XI

32

Oporto,

lunes, 2 de abril de 1877

El pincel lamió el lienzo depositando delicadamente un trazo sobre el arco en proceso de construcción. El artista se retiró, de espaldas, y entornó los ojos: su representación del puente era fiel al original, al menos a él le producía una satisfacción indudable. Nunca en su vida había visto una obra semejante, las pilastras de metal y el tablero eran piezas caladas y había tenido que repetir el dibujo dos veces hasta conseguir representarlas con la suficiente precisión.

El cuadro era un encargo que le había hecho Gustave Eiffel, quien le había pedido que representase tres etapas de la construcción del arco. El pintor había optado por situarse a un kilómetro del lugar de la obra, en la orilla de Vila Nova de Gaia; había jugado con las proporciones, achatando la altura de los edificios y elevando la de las dos colinas que acogían las bases del puente, y el efecto conseguido era que la construcción resultaba aún más gigantesca. Este cuadro, mejor que los dos o tres dibujos publicados por la prensa, mostraría a los descreídos que aún quedaban cómo se integraba estéticamente la obra con el paisaje, así como su plástica.

«A Gustave le va a encantar», pensó Joseph Collin, que supervisaba los trabajos mientras el jefe estaba ausente. Consultó la hora en su Billodes y confirmó que el gacetillero del Jornal do Porto, que corría por la vereda haciéndole gestos, moviendo los brazos arriba y abajo («Como si no lo hubiese visto. Parece un pelícano queriendo alzar el vuelo», pensó Joseph, divertido), llegaba con media hora de retraso. El hombre se presentó, empapado de sudor, y casi sin aliento le explicó que venía en sustitución del periodista previsto inicialmente, que había tenido que desplazarse al puerto para cubrir el incendio de un barco de vapor inglés procedente de Liverpool. La noticia contrarió a Joseph, a quien la marcha precipitada de Eiffel a Barcelinhos había dejado ya con los ánimos por los suelos. Afortunadamente, después de una mañana de lluvia fina, estaba haciendo un tiempo espléndido y la temperatura había superado los veinte grados, lo cual, después de las inclemencias de los meses anteriores, le sabía a recompensa bien merecida. Con Eiffel, Joseph se había acostumbrado a la presencia de los periodistas y, si bien era consciente de carecer de su carisma, recordaba perfectamente las respuestas a las preguntas que salían de forma invariable durante las entrevistas, así como las entonaciones que empleaba Gustave para tener el control de la conversación.

—¿Piensa que terminarán la obra a tiempo, senhor Collin? —preguntó el hombre mientras se enjugaba el sudor de la frente.

—¿Por qué cree que no será así?

—Bueno, es que hemos tenido estas crecidas fuera de lo normal y las obras han estado paradas dos meses y medio. Cabe preguntárselo, ¿no le parece?

El reportero se guardó el pañuelo en el bolsillo del chaleco, dejando asomar una parte, y apoyó la punta del lápiz en el cuaderno, como un atleta listo para salir disparado en una carrera.

—Habíamos contado con ese riesgo desde el primer momento —respondió Joseph mientras miraba cómo el otro tomaba notas—. El montaje del arco empezó hace un mes y aún estamos dentro de plazo. Por otra parte, tenemos en nuestro equipo a un ingeniero encargado de la previsión meteorológica, lo cual nos permite establecer un programa de trabajo ideal —alegó, y justo después se mordió el carrillo al caer en la cuenta de que, en otra ocasión, Eiffel había dicho «óptimo».

—¿Ideal? —recalcó el periodista—. Parece que confía en la ciencia a pie juntillas. ¿Cómo se puede saber el tiempo que va a hacer esta tarde, mañana, dentro de un mes?

—Por las curvas isobaras —respondió Collin refugiándose en un lenguaje abstruso—. Siguiendo las corrientes atmosféricas fundamentales. ¡Usamos unos modelos muy fiables! —concluyó con un punto de desdén.

—¿Podría entrevistar a su ingeniero? Es un tema que puede interesar a nuestros lectores —preguntó el hombre, viendo que ya no podría sacarle nada más.

—Ya no se encuentra en Oporto. Vive en Granada.

—¿En España?

El hombre sacó el pañuelo del bolsillo y se tocó la cara con él, maquinalmente, mientras cavilaba.

—Pero ¿cómo puede prever el tiempo desde tan lejos? —preguntó haciendo énfasis en las dos últimas palabras—. ¿Lo está diciendo en serio?

—Mire, caballero, se trata de fenómenos complejos que no puedo explicarle con un simple par de frases, aquí plantados en mitad de un camino de herradura —arguyó Joseph, al que le costaba trabajo contener la irritación—. Lo que cuenta es el resultado y punto. El puente estará terminado en octubre, se lo puedo asegurar, y representará una gran innovación en el ámbito de la tecnología.

Algo más lejos, el artista, que había finalizado, los escuchaba mientras recogía sus bártulos.

—Permítame que insista, senhor Collin. ¿No nos estaremos arriesgando a sufrir la cólera de Dios si nos empeñamos en hacerle la competencia, en levantar torres de Babel cada vez más altas?

Mãe de Deus! —exclamó el pintor—. Pero ¿usted tiene ojos para ver, señor mío?

El periodista titubeó un segundo y entendió que se dirigía a él, no al francés.

—¡Mire! —dijo asiéndolo por la manga para llevarlo hasta el caballete en el que descansaba el lienzo, altivo—. ¿Alguna vez ha visto una obra tan perfecta?

El hombre contempló la pintura y consideró que el calificativo era exagerado.

—De acuerdo, es una representación fiel, pero de ahí a decir que…

—¡Que no, estúpido, hablaba del modelo, de eso! —exclamó exasperado el pintor, señalando con la mano el paisaje que tenían delante de sus narices—. Este puente es la prolongación de las dos orillas y dentro de poco será su unión, el nexo de unión. ¡Mire este arco que brota de las dos márgenes como si fuesen dos manos tendidas la una hacia la otra queriendo entrelazarse! —Dejó al gacetillero luchando con sus dudas recién suscitadas, y agregó—: Yo nunca he visto una obra industrial tan bien lograda estéticamente. Imagínese el arco cuando esté completo, cuando las dos orillas queden soldadas a su brazo, su fuerza, al tiempo que su delicadeza, estas riostras que están abiertas, puro equilibrio entre el vacío y la materia en pareja proporción pero que podrán con todo. Hace horas que lo observo para copiarlo, que lo acaricio a fuerza de dibujarlo, y cada segundo que pasa me doy más cuenta de hasta qué punto esta proeza es una obra de arte. Y Dios ama el arte, créame, ¡no es ninguna blasfemia decirlo! —añadió, cogiendo con las manos su pintura para entregársela a Joseph Collin—. Volveré dentro de seis meses cuando hayan terminado. Y, dicho esto, les deseo que pasen una buena tarde, señores.

Se quedaron mirándolo mientras él plegaba el caballete y después lo siguieron con la vista cuando se marchó de allí silbando. El periodista se rascó los cabellos con el lapicero, en lo que leía sus apuntes:

—Creo que vamos a empezar desde el principio.

33

Vigo, España,

jueves, 5 de abril de 1877

«Este mundo es un fandango y el que no lo baila es un tonto». La frase le daba vueltas sin parar en la cabeza. El dicho español había sido la última frase que pronunciara Victorine en su presencia, un mes antes, en Barcelinhos. Habían reñido, sin que mediara violencia pero con acritud y sobreentendidos, en presencia de la cocinera, a la que cada vez le costaba más no tomar partido por ella, con quien compartía el día a día y a la que aliviaba su soledad mucho mejor que la presencia episódica de su amante. Eiffel había aprovechado para adelantar su regreso a Oporto, donde lo esperaban tanto su equipo como el ramillete de problemas que conllevaba una obra de semejante envergadura. Fue cuando iba a subirse a la berlina que ella lo retuvo para abrazarlo. El beso había sido un beso furtivo. Él nunca había sabido expresar sus sentimientos. Los labios de Victorine estaban fríos, fue lo único que se le ocurrió pensar en aquel instante. Le había aconsejado que entrase en la casa lo más aprisa posible, por el viento y el frío. Ella le había citado el adagio, con un brillo en los ojos que él no había sabido descifrar. Luego se marchó, pensando ya en su puente.

Al llegar a Vila Nova de Gaia, le mandó una carta disculpándose y con el encargo para la cocinera de adornar la casa con flores, tras lo cual se había llegado hasta el lugar de las obras, donde se encontró con que el arco había avanzado varios metros y la moral de todos había retornado a su punto álgido. Eiffel regresó una semana después a Levallois-Perret, permaneció allí diez días y luego informó a su mujer de que volvía a irse a Portugal. El 1 de abril se citó en Oporto con el pintor que había elegido para la representación pictórica del puente y, para desespero de Joseph, recibió un telegrama procedente de Barcelinhos que lo hizo salir a toda prisa.

Eiffel tenía el rostro vuelto hacia las colinas que rodeaban la bahía de Vigo y su puerto. Pasó por delante del encargado de la aduana con su equipaje de camarote; el hombre lo invitó a subir a bordo sin hacerle la menor pregunta. «¿Será tan evidente mi dolor?», se preguntó, tratando de cruzar la mirada con las de los otros pasajeros para comprobarlo. Pero estaban todos muy ocupados, unos instalándose en sus camarotes, otros participando del bullicio reinante en la cubierta del vapor. Dejó sus enseres sobre la colcha y se echó, sin lograr conciliar el sueño pese a no haber pegado ojo la noche anterior. Los remordimientos lo habían aguijoneado cada vez que el sueño trataba de vencerlo. Se levantó y esperó la hora de zarpar, de pie en la toldilla del buque, con la mirada perdida en la inmensidad del océano. En la punta de la bahía, una nube infinita de pájaros envolvía las islas Cíes, revoloteando a ras del mar o lanzándose en picado sobre los bancos de sardinas que blanqueaban el agua, en combate desigual. El espectáculo le hizo olvidar brevemente su tristeza y su abatimiento, hasta que se acercó a saludarlo el capitán. El navío, de la compañía Pereire, cubría la conexión habitual con Burdeos, y Eiffel lo había tomado muchas veces, una de las cuales con Marguerite y su hija Valentine. La travesía iba a durar cinco días. Cinco días durante los cuales el vapor se mecería sin descanso, al capricho del viento y los vendavales. Eiffel, que por lo general se ponía malo al más mínimo vaivén, se dejó llevar por la danza nauseabunda del mar, rehusando cualquier asomo de lástima de sí mismo a modo de merecido castigo. No salió en todo el viaje, ni siquiera durante la escala del barco en Bilbao, y finalmente se bajó sin haber pronunciado ni una sola palabra desde Vigo. La subida en tren a París se desarrolló entre el sueño y la realidad, pues se encontraba aturdido por la falta de descanso y por lo que acababa de vivir.

No podía contarle a nadie el dolor que lo consumía por dentro, condenado a callar y a quedárselo en lo más profundo de sus entrañas sin jamás poder exteriorizarlo. Cuando llegó a Levallois-Perret, se fue derecho al taller de la calle Fouquet y mandó que llevaran sus cosas a la casa. Necesitaba sentir el familiar olor del hierro, oír los martillazos, sumergirse en el ambiente de trabajo y concentración, volver a hacer pie en la urgente realidad. Se sentó ante su mesa de despacho y, por primera vez desde que había recibido la noticia, lloró. Victorine había perdido la vida brutalmente el 3 de abril, unas horas antes de que él llegara a la casa de Barcelinhos. Se sentía terriblemente responsable.

34

La Alhambra, Granada,

sábado, 30 de junio de 1877

Mateo estaba de pie en el mirador, entre las dos máquinas de fabricar hielo. Con la mirada fija en el Sacromonte, se secó las manos.

—¿Soñando, eh, papá? —preguntó Javier, que acababa de terminar dos garrafas heladas.

—Sí —respondió él volviéndose hacia el adolescente—. Como dices, estaba soñando…

La alusión velada a Kalia, que seguía viviendo allá, molestó a Javier, que se encogió de hombros y dijo:

—Pues haz como yo, ¡olvídala!

El muchacho detectó que Mateo enarcaba levemente las cejas, cosa que no auguraba nada bueno, pero se negó a entrar al trapo. Cada vez que le sacaban el tema, el antiguo nevero se ponía a hablar sin parar de las cualidades de la madre de Javier y de su retorno, que él consideraba ineluctable. Y Javier siempre intentaba que entrase en razón y que comprendiese que ella ya no estaba enamorada de él y que prefería vivir con los gitanos antes que con su hijo. Pero nada socavaba la decisión de Mateo de hacerla volver con ellos. Javier prefirió cambiar de tercio:

—Termino la serie y te dejo para que las entregues tú, que yo empiezo la escuela dentro de una hora.

—La escuela, la escuela, pero ¿por qué sigues yendo? Ya no te hace falta, nuestro negocio marcha bien, mira —rezongó Mateo, señalando la estancia repleta de cajas.

La última máquina creada por Clément, con la que conseguían producir el hielo directamente dentro de unas grandes garrafas de vidrio, había cosechado un éxito rotundo entre los granadinos. Javier no replicó; las discusiones acababan invariablemente en desavenencias entre los dos. Hizo el vacío dentro del aparato accionando diez veces una bomba, arrimó otras dos garrafas, que contenían agua hasta un tercio de su capacidad, contra los tubos que salían de dos grifos, abrió estos y pegó bien las botellas. Puso unas gotas de agua en los tapones y finalizó la maniobra del vacío bombeando de nuevo. Las dos últimas burbujas de aire escaparon del agua, que comenzó a congelarse. Al cabo de veinte minutos, las dos garrafas estaban totalmente congeladas.

—Son para el señor Cañadas, el dentista —indicó Javier, quitándose los guantes de cuero que utilizaba para majear la bomba.

Se los puso a Mateo en las manos.

—¡No me digas! Lo sé de sobra, ¡aquí el jefe soy yo! —protestó Mateo, para que no se dijera y sin provecho alguno.

Javier se había marchado ya de la sala del Generalife reservada para la elaboración del hielo. Pasó al Mexuar para recoger a Irving. Jezequel los estaba esperando en la explanada en compañía de Victoria.

—No tengo clase esta tarde, tocan asignaturas reservadas a los chicos —puntualizó con ganas de chinchar.

Jezequel intentó divertirlos con un chiste que no hizo reír a los otros. Solo le valió un papirotazo de Javier, quien no soportaba que otra persona que no fuese él hiciese comentarios sobre sus mellizas favoritas. Victoria los siguió con la mirada mientras salían de la Alhambra, y entonces se metió por el Patio de los Arrayanes para dar de comer a los peces los restos de pan que había recogido de la mesa de la comida. Rodeó el estanque, seguida por las carpas y los peces rojos a los que el pan había abierto el apetito. Aceleró y paró varias veces, divertida al ver lo obedientes que eran, y al final les echó el último mendrugo que se había guardado en el bolsillo. Victoria se encontraba sola varias tardes a la semana, mientras los chicos asistían a sus clases de matemáticas y ciencias y Nyssia se alejaba del mundo para leer en sus refugios secretos. Victoria se había fijado en que además, desde hacía unos meses, su hermana escribía cartas y las enviaba a escondidas de sus padres.

Miró al cielo y suspiró: la tarde iba a ser larga y el calor llamaba ya a la siesta. No le gustaban nada esos ratos de quietud impuesta y, a diferencia de su hermana, no tenía la menor paciencia para leer ni sentía afición por la lectura.

Victoria decidió explorar una zona apartada del Mexuar que aún no había pasado a engrosar la lista de reformas. La colina ofrecía infinitas posibilidades de exploración y los niños jamás se privaban de aprovecharlas. A veces no decían nada de los sitios que descubrían, ni siquiera a sus padres, o sobre todo no a ellos, pues les habrían prohibido volver por allí. Había gran número de puertas falsas y túneles y cada paseo era una aventura. Jezequel soñaba con encontrar más escamas de oro, Javier rebuscaba en todos los rincones en busca de algún plano o de alguna señal que lo llevase al tesoro de la Alhambra, y a Irving le daba miedo despertar a todos los fantasmas nazaríes. En cuanto a Victoria, prefería buscar los subterráneos descritos por Washington Irving en sus crónicas, aunque de momento no había encontrado ninguno.

Decidió acercarse hasta la Torre de las Infantas, una fortaleza de reducidas dimensiones encajonada entre la muralla del camino de ronda que subía hasta el Generalife. Le encantaba aquel lugar, levantado alrededor de un patio central cubierto, y sobre todo la leyenda a la que debía su nombre. Victoria se detuvo al pie de un lentisco exuberante, que protegía la vereda de la mordedura del sol del mediodía, y se quedó mirando la ventana de la torre desde la que las princesas habían bajado por una cuerda de seda para huir con sus enamorados. Repasó mentalmente la descripción de Washington Irving que se sabía de memoria: «La escabrosa colina sobre la cual estaba edificada la Alhambra se halla desde tiempos antiguos minada con pasadizos subterráneos cortados en la roca y que conducen desde la fortaleza a varios sitios de la ciudad y a distantes portillos en las riberas del Darro y del Genil». Se asomó al borde del murete que protegía de la caída en picado de la colina y trató de encontrar algún indicio que pudiera permitirle localizar alguna de las galerías, pero se dio por vencida por culpa del sol, que hacía que la fachada brillase como un espejo. Distinguió un embrión de camino entre las zarzas y los matorrales que poblaban el flanco de la colina; parecía que bajaba hacia el Darro. Como el paraje era escarpado, decidió esperar a los muchachos para aventurarse. Al dejar la excursión para más tarde, se adentró en la torre y subió a la planta superior, a una de las cámaras que daban al patio interior. Como no encontró la salida al pasaje secreto, se propuso descubrir el punto de partida.

Victoria trató de averiguar el grosor de los muros dando golpecitos con el puño cerrado, como había visto hacer a su madre tantas veces en las labores de restauración. Enseguida cesó: la piedra era maciza y se hacía daño en los dedos enrojecidos por los golpes. Se asomó a mirar por la ventana por la que supuestamente habían escapado las cautivas, y la altura le dio vértigo. De haber estado en su lugar, jamás habría podido escapar. La menor de las princesas de la historia se había quedado en la torre para no entristecer a su padre, quien sin embargo había sido el responsable de su cautiverio. ¿Podía ser que Zoraida hubiese sentido vértigo en el momento de huir?, se preguntó escrutando toda la estancia. La torre estaba deshabitada y el lugar olía a moho y polvo. No quedaba ni un solo mueble, salvo un arcón lleno de vestidos que, asombrosamente, no habían sido objeto de ningún saqueo. Eran ropas viejas y usadas. Victoria ya se las había probado todas, eran marlotas de vivos colores, de todas las tallas, que habían sido utilizadas en los tiempos en que la Alhambra había estado invadida de talleres clandestinos. Escogió una por su color verde chillón, se la puso y se tapó la cabeza con la capucha. Se sentó en el suelo, delante de la balaustrada que daba al patio interior, y dejó los pies colgando en el vacío, balanceándolos. Fuera, el calor imponía el silencio a toda forma de vida.

Victoria aguzó el oído: en el camino de ronda un ruido extraño había alterado el orden establecido. Un tintineo sordo y regular. El ruido cesó. De nuevo se puso a balancear las piernas y luego se paró bruscamente. El soniquete había vuelto a empezar, discreto pero constante. Le pareció que podían ser chinitas empujadas por las ráfagas de viento que las soltaban en el camino. Pero no hacía ni gota de aire. O bien canicas, como las de los muchachos, con el mismo sonido que hacían estas al entrechocar cuando se las metían en los bolsillos. Pero no, era un sonido más apagado. Victoria se levantó y apoyó las manos en la barandilla como los capitanes piratas cuando se disponen a lanzar un abordaje. El sonido se acercaba. No tenía miedo, se sentía protegida: la Alhambra era el caparazón en el que moraba toda su familia y allí no podía pasarles nada. Victoria no podía ver el exterior, pues delante tenía el pasillo en ángulo recto de la entrada, pero no le cupo la menor duda: el extraño sonido estaba ahora dentro de la torre.

—¿Señor Álvarez?

Mateo se volvió, sorprendido de que alguien lo llamase por su apellido. Para todos era Mateo a secas. Y su éxito reciente no había cambiado sus costumbres en absoluto. Se asomó a la ventana del mirador y vio que había dos personas al pie de uno de los naranjos de la huerta.

—¿Es usted Mateo Álvarez, no es cierto? —se impacientó el más corpulento, ante la ausencia de respuesta.

El individuo se volvió hacia su acólito, quien se lo confirmó moviendo la cabeza en señal de afirmación. Mateo reconoció a su hermano. Ramón no le había avisado de su llegada, cosa que lo puso de mal humor. Le desagradaba profundamente que alterasen sus rutinas, y más aún teniendo todavía mucho que hacer hasta la puesta de sol. Al otro hombre no lo conocía, pero su atuendo revelaba que iba a la moda de Madrid del momento. También reflejaban un nivel de vida propio de la más alta burguesía, que él jamás alcanzaría ni vendiendo todo el hielo del mundo.

—¿Qué quieren de mí? —preguntó de viva voz desde el mirador.

—¿Podemos subir? Queremos hablarle de un asunto importante —declaró el hombre, y entró por el camino.

—¡Hola, Ramón! —lo saludó Mateo, antes de desaparecer dentro sin responder a la pregunta.

El hombre aguardó unos instantes y se volvió hacia el mayoral, que mordisqueaba nerviosamente su Braserillo apagado.

—¿Y bien? —preguntó.

—Quiere decir que sí —infirió Ramón.

—Caramba, esto no va a ser fácil…

—Mateo es un tipo de pocas palabras, pero no es mala gente, señor, ya lo verá.

El hombre se detuvo y lo cogió del brazo.

—Amigo mío, sepa que, cuando uno vende cincuenta toneladas de hielo en un año a toda la población de Granada, no se es mala gente. Se es un genio. O si acaso un buen pillo. Hoy son garrafas, ¿y mañana qué? Este hombre puede ser una bicoca, quién sabe lo que tendrá aún en la cabeza.

—¿Mateo? Lo conozco bien y no tiene absolutamente nada, aparte de a su gitana. La máquina se la construyó el señor Delhorme, ya se lo he dicho —afirmó el hermano triturando las briznas de tabaco que se le habían quedado entre los dientes.

—¡Bah, ya está bien! Me pregunto por qué sigo discutiendo con usted. Vamos.

En el interior, Mateo vio al hombre saludarlo con el sombrero y recibió sin entusiasmo el abrazo de su hermano.

Escuchó el discurso de Alfredo Lupión, que se presentó como un industrial llegado de Madrid para ayudar a desarrollar su negocio. O quizá era un banquero. O ambas cosas. A Mateo no le quedó claro. Lupión le mencionó todas las ventajas de contar con un socio que le permitiría vender sus máquinas en las principales ciudades del país.

—¡Incluso más! —añadió con entusiasmo—. No le ocultaré que el mercado europeo está ahí y que podemos hacer grandes planes, muy grandes, gracias a mis contactos. También estamos metidos en el ferrocarril —arguyó el hombre, imparable en sus conclusiones.

Mateo se lo quedó mirando sin decir esta boca es mía. Se enfundó los guantes y accionó la bomba de vacío.

—¿Y bien? —se impacientó Lupión.

—¿Y bien qué? —respondió el antiguo nevero colocando una garrafa.

—¿Qué le parece?

Mateo enarcó las cejas, luego se encogió de hombros y, por toda respuesta, dijo:

—No.

Bombeó enérgicamente mientras vigilaba las pompas de gas que se formaban en la superficie del agua, bajo la mirada incrédula del industrial.

—Pero no puede rechazar mi oferta, ¡es la oportunidad de su vida! —probó, después de lanzarle una mirada a Ramón para que le ayudase—. ¡Dígaselo usted, que es su hermano! —insistió ante su falta de reacción.

El mayoral no pareció inmutarse por la insistencia del empresario.

—A mí me ha pagado para que lo trajera aquí, no para jugar a hacer de intermediario. Mi hermano hace lo que le da la gana. Como siempre.

Mateo hizo un gesto de aprobación y siguió maniobrando con la bomba.

Lupión se había acercado a la máquina y estaba observando las diferentes partes.

—Puede llegar a hacer bloques de cincuenta kilos en una hora —afirmó muy orgulloso Ramón—. ¡Y tiene dos!

—¡Pues juntos podríamos multiplicarlos por diez, por cien! —afirmó el empresario—. Se haría increíblemente rico…

Mateo seguía ignorándolo. Lupión apoyó la mano en la bomba para impedir que siguiera.

—Si le da miedo lanzarse, yo puedo comprarle la patente —se ofreció, mirándolo a los ojos—. Y entiendo sus reticencias, acabamos de conocernos. Piénseselo. Me quedo unos días en Los Siete Suelos. Le espero, tómese su tiempo.

Saludó a los dos hombres y dio media vuelta.

—¡Espere! —le pidió Mateo, arrancándole una sonrisa a Lupión, que se detuvo en el vano de la puerta para escucharlo. Mateo tardó un poco en secarse las manos y enjugarse la frente, y a continuación dijo—: Le ahorraré el tiempo y de paso me lo ahorro yo. Le he dicho que no, estoy bien como estoy y quiero que todo siga igual, señor mío. Por lo tanto, le va a pedir a Ramón que lo lleve de vuelta a la estación de Guadix hoy mismo, seguramente tendrá muchas otras cosas que hacer en lugar de estar perdiendo el tiempo en Granada, ¿verdad?

—Como guste. Le dejo aquí mi tarjeta —replicó el hombre sin insistir más, lo cual sorprendió a Mateo.

Cogió la tarjeta y la echó en el hogar abierto de la caldera.

«No importa —pensó el señor Lupión—, ya tengo lo que quería».

Victoria había retrocedido y se había agazapado detrás de los gruesos barrotes de la barandilla, desde la que podía ver bien la calle. Dos pies descalzos aparecieron en el umbral y avanzaron por el patio interior. Sin hacer el menor ruido, Victoria se tumbó a lo largo de la barandilla y pegó la cara entre dos de los barrotes de madera: el intruso se hallaba justo debajo, en línea recta. Sus cabellos largos y su busto no dejaban lugar a dudas sobre su feminidad. En la mano derecha llevaba un cubo metálico cuyo contenido tintineaba con cada balanceo. La desconocida levantó la cabeza hacia el piso superior y Victoria se echó para atrás rápidamente. Había reconocido a la gitana que vendía caracoles en el mercado. Era la primera vez que se la encontraba en la colina. La mujer no le inspiraba la menor desconfianza, era joven y de una belleza que comparó con la de su madre. Pero ¿qué estaba haciendo en la torre? Victoria aguardó un instante que se le hizo eterno, luego se asomó con precaución. El patio estaba desierto. Se puso de pie lentamente, para poder inspeccionar toda la sala de abajo, pero no se veía a la gitana por ninguna parte. Victoria bajó la escalera esperando verla aparecer de un momento a otro, pero la torre permanecía sumida en una quietud silenciosa que, contrariamente a sus visitas anteriores, ya no le parecía ni protectora ni tranquilizadora. Recorrió de parte a parte la planta baja, enfiló por el pasillo de la entrada y salió al camino de losas recalentadas por el sol. Se detuvo, vaciló y después volvió sobre sus pasos.

El cubo, que la mujer había dejado encima de la mesa, era una invitación a saciar su curiosidad. Todavía llevaba puesta la marlota, que le quedaba enorme y entorpecía sus movimientos. Se subía las mangas, pero al poco se le volvían a bajar. Victoria recorrió la estancia con la mirada para asegurarse de que la gitana no estuviera escondida en algún rincón, observándola, y, después de una última vacilación y de dar una vuelta entera sobre su eje, levantó la tapa. El recipiente metálico contenía un centenar de caracoles amontonados en varias capas, la última de las cuales sobre un lecho de hojas. Las conchas de los gasterópodos eran las responsables del intrigante tintineo que aún le resonaba en la cabeza. La gitana, que había dejado sin vigilancia el fruto de su cosecha, no debía de andar muy lejos.

«Solo puede estar ahí arriba», dedujo mirando la entrada de la segunda cámara, en el piso alto, el único lugar en el que no había pensado. Subió sigilosamente hasta la puerta y vio que no estaba cerrada del todo. La empujó, abriendo apenas unos centímetros, lo suficiente para poder ver a Kalia ante la única ventana de la pieza, un vano con arco de herradura dividido en dos por una columna, contra la que se había apoyado la gitana, inmóvil como una estatua de piedra que formase parte del lugar.

«¿Qué estará mirando?», se preguntó Victoria, abriendo un poco más la puerta.

—Entra, muchachita —dijo Kalia sin volverse.

Sabiéndose descubierta, a Victoria le entró la vergüenza. Dio media vuelta para salir corriendo de allí, pero entonces notó que tiraban de ella hacia atrás por un brazo. Se le había enganchado la larga manga derecha de la marlota en el tirador de la puerta, la tela se desgarró y ella basculó de espaldas. Se dio un buen testarazo en la cabeza con la puerta, que se había cerrado ruidosamente. Soltó un alarido agudo y apabullante, más cercano a un bramido que a un grito de dolor. Al otro lado, la gitana gritó a su vez.

Los tres muchachos, que volvían de la escuela, se detuvieron en seco al pie de la Torre de la Cautiva.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Jezequel adelantándose a los otros dos.

—Se diría un chirrido —conjeturó Javier.

—O un alarido —intervino Irving.

—La máquina del hielo hace ruido últimamente. Tengo que revisar los engranajes.

—No, ha sido como un animal —señaló Irving—, como un chillido de gato.

—¿Un lobato? —propuso Jezequel.

—O el fantasma de Boabdil que se ha desinflado como una tripa —bromeó Javier reanudando la marcha—. Venga, vamos —dijo al ver que los otros vacilaban—, que nos está esperando un granizado en casa. ¡Y aquí hay tantos lobos como osos polares en Sierra Nevada o princesas en la torre!

—¿Ya estás mejor, Victoria? —preguntó Kalia aplicándole un trapo húmedo en la mejilla inflamada.

—¿Sabe quién soy? —respondió la muchacha entre sollozos.

—Sí, tu madre me compra caracoles todas las semanas en el mercado.

—Ah… —dijo ella, tratando de comprender el vínculo entre ellas.

—Muchas veces me habla de sus hijos, de ti y tus hermanos mellizos —se sintió obligada a explicar la gitana.

—Ah…

A Victoria le costaba pensar con claridad. Aún notaba cierta confusión mental, seguía oyendo pitidos y le dolía la cabeza. Cogió el trapo de manos de la gitana y se frotó la sien derecha contusionada.

—Pero ¿qué estaba haciendo en la ventana? —preguntó cuando los sollozos amainaron y fueron reemplazados por hipidos.

Kalia había memorizado las horas a las que regresaban los muchachos y había tomado por costumbre otear a hurtadillas desde la torre para ver a Javier.

—Pues vengo con frecuencia a descansar un rato, en verano aquí siempre se está fresquito —respondió tratando de creerse ella misma que no era un embuste.

Aquella explicación pareció convencer a Victoria, que recuperó su sonrisa habitual.

—¿Y tú, jovencita?

Victoria le contó la leyenda de las princesas y le habló de la existencia del subterráneo.

—Pero no le diga nada a mamá, me prohibiría volver aquí.

—Está bien, será nuestro secreto.

—¡Eso, me encantan los secretos! —exclamó la joven, sorbiéndose los mocos—. En cualquier caso, ese ungüento suyo me ha sentado de maravilla. ¿Qué es?

—Eso, por el contrario, es un secreto que no le cuento a nadie —respondió Kalia, que había empapado la tela en la baba de los gasterópodos—. Te he visto muchas veces con otros muchachos —se lanzó la gitana—. Unos deben de ser tu hermano y tu hermana. Y también hay otro más mayor.

—Sí, es Javier. Es más grande pero no más mayor, sabe usted. ¡Solo nació unas pocas horas antes que nosotros!

Kalia se hizo la sorprendida y dejó que la joven hablase de su hijo. Se habían sentado con la espalda contra el muro de la fachada, que irradiaba un calor suave, y Kalia, que había cogido a Victoria en sus brazos, le acariciaba lentamente los cabellos. La joven hablaba sin parar y Javier era, a través de su mirada, el más perfecto de los muchachos. La gitana sonrió; se daba cuenta de que Victoria sentía debilidad por él.

—Y no exagero ni pizca —recalcó Victoria clavando en Kalia una mirada tan intensa que habría extasiado al pintor más desganado—. Nos protege a todos, incluso a Jez, que siempre anda buscándole las cosquillas.

—Huy, pues me encantaría tener un hijo como él —dijo la gitana abrazándola fuerte—. Y una cría como tú, princesita —añadió. Y le dio un beso en la mejilla, lo que provocó que Victoria pusiese una mueca de dolor—. Te voy a contar un cuento, un cuento que en el Sacromonte se cuenta de generación en generación desde la noche de los tiempos y que te descubrirá que también tú eres una gitana.

Victoria abrió los ojos como dos soles azules, que no volvieron a recobrar su forma de almendra hasta el final del relato. Salieron de la cámara y al bajar a la planta baja se dieron cuenta de que los caracoles se habían escapado del cubo. Kalia vio que se había olvidado de ponerle la tapadera y Victoria se lanzó a buscarlos por toda la estancia. Al final encontró hasta el último de ellos. Los más raudos habían tenido tiempo de llegar al pasillo, los más intrépidos se habían subido por los paramentos.

—Tengo que irme —dijo de pronto la adolescente al oír la llamada de las campanadas—. ¡Están dando las cuatro!

Regresó directamente al piso del Mexuar donde los chicos no le habían dejado ni gota de limonada, ni siquiera Javier, cosa que la afligió mucho después del retrato que había pintado de él a la gitana. Sin embargo, fue el primero que le preguntó por su mejilla y ella se lo perdonó enseguida. Para Irving era la confirmación de la presencia allí de un gato salvaje. Pero la jovencita no quiso ni darle la razón ni quitársela, los dejó hechos un mar de dudas y se fue a buscar a su hermana a la habitación. Nyssia estaba terminando de escribir una carta y la releyó para sí escondiéndola de la vista de su melliza.

—¡Eh, esa es la tinta de papá! —exclamó Victoria al ver el frasco abierto, en el escritorio.

—Hay de sobra para todos —replicó su hermana—. Además, me encanta el color, nadie tiene tinta como esta.

—¿Por qué la has firmado como «Verónica»? —preguntó Victoria asomándose por encima de su hombro.

—¡Cotillita! ¡La has leído! —exclamó Nyssia doblando la carta.

La hoja desapareció por debajo de su camisa.

—Di, por qué.

—Es un secreto, a ti qué te importa.

—Pues yo también tengo un secreto, me lo ha contado la gitana y no pienso contártelo.

—En eso aciertas.

—¿No quieres saber qué es?

—No.

—Sí, tienes que oírme, ¿para qué sirven los secretos si no se le pueden contar a la hermana de una?

—Un secreto es un tesoro que debe permanecer oculto como si no hubiese existido jamás.

—Entonces se convierte en una leyenda.

«Exacto —pensó Nyssia—. Verónica Franco es una leyenda…».

35

Reuil, región de París,

domingo, 8 de julio de 1877

Marguerite Eiffel inspiró con avidez, profundamente, y se repitió una vez más los motivos que hacían de este domingo un día feliz. Hoy celebraban su aniversario de boda, Gustave se encontraba en casa desde hacía un montón de semanas y parecía haberse recuperado de un mes de abril que lo había dejado extenuado y melancólico, los niños jugaban alrededor de los dos, en la hierba, rodeados por los pinos del bosque de Saint-Cucufa, riendo y cantando como hacía mucho tiempo que no los oía reír y cantar; el pecho no le ardía y caminar se había vuelto una delicia. Lanzó una mirada tranquilizadora a Gustave y a los niños, que tan preocupados habían estado a lo largo de las últimas semanas.

—Mac Mahon no goza de buena prensa en estos momentos —comentó Eiffel con la nariz metida en las páginas del periódico—. Y bien que se lo ha buscado, no debería haber llamado al duque de Broglie para formar gobierno.

—De todas formas el domingo pasado fue mucha gente al bosque de Boulogne —comentó ella.

—Iban a ver la revista militar, como nosotros. Pero no lo aplaudieron, eso ya dice algo. ¿Quiere una fruta? —le preguntó alargándole una cesta de mimbre.

A Marguerite la solicitud de su marido la conmovió y a la vez la inquietó, pues no estaba acostumbrada a esas atenciones e incluso a veces tenía la impresión de que hablara con una moribunda. Él pareció darse cuenta y añadió:

—Los vesicatorios y la tintura de yodo han resultado eficaces. Creo que por fin hemos dado con el remedio. ¡Menuda diferencia con el domingo pasado!

—Es que prefiero los jardines de la Malmaison a los desfiles —bromeó ella.

Los niños chillaban dando vueltas alrededor del aya, que intentaba atraparlos con los ojos tapados con un pañuelo.

—A ver, familia, que nos vamos —dijo Eiffel plegando el periódico.

—¡Un ratito más, papá! —gritó Valentine en representación de todos. Fue hasta ellos y se abrazó a su madre—. Por favor, mamá Guite —imploró con el tono zalamero de sus siete años, cuya eficacia indudable conocía bien.

—Vuestro padre tiene cosas que hacer —respondió Marguerite—. Además, ya son más de las cuatro.

—Quizá podríamos pasar por las Tullerías a ver el diorama —propuso Eiffel mostrando la reproducción de un cartel que aparecía publicado en la contraportada del diario—. Si se siente con fuerzas.

—¿Qué es un diorama? —preguntó la niña.

—Hoy me siento lista para escalar el Cervino, así que aprovechemos —proclamó Marguerite, poniéndose en pie enérgicamente.

—¿Qué es el Cervino? —insistió Valentine mientras sus cuatro hermanos, viendo que su mediación no había dado resultado, volvían también hacia donde estaban los padres.

—¿Cómo van con la suscripción? —preguntó Marguerite, mientras doblaba el mantel que habían usado para la comida campestre.

—El comité no ha recogido fondos suficientes. Pero Viollet-le-Duc ha empezado a construir la cabeza.

—No sería la primera vez que se viera una estatua sin cabeza, pero cabezas sin cuerpo, eso ya es más original —osó decir ella, dejándose llevar por una dulce euforia.

Solo entonces se dio cuenta Gustave de que su hija lo miraba fijamente, esperando una respuesta.

—¿Quieres saber lo que es una suscripción? —le preguntó él revolviéndole los cabellos.

—No. Eso ya lo sé. Pero ¡no quiero ir a ver cuerpos descabezados!

Claire Eiffel se acercó a la barandilla trasera del barco para admirar la rada de Nueva York que se alejaba imperceptiblemente. Los demás fueron con ella y saludaron con la mano a la multitud de curiosos, que semejaba una cinta de un color claro en el muelle oscuro. A su alrededor los pasajeros del transatlántico, vestidos a la moda americana, parecían indiferentes a su entorno, absortos, cigarrillo en mano, entretenidos con conversaciones efímeras y fútiles.

—¡Allí está! —gritaron los niños entusiasmadísimos.

Bedloe’s Island se extendía a estribor, con un pedestal enorme en la punta, encima del cual se erigía la estatua de la Libertad con un brazo levantado hacia el cielo y una antorcha encendida con una luz eléctrica en la mano. El barco maniobró y el símbolo, tan alto como las torres del paseo marítimo, quedó de frente a ellos, descomunal, plantado en su islote. Entonces la imagen se congeló.

—Se acabó, nos vamos —dijo Marguerite, que se había quedado atrás con su marido.

—¡No! —exclamaron a coro los niños.

—Una vez más —pidió Claire.

—¡Sí, más! —la apoyaron los demás.

—Yo también quiero quedarme —se oyó la vocecilla del más pequeño.

—Está bien —cedió Eiffel—. Os espero fuera con vuestra madre.

Pagaron nuevamente los tres francos que costaba el pase del diorama para los niños y el aya y se fueron a pasear arriba y abajo por la gran nave de la planta baja, no lejos del salón donde se había instalado la atracción.

—Nunca había visto una representación así de espectacular —confesó Marguerite—. Los maniquíes del barco parecen más reales que la vida misma.

Eiffel asintió con la cabeza. Sabía por conocidos comunes que, a pesar de una campaña publicitaria sin precedentes, a Bartholdi le había costado Dios y ayuda conseguir los fondos para la construcción de la estatua. Los periódicos republicanos habían tomado partido para que la Libertad iluminando el mundo pudiese ver el día y se ofreciese como obsequio al pueblo estadounidense, pero una parte de la opinión pública, secundada por las gacetas conservadoras, no entendía que se hiciese un regalo a una nación que había apoyado a Alemania durante una guerra de la que se guardaba aún un vivo recuerdo.

Habían llegado al extremo oeste de la galería, a una arquivolta con vidrieras en las que se representaba una alegoría de Francia invitando a las demás naciones a la Exposición Universal. Eiffel se quedó observando la imagen, pensativo. Admiraba la tozudez de Bartholdi, que seguía luchando contra viento y marea, organizaba veladas de prestigio en el Louvre o en la Ópera, vendía fotos, dibujos y reproducciones de barro cocido de una estatua que de momento solo existía en el imaginario colectivo. Entendía la mezcla de excitación y dudas que debía de sentir el escultor y que él mismo experimentaba con cada uno de sus proyectos. En Oporto las dos mitades del arco, erigidas desde cada orilla del Duero, estaban a punto de encontrarse en el centro del río y sus decenas de toneladas de hierro no deberían haberse desviado más que unos cuantos centímetros. Ambos formaban parte de esos constructores que desafiaban los elementos, a los hombres y a los dioses. Al pensarlo sintió un punto de orgullo.

—¿Quién es ese caballero que nos hace señas? —preguntó Marguerite interrumpiendo el curso de sus pensamientos.

—¡Bartholdi! —exclamó él con júbilo al reconocer al hombre que se dirigía hacia ellos con pasos largos.

El diseñador de la estatua de la Libertad les presentó al redactor del Journal illustré, al que llevaba en esos momentos a ver el diorama, tras lo cual iba a publicar un artículo de apoyo con el que pensaba relanzar la recolecta.

—Estaremos presentes en la Exposición Universal del año que viene —precisó—. Expondremos la cabeza de la Libertad en la entrada del palacio, podrá visitarla todo el que quiera y subir por dentro.

—Pero ¿cuál es ese gran avance suyo? —preguntó preocupado el plumífero.

—Es una sorpresa que le tengo preparada, ya lo verá por sí mismo después del diorama. ¿Quiere acompañarnos a los talleres, mi estimado Eiffel? Será un gran placer para mí.

A Marguerite le dio un ataque de tos, al que el eco amplificado de la nave otorgó una sonoridad que no dejaba indiferente. Eiffel declinó la invitación. Cuando los niños salieron del Palacio de la Industria, su madre había recuperado el resuello pero Claire se inquietó al verla tan pálida.

—Estoy bien —la tranquilizó ella—, solo es la fatiga al final de un día que ha sido precioso.

Se despidieron de Bartholdi, que los siguió con la mirada mientras ellos se alejaban.

—Ahora nos toca a nosotros —le dijo al reportero—. Venga, ¡voy a transportarlo a Nueva York!

Los dos hombres se metieron en el salón.

A la salida del pabellón, Eiffel les mostró a todos el arco de la entrada principal.

—Más grande que el Arco de Triunfo —explicó a su familia, cuya capacidad de atención estaba ya al límite.

Los niños se dispersaron por la inmensa avenida central, mientras su padre paraba un coche. Los jardines de las Tullerías presentaban una afluencia de público modesta a pesar de la temperatura estival, los paseantes se habían diluido por los caminos y los alrededores del estanque. Muchos recogían sus cosas y se disponían a volver a sus casas, a excepción de un hombre que, remontando contra la corriente principal de curiosos que salían, se había plantado a pie firme delante del cartel del diorama.

Dejó pasar el coche de la familia Eiffel, divisó la entrada del Palacio de la Industria, consultó la hora en su reloj y se echó para atrás la gorra para llegar a la conclusión de que se había presentado tarde a su cita. El hombre sacó un cuaderno y un lápiz de un bolsillo y se puso a dibujar la fachada y sus dos centenares de ventanas. Sería el croquis de una de sus futuras ilustraciones para Le Journal illustré, del que era colaborador. En menos de cinco minutos el edificio había cobrado vida bajo sus dedos. Vio que el periodista salía de pronto por el arco principal y echaba a correr en dirección a él, lo pasaba de largo y se metía entre el primer cogollo de árboles que encontró. Luego oyó los sonidos guturales ásperos característicos de quien está arrojando, seguidos de los de varias expectoraciones. El dibujante continuó con su boceto y esperó a que el redactor volviese donde estaba él secándose la boca con un pañuelo de tela.

—Qué hay, Claverie —dijo este último adoptando un aire despreocupado.

—¿Tan horrible de ver ha sido? —respondió guasón el ilustrador.

—¡Lo siento en el alma, lo siento en el alma! —exclamó Bartholdi, que había salido detrás de él—. ¿Se encuentra mejor?

El periodista lo tranquilizó con un ademán.

—¡De verdad le digo que es la primera vez que un visitante sufre mareos de alta mar en el diorama! —se disculpó el escultor.

—Yo lo explicaría como un tributo al realismo de la recreación —comentó divertido el dibujante.

—Podemos aplazar la visita al taller, si lo desea —propuso Bartholdi, que se imaginaba ya un artículo demoledor.

—No, irá de maravilla, ya estoy mejor, créame. Vamos.

—Antes quisiera asegurarme de una cosa —intervino Claverie cerrando el cuaderno con una sola mano.

—¿De qué? —preguntó el redactor dejando entrever un asomo de enojo en la voz.

—No tiene usted vértigo, ¿verdad?

Cuando se apearon en el número 25 de la calle de Chazelles, delante de los talleres Gaget, Gautier & Cie, el aire resonaba con los martillazos sobre las planchas de cobre. El trayecto en berlina había devuelto los ánimos al periodista, que se encontraba de buen humor. Claverie se quedó boquiabierto un instante ante el espectáculo de la cabeza a medio construir y de los obreros que trajinaban como hormigas alrededor de una giganta dormida. Luego, dominado de nuevo por su sentido de la estética, buscó el mejor ángulo de visión para su croquis y fue a colocarse discretamente cerca de unos hombres que estaban amasando una mezcla de yeso y agua. Otros transportaban la mezcla en unos cubos que a continuación eran izados hasta los tres pisos de andamios que rodeaban la faz de la Libertad.

—Primero hacemos un modelo de escayola, gracias al cual sacamos un molde de madera que será como una máscara de la forma definitiva —explicó Bartholdi al plumífero—. Venga conmigo —le indicó para llevarlo hasta los plomeros que trabajaban directamente en el suelo, encorvados sobre las láminas de cobre, a las que iban dando la forma de los modelos de madera.

Su paciencia y su precisión impresionaron al periodista. Pero Bartholdi ya se lo estaba llevando hacia otra zona y le explicaba con efusividad todos y cada uno de los detalles del proceso de fabricación. Se cruzaron con Claverie, que buscaba la posición adecuada para realizar un dibujo del perfil de la cabeza.

La visita duró más de una hora, al término de la cual ninguno de los dos hombres quería abandonar los talleres, fascinados como estaban con la actividad que se desarrollaba alrededor de la giganta. Bartholdi les tendió una botella de champán con una etiqueta en la que aparecía una estatua de la Libertad.

—Caballeros, se la quiero ofrecer en recuerdo de su visita. La casa Elite-Sec me ha comprado los derechos para hacer un reclamo publicitario con ella. Dígales a sus lectores que todas las fuerzas vivas de la nación están convencidas del éxito de mi empresa, pero que sin el pueblo no podremos sacar adelante nuestra colecta.

Bartholdi acompañó a sus invitados a la salida de los talleres.

—Por cierto, ¿quién le ha servido de modelo? —quiso saber el redactor—. Circulan tantos nombres…

—Lo siento —respondió el escultor con una sonrisa con la que consiguió que el visitante no insistiera—. Se lo he enseñado todo, pero algún secretillo tengo que guardarme del proceso de creación…