XX
59
Granada,
lunes, 24 de octubre de 1881
La herencia genética había salvado a Alicia de un desenlace incierto. De sus tres hijos, solo Victoria había desarrollado el mismo tipo de asma, para el cual llevaba siempre consigo unas píldoras de nitrito de cobalto y de potasio. La que había tomado Alicia le había permitido superar la crisis sin consecuencias para su corazón frágil.
—¿Ha padecido alguna otra dolencia en los últimos tres meses? —preguntó Pinilla anotando en su cuaderno el resultado de la auscultación.
—Ninguna desde el 18 de agosto —respondió Alicia—. Gracias a su tratamiento. ¿Me puedo levantar?
—Sí, perdón, por supuesto, venga al escritorio a sentarse —dijo sin levantar la cabeza para no mirar de reojo su busto, que atraía irresistiblemente su mirada.
Alicia se tomó su tiempo, con el fin de evitar los vértigos que sufría de tanto en tanto cuando cambiaba de posición y que la obligaban a tomar flor de azufre todas las mañanas.
—¿Está segura de que va todo bien? —preguntó Pinilla, preocupado, con ojo de experto.
Pero no insistió más ante la respuesta segura de su paciente y sacó una caja que parecía una pitillera.
—Hace unos meses comuniqué mis conclusiones sobre la etiología de las crisis de asma a mis colegas del hospital San Juan de Dios. La presentación fue un gran éxito y aparecerá publicada próximamente en un artículo.
El médico estaba tan orgulloso como si hubiese escrito una novela para declararle su pasión. Al no detectar la menor reacción en su paciente, prosiguió:
—Sin entrar en detalles, he observado que, en muchos de mis pacientes, estas se presentaban como crisis de urticaria o de eccema en el nivel de los bronquios. Este exantema bronquial puede tener diversas causas, pero entre ellas podría sospecharse la inhalación de un agente del entorno. He conocido a un enfermo en el que se desencadenaba una crisis cada vez que entraba en un molino. El polvo de la harina… ¿Me sigue, Alicia?
—Me temo que sí —respondió ella enumerando mentalmente los lugares en los que se habían producido las crisis.
—¿Y bien?
—El taller de cocción y las dos obras de restauración bajo techo.
Pinilla concluyó con unos movimientos de mímica, con las palmas levantadas:
—Puede ser el yeso y el polvo que desprende, unos pigmentos de las pinturas que emplean, cualquier elemento presente.
—Pero si hace años que vivo en este entorno, doctor.
—No basta con su presencia, tiene que haber un desencadenante, como una tensión interior grande.
Alicia relacionó enseguida las fechas de las crisis con situaciones que le habían provocado una gran contrariedad. El 18 de agosto había recibido las amenazas de Cabeza de Rata; y el día de la última crisis, la noticia de la relación entre Nyssia y el príncipe Yusúpov.
—No me planteo detener mis restauraciones —le aseguró con templanza.
—Ni es mi intención pedírselo. Pero deberá tomar ciertas precauciones en los espacios cerrados, evitar disgustos, seguir con la flor de azufre y tomarse esto si le sobreviene otra crisis.
El galeno empujó la caja hacia ella. En su interior había unos cigarrillos liados con una mezcla seca dentro, más parecida a una pasta que a la picadura de tabaco.
—Una receta compuesta por mí, con lo mejor en materia de tratamiento contra el asma. Será la primera en beneficiarse, y espero que tarde mucho en hacerlo. —De los pitillos emanaba un olor a heno desagradable, casi fétido—. Belladona, beleño, felandria acuática y opio —le detalló—. Admito que, como perfume, estas plantas no han sido agraciadas por Dios ni por la naturaleza, pero tendrán un efecto salvador. Y no corre peligro de extraviarlos —añadió, oliendo a su vez la preparación—. Guárdelos bien en su estuche —concluyó, con una mueca.
Alicia le dio las gracias y, como cada vez, insistió en pagar hasta que él acabó cediendo. El médico la acompañó a la entrada y le preguntó por las novedades de la familia Delhorme.
Clément había vuelto solo a Granada. La admisión de Javier no había sido ninguna sorpresa y, mientras esperaba el inicio de las clases previsto para el 3 de noviembre, se había empleado en la oficina de proyectos de Gustave Eiffel a las órdenes de Nouguier. Irving se había inscrito en el examen de admisión de la sección de pintura de la Escuela Nacional de Bellas Artes de París, para la que debía esperar hasta el mes de marzo siguiente, pero había empezado a estudiar dibujo anatómico y arquitectura con una motivación que había tranquilizado a Clément. Las tardes las pasaba en el taller de Belay, que en un primer momento lo había relegado al papel de criado, pero después había reconocido que su entusiasmo no era un capricho pasajero y le había dado permiso para ayudarlo en la preparación y el revelado de las placas.
Los dos jóvenes habían previsto regresar a Granada para las fiestas navideñas, para inmensa alegría de Alicia y Victoria.
—Nosotras no podíamos ir a verlos a París, había demasiadas cosas que hacer aquí —explicó Alicia, rememorando la reacción de Nyssia al anuncio de la decisión.
Su hija había dejado de comer varios días y había terminado claudicando. A partir de entonces manifestaba a diario una indiferencia y una pasividad que los padres no sabían cómo resolver. Victoria era la única con quien Nyssia había conservado un vínculo familiar. Alicia había tratado en numerosas ocasiones de reinstaurar el hilo roto y había acabado tirando la toalla para no enfermar.
—Dígale que venga a verme —propuso Pinilla—. He tratado con éxito algún caso de melancolía entre jovencitas.
Alicia se limitó a asentir. Nyssia no era más melancólica que las nubes que se deslizaban por el azur granadino, pero soñaba con el más allá hacia el cual se desplazaban, cosa que su madre no consideraba ninguna dolencia del humor.
—¿Vendrá al experimento de Clément? —le preguntó, con el fin de zanjar un asunto que la agotaba mucho más que sus problemas de salud.
—Pues tengo la intención, sí. ¿A qué hora es?
—A las doce en Plaza Nueva. Ya conoce a mi marido: ha querido correr todos los riesgos.
Las dos hileras de árboles de la plaza ofrecían una sombra reducida a su mínima expresión y las grandes cortinas de colores colgaban de las ventanas de las fachadas como irrisorias defensas a la espera del sol. Un perro callejero se aventuró hasta la fuente y lamió la piedra del pilón aún húmeda, antes de encaminarse hacia el grupo de humanos que habían desertado de los islotes de sombra para salir a la explanada central. Olisqueó unas cuantas piernas, un pie despreocupado lo asustó y fue a echarse en el quiosco, instalado delante del Palacio de la Chancillería.
—Señores periodistas, tengan a bien acercarse —anunció Clément—. La prueba va a comenzar.
Los cuatro gacetilleros, seguidos por los ediles invitados y el puñado de curiosos presentes, avanzaron hacia el mueble cúbico colocado en el quiosco, espantando de allí al chucho. El francés les explicó el principio de la máquina de frío, omitiendo el nombre exacto de los fluidos empleados, y atribuyó la paternidad del invento a Mateo, a pie firme junto a él. El antiguo nevero, mandíbula apretada y sombrero encajado hasta las cejas, estaba petrificado solo de pensar en ser el centro de atención.
—La ventaja de este sistema es que requiere muy poca energía —explicó Clément indicando las cuatro bujías puestas en un candelabro, que servían de fuente de calor—. No es necesario que ardan de manera permanente, pueden apagarse por la noche, el arcón está recubierto de una capa de aislante térmico tanto en la cara interior como en la exterior.
—¿Por qué nos ha invitado hoy aquí, señor Delhorme? —preguntó el redactor de El Pensil Granadino.
—Vamos a meter unos alimentos en esta máquina de frío y mañana la volveremos a abrir para demostrar su eficacia. La temperatura alcanzada es de tres grados Celsius.
—¿Cuáles son los productos elegidos? —preguntó otro reportero, al que el experimento empezaba a intrigar.
Mateo se había hecho con una bandeja tapada con una campana de vidrio, que levantó con gesto solemne.
—Un pichel de agua fresca con dos cubitos de hielo —anunció el francés—, este trozo de mantequilla y este pescadito pescado esta mañana en el Genil.
Mateo acercó la bandeja a los periodistas, que pudieron constatar el estado de frescura del género. Clément abrió el arcón, metió los tres elementos, volvió a cerrarlo y bloqueó el asa con ayuda de un candado.
—Mañana a la misma hora la abriremos y sabremos —dijo guardándose la llave en su bolsillo con gesto teatral—. Si todo se ha derretido, si el pescado echa una peste fétida, entonces, caballeros, pediré perdón como es debido.
—¿En qué consistirá su acto de contrición? —quiso saber el plumífero de El Pensil Granadino.
—Eso lo dejo a su elección.
—¿Se lo comerá todo?
—Algo más osado, caballeros.
—¿Prenderá fuego al aparato aquí mismo?
—Más imaginativo.
—Desvelará al mundo entero la composición de los fluidos utilizados en su máquina de cubitos.
Todos se volvieron hacia el que había hablado.
—¿De qué periódico viene? —preguntó el representante del Diario de Granada.
Su vecino se encogió de hombros. El sujeto les era desconocido. Avanzó hasta plantarse delante de Clément, con los puños apoyados en las caderas. Cabeza de Rata tenía siempre la misma altanería despectiva.
—¿Qué, acepta el reto? —insistió el excapitán.
Clément no había manifestado ni sorpresa ni cólera. Había retenido, eso sí, a Mateo, que se había adelantado para vérselas con él, mientras Chupi, empujando algún que otro hombro, se había llegado a la altura de su acólito, ante la mirada pasmada de los periodistas, perplejos con aquel giro de los acontecimientos.
Cuando, a su regreso de París, Clément se había enterado del acoso al que Cabeza de Rata había sometido a Alicia, le había dado un arrebato épico de cólera, el primero y último que se le había conocido. Se había desfogado talando un viejo olivo hendido por un rayo el verano anterior y aserrando el tronco y las ramas en bloques pequeños que a continuación llevó a la sala de la caldera de los Baños con órdenes de no usarlos nunca. Después se había instalado en la terraza de la Torre de la Vela y se había pasado la tarde y parte de la noche yendo y viniendo entre la ciudad y el Sacromonte bajo una bóveda celeste parcialmente encapotada, hasta que hubo tomado una decisión. El antiguo militar había dado en el blanco al amenazar a Alicia: aquello había herido profundamente a Clément, decidido a terminar con aquella historia viéndoselas personalmente con ese hombre que siempre lo había denigrado.
—¡Acepto el reto! Pero con una condición: si gano, exijo de usted una muestra pública de contrición. Reconocerá públicamente que estaba equivocado respecto a mí. Y se comprometerá a no acosarnos nunca más.
Cabeza de Rata soltó un «¡Pues muy bien!», que contaba con no tener que cumplirlo, convencido de llevar razón. Los periodistas, picados, intentaron sonsacarle. Pero él los rechazó desdeñosamente, ayudado por Chupi que gesticulaba y hacía muecas más aún que de costumbre, excitado por el juego y por su consumo de valdepeñas. Los reporteros se volvieron hacia Clément, lo avasallaron a preguntas sobre el asunto que se traían entre manos los dos hombres y se marcharon a paso ligero a sus respectivas redacciones para que el artículo apareciera a la mañana siguiente. El acontecimiento, precedido por el rumor que iba a propagarse a lo largo de toda la tarde, haría subir las ventas y ninguno quería desaprovechar la ocasión. Granada se despertaba finalmente después de un inicio de mes tan plano como el llano de la Vega.
Los que acudieron a felicitar a Clément por la ingeniosidad de su aparato silenciaron el incidente como si no hubiera pasado nada, pero ninguno de ellos tenía otra cosa en mente que aquel reto. Pinilla exclamó entusiasmado:
—¡Esto tiene un sinfín de utilidades para nuestro hospital, ya lo estoy viendo! En caso de que funcione, le pronostico un éxito total.
—Su ventaja es el bajo consumo de energía para su funcionamiento —repitió Clément mientras se cercioraba de que el candado estuviera bien cerrado—. Incluso hemos empezado a trabajar Mateo y yo en la utilización de energía eléctrica.
—Me alegro por adelantado —intervino el señor Pozo, que los había escuchado—. Y me ofrezco a proporcionarles todo el alquitrán de hulla que necesiten, al mejor precio.
—Dentro de poco ya no tendrá que preocuparse por los desechos de su fábrica —le aseguró Clément—. ¿Cómo va todo, Jezequel? —preguntó al joven que acompañaba a su padre.
—Bien, bien. ¿Qué se sabe de mis amigos?
Delhorme le resumió las novedades desde que había vuelto.
—Escríbales que los echo de menos, ¿lo hará? Ya nada es igual ahora que están lejos.
—¿Qué te ha pasado en los dedos? —preguntó preocupado Clément al ver el vendaje que le envolvía la mano derecha.
—No es nada, de los errores se aprende. Pero hay que fastidiarse… —añadió en voz baja para que no lo oyera su padre.
Clément, al que se había acercado Mateo, los vio alejarse en dirección al Albaicín.
—No le entiendo —dijo Mateo levantándose el sombrero por el ala—. Si perdemos, no solo nuestra máquina de frío no volverá a venderse, sino que todo el mundo podrá hacer cubitos como nosotros y será el fin. Yo siempre le he seguido en todas sus empresas y usted me ha cambiado la vida. Pero espero que esté seguro de lo que hace —concluyó la que había sido la parrafada más larga que hubiese pronunciado nunca.
—Estate tranquilo, Mateo. Cabeza de Rata vendrá. Vendrá y yo estaré esperándolo. El odio es una ecuación sin incógnitas, sobre todo cuando es compartido.
La plaza, que se había vaciado durante la hora de la siesta, se animó rápidamente poco después. Bajo el impulso del boca a oreja, convergieron en el quiosco grupitos de curiosos que acudían para ver la famosa máquina de la que hablaba todo el mundo. Pero ante el aspecto monolítico del arcón y decepcionados por no poder ver otra cosa, se citaron para el día siguiente a las doce para asistir a su apertura. El atardecer atrajo a más gente aún y un conjunto de músicos gitanos, que se habían olido que podían sacar tajada, tomó posesión del lugar y comenzó a tocar su repertorio. La animación y la densidad humana fueron a más hasta la una de la madrugada y a partir de ese momento se diluyeron poco a poco. A las tres solo atravesaba la plaza algún que otro viandante, volviendo a su domicilio con paso presuroso.
A esa hora entraba Clément en compañía del juez Ferrán en el inmenso edificio de estilo manierista de la Chancillería. Subieron a la azotea que dominaba la plaza, donde los esperaban el capitán general de la Guardia y varios hombres más. El quiosco quedaba a sus pies, a diez metros a plomo desde la azotea.
—Le agradezco que haya aceptado mi invitación, señor juez —dijo el militar invitándolo a sentarse en las sillas dispuestas de frente al antepecho.
—Convendrá en que era una cita de lo más original en cuanto al lugar y la hora —respondió el magistrado.
—He aceptado el plan propuesto por el señor Delhorme para poner fin a este asunto que ya está durando demasiado.
Clément se asomó: las farolas, situadas a un metro de la hilera de árboles, iluminaban la plaza con suficiente intensidad para que pudieran distinguirse las caras desde el terrado.
—Los informes policiales que he consultado indican que la franja en que los delincuentes actúan con más frecuencia va de las tres a las seis de la madrugada, con un pico de actividad a las cinco —explicó—, es decir, cuando la probabilidad de cruzarse con alguien en esta plaza es menor. Pensamos que nuestro hombre va a hacer todo lo posible para sabotear el experimento.
—Salvo correr riesgos desproporcionados —añadió el militar—. ¿Quiere una capa para resguardarse del relente, juez Ferrán? —le ofreció mientras se envolvía en la suya.
Desde su llegada, todos los presentes se habían puesto a cuchichear. Ahora se callaron rápidamente. Entre las tres y media y las cinco y media no pudieron constatar otra cosa que el paso de tres grupos de personas, entre las cuales solo una pareja se paró delante de la máquina. El joven hizo amago de abrir la portezuela con intención de impresionar a su novia, pero no insistió mucho y se la llevó un poco más allá para recibir un largo beso en recompensa por su acto de bravura.
A las seis y cuarto el juez bostezó ostensiblemente.
—Se está retrasando respecto a sus previsiones —le murmuró a Clément.
A las seis y media, al tiempo que los primeros albores de la aurora dibujaban un trazo rosicler por encima de la colina del Sacromonte, se acercó un oficial a decirle algo al oído al capitán, el cual anunció a los demás, moviendo solo la boca: «Aquí están». Clément, que no había dejado de vigilar ni un momento, no los había visto llegar. Pero ahí estaban, reconocibles sus respectivas siluetas, hablando en voz bajar sin parecer tomar más precaución que esa. Un alivio perceptible animó a los hombres presentes en la terraza, a todos menos a Clément. El capitán tiró del borde de su chaqueta para desarrugarla, el juez dejó caer su capa con un movimiento de los hombros. El desenlace estaba próximo. Chupi y Cabeza de Rata se metieron derechos en el quiosco.
60
París,
lunes, 24 de octubre de 1881
Desde sus doce metros de altura, el busto de la Libertad iluminando el mundo contemplaba con su mirada enigmática e impasible el areópago de invitados, unas sesenta personas, entre altos cargos públicos, periodistas y empleados, que se apretujaban alrededor del estrado, en el patio del taller Gaget-Gautier. El pie izquierdo de la futura estatua reinaba en el centro de la escena, enmarcado por los primeros metros de la estructura metálica levantada por el equipo de Eiffel, encima de la cual ondeaban decenas de banderitas francesas y americanas.
—Para que luego hablen de puesta en escena —comentó Nouguier, divertido, que se había quedado en un aparte con Javier—. Un remache en el pie, tres discursos enfáticos y todos estos caballeros se vuelven para su casa con la satisfacción del deber cumplido, cuando la verdadera dificultad empieza ahora. ¿Qué opina, inspector? —preguntó al policía de paisano apostado cerca, que lo escuchaba con una sonrisa.
—A mí no me pagan para opinar, y menos aún para manifestar mi opinión en alto —respondió el hombre, recostándose contra una pila de tubos de hierro colado, temiendo que se trataba de un periodista.
Crepitaron los primeros aplausos. Édouard Laboulaye, presidente de la Unión Franco-Americana, tomó la palabra para hacer su alocución. Eiffel y Koechlin se encontraban junto a Bartholdi.
—Y tu amigo, ¿se apaña? —le preguntó Nouguier a Javier.
Instalado al fondo del patio, Irving se aplicaba en cargar una placa en una cámara oscura bajo las órdenes de Belay. El fotógrafo estaba en la gloria: gracias a la intermediación de su ayudante, había conseguido ser el único con autorización oficial para inmortalizar la escena. Y, aun sintiéndose agradecido, estaba convencido de que aquello se lo debía por igual a los contactos de su joven empleado y a su fama de retratista.
Irving vio a lo lejos a Nouguier y fue a su encuentro.
—El señor Belay ha tomado un buen número de clichés pero quisiéramos tomar alguno más en altura. ¿Cree que podríamos meternos en la cabeza?
El ingeniero se ofreció a llevarlos, para gran alegría de Javier. También él estaba deseando subir a lo más alto. Sobre todo, de contárselo a Victoria a su vuelta, y ya se deleitaba por anticipado con los destellos que brillarían en los ojos de ella cuando le relatase todo lo que había hecho en París desde que habían llegado a finales de julio. Esta ciudad era el acelerador de su existencia, y Javier había vivido en tres meses tantas experiencias como las que hubiese podido vivir en la Alhambra en cien años. Se había dado cuenta de que ya no podría vivir en otro sitio que en una capital y estaba decidido a convencer a Victoria para que se fuese con él.
Rodearon el edificio aledaño y llegaron a la cabeza por la parte de atrás. La estatua había pasado meses expuesta en el Campo de Marte, donde se había podido visitar por dentro previo pago de la correspondiente entrada, por una puerta de acceso que le habían instalado por debajo del hombro izquierdo. Subieron la escalera de caracol y llegaron al nivel de la plataforma de la diadema justo cuando el embajador Morton iniciaba su alocución en inglés. Belay trató de asegurar el trípode en el espacio limitado, para poder enmarcar la ceremonia.
—Es imposible, me ponga donde me ponga siempre hay un barrote que me lo fastidia. ¡Están demasiado juntos! —concluyó, apoyando la espalda en la pared interna y resoplando.
Fuera, el trasiego había hecho desviar hacia allí la mirada a varios invitados. Imperturbable, el embajador continuaba relatando las tribulaciones de la colecta de fondos.
—Cabe otra posibilidad —sugirió Nouguier—. Se puede acceder al tejado de uno de los hangares, que solo está en ligera pendiente. Allí estará bien.
—Pues, hale, recogemos todo y nos vamos pitando —ordenó Belay a Irving.
—Vayan, yo me quedo aquí —dijo Javier—. Voy a sondear los pensamientos de doña Libertad.
Cruzaron el patio en el instante en que el embajador cedía el sitio a Bartholdi. Estaba a punto de hacerse la solemne puesta del primer remache. Nouguier, que iba delante de ellos, les señaló el edificio del fondo y les indicó por gestos que se subieran encima de unas cajas llenas de chapas de cobre para acceder al tejado, y luego se dirigió al policía de guardia para impedir que detuviera aquella chaladura estrambótica. La explicación del ingeniero apaciguó al inspector, quien a su vez hizo una seña a los otros para que permanecieran en sus puestos. Bartholdi había tomado la palabra.
—Paz, libertad, justicia, amistad entre las naciones, tal es la obra que debemos entre todos intentar cumplir codo con codo. Tal es el porvenir que simbolizará esta estatua para nuestras dos democracias, una ya centenaria, la de Estados Unidos, y pronto también la nuestra.
Irving había encajado dos de las patas del trípode en el canalón y ajustado el marco, mientras Belay introducía la placa en la cámara oscura. El fotógrafo dejó su mano en el obturador para esperar el instante oportuno. En el estrado, Bartholdi había alargado un martillo al embajador, quien lo mostró ostensiblemente a la concurrencia. Irving, jadeando aún, lanzó una mirada interrogante a Belay.
—Tenemos tiempo, muchacho —murmuró este, con la mirada fija en la ceremonia.
Morton se puso de rodillas para golpear unas cuantas veces el remache en el pie de bronce. Después, se levantó en medio de los aplausos del público y recibió el abrazo de Laboulaye, mientras Eiffel y Bartholdi se felicitaban mutuamente y uno de los tenores de la Ópera de París subía al estrado. Cuando empezó a cantar el himno nacional americano, todo el mundo se quedó inmóvil. Belay quitó la tapa del obturador y contó hasta dos antes de volver a ponerla.
—¡Listo! Ah, cómo me gustan las demostraciones patrióticas: ¡ideales para la calidad de las fotos! Una lección que debes recordar, mi querido ayudante.
Una vez abajo, se reunieron con el equipo de Eiffel. El empresario les propuso participar en la colación que estaba a punto de ofrecerse.
—Lo siento, pero tenemos trabajo —se lamentó Belay.
—Es colodión húmedo —precisó Irving—. Tenemos que revelarlas sin pérdida de tiempo.
—Entonces vénganse después, así podremos ver sus positivados.
Prefirieron el ómnibus al tranvía, hicieron dos transbordos y se apearon finalmente a pocos metros del taller. Irving sacó los seis clichés tomados durante la ceremonia y Belay decidió quedarse solo con cuatro.
—Vamos a coger un coche de punto —dijo el fotógrafo—. Los transportes públicos me dan náuseas y empiezo a tener hambre.
En el trayecto Belay dio una cabezadita, pero Irving fue todo el camino con la nariz pegada a la ventanilla, admirando los monumentos y los edificios que desfilaban ante sus ojos. Todos se le ofrecían, obsequiosos, listos para que los fotografiase. París estaba tachonado de esas joyas.
Al llegar a la calle de Chazelles, las autoridades se habían marchado ya. Solo quedaban los equipos de Eiffel y de Bartholdi, achispados, alegres y jaraneros. El escultor acababa de anunciar que la fiesta había terminado y los empleados comenzaban a dispersarse.
—Pero queda comida para ustedes —añadió dirigiéndose a ellos dos y señalando el bufet en el que subsistían unas cuantas tajadas de paté y de carne asada, al lado de una hogaza de pan empezada—. Bueno, ¿y esas fotos?
Mientras Belay le presentaba su trabajo, Irving se fue a buscar a Javier. Entró en el taller, desierto ese día. Había partes enteras de la estatua en proceso de fabricación, algunas en forma de plantillas de madera, otras recubiertas de yeso para obtener los vaciados, sin contar los elementos definitivos realizados en cobre. Irving se preguntaba cómo las piezas desperdigadas en semejante batiburrillo podrían encontrar sin dificultad su destino final para formar una obra de arte, como en los álbumes de rompecabezas chinos que a su padre le gustaba compartir con ellos.
Se quedó un rato, pensativo, delante de la mano izquierda que sostenía una tablilla aún sin pulir, con el antebrazo saliendo por una tela hecha de yeso, de un realismo impresionante. Los pliegues de la toga daban la impresión de que la titánica extremidad, que reposaba directamente en el suelo, fuese a ponerse en movimiento. «Este es el siglo de los gigantes», pensó justo antes de notar que algo lo levantaba del piso. Javier se le había acercado sigilosamente, lo había agarrado por la cintura y lo había aupado para lanzarlo a continuación lo más lejos que pudo. Era uno de los juegos favoritos de los dos chicos, de cuando se aburrían, de niños, a la sombra del campanil de la Torre de la Vela.
—Javier, que ya no somos unos niños —protestó Irving levantándose del suelo.
—¿Tú crees? —replicó su amigo, contento del efecto causado—. A mí me ha parecido que he agarrado por la cintura a un niño pequeño. ¡Un chiquillo!
—¿Dónde estabas? Te he estado buscando desde que llegué.
—Con el señor Eiffel, estuvimos hablando un rato. ¿Subimos? —le propuso, señalándole el brazo.
—No podemos.
—Por aquí ya no queda nadie.
—Pero podríamos estropearlo.
—Si se montan ahí diez tipos todo el santo día. Búscate otra excusa, yo voy a subir —dijo Javier agarrándose ya a los primeros pliegues de la toga.
Se sentó a horcajadas en la muñeca.
—¡Venga!
Irving miró a su alrededor. El último grupo se encontraba en el patio y Belay estaba entretenido zampándose los restos del bufet.
—¡Ven y te cuento un secreto!
El argumento lo convenció e Irving subió con su amigo.
—Bueno, qué, no te quejarás, ¡estamos cabalgando la Libertad! —fanfarroneó Javier espoleándola con el talón.
—¿Dónde está el otro brazo, el de la antorcha?
—Qué ojo tienes, viejo amigo. —Aquella expresión, que Javier ya decía sin pensar, como un tic, molestaba profundamente a Irving—. Todavía lo tienen en un parque de Nueva York. Tienen que repatriarlo dentro de poco. ¿Sabías que tu padre estaba trabajando en un nuevo proyecto de globo?
—¿Quién te ha dicho eso?
—El señor Eiffel. Un intento de récord. Y también me ha contado que le sugirió que se trasladase toda la familia a París, pero que tu padre dijo que no.
—No, no sabía nada —repuso Irving apretando los dientes.
Se enojó con su padre por haberse enterado por boca de otra persona. Aun cuando el joven ya había decidido que se quedaba en París, no le parecía bien hallarse al margen de las novedades cotidianas de su familia. También se enfadó con él por haber rechazado la propuesta de trasladarse a París.
Javier se había puesto de pie y daba pequeños pasos agarrándose al pulgar de la estatua.
—Eiffel no se ha rendido del todo y cree que aún puede convencerlo —añadió—. Pero para mí que es más bien tu madre a la que hay que convencer. Oye, ¿qué haces? —preguntó al ver que Irving había bajado al suelo de un salto.
—¿Ese era el secreto que querías contarme? ¿Ya está?
Javier saltó a su vez.
—Pues en realidad no. Cuando me quedé a solas en la cabeza de la Libertad, aproveché para grabar el nombre de Victoria en el interior de la diadema. Es romántico, ¿no?
—A mí me parece una idiotez —replicó Irving, con malas pulgas.
—Pero ¿qué te pasa? —se sorprendió Javier—. ¡A mí me parece una bonita prueba de amor! Si hasta me he cargado la punta —dijo mostrándole la navaja—. ¡Mi novia tendrá su nombre inscrito en Nueva York para toda la eternidad!
—En cuanto le hagan la primera inspección te pillarán. El señor Eiffel conoce a Victoria, y tu estupidez le va a hacer muy poca gracia cuando tenga que cambiar la pieza.
—No hay de qué preocuparse, viejo amigo: está en un lugar de difícil acceso.
—Hasta que la desmonten para mandarla allí.
—Caramba, no se me ocurrió… En todo caso, Victoria se alegrará mucho y eso es lo principal.
—Sobre todo se alegrará si vuelves por Navidad y pasas tiempo con ella.
Los interrumpió un estrépito de platos rotos. Al fotógrafo se le había escapado de las manos el plato lleno de comida y se le había hecho añicos a los pies. Belay miró atentamente hacia el patio y, una vez hubo comprobado que nadie había visto nada, empujó los desperdicios con la punta del zapato para meterlos debajo del mantel que arrastraba hasta el suelo. Se sirvió una copa de vino y se alejó silbando.
—Creo que vamos a volver al taller enseguida —comentó Irving.
—El viernes hago una fiesta con los otros estudiantes de la École Centrale, en la Laiterie du Paradoxe. ¿Irás?
—Dependerá de mi trabajo.
—Estarán las chicas de la École Normale…
—Dependerá de las ganas que tenga.
—… y una mesa de juegos en la sala del fondo.
—Dependerá de mi economía.
—Hay que ver cuántas condiciones, viejo amigo.
—Y falta la última: ¡deja de llamarme así!
61
Granada,
martes, 25 de octubre de 1881
La orden era clara: había que dar tiempo a que Cabeza de Rata y Chupi cometieran su fechoría. Los arrestarían cuando fueran a salir de la plaza. Pero Clément no las tenía todas consigo. La aurora había sustituido al alba y Plaza Nueva aparecía bañada en una luz macilenta. Había algo que no encajaba. No terminaba de entender la aparente desenvoltura de los dos sujetos. Era ya tarde para cometer una fechoría. Quince minutos después de haberse metido en el quiosco, salieron y atravesaron la explanada sin la menor prisa. Luego, no opusieron resistencia alguna cuando los guardias los detuvieron y los llevaron ante el juez, que estaba acompañado del capitán general y de Clément.
—¿Pueden explicarnos qué hacen ustedes aquí? —preguntó Ferrán después de pedirles que desvelaran su identidad.
—Dirigirnos a nuestro trabajo, señor juez —explicó Cabeza de Rata con una calma que impresionó a Delhorme—. Nos hemos parado a ver la máquina, como todo el mundo.
No le temblaba la voz, ni las manos, y no pestañeaba. Su mirada, fría y segura, iba del juez a Clément y viceversa.
—Sigue cerrada con llave —afirmó uno de los guardias en respuesta a la pregunta del magistrado.
—Entonces, vayamos a hacer las debidas comprobaciones. ¿Señor Delhorme?
Clément desbloqueó el cerrojo, entreabrió la puerta, se ayudó del candelabro para iluminar el interior y volvió a cerrarla rápidamente.
—Todo está bien, a cinco grados —resumió—. No se ha forzado nada.
El candado emitió un chasquido seco. El antiguo capitán aguardaba de brazos cruzados la decisión del juez.
—Todo conduce a creer que su presencia aquí no es casual —comenzó Ferrán.
—Lo mismo que la de ustedes —replicó Cabeza de Rata—. Este comité de bienvenida parece una trampa tendida por alguien que ha jurado acabar conmigo.
—¡Será cabrón! —exclamó furioso Clément, que se adelantó con un puño levantado y al instante frenó el gesto y lo señaló con el dedo índice—. ¡Le prohíbo que se acerque a mi familia!
—No sé de qué me habla. ¿Podemos irnos ya?
—Se les prohíbe abandonar la ciudad —dijo el juez poniéndolos en libertad con un ademán enojado.
—Pierda cuidado, no querríamos perdernos la apertura oficial de este mediodía —replicó, ocurrente, Cabeza de Rata, dicho lo cual les dio la espalda.
Un vendedor ambulante se había instalado delante de ellos, al otro lado de la hilera de árboles, y se aplicaba en montar su puesto. Otro llegó tirando de su cargamento. El mercado alcanzaría su punto álgido al cabo de una hora. Cabeza de Rata no era ya más que un punto que se alejaba por la calle de los Reyes Católicos. El hombre se había olido las intenciones de Clément y lo había engañado. Y a este le dio rabia haberlo subestimado.
De regreso en la Alhambra, se acostó al lado de Alicia y se quedó dormido al instante, sumiéndose en un sueño salpicado de impresiones desagradables. Lo despertó un ruido seco, pero en realidad lo había soñado. Estaba solo en la cama. La ventana estaba abierta, y Alicia, en el patio, conversaba con Mateo. Antes de bajar con ellos, Clément se tomó su tiempo para lavarse y comerse un pedazo de pan untado con tomate y una loncha de jamón serrano, lo que lo ayudó a ordenar las ideas. Juntos bajaron hasta Plaza Nueva. Una vez que hubieron cruzado la Puerta de las Granadas, Clément se forzó a romper el silencio desasosegado que los había acompañado todo el camino, como para conjurar el mal fario.
—Con las manos en la masa no lo pillamos, eso desde luego. Pero a mediodía se cuidará muy mucho de no volver a importunarnos.
—¡Pero si ni él ni Chupi son hombres de palabra! —se revolvió Mateo.
—Yo preferiría saberlos lejos, más que arrepentidos —confesó Alicia.
—¿Qué es ese runrún? —dijo Mateo ralentizando el paso al final de la calle de los Gomeles.
El ruido fue a más y, como una tripa inflada, estalló justo cuando entraban en la plaza, en la que no cabía ni un alfiler. Cerca de un millar de curiosos se habían sumado a los varios centenares de granadinos que acudían a hacer sus compras al mercado al aire libre y todos charlaban animadamente mientras esperaban el momento en que se abriría la heladera. Los periódicos llevaban en primera plana el experimento de Clément, describiéndolo como una novedad mundial de la cual la ciudad podría sentirse orgullosa, lo que había hecho las delicias del orgulloso pueblo andaluz.
Su aparición estuvo seguida por un incremento de la algarabía. La multitud fue abriendo un pasillo para ellos hasta el quiosco, donde el capitán general había ordenado que se despejara un espacio. Clément no pudo evitar buscar a Cabeza de Rata entre el público y lo localizó arrimado a uno de los árboles de la plaza.
El militar hizo una seña a Delhorme para que abriera el candado. Clément accionó la cerradura y se dio cuenta, nada más abrir la puerta, de que el arcón había vuelto a la temperatura ambiente hacía unas cuantas horas. El pescado había cambiado de aspecto, con los ojos vidriosos y las escamas brillantes. Desde las branquias escurría un hilillo de moco que indicaba el comienzo de la descomposición. El pedazo de mantequilla se había puesto de color amarillo oscuro y estaba como hundido sobre sí mismo, mientras que los dos cubitos de hielo habían desaparecido.
El capitán general mostró de manera ostensible a la muchedumbre los tres alimentos. Los que estaban en las primeras filas cuchichearon en dirección a sus vecinos de atrás, estos a su vez a los de más atrás y poco a poco la noticia se propagó como un escalofrío en la piel: el señor Delhorme había perdido la apuesta. Su máquina no funcionaba.
Clément cogió a Alicia de la mano. No entendía lo que había podido pasar. A las seis de la mañana todo estaba frío aún. Las bujías habían funcionado la noche entera. Nada podía impedir el éxito del experimento, salvo un acto de mala voluntad. Pero no era capaz de explicarlo, y menos aún de demostrarlo. La decepción de la multitud era manifiesta.
Mateo percibió el murmullo que, cada vez más alto, aumentaba sin cesar y oyó que decían el nombre de Clément, el suyo, y ya no quiso oír nada más. Se abalanzó contra el gentío con los puños apretados y los ojos clavados en el suelo para rehuir las miradas que convergían en él, como los rayos abrasadores del sol en verano, y abandonó la plaza en el momento en que Cabeza de Rata tomaba la palabra.
Mateo subió al Generalife, partió unas encendajas y echó las astillas en la caldera de su máquina de fabricar cubitos de hielo. Esperó a que el gas producido generase frío suficiente, rellenó con agua un cubo en una de las fuentes del Darro y la vertió en el arcón de zinc del sistema. Se concentraba al máximo en cada gesto, en el agua que lentamente iba blanqueándose, no quería pensar en nada más, no había ocurrido nada en Plaza Nueva, solo había sido una pesadilla que empezaba a disiparse.
—¿Mateo? —Clément había vuelto—. Les he dado la composición del líquido —anunció el francés.
—Pensaba que era decisión mía si nos callábamos el secreto, ¿ya no se acuerda?
—No me ha quedado más remedio, Mateo. Di mi palabra.
—Sé de sobra que sin usted yo no habría podido tener todo esto —dijo el antiguo nevero indicando el sistema de producción—, ni todo lo demás. Pero igualmente era decisión mía.
—Lo siento mucho. De verdad. Mis cálculos estaban equivocados. Creía que lo tentaría si le ponía de cebo algo con lo que llevaba meses soñando. Que lo sorprendería con las manos en la masa. Estaba seguro de que caería en la trampa, cegado por su odio. Pero he sido yo el que ha caído en la suya.
Clément se calló esperando una palabra de Mateo. Pero este se mantuvo fiel a su carácter.
—El riesgo es una ecuación con una sola incógnita: la persona que se arriesga. También yo estaba cegado, y lo subestimé.
Mateo sacó el primer cubo helado y echó más agua, mientras Clément volvía a meter astillas en la caldera.
—¿Y ahora qué va a pasar?
El más joven de los dos hermanos Álvarez ya no estaba enojado con su amigo francés, pero temía las consecuencias de su bravata.
—Tú tienes una experiencia que los demás no tienen. No solo hay que conocer la receta, hay que tener también la maña.
—¿Y la máquina de frío?
—Haremos una nueva prueba en público dentro de dos o tres años. Caramba, temo que su difusión, de aquí a entonces, sea confidencial. Pero averiguaré lo que hizo para sabotear nuestro experimento. Restableceré la verdad. Y trabajaré con otras máquinas, no te preocupes.
Mateo hizo una mueca para dar a entender que no estaba preocupado. Produjeron un segundo bloque de hielo, que el granadino puso en una carretilla.
—Por cierto, ¿cuál era la composición?
Clément sonrió: en tres años Mateo nunca le había preguntado cuáles eran las moléculas que había aprisionado en los tubos de vidrio y que, incansablemente, cambiaban de estado, líquido, gaseoso, líquido, en un ciclo infinito. No era ninguna muestra de indiferencia respecto a un asunto científico, sino más bien de pudor y comedimiento.
—Una mezcla de cinco partes de sulfato de sodio y ocho partes de ácido clorhídrico. La mejor mezcla para obtener un refrigerante, un descenso de temperatura de veintiocho grados. Este es el secreto de la duración de la conservación de nuestros cubitos. Pero Cabeza de Rata se ha llevado un chasco: en la mezcla no había ácido sulfúrico, que para él habría sido una confesión de mi pertenencia al movimiento anarquista. Y además, Mateo, le he revelado los ingredientes pero no sus proporciones. A Chupi le llevará su tiempo dar con ellas, puedes creerme.