corte en San Petersburgo —repuso su colega—. Yo lo encuentro original —añadió volviéndose hacia el patio, por el que deambulaban los invitados.

—Pero ¡mírate, disfrazado de bachi-buzuk! Estás ridículo.

El hombre se miró atentamente todas las prendas. Los dos soldados del ejército del zar llevaban un pantalón tableado muy amplio de color azul marino, camisa blanca y levita negra hasta los pies, calzados con babuchas de cuero. Se tocaban con un gorro cónico envuelto hasta media altura con un turbante blanco que acababa anudado debajo del mentón.

—Esto no es ningún disfraz de bachi-buzuk —se defendió—. Para empezar, los bachi-buzuk eran jinetes: ¿tú te los imaginas montando a caballo con semejante atavío? Y, en segundo lugar, no gastaban un uniforme especial: eso es lo que los hacía… ¡especiales!

La salida dejó al otro dubitativo. Reflexionó unos segundos y respondió:

—Pero, entonces, ¿de qué vamos disfrazados?

—De jenízaros. La unidad de élite del ejército.

—¿Jenízaros, con esta pinta? Yo nunca me he enfrentado a los otomanos, pero…

—Yo sí —puntualizó el hombre.

—¿De veras? ¡Pues explícame cómo has podido guerrear contra una unidad militar que desapareció hace por lo menos medio siglo!

—Tiene razón —terció el edecán, que venía de los jardines de la Lindaraja—. Fui yo quien organizó la distribución de los trajes y ustedes dos no van de jenízaros, eso se lo puedo asegurar.

—Ah, capitán Karatáiev. Entonces, nos va usted a ilustrar.

El mando se tomó su tiempo para inspeccionar con la mirada el patio, donde el fotógrafo contratado para la velada inmortalizaba a los invitados disfrazados, solos o en grupo, mientras que otros, apiñados alrededor de la Fuente de los Leones, observaban la capa de espuma que se había formado sobre la superficie de la pila superior. Un criado vestido con una larga túnica blanca sin botones, con galones rojos en las mangas, se precipitó hacia ellos pertrechado con una bandeja y copas vacías.

El edecán pronunció entre dientes una lindeza en eslavo dedicada al organizador de la velada y entonces respondió:

—Señores, ustedes representan a los guardianes de las odaliscas.

La frase resbaló por encima de los soldados como el agua por el plumaje de un ánade.

—O sea… ¿qué somos? —tanteó el más temerario de los dos.

—Pues, a ver, la guardia próxima al harén, ¡los eunucos! ¿Han visto al príncipe? Tiene que entrar por su puerta.

—No.

—Vengan a buscarme en cuanto aparezca, he de ocuparme de la orquesta. Cuando empiece a sonar la música, todo el mundo saldrá al patio. Y también habrá danzas —añadió Karatáiev para sí, marchándose ya.

Los dos soldados volvieron a sus puestos, en la entrada del patio.

—A mí no me da la gana de ser un eunuco —dijo rápidamente el primero.

—¡Ni a mí! Diremos a los demás que somos jenízaros del siglo pasado y punto.

—Tienes razón. Y, a todo esto, ¿de qué va disfrazado Karatáiev?

—¡De listo!

—Sí, se los reconoce vayan como vayan disfrazados —soltó el primero, acompañando el comentario con una carcajada, y de pronto se quedó de piedra.

Los dos militares se pusieron firmes ante el hombre que acababa de cruzar la Sala de las Dos Hermanas, y que pasó por delante de ellos sin mover la cabeza. Al llegar al patio, todas las miradas se volvieron hacia él y los presentes lo saludaron con una venia. Su edecán se le acercó corriendo y le resumió el programa de la velada, evitando mencionar los fallos del inicio. El príncipe se acercó a la fuente; la capa de espuma de la pila superior se había vuelto más espesa, rebosaba y caía directamente en la vasija inferior que descansaba sobre los lomos de los leones. Mandó que le sirvieran un poco de aquel líquido y lo bebió, despacio, con la mirada fija en la fachada que tenía enfrente. Karatáiev aguardaba el veredicto a su espalda, a unos pasos de él.

—Parece que el champán fue idea de su organizador —comentó en voz baja uno de los invitados disfrazado con una chilaba de lana muy fina con una capucha enorme.

—Pues le queda poco en el cargo. ¿Sabe usted que el gobernador de la ciudad ha protestado contra la ocurrencia? —dejó caer la mujer que tenía a su lado, envuelta en una tela de seda multicolor.

—¿Por ser este un lugar cargado de historia?

—En absoluto. Porque lo que sale de esa fuente no es vino andaluz. ¡Que se vierta alcohol a su río poco le importa, siempre y cuando se haya comprado aquí!

—En todo caso, esta fiesta ha debido de costarle un dineral, como siempre.

—Es un Yusúpov. Dicen que son más ricos que el zar. ¡Podrían hacer que lloviera champán si quisieran! Pero hasta que llegue ese día aprovechemos lo que hay —concluyó la dama cogiéndolo del brazo.

El príncipe dio las gracias a Karatáiev, cuyo alivio era evidente, y dirigió una mirada hacia las celosías de las ventanas superiores, por encima de la Sala de los Abencerrajes. Cruzó la sala, siempre impasible, tomó por el pasillo de la derecha y subió la escalera hasta el piso superior cruzándose con los criados que iban y venían de las cocinas próximas. Llegó a una galería de azulejos blancos y azules, al fondo de la cual un pequeño aposento con dos arcos como pórtico daba al Patio de los Leones. Yusúpov entró en la estancia del centro e hizo que la mujer que se encontraba dentro se volviese hacia él.

Alicia abrió el sobre siguiente. La carta estaba fechada el jueves 25 de enero. Miró el montón de cartas que aún no había leído; volvía a contarlas antes de iniciar la lectura de otra, como los bombones que desearíamos que se multiplicaran cada vez que nos comemos uno, y dejó escapar un suspiro. Ya solo quedaban cinco.

Amor mío:

Aquí la situación es muy extraña para todos. Te explicaba en mi anterior carta que mi amigo Eiffel había decidido hacer caso a mis previsiones y paralizar las actividades de la obra hasta el día de hoy. Para que te hagas una idea, hace cinco días dejó de llover y el agua ha bajado bastante. Pues bien, rehíce mis cálculos de acuerdo con los últimos datos obtenidos y concluí que volverían las lluvias, y copiosamente, antes de que acabase el mes, probablemente a partir del sábado. Tengo en contra a todos los hombres de Eiffel, que exigen que se reanuden las obras, cosa que podría ocurrir de aquí a uno o dos días, en cuanto el río haya retornado a su cauce original. Pero Gustave me ha secundado, confía en mis estudios. Espero no decepcionarlo, y he de confesar que también a mí me entra a veces la duda. Si me he equivocado, para ellos significaría haber perdido una semana como mínimo, dos incluso, que se sumarían al mes y medio de parón.

Se me olvidaba contarte qué hice con el mechón de tus maravillosos cabellos que te habías cortado para mí. Está prendido en lo alto del pilar que sostiene el tablero, dominándolo todo, orgulloso, anudado como un cabo de marinero, preparado para resistir los vientos más furibundos. Así, estarás presente por siempre jamás en lo alto del puente más hermoso de Europa (¡y puede que del mundo!). ¡Si hubieses visto sus caras cuando me puse a escalar el pilar de metal! Me han tomado por loco, y no se equivocan. Pero es por ti por quien estoy loco y cada segundo que pasa me acerca a tu reencuentro. La ausencia es una ecuación de dos incógnitas: el cómo y el cuándo. ¿Cómo hacer para regresar cuanto antes, y cuánto tiempo puede latir mi corazón sin ti?

Tu A, CLÉMENT

Alicia oyó cuchichear a los niños, dudó si debía reñirlos, aguardó un poco y de nuevo reinó el silencio. Metió la carta cuidadosamente en el sobre, puso en la lengüeta una gotita de la cola que solía emplear en el taller para las cerámicas, y la cerró del todo antes de depositarla encima de la pila de sobres, cada vez más alta.

Nyssia se quedó mirando al hombre que acababa de sorprenderla espiándolos desde detrás de la celosía. No era ni muy alto ni muy bajo, su rostro era como un óvalo alargado y lucía un bigote recortado y anchas patillas curvas. Tenía las cejas levemente caídas, al igual que las comisuras de la boca, un rasgo que le confería cierto aire melancólico y frágil que desmentían unos ojos de mirada firme y dominadora.

—¿Quién es usted? —preguntó el hombre en español con voz rotunda.

Et vous, monsieur? —replicó ella en francés, en tono irrespetuoso.

Su insolencia pareció hacerle gracia.

—Imagino que ya lo sabe, jovencita.

—Soy una mujer, no una niña.

—¿De veras? ¿Cuántos años tiene? —dijo él mirándola de pies a cabeza.

—Diecisiete —afirmó ella con el mayor aplomo.

El príncipe Yusúpov se cruzó de brazos.

—Está bien… ¿Por qué me miraba a hurtadillas?

—Se da usted mucha importancia. Sepa que yo vivo en este lugar. Incluso he nacido aquí.

—Pues sepa usted que he alquilado este sitio toda la noche. Según mi deseo, vamos a revivir el apogeo de la dinastía que erigió la Alhambra. Y es una fiesta privada, mademoiselle.

Nyssia se acercó al príncipe saltándose todo protocolo.

—Usted ha alquilado este sitio, pero no a los que nos hallamos en él. Se ha abolido la servidumbre, también en Rusia, señor Yusúpov.

—¡Se comporta con un descaro asombroso delante de un hombre de mi alcurnia! Y, para ser una chiquilla de la Alhambra, parece instruida. Decididamente es usted un misterio, jovencita.

—Leo todo lo que puedo —respondió ella—, ya que los maestros de historia están reservados a los varones. En cualquier caso, habla usted un francés perfecto —lo alabó ella, volviendo a sentarse en el banco de mármol de la ventana protegida con celosías.

—No tengo ningún mérito, toda la corte de Rusia es francófona. ¿Me concedería el gusto de participar en nuestra velada de otro modo que a través de esta ventana?

—¿Quiénes son sus invitados? —preguntó ella, viéndolos animarse en el patio bajo los efectos del champán, cuya espuma seguía yendo a más.

—Los mismos que me acompañan desde el inicio de este viaje, además de la pequeña comunidad rusa de Granada y sus potentados locales. Apenas un centenar de personas. Venga conmigo —le ordenó tendiéndole la mano.

—Desde aquí se ve todo perfectamente, mejor incluso que en el patio —replicó ella eludiéndolo—. Además, su reconstrucción de la época está plagada de errores.

—¿Ah, sí? Entonces tal vez nos permitiría aprovecharnos de sus conocimientos. ¿Puedo? —preguntó antes de tomar asiento a su lado.

De pronto Nyssia se sintió importante para un hombre importante y notó que se ruborizaba. Esa reacción era exclusiva de su hermana, que se ponía colorada al menor cumplido, y Nyssia se había burlado demasiado de ella para verse ahora en el mismo trance. Ahuyentó el sentimiento de orgullo del que empezaba a disfrutar y se obligó a considerar al príncipe como uno más de los desconocidos visitantes de la Alhambra que la paraban asiduamente para preguntarle al cruzarse con ella. Esperó a que se acomodara y acostumbrara la vista a la observación a través del dibujo de la celosía, y entonces empezó a enumerar los detalles inverosímiles de la recreación.

—En primer lugar, debe saber que el rojo era el color de la dinastía nazarí y que nuestros sultanes lo utilizaban mucho en la divisa dorada bordada en las mangas. En segundo lugar, por encima de la camisa los hombres de rango elevado llevaban un blusón con capucha.

El príncipe parecía realmente interesado en las explicaciones que le daba. Ella no se atrevía a mirarlo a la cara, mientras que él no se privaba de hacerlo y se fijaba con insistencia en cada detalle de su rostro.

—Por último, no solían llevar turbante —concluyó ella deteniendo un instante la mirada en el tocado del príncipe—. Eso era costumbre entre los sabios y los juristas, más bien.

—Así pues, ninguna de mis prendas habría podido hacer de mí un sultán de la Alhambra —dedujo él mirando divertido sus calzones blancos y su chaqueta de seda azul—. Tengo que agradecérselo a Karatáiev, mi edecán, que ha sido el responsable de verme ahora rebajado de este modo.

—¡No haga nada de eso —dijo Nyssia, angustiada—, no quisiera ser la culpable de su destitución! Puedo mostrarle un fresco del patio, aquí mismo, en el que todos llevan turbantes. ¡Está usted muy bien así y nadie se dará cuenta aparte de mam… de la señora Delhorme, créame!

El príncipe rio ante el candor de su joven interlocutora.

—¡Sea! ¡Acaba usted de salvarlo! —dijo dándole una palmadita en la mano—. Y ya que la señora Delhorme no viene a la fiesta, usted y yo somos los únicos que lo sabremos. Será nuestro secreto, ¿le parece bien?

Ella asintió sin decir nada. Nyssia estaba descubriendo el interés que despertaba en los hombres, sobre todo cuando adoptaba una expresión ingenua mezclada con una madurez que los dejaba intrigados. Ya lo había percibido en algunos de sus maestros, o en Javier, pero la atención que despertaba en ellos la dejaba indiferente. Sin embargo, el príncipe había suscitado en ella la maravillosa sensación de caminar entre las nubes.

Él se puso de pie y le tendió una mano para invitarla a levantarse.

—¿Cómo se llama, joven desconocida? Para que pueda presentarla a los demás —añadió al verla titubear.

—Me llamo Verónica. Verónica Franco.

La ausencia de reacción por parte del príncipe le infundió seguridad. Pillada por sorpresa, había dicho el nombre de la cortesana más célebre del Renacimiento, cuyos poemas había leído en la biblioteca. Le fascinaba la vida de Verónica, entre el fasto y la miseria, entre la grandeza y la decadencia, y esta atracción la turbaba y le provocaba remordimientos a partes iguales.

Yusúpov se frotó las manos y las alzó con las palmas hacia el cielo a la manera de un pope dando gracias al Señor.

—Bien, ahora que nos conocemos, ¿está dispuesta a unirse a nuestra fiesta? Indíquele a Karatáiev las prendas que debe buscar para transformarla en princesa árabe y lléveme a visitar su Alhambra y todos sus misterios.

Alicia miró hacia arriba cuando oyó la música que salía del palacio contiguo. La pieza, Le Désert, era una oda-sinfonía de Félicien David teñida de exotismo oriental. Se felicitó por haber escapado a lo que consideraba el capricho de un aristócrata y reanudó la lectura.

El 30 de enero se puso a llover. Quince litros por metro cuadrado. Luego, al día siguiente, el doble y luego ya lo que cayeron fueron auténticas trombas de agua, vertidas por el enorme frente nuboso procedente de Escocia. No me vanaglorié de nada y, más bien, me sentí casi tan decepcionado como todo el equipo. El caudal del Duero volvió a crecer y habrá que esperar que crezca aún más. La buena noticia es que esta situación solo durará una semana. Eiffel ha reservado ya el alquiler del material para el 10 de febrero. La confianza que ha depositado en mí me honra.

Paso los días ayudando al equipo a preparar la reanudación de los trabajos de la obra. La moral está alta y todos tienen tanta confianza en mis cálculos que nadie se plantea reiniciar las labores antes. ¿Cómo transcurre la vida en la Alhambra? ¡Os echo de menos a todos! Estoy seguro de que los niños están siguiendo mis consignas y te ayudan lo mejor posible. A veces me noto preocupado con Nyssia, es como si ya hubiese dejado atrás las tribulaciones propias de la niñez. Qué diferentes son Victoria y ella, no valdrían de ejemplo para el libro de Darwin sobre la evolución humana. Por cierto, ¿querrás decirle de mi parte al bibliotecario que no podré devolvérselo a tiempo? Se pondrá hecho una furia pero luego acabará aceptándolo, como suele hacer. Puedo intentar enviárselo en mi globo, pero no estoy seguro de que los vientos lo lleven hasta él, si no hace ya tiempo que te habría hecho una visita sorpresa. Adivino tu sonrisa al leer estas líneas. Echo de menos todo de ti, amor mío, tu mirada, el tacto de tu maravillosa piel (¡ahora presiento que te has ruborizado!). Gustave se fue ayer al norte en busca de clientes nuevos a los que ofrecerles obras de construcción. Este hombre es inaccesible al desaliento. Hemos previsto, a su regreso, llevar a cabo una prueba para tratar de superar mi récord actual de altitud. Está entusiasmado con la idea, pero yo estoy más dividido: por un lado, espero registrar un montón de datos nuevos, y por otro quisiera batir el récord estando en Granada, contigo presente —qué quieres, soy un sentimental—. Entretanto, tenemos que aguardar a que vuelva de Barcelinhos y a que escampe. En cuanto a mí, debería estar de regreso a mediados de marzo.

Alicia releyó varias veces esta última frase: ¡volverían a estar juntos al cabo de solo unos días! La sombra del capitán de la Guardia, que cruzó por su mente, no pudo atenuar su júbilo.

Todas las miradas se volvieron hacia ellos. Nyssia había entrado del brazo del príncipe y todos se preguntaban quién era esa mujer ataviada con una marlota roja y blanca, con el rostro oculto detrás de un antifaz de encaje negro. Su nombre, que los invitados repetían a porfía, no les sonaba de nada. Yusúpov fue presentándosela a cada grupito con el que se cruzaban a medida que avanzaban por el patio. Nyssia no tenía miedo, se sentía protegida por su anfitrión, transportada por el lugar, respetada, deseada; descubrió que dominaba las conversaciones, que le salía naturalmente, que era como un juego y que le encantaba. En cuanto al príncipe, no ocultaba su admiración por esta joven, a la que no le echaba más de dieciséis años, que iluminaba su fiesta con una luz única y con un aire fresco en medio de una comitiva cada vez más indolente. Habría sido capaz de persuadir a los convidados de que era una auténtica princesa nazarí, y él mismo ansiaba creerlo. La muchacha poseía el raro don del poder de convicción y de la seducción sin esfuerzo, con un físico que encandilaba.

Karatáiev se acercó al hospodar para susurrarle algo al oído. Yusúpov dio su conformidad asintiendo con un leve movimiento de la cabeza. El edecán dio unas palmadas mirando a los criados y estos comenzaron a colocar sillas en hileras, en el lado este, frente al templete de la entrada de la Sala de los Reyes.

—La sorpresa de la noche —comentó el príncipe volviéndose hacia Nyssia.

De pronto, entornó los ojos al ver que en la entrada opuesta los dos eunucos acababan de dejar pasar a un hombre sin disfraz. Era Rafael Contreras, al que reconoció de inmediato y que les había dado tanta guerra como Alicia.

—¡Mire, ha venido el arquitecto! Se lo voy a presentar, la encontrará a usted adorable… Pero ¿dónde se ha metido? —preguntó, mirando a la concurrencia.

Nyssia había desaparecido. Yusúpov se recorrió todo el patio, preguntó grupo por grupo y, contrariado y atosigado por Karatáiev, fue a sentarse en la primera fila. En el momento en que tomaba asiento, distinguió una silueta detrás de una celosía de la planta superior. El príncipe hizo que la silla de su derecha quedase vacía y se quedó mirando la fachada un buen rato. Entonces, dio la señal para que comenzase el espectáculo.

Cinco bailarinas salieron a la improvisada escena creada delante del bosque de columnas doradas. Detrás de ellas, debajo de la cúpula del templete comenzó a tocar una orquesta, rasgueos de guitarra, violines, flautas, tambores y panderetas, a un ritmo lento y casi hipnótico, que las bailarinas marcaban con ayuda de unos crótalos diminutos enganchados en los dedos. Iban vestidas con tules ligeros que ondulaban con cada movimiento.

—Pero, dígame, ¿esto no es lo que se conoce como flamenco? —quiso saber Yusúpov.

—No, es una zambra mora —le informó Rafael, que se había instalado a su izquierda—, una mezcla de danza oriental y flamenco. La fusión entre las músicas populares española y árabe. La introdujeron los gitanos hace casi quinientos años. Además, las bailarinas son todas del Sacromonte.

El ritmo se había acelerado imperceptiblemente y las mujeres puntuaban sus movimientos ondulatorios del vientre con taconeos y gritos.

—Pero ¿qué chillan?

—¡Olé!

—¿Olé? ¿Y qué significa?

—Viene del árabe Wa’Allah, «por Alá».

El príncipe miró al arquitecto con cara de risa.

—Querido amigo, no sabía que la Iglesia católica fuera tan tolerante.

—Creo que o lo ignoran o simulan ignorarlo —respondió Rafael—. Si se lo pregunta a un granadino, le responderá que las zambras son danzas de origen católico. Este error es lo que las salvó de la prohibición.

La coreografía dio paso a otras zambras moras. El baile de los cuerpos tenía hechizados a los invitados, excepto al príncipe, que de tanto en tanto lanzaba miradas en dirección a la celosía con la esperanza de que Verónica Franco le hiciese alguna señal, cosa que no ocurrió. En cuanto acabó el espectáculo, dio las gracias cortésmente a la compañía y desapareció enseguida por el Patio del Harén y subió la escalera. El príncipe sonrió antes de abrir la puerta de la estancia precedida de arcos.

—Decididamente es usted… —fue a decir, y entonces se calló de pronto, la sonrisa transformada en un gesto de interrogación.

En lugar de Nyssia, la mujer que estaba allí sentada en el banco de la celosía era una de las cocineras, petrificada por la sorpresa.

—… ¿quién es? —terminó de decir él con el tono altivo que conocía el personal a su servicio.

La mujer se levantó con presteza e hizo una venia.

—Alteza, quería ver, yo no quería… He terminado mi jornada —dijo atropelladamente, sin osar mirarlo.

—Salga —le ordenó.

Una vez a solas, se acercó a la ventana y vio que Karatáiev acompañaba a los primeros invitados que se iban. «Verónica Franco —pensó— es el misterio más insondable de este lugar».

—¿Sigue queriendo que lo lleve a visitar la Alhambra? —preguntó la voz de Nyssia a su espalda.

Esta vez era la última. Alicia había mejorado su técnica de apertura de sobres a medida que iba abriendo las cartas y prácticamente ya no se notaba que los había manipulado. Estiró el cuerpo; tenía los músculos doloridos de llevar tanto rato sentada. Se acercó a la cocina para servirse lo que quedaba de granizado, aprovechó para ver qué hora era, que daba por hecho sería una hora avanzada, tal como comprobó en el reloj de péndulo de la cocina —más de las dos de la madrugada—, y regresó al despacho, para sentarse en su postura favorita, con las piernas cruzadas en la silla baja que usaba para estar cerca del fuego. Al abrir la carta, cayó en su regazo un papel suelto, metido entre los pliegues. Clément le enviaba en él la anotación de la altitud: el globo no había superado los ocho mil metros.

—El récord lo conseguirás aquí, amor —susurró pensando en él, y entonces comenzó a leer la carta.

El intento de batir la marca se había llevado a cabo el 22 de febrero, después de muchos días de espera debido a un viento que soplaba del interior hacia el mar. El jueves por la mañana el viento ya venía del norte y, a mediodía, con tiempo seco y una temperatura de catorce grados, Clément y Gustave habían procedido a soltar el Victoria bajo la condescendiente mirada del corresponsal del Jornal do Porto. El globo había aterrizado a treinta kilómetros al sureste de Oporto, en pleno campo, cerca de la población de Canedo. Pese a no haber conseguido ningún récord, la experiencia había entusiasmado a Eiffel, quien se había comprometido a retomar sus planes con Clément.

Gustave quiere presentarme a Camille Flammarion, que ha llevado a cabo ya numerosos vuelos en aeróstato, como el de su viaje de recién casado: ¿te imaginas conmigo en la barquilla, viendo el mundo desde un montón de kilómetros de altura?

—Sí, mi amor —dijo Alicia sonriendo ante la idea.

Pero de momento Gustave ha vuelto a embarcar rumbo a Burdeos y la buena noticia es que ya no me necesitan en la obra del puente: me dispongo a partir de Oporto y estaré de regreso el 4 o el 5 de marzo.

La aurora mordisqueaba la noche con su blancura por la parte de atrás del Generalife cuando Nyssia llegó al piso superior del Mexuar. Se coló sigilosamente en los cuartos, vio a su madre dormida en el canapé del despacho, con un atado de cartas en las manos y, sin dudarlo un instante, entró en la alcoba de sus padres. No tardó mucho en encontrar el libro que buscaba, en la mesilla de noche encima de otros tantos. Nyssia se fue a su cama, situada junto a la ventana, y dobló una esquina de la cortina de esta, que sujetó con una horquilla de pelo, pues estaba habituada a leer en la penumbra para no despertar a sus hermanos. Entonces, con un halo de luz diáfana que alumbró su cama, abrió su edición en francés de Las flores del mal.