V

Levallois-Perret, región de París

lunes, 10 de mayo de 1875

17

El remache, al rojo vivo, se aplanó con los mazazos del obrero. Este comprobó el resultado y se frotó las manos: acababa de terminar a tiempo la serie de alfardas destinadas a la estructura metálica de la estación de Pest.[2] Tenía dificultad para ubicar esa ciudad en su geografía personal, pero había entendido, gracias a una conversación de los capataces, que se trataba del acuerdo comercial más importante llevado a cabo por la compañía de Levallois-Perret y él se alegraba enormemente. Tendría trabajo para muchas semanas. El remachador recogió sus herramientas, se marchó silbando y saludó a su patrón al pasar por delante. Eiffel, que había supervisado la operación desde la entrada del taller, le devolvió el saludo y recorrió la nave, en la que estaban alineadas decenas de piezas de hierro, listas para su envío, después de haber sido forjadas y montadas en el sitio.

A su regreso de España, la empresa de los Pauwels había periclitado y Eiffel había negociado su marcha antes de que exhalase el último suspiro. Se había establecido en 1866 como constructor independiente y había recomprado a sus antiguos patronos el material de los talleres, contando con la ayuda de sus padres, que siempre lo habían apoyado económicamente. Su primer encargo, al año siguiente, había sido la carpintería metálica de una de las galerías de la Exposición Universal de París. Después habían llegado unos puentes para la región del Lemosín, un gasómetro para Versalles, dos viaductos en el Allier, otro en Poitou-Charentes, una pasarela en Buttes-Chaumont, faros en las costas francesas, una aduana, una dársena y una iglesia en el Perú, otra en Manila, una esclusa de armaduras en Rusia, obras en la línea férrea de Brive-Tulle y en el departamento de la Vandea, además de en el Jura suizo y en Rumanía, el casino de Sables-d’Olonne, el puente de Chinon… Le agradaba recitar para sí la lista de sus obras, no tanto por orgullo sino para obligarse a no dormirse en los laureles. A sus cuarenta y dos años, su situación como empresario seguía siendo delicada y su fama no traspasaba el ámbito de la comunidad de ingenieros, pero confiaba en que las obras de ese año le proporcionaran la legitimidad y la base financiera de los más grandes.

Eiffel fue a las oficinas de los ingenieros y comenzó a estudiar el plano del vestíbulo de salidas a las que iban destinados los elementos. Pero no conseguía concentrarse: tenía la mente en el proyecto siguiente, el anuncio de cuya concesión esperaba para ese mismo día.

—¿Va todo bien, patrón?

Eiffel miró a Seyrig. No le hacía gracia que su socio e ingeniero jefe le tratase con semejante calificativo, pero este se resistía a tener en cuenta el empeño que ponía Eiffel en ignorar su propio estatus dentro del grupo y su aportación real a los proyectos y solía reprochárselo.

—¿Algún problema con los planos? —insistió, al ver que Eiffel no reaccionaba.

—No —respondió este último sin desprenderse de su aire de preocupación.

Escribió a toda prisa unas palabras en una hoja de cuaderno que arrancó cuidadosamente con ayuda de una regla, rebuscó algo en su bolsillo y le tendió dos billetes de diez francos.

—Théophile, quiero pedirle un favor. Va a acercarse a la oficina del telégrafo de la calle de Les Batignolles.

—¿Hay que enviar un mensaje?

—A Pedro Inácio Lopes —dijo mientras resonaba una salva de martillazos al fondo del taller.

Eiffel llevó a Seyrig al patio.

—A Pedro Inácio Lopes —repitió—. Es el ingeniero de la Companhia Real dos Caminhos de Ferro Portugueses. Hoy se adjudica la obra del puente sobre el río Duero y deberíamos tener ya el resultado. Esto me intranquiliza.

—Mire, Gustave, sabe tan bien como yo que nuestra propuesta es la única que respeta el precio de coste exigido. ¡Somos dos veces más baratos que los otros!

Eiffel arqueó las cejas como para conjurar la mala suerte y dobló la hoja.

—El texto y la dirección —dijo entregándosela—. ¿Puede enviar el mensaje y esperar la respuesta?

—Pero… ¡puede tardar horas en llegar!

—Es muy importante para la continuidad de la sociedad, y lo sabe. En cuanto tenga la respuesta, coja un coche de punto y venga deprisa a avisarme.

—De acuerdo, patrón. Voy —suspiró Seyrig, molesto por que lo tratara como a un capataz.

—Una cosa más: no me llame más «patrón». Hemos estudiado lo mismo, ¡demontre!

Théophile se marchó sin decir nada, preguntándose si era consciente de la brecha creciente de su rivalidad.

Salió de la calle Fouquet y entró en la avenida de Clichy con paso mesurado. Había hecho un calor estival y a las cinco de la tarde la temperatura rondaba aún los veintiocho grados. No estaba acostumbrado a recorrer las calles a esa hora y encontró París bullendo de animación. Distinguió la oficina del telégrafo de Les Batignolles por su farol azul y entró, no sin antes quitarse el sombrero. Seyrig constató con satisfacción que no había cola en la ventanilla. Sacó un pañuelo, se enjugó el sudor de la frente, luego se secó las manos y finalmente tendió el papel al empleado.

—Un envío exprés, por favor —precisó.

El ingeniero se desprendió de la cantidad exigida después de haberla recalculado, hallando exorbitante el precio. Pero, a cincuenta céntimos la palabra, los doce francos reclamados estaban justificados. El progreso no tenía precio. Le resultaba difícil imaginar que su mensaje había sido recibido ya en Oporto y que, en cuestión de poco tiempo, a mil quinientos kilómetros de la calle de Les Batignolles, el ingeniero Lopes tendría conocimiento del mensaje de Eiffel.

«Lo más largo será el tiempo que tardarán en encontrarlo para llevarle el telegrama», caviló mientras callejeaba por los alrededores. Divisó una ferretería que ofrecía una gama impresionante de escobas colgadas en el escaparate, entró, impulsado por un reflejo profesional, y se dirigió a la sección de piezas de hierro, donde compró varios remaches de un proveedor que le era desconocido, así como unas bisagras con un diseño que le pareció elegante.

Adquirió un ejemplar de Le Petit Journal en un quiosco, vio que podía abonarse a la publicación durante seis meses por el precio que costaba un telegrama al extranjero y regresó a la oficina de correos convencido de que ninguna noticia, por importante que fuera, valía el precio de medio año de lectura.

Seyrig comprobó con una simple mirada que la respuesta seguía sin llegar, cosa que el empleado confirmó con un movimiento de la mano. A continuación, se instaló en una silla y emprendió la lectura del periódico por el folletín Les Pieuvres de Paris. Aunque él solo lo seguía de manera intermitente, sentía curiosidad por saber si la bella Fanny cedería a los avances del arribista de Mortimer. Levantó la vista hacia la ventanilla: el telégrafo seguía mudo.

Eiffel fue asaltado en el vestíbulo por una tribu de cinco niños disfrazados de pastorcillos que corretearon a su alrededor gritando y cantando frases ininteligibles. Él soltó una carcajada.

—Pero ¿qué sois? ¿Una familia de cabreros?

—No, papá, somos habitantes de Pest que venimos a celebrar la nueva estación que estás construyendo —dijo la mayor, una muchachita de mirada decidida.

—Gracias, Claire, gracias a todos, Laure, Édouard, Valentine y Albert —dijo él saludándolos uno por uno con amplios sombrerazos.

—Tenemos que ponerte una medalla de parte de los húngaros —declaró Laure con aire solemne.

—Será un honor. Pero esperemos a que la estación esté terminada. Por cierto, ¿dónde está vuestra madre?

—En su cuarto, subió a descansar —respondió Claire después de haber hecho a los demás la señal de que se dispersaran—. Ha tosido mucho, papá.

Eiffel acarició los cabellos de su hija para tranquilizarla y esperó a que se fuera con el aya, que se había quedado aparte, al fondo del pasillo, aguardando el final del espectáculo. Dejó su maletín encima de su mesa del escritorio, lo vació y ordenó sus carpetas y documentos, luego levantó el visillo de la ventana para observar la puerta de la entrada: Seyrig seguía sin aparecer. Eiffel subió la escalera y abrió despacio la puerta de la habitación.

—No puedo dormir —le dijo su mujer, cerrando el libro que estaba leyendo distraídamente—. ¡Acérquese!

Los ataques de tos habían cesado hacia la mitad de la tarde y la bronquitis se hallaba en fase de recuperación. Marguerite tenía ojeras y el cutis apagado. Esbozó una sonrisa, que se le borró al instante, eclipsada por pensamientos tristes. Tenía treinta años pero aparentaba diez más. Cinco embarazos en doce años habían dejado agotado su cuerpo y embotada su voluntad.

—Voy a decirle a Albert[3] que se acerque a vernos —dijo Eiffel, que se había sentado en el borde de la cama.

—Ya estoy mejor, no merece la pena molestarlo —afirmó Marguerite con la voz cascada por la irritación.

—¿Se acuerda del verano pasado, en la montaña? Podríamos volver allí.

—¡Cómo olvidarlo, si caminamos con la nieve por las rodillas!

—Y regresamos con la cara colorada por el sol. La altitud y el aire puro le sentaron muy bien.

Marguerite contuvo un arranque de tos, pero el esfuerzo la dejó exhausta.

—Voy a dejarla que descanse —concluyó Eiffel, dándole unos golpecitos en la mano.

—No, tengo que levantarme.

La campanilla de la puerta de la casa tintineó y él se puso en pie de un brinco.

—¡Es para mí!

—No —replicó su mujer—. Es el fotógrafo, teníamos cita a las seis.

—¿Qué fotógrafo? —preguntó él acercándose a la ventana.

El hombre que venía por el pasillo traía cargada al hombro una cámara oscura montada sobre un trípode.

—El que seleccionamos para el retrato de familia, ¿será posible que lo haya olvidado?

—Sinceramente, sí. Y no me molesta lo más mínimo.

—Será cosa de treinta minutos —dijo ella levantándose de la cama.

Se miró en el espejo y se fue remetiendo los mechones sueltos dentro del moño.

—Voy a necesitar prepararme. ¿Puede salir a recibirlo?

—Pues, la verdad, no tengo tiempo —gruñó él—. Se lo diré a Claire. Avíseme cuando esté todo preparado.

—Claire solo tiene once años, señor marido mío.

—Dentro de nada, doce —replicó él, dicho lo cual no le quedó otra que doblegarse y acudir a la puerta, a falta de otros argumentos—: Bueno, me ocupo yo, pero le diré que se dé prisa.

El hombre no pareció inmutarse ante la determinación del señor de la casa de que espabilara con el encargo y se dedicó a examinar diferentes rincones de la vivienda para decidir finalmente que lo mejor sería hacerlo en el jardín. Divisó el camino que arrancaba al pie de la escalera de la terraza, flanqueado por dos setos de hiedra trepadora.

—¡El marco será perfecto! —exclamó, satisfecho—. La luminosidad es excepcional hoy —explicó, desplazando una mesa metálica redonda que presidía la parte cubierta de césped—, la aprovecharemos. Vengan, instálense. Señor, a la derecha —ordenó—. No, a mi derecha —lo corrigió, pues Eiffel acababa de sentarse en el sitio equivocado—. Y la señora al otro lado.

El ingeniero suspiró con exasperación. Seyrig estaba tardando.

—Tú, la mayor, te colocarás entre tus padres y sentarás al pequeño en tus rodillas.

—Se llama Albert —respondió Claire obedeciendo, pero molesta por la poca atención dedicada a su hermano.

Eiffel tamborileó con los dedos encima de la mesa y lanzó una ojeada en dirección al pórtico. El fotógrafo aceleró la colocación.

—Los otros dos, quedaos de pie, alrededor de vuestra madre. Eso es, así, apoya la mano en su hombro —indicó a Laure—. Así está bien —dijo retrocediendo.

—Y Valentine, ¿no tiene derecho a salir en la foto? —preguntó Eiffel señalando a la más pequeña de todos, que estaba a diez metros de ellos, observando una mariposa posada en una flor del borde del camino.

La calma del dueño de la casa incomodó más al hombre que una reprimenda. Se apresuró a instalar a la pequeña al lado de su padre, en un banquito que servía de soporte para una maceta con flores.

—¡Ahora sí, la familia al completo!

Desapareció detrás del velo negro de su aparato fotográfico.

—Señora, ¿puede mirar a su marido? Todos los demás, ¡por favor, miren fijamente la cámara oscura!

Eiffel permaneció impasible. Mentalmente estaba repasando todos los detalles de la documentación del puente de Oporto, mientras se preguntaba cómo podría mejorar aún más su oferta. Valentine le tiró de la tela del pantalón.

—¿Qué es la cámara oscura? —preguntó la niña con su voz agudísima.

Su hermano Édouard le señaló con el dedo el aparato fotográfico. Ella lo imitó y sonrió, dejando ver sus dientes finos y apretados.

—Atención, voy a levantar el obturador, ¡que nadie se mueva! —indicó el hombre sin ver sus gestos.

La petición, voceada como si fuese una orden, hizo que los niños se quedasen quietos, cosa que desencadenó la risa nerviosa de Marguerite Eiffel. Eso le provocó un ataque de tos que no fue capaz de contener, y necesitó un minuto largo para recuperar el resuello. El hombre sacó la cabeza de debajo de la tela y se enderezó mientras aguardaba que todo volviese a la normalidad, luego se agachó de nuevo y se escondió debajo de la falda de tela negra. Eiffel, por su parte, estaba absorto en sus pensamientos: debería haber propuesto un puente totalmente de hierro en lugar de dejar aquí y allá piezas de hierro fundido. Acababa de convencerse de que el retraso en el anuncio del resultado se debía precisamente a eso y estaba enojado. Cruzó las piernas y frunció las cejas.

—Esta vez, todo está perf… —dijo el fotógrafo antes de que lo interrumpiese la campanilla.

Sin haber visto siquiera el rostro de gesto adusto de su ingeniero, Eiffel salió corriendo por el sendero. Se lo topó en lo alto de la terraza, donde discutieron en voz baja y luego cada vez más fuerte. Los niños lanzaban miradas interrogantes a su madre, pues no sabían si podían moverse. Pero Marguerite no vio sus miradas suplicantes: no le quitaba los ojos de encima a su marido. El semblante de Eiffel no denotaba expresión alguna. Las cosas no iban como habían previsto.

—¿Cómo dice? ¿Que no es lo bastante caro?

Bajó la escalera que llevaba al jardín, se detuvo delante del banco en el que lo esperaban todos, cada cual en la postura que le había sido indicada, y se volvió hacia su socio, que no se había movido de la terraza.

—¿Que no es lo bastante caro? Pero ¿van a firmar o no?

—Antes de confirmarlo, quieren nombrar una comisión especial para examinar nuestro proyecto de nuevo —respondió Seyrig acercándose hasta él.

Cuando llegó a su lado, Eiffel reanudó la marcha y pasó entre su familia y el fotógrafo.

—¿Quiénes forman la comisión?

Al escuchar los nombres, recuperó la sonrisa.

—Los conozco a los tres, serán favorables a nuestras innovaciones —se tranquilizó, volviendo a ocupar su sitio para gran alivio de su familia—. En cuanto termine con esta sesión, pasaremos a mi despacho —añadió, retomando la pose.

Seyrig admiró la cámara oscura que el fotógrafo había abierto con el fin de colocar la placa de vidrio impregnada de colodión.

—¿Es un daguerrotipo? —se interesó algo titubeante, lo que delataba su ignorancia en la materia.

—¡Santo cielo, no! —exclamó el fotógrafo volviendo a cerrar la caja—. Un daguerrotipo exigiría por lo menos cinco minutos de posado.

Dio la espalda a la familia y susurró:

—¡Y se puede figurar lo difícil que eso sería con el señor Eiffel!

Seyrig se atrevió a lanzar una mirada en dirección al ingeniero, que le hizo un ademán impaciente.

—Es un ambrotipo —explicó el fotógrafo hablando para todos—. Viene directamente de Boston, en los Estados Unidos de América. Dos segundos de posado y…

—¡Vuelta a empezar! —lo cortó Eiffel, levantándose.

—Pero si aún no he hecho nada —se defendió el hombre.

Eiffel hizo oídos sordos y se acercó a Seyrig.

—Vamos a volver a hacer los cálculos, habrá que llamar la atención yendo aún más allá en la precisión. Impresionarlos, demostrar que no hemos dejado nada al azar ni a la improvisación.

—Yo mismo he hecho esos cálculos y le puedo asegurar que…

—Somos los que ofrecemos el precio más bajo. Y los mejores —lo interrumpió—, ¡esta idea ha de calar en la mente de todos! ¡Y yo tengo la solución! —concluyó, dándole una palmada en la espalda a su socio—. Se va a ir usted a España.

—¡Pero eso no es posible, debo estar en Pest dentro de cinco días! Vamos a comenzar el montaje de la estructura —protestó Seyrig acompañando sus palabras con un gesto que no admitía réplica—. ¿Y por qué a España?

Eiffel se sentó sin responder e hizo una señal al fotógrafo para que procediera a la toma de la fotografía. Los niños miraron fijamente el objetivo y Marguerite a su marido, el cual anunció:

—¡Tiene usted dos segundos!

El hombre asintió sin decir esta boca es mía y, a continuación, con un gesto teatral, colocó la mano delante del obturador del objetivo y exclamó:

—¡Quietos todos!

18

La Alhambra, Granada,

lunes, 24 de mayo de 1875

Las ondas erizaron la piel del agua. Victoria corrió hasta el extremo opuesto del Patio de los Arrayanes y se asomó al estanque, al lado del chorro que lo alimentaba.

—No, no los veo. Venga, hazlo otra vez —le dijo a su hermano.

Irving, sentado al borde del agua, agitó el líquido con las piernas, removiendo las partículas en suspensión y provocando la aparición de una espuma abundante.

—¡Puaj! —dijo ella sentándose con las piernas cruzadas—, ¡esto es una auténtica charca! Bueno, qué.

Victoria esperó un ratito y entonces se levantó:

—Peces rojos, peces blancos y algunos mezclados. Pero ninguno con la piel dorada.

Jezequel, que iba y venía por el sendero del jardín, con la mirada fija en el estanque, se detuvo para escucharlo y luego reanudó su actividad.

—Ya lo ves, tu padre nos ha contado patrañas —intervino Javier, que se había mantenido al margen y trituraba entre los dientes una brizna de hierba—. ¡Vaya trola! ¡Solo es una leyenda!

—¡Que no! —se enfureció Jezequel—. Mi padre los vio de joven, incluso capturó uno y tenía las escamas de oro de verdad.

—Eso es una leyenda —lanzó Javier, y escupió el tallito de gramínea.

—¡No es ninguna leyenda! —exclamó Jezequel enfadado, levantando la voz.

—Sí que lo es —repitió él.

Los dos niños solían enfrentarse, pero, ante la confrontación física, Jezequel siempre retrocedía. Javier poseía una anchura de espaldas que no dejaba dudas respecto del resultado de la disputa.

—Es cierto que se cuentan muchas leyendas sobre la Alhambra, mamá nos las ha contado todas —intervino Victoria para apaciguar los ánimos de todos—. ¿A que sí, Irving?

El niño asintió distraídamente con la cabeza, más ocupado en agitar el agua con un palo.

—Sí —dijo cuando ya nadie esperaba su respuesta—. Entre el montón de leyendas seguro que unas cuantas son ciertas, ¿no?

—Pues yo os digo que el estanque es hondo y que los peces dorados están abajo —afirmó Jezequel—. Por eso no los vemos.

—Desde luego que sí —dijo Irving con una mueca exagerada de displicencia—, tiene metros y metros.

—Solo hay un modo de averiguarlo —aseguró Jezequel quitándose la camiseta de punto.

—¿Te vas a tirar al agua? —preguntó Javier, sorprendido.

A pesar de sus continuos desacuerdos, se sentía responsable de los demás y de Jezequel en particular, quien de su enfermedad de la infancia conservaba una constitución enclenque y una tez encobrada, y con frecuencia era objeto de burla.

—Soy el que mejor nada, ¿no? —dijo Jezequel poniendo por testigos a los demás.

Contra todo pronóstico, el haberse curado de la enfermedad de Winckel le había conferido capacidades respiratorias fuera de lo común.

—Apuesto a que puedo llegar hasta el fondo para ver los peces —afirmó para despabilarlos de la ociosidad que reinaba por las tardes.

—Déjate de tonterías, Jez —le soltó Victoria—. Además, no verás nada, el agua está demasiado sucia.

Javier, que se había puesto de pie, se acercó al borde. El estanque estaba turbio y era imposible evaluar su profundidad.

—No los verías ni aunque se acercasen a hacerte cosquillas en la punta de la nariz —concluyó.

—Estoy seguro de que hay más de tres metros —insistió Jezequel.

Javier tiró una piedra y la miró mientras esta se hundía lentamente antes de desaparecer, engullida por el agua turbia de la charca.

—Al fin y al cabo —dijo—, si quieres acabar cubierto de roña como los gitanos, tú mismo.

Victoria le lanzó una mirada asesina, a la que él reaccionó levantando los brazos hacia el cielo.

—¿Qué? ¡Yo-no-soy-gitano! —recalcó él—. Mi padre es un Álvarez, sus antepasados son todos andaluces ¡y a mucha honra! ¡Y que nadie me miente a mi madre! ¡Para mí, está muerta!

—Bueno, allá voy —decidió Jezequel, agitando en círculos la camiseta.

—Espera, voy a por una cuerda con nudos para que te la enrolles a la cintura —dijo Irving yéndose ya por el pasillo del Salón de los Embajadores.

—Sobre todo, ni una palabra a tus padres —le avisó Jezequel—. Y no necesito ninguna cuerda, no es peligroso.

—Solo para demostrar que te equivocas sobre la profundidad —bromeó Javier—. ¡Y tú vas a hacer de cebo para los peces dorados!

El frescor del agua le recordó que venía directamente de Sierra Nevada. Se metió en el estanque hasta el cuello, se soltó del borde, pidió que aflojasen la cuerda un poco porque le estaba haciendo daño y se llenó de aire los pulmones antes de sumergirse. Una vez en el fondo, sus manos tocaron una materia blanda que en su imaginación era un amontonamiento de ramas y hojas en descomposición. Se puso recto y trató, no sin esfuerzo, de acomodar la vista a la luz que se filtraba entre las partículas en suspensión; los ojos le picaban.

Notó una tensión en la cuerda y respondió dando a su vez un tirón para tranquilizar a sus amigos. Había transcurrido más de un minuto, aún tenía aire suficiente en los pulmones para aguantar otro minuto más y finalmente lograba distinguir algo del entorno. Los peces iban y venían a su alrededor sin inquietarse por su presencia. Ninguno tenía reflejos dorados. Decidió avanzar hacia la parte de la piscina que quedaba en el extremo opuesto de la fuente que la alimentaba. Allí la capa de desechos vegetales era más densa y formaba, a la altura del ángulo, un cono multicolor. Al acercar las manos, notó que una leve corriente se deslizaba entre sus dedos. Jezequel derribó la pirámide de detritus acumulado y descubrió el sumidero, protegido por una rejilla con barrotes filiformes totalmente oxidados. Se dio cuenta de que la multitud de colores obedecía a los objetos caídos en el estanque, que habían ido acumulándose sobre la rejilla con el transcurrir de los siglos. La cabeza le daba vueltas, ya no le quedaban reservas de aire. La cuerda se agitó frenéticamente; los de arriba debían de estar preocupados y le hizo gracia. El adolescente se fijó entonces en una figura oblonga con destellos dorados, aprisionada en un entramado de restos vegetales. La atrapó con ambas manos y apoyó todo su peso en las piernas para subir a la superficie.

Una vez arriba, lo envolvió el aire caliente. Respiró con avidez antes de que Javier e Irving lo ayudasen a salir del estanque y le desatasen la cuerda. Jezequel se arrodilló, con su tesoro bien cogido con las manos.

—Cuatro metros —dijo Javier después de contar los nudos—. ¡Tenías razón, Jez!

—Lo he encontrado, tengo la prueba de que existe —dijo el chico mirando a sus compañeros con aire triunfal.

—¡Enséñanoslo! —le pidió Victoria, que se había sentado a su lado, mientras Javier lanzaba de cualquier manera la cuerda por encima del seto de arrayanes; luego se acercó a ellos sin la menor prisa.

Cuando Jezequel abrió las manos, una mezcla de limo y humus se escapó entre sus dedos. Todos se inclinaron hacia el objeto, de color amarillo mate y forma más o menos redonda, que quedó en el centro de la palma de su mano, salpicada por las gotas que escurrían de sus cabellos.

—Una escama de oro —anunció, muy ufano.

—No es más que un viejo medallón —lo corrigió Javier cogiéndolo.

Lo examinó y se lo dio a Irving.

—No tiene nada grabado —observó este.

—En cualquier caso, no es una moneda —agregó Victoria, después de birlárselo.

Se lo devolvió a Jezequel, quien lo secó con su camiseta de punto. Tenía la superficie ligeramente granulada y el borde desportillado aquí y allá.

—Esto es oro —repitió él—. ¡Es el tesoro de la Alhambra!

—Pues tu oro ni siquiera brilla al sol —le hizo ver Javier.

Jezequel se puso a la luz del astro para demostrarle que se equivocaba, pero en ese preciso instante este desapareció, oculto por una esfera inmensa que se elevó por encima de los tejados de la Alhambra desde la azotea del Partal.

—¡Papá! —gritó Victoria—. ¡Va a lanzar un nuevo globo!

Mientras los demás se metían corriendo por las dependencias de las termas, Javier levantó las cejas y fue tras ellos sin apresurarse. Entró en la sala de los Baños y se sentó al lado de Nyssia, que estaba leyendo tumbada en la columna de luz estrellada que bajaba de la bóveda. A diferencia de Victoria, que prefería recogerse la melena en un moño al estilo andaluz adornado con un clavel, ella llevaba la larga cabellera suelta, como su madre, con sus mismos cabellos negros aunque no tan ensortijados. Javier se la quedó mirando con insistencia pero ella continuó leyendo sin hacerle caso. Él le quitó el libro de las manos para ver el título.

—Platón. El banquete… ¡A saber! —dijo él devolviéndoselo rápidamente para evitar un sopapo—. ¡También lees libros de cocina!

Nyssia hizo una mueca altiva que él interpretó como de burla.

—¿Qué?

Ella retomó su postura, con las manos en el haz de luz, y comenzó otro capítulo.

—¿Qué? —repitió él—. Que no leo nunca, ¿es eso? ¿Que soy un ignorante?

Ella había dejado de prestarle atención y pasó la página con delicada lentitud.

—Pues tú nunca estás con los otros, siempre en tu rincón —siguió diciendo él—. Siempre con un libraco en las manos, Nyssia, ¡la querida Nyssia!

—¡Que no me llames así, sabes que no me gusta!

Se había levantado. Javier, sorprendido, retrocedió un paso y añadió:

—¿Por qué no? Así te llaman, ¿quieres que se lo pregunte a tus padres?

—¡Estúpido!

Era un tema que irritaba invariablemente a la chiquilla, el único capaz de sacarla de su mundo de ensoñaciones.

—Te crees más lista porque lees, pero ¿de qué te servirá eso el día que te cases? ¿Para cocinar las recetas del Platón ese?

Fuera del recinto una guitarra tocó un fandango, desatando los aplausos de una nutrida y bullanguera muchedumbre.

—Venga, anda —dijo Nyssia guardando el libro dentro de una cesta que contenía otros muchos—. Vamos a ver la salida del globo.

Después del nacimiento de los trillizos, Clément Delhorme había revendido su material con el fin de pagar la lactancia y poder mantener a toda su familia. Tan solo se había quedado con los registradores de presión y de temperatura, cuyos datos cotidianos le habían permitido conservar un vínculo con el Observatorio de París. Los primeros meses, Clément no había podido efectuar las mediciones con la regularidad necesaria para aportar datos fiables, a las siete de la mañana y a las dos de la tarde, pues las más de las veces se encontraba ocupado con los trillizos, y había tenido que pelear a brazo partido con su director, Urbain Le Verrier, para poder seguir accediendo a todos los archivos meteorológicos de las estaciones asociadas. Luego, poco a poco, la vida había ido organizándose en una rutina que no dejaba sitio a la improvisación. Alicia había amamantado a las niñas durante más de un año, mientras que Irving había compartido la leche de Kalia con Javier durante cuatro meses y después la de la señora Pozo con Jezequel hasta la primavera siguiente. La gitana se había instalado con Mateo en la Alhambra, en la estancia que había ocupado Gustave Eiffel, hasta el día en que había regresado al Sacromonte, movida por las ganas y la necesidad de vivir en la colonia, y había dejado a Javier solo con su padre putativo el mismo día en que cumplía dos años. Ellos se habían quedado en la Alhambra, aunque se habían trasladado a otro palacio. Mateo no soportaba ya la cámara de Carlos V rondada por el fantasma de la mujer a la que seguía amando, y se había instalado en uno de los pabellones del Generalife, cerca de las huertas. Javier pasaba el día con la familia Delhorme y volvía con Mateo a la caída de la tarde, cuando su padre bajaba de Sierra Nevada. Se lo encontraba invariablemente con el espinazo encorvado hacia el sembrado, las manos encallecidas y quemadas de portar bloques de hielo. Entonces, volvían los dos juntos a los cuartos de la planta superior, con sus inmensas paredes de escayola decoradas con arabescos, donde un taciturno Mateo pasaba el tiempo contemplando el Sacromonte vecino, lamentando su suerte o ahogando las penas en el rubí del valdepeñas del que lo abastecía el heladero Hurtado a cambio de una suma irrisoria. Al hacerse mayor, Javier se había distanciado de Mateo, a quien en su fuero interno reprochaba tanto el haberse quedado, como a su madre el haberse marchado. Pasaba las horas con los trillizos y Jezequel, y comía y dormía en casa de los Delhorme como si fuera el sexto miembro de la familia.

El primer año Alicia había organizado la restauración de los palacios de la Alhambra en función de las tomas de las niñas, y todo el mundo en el taller, desde los obreros hasta el arquitecto Contreras, se había plegado gustosamente a ello. Cuando fueron un poco más mayores, los niños la habían acompañado por las salas en obras, hasta que al final acabaron quedándose a solas en sus habitaciones del Mexuar sin más vigilancia que la suya propia. Su padre se había ocupado de ellos en exclusiva durante los tres primeros años de vida, habituándose a una situación que los hombres de la ciudad, al igual que la mayoría de sus esposas, juzgaban humillante y degradante para la imagen paterna. Pero todo eso, tanto a él como a Alicia, les traía sin cuidado.

Clément ató la última cuerda de anclaje a la piqueta metálica clavada en la tierra y se echó hacia atrás el sombrero para secarse la frente con la manga de la camisa. Comprobó las otras dos fijaciones, que formaban con la tercera un triángulo isósceles en cuyo centro descansaba la cesta que contenía los instrumentos de registro. Por encima de su cabeza, a más de diez metros del suelo, flotaba un inmenso globo embutido en una malla tupida. En 1866 había podido comprar el material necesario para construir un nuevo prototipo y en mayo de 1867 había procedido a su primer lanzamiento, ante la estupefacción de la chiquillería. Ocho años más tarde seguían sintiendo aquella misma emoción.

Desde el incidente con Ramón, Delhorme había mejorado su sistema para la trampilla y utilizaba gas del alumbrado en vez de hidrógeno, un producto igual de inflamable, pero con un coste menos elevado. Alicia había decidido hacer de cada lanzamiento una fiesta e involucrar en ella a los granadinos. En un primer momento Clément se había opuesto rotundamente, recurriendo a los riesgos de explosión como un argumento irrebatible, pero su mujer los había desbaratado enseguida proponiendo que no se autorizase la presencia de espectadores hasta que el globo estuviera sujeto con sus cuerdas. El elemento decisivo lo había aportado el doctor Pinilla, quien, después de consultar a sus colegas de la facultad, había descubierto que la presencia de testigos y de la prensa local validaba de forma oficial cada una de las tentativas. Clément, a quien no le interesaban los honores, había resistido unos cuantos meses antes de claudicar cuando Alicia consiguió negociar el suministro y el pago del gas sustentador por cuenta de la Villa, con la salvedad de que todos los ciudadanos pudieran presenciar los lanzamientos desde la Alhambra. Mateo había invitado a un guitarrista amigo suyo, al que enseguida se unieron otros, con lo que se formó un conjunto de fandango que amenizaba cada ceremonia con melodías populares y composiciones novedosas.

Uno de los aeróstatos de 1873 había alcanzado una altitud de quince mil metros y registrado una temperatura de menos cincuenta y cinco grados, lo que llenó de orgullo a la ciudad entera. Desde entonces, todos esperaban un nuevo récord en cada lanzamiento y Clément, que antes había huido de la popularidad, acabó por habituarse a ella.

Se había levantado viento y el globo se mecía como una cabeza gigante. Para esta prueba, Clément había pintado la tela de negro y solo había conservado la mitad de las planchas de aluminio, repartiéndolas de tal modo que parecían cabujones. Este aspecto había impactado a los espectadores y al reportero presente, el cual, después de haber caminado alrededor de la instalación durante un buen rato, se había acercado a Clément para hacerle preguntas.

—¿Un disfraz de Arlequín? —repitió el meteorólogo para cerciorarse de haber entendido bien la pregunta, mientras la banda tocaba con frenesí—. No, no se trata de una cuestión estética. Venga conmigo.

Clément llevó al hombre a una zona apartada de la plaza, justo cuando sus hijos salían a todo correr por la Puerta de la Rauda.

—Papá, ¿es el mío? —preguntó Victoria tratando de ver las letras pintadas en la tela.

Su padre negó con la cabeza.

—El Irving. El Victoria aún no está reparado —añadió al ver su gesto contrariado—. Ve a decirle a mamá que lo soltaremos dentro de nada —le pidió poniéndole el sombrero en la cabeza—. El anemómetro se está volviendo loco.

—Sus trillizos tienen aspecto de encontrarse estupendamente —comentó el periodista—. ¿Podremos hacer un artículo sobre ellos, ahora que han crecido?

—Todos los años me pregunta lo mismo…

—Y todos los años me dice que no. Pero esta vez es para otro periódico que va a salir dentro de poco: El Pensil Granadino. Solo hablaremos de ciencia, arte y literatura. Este caso bien merece un especial, puede que sean los primeros del mundo en sobrevivir los tres y han nacido aquí. ¿Qué me dice, pues?

—¿Pues? Como usted sabe, todo gas se dilata con el calor, por lo que constituye el principio de los artefactos de ascensión —respondió Delhorme eludiendo la pregunta, ante la expresión ceñuda del periodista—. Y gracias al sol y al color negro del tejido, el gas contenido en mi globo se va a calentar. ¡Mire!

Clément cogió un pedazo de madera y trazó unas ecuaciones en el suelo de arena.

—Si la densidad del gas es de 0,3, será un 0,7 del peso del aire, lo que significa 794 gramos por metro cúbico a una temperatura del aire de 30 ºC y solamente 650 a menos 20 ºC. La ganancia, por tanto, es de 144 gramos por metro cúbico y mi globo tiene 500. ¿Me sigue?

El periodista se quedó callado, preguntándose si el ingeniero lo decía en serio o si se burlaba de él.

—Si solo tomo el primer término de la fórmula de Laplace para calcular la fuerza de ascensión…

—Adelante —dijo el hombre, que había dejado de tomar apuntes.

—… y calculo que el peso del globo es de 50 kilos, entonces la altitud resultante será…

Escribió el cálculo en el suelo.

—16.398 metros en invierno y 18.232 en verano —concluyó, rodeando el resultado con un trazo como si fuera un profesor—. Lo que hace casi dos mil metros de ganancia solo por el efecto del sol.

—Así pues, con el calor que hace hoy, tiene esperanzas fundadas de batir su récord —resumió el periodista, que había obtenido de este modo el dato que había venido a buscar—. ¡Estamos en junio!

—No del todo —lo apaciguó Clément—. Hay un elemento que no he tenido en cuenta: el valor lineal del vector rayo de sol.

—Ah…

—Es más fuerte en el solsticio de verano que en el de invierno.

—Pero eso es bueno, ¿no? —tanteó el hombre.

—Sí, si nos encontramos en el hemisferio austral. Pero no es el caso.

—No, no es el caso… ¿Qué escribo entonces?

—Que, austral o no, Laplace o no, hoy soplan corrientes ascendentes que van a elevar este artefacto hasta las estrellas. Fíjese dónde están las golondrinas —concluyó Delhorme con un movimiento de la mano, mientras los habituales pescadores de la Torre de la Vela recogían sus trastos, al no haber podido atrapar ninguna—. ¡Hace años que esperaba una situación así!

Mientras los dos hombres se alejaban, un extranjero vestido con un traje grueso de pata de gallo y tocado con un sombrero hongo se acercó a ver los cálculos trazados en la arena; los leyó, comentó algo en francés y los borró con el pie. Se desanudó la corbata corta y se abanicó con ayuda del sombrero. Se quedó apartado de la concurrencia, mientras Alicia tomaba la palabra para proceder al lanzamiento. A una señal suya, las tres cuerdas de anclaje fueron soltadas y el globo se elevó rápidamente adoptando una forma achatada en la parte superior. Clément observó con los prismáticos el balanceo de la barquilla, cuyas oscilaciones no superaban el límite que había calculado para la seguridad de su instrumental de registro. Cesaron a los trescientos metros aproximadamente, tal como había previsto, lo cual le arrancó una sonrisa cómplice con su mujer. La muchedumbre jubilosa y abigarrada se dispersó rápidamente, pues la sonda ya solo era un punto luminoso que se dirigía al sur hacia La Zubia. El francés, que no se había movido de su sitio, esperó a que Delhorme fuese a su encuentro, como así hizo, avisado por los niños, que no habían perdido de vista al viajero desde que había llegado a la Alhambra.

—Me han dicho que me busca, señor —le dijo Clément después de presentarse y haberle estrechado la mano calurosamente.

—Soy Théophile Seyrig, el socio de…

—¡Qué alegría! ¿Cómo está su colega? Y llega usted el día mismo del lanzamiento, un gran placer para mí. ¿Qué le parece? —preguntó levantando la cabeza hacia el punto que emitía destellos intermitentes en el cielo—. ¿Le interesa la ciencia meteorológica, señor Seyrig?

—Debo admitir que no tengo conocimientos contrastados sobre la materia.

—Gustave y yo mantenemos correspondencia sobre el tema desde hace casi doce años —continuó Clément llevándolo por los jardines en dirección a sus aposentos del Mexuar.

—Me lo ha dicho, es un tema que también le apasiona. He venido a recoger los cálculos del puente sobre el Duero —declaró sin andarse con rodeos.

—Los cálculos, sí, los cálculos… Pues lo siento —murmuró Clément ralentizando el paso.

—¿Qué sucede? ¿No los tiene?

Seyrig se había parado. La situación no era para tomarla a broma: él era el autor de las primeras estimaciones establecidas en el anteproyecto que se había presentado a los portugueses, que debían tomar la decisión final. Durante mucho tiempo, Seyrig se había opuesto a la decisión de Eiffel de recurrir a Delhorme para que las afinase.

—No, no, no es eso —respondió Clément, percibiendo la ligera decepción que había asomado al semblante de su interlocutor—. Están hechas desde hace dos semanas, por ello había sugerido a Gustave que se las enviaría para evitarle a usted el viaje hasta Andalucía.

—Fui yo quien decidió venir. He de viajar a Oporto para entregar la documentación actualizada.

—En tal caso, me da usted una gran alegría —exclamó Delhorme al tiempo que localizaba su globo con los prismáticos. Calculó que su altitud era de mil metros—. Podremos hablar de ello en cuanto vuelva.

—¿Cuánto tardará?

—He ajustado el mecanismo del reloj para que inicie el descenso dentro de una hora.

—Entonces podemos vernos esta tarde —se tranquilizó Seyrig.

—O mañana —propuso Clément—. Dependerá del tiempo que tarde en encontrarlo. Se dirige hacia el suroeste y probablemente caerá en una zona montañosa de la sierra de la Tejeda. En cualquier caso, es nuestro invitado esta noche.

—Me he instalado ya en el hotel Los Siete Suelos.

—Los niños irán a recoger su equipaje. Sería un error venir a Granada y no dormir en la Alhambra. Peor: ¡sería un delito! En Alicia tendrá al mejor de los cicerones —añadió—. Y así dispondrá de tiempo para leer mi propuesta. He empleado ecuaciones diferentes de las suyas, en especial para la resistencia de los materiales al viento, lo que me ha permitido aumentar la precisión de los resultados. Venga conmigo, se los daré.

Las cuatro habitaciones estaban situadas en la planta de la sala del Mexuar, a lo largo de un pasillo, y daban al Patio de Machuca y a las murallas de la Alcazaba. El interior, de inspiración mora, mantenía el aspecto ruinoso que habían dejado las sucesivas ocupaciones precedentes: pisos de madera deslustrados y estropeados, frescos medio cubiertos de hollín, madera mohosa o astillada en los marcos de puertas y ventanas, cuya renovación postergaban los Delhorme año tras año por falta de tiempo. En cualquier caso, la Alhambra entera era su patio de recreo.

Después de comer en compañía de Alicia y los niños, Seyrig aprovechó que todo el mundo se retiraba a echar la siesta para leer el informe de Clément. Más que los resultados, que a su modo de ver eran de una precisión notable gracias al empleo de algoritmos de siete decimales, le había impactado la belleza de Alicia, que superaba la de todas las mujeres de la alta sociedad parisina que había conocido y de todas las españolas con las que se había cruzado antes de llegar a Granada. Como no conseguía concentrarse lo bastante en su labor, salió del salón, que el matrimonio Delhorme había transformado para él en cuarto de invitados. El piso parecía desierto. Fuera, las Placetas, la gran explanada de tierra que se extendía delante del palacio de Carlos V, estaba también sin un alma, pese a que en opinión de Seyrig el calor no era del todo insoportable. Tan solo resonaban los pasos de dos viajeros ingleses que, extrañados de no encontrar allí a nadie, se precipitaron hacia él para preguntarle, con efusiva amabilidad, si conocía a la señora Delhorme. Alicia parecía ser el punto de contacto obligado para todo aquel que deseara visitar los palacios en reparación. Seyrig fingió no entenderlos cuando ellos lo abordaron, primero en español y a continuación en inglés, pero no le quedó más remedio que responder a su francés pasable. Les indicó que Alicia no se encontraría disponible hasta el día siguiente, pues no estaba dispuesto a compartir a su anfitriona con dos extranjeros, ni aun venidos de allende los mares. «Ni siendo polacos», pensó, dándose cuenta de lo a gusto que se había quedado después de mentirles. Los otros se resignaron a dejar para otra ocasión su visita a la Alhambra, se despidieron y decidieron ir a arrastrar el cuero de sus zapatos John Lobb al Sacromonte, con objeto de mezclarse unas horas con la miseria del mundo.

Seyrig volvió a su cuarto sin cruzarse con nadie y se quedó un buen rato de pie delante de la ventana abierta, admirando el estanque y los árboles del Patio de Machuca, dejando que sus pensamientos vagasen sin rumbo fijo, pasando de Alicia Delhorme al puente sobre el río Duero y a su sociedad con Eiffel, que se le antojaba cada vez menos equitativa.

Cuando ella fue a buscarlo para llevarlo a ver los palacios, se había quedado dormido encima de la cama con la chaqueta puesta. La visita fue un incesante maravillarse ante los elementos arquitectónicos, una experiencia gracias a la cual pudo admirar todos los conocimientos de los constructores nazaríes y la idoneidad de las reformas llevadas a cabo por Alicia. Cuando regresaron a sus aposentos, el sol del atardecer teñía Sierra Nevada de reflejos leonados. Clément aún no había vuelto.

—A veces le pasa que la noche interrumpe sus búsquedas y se queda a dormir en casa de algún campesino o en un aprisco de la montaña —le explicó ella.

—Es verdad, una vez papá se resguardó en un refugio por culpa de una tormenta —corroboró Victoria, que estaba poniendo la mesa para la cena—. Cuando salió, el río bajaba tan crecido que ya no pudo cruzarlo con Barbacana.

—¿Barbacana? —repitió Seyrig, divertido.

—Nuestra burra —respondió ella.

—Es una mula —la corrigió Nyssia.

—Entonces regresó a la casucha abandonada —prosiguió Victoria—, y resultó que había otra persona. Un viejo sabio.

—Era el ovejero —intervino Nyssia—. Que había vuelto a su casa.

—Pero eso no quita que fuera un sabio, muy muy viejo, que le contó un montón de secretos de la Alhambra —continuó la pequeña dejando el manojo de cubiertos encima de la mesa—. ¡Tenía más de cien años!

—Un viejo loco que le contó las leyendas del lugar, poco más —dijo Nyssia, que se había parado, de brazos cruzados, delante del invitado—. Disculpe a mi hermana, es que tiene mucha imaginación —añadió con tono amable—. ¿Cómo se vive en París, señor Seyrig?

—La verdad… —respondió él, un tanto desconcertado—. ¿Qué quiere saber, jovencita?

—Todo. Cómo vive la gente, qué comen, a qué hora, qué hacen por la tarde, el teatro, la Ópera, los bailes… ¿Hay mucha música en las calles? ¿Cuál es la última moda?

—¿Es cierto que en invierno hace mucho frío? —intervino Victoria con su voz todavía infantil.

Seyrig lanzó una mirada a Alicia, quien, en lugar de acudir en su rescate regañando a su progenie curiosa, esperaba ella también una descripción pormenorizada. Él se aplicó lo mejor que pudo, ya que cada respuesta conllevaba su lote correspondiente de nuevas preguntas. El rato de la comida no bastó, los varones también participaron en el coloquio y el torrente no cesó hasta el momento en que Javier se despidió de ellos, cuando Mateo pasó a recogerlo.

Todo en aquella familia le resultaba sorprendente. La libertad de los niños, que, aunque respetuosos y educados, intervenían en las conversaciones como adultos; la ausencia de criadas cuando no faltaban ni en la más pequeña familia burguesa de la ciudad; aquella mujer que había estudiado una materia reservada exclusivamente a los hombres, y su marido, el cual, pese a haber formado parte del cuerpo de ingenieros de la École Centrale de París, jamás había extraído de ello la más mínima utilidad profesional y había aceptado el encargo como si fuese un favor a un amigo o simplemente un desafío.

«Y sigue sin llegar», pensó Seyrig, decepcionado, mirando las agujas de su reloj de bolsillo, que habían rebasado ya las once, aun cuando llevaba rato sin acordarse de Delhorme. El ingeniero aprovechó para retirarse a su cuarto. Se tumbó en la cama y repasó los documentos de la carpeta para hacer tiempo hasta que lo venciese el sueño, pero no hubo manera, los cálculos le exigían demasiada concentración. Suspiró, se levantó y se dirigió a la ventana atraído por un runrún curioso procedente del exterior. Al abrirla, el runrún se amplificó y se descompuso en diferentes sonidos característicos: voces, risas, taconeos y arrastrar de suelas que, junto con los cantares por fandangos y el repiqueteo de las castañuelas, formaban una alegre vorágine.

—¿Oye esta melopeya? Es el corazón palpitante de la ciudad —dijo una voz a su espalda.

Se dio la vuelta y vio a Clément, parado en el centro de la estancia, con el registrador en una mano, protegido por una caja de madera. Llevaba la ropa cubierta de polvo, así como el fular, que le tapaba el cuello hasta el mentón. Seyrig envidió aquel aspecto de aventurero, él que nunca se había atrevido a vestirse sino con el atuendo más sobrio con el fin de reforzar el carácter serio de su posición profesional, pero enseguida cambió de parecer al imaginarse la vergüenza que le daría ir vestido con un atuendo tan extravagante.

—Venga —añadió Delhorme haciéndole una seña para que fuera con él.

Al pasar por su despacho, dejó el instrumental, colgó su sombrero (de ala tan ancha como la de los sombreros cordobeses) en un perchero cargado con otros atavíos, se hizo con un quinqué y llevó a su huésped al vestíbulo del Salón de Embajadores, al fondo del cual abrió un portillo de la muralla y a continuación encendió el farol.

—¿Y eso qué es? —preguntó Seyrig al ver el intrigante encendedor con botón de cuero que había manipulado su anfitrión.

Delhorme no respondió. Lo llevó por una escalera de caracol hasta la planta superior de la Torre de Comares y salieron por una galería abierta que comunicaba el pabellón superior con una segunda torre, esta con las paredes cubiertas de frescos renacentistas, hechos una ruina por el paso del tiempo y la falta de cuidado.

—El tocador de la Reina —comentó distraídamente el meteorólogo.

Salieron a un balcón que ofrecía unas vistas excepcionales de la ciudad. Más abajo se extendía el Darro, acurrucado perezosamente contra una avenida flanqueada por árboles y rebosante de gente.

—Se diría que la ciudad entera se hubiera dado cita aquí —comentó el socio de Eiffel.

—No olvide nunca este ambiente, no volverá a verlo en ningún otro lugar del mundo. Granada es una danza, una danza sin igual.

Clément se asomó entre las almenas como queriendo aspirar mejor la atmósfera.

—¿Qué hay de la situación política? —preguntó Seyrig—. Aquí todo parece tan tranquilo y relajado, cuando la monarquía ha recuperado el poder.

La primera República española acababa de sucumbir como un niño atacado por la viruela a la edad de dos años, y había sido sustituida por el joven rey Alfonso XII.

—En París los refugiados dicen que los carlistas y los anarquistas van a llevar al país a la guerra y que hay insurrecciones por doquier. Yo tenía algo de miedo con este viaje a Granada.

—Las turbulencias se localizan en el norte y, como extranjero, no corre peligro. En el sur no se ha organizado ninguna rebelión. Los andaluces son gente tranquila. O resignada, no lo sé. Para el pueblo la vida sigue como antes, solo cambian los jefes… Qué más da, mientras tengamos noches tan hermosas y sobrecogedoras como esta, Granada seguirá siendo el paraíso en la tierra, la única libertad que nadie podrá arrebatarnos —concluyó admirando la belleza irreal de las luces que titilaban a sus pies.

—¡Toda una declaración de amor!

Clément se apoyó contra el balcón y lanzó una mirada en dirección al palacio del Mexuar.

—No, las declaraciones de amor las reservo para mi mujer.

«Cuánto le entiendo», pensó Seyrig, que se contuvo de decirle nada. Bajó furtivamente la mirada por temor a que la penumbra no bastara para ocultar su turbación.

—¿Y está satisfecho con su experimento? —preguntó, encantado de desviar la conversación hacia el asunto del día.

—Doce mil metros de altitud, pero eso no es lo más importante.

—¿Doce mil? ¡Pero nunca nadie ha llegado tan alto! Claro que es importante, ¡ha batido un récord!

Delhorme escuchó a Seyrig sin prestarle demasiada atención, mientras este le hablaba de los últimos aeronautas que habían realizado una ascensión científica oficial en Francia.

—Alcanzaron los ocho mil metros —insistió el ingeniero—. ¡Usted ha conseguido casi el doble!

Clément no se tomó la molestia de señalarle que tanto el Victoria como el Irving habían sobrepasado esa medida un montón de veces. La ascensión de aquel día le había permitido cruzar el frente isobárico de una depresión inmensa, que los otros lugares de observación indicaban que se desplazaba del norte de Europa hacia el sur, y estaba impaciente por utilizar los resultados de la medición. Pero, mientras buscaba el globo, se había perdido y a punto estuvo de pasar la noche en la sierra de la Tejeda, algo que le dejaba un regusto a trabajo inacabado. Debía encontrar un modo de evitarlo.

—¿Y los vuelos tripulados? ¿Nunca se lo ha planteado? —quiso saber Seyrig.

—Desde luego que sí, quién no querría volar hasta las estrellas. Pero de momento necesito economizar en la parte del peso, para poder meter el mayor número de instrumentos de medida. Algún día quizá…

Se quedó unos instantes absorto en sus pensamientos, con las manos en los bolsillos y la cara vuelta hacia el cielo. Ninguna nube velaba los astros de la noche.

—Quién sabe lo que podríamos encontrar allá arriba —agregó—. Aparte de un frío intenso, nada de oxígeno y, según me lo imagino yo, un silencio impresionante. No tengo ninguna gana de acabar como la tripulación del Zénith.

Un mes y medio antes, una intentona de vuelo ascensional se había saldado con la muerte de dos de sus tres pasajeros, tras una subida de altitud sin reservas de oxígeno.

—Leí lo que les pasó a esos pobres aeronautas.

—La atmósfera es tan peligrosa como la alta mar —concluyó Seyrig—. Pero hemos sido capaces de dominar los océanos…

—¿Usted cree? Los habremos domesticado el día que sepamos prever las tempestades para no tener que enfrentarnos más a ellas.

Abajo, en la calle, una guitarra empezó a tocar un aire flamenco arrebatado, al que respondieron los taconeos rabiosos de una bailaora, rápidamente tapados por una conversación alegre y ruidosa.

—Si somos capaces de no perder la humildad, entonces estoy de acuerdo con usted, Théophile, nada detendrá el progreso —declaró Clément hurgando en su bolsillo para sacar un objeto—. Me preguntaba usted antes por este encendedor, ¿verdad? Es un prototipo eléctrico. Lo he fabricado yo mismo a partir de la descripción de su inventor. La corriente pone al rojo un hilo de platino que enciende la mecha. Simple y práctico. Vea usted, no entiendo esta manía que tienen los hombres de patentarlo todo —añadió alargándole el artilugio.

Seyrig manipuló el botón de cuero, lo que hizo que se encendiera una llama.

—Impresionante, sin necesidad de gas… Pero es preciso proteger a quienes inventan y corren riesgos —objetó.

—¿Protegerlos de qué?

—¡Pues de la competencia!

—¡Una palabreja perversa que huele a tufo!

—Es usted un idealista, Clément. Sin ánimo de ofender, hay que estar loco o ser inmensamente rico para no estar sujeto a las constricciones de la economía.

—Yo lo que quiero es ser útil, solo ser un hombre útil.

El murmullo no bajó de intensidad hasta las dos de la madrugada, luego fue apagándose poco a poco. Las calles habían recobrado su calma cuando los primeros rayos del alba acudieron a barrerlas. Seyrig se despertó con dificultad, poco habituado a este ritmo, e hizo las maletas rápidamente. Los niños ya se habían ido a la escuela y Alicia dirigía en el Patio de los Leones una reforma, de la que le llegaba el sonido amortiguado de unos martillazos. Solo estaba esperándolo Clément, con Ramón, al lado de la berlina que lo llevaría a Murcia para coger allí el tren. Seyrig le entregó un volumen de parte de Eiffel.

—Casi se me olvida. No me lo habría perdonado —le confesó esbozando una sonrisa.

Viajes aéreos —comentó Clément leyendo la cubierta—. De Camille Flammarion. ¿Quién es?

—Un periodista científico del Siècle —le explicó el ingeniero—. Un hombre popular e influyente. Además, es aeronauta.

—Dele las gracias a Gustave de mi parte. Tome, para usted —le dijo Clément dándole una cajita de cartón—. Que tenga buen viaje.

Seyrig la abrió y sonrío. Dentro estaba el encendedor eléctrico, acompañado de una nota: «La ciencia está hecha para ser compartida». Se instaló cómodamente en el habitáculo y, antes de cruzar las puertas de Granada, ya estaba dormido. Se despertó cuando las mulas emprendían la subida por las primeras pendientes de las altas mesetas de la sierra de Huétor y se desperezó, feliz de disponer del vehículo para él solo después de un trayecto de ida en el que había viajado junto a diez pasajeros más, apretujados los unos contra los otros, en una diligencia en la que las suspensiones brillaban por su ausencia.

Tres días después tomaba asiento en un vagón de la Kitson & Co. y, al tiempo que lamentaba la dominación inglesa en la fabricación de trenes, partía de Murcia con destino a Madrid. Dieciocho horas más tarde se daba un baño en el hotel Roma y pasaba una mala noche en un cuarto que, aunque cómodo, daba a un cruce de calles ruidoso, cuyo zumbido nada tenía que ver con el de la Alhambra. A la mañana siguiente fue a la estación a pie, acompañado de un mozo, e hizo el trayecto hasta Zamora en nueve horas. Luego hizo una parada en Medina del Campo, donde se alojó en una casa de huéspedes que le había aconsejado Eiffel por su encanto y por su cocina, y allí se quedó todo el domingo por no haber más trenes. El lunes, después de diez horas de viaje durante las cuales pudo leer Noventa y tres entre dos conversaciones con los ocupantes de su banco, un misionero apostólico francés y su hermana que viajaba para reunirse con su prometido en Santiago de Compostela, la Fairlie Avonside se detuvo en la estación de Monforte de Lemos. Al despuntar el día siguiente, Seyrig encadenó con un nuevo trayecto hasta la frontera, en Valença do Minho, adonde llegó poco después del mediodía. Una vez cruzada la aduana, se durmió en el automóvil que lo llevaba a Viana do Castelo, donde lo aguardaba una cama limpia, así como un segundo baño, en la pensión Fondiz, cuya dueña se ocupó de lavarle la ropa.

Diez días después de despedirse de Delhorme, el viernes 4 de junio a las tres y media de la tarde, entraba en berlina en Oporto y llegaba al Gran Hotel, rua Santa Catarina, tras lo cual se encontró con su contacto, Pedro Inácio Lopes, a quien entregó el proyecto con los nuevos cálculos.

19

La Alhambra, Granada,

lunes, 18 de octubre de 1875

Alicia se quitó el pañuelo que la había protegido del polvo durante la raspadura de la pared e inspiró hondo. Con las yemas de los dedos quitó los últimos restos de pintura que habían quedado adheridos y los pasó delicadamente por la pequeña superficie decapada. Rafael Contreras, que permanecía a unos pasos detrás de ella, emitió un silbido admirativo:

—¡Madre de Dios! Tenías razón, sí que hay un fresco debajo de la pintura.

—Y apuesto que ocupa todo el paramento —dijo ella apartándose con el revés de la manga los cabellos que se le habían pegado a la frente.

Alicia había descubierto por azar la obra oculta mientras limpiaba una pared de una de las casas adosadas a la Torre de las Damas. La porción que había sacado a la luz representaba una ceremonia nazarí en la que aparecían caballeros con traje de gala.

—Yo no sé quiénes son los criminales que han osado tapar esta obra de revoque, pero deberían llevarlos a juicio —dijo él, enojado, tocando el fresco a su vez.

—Bah, están todos muertos desde hace muchos siglos.

—¿Tú crees?

—Sí, es el mismo tipo de pintura que en la cámara del Emperador. Supongo que fueron los decoradores renacentistas —dijo Alicia, retrocediendo unos pasos para poder ver mejor el conjunto—. Bueno, qué, ¿conservación o restauración?

La elección no era fácil. Alicia y Rafael eran émulos de Viollet-le-Duc, el inspirador de la «restauración estilística», pero acababan de descubrir el único fresco pintado de toda la Alhambra.

—La conservación será delicada, la pintura está muy desconchada —estimó Contreras—. Pero merece la pena intentarlo.

—¿Has leído las orlas de la parte alta? Hay inscripciones en árabe por encima.

—Sin duda extractos del Corán. O indicaciones sobre el tesoro de la Alhambra —bromeó el arquitecto, plegando su escabel—. Esto debería gustarle a Clément.

Alicia no respondió. Le habían llamado la atención los símbolos geométricos intercalados en el texto, cuyas formas le recordaban los alicatados de la sala de los Baños.

—¿Estás segura de que son realmente las mismas? —dudó Contreras—. Todos estos almocárabes se parecen entre sí.

—De esos no hay peligro de que me olvide, ¡los tuve delante de mis narices durante todo el parto!

Rafael asintió con una expresión de empatía en el rostro, y se disponía a rememorar una de las numerosas anécdotas que seguía destilando sobre la inolvidable velada cuando de los jardines del Partal les llegaron unos gritos de júbilo.

—¿Ya es mediodía? —preguntó, preocupado.

—Si apenas son las once —respondió Alicia fiándose de la campana de la Torre de la Vela que acababa de dar la hora.

Javier entró a todo correr, seguido de Jezequel e Irving. Los tres rodearon a Alicia, a la que Javier casi hubiera superado en altura de no haber sido por la impresionante cabellera ensortijada de la señora Delhorme. Su maestro había interrumpido la lección cuando el empleado del telégrafo le había entregado un sobre y había suspendido la clase hasta el día siguiente, para gran alegría de los alumnos.

—¿Podemos ir a jugar al campo de pelota? —preguntó Irving.

—Yo me voy a pescar vencejos —le avisó Javier—. Está el cielo plagado.

Se marchó sin esperar la respuesta de los demás, que dudaron.

—¿Queréis ayudarme, niños? —propuso Alicia.

Jezequel preguntó con la mirada a Irving, que decidió seguir los pasos de Javier. Alicia se los quedó mirando mientras se alejaban, pensativa.

—Vamos a necesitar goma almáciga —indicó a Contreras—. Pidámosla ahora mismo a París. La tendremos aquí dentro de un mes.

Y se puso con el minucioso proceso de decapado de los pigmentos que ocultaban el fresco, mientras se preguntaba acerca del porvenir profesional que le esperaba a Irving. Javier y él eran inseparables, pero su hijo era tan discreto como expansivo era su hermano de leche, y tan reflexivo como instintivo era Javier. Su expediente escolar semejaba una travesía en medio de una balsa de aceite. A Irving no le gustaba ni sufrir ni provocar olas. «¡Ya podría tener un poco del temperamento de Javier! —reflexionó—. Pero lo quiero como es, y con eso basta», se reprendió a sí misma, al tiempo que desprendía un colgajo de revestimiento que ocultaba un rostro de mujer. Irving no había manifestado nunca el menor interés por ningún oficio en particular y Alicia albergaba la esperanza de que algún día descubriese que llevaba dentro la pasión por la arquitectura, mientras que Clément, por su parte, lo veía ya de ingeniero. Ella se lo llevaba a menudo a las reformas, pero el muchacho parecía tener siempre el santo en el cielo, tanto que ella había terminado por renunciar a todo proselitismo.

Cuando las mellizas regresaron de la escuela femenina, en el Albaicín, Alicia había recubierto con una tela la parte limpiada del fresco, una superficie ridículamente pequeña en comparación con el trabajo realizado, y colocó sus utensilios con el mismo cuidado que su primer día en Granada. En quince años solo había visto acabar cinco reformas. «Harán falta tres generaciones de Contreras para rehabilitarla entera», solía decir en chanza Rafael.

—¿Y los niños, mamá? —preguntó Victoria, con su alegría natural.

Nyssia, por su parte, había vuelto a poner cara larga y sujetaba un libro con los brazos cruzados por delante del vientre, como si se tratase de un peluche. Una vez Alicia les dijo dónde estaban, se fue detrás de su hermana a la Torre de la Vela sin la menor prisa. Cuando salieron a la terraza, Javier se había sentado en el suelo, en el lado opuesto al campanil, con la espalda apoyada en el antepecho y un espejo en una mano, totalmente inmóvil como un centinela, la mirada clavaba en Sierra Nevada. Cerca de él, en una jaula de mimbre, dos vencejos se dejaban las plumas de las alas intentado escapar de su prisión.

—Yo digo que no te va a avisar —aseguró Jezequel mientras reunía unos guijarros.

El adolescente de la tez cobriza depositó las piedras en el receptáculo que había creado Irving con el faldón de su camisa.

—Son las doce y media y su padre no ha enviado la señal —explicó a las mellizas que se acercaban a ellos.

—No es mi padre —soltó Javier en tono lúgubre, sin dejar de mirar fijamente el horizonte.

La relación de Javier y Mateo fluctuaba entre las desavenencias y las reconciliaciones, siempre iniciadas por el muchacho.

—Pues, si no es tu padre, ¿qué haces esperando aquí? ¿Te crees un perrito? ¡Guau! ¡Guau!

—Para, Jez —terció Nyssia para cortar de raíz la reacción previsible de Javier.

—Sí, para —coincidió Victoria, que se había sentado al lado de él—. Javier es como nuestro hermano. Así que, si quiere, nuestro padre es también el suyo, ¿vale?

—Vale —aceptó él con una sonrisa—. Mateo no es mi padre, pero le quiero —rectificó mirando a Jezequel—. Nunca me ha abandonado. Y no quiero que le pase nada malo.

Se habían puesto todos alrededor de él, cerca del borde de la terraza. El sol picaba como en los últimos días del verano y los niños saboreaban sus rayos con la misma fruición que si fuese una chuchería. Irving había depositado su reserva de guijarros en el suelo y Jezequel iba cogiendo uno tras otro, intentando darle a la campana, en vano.

—Es imposible, hay por lo menos quince metros —observó Irving.

—No sabes lo que dices —replicó Jezequel.

—Sí, mira, los sillares del parapeto miden medio metro y he contado treinta. Y la campana queda por lo menos a tres metros de altura.

—Para ya con tus cuentas, cualquiera diría que eres tu padre. Si no llego es porque tus guijarros pesan demasiado poco.

La imposibilidad de la tarea pareció motivar a Javier, que se puso de pie. Escogió dos piedras del montón, se puso una en cada mano, tomó impulso y las lanzó a la vez. El bronce vibró dos veces bajo el impacto de los proyectiles, desatando los hurra de los hermanos Delhorme. Los vencejos, que del agotamiento se habían serenado, se agitaron con más ahínco. Javier levantó los brazos haciendo la señal de la victoria y miró fijamente a Jezequel.

—¡Has hecho trampa, estabas más cerca! —discutió este último antes de retroceder por temor a las represalias.

—Niños, ¿habéis terminado de jugar al más fuerte? Y pensar que nacimos todos el mismo día —observó Nyssia.

—Ah, no, perdona, pero yo soy más mayor que vosotros —puntualizó Jezequel, a una distancia respetable.

—Por tres días —dijo Victoria dando un suspiro.

—¡Eso no quita para que sea el mayor de la panda! Y…

—¡Una luz! —exclamó Irving—. ¡He visto un destello en la montaña! —añadió señalando con un dedo en dirección al centro de la mole.

Todos se apiñaron contra el parapeto y gritaron hasta que relumbró un segundo punto luminoso en medio de la alfombra nevada de la sierra. Mateo había llenado de hielo las alforjas de su mula y se disponía a bajar. Javier había cogido su espejito y jugaba con el sol para responderle. El sistema lo había ideado Clément basándose en el modelo de los vigilantes nazaríes que, mil años antes, enviaban mensajes de alerta de montaña en montaña. El método permitía al nevero anunciarle su regreso a Javier. Iría a repartir su hielo por los cafés antes de la puesta de sol.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Victoria, que miraba con atención los destellos producidos por Javier.

El adolescente soltó una risa inesperada que enseguida reprimió; los rebeldes de verdad no caían en esas flaquezas y mostraban un semblante duro y decidido, que él intentó poner.

—No le he dicho nada, hermanita, no es un lenguaje como el del telégrafo, solo envío un rayo de luz para que sepa que he recibido los suyos —explicó.

—Ah… —dijo ella un tanto desilusionada—. ¿Por qué se fue vuestro maestro? —preguntó, en un cambio de tercio que solo ella era capaz de entender.

Los tres muchachos hicieron a la vez un gesto de no saber.

—Y a nosotros qué más nos da —dijo Javier guardándose el espejo.

—He oído decir que tampoco irá mañana —señaló Jezequel.

—A lo mejor está malo —sugirió ella.

—Es cierto que tenía mala cara cuando se marchó —sostuvo Irving, juntando los guijarros al lado del muro del campanil.

—Ojalá haya contagiado a nuestra regenta[4] —dijo Nyssia dirigiéndose hacia la escalera—. Vamos, Victoria, tenemos que prepararnos para esta tarde. Seguro que la enfermedad no ha querido saber nada de ella. Detesto las labores de aguja y las lecciones sobre buenos modales.

—¡Pues si crees que a mí me gustan las clases de retórica y poesía! —rezongó Javier.

—¡Encima quéjate, cuando es el señor Delhorme el que te paga los estudios! —dijo Jezequel—. ¡Todo para acabar de nevero!

No le dio tiempo a reaccionar cuando Javier ya lo había agarrado por la cintura y levantado del suelo. Se dirigió hacia el borde de la terraza desde el que la caída era más en picado. Jezequel daba pequeños gritos atemorizados.

—¡Parad! —chilló Victoria, que buscó la ayuda de su hermana.

—Que se las compongan solitos —repuso Nyssia—. Son tan tontos como los vencejos que atrapan.

—Puede que yo acabe de nevero, como Mateo, pero tú acabarás hecho papilla —dijo Javier con frialdad.

—No: más tontos —confirmó ella, y desapareció por el vano de piedra.

—Pídele perdón —aconsejó Irving a Jezequel—. ¡Rápido!

—Vale, ¡lo siento! ¡Y ahora suéltame! —gritó él mientras Javier hacía el ademán de tirarlo por encima del parapeto.

Su atormentador cambió de idea, abrió los brazos y lo dejó caer con todo el peso de su cuerpo contra el suelo de ladrillo.

—¿Estás bien, Jez? —preguntó Irving, preocupado, viendo que el chico se llevaba la mano al cuerpo, por debajo de la camisa, haciendo una mueca de dolor.

Jezequel le dijo que sí con la cabeza y respondió en tono irritado:

—Estoy bien, no pasa nada. Mi escama de oro está intacta.

Sacó la cadena que llevaba alrededor del cuello y comprobó lo que había intuido al tacto.

—Has tenido suerte —le espetó a Javier, que acababa de coger del suelo la jaula de mimbre—. Me vengaré cuando sea más fuerte que tú.

—¡No digas eso! —exclamó Victoria.

—No te preocupes, eso no va a pasar —se burló Javier.

—Sí que pasará. Siempre acaba pasando.

—Lo siento, estaba de broma. Somos amigos, ¿no? Tres amigos. Venga, vamos a vender los pájaros al mercado esta tarde —propuso sosteniendo la caja con el brazo estirado delante de la cara de Jezequel—. ¡Nos repartiremos las monedas!

Jezequel se apoderó de la jaula con un movimiento vivo e inesperado y, echando a correr hacia la salida, la abrió para que escaparan los vencejos y a continuación se fue corriendo por la escalera, seguido de Javier.

—Al menos esos dos han salido ganando —dijo Victoria a Irving recogiendo la jaula tirada—. Oye, ¿qué es un sedicioso?

—Qué pregunta tan rara… ¿Por qué?

—Por nuestra regenta. Dijo que vuestro maestro era un sedicioso.