VI
20
Oporto, Portugal,
lunes, 18 de octubre de 1875
La aprobación real llegó el 5 de octubre. Eiffel, a quien durante la espera le gustaba repetirse que su proyecto era el más audaz y barato de todos, había terminado por convencerse de que la comisión no podría sino validar los cálculos afinados de Clément Delhorme. Cuando llegó el telegrama, no había dado la impresión de sorprenderse, había avisado a su cuñado Joseph Collin, al que había contratado hacía dos años para supervisar las obras más importantes, y había embarcado con él al día siguiente. Los dos hombres habían llegado a Oporto el 16 de octubre, con el organismo afectado después de diez días de viaje en diligencia. El mar, demasiado agitado, les había impedido tener una travesía agradable. Joseph había visto en ello un presagio de que los elementos les iban a ser desfavorables; Eiffel, un medio de profundizar aún más en sus conocimientos sobre todos los factores que tendrían que dominar en el emplazamiento de la obra.
—¡Dios bendito, está muy alto y es más impresionante que en los planos! —exclamó Joseph nada más llegar a la cima de la colina que se erigía en la orilla derecha del Duero, en el barrio de la plaza de la Ribeira.
Habían rodeado un enorme edificio de estilo austero y desnudo y se habían detenido en lo alto de un promontorio al que solía ir la gente cuando salía a pasear. En esos momentos solo había tres muchachos, que se hicieron a un lado cuando los vieron llegar y siguieron fumando sin preocuparse por esos dos viajeros venidos para admirar la panorámica.
—No lo entiendo, Gustave —dijo Joseph, preocupado, tras haber desplegado un plano de la urbe en el que estaba dibujado el sitio en el que construiría el puente—. Según mis indicaciones, estamos aquí —afirmó, apoyando el índice en un rectángulo negro a orillas del río—. Justo detrás queda el cementerio, que en el plano está ahí, lo he reconocido cuando el cochero nos ha dejado.
—¿Entonces?
—Entonces, según tus cálculos, el puente debe llegar justo al lugar en el que nos encontramos, lo cual implica que la vía del tren atravesará ese cuartel por la mitad.
La observación hizo sonreír a Eiffel.
—Lo que me describes es exacto, salvo por dos detalles. En primer lugar, no vamos a cortar por la mitad ese edificio, vamos a pasar por debajo de él, a diez metros.
—¡Un túnel! Pero ¡no me habías dicho nada!
—No entraña ninguna dificultad —indicó Eiffel sonriendo—. Yo no he elegido el emplazamiento del puente ni el trazado de las vías. Pero, aunque hubiese sido necesario pasar por encima del edificio, habríamos encontrado una solución.
—¿Y cuál era el segundo detalle?
—Que no es ningún cuartel, sino un orfanato.
En ese preciso instante un sacerdote con sotana salió de él, dio unos pasos por la terraza y riñó a los tres adolescentes, quienes, sorprendidos, arrojaron los cigarrillos por encima del parapeto sin demasiada discreción y regresaron a regañadientes al internado bajo las invectivas del religioso, tomando cuidado de escoger una puerta alejada de la que había surgido el hombre. Este, sorprendido por el truco para esquivarlo, se remangó y puso por testigos a Dios y a todos los santos. Solo entonces reparó en la presencia de los dos extranjeros que lo observaban, y les dedicó una mirada torva antes de entrar en el edificio con paso firme y decidido.
—Creo que un cuartel hubiera sido más tolerante —suspiró Eiffel mirando al cielo.
El incidente lo había alertado del riesgo de posible oposición a la obra. El avance del progreso no siempre seguía los mismos derroteros que determinadas órdenes, sobre todo cuando debía pasar por debajo de sus cimientos.
—Iremos a hacerles una visita —dijo a Joseph mientras observaba la fachada con sus cien ventanas—. Les explicaremos los numerosos beneficios que aportarán estas obras. Dominar todos los factores del entorno —añadió para sí.
El río, que formaba una frontera natural al sur de Oporto, había impedido hasta ese momento que la ciudad pudiera tener estación de tren. Esta se hallaba en Vila Nova de Gaia, en la orilla izquierda, y había favorecido la implantación de compañías vinculadas al comercio de vino en esa margen del río.
—El corazón de la actividad económica de la ciudad está justo delante de nosotros —indicó Eiffel—. ¿Qué hora es? —preguntó de repente.
—Las diez y media —respondió su cuñado sin sacar el reloj de su bolsillo.
Joseph tenía la manía de consultar la hora cada dos por tres y, con el paso del tiempo, lo que había sido un mero capricho se había convertido en una obsesión, por lo que todo el mundo se volvía hacia él cuando quería saber la hora. Se había convertido en la referencia en lo tocante al tema, y aun así Joseph no conseguía llegar puntual a los sitios.
—Vayamos ahora.
—¿Adónde?
—No lejos de aquí, a doscientos metros. Ahí delante —precisó, señalándole la otra orilla del río.
Recorrieron a pie el kilómetro y medio que los separaba del puente Doña Maria II, el único paso existente sobre el Duero.
—¡Una pasarela, sí! —exclamó Joseph mientras lo cruzaban—. ¡Y de pago, para colmo!
—Es un tanto sobria —dijo Eiffel, apartándose para dejar pasar una berlina.
—¿Y has notado cómo ha oscilado? —insistió Joseph.
Eiffel se había parado en el centro del puente para observar las cadenas tendidas.
—La concepción es antigua, pero se encuentra en buen estado. Y los contrafuertes parecen sólidos. Las oscilaciones son habituales en este tipo de obra. Bastaría con sustituir las cadenas por cables y hacer más rígido el tablero.
—Roza las olas. El nuestro lo va a dejar en ridículo, obsoleto —fanfarroneó Joseph, con la moral revigorizada.
—El nuestro está previsto para que pase un tren por él —lo atemperó Eiffel.
Alzó la vista hacia el orfanato que dominaba la ciudad. Se había comprometido a construir un puente desde las dos márgenes, sin un pilar para sostenerlo entre los ciento sesenta metros que las separaban, encajándose ambas mitades en el centro del río y resistiendo pesos de quinientas toneladas. Una primicia para los talleres Eiffel, para los ingenieros civiles franceses, para los transportes en Europa. El contrato les daba veinte meses para terminar las obras. Él se había rebajado a desempeñar el puesto de jefe de obra y estaba entusiasmado ante la perspectiva.
—¡Mira los rabelos! —dijo al descubrir las barcazas de fondo chato y proa levantada, llenas de barriles, que bajaban en fila india por el río de reflejos amarillos.
Las embarcaciones arribaban al puerto desde los muelles de Vila Nova de Gaia para enviar sus preciosos caldos con destino a Inglaterra y a Brasil.
—Recuérdame que le lleve unos cuantos a la familia para Navidad —dijo Eiffel reanudando la marcha—. En Francia no es fácil encontrar.
Salieron del puente y subieron por la margen izquierda siguiendo un camino hoyado por numerosas rodadas dejadas por las carretas de bueyes, y a continuación treparon hasta lo alto de la colina. Enfrente se veía el orfanato.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Eiffel—. ¿Una hora?
—Cincuenta minutos —anunció Joseph, y cerró con un chasquido la tapa del reloj.
—Hoy en día los viajeros que vienen de Lisboa se bajan en la estación de Vila Nova de Gaia, después de ocho horas y media de trayecto. Luego, o bien terminan yéndose a pie con sus maletas, o arriendan una berlina que los acerca a la ciudad al paso. Mañana cruzarán el Duero en cuestión de segundos desde este punto y aparecerán en el corazón mismo de Oporto. ¿No es esto el progreso?
El recuerdo caótico de su llegada hizo asentir efusivamente a Joseph.
—Habrá que levantar lo más rápido posible las dependencias para los ingenieros y los capataces —indicó Eiffel—. Entretanto, búscales un hotel o una pensión bien cerca. No permitiré que mis colaboradores se dejen el alma en trayectos inútiles.
—¿A los obreros los reclutaremos aquí?
—A los menos cualificados, sí. Pero haremos venir de París a los remachadores. No puedo correr riesgos. Calcula en torno a ciento cincuenta personas.
Los dos hombres escrutaron las pocas casas desperdigadas en los aledaños del orfanato.
—No será fácil —concluyó Joseph—. Aparte de esa escuela, no se ve por aquí ningún edificio con suficiente capacidad.
—¡Tienes razón, convence al orfanato!
—Pero yo no he…
—Buena idea. Alojarse en su casa zanjará cualquier intención por su parte de oponerse a nuestra presencia. No voy a consentir que un sacerdote fustigue mi puente como si fuera obra de Satanás. ¡Estarán ahí para bendecirlo el día de la inauguración!
Eiffel dio tres pasos en dirección a la pronunciada pendiente cubierta de árboles que bajaba hasta la orilla. Construir unas carreteras de acceso iba a ser también prioritario.
—Por último, propón a los obreros que se alojen allí —añadió—, incluso a los que vengan de Oporto. Eso reforzará el espíritu de equipo. ¡La ciudad entera ha de sentirse implicada, la ciudad entera!
Joseph se lo quedó mirando fijamente, y Gustave creyó que era efecto del cansancio. Desde el fallecimiento, once años atrás, de su mujer, Laure, hermana de Gustave, Joseph oscilaba entre las dudas y el tedio, pese a que la familia Eiffel al completo se había volcado con él. No se sentía nada a gusto haciendo el papel de jefe de obra, él, que había hecho su carrera en las herrerías, pero no quería decepcionar a nadie y sobre todo no a su difunta esposa. Sus grandes patillas le tapaban una parte de las mejillas y siempre parecía tener los ojos entornados, unos ojos rasgados subrayados por unas ojeras. Aunque le escaseaba el cabello en la coronilla, lucía unos rizos ensortijados a la altura de la nuca y de las orejas. Todo le parecía una prueba que superar, y su espalda iba encorvándose un poco más en cada obra. Gustave, que lo sabía, le dio una palmada de ánimo antes de subirse el cuello de la chaqueta. El viento había arrancado a las nubes un sirimiri que calaba hasta los huesos y les dejaba la cara salpicada de gotas. En cuestión de unos segundos estuvieron cubiertos de humedad. Su lucha contra los elementos acababa de comenzar.
El ingeniero Lopes se limpió la boca antes de proponer el cuarto brindis.
—¡Por nuestra colaboración, senhor Eiffel! Me alegro muchísimo de volver a verlo. Jamás lo dudé —dijo poniendo a Joseph por testigo—. Nunca. Su proyecto era el mejor, siempre lo dije. ¿Verdad que sí?
Eiffel asintió con la cabeza y le dio las gracias a su vez. Joseph, más taciturno que de costumbre, no había tocado su feijoada.
—¿Querría tal vez probar otra cosa? —le ofreció Lopes—. ¿No le gusta el guiso de cerdo? ¿O las zanahorias?
Había elegido el Gran Hotel de Oporto por la calidad de sus platos, para que las papilas de sus huéspedes se habituasen agradablemente a la gastronomía local.
—No, está todo perfecto —lo tranquilizó Eiffel—. ¿Cuándo cree que podrá empezar con las licitaciones?
—En cuanto haya validado usted los diferentes lotes, mañana mismo si quiere.
—Habrá que comenzar la obra como muy tarde en enero —indicó Eiffel al tiempo que lanzaba una ojeada en dirección al enorme reloj de pared—. Concéntrese desde mañana en los trabajos de mampostería, es el lote más urgente.
—Pero ¿no estará usted presente?
—Tengo un nuevo negocio para el cual debo ir al Miño. Se trata de un puente sobre el Cávado.
—Perfeito! —se entusiasmó Lopes—. Sabía que Porto no sería más que el primer acto de una larga colaboración. Este país necesita del ferrocarril y el ferrocarril necesita de usted, senhor Eiffel —añadió, amagando levantar nuevamente la copa—. ¿Y cómo se encuentra monsieur Seyrig?
—Muy bien, en Pest supervisando las obras. Debería estar con nosotros la primavera que viene.
La noticia tranquilizó a Joseph: en ausencia de Gustave, podría apoyarse en la competencia de su socio. Así pues, se relajó y engulló con voracidad la feijoada abandonada, bajo la mirada perpleja de los otros dos comensales.
—Se puede decir que se adapta usted rápido a nuestra cocina, monsieur Collin —dijo Lopes a modo de cumplido cuando el camarero recogía los platos.
El salón en el que se encontraban, arreglado al más puro estilo victoriano para dar gusto a los muchos británicos residentes en Oporto o que estaban de paso, contenía solo otras dos mesas, y las tres estaban apartadas unas de otras. La primera la ocupaba una pareja de ingleses que parecían clientes asiduos y que bromeaban en portugués con el servicio. El hombre sentado a solas en la tercera de las mesas fumaba una pipa cuya cazoleta tenía cogida con la mano izquierda, mientras aspiraba el humo con la regularidad de un mecanismo de relojería, y tomaba notas en un cuaderno de pequeño formato según le iba viniendo la inspiración. Joseph se fijó en que no se molestaba en disimular el interés que despertaba en él la conversación cuando esta se centraba en asuntos más técnicos.
—Tengo la sensación de que aún quedan emisarios de la competencia por aquí —susurró a Eiffel, y lo señaló disimuladamente.
El comentario hizo sonreír al ingeniero portugués.
—En cualquier caso, esta mañana cruzamos por la pasarela pénsil y…
Joseph se interrumpió, con la boca abierta como si acabara de darle un ataque de apoplejía. Eiffel, que acababa de pisarle el pie izquierdo con el tacón del zapato, se limpió la boca con la servilleta con gesto distraído.
—¿Y? —preguntó Lopes, movido por la curiosidad, esperando a que el otro terminase la frase.
—¿Y? —insistió Eiffel.
—Y… los pilares son preciosos y la obra es de calidad —comentó Joseph, al que se le habían puesto de color púrpura las mejillas y los ojos como platos.
—Fue mi hermano el que construyó esa obra hace más de treinta años —anunció orgulloso el ingeniero portugués.
—¡Cuánto me alegro! —se apresuró a responder Joseph, aliviado por haber eludido la catástrofe.
Buscó ayuda en Eiffel, al que la situación parecía hacer bastante gracia. La pareja británica se levantó, desencadenando el ballet de camareros, que revolotearon alrededor de ellos antes de volver a ocupar sus respectivos puestos, inmóviles en un rincón del salón.
—He de dejarlos en breve —dijo Eiffel después de echar un nuevo vistazo al reloj de pared.
—Entonces ¿quieren que empecemos ya con la entrevista? —preguntó Lopes.
—¿Qué entrevista? —quiso saber Joseph.
El ingeniero de la Companhia Real dos Caminhos de Ferro Portugueses hizo una seña al hombre de la mesa vecina, que se acercó hasta ellos saludándolos. Vació la pipa en un cenicero, se la metió en el bolsillo de la chaqueta y puso su cuaderno de notas encima de la mesa, tras lo cual tomó asiento enfrente de Eiffel.
Lopes presentó a los dos franceses al periodista del Comércio do Porto, el periódico más antiguo de la ciudad.
—Venga —le dijo entonces a Joseph, invitándolo a ir con él al bar—. Dejémoslos a solas.
Pidieron una copa de vinho verde que tomaron de pie, delante de la barra, mientras Lopes le explicaba con pasión el origen y la fabricación de este vino singular.
—António Augusto de Aguiar dijo de él que es a un tiempo extraño, refrescante y dietético. Es nuestro más excelso profesor de química —puntualizó para dar más peso al testimonio, y entonces pidió otras dos copas.
Joseph lo escuchaba educadamente, mientras observaba a lo lejos la entrevista a través de la puerta abierta del salón. No podía oírlos, pero las manos de Eiffel se agitaban con elegancia y fluidez y su interlocutor parecía estar bajo los efectos de su embrujo.
—Fui yo quien contactó con el Comércio do Porto, a instancias del senhor Eiffel —le informó Lopes—. De momento los periódicos son prudentes, les cuesta imaginar que pueda construirse un puente ferroviario en ese lugar. Pero cuando lo vean salir del suelo y subir hasta la altura del orfanato, créame, ¡irán corriendo todos los días al sitio de las obras!
Bebieron de nuevo, en silencio.
—Es ciertamente extraño… —murmuró Joseph haciendo girar el vino en su copa de pie.
—Ya se lo había dicho —replicó Lopes—, pero no embriaga.
—Perdone, me refería a otra cosa —rectificó el francés—. ¿A qué distancia queda de aquí la ciudad de Barcelinhos?
—¿Barcelinhos? Qué pregunta tan extraña.
—¿Tan lejos está?
—No, a unos sesenta kilómetros. Pero no es una ciudad, solo es un pueblo. No encontrará nada digno de ver.
—Gustave se va a instalar allí para sus negocios, así estará a medio camino entre el Miño y Oporto.
Lopes puso cara de asombro.
—Qué lástima, el senhor Eiffel debería habérmelo dicho, le habría evitado el error. La línea de tren termina en Braga. Y hasta Barcelinhos hay una hora en diligencia. Sí, qué lástima —reiteró moviendo la cabeza—. No es precisamente el mejor sitio.
Eiffel irrumpió en el bar.
—Tengo que irme, contactaré con usted antes de que acabe la semana. Gracias por esta comida deliciosa, Pedro Inácio.
—El placer ha sido mío —respondió Lopes—. ¿Quiere que le busque un hotel en Braga?
Eiffel ya se había marchado.
—Es un hombre de ciudad —refunfuñó Joseph—. ¿Qué demonios va a hacer en el campo?
21
La Alhambra, Granada,
lunes, 18 de octubre de 1875
Clément salió de la Alhambra y cruzó los jardines hasta el Generalife, la finca rural de los reyes de Granada, situada en lo alto del Cerro del Sol, a unos cientos de metros frente a los palacios y el Sacromonte, con el fin de vigilar la toma de datos meteorológicos. Dejó el edificio principal y las ordenadas huertas y llegó al extremo oriental de la residencia, donde un mirador cuadrado con la fachada en ruinas por el paso del tiempo parecía querer retraerse del mundo, casi metido en las lindes del bosque. Clément era la única persona, junto con Alicia, que tenía la llave del recinto. Había decidido almacenar todo su material de vuelo y de observación en la pieza central del primer piso, debido principalmente a la existencia de un balcón protegido de las inclemencias y de las miradas, que él había acondicionado para sus instrumentos. Colocado encima de una mesa grande, su barotermógrafo registraba de manera constante la temperatura y la presión gracias a un mecanismo de relojería que había encargado construir especialmente en la ciudad suiza de Le Locle, en los talleres Favre-Jacot. A cada lado del impresionante aparato, el barómetro Fortin-Secrétan y el termómetro que el Observatorio de París enviaba a todos sus corresponsales daban la impresión de ser dos juguetes de tiempos remotos. Solo se utilizaban los días en que Clément embarcaba su aparato en el globo.
Anotó los valores observados a las siete de la mañana y a las dos de la tarde. Desde que usaba un cilindro para el registro de los datos sin solución de continuidad, ya no tenía que acudir varias veces al día y cansarse desplazándose por un camino que, aunque bordeado de parterres con flores y árboles protectores, no era sino una sucesión de cuestas a lo largo de todo el trayecto.
Orientada al oeste, la pieza había sido bajo la dominación musulmana un oratorio y después, en el Renacimiento, un saloncito; desde hacía un siglo se usaba como trastero de los diferentes talleres instalados por un gobernador anterior, antes de ser abandonada definitivamente. Clément había disuadido a Alicia de pretender renovarla. La mitad de la superficie al sol estaba ocupada por el tejido plegado que constituía el globo, con sus rombos de aluminio. La barquilla estaba guardada junto con la malla en el único armario, que también estaba cerrado con una llave que solo poseían ellos dos. Hasta Contreras desconocía que Clément ocultara allí dentro su tesoro.
El meteorólogo limpió con el plumero el espacio de alrededor de los instrumentos, pues el viento, que ahuyentando las nubes había hermoseado la tarde con sus ráfagas, había arrastrado partículas en suspensión hasta el interior de la pieza. Caminó entre restos de arena y desechos vegetales y tronó contra los gatos y las comadrejas que lograban saltar, los más hábiles, hasta el balcón. Dos veces se había encontrado alguno dentro de la pieza cerrada con llave, pero afortunadamente no habían causado estragos. El ruido regular, apenas perceptible, de las ruedas dentadas del mecanismo de relojería lo tranquilizó con respecto al buen funcionamiento del material.
Esta tarea era para él también la ocasión de meditar lejos de la agitación familiar. Algún día había conseguido quedarse allí una media hora o más, reflexionando mientras masticaba almendras o palitos de paloduz, oyendo a lo lejos a sus hijos, que habían salido a buscarlo, llamándolo al pasar justo por debajo de su refugio. De tanto en tanto oía también a Mateo arando su parcela a pocos pasos de él, monologando en voz alta. Esta ala del Generalife no estaba habitada y nadie se fiaba de las plantas superiores.
Al salir de su lugar secreto, Clément no vio a Mateo, que tiraba de su acémila, vacías las alforjas, por una de las veredas de las huertas de arriba. El hombre tuvo que gritarle varias veces hasta que logró sacarlo de su ensimismamiento. El francés fue con su amigo granadino, que le mostró sus manos quemadas por el hielo: había perdido los guantes por el camino pero no había querido regresar sin su mercancía.
—¿Cree que podría conseguirme un remedio? —preguntó el nevero—. Tengo que volver dentro de dos días y las llevo hechas un Cristo. Esta maldita montaña ya me quitó dos dedos hace diez años —añadió, enseñándole los muñones, cortados a la altura de la primera falange.
—No te muevas, aquí hay todo lo que necesitamos —dijo Clément revisando con la mirada los tramos de hortalizas.
Divisó un aloe cuyas grandes hojas majestuosas descollaban en medio de un cogollo de plantas aromáticas, partió una con ayuda de su cuchillo, la peló y untó las manos de Mateo con su pulpa.
—Dale, frótatelas —le indicó—. Tiene que penetrar en la piel.
El nevero se aplicó a conciencia.
—Tienes que volver a hacerlo esta noche y mañana, eso ayudará a que se te cure la piel —concluyó Clément entregándole una segunda hoja—. ¿Quieres un par de guantes?
—Los acepto gustoso. Tengo otro par, pero querría que me acompañase Javier para echarme una mano.
—Mateo… ya hemos hablado de eso…
—¡Sí, pero lo necesito! Yo solo no doy abasto. La espalda me trae por el camino de la amargura. Qué quiere usted, tengo cincuenta y tres años. Los otros neveros son más jóvenes que yo, suben más alto y cogen hielo de mejor calidad, que venden mejor. ¡Con Javier podré salir adelante!
—Pero él tiene aptitudes para los estudios, podrá llegar lejos —replicó Clément, con la frente arrugada en un gesto de contrariedad.
—Sé bien lo que hace por Javier, lo que hacen Alicia y usted, y les estoy muy agradecido. Pero ha llegado el momento de que lo deje —insistió mostrándole sus manos destrozadas.
Clément se quedó mirando un buen rato el suelo, donde una hilera doble de hormigas atravesaba la vereda bordeándole el zapato.
—Mateo, encontraré una solución… Dame tiempo, ¿de acuerdo? Solo un poco de tiempo. Mientras tanto, déjale que siga yendo a clase. Tres meses.
—Es que…
—Hasta Navidades. Si no tengo nada de aquí a entonces, aceptaré lo que tú decidas.
—¿Qué, papá, has hecho eso? —dijo Victoria, indignada.
La cena no fue precisamente sosegada, por la sucesión de turbulencias que desencadenó la noticia. Clément deseaba anunciársela personalmente a Javier escogiendo bien cada palabra y afrontar cuanto antes la reacción de sus hijos, en lugar de dejar que Mateo le comunicase una decisión brutal e irreversible para la que no habría tolerado la más mínima réplica. El carácter jovial del nevero se había perdido entre la hierba del Sacromonte aquella noche de 1863 en que había entregado la berlina de su hermano a los gitanos. Ramón le había perdonado pero, desde entonces, le fue devolviendo real a real el precio del coche. Su madre había acabado encontrando la vía al paraíso, después de numerosas temporadas en el hospital, al que regresaba convencida de la inminencia de la llamada de Dios a su lado y del que salía convencida por el equipo médico de la robustez de su salud, una tregua que ella atribuía a la intensidad de sus plegarias.
En febrero de 1870, mientras cruzaba la calle para acudir a ver una corrida de toros, la arrolló un remolque que maniobraba para entrar en el coso. El cacharro transportaba uno de los toros que debía participar en la lidia, un morlaco monstruoso y afamado que llegaba de Madrid, si bien Mateo y Ramón habían tomado por costumbre responder a todo aquel que preguntaba que su madre había terminado sus días pisoteada por las pezuñas del toro más feroz de España, lo cual era el final más glorioso imaginable, un final que ellos habrían sin duda soñado para sí. Aunque su parte de la herencia habría permitido a Mateo reducir considerablemente la deuda contraída con su hermano, seguía abonándole un cuarto de los ingresos obtenidos con la venta del hielo, ingresos que se fundían más deprisa aún que la nieve en sus alforjas, de modo que el depósito iba menguando al mismo paso que él se quedaba sin fuerzas.
—No puedes dejar que lo haga —insistió Nyssia, apartando su plato en señal de protesta.
—Es mejor que todos nosotros en mates y física —aportó Irving, abundando en el argumento—. Puede llegar a ingeniero, ¡como tú!
Javier permanecía callado, con la mirada clavada en su plato lleno.
—Lo sé, sé todo eso, hijos míos. Voy a hacer todo lo posible para evitarlo, pero quería que lo supierais. Los estudios son una ecuación de dos incógnitas, el porqué y el cómo, y estamos decididos a resolverla.
—Confiad en nosotros y empezad a comer el gazpacho —añadió Alicia—. Es tarde.
Mientras los trillizos parecían aún impactados por la noticia y ninguno se movió, Javier cogió su cuchara y se la llevó a la boca con su carga de sopa fría. Los otros hicieron lo propio y enseguida solo se oyeron los ruidos de los cubiertos al chocar con los platos hondos. Contrariamente a los usos de la época, el silencio jamás había acompañado una comida en casa de los Delhorme; el ambiente era pesaroso.
—Que el mercurio se descalabre y la presión baje —comentó Clément—. Si seguís así, nos espera un huracán. Vamos, todo va bien.
—De momento —repuso Victoria sin atreverse a alzar la vista.
Javier, que se había quedado con la cuchara cogida con el puño apretado, la dejó delicadamente en la mesa y se levantó.
—Siento causarle tantas preocupaciones, señor Delhorme.
—¡De ninguna manera! —respondió Clément rápidamente—. Siéntate y terminemos la cena.
—Hasta mañana —dijo Javier como si no le hubiese oído—. No se preocupe por mí.
—Como quieras, muchacho.
Javier salió sin volverse.
—Así tocaremos a más con el postre —bromeó Clément ante el semblante cariacontecido de sus hijos.
—¡Papá! —exclamó Victoria, al borde del llanto.
Se levantó sin permiso, cogió un farolillo y metió dentro una vela encendida, luego desapareció en la noche por la puerta abierta. Oyó que la llamaba su hermana, que quiso ir con ella, y también la orden terminante de su madre impidiéndoselo. Se arrepintió de su acto, que obligaría a sus padres a castigarla cuando ambos eran contrarios a los castigos.
Hacía una noche clara. Victoria distinguió a Javier cuando este salía del Patio de Machuca por el arco de cipreses. Apretó el paso, cogido el farolillo con el brazo estirado hacia delante para evitar las múltiples trampas del suelo, losas y raíces, y por poco no se dio un testarazo con él al salir al camino que bordeaba el palacio de Carlos V. Javier estaba inmóvil delante de una patrulla de soldados de la Guardia Civil que bloqueaba el paso, una decena de hombres con la cabeza tocada con el tricornio distintivo, armado el fusil, dirigidos por un capitán con el rostro picado y mostacho. Este empuñaba una pistola apuntando hacia el suelo con las manos juntas, con actitud desenvuelta, y dio una orden a una segunda patrulla que salió en dirección a la Alcazaba.
Javier puso los brazos en jarras al tiempo que Victoria se refugiaba detrás de su irrisoria protección. Tenía miedo, se parecían a los ejércitos de fantasmas de rostros descarnados de las leyendas que contaba su padre. El capitán guardó el arma en su funda y avanzó hacia ellos.
—Niños, llevadme a casa del señor Delhorme.
Victoria gritó: era la voz de un muerto.
22
Oporto-Braga, Portugal,
lunes, 18 de octubre de 1875
Había divisado la primera joyería de la rua das Flores. Eiffel había entrado en la tienda, con un bolso en cada mano, los había dejado en el suelo y había recorrido las vitrinas del platero a toda velocidad antes de regresar a un collar con motivos geométricos que le habían recordado los arabescos de la Alhambra. La joya había sido cincelada con la finura de una pasta de vidrio soplada, lo que le pareció extraordinario. Pagó, se guardó el estuche en el gabán como si de un pañuelo se tratara, recogió su equipaje y salió. La estación de la línea ferroviaria del Miño estaba situada al norte de Oporto y le haría falta media hora para llegar en berlina, es decir, justo a tiempo para subir al tren. Le daba rabia haber salido tan tarde del restaurante, pero su encuentro con el periodista había resultado fructífero. El hombre le había prometido que acudiría a las diferentes fases del avance del puente para redactar artículos al respecto.
Una vez en el coche, Eiffel se relajó. El cochero parecía haber entendido bien su petición. Aunque su español era impecable, su dominio del portugués no pasaba de rudimentario y, sobre todo, reciente. El ingeniero pensó en sus hijos y se prometió que les llevaría joyas de aquella misma joyería. Al poco de empezar a ver desfilar ante sus ojos las primeras casas de la rua Santa Catarina, se le cerraron los párpados. Notó el zarandeo del coche por las calles adoquinadas, oyó la animación del mercado central, mientras sus pensamientos fluctuaban en su conciencia adormilada. Las imágenes de sus últimas obras de ingeniería se mezclaban con las de sus proyectos en curso. Soñó que estaba en un camino de Bolivia, donde dos años antes habían erigido una de esas obras en las condiciones más arduas. Acarreaba a hombros con un puente plegado, y al ver a Seyrig en la orilla de un río, le gritaba: «¡Tengo el puente portátil!», y lo dejaba a los pies de su socio, sacaba unas piezas con forma triangular y añadía: «¡He dado con la solución, tenemos que patentarlo!». En el momento en que Seyrig le respondía, el cochero llamó a la portezuela: habían llegado. Eiffel abrió los ojos, se frotó la cara, se atusó los cabellos peinándose con los dedos y divisó el reloj que reinaba como un ojo de cíclope en lo alto de la nave central.
—Permítame un minuto —indicó al mayoral.
Sacó su cuaderno y dibujó un bosquejo de lo que serían las diferentes piezas indispensables para montar un puente móvil. Era una idea que lo reconcomía desde hacía años. En 1873 había comprado una patente de puente ligero, pero no había sido capaz de mejorarla suficientemente para convertirla en la obra transportable, montable y desmontable en un par de horas, con la que soñaba. Le faltaba averiguar cómo hacer para que el montaje resultase sencillo y eficaz. Y precisamente ese cómo era lo que acababa de ocurrírsele gracias a esa pequeña cabezada. Dibujó nueve piezas, entre ellas los triángulos isósceles que servirían de riostras sustentadoras.
El cochero volvió a llamar con los nudillos y por señas le indicó que era la hora de la salida del tren. Eiffel pagó la carrera sin dar muestras de la más mínima inquietud, esperó el cambio, asió las dos maletas que le tendía el mayoral y entró en la estación con paso seguro. La gran cantidad de viajes que había hecho a estas alturas de su vida le habían dado cierta experiencia en cuanto al protocolo ferroviario y su puntualidad. Al salir al andén, en compañía del mozo que le había cogido autoritariamente las maletas, se encontró con que el lugar estaba repleto de amigos y familiares que habían acompañado a los viajeros y que se cruzaban con ellos las últimas recomendaciones o las últimas palabras de amor, todos mirando hacia las ventanillas abiertas. Resonó el canto de la locomotora y las puertas de los compartimentos se cerraron y el gentío que rodeaba los vagones retrocedió. Eiffel llamó a voces al jefe de estación, indicándole su intención de subir al convoy. El hombre detuvo la cuenta atrás con un autoritario toque de silbato, y se reanudaron en el andén las conversaciones entre viajeros y acompañantes.
Eiffel se paró delante del número 5 pintado en blanco sobre la carrocería roja. El vagón de primera olía a nuevo pero, como todos los de la red ferroviaria, carecía de pasillo y de lavabos. Cada compartimento tenía su propia entrada y el humo que escapaba del primero no provenía del vapor del tren, sino de los cinco pasajeros que se apresuraban a fumarse a pleno pulmón los Braserillos y los Panatellas en el único lugar del vagón reservado a tal efecto. Eiffel no les prestó atención e hizo una seña al mozo para que lo siguiera. Examinó atentamente los compartimentos siguientes y no se detuvo hasta el penúltimo. El empleado abrió con dificultad el doble sistema de cierre de la puerta y se montó en el habitáculo. Instaló los dos bolsos de cuero gastado en la red que recorría la parte superior, por encima de los asientos, se guardó en el bolsillo su propina y lanzó una ojeada furtiva a los dos ocupantes, hecho todo lo cual, apremiado por el silbato del jefe de estación, se apeó. El primero, un hombre de edad madura y con una barba de chivo al estilo napoleónico que le tapaba un mentón prominente, estaba repantigado más que sentado en mitad del asiento corrido de la izquierda, que parecía querer ocupar por entero él solo; con los quevedos en la mano, peroraba en tono confiado con la pasajera que ocupaba el asiento de enfrente, la cual se había arrimado a la ventana para evitar que la rozasen los zapatos del caballero. La joven tenía la cara redonda, salpicada de pecas, y una mirada bondadosa. Sus cabellos, recogidos en un moño, llenaban un sombrero alto ornamentado con flores naturales. Su chaqueta entallada, abierta sobre una camisa de seda negra, dejaba entrever un talle y unas caderas finos. Se había puesto su cesta de mimbre sobre el regazo. La aparición de Eiffel hizo aflorar a sus labios una sonrisa amplia que desagradó al donjuán, quien se sintió obligado a recoger las piernas y enderezarse.
—¿Me permite? —preguntó el ingeniero.
Cogió la cesta que ella le tendía y la puso al lado de sus enseres, en la red, mientras expresaba su admiración por el objeto.
—Un regalo de un allegado al que tengo mucho aprecio —respondió ella de una manera graciosa que contrastaba con su frialdad anterior, un detalle que no pasó desapercibido al pasajero y que no le hizo ninguna gracia, como manifestó la oscilación de su barba de chivo.
El viajero, decidido a no permitir que Eiffel se acomodase en su asiento, desplegó su periódico a un lado y sus guantes al otro en el momento en el que el trino del tren resonaba con alegría. Enseguida lo siguieron los sobresaltos del inicio de la marcha, que el ingeniero aprovechó para sentarse con todo su peso a la izquierda del zafio, que gruñó, retrocedió hacia la puerta, se puso los quevedos sobre el apéndice nasal y reclamó su gaceta, que había acabado debajo de las posaderas del viajero.
Eiffel le devolvió su número de Le Gaulois, del jueves de la semana anterior, sin tomarse la molestia de disculparse. El arrugado diario anunciaba la muerte del escultor Carpeaux y Gustave dedicó unos instantes a leer algunas líneas antes de devolvérselo. El hombre trató de estirar el periódico pero no consiguió otra cosa que rasgar una esquina. Se puso aún más ceñudo y abrió Le Gaulois como un biombo entre él y el intruso, que le había hecho perder una presa tan bonita.
La línea férrea hasta Braga comportaba tan solo cincuenta y cinco kilómetros, pero estaba jalonada por un sinnúmero de paradas. Con una duración prevista de cinco minutos cada una, lo cierto era que se eternizaban a menudo por culpa de viajeros que se apeaban para ir a los aseos y se veían obligados a hacer cola delante del único excusado del lugar. Eiffel y la pasajera conversaban sin prestar atención a las sacudidas de la máquina en cada llegada y en cada salida, ni a su compañero de viaje que se invitaba a sus conversaciones con soliloquios regulares, parapetado tras su Gaulois. Al llegar a la estación de Santo Tirso, el hombre dobló cuidadosamente su gaceta, guardó todas sus cosas en su bolso y se puso los guantes y el sombrero. Abrió la puerta, bajó, desapareció unos segundos durante los cuales Eiffel rogó a Dios que no volviese, y a continuación metió la cabeza por la ventanilla y los saludó con una sonrisa equívoca antes de dejar sitio a los dos cazadores a los que había animado a subir.
—Ya verán, es el mejor compartimento, el más cálido, y los ocupantes son encantadores —les dijo en portugués—. No se arrepentirán.
Los recién llegados dieron unos pisotones contra el suelo para quitarse la tierra reseca de las suelas, apoyaron sus escopetas contra la pared y subieron una decena de tordos y dos liebres a la red para el equipaje. Luego se sentaron muy pegados a la puerta y saludaron a los otros viajeros llevándose la punta del índice al sombrerito con visera que ambos usaban. Uno sacó una pipa que llevaba prendida entre la cartuchera y su panza prominente y se la puso en la boca sin encenderla. Cuando la locomotora arrancó, los dos hombres habían entablado una conversación animada y sonora en un dialecto local alejado del academicismo que había practicado Eiffel. El tren aceleró y frenó varias veces, provocando sobresaltos que hicieron caer uno de los tordos entre la malla de la red. El animal quedó enganchado por las alas, en una posición vertical incongruente, apuntando con el pico vengador al asesino de todo su clan.
—Su caza tiene plomo en las alas —bromeó el ingeniero, comentario que no suscitó ninguna respuesta.
Los cazadores los ignoraron por completo. La joven miró a Eiffel con una mirada interrogante.
—No entienden el francés —le confirmó él.
—Empezaba a creer que no vendrías a Oporto —dijo ella inclinándose hacia él, pero se detuvo al ver que él retrocedía.
—¿Qué tal tu viaje? —preguntó él rápidamente con un tono desprovisto de afecto.
—Agotador —respondió ella después de arrellanarse en el asiento de grueso terciopelo carmesí que distinguía los vagones de primera clase—. Muchos hombres creen que una mujer sola en un tren es forzosamente una pelandusca.
—Debiste coger el compartimento reservado para las mujeres…
—Completo hasta Burdeos. Y en este tren no hay. Si supieras lo contenta que estoy de volver a verte… Este viaje estaba empezando a ser una pesadilla.
El pitido indicó que se aproximaba otra parada. El convoy se detuvo en Lagoa y reanudó la marcha con los dos cazadores, que seguían con su conciliábulo sin hacer ni una pausa. El tordo se había acercado todavía más al sombrerito y se balanceaba al ritmo del convoy, solo sujeto por las patas.
—A lo mejor se bajan en la próxima estación —comentó Eiffel ante el gesto contrariado de la joven—. Y esta noche podremos disfrutar de una intimidad que nunca hemos tenido.
—Y tú, ¿te alegras de volver a verme? —preguntó ella, desconcertada por su actitud reservada.
—Sí, Victorine. Sí…
—Pues no lo parece.
—Estos caballeros no nos entienden, pero tienen ojos —respondió Eiffel.
—Ya lo sé, pero por qué escondernos estando a mil kilómetros de París. ¿Es que tienes conocidos entre los cazadores portugueses de Santo Tisso?
—Tirso. Es Santo Tirso.
—¡Qué más da! Tengo ganas de cogerte de la mano.
—Esto me frustra tanto como a ti, lo sabes.
—¡Tengo ganas de besarte!
Eiffel lanzó una mirada en dirección a los dos pasajeros, cuyo volumen sonoro había subido una muesca cuando Victorine había elevado la voz. Sintiéndose observados, volvieron la cabeza hacia él, quien se disculpó con un ademán. Los dimes y diretes recomenzaron al poco.
—Esperemos a estar en Barcelinhos. Ahora descansa.
El tono la desagradó. Le dieron ganas de replicar que no era uno de sus obreros en una obra de construcción. Suspiró y dejó que su mirada abrazase la alternancia de bosques y campos que componía el paisaje.
—Háblame del sitio, Gustave —le pidió ella tras un largo silencio.
—La casa es sencilla pero está bien amueblada y el pueblo es tranquillo. Solo me ausentaré uno o dos días como mucho.
Victorine levantó las cejas.
—Resultas más convincente cuando hablas de tus puentes —dijo ella, intentando que sonase a broma.
Eiffel cruzó simultáneamente las piernas y los brazos, cosa que ella sabía era una señal de enfado.
—¿Cuándo tendrás que irte? —murmuró ella.
—¡No pensemos ahora en eso, acabamos de reencontrarnos!
—¿Cuándo? —insistió ella.
Él descruzó piernas y brazos y se inclinó hacia ella hasta rozarle las manos.
—Antes de mediados de diciembre. Nadie entendería que no volviera para mi cumpleaños —añadió, adelantándose a los reproches.
—¿Y cuándo volverás? —prosiguió Victorine, sin alterarse.
—Para marzo o abril, todavía no lo sé —respondió Eiffel enderezándose en el asiento—. Ya hemos hablado de eso un montón de veces, madame Roblot.
El hecho de que la llamara por su apellido la hirió. Él se dio cuenta y lo lamentó de inmediato, pero no podía disculparse. No sabía hacerlo. Ella aguardó unos segundos y entonces respondió:
—Debo de estar loca por haber aceptado… ¡Me voy a pasar meses esperándolo, monsieur Bönickhausen!
—Vendré con frecuencia, estoy buscando más contratos de obra por esta zona —dijo Eiffel, sintiendo que había llegado el momento de contemporizar.
Sus riñas eran tan intensas como su pasión y tan efímeras como un fuego de yesca. El carácter exaltado de Victorine le había gustado tanto como su carita de muñeca y su espíritu.
—Vendrás por tu trabajo.
—¡Pero estaremos juntos más tiempo de lo que hemos estado nunca! —exclamó él, y luego comprobó que los otros ocupantes del compartimento no prestaban atención.
—Y yo estaré sola más de lo que he estado nunca —concluyó ella luchando contra una melancolía que iba creciendo en su interior.
Victorine vio su reflejo en el vidrio de la ventana opuesta.
—Discúlpame, es el cansancio, estoy agotada y lo he dicho sin pensar —dijo cuando se hizo el silencio en el compartimento.
Los cazadores habían sacado una botella de maduro verde de uno de los morrales, seguida de un sacacorchos y de dos vasos de barro. Su mutismo adoptó un carácter solemne al descorchar el vino y servirse sin derramar una gota. Admiraron el líquido ambarino y bebieron de un trago, antes de volver a llenar los vasos y ofrecérselos a la pareja de franceses. Mientras Eiffel dudaba, Victorine agarró el vaso que le ofrecían y lo apuró ante las expresiones de admiración de los cazadores. Sus miradas burlonas se tornaron enseguida hacia el ingeniero, que se sintió acorralado. El vino, aunque un tanto joven, era de una calidad que lo sorprendió y el alcohol lo relajó.
La distensión los ganó a los cuatro y los cazadores resultaron ser dos compañeros agradables, a pesar de la dificultad a la hora de entenderse. Al llegar a Celeirós, estos recogieron todos sus pertrechos con una viveza un tanto inesperada, puesto que tres botellas de maduro verde yacían, vacías, encima del asiento, cogieron deprisa y corriendo el producto de su caza y saltaron al andén después de despedirse con un rápido movimiento de la mano.
—¡El tordo, se han dejado el tordo! —exclamó Victorine señalando el ave que seguía colgada de la red.
Eiffel la desenganchó con dificultad, se asomó a la puerta y la agitó mientras gritaba. Los cazadores, que estaban en esos momentos abrazando a sus mujeres, no habían abandonado todavía el andén y respondieron a su llamada con mugidos y risotadas. Uno de ellos hizo amago de apuntar al bicho con la escopeta, mientras el otro gritaba «Presente!»[5] una y otra vez, hasta que desaparecieron arrastrados por sus parientas.
—Tengo frío —dijo Victorine acurrucándose contra Eiffel cuando el tren hubo reemprendido la marcha.
Él la envolvió con su redingote. La aventura en la que se había embarcado no era propia de él. Ignoraba por completo adónde los conduciría; no tenía controlados todos los parámetros de su pasión amorosa. Al pasar él cada vez más tiempo viajando por motivos profesionales, Victorine le había propuesto encontrarse en alguno de esos viajes. Él había aceptado con entusiasmo, pero ya se había arrepentido. La prudencia lo obligaba a residir lejos de los lugares en los que se realizaban las obras. Le acarició los cabellos mientras reflexionaba acerca de la construcción de unos estribos enterrados que iban a colocarse en ambas márgenes del río Duero. Debía prevenir sin falta a Joseph para que anotase en los planos de mampostería la inclinación de cuarenta y cinco grados que tendrían las almohadillas con el zócalo del pilar. El ángulo no aparecía en el anteproyecto, y no deseaba correr ningún riesgo con la empresa que se ocuparía de ese lote. «Le enviaré un telegrama mañana por la mañana», decidió, imaginando la reacción de Victorine cuando le dijese que tendría que acercarse a la estafeta de Barcelos.
—¿En qué piensas? —preguntó ella, cuando él creía que estaba dormida.
—En nosotros.
La luz empezaba a declinar cuando los faroles verdes y azules de los empleados de la compañía ferroviaria indicaron la llegada a Braga. Todos los pasajeros inundaron el andén y luego invadieron las calles aleñadas como si de un chaparrón de otoño se tratara, en busca de una berlina o de una carreta.
—La nuestra está reservada —explicó Eiffel—. El cochero debe traer consigo a la cocinera que estará a nuestro servicio; enseguida llegarán.
Treinta minutos después seguían en la plaza. El lugar estaba desierto y el crepúsculo se acercaba, cuando un carro subió por la calle. Tirado por dos poderosos bueyes, el carruaje se detuvo a unos metros de ellos.
—¿Senhor Eiffel? ¡Ha habido un problema!
El conductor, de unos dieciséis años, saltó del pescante y se quitó la gorra, que retuvo entre las dos manos a lo largo de toda su explicación. La cocinera se había puesto enferma y no iría con ellos hasta pasada una semana. No había podido hacer la compra y les pedía disculpas.
—Pero tengo pan y aceitunas —dijo el joven mostrándoles orgulloso lo que llevaba debajo de la cubierta trasera de lona, y al levantarla dejó ver un cesto colocado en el centro de un banco.
El trayecto de tres horas se desarrolló en silencio, puntuado por las voces de arreo del aprendiz de mayoral a sus bestias.
—Siempre podremos poner a hervir el tordo —dijo Eiffel, sopesándolo.
—¿Y quién va a desplumar al pájaro? ¿Quién le quitará las vísceras? ¿Tú?
En ausencia de respuesta, Victorine lo agarró y lo echó al cesto.
—Espero que sepas amarme, Gustave, lo espero sinceramente.
Llegaron a Barcelinhos cuando el doble campanil de la iglesia daba las once de la noche. El caserón hacía esquina con la calle principal, donde no había un alma. Embutido en un solar no muy grande, ofrecía una fachada lisa, perforada de ventanas cuadradas, y sin encanto alguno.
—¿Pues? —preguntó después de haberla ayudado a bajar.
—Esto parece una tumba.
Una lágrima rodó por su mejilla.
23
La Alhambra, Granada,
lunes, 18 de octubre de 1875
—Disculpe a mis hijos, capitán —dijo Alicia al tiempo que le servía una copa de valdepeñas—. No tienen costumbre de ver patrullas de la Benemérita aquí, menos aún de noche, y creo que han hecho demasiado caso a las historias que les contaba mi marido de pequeños.
—Lo siento en el alma —intervino Clément, que acababa de entrar también en el comedor—. Los chicos tienen una imaginación desbordante.
—¿Cómo está la cría? —se interesó el capitán por educación.
—Bien, ya ha entendido que no se trataba de ningún fantasma —respondió Clément—. ¿Qué lo trae por la Alhambra, capitán?
El hombre se tomó su tiempo para terminarse el vino y luego chasqueó la lengua y le devolvió la copa a Alicia.
—Gracias por su hospitalidad, señora Delhorme. Como sin duda sabrán, andamos buscando a un anarquista de nombre Pascual —anunció, observando su reacción—. Es un sujeto peligroso que forma parte de una banda de conspiradores.
Los Delhorme se miraron con sorpresa.
—El maestro de su hijo, en efecto. Se esfumó entre la vegetación justo antes de que pudiéramos arrestarlo en la escuela.
—¿En qué podemos ayudarle? —preguntó Alicia cerrando la puerta que daba al pasillo de las alcobas.
Había visto el bajo de una bata en el resquicio.
—Han creído verlo en la entrada a la Alhambra.
—Nosotros no lo hemos visto —sostuvo Clément— y, sin embargo, hemos pasado toda la tarde aquí, en el Generalife, trabajando.
El hombre se puso en pie y observó la explanada desde la ventana. Los puntos luminosos se habían reagrupado, señal de que los soldados no habían encontrado nada en el sector. Esperaban sus órdenes.
—¿En el Generalife, dice? Mis hombres irán para allá. Sin ánimo de ofenderlos, ellos son profesionales y no pueden ustedes imaginar en qué madrigueras pueden esconderse los bandidos.
Abrió la ventana y voceó una orden que hizo moverse el grupo de puntos luminosos. Clément notó que Alicia empezaba a crisparse. La rodeó con sus brazos y le hizo una seña discretamente para que no dijese nada. Entonces habló:
—Capitán, como bien sabe, este lugar se encuentra en pleno proceso de reforma, hay obras sin acabar y no se puede revolver por las zonas que están renovándose.
—¿No se puede revolver? —La pregunta del guardia civil estaba teñida de ironía—. ¿Teme que las estropeen, como hicieron hace cincuenta años las tropas de su emperador?
—¡Los franceses han respetado más estos palacios que todos los potentados locales que los transformaron en talleres!
En un arrebato de enfado, Alicia había dado unos pasos en dirección al oficial; Clément la había retenido. Su mujer no se encolerizaba salvo cuando se trataba de defender su joya. La había visto, un día de septiembre de 1870, sacar, agarrándolo por las solapas de la chaqueta, a un viajero austríaco que acababa de grabar sus iniciales con un punzón en una de las paredes del Salón de los Embajadores. El fulano, que con unas espaldas impresionantes y veinte centímetros más alto que ella hubiera podido derribarla de un simple papirotazo, no se atrevió a defenderse ante el huracán de energía de la francesa. Clément la asió con más fuerza en previsión de la reacción del guardia civil. Alicia se arrimó a su marido y lo tranquilizó cogiéndolo de la mano. El hombre lanzó una ojeada a la explanada antes de mirar con atención a la pareja con aire condescendiente.
—No voy a malgastar el tiempo discutiendo, menos aún con una mujer. Me va a abrir todas las piezas, si no echaremos abajo las puertas. ¡Y acabaremos descubriendo en qué agujero se esconde esa rata!
—Don Pascual no puede encontrarse aquí, nosotros mismos cerramos con llave estos recintos. Además, la Alhambra cae bajo la jurisdicción de su gobernador y, con perdón de usted, aquí no tiene autoridad —sostuvo Clément con calma.
La sonrisa del capitán le indicó que había estado esperando este momento con júbilo contenido. Sacó una hoja del bolsillo de la guerrera, lo desdobló y se lo entregó.
—Lea, una orden que proviene del ministro en persona. Si no coopera, señor Delhorme, me veré obligado a arrestarlo como cómplice. Además, existe un precedente.
—¿Un precedente?
—Un día de junio de hace doce años. Yo era un joven alférez bajo el mando de nuestro capitán general. Un testigo vino a verme para informarme de una explosión en el pueblo de Cogollos.
—Sí, lo recuerdo —dijo Clément, intrigado.
—No puede haberlo olvidado, señor, ya que se jactó usted de que los hechos habían tenido que ver con la existencia de una fábrica clandestina de dinamita. He encontrado la declaración de mi testigo.
—Una mera hipótesis.
—¡O complicidad! Así pues, en sus manos está que ordene detener las pesquisas. Pero, en tal caso, no regresaré con las manos vacías —añadió, señalándolo con el dedo.
—¡Van a arrestar a papá! —cuchicheó Irving, que había seguido escuchándolos a pesar de la puerta cerrada.
Había entrado, pálido y jadeando, en la habitación en la que esperaban Victoria y Nyssia. Le latía el corazón como un tambor de guerra y las manos le temblaban mientras les contaba la escena que acababa de escuchar.
—Lo van a meter en el calabozo —agregó, fatalista.
—¡No lo consentiremos! —dijo Victoria, con las mejillas encendidas de cólera.
Nyssia se apoyó en la ventana.
—¡Mirad, se marchan con él! —les informó.
Los hombres de la Guardia escoltaban a Clément hacia el Palacio de Comares.
—Van a buscar por todo el Generalife —les contó Irving.
—¡Javier! Tenemos que avisarlo —exclamó Nyssia—. Querrá plantarles cara, como siempre.
—Es verdad —confirmó Victoria con lágrimas en los ojos—. Le harán daño —dijo entre hipidos.
Irving se quitó la bata y se puso la chaqueta de escolar encima del pijama. Sus hermanas, incrédulas, lo vieron atarse los cordones de los zapatos, abrir la puerta, volverse hacia ellas al tiempo que se llevaba el dedo índice a los labios, y salir.
—Pero ¿adónde va? —dijo preocupada Victoria, que nunca había visto a su hermano tomar una iniciativa arriesgada.
Nyssia no respondió. Se sentó en su cama, subió la llama de su quinqué y se refugió en la lectura de Con el amor no se juega, de Musset, que escondía entre las sábanas desde hacía un mes, después de haber robado el ejemplar en la biblioteca.
Irving salió de los cuartos por la escalera que daba a un pasillo que recorría la Cámara Dorada y por el que llegó directamente al Mexuar. Atravesó el Palacio de Comares cruzando por encima de la Sala de la Barca, en la que acababan de entrar los soldados. Oyó dar voces al capitán y a su padre responder con autoridad. Uno de los andamios fue desplazado sin que lo levantaran y rechinó al arañar el suelo, para acabar cayendo unos instantes después en medio de un estruendo. Irving, que se había parado a escuchar, reanudó la carrera como una mula que se hubiese espantado al sentir el látigo. Desde abajo le llegaban toda clase de órdenes, del capitán al sargento, del sargento al caporal, tan desordenadas como el eco de sus voces rebotando en los muros recubiertos de yeserías. Llegó al palacio cristiano por las habitaciones del Emperador y bajó a la planta baja, recorrió el patio de la Lindaraja hasta los jardines del Partal y allí se detuvo un momento. Se movía sin luz gracias a una luna poderosa y a su conocimiento perfecto de aquellos rincones. No había un nicho o un escondrijo que no conociese. Se dio cuenta de que su miedo había sido sustituido por otro sentimiento, extraño y nuevo para él, que le hacía actuar sin reflexionar, descargaba oleadas de escalofríos por todo su cuerpo y le dejaba un regusto amargo en la boca. ¿Era esto la aventura? Irving no tuvo tiempo para seguir preguntándoselo, pues acababan de aparecer las primeras teas por el sendero que bordeaba el hamam. Debía conservar la ventaja. Llegó al paseo de las torres, tropezando con frecuencia con las piedras irregulares del suelo pero sin llegar a caerse, y cruzó la puerta que comunicaba con el Generalife. Corrió a lo largo del camino de adelfas, cuyas ramas formaban un arco continuo por encima de su cabeza, y encontró a Javier sentado en un escalón de la entrada a los cuartos en los que vivía con Mateo. Había discutido con él y estaba esperando a que se fuera a dormir para entrar. Irving le explicó la situación y le propuso esconderse mientras aguardaban a que los uniformados se marcharan.
—¡Que intenten entrar en mi casa y verán! —lanzó Javier, bravucón, con el puño en alto.
—Si haces eso, te van a llevar, y a papá también —replicó Irving—. Tenemos que salvarnos. Ven, ya sé adónde iremos.
—Irving, ¿eres tú? —dijo Javier, asombrado ante la determinación de su amigo.
—Sí, soy yo, y soy la voz de la aventura —respondió, con una efusividad que a él mismo le sorprendió.
Sin esperar respuesta, se metió por las huertas del Generalife. Irving se sentía como si tuviera alas y se preguntaba cuándo decaería aquella excitación y lo devolvería a su estado natural, compuesto de temor y prudencia. Pero el impulso no aminoraba. Volvieron a entrar en el recinto de la Alhambra e Irving llevó a Javier de una punta a otra de la ciudadela hasta que vio a lo lejos a una patrulla ruidosa e iluminada, de la que tuvieron tiempo de esconderse en la Torre de la Cautiva, detrás de un pilar sobre el que descansaba el arco de la entrada. Los guardias civiles no se dignaron visitarla y se alejaron en dirección al Generalife.
—¡Hasta nunca! —gruñó Javier.
Los dos muchachos subieron a la terraza, desde la que se tenía una vista panorámica de toda la colina, con el fin de verificar la posición de los diferentes grupos de batida. Los guardias civiles se habían apostado en los puntos de acceso al Generalife. Los chicos podían volver a la residencia de los Delhorme sin que nadie los molestara.
—¿Y si nos quedamos aquí un rato? Se está bien —propuso Javier, sentándose con la espalda apoyada en el parapeto.
—Si vuelven, no tendremos tiempo de salir —objetó Irving después de echar un último vistazo a la situación, abajo.
—El general César ha hablado —dijo Javier con ironía, molesto por el ascendiente de su hermano de leche, habitualmente tan comedido.
Se puso de pie y se apostó a su lado imitando a un soldado en posición de firmes. Irving, que seguía escrutando a través del encaje de la penumbra, no prestó atención a su amigo; Javier se acodó en el murete, relajado.
—¡Ahí está! —exclamó Irving en voz baja, señalando con un dedo en dirección a los palacios nazaríes—. Don Pascual, estoy seguro de que es él. Lo he reconocido por su manera de andar. ¡Se ha metido en el Patio de los Leones!
Javier se había erguido. La sombra que había percibido podía efectivamente ser la de su maestro.
—Está demasiado oscuro para estar seguros —atemperó.
—Pero ¿quién, aparte de él, se pasearía por la Alhambra de noche y sin una luz? —insistió Irving.
—¡Nosotros! —fanfarroneó Javier—. Espero que salga de esta —añadió el muchacho, mientras los guardias cercaban el Generalife y les llegaban, acarreadas por el céfiro, las órdenes ladradas.
—Ven, vamos a ayudarlo —dijo Irving agarrándolo por el brazo.
—¡Espero que nos pague con la misma moneda!
El chico no le tenía una simpatía especial a su profesor de retórica, que se mostraba frío y distante con sus alumnos y jamás los había animado, a pesar de todos sus esfuerzos, por superarse en una materia que detestaban.
—Quisiera que me subiera la media de aquí al final del curso —añadió.
—Pero no entiendes nada, es un anarquista, no volverá nunca más. De lo contrario, lo meterían en la cárcel. Ya no es nuestro maestro.
—Entonces quedémonos aquí —objetó Javier.
—Pues yo me voy. No hay tiempo que perder —decidió Irving.
No le dio el gusto de replicarle y desapareció por la escalera.
El Patio de los Leones parecía un calvero de piedra en medio de un bosque de columnas. En el centro, la fuente estaba compuesta por un gran pilón dodecagonal de mármol blanco, en cuyo centro descansaba una segunda pila en forma de cáliz, de la que salía un surtidor que regaba ambos receptáculos. El conjunto se apoyaba sobre el lomo de doce leones esculpidos, cuyas fauces volvían a escupir el agua de los pilones. La luna se había detenido justo por encima de sus cabezas y las gotas de agua destellaban en el aire como luciérnagas de plata.
—Aquí no está —dijo Javier, que había recorrido todo el claustro antes de volver a la fuente con Irving.
Este lanzó una ojeada a las ventanas del piso superior.
—Hace un momento me ha parecido ver dos sombras.
—¿Un compinche? ¡Ya ves que no nos necesita!
—Espero que la Guardia Civil deje en paz a mi padre —dijo Irving acariciando maquinalmente la cabeza de un león.
—Desde luego, no tienen nada que recriminarle. Por cierto, gracias por haber venido a buscarme.
El reconocimiento de su amigo, que constituía una gran novedad, tenía para Irving el mismo valor que todas las medallas del mundo.
—¿Vamos? —añadió Javier para evitar efusividades.
—Vale. Pero antes quiero mostrarte un escondite que no conoces.
—Es imposible, los hemos descubierto todos entre los dos.
—Este no, este me lo ha enseñado mi madre.
—Entonces es un secreto de familia.
—No del todo. Jez ya lo conoce —señaló Irving, seguro del peso de su argumento.
—¿Jez? ¿Se lo has enseñado?
—Sí, y desde entonces lo ha utilizado alguna vez. La semana pasada, por ejemplo.
—¡Por eso no lo encontraba! —estalló Javier—. ¡Ya me las veré con vosotros más tarde! Anda, enséñamelo.
Irving rodeó los leones, dispuestos a intervalos regulares como los doce signos del zodíaco.
—No del todo regulares —comentó en voz alta plantándose delante de dos, situados frente a la cúpula del templo este—. El espacio entre estos dos es más ancho. Y ahora, fíjate bien…
Irving se puso a cuatro patas y se escabulló entre los cuartos traseros de las dos bestias y la columna central que sostenía el pilón. El espacio era angosto pero pudo rodear toda la fuente pasando por él. Y sobre todo, gracias a la penumbra reinante, se hizo invisible a las miradas exteriores.
—Y ahora tú. ¡Ven!
—No, yo soy demasiado ancho —respondió Javier agachándose para encontrarlo.
—Sí, puedes pasar y hay espacio suficiente para dos.
—Sal, ya volveremos otra noche. Si viene la Guardia, ¡estamos apañados!
—¡Es el escondite ideal! ¡Ven!
Javier se tumbó y reptó entre las dos estatuas para meterse en el nicho natural hasta que dejaron de vérsele los pies.
—No puedo ni sentarme, ¡no puedo darme la vuelta! —protestó.
—Ahora somos como los dueños del mundo, invisibles e intocables —proclamó Irving.
—¡Somos más bien dos cretinos acurrucados que se van a quedar atrapados aquí! La buena noticia es que mañana no tendremos clase con don Pascual, pase lo que pase.
A fuerza de contorsiones, logró doblar las piernas e incorporarse apoyándose en los codos sin que la posición le resultara demasiado incómoda.
—Parezco un perro esperando un hueso —dijo, lo que desató la risa de Irving—. Búrlate si quieres, pero dentro de seis meses tampoco cabrás tú. Y estaremos en igualdad.
El comentario de su amigo hizo reflexionar al hijo de Clément. Estaba dividido entre el deseo de crecer rápido y conducir su vida sin las trabas que imponían los adultos, y su anhelo de seguir siendo un niño protegido por los leones del patio.
—Pues yo lo único que quiero es no tener que pasarme la vida arañando hielo en Sierra Nevada —dijo Javier—. Cualquier cosa menos eso, cualquier cosa menos lo que él quiere hacer de mí. Me marcharé. No me quedaré aquí. ¿Quieres pescado seco? —le ofreció, sacando un filete de arenque de su bolsillo.
Lo dividió en dos y masticaron en silencio.
—¿Adónde te gustaría ir? —preguntó Irving limpiándose las manos en la chaqueta del pijama.
—Da igual, siempre y cuando me sienta libre. Y respetado. Sí, respetado, eso es importante. Me encantaría ser ingeniero, como tu padre. Pero ¡lejos de aquí!
—Sin embargo, en nuestra casa se está bien, esto es como el paraíso. Mamá dice que…
Un grito los interrumpió. Una manifestación de dolor y de sorpresa a la vez, seguida de un gruñido ronco. Un largo estertor que acabó en quejido.
—¿Lo han apresado?
La pregunta susurrada de Irving obtuvo respuesta al punto. Dos guardias civiles salieron, farolillo en ristre, del bosque de columnas que se abría sobre el Patio de los Leones, seguidos de otros dos que, más que sujetar a un hombre, cargaban con él, pues su estado de consciencia parecía tan titubeante como sus andares. Se pararon a menos de un metro de la fuente. Irving vio un par de botas cuyos botones plateados se reflejaron en el agua de uno de los desagües.
—¿Quieres esforzarte y empezar a caminar de una vez, maldito idiota? —dijo uno de ellos.
—Le has zurrado demasiado fuerte —respondió otro—. Está medio inconsciente.
—Menudo lumbrera —comentó el tercero—. Pues yo me planto. Pesa demasiado. Ten, métele la cabeza en el agua, eso lo despabilará.
—Esperad —ordenó el último—. Tengo sed, voy a beber antes de que ensuciéis el agua.
Los otros asintieron. Javier lanzó a Irving una mirada inquisitiva. Distinguía en la negrura el pestañeo de su amigo, que delataba su nerviosismo. Le agarró con fuerza el antebrazo, a lo que Irving respondió con el mismo movimiento: «no asustarse». Javier movió los labios: «No es él». Irving asintió con la cabeza para hacerle ver que estaba de acuerdo. «¿Quién es?», preguntó a Javier, que se encogió de hombros para indicarle que no lo sabía. El hombre era más bajo y corpulento que su maestro.
—A la de una, a la de dos… —dijeron al unísono los guardias civiles.
El agua salpicó a los dos chicos. El prisionero había sido arrojado al pilón, se había despabilado y hacía aspavientos, en medio de las risas de los soldados. Lo sacaron sin miramientos.
—Ahora, nos sigues sin causarnos problemas —anunció el que parecía dirigir el grupo—. Al anarquista no lo hemos pillado, pero a ti ya no te soltamos.
El vagabundo, que dormía en un rincón de un patio del Mexuar, había sido despertado brutalmente y se había puesto a soltar sapos y culebras por la boca contra los integrantes de la batida.
—¡Venga, camina! —ordenó el cabecilla, que tenía en mente hacerlo pasar por cómplice de Pascual para no presentarse ante el capitán con las manos vacías.
El hombre, a quien el paso por el agua de la fuente le había quitado la borrachera de golpe, comprendió la situación y trató de huir. Saltó a uno de los canales de desagüe y chocó pesadamente contra el mármol del suelo, abriéndose una brecha larga en la frente. Intentó ponerse de pie nuevamente pero recibió una somanta de puntapiés y porrazos. Los muchachos lo oyeron suplicar, pero después ya solo percibieron el sonido sordo de los golpes y los jadeos de los soldados. Una costilla crujió como la madera seca.
El aluvión cesó tan repentinamente como había comenzado y el sonido tranquilizador de la noche se impuso de nuevo en el Patio de los Leones. Javier vio una mano que recogía del suelo un tricornio que había caído cerca de él durante la borrasca. Irving se había tapado la cara con los brazos como si también hubiese sufrido el asalto. Estaba temblando.
—Ahora ya tienes una buena razón para no volver a caminar —dijo el cabecilla, sin resuello, desatando las risas de los demás—. ¡Hale, vámonos!
Los dos muchachos dejaron transcurrir una eternidad antes de atreverse a salir de su escondrijo. El patio vacío era de una belleza relajante, como de costumbre.
—Ha sido un sueño, una pesadilla —murmuró Irving, y entonces vislumbró la línea oscura que trazaba una raya entre el patio con la fuente y la Sala de los Abencerrajes.
Un largo rastro de sangre.
—Bienvenido al paraíso —dijo Javier.
Al volver a las habitaciones de los Delhorme, los chicos fueron recibidos por las mellizas, quienes les contaron que el registro se había interrumpido cuando Rafael Contreras mandó llamar al capitán general de la ciudad. El arquitecto se encontraba aún en el salón, en animada conversación con Clément y Alicia. Se decidió que Javier se quedase a dormir en su habitación. A pesar de las preguntas apremiantes de sus hermanas, Irving se negó a explicarles lo que habían estado haciendo las dos horas que habían estado ausentes. Se tumbó sin quitarse la chaqueta y se durmió enseguida, a pesar de los cuchicheos de las niñas que se prolongaron durante buena parte de la noche. Irving jamás olvidó los acontecimientos de aquella noche y mucho mucho tiempo después seguía preguntándose si no habría sido todo un sueño.