XXXIV
95
Granada,
viernes, 15 de abril de 1887
El doctor Pinilla se alisaba los bigotes con aplicación, señal de una intensa agitación interior. Cuando había entrado en la sala reservada a los médicos, Ruy había escondido deliberadamente la hoja en la que estaba escribiendo. Al ver su torpe precipitación, el facultativo no tuvo la menor duda de que no se trataba ni de un informe ni de una carta de índole médica. Llevaba muchos meses preocupado por su hijo, que cometía un descuido tras otro en el hospital y tenía desatendida a su familia.
Pinilla se puso el delantal blanco que usaba cuando tenía que escayolar a algún paciente y le alargó otro a su hijo.
—Necesito ayuda, una fractura doble en un interno difícil.
Ruy no protestó, se vistió y se fue tras él a la sala de intervenciones.
—Me he dejado una cosa, ahora vuelvo —dijo Pinilla, desapareciendo sin darle tiempo a reaccionar.
La sala de médicos estaba vacía, para su alivio. Nada de lo que hacía era premeditado y le daba vergüenza hurgar en la chaqueta de su hijo para sacar el papel. Farfulló más de un «Ave María Purísima» mientras lo leía, volvió a guardarlo en el bolsillo y a continuación lo sacó de nuevo: al cuerno con las sospechas de Ruy, su madre debía ver aquella notita, absolutamente.
La colocación del yeso se realizó en silencio por parte de ambos médicos, que no honraron al herido con una gran concentración en cada uno de los movimientos, pues andaban los dos sumidos en sus cavilaciones. Cuando Pinilla le propuso a Ruy ir a casa juntos a comer, su hijo pretextó un trabajo que tenía que terminar. El médico no insistió y se llegó en coche de punto a la calle Párraga. Dejó la nota en la mesa del patio donde su mujer estaba haciendo solitarios con naipes.
—Lea. Lea y comprenderá.
Ella dejó el juego y cogió los lentes con toda la calma.
—Vamos, vamos —se impacientó él.
La señora Pinilla reconoció la letra de su hijo y leyó:
Tu cuerpo lo forman montes y valles de incomparable dulzura, tu boca y tus labios son…
Se interrumpió y se lo devolvió.
—¡Pero siga, vamos! —la azuzó el médico.
La señora Pinilla cogió con la mano izquierda su medalla de la Virgen y prosiguió:
… son dos frutos exóticos cuya carne muerdo con deleite, tu cuerpo entero baila un fandango encima del mío, a todas horas, lo siento a cada instante del día y de la noche, ya no duermo, ya no como, ya solo tengo un deseo, estar de nuevo contigo, mi gitana, mi diosa, mi todo, que no hay mujer que lo iguale ni que se le acerque de lejos, a ti, a quien amaré hasta los últimos días de la eternidad.
Tu Ruy
—¡Ay, Dios mío, mi niño! —gimió ella.
—¡Ahí lo tiene! ¡Ahí tiene en qué piensa su «niño» desde hace semanas mientras aquí nosotros vivimos con el corazón en un puño por él! ¡En mujeres!
—No, está enamorado —lo corrigió su mujer—. Pero ¿quién será? ¡Ojalá que una gitana del Sacromonte no le haya echado el lazo! —añadió, persignándose.
—Yo barrunto algo. Iré a ver a Alicia Delhorme esta tarde a primera hora.
—¿Crees que es ella?
La señora Pinilla se había levantado y se abanicaba maquinalmente.
—No, por supuesto que no, eso es imposible. Alicia es una mujer como Dios manda —dijo cuando el pensamiento celoso de que su hijo hubiese podido hacer realidad el sueño que él tenía de siempre le cruzó el pensamiento y lo llenó de culpa—. Ruy no puede echar a perder su carrera por una relación inapropiada.
Barbacana meneaba la cola para todos los lados, valiéndose de ella para espantar a los insectos que la rodeaban, para disfrute de los tres chiquillos que se le habían subido al lomo y de aquellos que los miraban.
—Se acabó, niños —anunció Victoria parando su mula en la explanada de la Alhambra.
Del grupito salieron al unísono gritos de protesta.
—Ya haremos otra salida este año —les prometió ella, antes de entregarlos a las madres o a las amas que habían acudido a esperarlos. Barbacana validó el traspaso con un rebuzno de felicidad.
Victoria había retomado su trabajo de maestra desde que habían regresado de París, mientras esperaba a que Javier hiciera lo propio. Había disimulado su decepción cuando él le había escrito para explicarle que debía quedarse unos meses más para ayudar, como ingeniero que ya era, en la American Electric Company. Ella le había expresado su tristeza cuando, al cabo de cuatro meses, no había vuelto a saber nada de él. Y a primeros de abril había dejado hablar a su cólera, cuando Jez había ido a anunciarle que Javier había renunciado a trabajar para él. Victoria había comprendido entonces que no podía luchar contra el Nuevo Mundo y sus tentaciones innumerables. Se había dado cuenta de que su novio nunca tendría el valor de confesarle que sus sentimientos habían cambiado, por mucho que ella siguiese esperando estar equivocada.
Fue la primera en volver a casa; preparó un granizado de limón y se tomó un vaso mientras esperaba a Kalia y a su madre, que habían bajado al Zacatín. Comprobó por tercera vez el velador del pasillo, donde el cartero acostumbraba dejar el correo cuando ellas se ausentaban; estaba desesperantemente vacío. Al empezar a preparar la comida, vio a Alicia y a la gitana en las Placetas, hablando acaloradamente con el doctor Pinilla. Victoria los observó por el rabillo del ojo mientras troceaba unas verduras, que echó en una olla con agua caliente.
—¿Qué pasa, mamá? —le preguntó cuando Alicia entró, dejando a Kalia y al médico con su animada conversación.
—Nada de importancia —respondió su madre, observándolos a su vez desde la ventana.
«Cosas de mayores», estuvo a punto de responder, justo antes de darse cuenta de que su hija era también, y desde hacía años, una mujer adulta.
—Es la primera vez que veo al médico sin su maletín —comentó Victoria—. Y sin Ruy.
Alicia le dio un beso tierno a su hija. Victoria había adivinado lo que pasaba y lo decía con una delicadeza que admiraba en ella. Victoria sabía hacer las cosas sin herir, lo que convertía la actitud de Javier en aún más odiosa a ojos de Alicia.
—No voy a poder esperaros —dijo la joven cascando dos huevos, que usó para hacerse una tortilla.
Se la comió de pie, mordisqueó una hoja de lechuga y se fue a cambiarse.
—Me voy a la reunión —anunció, saliendo de su cuarto con un vestido negro de lunares blancos y amplios volantes.
Dio un rodeo por la iglesia de Santa María para evitar las Placetas, donde proseguía la conversación, y bajó a la ciudad baja hasta Puerta Real. Victoria fue amablemente recibida en una casa burguesa con el patio transformado en salón literario. La reunión era exclusivamente femenina, salvo por el joven librero Zamora, instalado junto a una mujer vestida de negro en sendas sillas que miraban hacia las demás. La presencia del compañero de fuga de Nyssia incomodó a Victoria.
—Es un placer y un honor recibir en Granada a la condesa Emilia Pardo Bazán, a la que no es necesario presentarles —dijo a modo de preámbulo—. Y quisiera dar las gracias a la familia Ganivet por habernos acogido para esta reunión sobre la causa femenina.
La condesa, cuya elegancia austera se veía realzada por un rostro de cejas pobladas, nariz larga y labios carnosos, era una activista discreta y más moderada que sus homólogas francesas o inglesas. A sus treinta y cinco años, tenía ya una trayectoria de novelista prolija y se había comprometido con la causa en diferentes etapas de su vida, sin armar grandes alborotos. A Victoria le pareció que guardaba cierto parecido físico con madame Boucicaut, dejando al margen su voz agudísima que daba una connotación singular al personaje.
—Las leyes en nuestros días, más incluso que en los últimos siglos, son bastante desfavorables para las mujeres; y los usos y costumbres, desfavorables del todo —dijo la condesa, abanicándose—. Se censura y se ridiculiza a las que siguen cursos en las facultades. La única salida que nos queda a las mujeres es casarnos o ingresar en un convento, o si acaso el servicio doméstico o la mendicidad. Pero el nuevo modelo de mujer debe situarse lejos de esos dos extremos que son la devoción religiosa y la prostitución.
El joven librero había asentido con la cabeza a cada afirmación y él desató los aplausos aplaudiendo el primero.
—Los hombres quieren mantener a la mujer en la ignorancia y lejos del contacto con el mundo. Es el único medio de que disponen para conservar el poder y el control sobre el bello sexo.
—Pero ¿qué podemos hacer nosotras para que eso cambie? —preguntó la mujer sentada junto a Victoria.
—Educarnos y educar a las jovencitas, rechazar los papeles en los que nos encasillan los hombres, leer cuando nos obliguen a aprender a bordar, matricularnos en la universidad cuando pretendan que busquemos un buen partido para casarnos.
—Haría falta que todas las mujeres de España pudieran aprender a leer —intervino Victoria, que se interrumpió, sorprendida ante su propia espontaneidad, y al poco prosiguió—: Todavía hay millones de españolas que no saben ni leer ni escribir —precisó—. El día que todas tengan acceso a los textos de escritoras como usted, señora condesa, o como Mary Wollstonecraft, Olympe de Gouges o Marion Reid, entonces seremos lo bastante fuertes para imponer la igualdad total de los sexos.
Esta vez los aplausos fueron para ella. La condesa, sorprendida de oír esos nombres en la sala, cuando creía que era la única que los conocía, se volvió hacia Zamora.
—Es una maestra, la hija de Alicia Delhorme —le explicó.
—Cuánto me alegro de que la señora Delhorme, de cuya destacable labor en la Alhambra me han hablado muy bien, haya sabido insuflar en su descendencia el espíritu de lo que nosotras llamamos, sin ninguna connotación peyorativa, el «feminismo» —dijo dirigiéndose a Victoria.
El joven librero susurró unas palabras al oído de la Pardo Bazán, quien se abanicó nerviosamente. Victoria notó que crecía en su interior una ola de cólera contra el antiguo novio de Nyssia, que sin duda acababa de relativizar el feminismo de una parte de la familia Delhorme.
Apenas terminada la sesión, la oradora se acercó a saludarla para animarla a difundir su causa, mientras Zamora se ocupaba de acompañar a la puerta a las otras participantes.
—¿Y cómo podría hacerlo? —le preguntó Victoria.
—Siga educando a jóvenes, abriendo la mente de las jovencitas, plantando esas semillas que luego germinarán, año tras año, en todas las generaciones de mujeres a las que formará.
—Gracias por sus palabras de ánimo, señora condesa.
—No, las gracias se las doy yo. Sepa que sin ustedes yo no podría cambiar nada.
Victoria titubeó antes de hablarle acerca de Nyssia, cuya imagen no podía permitir que mancillaran sin mover ella un dedo.
—¿Conoce a Verónica Franco, por un casual?
—¿La mujer galante? Tengo tantos amigos franceses que no sería posible que no hubiese oído hablar de ella. Incluso me la crucé en una velada organizada por un príncipe ruso. Nunca había visto tal poder de atracción sobre los hombres.
—Es mi hermana, señora.
—Nuestro librero me lo ha comentado, efectivamente, cuando ha hablado usted —confesó la condesa.
—No debe creer todo lo que le ha dicho. No es ninguna cortesana disoluta, ella…
—No tema —la cortó la Pardo Bazán—, no me ha hablado de su hermana desde ese punto de vista. Solo me ha dicho que era una mujer excepcional que había tenido la suerte de conocer bien.
De regreso a la Alhambra, Vitoria se cruzó con Ruy Pinilla, que andaba buscando a Kalia y que había recorrido todo el lugar para dar con ella.
—Pues no me pareció que se sintiera indispuesta —dijo la joven con picardía.
—Tengo que hablar con ella, es importante. Ayúdeme, Victoria —le imploró sin tratar de disimular lo que sentía.
—La avisaré si la veo.
—La espero en la biblioteca de la universidad, estaré allí toda la tarde. ¿No se le olvidará?
Ella se lo aseguró y, una vez en casa, entró directamente en su alcoba, se sentó a la mesa con una hoja en blanco y, mordisqueando el portaplumas, se puso a buscar con qué palabras pondría fin a una relación que no tenía ya ningún sentido. Victoria había comprendido que estaba en un error, que tenía que hacer tabla rasa de una vida soñada para construir a partir de ese momento una más real. No podía cambiar a Javier. Él seguía su propia corriente, que tal vez algún día volvería a llevarla hasta ella, pero sobre todo no debía esperarlo, sino dejarse simplemente llevar por la suya propia.
96
París,
sábado, 10 de diciembre de 1887
El Sena se había teñido de los reflejos de lodo de los días de crecida. Ya no llovía, pero las nubes, infladas como los forzudos de la feria de Saint-Germain, amenazaban con despanzurrarse sobre la capital. La gabarra, con su cargamento de trescientas toneladas de piezas metálicas para la construcción de la torre, avanzaba a ras del agua provocando una ligera ondulación que iba a morir a la orilla con un suave chapoteo.
—El Sena va a seguir subiendo, pero no hay riesgo de que se desborde sobre el tajo —confirmó Clément a Eiffel.
Los dos hombres se hallaban en la caseta del timón, en compañía del capitán que había cargado en Levallois-Perret las vigas procedentes de los talleres de la empresa Eiffel. Todo el material, manufacturado en las fundiciones lorenesas, había sido preparado para el montaje de la torre. No se toleraba la menor modificación in situ y el más mínimo defecto obligaba a reenviar la pieza a los talleres.
La embarcación atracó suavemente y los dos ingenieros se llegaron hasta la oficina de obra mientras daba comienzo el ballet de la descarga.
—Al menos, la lluvia suavizará la temperatura —comentó Eiffel alzando los ojos hacia el primer nivel de la torre—. Los hombres no se congelarán las manos.
Cuando, en octubre, las vigas portantes habían conectado los cuatro pilares de la torre con precisión matemática sin que se produjera ningún incidente digno de mención, el clan de ingenieros había celebrado el acontecimiento: aunque no lo confesasen sino a media voz, había pasado lo más difícil; la elevación hacia los cielos a partir de la primera plataforma, aun siendo más peligrosa para los peones, plantearía menos dificultades técnicas.
Compagnon y Nouguier estaban atareados con un plano que tenían desplegado encima de la mesa, delante de ellos. Eiffel escuchó a su jefe de obra, que le relató los últimos avances, mientras Clément anotaba los datos de temperatura y presión atmosférica que arrojaban sus aparatos de registro. El ambiente era jovial.
—No se cansa uno de estas vistas —comentó Compagnon, admirando la obra desde la ventana—. Miren la belleza de las líneas curvas… Solo tiene un nivel y ya hemos cerrado el pico a todos nuestros detractores. ¡Imagínense lo que será dentro de dieciséis meses!
—Si hasta les han rechazado la demanda a los vecinos del barrio ribereño —dijo Nouguier—. Los periodistas hacen cola para venir a visitar el tajo, igual que las personalidades.
—¡Desde luego que ha venido gente de postín a porrillo! Si cobráramos la visita en proporción con la fama, nos haríamos ricos antes incluso de que se inaugure la Exposición —admitió Eiffel.
—¿Quiénes son los últimos que han estado? —preguntó Clément.
—El emperador del Brasil a finales de octubre, ministros, diputados, cada día más artistas y hasta arquitectos. ¡Es su camino a Canossa! —comentó, divertido, Compagnon.
—¿Seguimos sin tener nuevo gobierno? —se interesó Nouguier abriendo el ejemplar de Le Petit Journal que alguien había dejado sobre una silla.
—Sí. Espero que Lockroy conserve alguna cartera, su apoyo es muy valioso —comentó Eiffel, consultando la hora en su reloj—. ¿Está aquí el coche?
—Lo espera en la entrada principal —respondió Compagnon.
—Voy a tener que dejarles, señores, tengo una cita importante. Pero quisiera contárselo antes de que se enteren por la prensa en los próximos días.
El ambiente alegre tocó a su fin y todos se agruparon a su alrededor.
—Algunos de ustedes han establecido cálculos para una obra cuyo nombre debía mantener en la más absoluta discreción. Es un desafío aún mayor, aún más gigantesco que el de nuestra torre. ¡Señores, vamos a trabajar con uno de nuestros compatriotas más ilustres, el señor de Lesseps, en la realización del canal de Panamá!
—Pero si… la obra lleva meses parada —objetó Nouguier.
—Por eso precisamente Ferdinand de Lesseps ha venido a verme: yo fui uno de los pocos que lo puso en guardia frente a un canal a nivel como el que intentó hacer —explicó Eiffel, un tanto afectado por la falta de entusiasmo de sus colaboradores—. Finalmente se ha dado cuenta de que tenía razón, pero ha perdido mucho tiempo, además del dinero de los accionistas. Somos su último recurso, en juego están el honor y el interés de Francia, caballeros. Tenemos que entregar diez esclusas.
—¿De qué plazo disponemos? —quiso saber Nouguier.
—Treinta meses.
—¡Treinta meses! —exclamaron todos.
—Sé que les puede parecer muy poco tiempo, pero tenemos todas las competencias para lograrlo. No estoy preocupado, ya que los establecimientos Eiffel pueden con este reto. Me voy ahora a firmar el contrato, cuento con ustedes para este nuevo milagro.
Los tres hombres se quedaron unos instantes anonadados con la noticia. Clément cogió una castaña asada de una fuente y se quedó pelándola delante de la ventana. Encima del tablero del primer nivel, varias estufas de exterior formaban puntos luminosos que destacaban del entorno oscurecido por el atardecer. El cielo ya no les bastaba, la ambición humana no conocía límites.
—Es mucho —masculló Compagnon paseándose alrededor de la mesa—. Es mucho.
—¿Tú qué opinas, Clément? —preguntó Nouguier.
—¿Técnicamente? Que lo conseguiréis. ¿Financieramente? No me gustan todos esos especuladores sin escrúpulos que rondan el proyecto.
—¿«Lo conseguiréis»?
—Yo no participaré —anunció tirando la cáscara—. La torre es mi último proyecto para Eiffel. Junto con el récord de altitud. Y después haré mutis por el foro.
El cochero estaba discutiendo acaloradamente con el conductor de otra berlina cuando Eiffel lo llamó con la mano. El hombre le abrió la puerta y, una vez que el industrial se hubo instalado, le dijo:
—¿Se ha enterado de la noticia?
—Pues, depende —respondió secamente Eiffel, contrariado aún con la reacción tibia de su equipo.
—Ha habido un atentado contra Jules Ferry. Un hombre le ha disparado a bocajarro en los pasillos de la Asamblea.
—Pero se encuentra bien —intervino el otro cochero, que se había acercado—. Conozco al conductor que lo ha llevado al hospital: al salir del coche caminaba por su propio pie.
—No se sabe por qué —continuó el otro—. Pero dice la gente que no es un anarquista. Que esos usan artefactos explosivos. En los tiempos que corren, no conviene exhibirse, la verdad. ¿Adónde lo llevo, señor Eiffel?
—A casa.
Más que la noticia en sí, al ingeniero le había perturbado la reflexión de su cochero. A su modo de ver, se merecía que las cosas le fueran tan bien y estaba convencido de que aquello solo era el principio, pero había tomado conciencia del cortejo de envidias y resentimientos que acompaña de forma inherente al éxito. Había guardado ciertos artículos y cartas más que injuriosos que había recibido. Para no olvidarse. Y ahora, con ese canal, iba a superar una nueva frontera y sabía que eso le granjearía, además, una mayor animosidad. Cuando lo había anunciado a sus colaboradores, Clément y él se habían cruzado una mirada en la que pudo ver que este había evaluado la desmesura del proyecto. El presupuesto para la obra de Panamá era el equivalente a quince veces el de la torre Eiffel.
Notó que lo ganaba el miedo. Todavía estaba a tiempo de echarse atrás, de pedir una ampliación del plazo. Le quedaban unos treinta minutos de trayecto, después sería demasiado tarde. Repasó mentalmente la lista de dificultades técnicas y de todas las soluciones que había previsto. Fuera, las calles pasaban desfilando por la ventanilla, anchas, aéreas, llenas de parisinos que regresaban a casa después del trabajo y que podían palpar a diario con sus propias manos los beneficios del progreso para todos.
«Nadie detiene las ciencias —reflexionó—. Lo que no haga yo otros lo lograrán». Sabía que había conseguido este proyecto gracias a una torre que, después de recibir duras críticas durante mucho tiempo, ahora contaba con el apoyo de toda Francia, cuando de momento tan solo parecía una gigantesca mesa para una comida campestre. Su aura de constructor iba a expandirse más y más hasta la Exposición y alcanzaría el cénit. Lo de Panamá llegaba un poco pronto. Pero el desafío técnico era también un desafío político: sería lo que salvaría el honor de Francia.
Las calles se habían estrechado e impedían que los últimos rayos de sol se colasen en los inmuebles. Los faroleros desempeñaban su labor, ajenos al hecho de que su oficio estaba a punto de extinguirse como las llamas que apagaban ellos cada amanecer. Eiffel había tomado su decisión.
—¡Mi querido amigo! —Lesseps había sido acomodado por Claire en el despacho de su padre. Estaba jugando con un cilindro metálico hueco, lleno de arena y rematado en un émbolo de madera, que él hacía bajar con precisión al girar una rueda dentada que permitía pasar los finos granos—. ¿Qué es esta cosa?
—Pues son los prototipos de unas cajas que he instalado en la torre —dijo Eiffel, cogiendo otro modelo de los que había encima de su escritorio—. Gracias a ellas, hemos conseguido colocar sin dificultad nuestras vigas horizontales de setenta toneladas. Actúan como elevadores, con una precisión de reloj de arena: cinco milímetros de separación entre los machones del lado del Sena y los demás.
—Arena… Como los egipcios para sus pirámides… Muy ingenioso, amigo mío. ¡Es usted nuestro hombre, a buen seguro!
—Si me hubiese hecho caso en 1879, el canal estaría ya terminado, con todos los respetos.
—Lo estará en 1890 y será un éxito total. ¿Ha revisado al alza la comisión del barón? Es muy importante para nosotros.
—Hemos acordado el cinco por ciento. Creo que nuestros amigos no tendrán motivos para la queja, me van a salir más caras sus comisiones que el precio de mi torre.
—No lo lamentará. Este canal nos hará entrar a todos en la historia.
Los dos hombres pasaron al salón, donde los esperaban sus asesores jurídicos y donde rubricaron, previa lectura, el contrato más suculento jamás registrado por Eiffel. Convinieron volver a verse el 21 de diciembre para una visita a la obra de la torre.
Cuando Lesseps los dejó, Eiffel indicó a Claire que no iba a comer con la familia y que se retiraba a su despacho. El trabajo lo había ayudado siempre a soportar mejor el vértigo de lo desconocido.
Ya de noche, hacia las nueve, Camille Flammarion se presentó en la casa, donde lo anunció la criada. Estaba sumamente agitado y llevaba los cabellos revueltos.
—Nunca en mi vida había visto a una médium tan portentosa —dijo, después de haberle relatado la velada de la que acababa de llegar—. Se llama Eusapia Paladino y viene de Nápoles. Es increíble. Mis amigos de la Sociedad Parisina de Estudios Espiritistas y yo hemos tomado todas las precauciones posibles; ya me conoce, Gustave.
Eiffel no pudo reprimir un bostezo, que Flammarion optó por ignorar. El cronista era un apasionado del espiritismo y, solapándolos con sus obras de astronomía, había redactado numerosos textos sobre las fuerzas naturales desconocidas.
—Más de un centenar de veladas me he pasado yo desenmascarando charlatanes, créame. Pero, en la de hoy, o esta dama es un genio de la estafa, o efectivamente se halla en posesión de unos poderes únicos. Figúrese que la mesa se ha movido mientras Eusapia tenía los pies y las manos firmemente pegados a las de sus vecinos, entre ellos yo mismo. Puedo atestiguar que las cuatro patas del velador se han elevado sus buenos quince centímetros sin ayuda de ella. Y que el espíritu que la ha hecho moverse ha respondido perfectamente a todas las preguntas. He venido a buscarlos, a usted y a Delhorme, para que sean testigos de esto. ¡Vivimos tiempos únicos!
—Qué maravilla, Camille, pero voy a tener que declinar la invitación, sin demérito de su experiencia en absoluto —respondió Eiffel, que no compartía su entusiasmo por los fenómenos paranormales—. Mañana tengo que estar muy temprano en la obra. Y Clément es aún más reacio, él solo cree en las matemáticas.
Flammarion puso cara de incredulidad, con los ojos brillándole como dos estrellas titilantes.
—Se equivoca: ha aceptado y me está esperando en el coche.
La pieza estaba a oscuras, iluminada tan solo por una lámpara de queroseno fijada a un aplique de la pared. Había unas cortinas colgadas para crear una especie de espacio cerrado, dentro del cual había un canapé con varios instrumentos musicales encima, colocados como modelos para una naturaleza muerta. La médium estaba sentada a una mesa cuadrada de madera (de siete kilos de peso, precisó Flammarion), de espaldas al recinto cerrado por las cortinas. La mujer tenía un rostro adusto, de facciones masculinas, duras, reforzadas por una boca que parecía inapta para la sonrisa.
«Convenientemente crepuscular», pensó Clément.
—Todo está cerrado herméticamente —le indicó Flammarion—, he comprobado yo mismo las ventanas. Estamos en la planta baja, he inspeccionado el suelo y no he encontrado ningún mecanismo de abertura, ni cables eléctricos ni pilas. Nosotros le hemos proporcionado a Eusapia la ropa con la que va vestida esta noche. Como ve, se han tomado todas las precauciones. De nada sirve sospechar que haya fraude, hace falta demostrarlo además. Pero en el caso presente… lo va a ver usted mismo, ya no digo más —concluyó, rogando a Clément que tomase asiento a la izquierda de la mujer, que él se sentaría a su derecha, con una mano en la de la médium y la otra encima de sus rodillas para asegurarse de que no pudiera originar los movimientos de la mesa.
Durante los preparativos, Eusapia se mantuvo impasible. Entonces, con un gesto de la cabeza, indicó a su asistente que bajara la luz.
—Es indispensable para la condensación de los fluidos —respondió ella a una pregunta de Clément, en un francés muy rudimentario con un marcado acento de la región de Apulia.
Apenas cinco minutos después de que el silencio hubiese señalado el inicio de la sesión, la mesa se levantó unas cuantas veces, por la derecha y después por la izquierda. Clément agarró más fuerte la mano de Eusapia, que seguía en contacto con el mueble. La iluminación era suficiente para darse cuenta de que la médium no había estado en el origen del movimiento. En el minuto siguiente, la mesa se elevó y a continuación cayó pesadamente. Flammarion se agachó para comprobar que no se hubiese escondido nadie debajo e hizo una señal a Clément confirmándoselo.
Después de varios intentos exitosos, la médium declaró que el espíritu pedía que la luz fuese todavía más tenue. Sustituyeron la lámpara por una linterna de fotografía.
—¿Se imaginan que nos hallamos tal vez en este preciso instante en presencia de un alma con la que nos disponemos a comunicarnos? —dijo Camille, entusiasmado—. No está hecha ni de átomos, ni de fuerza vital, sino que es un ser puramente inmaterial que no conoce otra cosa que las leyes del espacio y del tiempo. ¡El más grande enigma humano!
—¿Han pensado en los fluidos que emanan de los participantes, como una suerte de conciencia colectiva que poseería dicha fuerza? —propuso Clément, pues estaba convencido de que se trataba de superchería.
—Por supuesto, la duda me acompaña la mayor parte del tiempo. Pero existen a buen seguro fuerzas desconocidas, y un día habrá que demostrarlo sin margen para el error.
Eusapia los interrumpió con un gruñido que pareció una orden. Parpadeó rápidamente y entonces se quedó muy quieta, con los ojos muy abiertos. Entró en trance, hablando a toda velocidad, en italiano, intercalando alguna que otra palabra en francés, suspiros, gemidos, risas histéricas, mientras los objetos presentes cobraban vida. Un velador, en la otra punta de la sala, volcó y se arrastró hasta ellos. La cortina del recinto cerrado se infló como una vela soplada por el viento, acariciándoles la cara. Clément notó que una mano le asía con fuerza el brazo, pero no pudo atraparla. Camille tiró de la tela: detrás no había nadie, pero una caja de música se puso a tocar una cancioncilla popular. El guirigay duró cinco largos minutos y luego todo cesó de golpe. La médium cerró los ojos, totalmente relajada, con aspecto de encontrarse extenuada. Clément aprovechó para recorrer la pieza: un compinche vestido de negro de los pies a la cabeza y con la cara maquillada habría podido moverse con total libertad. Le había parecido distinguir una sombra pasando por delante de la linterna roja, pero no quiso insistir.
La última parte de la sesión comenzó cuando Eusapia hubo recuperado las suficientes fuerzas. El espíritu iba a comunicarse con ellos a través de los movimientos de la mesa.
—Un golpe será sí; dos, no. Al recitar el abecedario, suena un golpe en cada letra que valga —explicó Flammarion a Clément—, y de este modo vamos formando palabras. Eusapia es analfabeta, yo me ocuparé de decir las letras.
Una vez que el espíritu hubo manifestado su presencia mediante una levitación corta y débil, comenzó la lista de preguntas. Las primeras, planteadas por Clément, que era el único que conocía las respuestas, estaban destinadas a verificar la ausencia de intervención voluntaria por parte de la médium. Fueron concluyentes e impresionaron a Flammarion, ¿quién podría haber sabido que la pesca favorita de los hijos de Delhorme era la de golondrinas?
Los dos hombres quisieron a continuación averiguar la identidad de aquel cuya alma se hallaba presente y enseguida recibieron el dato de que había vivido en París y había fallecido en 1875.
Fueron diciendo todas las letras para obtener la profesión, no habiendo conseguido descubrirla a través de las preguntas. La mesa recibía unos toques rápidos y nerviosos en respuesta a la enumeración del alfabeto y así apareció la palabra.
—¡Aerostero! —exclamó Flammarion, sorprendido e impresionado—. ¿Y su nombre?
«S», «i», «v», «e», «l», indicó el espíritu.
—¡Théodore Sivel! ¡Usted es el piloto del Zénith!
El hombre había sido, junto con otro pasajero, el primer fallecido por asfixia de la corta historia de los aerosteros. Su récord los había elevado a ocho mil seiscientos metros y seguía vigente.
—¿Cuál era la marca de su barotermógrafo? —inquirió Clément para eliminar cualquier rastro de ambigüedad.
Las palabras «Fortin Secrétan» fueron componiéndose a medida que Camille iba desgranando el alfabeto.
—Ya no cabe tener dudas —declaró simplemente.
Menos de diez personas en toda Francia habrían sido capaces de responder a la pregunta; el propio Flammarion desconocía la respuesta.
—Conozco los límites del ejercicio, pero hay una pregunta que debo hacerle sin falta —insistió el periodista científico, que vaciló antes de lanzarse—: ¿Voy a batir el récord de altitud?
El primer golpe los sobresaltó. Flammarion puso una sonrisa crispada y rezó para que no pasara nada. Al segundo, su gesto se congeló en una mueca. Cuando sonó el tercero, se levantó, como electrizado, gritando:
—¡No! ¡Paremos la sesión, paremos todo!
El tiro se detuvo en la calle de Prony y Camille aún no había dicho esta boca es mía. Clément le dio las gracias a su acompañante, abrió la portezuela y le preguntó:
—Pero ¿qué querían decir esos tres golpes?
Flammarion respiró hondo antes de responder.
—Tres golpes significan que existe un peligro, un peligro de muerte. Sivel nos acaba de advertir de que voy a sufrir un accidente mortal.
97
París,
jueves, 20 de septiembre de 1888
El año 1888 había pasado como un cometa. El segundo nivel de la torre Eiffel había aparecido entero ante los ojos de los parisinos una mañana de mediados de agosto e Irving había sacado una foto desde una de las torres del palacio del Trocadero, como había hecho mes tras mes desde el mismo punto para inmortalizar la progresión de la Dama de Hierro hacia su leyenda. La torre era cada vez más hermosa y más querida por el pueblo y las élites.
Las edificaciones de la Exposición también habían emergido de la tierra. La galería de las Máquinas, inflada por el gigantismo generalizado, se extendía a lo largo de cinco hectáreas en el extremo opuesto del Campo de Marte y se conectaba con la torre mediante los otros palacios y pabellones en construcción. Los raíles del pequeño tren de Decauville, que recorrería todo el conjunto, estaban ya puestos. Faltaban ocho meses para la inauguración oficial y el lugar empezaba a llenarse de todos los aromas del mundo.
Los martillazos habían cesado el día anterior, dejando el tajo sumido en un silencio pesado. La huelga se había decidido tras una petición presentada el martes. Los carpinteros signatarios habían manifestado su deseo de que se iniciasen negociaciones por parte de Eiffel. El empresario había esperado que la mayoría de sus empleados le sería fiel y que la petición quedase en agua de borrajas. La víspera, nadie había podido entrar y el conflicto se había hecho oficial, hasta en la prensa, ante la mirada incrédula de los habitantes de París.
Jean Compagnon suspiró. Clavó el letrero en la entrada principal de la obra, movió la cabeza en señal de no entender nada de una situación que no había visto venir y regresó a las oficinas de las barracas. Los obreros fueron llegando a pocos hasta las seis y media y esperaron a sus delegados mientras comentaban entre sí el cartel de la dirección.
Los obreros de la torre que no reanuden hoy su trabajo, a las doce y media, dejarán de formar parte del personal de esta obra y serán reemplazados por otros.
CAMPO DE MARTE, A 20 DE SEPTIEMBRE DE 1888.
EL JEFE DE OBRA: COMPAGNON
—¡Palabras que se lleva el viento! ¿Qué van a hacer sin nosotros? —dijo uno.
—Pues nos reemplazarán a todos —objetó otro—, ¡y nos habremos quedado sin nada!
—Callaos —intervino un tercero—. Que va a hablar Rochefort.
El delegado se subió a una caja y acalló el barullo de voces antes de tomar la palabra.
—Camaradas, amigos, no ha sido con alegría que hemos llegado a esta decisión, especialmente para un monumento que todos nosotros amamos. Pero ¿acaso no teníamos razón, si vemos la respuesta que nos han dado? No temáis, nosotros no somos reemplazables. Si mañana el señor Eiffel nos sustituye, se verá obligado a reclutar obreros sin experiencia en este trabajo específico y peligroso. Aparte de nosotros, nadie ha trabajado el hierro a esas distancias del suelo y con el frío que nos espera para este invierno. ¿Qué van a hacer esos carpinteros novatos, cuando tengan que sostener con una mano un martillo y sujetarse con la otra para no caer al vacío, y todo eso con los dedos congelados? ¿Cuántos heridos y cuántos muertos llevarán sobre la conciencia si deciden echarnos? Nosotros tan solo tenemos que lamentar un fallecido y un lisiado desde el inicio de las obras. En año y medio, la mayoría hemos acabado adquiriendo una habilidad y una experiencia excepcionales, que nos pagan entre cuarenta y cinco y sesenta céntimos la hora. El señor Eiffel ha dicho a los periodistas que nosotros ganamos entre setenta y ochenta y cinco céntimos la hora. Pero ¿quién de nosotros está siendo remunerado con esa tarifa?
Ninguno levantó la mano.
—Solo los jefes de equipo perciben esos salarios. Nosotros ni siquiera estamos mejor pagados que los obreros de las otras construcciones de la Exposición —añadió, desatando un murmullo de descontento.
—Entonces ¿qué hacemos? —dijo una voz.
—Hemos quedado a las once con el señor Eiffel. Y atenderá a razones, puesto que nuestras reivindicaciones son justas.
Rochefort y los otros tres representantes habían aceptado llegarse a las naves de Levallois, ya que el empresario se había negado a negociar bajo la presión de los obreros de la torre. Los de los talleres se oponían a la huelga de los carpinteros, que paralizaba toda la cadena de montaje. En las vías del tren de la línea de circunvalación conocida como la Petite Ceinture estaba esperando un tren procedente de las fundiciones de Pompey, mientras que las vigas metálicas previstas para esa semana esperaban aún poder salir de las cocheras.
Rochefort intentó explicar al grupo que se había formado a su llegada a Levallois los sólidos fundamentos de sus reivindicaciones, pero recibió alguna que otra reprobación y subió luego al despacho de la dirección donde lo esperaban Eiffel y Compagnon. A las doce del mediodía la puerta seguía cerrada y en el exterior todos se hacían cruces. Nadie daba ya nada por seguro.
De pie, delante de una de las ventanas del piso superior de su hotelito de la avenida de La Bourdonnais, la viuda de Bouruet-Aubertot se frotó las manos antes de dar unas palmadas de alegría.
—¡Esto ya ha empezado! No están entrando en el tajo, lo que significa que no van a reanudar la faena. ¡Es para celebrarlo!
—¿No creerá que una huelga pondrá fin a la torre de Eiffel? —replicó Rastignac, divertido, removiendo el contenido de su taza con una cuchara, sentado en el único sillón del salón, mientras observaba la caterva de retratos del difunto marido que forraba las paredes.
—Lo único que sé es que no han avanzado desde hace tres días y que nadie sabe cómo puede acabar esto. Vea los periódicos: en este momento en París hay tres huelgas. Mi Albert se lo habría dicho, él vivió muchas en su fábrica.
El periodista se bebió el té tibio y escasamente infusionado que la anciana señora le había ofrecido y dejó la taza y el platillo con delicadeza sobre el velador con tapete con puntillas, concluyendo que el aburrimiento, más que los conflictos con sus obreros, había debido de ser casi con toda seguridad lo que había matado a su marido. Fue con ella al balcón que le servía de punto de observación desde el comienzo de las obras. Los obreros, una cincuentena, reunidos delante de la tapia, discutían en grupúsculos. En cuanto terminase con su interlocutora, Rastignac iría a entrevistar a los huelguistas para su crónica. Hacerlo así, en paralelo, le hacía gracia.
—Mire —dijo la mujer señalándolos con un dedo—, la cosa parece que se agita, están enfadadísimos. ¡Es preciso que sigan, que se llegue hasta el final!
—Pues a mí me parece que se los ve contentos —objetó él cuando de uno de los grupos se oyeron unas risotadas.
—No se fíe: esos tipos de ahí tienen padres que hicieron la Comuna. Lo llevan en la sangre. Nosotras, mi vecina la condesa de Poix y yo, sabemos que no nos defraudarán.
La ironía de la situación divirtió a Rastignac; la anciana dama no se daba cuenta de que lo que decía era absurdo.
—En el peor de los casos, si la parasen ahora, me daría por satisfecha —admitió—. No es demasiado alta y no se desplomaría encima de mí ni me taparía el sol.
—Pero semejaría más un taburete que una torre, ¿no cree?
—Qué más da. Incluso si consiguen terminarla, no se asemejará a nada.
—Pues yo de usted sacaría beneficio de la situación.
—¡Un depósito de chatarra al pie de mis ventanas, ese sería el beneficio! —replicó la mujer, y entró súbitamente en el salón.
Divisó una galleta y le dio un mordisco a la altura de la comisura de los labios, con la única muela que le quedaba.
—Desengáñese —continuó el periodista, siguiéndola al interior de la vivienda—. Hoy todo el mundo quiere vivir cerca del monumento más alto de París y disfrutar de las mejores vistas de la torre.
La anciana dama se encogió de hombros y continuó ronzando la pasta. Rastignac se preguntó hasta dónde podía llegar.
—Entre mis conocidos se cuentan ciertos hombres de negocios que están buscando inmuebles para comprar a orillas del Campo de Marte, si fuera posible en el lado del Sena. ¿No me había dicho que quería usted vender? —dejó caer con malicia.
—¿Vender, yo? ¡Dios del cielo, nunca! Si los prusianos no me hicieron huir, estimado caballero, no va a ser un trozo de arte degenerado lo que me haga abandonar esta que es la casa de mi familia, ¡desde luego que no!
—Entonces, tendrá que aceptar que se reanuden los trabajos y que este pilar haga befa de usted con sus mil pies de alto —concluyó, poniéndose ya a buscar su sombrero—. La dejo, señora, me voy a redactar mi crónica.
La viuda lo acompañó al umbral de la puerta de la casa, donde lo retuvo cogiéndolo por el brazo.
—Hay una cosa que quisiera pedirle, en relación con sus amigos compradores, y no le comente nada a la condesa de Poix; nunca se sabe, tal vez yo cambie de idea. ¿Cuánto cree que podrían estar dispuestos a soltar?
El reloj de la pared de la estación de la Petite Ceinture, en las proximidades de la puerta de Auteuil, marcó las doce y cuarto.
—Ahora sí que me tengo que marchar, señor Marey —dijo Irving después de haber visto la hora—. ¡Voy a llegar con retraso a mi cita!
—Ya no debería tardar —aseguró el médico—. El empleado me dijo que acaban de retirar el tren que bloqueaba las vías. Necesito que me ayude, Irving, hoy en la Station Physiologique solo estamos usted y yo. Mañana puede disponer del día libre.
El joven refunfuñó. Había quedado a las doce con Juliette, que tenía previsto cerrar el quiosco para comer con él e Irving ya llegaba tarde. Habitualmente la tienda no cerraba en todo el día y Zélie la relevaba a mitad de jornada, pero su amiga debía guardar cama a raíz de una infección contraída en una visita a una practicante clandestina de abortos, y Juliette llevaba seis días trabajando sola. Aun así, no había querido cancelar la cita y ahora Irving se culpaba por haberse dejado arrastrar a esta situación.
—¡Mire, ahí viene! —exclamó triunfal Marey, levantando los brazos para hacerse ver.
El convoy paró con una lentitud que a Irving le resultó exagerada y descargó una serie de mercancías, entre ellas la caja que esperaba el médico.
—Con cuidado, que es frágil —indicó a los mozos que la instalaron en su carreta.
Marey les pagó y tendió las riendas a Irving, y luego se colocó al lado de su carga. El joven trató de olvidar su contrariedad haciéndole preguntas sobre el aparato.
—Un dinamógrafo especial, que mandé fabricar en Inglaterra. Con él vamos a poder estudiar el salto en vertical tanto en lo que respecta a la presión de los pies como a los desplazamientos del cuerpo.
Irving se sentía cada vez más alejado de las preocupaciones de su patrón, para quien la fotografía no era más que un medio de estudio, entre otros, y no una finalidad. Al llegar a la Station Physiologique, constató con alegría que Demenÿ había regresado antes de lo previsto de sus pruebas de sonorización del aparato cronofotográfico. Los resultados no habían sido concluyentes.
—No perdamos tiempo con esos experimentos inútiles —dijo Marey, bajando de la carreta—. Y concentrémonos en la fisiología. Y usted, Irving, ya puede irse, Georges me ayudará.
El joven volvió corriendo para coger el ómnibus de la puerta de Auteuil; lo perdió por los pelos, intentó darle alcance y finalmente se dio por vencido y se dirigió a una parada de coches de punto. La mitad del dinero que había cogido para la comida iba a irse en el transporte y eso los obligaría a contentarse con un pan y una sopa, pero al menos podría pasar una hora con Juliette. El cochero, ablandado por la explicación, mantuvo el trote ligero de su caballo durante todo el trayecto, azuzándolo con pequeños toques de la fusta en la testa, avisando con voz estentórea a los peatones sorprendidos por su velocidad, y así hasta los aledaños de la estación, donde fue brutalmente detenido por la gendarmería.
—¡De aquí no se puede pasar! —voceó el policía, agarrando al caballo por el bocado—. La calle está cortada.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Irving, que se había apeado de un salto.
—Un accidente de tren en la estación de Montparnasse.
—Tengo una cita —dijo él, esquivando al hombre—. He de llegar a la estación.
—¡Vuelva inmediatamente, es de aplicación a toda persona! —le ordenó el policía, sujetando el tiro del coche.
Irving salió a la plaza de Rennes, cerca de la parada de ómnibus, de la que subía una humareda densa. En un primer momento, no entendió nada. Lo que tenía ante sí no era posible.
98
París,
jueves, 20 de septiembre de 1888
—El señor Eiffel promete a los obreros que vuelvan mañana por la mañana un aumento general de cinco céntimos la hora, que contará desde el uno de septiembre. El mes que viene habrá un nuevo aumento de cinco céntimos que será también general para todo el personal presente en los tajos superiores. Cuando la jornada pase a ser de nueve horas, habrá otro aumento más de cinco céntimos. Finalmente, todos los obreros que estén trabajando en los niveles superiores de la torre, en el momento en que lleguemos al nivel de la última plataforma, recibirán una gratificación de cien francos. Y a todos los que trabajen en los demás niveles en altura, se les proporcionarán pellizas de borrego e impermeables.
Rochefort plegó la hoja de papel y miró a sus compañeros, divididos entre la satisfacción y la frustración.
—Hemos logrado un acuerdo que considero honorable para todo el mundo —dijo a modo de conclusión—. Quince céntimos al término de la obra, más una prima. Ahora nos toca decidir si reanudamos el trabajo. Vamos a votar democráticamente. ¿Quién está a favor?
Un bosque de manos se alzó, poniendo de manifiesto que unos diez obreros estaban en desacuerdo.
—¡Hay que continuar! —dijo uno de ellos, un montador apellidado Vimont—. ¡Necesitan su torre!
—Sobre todo hay que saber cuándo parar. Con esta huelga ya habremos conseguido mejorar los salarios sin que la obra salga perjudicada.
Todos aplaudieron. Compagnon, que aguardaba a unos metros de distancia, quitó el cartel que había clavado en la tapia de tablones.
—¡Todo el mundo en el puente mañana por la mañana! —dijo agitando el papel.
Lo arrugó y lo tiró al suelo, para regresar después a las oficinas de la obra, donde se recibió la noticia con muestras de gran alivio. Nouguier hizo un cálculo rápido de la nueva planificación.
—Acabaremos dentro del plazo —estimó. Entonces, al levantar la cabeza señaló, arrugando la frente, una de las ventanas de la barraca, desde la que los estaba mirando un hombre, al otro lado—. ¿Y ese quién es? —preguntó a Compagnon.
—No sé, otro periodista —rezongó este antes de salir.
—Los hemos atraído como abejas a la miel, y ahora que están aquí no podemos echarlos —comentó Koechlin, que volvió entonces a sumergirse en sus planos—. Estémonos quietos para que no nos piquen.
Compagnon rodeó la barraca y fue al encuentro del hombre, que lo esperaba al lado de unas vigas enormes apiladas debajo de un tejadillo.
—Señor, está prohibido entrar en esta obra. Está prohibido y es peligroso.
—El peligro es más para los jornaleros que para nosotros, me parece a mí —replicó Rastignac.
—Yo a usted lo conozco —dijo Compagnon—, es el cronista de L’Illustration.
—Para servirle. Estaba hablando hace un momento con los huelguistas…
—La huelga ha terminado, caballero —lo cortó el jefe de obra.
—Pues tengo la impresión de que quedan rescoldos —respondió el periodista, mostrándole la nota que había recogido del suelo, que había recuperado y alisado.
—Impresión engañosa. Vuelva usted mañana y lo verá —dijo Compagnon, instándolo a seguirlo a la salida.
—Yo solo soy un cronista —dijo Rastignac cortándole el paso—, trato del alma humana a través de la actualidad, no de la actualidad en sí misma.
—Por desgracia, hoy en día ya no hay tiempo para leer.
—¿Sabe lo que me ha dicho uno de los delegados? «Tened cuidado de que la piel de borrego con la que nos quieren arropar no le dé más hambre al lobo…». Parece cargado de sentido, ¿qué opina usted?
—Yo opino que ese tiene futuro como cronista en su periódico y que debería usted preocuparse por su puesto de trabajo —contestó el jefe de obra.
Rastignac soltó una carcajada.
—Qué ocurrente. Es evidente que debería preocuparme también de usted.
—Aquí es donde se separan nuestros caminos, señor Rastignac —dijo Compagnon cuando hubieron llegado a la tapia.
—El hombre me contó también que un obrero había muerto a causa de una caída. No estaba al corriente.
—Sepa que nosotros tampoco.
—¿Me está diciendo que lo desmiente?
—Este tajo es el más seguro que he tenido ocasión de dirigir. La torre no ha matado a nadie, señor.
Compagnon se quedó mirándolo mientras el cronista se alejaba hacia los muelles del Sena y pensó en lo que había dicho Koechlin. No se puede atraer a las abejas y luego quejarse de sus picaduras.
La polvareda se disipaba lentamente. La locomotora descansaba, casi en vertical, con el morro clavado en el suelo y la trasera retenida por los vagones, exactamente donde se emplazaba el quiosco de Juliette. Durante unos cuantos segundos Irving creyó que se había equivocado y buscó con la mirada la tienda de flores. Pero todo eso estaba allí, delante de él, frente a la entrada del restaurante que quedaba justo detrás, con el balcón arriba y sus dos cristaleras inmensas en la planta superior. De la de la derecha, totalmente destrozada, salía el vagón de cabeza, precedido por la carbonera, que colgaba lastimosamente por detrás de la locomotora. Enfrente, el cochero de la parada de tranvías trataba de calmar a sus caballos, presas aún del susto. Y entonces Irving vio las docenas de ramos desparramados a ambos lados de la locomotora, la cubierta de madera aplastada debajo del contenedor de cenizas de la máquina. Y comprendió.
Notó que las piernas le flaqueaban y se dejó deslizar, apoyándose en una farola, aturdido, mientras se organizaba la operación de socorro y los curiosos eran obligados a retirarse por los guardias municipales que estaban llegando en grupos desde todos los barrios de la ciudad.
—¿Lo ha visto?
Irving levantó maquinalmente la vista hacia el individuo que acababa de preguntarle.
—El accidente. ¿Lo ha visto?
No respondió. Volvió a fijar la mirada en la planta superior de la fachada destrozada por la que asomaba el tren.
—Parece usted trastornado, estaba usted ahí cuando se produjo, ¿verdad? —insistió el hombre, inclinándose sobre él. Se arrodilló a su lado y dijo—: Es que soy periodista y me da que he tenido la gran fortuna de ser el primero en llegar. Me encontraba justamente en la estación, con el nuevo ingeniero del control de ferrocarriles. No hemos visto nada, pero ¡menudo estruendo ha hecho! Primero creí que se había producido un atentado anarquista, hasta que entendimos que el convoy no se había parado. Lo ha atravesado todo: el tope, la pared, la terraza, y se ha metido de morro en la planta alta desde abajo.
Irving no quería saberlo, hubiese deseado decirle que se callara, pero se sentía incapaz de pronunciar una sola palabra. El periodista continuó, hablando rápidamente, con nervio, alterado por un acontecimiento del que por muy poco no había sido testigo directo.
—El ingeniero me dijo que el tren había entrado demasiado deprisa en la estación, muy deprisa, a cuarenta por hora, a sesenta tal vez, no pudo afirmarlo con certeza. El jefe de estación me ha confirmado que el tren llevaba cinco minutos de retraso. Cree que no pudo accionar el freno neumático o bien que no funcionó. En cualquier caso, esto no acaba aquí, se lo digo yo, todo esto va a terminar en los tribunales de justicia, y sobre todo porque ha habido un muerto. Una mujer, parece ser. La floristería ha quedado pulverizada. ¡Figúrese, cincuenta toneladas que te caen del cielo! Ojalá pudiera dar con un testigo. ¡Tengo la negra! ¿Seguro que usted no ha visto nada?
Irving respondió que no con la cabeza para quitárselo de encima.
—Es culpa mía —murmuró, con la cabeza entre las manos.
—¿Cómo dice? —replicó el periodista, cuyo interés se había reavivado.
—He llegado tarde, es culpa mía. Deberíamos habernos ido.
—Luego vengo a verle, parece que están a punto de llegar el prefecto Lépine y el ministro. Y la guardia montada. ¡Menudo circo, menudo circo! —concluyó el chupatintas agitando los brazos antes de marcharse.
Irving se quedó un momento sin atreverse a mirar al frente. La tierra se había abierto bajo sus pies y él caía a una sima sin fondo, aspirado por el vacío y la negrura. Hasta él llegaba el calor de la locomotora como el de una bestia agonizante que le enviase su último aliento, una bestia que le había arrebatado algo más que a su mejor amiga. Comprendía, en su dolor infinito, que era lo más importante que tenía en la vida y que, sin embargo, nunca le había dicho «Te quiero», que se había mostrado inseguro cuando había tenido delante de sí la mayor oportunidad de su vida. ¿Cómo había podido ser tan estúpido para diferir siempre esa confrontación consigo mismo, para diferir siempre el momento de la verdad? En vez de eso, la había obligado a esperar, cosa que ella había hecho con infinita dulzura, siempre a su lado pero sin hostigarlo jamás. Y ahora que ya era tarde, sentado llorando su suerte, se prometió abandonar París para siempre, marcharse lejos, lo más lejos posible y vivir en el arrepentimiento.
La sombra había vuelto a cernerse sobre él.
—No tengo nada que decirle —gruñó Irving, decidido a no moverse un ápice.
—Señor, no puede quedarse aquí.
Un guardia municipal se había inclinado sobre él y le tendía una mano.
—Perdone, lo he confundido con otra persona —se disculpó Irving sin levantarse del suelo—. Soy amigo de la víctima. Deme unos minutos, por favor.
—Ah… ¿conocía a Marie-Augustine?
—¿Marie-Augustine?
—La señora Aiguillard, la vendedora de periódicos. La pobre tuvo mala pata, la verdad. La florista le había pedido que le vigilase el quiosco durante el almuerzo y ese tren la ha hecho papilla. Hay que ver, el destino… Eh, ¿adónde va?
Irving se había plantado en dos zancadas en la entrada de la estación que, a diferencia de la plaza de Rennes, no había sido acordonada por las fuerzas del orden. «¡Está viva! ¡Está viva!», se dijo entre agradecimientos a Dios, aunque hacía mucho que había olvidado todas las oraciones. El tráfico no se había interrumpido y los pasillos estaban a rebosar de gente, pasajeros en busca de andenes, mirones que llegaban a decenas desde la entrada principal para poder ver el accidente del que hablaba ya toda la ciudad, por el precio de un billete de andén, ante la mirada de los empleados un tanto desbordados por la afluencia insólita y crispados por la tragedia.
Se abrió camino entre el gentío en dirección al café de la galería central. Todas las mesas estaban ocupadas y muchos clientes, que no habían podido sentarse, discutían de pie entre ellas. Irving pasó como pudo, hasta llegar al rincón en el que habían tomado la costumbre de encontrarse, un banquito situado debajo del gran espejo con marco dorado del fondo de la sala.
—¡Juliette!
Estaba sentada allí, tapada con un abrigo que le había prestado la mujer del gerente, rodeada de sus solícitas compañeras y amigos de la estación. Todos se hicieron a un lado al verlo. Juliette levantó la cabeza. Cuando lo vio, sus grandes ojos bañados en lágrimas se iluminaron. Se abrazaron en silencio, largamente. Ninguno de los dos quería soltar al otro y se abrazaban tan fuerte que nada ni nadie habría podido separarlos. Irving le murmuró algo al oído. Juliette había cerrado los ojos y sonreía. Cuando él hubo terminado, ella le respondió con una sola palabra:
—Sí.