XIV

44

Oporto,

lunes, 15 de octubre de 1877

Una gran aclamación se elevó del puente: los obreros acababan de unir las dos mitades del tablero fijando los últimos remaches. Avisaron por señas a los que estaban mirándolos desde los dos ribazos y todo el mundo aplaudió, se abrazó y se felicitó.

—¿Eso quiere decir que está terminado? —preguntó Claire dirigiendo a su padre una mirada interrogante.

—Eso quiere decir que tiene su forma definitiva —respondió él tendiéndole los prismáticos—. Queda hacer las pruebas de carga.

Instalados en la terraza del orfanato que se extendía por encima del puente, en la margen derecha, los Eiffel habían podido seguir el desarrollo de las operaciones con todo lujo de detalles. Pedro Inácio Lopes, acompañado de su mujer, se acercó a felicitar al ingeniero.

—¡Lo hemos hecho! —exclamó entusiasmado, obsequiándolo con un prolongado y caluroso abrazo. Alzó la vista al cielo, se santiguó enfáticamente y se llevó el pulgar a los labios para besarlo—. ¡El arco más grande de Europa, puede que del mundo, senhor Eiffel! ¡Tu papá es un genio! —añadió mirando a Claire, que se puso colorada de orgullo.

Habían llegado a Oporto la semana anterior, después de un periplo por España, y la adolescente había descubierto la popularidad de la que gozaba su padre entre los habitantes y las autoridades.

La primera vez que había visto la obra, no había podido dar crédito a sus ojos. Era bastante más grande aún de lo que se había imaginado, más de lo que dejaban entrever las fotografías, más de lo que le había descrito su padre. Los pilares metálicos que se elevaban hacia el tablero eran tan altos como las agujas de las catedrales, y el arco, que conectaba las dos orillas como un Atlas encorvado bajo el globo terráqueo, empequeñecía el paisaje con su magnificencia. Había sentido una especie de vértigo al pie de ese gigante inmóvil, cuyas dimensiones la mareaban. Se había ido acostumbrando con el transcurrir de los días, sin dejar en ningún momento de notar en su interior un temor difuso ante el gigantismo de la construcción.

Claire pasaba los días en el lugar de la obra o en la biblioteca que daba a la plaza de São Lázaro, al lado de su hotel. Escribía a diario a su tía Marie, que se había quedado al cuidado de sus hermanos y hermanas, y salpicaba sus epístolas con frecuentes signos de exclamación, de tan excitados como estaban sus sentidos y de tan maravillada como se sentía. Trataba por todos los medios de disimular la tristeza que le entraba al pensar en su madre pero, una vez a solas, en su habitación del hotel o andando por las calles de la plaza, permitía que la alcanzase aquella melancolía ácida que ella mantenía a raya durante el resto de la jornada. El viernes anterior habían viajado al norte para visitar el sitio de construcción de otro puente, sobre el Cávado, y la admiración que profesaba hacia su padre se había tornado veneración.

—¿Vamos? —preguntó Eiffel ofreciéndole el brazo.

Claire salió de sus ensoñaciones y lo miró atónita.

—¿Podemos? ¿No es peligroso?

—No, si no te alejas de mí.

Se reunieron con Pedro Inácio Lopes y los obreros presentes, que llevaban dos años esperando ese momento. Claire se agarró a su padre, obligándolo a no desviarse ni un ápice del centro del tablero para impedir que se asomase al filo a verificar detalles técnicos, y a él le hizo gracia.

—Me da vértigo —explicó ella, haciendo un mohín enfurruñado—. Y hay viento. ¡Papá, para!

El enfurruñamiento no le duró más que unos pasos, al cabo de los cuales alcanzaba la orilla izquierda. Allí Collin estaba tratando de impedir que un periodista entrara en el puente. Joseph había abierto los brazos en cruz para hacer de parapeto, pero la insistencia del hombre lo obligaba a retroceder un paso a cada intentona, como en un ballet cómico.

—Pobre —dijo Claire, compadeciéndose de él.

Que diabos? —preguntó Eiffel con autoridad.

Monsieur Eiffel, represento al Jornal do Porto —dijo el hombre—. Permítame ser el primero en caminar por el puente.

—Entenderá usted que ese privilegio corresponde a los que lo han construido —se opuso el ingeniero.

—¡Lo entiendo, lo entiendo, pero nuestro periódico le ha apoyado desde el principio! Este día es un poco nuestro también.

Eiffel puso cara de dudar un momento y entonces replicó:

—Venga, le acompañaré en la visita. Pero a cambio le pediría que envíe su artículo a los principales periódicos de París.

—Con mucho gusto, así lo haré —aprobó el redactor, que pasó por delante de Joseph dedicándole una mirada retadora—. ¿Sabe que en el último baile el rey ha hablado de usted? —añadió, al tiempo que sacaba del bolsillo un cuaderno.

Claire, que se había quedado junto a Joseph, le daba ánimos mientras su padre recorría el tablero adornando sus explicaciones con las anécdotas que habían puntuado los dos años de obras. El redactor insistió para que el ingeniero le desvelara su secreto, el que le había permitido terminar en los plazos fijados a pesar del parón causado por las inundaciones.

—Un hecho que tendría que servir de inspiración a cualquier empresario de este país —le aseguró para terminar, lo que desató la risa de Eiffel.

—Analizar, anticipar e innovar —explicó el jefe de la obra—. Analizar todos nuestros puntos fuertes y nuestros puntos más débiles, para construir sobre los primeros y adelantarnos a los segundos. E innovar, innovar sin cesar, pero sin correr riesgos en lo fundamental.

—¿Puedo escribir eso en mi artículo? —le preguntó el hombre, que había dejado de tomar apuntes un instante.

—Por supuesto, no hay nada que ocultar, son las palabras maestras de todo constructor. Lo más difícil no es saberlo, sino no desdeñar ese conocimiento —agregó con malicia—. Venga, le presentaré a mis colaboradores.

Nouguier y Compagnon, inclinados sobre los remaches puestos a la altura de la clave del intradós, saludaron al periodista sin dejar lo que estaban haciendo. Cuando el hombre se asomó por encima de la barandilla metálica para observar el punto de unión, una ráfaga de viento más fuerte le arrancó la gorra, que cayó al vacío dando vueltas, al ralentí, y amerizó suavemente sobre la superficie rugosa del Duero.

—¡Y no se hunde! —comentó Nouguier viéndola alejarse, mecida por las olitas—: Un güito de buena factura.

—Émile ha perdido unos cuantos durante las obras. A partir de la experiencia ha elaborado una teoría sobre la calidad de los sombreros —explicó Compagnon.

—Cinco, nada menos —confirmó Nouguier—, y los que están hechos con los mejores tejidos y las mejores costuras flotan como boyas. Solo uno se hundió —precisó—, uno adquirido en el mercado de Levallois. Los demás cubren aún la cabeza de los peces del Atlántico. ¡Mi teoría se confirma impepinablemente!

Dos gaviotas plateadas pasaron por debajo del arco como burlándose de él.

—Ya se han acostumbrado —comentó el redactor—. Su obra se ha integrado con el paisaje.

Eiffel le explicó las etapas restantes, de las cuales la más importante consistía en una prueba de carga con una locomotora lastrada, y estimaba la inauguración para el 4 de noviembre aproximadamente.

—¿Puedo hacerle unas preguntas a su hija, señor? —preguntó el hombre, una vez en tierra firme.

Claire estaba a varios metros de ellos, en compañía de Collin, y parecía presa de una tristeza inconsolable, reflejada a su vez en el rostro hermético de Joseph.

Eiffel comprendió las intenciones del periodista de entrevistarla acerca de la muerte de su madre y se negó cortés pero rotundamente. Se juró a sí mismo que siempre cuidaría con denuedo de proteger su vida privada.

—El artículo saldrá mañana —terminó el hombre, llevándose maquinalmente la mano a la cabeza para despedirse.

Entonces, al caer en la cuenta de que su gorra iba camino del puerto, sonrió a modo de excusa y se marchó silbando, con las manos en los bolsillos. Hasta la atmósfera misma se hallaba impregnada de una mezcla de alegría y melancolía.

La cocinera tenía los carrillos colorados por el calor del hogar. Olió los aromas del guiso de ternera lechal con salsa de nata, cuya receta, elegida por la señorita Eiffel, había seguido a pie juntillas. Para la comida organizada en honor de la finalización de las obras, padre e hija se habían decantado por platos franceses. Claire, que se había llevado un libro con cientos de recetas, había compuesto el menú y lo había escrito en una tarjeta para cada uno de los miembros del equipo:

Sopa con huevos escalfados

Esturión braseado

Ternera en salsa de nata

Hojaldre de champiñones

Compota de pera

Postre sorpresa

El menú inicial incluía también un plato de alondras asadas, que Eiffel había hecho retirar sin que Claire entendiese por qué. Desde la muerte de Victorine, ya no soportaba los platos de ave, que le recordaban los tordos del tren y su llegada caótica a Barcelinhos con ella. En cuestión de unos meses las dos mujeres de su vida habían desaparecido. Pero eso, al igual que todo lo demás, no podía contárselo a nadie, y menos aún a su hija.

—Bueno, y el postre ¿qué es? —preguntó la cocinera con su peculiar forma de hablar, un acento fricativo que delataba su origen lisboeta, al tiempo que le alargaba una cuchara de palo que había llenado en la cazuela.

—Una sorpresa —respondió Claire antes de probar el guiso con nata líquida.

—Pero yo tengo que saberlo, ¡a mí me tendrá que desvelar el misterio!

—Ni siquiera a usted, ¡ni hablar de eso! —respondió la muchacha, divertida—. La ternera le ha quedado excelente —la felicitó—. Cuando haya terminado de hacerse, no olvide agregarle ralladura de nuez moscada y de ligarlo con las claras de huevo…

—… y vinagre, ya lo sé, señorita —respondió la cocinera sonriendo ante la aplicación de la joven—. Puede decirles a esos caballeros que se sienten a la mesa.

Claire cruzó el comedor de la Quinta do Coelho y salió al jardín, donde habían instalado una carpa enorme que cobijaba unas mesas colocadas en U cubiertas con manteles bordados. No necesitó tocar la campanilla: todos los empleados de la obra, más el equipo técnico, habían tomado asiento ya, y compartían cervezas y anécdotas en un guirigay de voces que cesó en el acto en cuanto ella entró en la zona cubierta por la lona. El anuncio de la comida desató un concierto de hurras y aplausos. Claire se sentó al lado de su padre, en la mesa de honor que conectaba las dos paralelas. Él le guiñó discretamente un ojo: la joven había sabido encontrar enseguida su sitio en todo aquel dispositivo, ocupándose de la intendencia cotidiana y de la organización de sus viajes. Con ayuda de Nouguier, Eiffel había empezado a iniciarla en los conceptos básicos de las técnicas de construcción y Claire, que lo acompañaba a las obras, lo acribillaba a preguntas. El interés de su hija por su trabajo halagaba al ingeniero y este dedicaba largos ratos a responderle, a evocar ideas y proyectos. En unas semanas, se había convertido en su asistente y en su confidente. Él había preferido instalarse con ella en el hotel y no en la casona alquilada en Vila Nova de Gaia, en la que reinaba un ambiente demasiado masculino para ella. Claire se encontraba más aislada pero no se quejaba.

—Cómo me gustan estos momentos —le dijo al oído cuando el jaleo de las conversaciones subió un punto—. Esta dulce euforia del trabajo bien hecho.

Ella asintió y se topó con la mirada de Théophile Seyrig, sentado al otro lado de Eiffel. El ingeniero había llegado la víspera para asistir a las pruebas de carga. Su semblante no expresaba la misma alegría que la que se reflejaba en el resto de invitados. Durante el discurso al inicio de la velada, Gustave había dado las gracias a sus colaboradores, mencionándolo a él entre los demás, y Seyrig no terminaba de superar lo que él consideraba una afrenta, pues era oficialmente su socio y el artífice del arco en forma de media luna que todos los diarios portugueses alababan como fruto del genio del señor Eiffel.

Mientras esperaban el postre, él se sirvió una copa de champán y abandonó la mesa para apartarse del resto a rumiar su decepción, de la que no lograba zafarse. Entró en la bodega y admiró los dos orondos jamones colgados; la primera tajada dejaba ver un apetitoso color rubí oscuro. A pesar de la malla protectora, dos moscas se paseaban por la grasa que envolvía el Chaves, parándose para frotarse las patas o las alas y echando otra vez a andar en dirección contraria o desviándose tan súbitamente como se paraban. «La lógica de las moscas es algo que no entenderé nunca», meditó, intentando espantarlas con el dorso de la mano. Los insectos aletearon sin lograr encontrar la salida. Seyrig repitió el gesto pero cuanto más las amenazaba él, más zigzagueaban ellas, enloquecidas, entre la carne y su tela protectora. Se detuvo y esperó a que se tranquilizaran, desató el nudo y abrió bien el faldón de la malla. Las moscas desaparecieron enseguida sin pedir explicaciones.

—¿Se quedó usted con hambre? —preguntó, preocupada, la cocinera, que acababa de entrar.

—No exactamente —respondió Seyrig—, solo pasaba por aquí. Y estaba espantando unas moscas, forma parte de mis atribuciones —añadió con amargura.

—Ah, pues entonces tendrá usted aquí trabajo para todo el año —respondió ella riéndose—. Pero a la antecocina no puede pasar, ha llegado el postre y no puede verlo nadie —explicó ella al ver que se disponía a entrar—. Estoy esperando a la señorita Eiffel para servirlo.

El ingeniero frunció ostensiblemente las cejas.

—Se lo diré al oído —dijo la mujer, interpretando erróneamente el gesto de contrariedad—. Pero sobre todo no diga nada a nadie.

Sin aguardar siquiera la respuesta de Seyrig, se inclinó hacia él y le desveló el secreto repostero.

—Ha sido idea de la señorita, para festejar el puente del señor Eiffel. ¡Esta joven es un ángel!

A Seyrig se le había contraído el rostro. Decidió ahí mismo no asistir a la inauguración, dejó la copa de champán sobre la tapa de la artesa y regresó al jardín, donde se cruzó con Claire. Ella lucía aún su sonrisa de niña y se la obsequió antes de entrar en la cocina. Seyrig, por su parte, respondió con un rictus crispado y fue a ocupar una silla vacía, en compañía de los remachadores franceses, lejos del jefe de obra. Pensando en las moscas, se dijo que no esperaría a verse atrapado para recuperar su libertad. Así pues, decidió redactar en su solo nombre una comunicación relativa al puente del Duero, dirigida a la Société des Ingénieurs. Todos debían saber que era él el autor principal de la obra.

—¿Una cervecita, señor Seyrig? —le propuso uno de los obreros ofreciéndole un vaso que él aceptó maquinalmente—. ¡Por su obra!

Los otros remachadores alzaron también sus vasos en dirección a él. El brindis le devolvió la confianza y observó ya sin acrimonia la aparición de la obra hecha de nougat, una réplica exacta de la suya. Delante, una tarjeta de almendrado deseaba larga vida al puente de Eiffel.

—Sírvame otra —pidió Seyrig a su vecino, después de apurar de un trago la cerveza.

En la mesa de enfrente los obreros portugueses se habían puesto a cantar un fado de marineros y todo el mundo guardó silencio para escucharlos. Cuando terminó la canción, los franceses entonaron a coro «Les Temps des cerises». Las dos mesas se lanzaron a una justa musical hasta que se agotaron cuerdas vocales y toneles de cerveza.

Claire, derrengada después de la velada de la víspera con los oficiales de la Companhia Real dos Caminhos de Ferro Portugueses, pidió permiso para retirarse. Nouguier fue el encargado de acompañarla a su hotel. Todo el mundo la felicitó por el ágape y ella quiso compartir los honores con la cocinera, a la que hizo salir al jardín para recibir una ovación.

La intensidad menguó un punto y la velada se prolongó. Se habían formado grupitos, tanto en el exterior como dentro de la vivienda; algunos invitados empezaron a marcharse a ritmo regular, no sin antes dar las gracias a su patrón o hacerle entrega de algún presente a modo de recuerdo.

—Bueno, Jean, ¿qué le ha parecido su primera obra con nosotros? —preguntó Eiffel una vez que la casa hubo recobrado su calma.

—La verdad, es un honor haber participado en esta construcción —respondió Compagnon, dando unas caladas al puro que acababa de encender—. ¡Es soberbia! Volvería a empezar cuando usted quiera.

—Me alegro, porque hay dos más que le esperan en el norte del país. Se llevará al mismo equipo.

—Es un honor, señor Eiffel. Pero he de decirle… —Compagnon suspiró y se aseguró de que nadie los oyera, antes de añadir—: Mire, los muchachos del equipo, el capataz, todos están de acuerdo. No quieren seguir trabajando con el señor Collin. Me siento obligado a decírselo: carece por completo de autoridad. Y no es que no posea los conocimientos propios del oficio.

Eiffel no pareció sorprenderse, pero se abstuvo de responder.

—Es un buen hombre, el señor Collin, y además pariente suyo, pero el capataz debe hacerse respetar por su experiencia —insistió Compagnon—. Lamento decírselo esta noche. ¡Creo que la cerveza me ha ayudado! —concluyó, mostrando su vaso vacío.

—No se preocupe para la próxima vez —dijo Eiffel dándole unas palmaditas de afecto—. Venga, vamos a ver las estrellas con el telescopio que he instalado en el piso de arriba.

Al pasar por el salón se cruzaron con Joseph, que se afanaba en ajustar su reloj de bolsillo de acuerdo con la hora del reloj de péndulo. Compagnon rehuyó su mirada. Collin, al verlos, les dio las buenas noches y se retiró. Se había comido la cúspide del arco de nougat y parecía que se le estaba indigestando.

Cuando Gustave regresó al hotel de São Lázaro se encontró a Claire tumbada encima de la cama, dormida. De una mano se le había escapado la carta que no había terminado de escribir, y en la otra tenía aún un portaplumas con el plumín ya seco. Se lo quitó delicadamente, sin despertarla, le echó encima un cobertor y recogió la carta destinada a su hermana Marie. Su hija le describía en ella los acontecimientos del día, hora a hora, incluida la velada de ese día, que terminaba con su propia partida y concluía con un «¡Papá es un genio!». Un mes después de la muerte de su madre, la vida había sumido a Claire en una existencia de adultos que no había elegido pero que aceptaba con valentía. Eiffel se preguntó qué sería de él sin su hija y rezó para que no se alejase nunca de su lado.

45

La Alhambra, Granada,

domingo, 21 de octubre de 1877

Los primeros rayos de sol impactaban ya en el Albaicín con sus fuegos rasantes, cubriéndolo con un tul de matices anaranjados, cuando Kalia abrió de par en par la puerta de su cueva excavada en la ladera del Sacromonte. La ciudad titilaba a sus pies. El espectáculo la dejó sobrecogida un buen rato. No se atrevía a moverse ante tal belleza, como si el más mínimo gesto fuese a romper la magia y a ahuyentar los colores como una bandada de golondrinas. Se resolvió a entrar, cogió su escoba hecha con un atado de ramas y sacó hacia el umbral el polvo del interior con movimientos bruscos, casi rabiosos. Mateo había ido a verla una vez más para suplicarle que dejase el clan y se instalase con él y con Javier en la Alhambra. Kalia, como siempre, se había negado, pero esa respuesta era un verdadero tormento para ella, ¿cuándo se daría cuenta Mateo? Se había negado a recibirlo la próxima vez, a sabiendas de que no sería capaz de mantener la palabra cuando lo viese aparecer. Oír hablar de su hijo y saber de él era su mayor alegría y no estaba dispuesta a renunciar a eso. «Si es que me lío yo más que la pata un romano —reflexionó—. Eso va a ser, sí. Soy un rato complicada, y bien sencillo que podría ser todo». Dejó la tarea y salió cuando el polvo levantado empezó a picarle en la garganta.

Se acercó al borde la terraza natural y se sentó al filo del barranco. La Alhambra estaba tan cerca y a la vez tan lejos. Esa loma vecina, en cuyas laderas rebuscaba caracoles y migajas de la intimidad de Javier, le parecía otro mundo, separado del Sacromonte por bastante más que una simple quebrada. Bastaba tan poco para cambiar de vida, una palabra, tan solo una, pero sentía que no tenía ni derecho ni fuerza para decirla: el clan la necesitaba y, además, Javier seguramente la echaría de su lado, por mucho que Mateo le asegurara que no.

Siguió con la mirada la silueta humana que bajaba del Generalife por su pendiente más empinada. Sus andares, enérgicos y ágiles, su avance raudo y regular la convencieron de que se trataba de un varón que conocía perfectamente el paraje. Kalia entornó los ojos y trató de ajustar la vista, que desde hacía tres años le hacía jugarretas y le valía alguna que otra burla de sus convecinos. El desconocido desapareció detrás de una revuelta y reapareció al cabo de un cuarto de hora en lo alto de la plataforma, en la que hombres y bestias habían tomado por costumbre descansar antes de llegar al primer nivel de las terrazas.

Entonces fue cuando Kalia lo reconoció. El corazón se le paró un instante como un caballo ante un obstáculo y, a continuación, reanudó su palpitar y se embaló: Clément acababa de entrar en la morada del príncipe de los gitanos. El motivo de su presencia no dejaba lugar a dudas. Kalia entró en su cueva, cerró la puerta y se sentó en la cama a esperar su llegada.

La única fuente de luz era un agujero horadado en el techo de roca, delante de la puerta de entrada. El príncipe entró sin llamar. Se había puesto todos los oropeles propios de su función y su sombrero de ala ancha le ocultaba la parte superior del rostro. Nanosh no era tan autoritario como su antecesor Torquado y, sobre todo, no había intentado hacer de Kalia su compañera ni su amante. Por la sombra alargada que veía en el suelo, adivinó que Clément se había quedado fuera, en la terraza, esperando a que le dieran permiso para entrar.

—Kalia, te figurarás por qué estamos aquí —dijo el príncipe, inmóvil en el haz de luz.

Ella asintió sin osar levantar la cabeza.

—Hace poco hablaste con Mateo y le dijiste que tenías una información de interés para los franceses. —Respiró profundamente antes de proseguir—: Por lo general nosotros no nos mezclamos en los asuntos de los payos. Pero Javier, que es hijo de nuestro llorado Torquado, es el protegido de los franceses. Y te doy permiso para decirle todo lo que sabes.

Salió acompañado del sonido de los cascabeles de su sombrero. El príncipe hizo una seña con la cabeza en dirección a Clément para indicarle su consentimiento. Luego volvió a su vivienda, se sentó en una silla puesta a la sombra de su tejado y se dispuso a escuchar una zambra mora. La mañana había avanzado sigilosamente hacia la hora de la comida cuando divisó a Clément bajando de las terrazas del Sacromonte. El príncipe aspiró el aire todavía empapado de la humedad de la noche, ahuyentó a la chiquillería que levantaba una polvareda mientras perseguía a un perro a cuya cola habían atado una rama cargada de hojas, y se enderezó el sombrero antes de bajar a ver a Kalia.

Clément se llegó al mirador del Generalife con objeto de informar a Mateo sobre sus intenciones después de las revelaciones de la gitana. Kalia se encontraba entre el puñado de espectadores presentes en el lanzamiento del globo. Con el cubo de caracoles en una mano, se había quedado a un lado, resguardada en uno de los innumerables recovecos que aprovechaba con frecuencia para observar a Javier sin ser vista. Dos granadinos que estaban a unos metros de ella, creyendo hallarse lo bastante apartados, habían comentado con toda la tranquilidad del mundo su intención de seguir la trayectoria del globo. La idea la había intrigado, pero le había parecido que solo se trataba de un juego, hasta que se enteró de la agresión a Clément. Kalia ardía en deseos de contar lo que había escuchado, pero los gitanos debían mantenerse siempre al margen de los asuntos de los payos. Por eso había callado hasta que Mateo había ido a verla.

El antiguo nevero no se encontraba en la sala donde tenían las máquinas para hacer hielo. Estaban apagadas. La tarde anterior había dicho estar preocupado ante la reciente disminución de pedidos y Clément lo había tranquilizado aduciendo que estaba haciendo un frío poco habitual para la época. El meteorólogo dio un rodeo por el pabellón en el que guardaba sus instrumentos de registro para tomar los datos de mediodía. «No hay riesgo de que desaparezcan los pedidos los próximos días», se dijo después de calcular las previsiones de temperatura para la semana y haberlas apuntado en un cuaderno en el que posteriormente se les unirían los valores reales. Había afinado aún más su algoritmo y Clément preveía que el año siguiente estaría en condiciones de comunicarlo a la Académie des Sciences.

Concentrarse en su trabajo le permitía dar salida a la cólera que lo había invadido tras su acalorada conversación con Kalia. Antes ya de escuchar lo que tenía que contarle, estaba seguro de que el hombre que lo había agredido en Sierra Nevada, o uno de sus compinches, se hallaba presente en la explanada en el momento de soltar el globo. Ahora tenía la prueba que necesitaba. Kalia no los conocía, pero su descripción había sido lo bastante precisa.

—¡Al fin te encuentro! —exclamó Clément avistando a Mateo, que estaba labrando la tierra de su huerto.

El hombre tenía medios para permitirse verduras frescas a diario, medios para contratar un hortelano y tener campos enteros de fruta, pero nunca había dejado de arar la tierra él mismo, día tras día, como cuando bajaba de Sierra Nevada en los tiempos en que había sido nevero. El francés le resumió la conversación con la gitana, mientras él se enjugaba el sudor de la frente con un faldón de la camisa.

—¡Esto sí que no me lo esperaba! —exclamó Mateo.

—Yo creo que ya no hay duda —concluyó Clément.

—¿Qué piensa hacer?

—¿Puedes quedar con él esta noche? Le voy a dar una oportunidad para redimirse antes de ir a ver a las autoridades. Y todavía albergo esperanzas de recuperar mi muestra de aire.

—Es usted demasiado bueno. ¡Yo le habría hecho comerse el cuchillo! —soltó Mateo, enojado, dejando la pala en la tierra removida.

Clément se enfundó los guantes de cuero y se levantó el sombrero.

—Lo pensaré —respondió, llevándose la mano al sitio de la cicatriz.

Mateo sabía que era incapaz de ello, la ciudad entera sabía que el aventurero era reacio al menor gesto de violencia.

—Preferiría ir con usted —le propuso—. En el fondo, me concierne a mí también.

—Para ti tengo pensada otra cosa para esta noche y creo que te va a gustar, amigo mío.

—¡Ahí está! —exclamó Nyssia al ver a su padre cruzando el Patio de Machuca—. Pídeselo enseguida, mamá, ¿vale?

A Alicia le hizo gracia la prisa de su hija, que acostumbraba pasar los días apartada del resto y rezongaba por tener que participar en las comidas familiares. Su pregunta la había sorprendido, pero se había dejado convencer enseguida, al ver el interés que manifestaba Nyssia en otra actividad que no era la lectura.

En cuanto llegó Clément, se sentaron todos a la mesa. Para él fue una sorpresa encontrarse aquel ambiente estudioso, tan distinto de la zarabanda habitual de conversaciones ruidosas, que eran lo propio de las comidas en casa de los Delhorme y que tanto sorprendían a los invitados de paso, a quienes la libertad de expresión de sus hijos conquistaba o extrañaba.

Se lavó las manos y se las secó sin apresurarse, reflexionando acerca de cuál podría ser la explicación del silencio religioso que reinaba en la casa. Hasta Javier, cuya voz, con su tesitura grave, dominaba habitualmente los debates, callaba. Todas las miradas estaban puestas en Alicia, a la que la situación parecía divertir.

—¿Hay algo que deba saber? —preguntó Clément después de sentarse sin que aquello desencadenara el tintineo de los cubiertos.

—Venga, mamá —susurró Nyssia, con la frente arrugada por la impaciencia.

—Amor mío —comenzó Alicia, removiendo con una cuchara de palo una sartén ancha y honda llena de gachas pimentonas—, tengo que pedirte algo en nombre de Nyssia. —Se aseguró de que el caldo de sémola en el que nadaban trozos de chorizo y de cebolla estuviese bien de sal y continuó—: Nuestra hija querría acompañarte a Oporto a la inauguración del puente de Eiffel. Y me ha convencido.

—Esa es una ecuación que presenta numerosas preguntas —respondió él acercando las manos al mentón con gesto de duda.

—¡Papá —imploró Nyssia—, no hay incógnita que valga en tu ecuación!

—Es una ocasión única para que viaje de otro modo que no sea a través de los libros —observó Alicia.

—Eso es verdad —reconoció Clément—, pero solo tiene catorce años.

—¡Casi quince! —exageró Nyssia—. ¡Es verdad! —exclamó, enojada ante la mirada burlona de su padre—, dentro de poco estaré más cerca de los quince que de los catorce, ¡eso no lo puedes negar! Papá, sabes que siempre me he sentido más mayor que Victoria. Sin ánimo de ofender, hermanita.

—No me molesta —respondió Victoria—. Yo no tengo ninguna prisa por cumplir quince años, toca doña Augusta de maestra y me da miedo.

—Pero allí no se te ha perdido nada, Nyssia —rebatió Clément—. No se le ha perdido nada allí —insistió mirando a su mujer.

—Me dijiste que estaría la hija de Gustave Eiffel —objetó Alicia.

—Sí, pero…

—¡Tiene los mismos años que yo, papá!

—Tiene los mismos años que tú cuando no exageras… ¿Desde cuándo te interesan los puentes?

—Habrá una recepción con el rey de Portugal y estás invitado. Nyssia sueña con ir —dijo Alicia a modo de alegato—. Bueno, qué, ¿la llevas contigo?

Clément cogió su cuchara y simuló estar dudoso, sin dejar de mirarla con mucha atención.

—Está bien, acepto —acabó diciendo—. Y lo hago por una sola razón.

—¿Cuál?

—Para que no se enfríen las gachas pimentonas. ¡A comer!

El concierto de voces y cubiertos pudo comenzar al fin.

Después de la comida, la dispersión fue rápida y los jóvenes encontraron a Jezequel cerca de la fuente del Patio de los Arrayanes, donde le hicieron un resumen de la situación.

—Ya sé por qué quiere ir a Oporto —afirmó Victoria.

—Porque quiere ver cómo son un rey y su corte —intervino Jezequel, jugando maquinalmente con su collar de escamas—. ¡Muy propio de Nyssia!

—En la Alhambra siempre se aburre con nosotros. Ella lo que quiere es viajar —añadió Irving.

—No, hay otra razón y yo la sé —declaró su hermana—. Pero no os la voy a decir. Ni por una escama de oro.

Clément salió del bazar del Zacatín en el que había comprado unos regalos para Eiffel y su hija, cruzó el puente del Darro y se metió en el mesón del Corral del Carbón poco antes de que dieran las ocho de la tarde. Pidió un licor con fuerte aroma a vainilla, agitó los hielos del vaso y se lo tomó de un trago mientras el mesonero cerraba el postigo. Había logrado su objetivo.

«Casi demasiado fácil», pensó mirando los cubitos de hielo medio derretidos en el culo del vaso. Los hizo tintinear varias veces y cogió uno. Se lo puso en la palma izquierda para observarlo con atención. Había algo que lo intrigaba.

—¿Algún problema? —preguntó el tabernero, que subía de la bodega con un cajón de vino en las manos.

—Un inserto. Una aguja de pino.

—Ahora le traigo otros —dijo el hombre dejando encima del mostrador su carga.

—No vale la pena. ¿Quién le ha traído este hielo?

—Pues, como no me ha dado tiempo a pedirle a Mateo, me ha sacado del apuro Hortega, el cafetero. Lo que viene a ser lo mismo, porque Mateo le reparte hielo a diario.

—Eso es imposible, amigo mío.

—¿Por qué, si se puede saber?

—Pues, mire usted, los hielos son una ecuación de dos incógnitas: el cómo y el dónde.

El hombre, sabedor de la fiabilidad de las deducciones de Clément, tomó asiento a su mesa y prestó atención.

—Cómo se ha fabricado: o viene de un hielo natural recogido por un nevero, o proviene de la máquina de Mateo. En el presente caso, viene de una máquina de hacer hielo, reconozco los rasgos característicos de las capas sucesivas —dijo enseñándoselos.

—Entonces, el «dónde» está claro: viene de la Alhambra —se adelantó el hombre.

—Pues no, todo lo contrario —lo contradijo Clément—. En el entorno del taller de Mateo no hay pinos. Y la cuba de producción tiene su tapadera.

—Entonces ¿qué significa eso?

—Significa que hay otro productor de hielo en Granada que posee una máquina.

La aldaba de la puerta interrumpió la conversación.

—Aquí está su hombre —dijo el mesonero levantándose—. ¿Por eso quería verse con él con tanta discreción?

—No, pero acabo de relacionarlos a los dos… ¡Debería haber caído antes!

—Si me necesitan, estaré en la trastienda —concluyó el hombre girando la llave en la puerta—. Pueden servirse en la barra.

Abrió la puerta, dejando así entrar una luz polvorienta en la que se recortó la silueta oscura del visitante. Los dos hombres se saludaron y luego el mesonero lo dejó a solas con Clément. El recién llegado se tomó su tiempo para quitarse la capa y dejar el sombrero en el respaldo de una silla, antes de sentarse frente al francés.

—¿Quería verme, señor Delhorme?

—Hola, Chupi. Tenemos un asunto del que hablar tú y yo.

46

Oporto,

domingo, 4 de noviembre de 1877

La ciudad entera estaba engalanada. Casi cuarenta mil espectadores se repartían por las dos orillas del Duero, cubriéndolas de puntos multicolores. El río de reflejos amarillos estaba tachonado de barcas; y el cielo, constelado de nubecitas aborregadas. Pero la lluvia no iba a aguar la fiesta, Clément se lo había prometido a Eiffel. Había llegado el día anterior con Nyssia y se alojaba en el mismo hotel que él. Claire había acaparado a la joven granadina, dichosa de tener al fin una confidente de su edad, y los padres no habían vuelto a verlas esa tarde ni a la mañana siguiente.

—¿Y ahora dónde están? —preguntó intranquilo Eiffel a Delhorme.

—Al otro lado —respondió este—. Un periodista ha anunciado la llegada de la pareja real.

—La inauguración está a punto de comenzar y Claire no se quería perder el primer tren por nada del mundo.

A unos metros de ellos, la locomotora escupió un poco más de vapor, como un purasangre piafando de impaciencia.

—Su cuñado parece preocupado —comentó Clément.

Le hacía gracia ver a Collin andando de un lado para otro sin cesar, en el inicio del puente, abriendo y cerrando nerviosamente la tapita de su reloj.

—No es para menos, se ha ocupado de supervisar la organización de la ceremonia, y los ensayos han sido laboriosos. El rey debe condecorarlo después de la inauguración y, para colmo, está intranquilo por el paso del tren. Es demasiado para mi pobre Joseph.

—¿Cómo fueron las pruebas de carga? —preguntó Clément, distraído, admirando los colores rutilantes de la locomotora.

—Perfectamente. De acuerdo con sus cálculos. Es usted de una precisión diabólica, estimado amigo.

—¿Cuánto fue la rebaja de la clave del arco en la prueba del peso rodante?

El ingeniero disfrutó repitiendo mentalmente las cifras antes de anunciarlas:

—Un centímetro en el caso de un tren de pasajeros, uno y medio en el caso de un tren de mercancías. Cuatrocientas setenta y siete toneladas, no está mal, ¿verdad?

Una orquesta empezó a tocar «O Hino da Carta», el himno nacional, en el que los pujantes metales apagaron la voz de los violines presentes.

—Vengan, crucemos —les dijo a voces Joseph—, han de ir con los reyes. Y no te olvides del cuadro —añadió dirigiéndose a Gustave.

Eiffel cogió una acuarela colocada en el banquillo de la berlina que los había llevado hasta allí.

—Pintada hace unos días por mi amigo Sauvestre. Aún no se lo he presentado: es el arquitecto de nuestros proyectos. Un obsequio para el rey. ¿No ha cambiado de idea?

El día anterior Clément había avisado a Gustave de que detestaba las mundanidades y que tenía la intención de permanecer al margen de la ceremonia de inauguración. Esperaría a que se hubiese marchado todo el mundo para disfrutar plenamente del puente. La única concesión que había hecho a Alicia había sido acceder a acompañar a su hija al baile que estaba previsto que se celebrase esa noche.

Los vio alejarse a toda prisa, mientras al otro lado Luis I y María Pía felicitaban a los obreros que habían trabajado en la construcción. Ellos, a su vez, iban inclinándose uno por uno a su paso, como las cañas doblegadas por el viento. La aparición de Eiffel fue recibida con aplausos de los empleados y sus familias, aplausos que se propagaron a toda la concurrencia como una marea. Solo entonces comprendió Gustave lo que aquel puente representaba para los habitantes, para el país entero. Pero no tuvo tiempo de disfrutar de aquel instante de gracia, pues el obispo avanzaba ya hacia allí para bendecir la obra. Las dos muchachas iban con él y sonrieron, radiantes, cuando el protocolo las situó con el ingeniero al lado de la pareja real.

—¿Son sus hijos? —preguntó Nyssia señalando a los dos adolescentes que acompañaban a la reina.

—Los príncipes Carlos y Alfonso —precisó Claire con la seguridad de una asidua al ambiente de la corona—. Uno de los dos será rey algún día.

Nyssia los observó discretamente, tras lo cual se entretuvo mirando uno por uno a todos los invitados de aquella suerte de almanaque de alta sociedad que rodeaba el epicentro de la celebración: miembros de cuerpos diplomáticos de todos los países de Europa, ministros y diputados, embajadores, así como el consejo de administración al completo de la Sociedad Real de los Ferrocarriles. Su mirada se detuvo en uno de los príncipes, quien la miró a su vez y le sonrió, y luego la ignoró.

El obispo ofició y después todo el mundo pudo al fin pisar el puente detrás del rey, al que Eiffel iba refiriendo anécdotas de la construcción, exactamente igual que como venía haciendo desde hacía dos años con los periodistas. Estos últimos iban en la retaguardia, precediendo a la muchedumbre anónima que había querido asistir a ese momento único.

Cuando los primeros llegaron a la orilla izquierda, Clément había desaparecido. Los oficiales montaron en los vagones de cabeza. Los demás participantes habían desembolsado una suma nada desdeñable para estar en el tren. Claire y Nyssia, inseparables, tuvieron derecho a una ventanilla y la abrieron para responder con la mano a los clamores de la multitud que agitaba pañuelos blancos. Delante de la locomotora, los príncipes Carlos y Alfonso se encaminaban presurosos hacia una calesa que estaba esperándolos.

—Ellos no pueden montar en el tren, es preciso asegurar la continuidad de la monarquía en caso de accidente —explicó Claire, que le había pedido a su tío Joseph que le describiera cómo iba a ser la ceremonia—. Qué pena que no venga tu padre —se lamentó, al tiempo que se asomaba a ver la cola del convoy que se perdía de vista por la vía interminable.

—Ya, es para asegurar la continuidad de la familia en caso de accidente —bromeó Nyssia, provocándole a Claire una risa sincera que hizo volverse a la reina.

La soberana le dedicó una graciosa sonrisa. Las dos jovencitas se cruzaron una mirada cómplice. Nyssia había compartido con Claire su admiración por la vida mundana.

—No te preocupes por mi padre —siguió diciendo—, así es más feliz. Estoy segura de que se ha ido a escribir una carta o un telegrama a mi madre, es uno de sus pasatiempos favoritos. ¡Pero qué enormidad de tren!

—Veinticuatro vagones. Los conté ayer al llegar. ¡Creo que nos ponemos en marcha! —se entusiasmó Claire, buscando los ojos de su padre.

Eiffel estaba conversando acaloradamente con el monarca. Había decidido no esperar para hablarle de su proyecto de puente para tráfico rodado, río abajo. Tras años de sinsabores, no estaba dispuesto a desaprovechar el viento del éxito.

Las dos muchachas se asomaron para disfrutar del espectáculo. El paso por el puente fue motivo de asombro para todos los pasajeros. Nunca nadie había cruzado el Duero a esa altura. En Oporto no se recordaba un día en que hubiese habido tal cantidad de gente en las dos orillas; nunca el alborozo popular había sido así de espontáneo y sincero. Se rendía tributo a los hombres, se saludaba el progreso, se albergaban grandes esperanzas para el porvenir.

El trayecto duró cinco minutos, los cinco minutos más largos de la historia del ferrocarril, los más bellos para los invitados que habían podido montar. La continuación del protocolo le pareció a Nyssia más aburrida, mientras que Claire, por su parte, se sonrojó de orgullo cuando su padre recibió de manos de Luis I las insignias de comendador de la Orden de la Concepción. Todo el mundo se dispersó finalmente, a la espera del baile que se ofrecería esa misma tarde en honor del puente de María Pía.

La bandera francesa ondeaba en lo alto del Palacio de Cristal, mientras el ballet de berlinas que iba depositando a los invitados ante la inmensa nave de entrada alcanzaba su apogeo. Cuando Nyssia se apeó de su coche, se volvió hacia la muchedumbre que se apiñaba detrás del seto humano que habían formado los soldados de la guardia real. Por fin estaba allí, ella, la niña de la Alhambra, entre las personas importantes del mundo, en un decorado digno de las novelas de sus escritores favoritos. Pero eso solo era el primer paso. El siguiente tendría lugar esa misma noche.

Mientras su padre había cogido el primer traje que le había propuesto el sastre para la velada, sin probárselo antes siquiera, Nyssia se había enfundado en cuatro conjuntos antes de decidirse por un quinto, más caro de arrendar pero que había usado una condesa húngara para la inauguración de la bautizada como Exposição Internacional do Porto de 1865, un vestido largo con crinolina adornado con puntillas de color oscuro, que acentuaba sus rasgos andaluces, borraba los últimos vínculos que la ligaban a la adolescencia y le daba ese aire de mujer de mundo que soñaba ser.

Clément se detuvo en el atrio para admirar la inmensa cristalera hemisférica que presidía la entrada, en la que los fulgores oblicuos del crepúsculo magnificaban el trabajo de los vidrieros. Nyssia tiró de él, susurrándole discretamente un «¡Papá!»; ni uno solo de los invitados prestaba la menor atención a la arquitectura del edificio, y ella había llegado a la conclusión de que el decoro requería no quedarse nunca pasmado ante las cosas del mundo, o al menos no ante aquellas cuyo entusiasmo podía compartirlo el pueblo llano. No era el momento de llamar la atención con una falta de buen gusto. Clément no se dio cuenta y dudó de si reabrir el tema que los había enfrentado ya en el hotel unas horas antes. A él le costaba más que a Alicia aceptar la fascinación de su hija por el oropel mundano y sus sueños improbables de formar parte de todo aquello. Pero decidió no estropearle la velada. Si ella había ido, era tanto por el puente como por vivir aquel instante. Clément sacó pecho, se obligó a sonreír, tomó a Nyssia del brazo y entró.

La nave principal se extendía más de cincuenta metros y acababa en un estrado, en el cual una orquesta sinfónica tocaba ya para los numerosos invitados. A ambos lados se extendía una galería cubierta que recorría toda la planta y se repetía en el piso superior, como si de un inmenso palco de teatro se tratara. El conjunto estaba enmarcado por dos hileras de columnas que sostenían la bóveda central, de hierro y vidrio. Los invitados habían tomado posesión de las galerías o bien se repartían en grupos por el espacio central. Todos aguardaban la llegada de la pareja real que abriría el baile. Los Eiffel se reunieron con ellos y Claire se llevó a Nyssia a la balconada.

—Ciertamente la levita le sienta igual de bien que el atuendo de aventurero —dijo el empresario observando atentamente la ropa de Clément.

—No me diga que estoy creíble —respondió este, pasando la mano por dentro del cuello de su camisa, que para su gusto le quedaba demasiado prieto—. Esta corbata es peor que un nudo corredizo de ahorcado. ¡Me sentía más a gusto en Sierra Nevada en medio de un entorno hostil!

—¡Demonios! Vamos a tomar un vaso de oporto, nos relajará. Y le presentaré al presidente de la Compañía de los Ferrocarriles. Está impaciente por conocer al hombre que ha sido capaz de domar los caprichos de la meteorología. Creo que está interesado en su talento. Al igual que yo, por cierto.

Clément buscó con la mirada a su hija y la localizó rápidamente en el piso superior: Claire y ella estaban rodeadas de un grupo de oficiales portugueses, de los que Nyssia se desembarazó con naturalidad y distinción. La facilidad de su hija para moverse en ese universo de códigos que él no dominaba le causó incomodo.

—¿Ya has asistido a otros bailes? —quiso saber Claire, impresionada ella también.

—Es mi primer baile, pero es que leo mucho —respondió Nyssia.

—En cualquier caso, los dejas a todos impresionados. Bajemos, el rey está a punto de llegar.

—¿Verónica Franco?

Las dos jóvenes se volvieron hacia el hombre de acento eslavo que se había acercado a ellas.

—No —respondió Claire, sorprendida, mirando fijamente al militar.

—Sí —respondió simultáneamente Nyssia con toda naturalidad, como si llevase ese nombre adherido a la piel desde que nació.

—Sígame, por favor. La esperan.

—Pero se equivoca usted…

—Ya te lo explicaré —susurró Nyssia—. Sobre todo, ni una palabra a mi padre. Luego nos vemos.

Claire se la quedó mirando mientras ella bajaba por la escalera y abandonaba el Palacio de Cristal moviendo con elegancia el abanico. Se quedó pensativa largo rato, con la mirada fija en la inmensa araña de cristal. Nyssia era definitivamente un misterio. El movimiento en masa la sacó de sus conjeturas: la pareja real acababa de salir a la pista.

Claire bailó con su padre y después con su tío Joseph, antes de declinar las siguientes invitaciones. Pasó el resto del tiempo pegada a su padre, entre discusiones de índole profesional y las felicitaciones propias del momento.

—¿Qué tal ha ido la velada?

No había visto llegar a Nyssia. La joven andaluza estaba sola y lucía la misma sonrisa que a su llegada.

—Ya no llevas el abanico —observó Claire.

—No.

—¿Lo has perdido?

—Lo he regalado. ¿Y papá? Me encantaría bailar con él.

—Se ha marchado, jovencita —intervino Eiffel—. Ahora tengo la responsabilidad y el placer de llevarla al hotel.

—Quedémonos un poco más —propuso Claire por deferencia hacia Nyssia.

—Preferiría volver ya —dijo ella—, si no es molestia.

—Esta noche sois las princesas —respondió Eiffel inclinándose.

Al entrar en su habitación se encontró con que su padre la estaba esperando. Clément hojeaba un libro y lo cerró de golpe, ruidosamente. Se puso de pie con el libro apresado por debajo de los brazos cruzados. Nyssia trató de ocultar su sorpresa bajo una capa de banalidades.

—¿Lo has pasado bien en la velada, papá? ¿No te has aburrido?

—Fue más instructiva de lo que pensaba. ¿Y tú, cariño? No te he visto mucho.

—Estuve dando un largo paseo por los jardines. Son inmensos, y las vistas, soberbias —respondió ella, irritada con su falta de imaginación.

Su voz disimulaba mal su inseguridad. Se sentía como una de las golondrinas que los niños pescaban en lo alto de la Torre de la Vela y metían en una jaula de mimbre. A pesar del peligro, seguían volando por la ciudadela y mordiendo el anzuelo que les tendían los mellizos.

—Qué pena que no hayas aprovechado el baile y a nuestros encantadores amigos de la alta sociedad —comentó Clément blandiendo el libro para mostrar la tapa—. Essai sur l’histoire du violon. Interesante tu libro de cabecera. Igual que su autor: Nicolas Yusúpov. De hecho, el príncipe estaba esta noche en el baile. Pero curiosamente no se ha dejado ver. Ha sido de lo más discreto.

Clément arrojó el libro encima de la cama sin ningún cuidado.

—¿No tienes nada que contarme, hija mía? ¿No se me habrá escapado algo sobre los motivos de nuestra venida a Oporto?

—Pero… si solo me regaló su libro… solo me regaló su libro, ¿qué tiene eso de malo? —replicó Nyssia con un nudo en la garganta, intentando resistirse al llanto.

—Os conocisteis en Granada el pasado mes de marzo y después os habéis carteado con regularidad. Decidisteis aprovechar la inauguración del puente para volver a veros. Y no tengas la frescura de negármelo, no es ninguna hipótesis, sino un hecho contrastado.

—Ha sido Victoria, que ha leído mis cartas, ¿a que sí? ¡La odio!

—Tu hermana te quiere y se preocupó por ti.

—¡La voy a matar!

—Entonces tendrás que matarme a mí también, porque te seguí al jardín. No me hizo falta buscar mucho para encontraros.

Nyssia no pudo contener las lágrimas pero se negó a bajar la vista. A cada salva de lágrimas, se secaba los ojos con gesto de rabia, sin apartar la mirada de su padre.

—Es un hombre cultivado e interesante, un hombre que conoce las formas de la alta sociedad —consiguió decir—. Ha viajado por todo el mundo, habla cinco idiomas y ¡no se ha quedado en lo alto de una colina perdida, rascando ruinas o corriendo en pos de globos! ¡Y yo no acabaré como vosotros!

Clément se contuvo de responder. Hasta donde le alcanzaba la memoria, Nyssia jamás lo había visto encolerizarse, ni siquiera desprenderse de su serenidad acostumbrada. Hasta esta noche en que, desestabilizado como estaba, era ya incapaz de identificar las incógnitas que componían la ecuación de su hija.

—Lo siento mucho —dijo ella después de reprimir los lloros—. Siento mucho lo que he dicho, papá.

—Tú no formas parte de su mundo ni nunca formarás parte de él, no te hagas ilusiones. Volvemos mañana a esa colina que tanto pareces detestar —anunció Clément alargándole el libro.

Nyssia se refugió en el silencio durante todo el viaje de vuelta. Su padre no la entendía, ni su madre, ni su hermana, nadie. Lo que la atraía hacia el exterior era mucho más fuerte que los lazos de sangre, mucho más fuerte que sus raíces que surcaban el subsuelo de la Alhambra y que el cielo inmaculado de Andalucía, lo que corría dentro de ella era un viento de libertad, un dulce céfiro que le susurraba al oído lo que ya sospechaba desde hacía meses: la fascinación que ejercía en los hombres y de la que acababa de tomar conciencia, sin que tuviera nada que ver en eso salvo ser ella misma, algo de lo que no había que avergonzarse y que, por el contrario, le producía un orgullo inmenso. Un príncipe de la corte de Rusia había cruzado Europa entera para verla. A ella. De ahora en adelante todo era posible y su destino le pertenecía.