XXXIII
92
París,
lunes, 14 de febrero de 1887
El periodista de L’Illustration apartó el velo para observar las vistas. La propiedad, situada en el número 10 de la avenida de La Bourdonnais, daba al Campo de Marte, justo enfrente del emplazamiento escogido para la torre de Eiffel.
—Ya ve usted —dijo la viuda—, si construyen ese trasto espantoso, ya no podré disfrutar de las vistas, me va a tapar el sol y me quitará toda la perspectiva. ¡Qué desastre!
—Entiendo, sí —respondió maquinalmente el cronista, al que las quejas de la anciana no parecían conmover—. Pero será una instalación temporal.
—¡Veinte años, señor! ¡Veinte años hasta que la desmonten! Es decir, más de lo que me queda de vida. Y si quisiera vender, nadie querría comprar un inmueble situado al lado de un palitroque de trescientos metros. ¡No, es realmente un desastre, una catástrofe! —repitió ella, y lo invitó a sentarse a la mesa del comedor—. ¿Qué le gustaría beber, señor…?
—Rastignac. Nada, gracias —declinó él sacando un cuaderno y su lapicero.
—Rastignac… ¿Es su nombre verdadero?
—No, por supuesto que no. Es el pseudónimo que gasto para mi colaboración con el «Courrier de Paris». Volviendo al tema, señora Bouruet…
—Aubertot. Bouruet-Aubertot, o, t —precisó ella, poniéndose detrás de él para verificar la ortografía.
—Entonces ¿esta molestia ocasionada es el motivo de su acción ante los tribunales?
—Para empezar, no se trata de una simple «molestia», sino de un peligro real, que parece que usted ignora, señor mío —replicó la anciana señora sentándose enfrente de él—. Sepa que unos expertos han calculado que tiene todas las probabilidades de venirse abajo antes de que terminen de construirla o, peor aún, de hundirse en la tierra, lo cual hará que el Sena se salga de su cauce y provoque un maremoto —exclamó, sofocada, levantándose precipitadamente para observar un coche de punto que paraba delante de la obra.
De él se apearon dos hombres, que se metieron detrás de la empalizada que había sido levantada.
—¡Caramba! Me describe usted el fin del mundo —dijo él con una media sonrisa—. ¿No tiene ninguna fe en los cálculos de los ingenieros?
—Los ingenieros son hombres de carne y hueso como los demás. Solo Dios es infalible —declaró ella con un tono perentorio, al tiempo que iba y venía de la ventana a la mesa, lo que irritó a su invitado.
—¿Podemos volver al tema?
—¡Ya está ahí, acabo de verlo entrar, ese dichoso industrial! —rezongó ella después de volver a sentarse—. Pero no he dicho la última palabra. Sepa que no estoy sola en esta lucha.
—¿Ha contactado con los arquitectos y los artistas que han firmado esa petición que ha salido hoy en Le Temps?
—No, para nada. He hablado con la condesa de Poix y su marido, que viven en el número 8 y que también van a presentar una instancia ante el tribunal civil del Sena para prohibir la construcción de esa… cosa —concluyó ella, alargándole los documentos que él no se tomó la molestia de ojear—. Cuando compramos, mi marido y yo, la ley estipulaba que la parte central seguiría siendo un parque y que no habría otra cosa que viviendas burguesas en este terreno. Mírelo, negro sobre blanco. ¡Y van y nos plantan un poste! ¡Vamos a ganar, porque la fuerza debe estar con la ley, incluso cuando se trata de constructores y de su ministro!
—¿Casas burguesas? —repitió él con extrañeza antes de apuntarlo febrilmente.
—Sí, ¿qué tiene de raro? A nosotros nos importa nuestro entorno, estimado caballero.
—Pues entonces ya le anuncio que han perdido su proceso judicial —dijo Rastignac dejando la pluma en la mesa.
La viuda dio varios respingos sin atreverse a levantarse de la silla.
—Pero ¿por qué? Pero ¿cómo…?
—Estimada señora, ¿qué es una casa burguesa? Los artistas llaman burgués a todo aquello que les produce rechazo. Y si a los artistas no les gusta la torre Eiffel, entonces es una construcción burguesa: ¡usted misma ha dado con la conclusión para mi crónica!
En compañía de Koechlin, Eiffel había inspeccionado los cimientos de la columna número dos, en los que trabajaban unos cincuenta hombres metidos en una enorme excavación cuadrangular. Por unas rampas descendían unos volquetes, que luego volvían a subir cargados de escombros, que a continuación eran enganchados para ser transportados a las escombreras públicas. La procesión de carretas había transformado el Campo de Marte en un hormiguero gigantesco.
Se reunieron con Jean Compagnon y Émile Nouguier, que se encontraban en la barraca más grande del tajo, casi a orillas del Sena.
—Vengan a calentarse —dijo Compagnon sirviéndoles una bebida humeante en unos cuencos.
—Hace cuatro grados —indicó Nouguier, dando unos toquecitos en el termómetro de mercurio.
Todos bebieron en silencio, arrullados por el ronroneo de la estufa, antes de que Compagnon extendiese sobre la mesa de trabajo un rulo con el plano de los cimientos.
—Las excavaciones terminarán de aquí a una semana —explicó—. Hemos comenzado por los cuatro macizos de mampostería que soportarán las vigas del armazón y deberíamos alcanzar dentro de poco la capa de grava sólida.
—¿A qué cota? —preguntó Eiffel recorriendo el plano.
—A más de veintisiete. Por lo que respecta a este pilar, así como al número tres, no habrá ningún problema, hemos tenido suerte con el subsuelo.
Los dos empresarios responsables de los sondeos acababan de unirse a la reunión y disfrutaron del mismo vino caliente.
—El rellenado con hormigón hidráulico está previsto para el 4 de marzo —prosiguió Compagnon—, salvo que nos lo impida el tiempo.
—¿Qué dice Delhorme?
—Prevé una mejoría y podrá confirmarlo definitivamente cinco días antes —respondió Nouguier—. Pero la tendencia de estos últimos años indica temperaturas de más de siete grados a primeros de marzo.
—Pasemos ahora a los problemas previstos —dijo Eiffel invitando a los subcontratistas a tomar la palabra.
Los primeros sondeos de los pilares uno y cuatro, los del lado del Sena, no habían arrojado resultados susceptibles de interpretación. Los testigos de desmonte habían sido borrados por el agua del río que infiltraba el subsuelo sobre el cual descansaría la torre, haciendo imposible la evaluación de su consistencia. Se habían instalado unos pozos de aire comprimido para remediarlo y acababan de recibir los resultados de los nuevos sondeos.
—La buena noticia es que hay una buena capa de arena y grava en la cota veintidós —anunció el hombre— y que podemos asentar los cimientos sobre esta capa sin ningún problema. La pega es que hay agua en la cota veintisiete, es decir, a siete metros cincuenta de profundidad —continuó, mientras el otro contratista repartía un croquis del subsuelo.
—Señor Compagnon —los interrumpió uno de los capataces que acababa de entrar—, necesitamos que venga.
El jefe de obra se disculpó, se puso el grueso guardapolvo y salió detrás de él.
—Siento molestarlo —dijo el hombre cuando cruzaban el campo polvoriento—, pero hay aquí un periodista que insiste en ver al señor Eiffel. No consigo quitármelo de encima.
—Ya me encargo —respondió Compagnon, que estaba acostumbrado a gestionar las numerosas peticiones de visita.
Tenía la mente en la reunión de la que acababa de salir. Eiffel se disponía a ordenar, con toda seguridad, la utilización de cámaras de aire comprimido para los cimientos. Los hombres, rodeados de agua del Sena, iban a tener que trabajar dentro de esas campanas alimentadas de aire mediante una bomba eléctrica. No era un procedimiento nuevo, pero el equipo de Eiffel estaba sometido a la presión de los periódicos y de todos los detractores prestos a echárseles encima al menor incidente.
Compagnon cruzó la tapia de tablas que marcaba el umbral de la entrada principal, donde esperaba el periodista en compañía del vigilante.
—Estimado amigo, me temo que hoy no va a ser posible ver al señor Eiffel. Presente una solicitud al señor Salles, que se pondrá en contacto con usted.
—Al grano —repuso Rastignac—. Sé que su patrón está aquí, lo hemos visto entrar —dijo señalando la ventana de la señora Bouruet-Aubertot—. Tenga la amabilidad de entregarle esta nota. Le espero.
El cronista hubo de esperar media hora antes de ver un coche estacionando delante de la entrada, y otro cuarto de hora más hasta que Eiffel salió del tajo.
—Dispongo de poco tiempo, suba, hablaremos durante el trayecto —le indicó este último.
—Si pasa por mi rotativo, acepto. Es lo menos, después de tanto rato esperándole.
—Cuando uno se pone el traje del imprevisto, no debería fiarse de que esté hecho a su medida —sentenció Eiffel, al tiempo que daba un bastonazo en el techo.
El vehículo arrancó al paso. El ingeniero escuchó el relato del periodista de la entrevista con la viuda y no quiso entrar al trapo, a lo que parecía incitarle el sujeto.
—Ya que se ha apelado a la justicia, esperemos su decisión —respondió tranquilamente—. Nosotros tenemos confianza porque estamos en nuestro derecho.
—Y de la petición de los artistas ¿qué tiene que decir?
—Pues nada más, señor Rastignac. Ya dije todo lo que tenía que decir en Le Temps. Ya no es momento de protestar. Tenían que haber manifestado sus quejas antes de la resolución del concurso. Hoy nuestro proyecto de torre suscita la admiración del mundo entero. ¿Cómo se entiende que solo en Francia, lo mismo que en París, se siga cuestionando esta obra?
—Lo que más ha encendido la mecha ha sido la concesión de veinte años, señor Eiffel —quiso puntualizar el cronista.
—Entonces, en tal caso, ¡demasiado pronto me parece! Que se esperen a verla de otro modo que no sobre un plano antes de poner el grito en el cielo. ¿Y si, una vez erigida, todas estas Casandras se dan cuenta de que, en vez de un espanto, mi torre es una cosa hermosa, que sus líneas esenciales, de las que hablan sin haberlas visto aún, representan la belleza de su adaptación a su destino? La forma que tiene es la única capaz de permitirle resistir todas las inclemencias ¡y la que le proporcionará toda su estética!
—He de decir que me impresiona su determinación, teniendo a toda esa gente encima. Le confesaré que al principio no las tenía todas conmigo.
—¿Y hoy?
—Hoy he entendido que su «cosa», sea cual sea su estética, es como un signo de los tiempos. Hágase cuenta de que ya ha entrado a formar parte del lenguaje de la calle: el otro día alguien me decía que su pieza era la torre Eiffel del éxito teatral; otro, que la mujer de la que estaba enamorado era su torre Eiffel. ¡Y pensar que ni siquiera está construida aún!
—Pero lo estará, caballero, lo estará. Y a todos les llenará de orgullo mi «odiosa columna de chapa taladrada».
El coche depositó a Rastignac en la calle Richelieu. El periodista le prometió avisarlo de la publicación de su próxima crónica sobre el tema. Y Eiffel, por su parte, le prometió una visita antes de la inauguración oficial.
La polémica, que se libraba desde hacía meses, había dejado exhausto al ingeniero. Entró en Prony y se quedó un rato dentro del coche, parado en medio del patio interior, con los ojos fijos en la tapicería rojo vivo del habitáculo. Le había venido a la mente de pronto la imagen de Marguerite, que habría tenido cuarenta y un años, seguida del rostro de Victorine. Las dos mujeres habían fallecido con solo unos meses de diferencia y desde entonces él protegía su vida sentimental de un modo tan puntilloso que ni siquiera Claire había vuelto a ver a ninguna otra mujer a su lado. Era el hombre con quien todos contaban, el padre atento, el ingeniero innovador, el empresario audaz, pero en ese preciso instante sintió ganas de no ser ninguno de ellos, para simplemente sentirse amado en unos brazos afectuosos.
Cuando bajó del coche, Eiffel ya se había sacudido de encima la nostalgia y se sentía más fuerte que nunca. La torre no solo sería su obra maestra, sino que haría de ella un símbolo inquebrantable.
93
París,
viernes, 1 de abril de 1887
Médor alzó las orejas, apuntó con el hocico hacia el ventanuco redondo por el que había aparecido un humano y emitió un gemido lastimero. Clément le acarició el lomo, lo que tuvo un efecto calmante inmediato en el perro de aguas, el cual volvió a tumbarse.
—Quince minutos más —le anunció a Nouguier, cuyo rostro desapareció tras el vidrio.
Clément siguió trabajando en sus ecuaciones, sentado en una silla y con el cuaderno apoyado en las rodillas. Había entrado en la cabina a primera hora de la tarde, acompañado de Médor, para llevar a cabo una prueba de renovación del oxígeno que todo indicaba sería positiva.
—Al menos para un hombre y un perro inmóviles durante cuatro horas —dijo para sí.
En caso de tener problemas de manejo de las válvulas durante el vuelo, los dos aeronautas podrían quedarse descansando en la cápsula hasta la caída de la noche, cuando la temperatura del gas dentro de la envoltura permitiese el descenso, es decir, hacia las doce aproximadamente. Clément hizo de nuevo el cálculo de la duración del oxígeno del que podrían disponer gracias a la máquina de almacenaje del gas carbónico, pero ya no conseguía concentrarse. Acababa de taparse la cara con las manos, cuando sintió la lengua áspera del perro de aguas lamiéndole los dedos: era hora de salir.
Dio una vuelta por el taller principal para admirar las primeras piezas de hierro de la torre salidas de las forjas lorenesas que el jefe de recepción de hierros estaba revisando en esos momentos. Luego regresó a casa andando, con las manos a la espalda y la mirada clavada en el suelo de la calle, absorto en sus pensamientos, que pasaban de los preparativos del récord a Alicia, cuya ausencia se le había vuelto insoportable a pesar de las cartas que recibía con regularidad.
Irving estaba preparándose para salir. Su comportamiento taciturno tenía preocupado a Clément, que se sentía responsable. El ingeniero vivía enfrascado en su trabajo, incapaz de recrear el hogar familiar desde la marcha de Alicia y Victoria.
—¿Chaqueta nueva? —observó cuando su hijo se ponía un par de pantalones que no le había visto antes.
—Lo mismo me preguntaste a principios de año —respondió Irving, después de un suspiro—. Se la compré a Jez por Navidad cuando estuve en Granada. Le quedaba corta de mangas.
—El inconveniente de la ropa de confección —probó a decir Clément para evitar disculparse, cosa que hacía cada dos por tres y que crispaba bastante a Irving—. ¿Vas a ver a Juliette?
—Sí. Volveré tarde, si vuelvo.
Clément sabía que su hijo le mentía. La incomodidad de Irving en momentos así era la misma que cuando, de pequeño, intentaba proteger a sus hermanas de las consecuencias de sus travesuras. No sabía deformar la realidad sin implorar perdón con los ojos. Clément le había preguntado a Alicia, y ella, por mediación de Jezequel, le había confirmado lo que él sospechaba.
Que su hijo le mintiera no suponía ningún drama, era normal, y resultaba esencial que Irving tuviese su propio rincón secreto, pero las suyas no eran mentiras felices, como las de los enamorados o las de aquellos apasionados por algo. Irving sufría y su padre lo notaba.
Cuando se fue, Clément estuvo observándolo desde la ventana mientras él caminaba hasta la esquina del bulevar de Courcelles, donde lo esperaba una berlina particular en la que se metió sin mirar atrás.
La florista del Jockey Club tiritaba delante de la puerta del Grand Seize, abrigada con su traje con los colores del ganador del derbi. La noche estaba surcada de chaparrones y ráfagas de viento.
—No sé cómo lo haces —le dijo al portero del establecimiento, que permanecía a pie firme en su sitio—. Yo estoy helada.
—Es una cuestión de naturaleza —respondió él mirándola de soslayo—. Has hecho una mala elección.
—Precisamente, no tengo elección: mi patrón me da la ropa y me la tengo que poner todo el año —dijo ella, a punto de estornudar.
El portero le plantó rápidamente un pañuelo debajo de la nariz, lo que tuvo el efecto inmediato de quitarle las ganas.
—¡Anda, pero qué bien huele! —dijo la florista aspirando el aroma del pañuelo.
—Regalo de una clienta.
—«VF» —dijo ella leyendo en alto las iniciales bordadas—. Entonces ¿es de ella?
El hombre asintió con la cabeza y dijo:
—Verónica Franco. Jamás vi que una cortesana suscitase tales pasiones. Y mira que he conocido a unas cuantas… Quédatelo si quieres —añadió cuando ella le devolvía el pañuelo—. Tengo más.
—Dicen que…
—¡Chitón! —lo interrumpió el hombre—. Oirás decir de todo sobre ella. Pero lo que yo sé me lo callaré, de nada sirve que me tires de la lengua.
La florista sabía que no eran alardes vanos. Ernest era el mayordomo más reputado de la ciudad por su integridad y discreción, a tal punto que las clientas del Grand Seize lo habían adoptado como consejero y confidente. Los rumores decían que además había tenido cierta intimidad con las mujeres galantes, cosa que él ni desmentía ni confirmaba, fiel a su costumbre.
—Vaya, tú sí que llevas una vida de ensueño —comentó la mujer, doblando primorosamente el pañuelo para guardárselo en un bolsillo—. Mientras que a mí no hay vez que me mire alguno de estos caballeros.
—La única vida de ensueño que conozco no es ni la mía ni la de nuestros clientes, sino la de la gente de verdadera alcurnia, la que no se deja ver nunca. Hale, vete a tu casa, ya terminaré yo de vender tus flores —dijo señalando el cubo que contenía tres ramos de narcisos.
Una vez a solas, Ernest dio unos pasos frotándose los brazos. Estaba tan aterido como ella, pero su reputación no le permitía desprenderse de su flema en presencia de terceros. Cuando volvió a su posición, una berlina paró delante de la entrada, una gran calesa amarilla con los resaltes en negro, el tiro compuesto por dos caballos de raza cruzada y con dos hombres en el pescante, que hacía fantasear a todos los clubmen de la plaza de París. Verónica Franco se bajó de ella con gracia y se dirigió al portero del local con sus andares contoneantes que, combinados con su vestido de seda, con dibujo escocés, realzaban su figura, calificada por un gacetillero de «referente de la belleza».
—Ernest, le presento a mi hermano —anunció Nyssia, cuyo sombrero de paja de ala ancha guarnecido con plumas de avestruz tapaba el rostro de Irving, que dio un paso a un lado para dejarse ver.
—Lo que usted diga, madame Franco.
—¡No, Ernest! ¡Irving es mi hermano, de verdad! —replicó ella, divertida.
—Perdóneme. No sabía que tuviera un hermano, madame Franco.
—También tiene una hermana y los tres somos trillizos, pero muy diferentes entre nosotros —añadió Irving con una ironía que no le pasó inadvertida al mayordomo.
—Ernest, un ramo de narcisos para este trillizo tristón —le pidió Nyssia.
—Le deseo una feliz velada, señor —dijo el mayordomo tendiéndole las flores.
Se hizo a un lado para invitarlos a subir la escalera. El gesto de confusión de su hermano, con el ramo en las manos, espoleó a su hermana.
—Pero, bueno, ¿por qué iban a tener los hombres el monopolio de regalar flores? La reacción es siempre, en todos los casos, de lo más graciosa. Conozco a un artista, coladito por mí, al que le entraba una especie de alborozo cuando recibía rosas cada vez que nos veíamos. Solo de ver el ramo se ponía como loco.
—No tienes por qué contarme tu vida íntima. Deberías darte cuenta de que me desagrada.
—Lo hago para que vayas acostumbrándote, hermano, porque no es nada comparado con lo que oirás decir de mí por ahí. Forma parte del juego.
—Nunca entenderé este mundo en el que te mueves como pez en el agua.
—Pues es el que tanto he deseado y el que me ha elegido. Me gustan sus códigos y no lo cambiaría por nada del mundo. Cuando pienso en la cara que ha puesto Ernest, el pobre está tan habituado a defender mis coartadas, que te ha tomado por uno de mis cortesanos —dijo Nyssia, parándose a medio camino—. Anda, Irving, no pongas esa cara, el desdén resulta bastante cómico, ¿no te parece?
Él no respondió y pasó delante de ella para entrar primero en la sala. Salía una mezcla de risas y música que, para sus adentros, calificó de vulgares. Irving se arrepentía de haber ido, ya antes de entrar. Había pasado a ver a su hermana a petición suya, al piso primero del número 124 de la calle de los Campos Elíseos, pues estaba buscando un fotógrafo que le hiciera un retrato. Había insistido en que lo hiciera él, cosa que no le agradaba en absoluto, ni por él, ni por ella, ni por su padre, al que se vería obligado a mentir una vez más. Habían cenado rodeados de la decoración suntuosa de su piso, que estaba dispuesto a admitir había sido concebido con mucho gusto y sin ostentación. Aquello lo animaba a creer que su hermana no tenía nada que ver con las cortesanas del todo París, de una frivolidad manifiesta. Después Nyssia lo había llevado a ver una representación de Sigurd en la Ópera, donde tenía alquilado un palco de los más grandes. A la vuelta, había insistido en que parara en el anexo del Café Anglais donde la esperaban sus fieles seguidores.
Cuando Irving abrió la puerta del Grand Seize, una de las mujeres estaba tocando «Las campanas del monasterio» al piano, aporreando las teclas como si golpeara la bola de cróquet con los mazos, contoneándose exageradamente en un equilibrio precario mientras los demás cantaban a coro el estribillo, bebiendo champán en copas o directamente de la botella entre estrofa y estrofa, sentados o tumbados en los amplios canapés del saloncito que habían alquilado para su velada privada. Su aparición desató un alboroto de júbilo y algún que otro golpeteo de bastón.
Irving reconoció a los cuatro fashionables invitados a la mesa del príncipe Yusúpov, así como a un hombre de más edad al que había visto antes en alguna parte. Otro, repantigado en un sillón, declamaba versos a una beldad ocupada en ganarse sus favores.
—¡Al fin! ¡Ya desesperábamos por ver a nuestra reina! —soltó uno de los dandis, secundado por la concurrencia.
La música cesó y arrastraron el canapé al centro de la pieza, donde ella se instaló sola y al instante se convirtió en el centro de atención. Verónica les contó con todo detalle la tarde que había pasado, sin omitir nada, haciéndola más animada de lo que Irving había tenido la sensación de haber vivido, compartiendo con ellos todo un sinfín de aspectos en los que él ni siquiera había reparado. Su hermana tenía el don de cautivar a su auditorio y de dar la impresión de estar dirigiéndose a cada uno de sus integrantes. Era a un tiempo sol y espejo. Le dio rabia reconocer que empezaba a comprender la fascinación que ejercía en los demás.
Irving sintió que una mano le acariciaba el hombro. Se había quedado aparte adrede y se le había acercado una de las participantes, una mujer esbelta, de rostro anguloso y cabellos más negros que el azabache, finos y disciplinados, que le llegaban por las caderas. Su físico destacaba respecto de las otras cortesanas, pero en la Alameda de Granada habría podido fundirse fácilmente entre la multitud.
—Acepte esta copa de champán, parece usted triste, hermano de la bella —dijo después de haber dado un trago a la copa de flauta y de haberla girado para ofrecérsela por el mismo sitio en el que ella había posado sus labios.
Irving bebió sin responder a sus avances, haciendo ver que estaba muy interesado en lo que estaban contando los fashionables sobre lo que habían hecho ellos esa tarde.
—Pues nosotros estuvimos en Les Bouffes-Parisiens, en el estreno de una ópera cómica —anunció el dandi imberbe.
—La Gamine de Paris —siguió el segundo.
—La muchacha sí que se acordará, la gamine, de su estreno —continuó un tercero.
—Y, a la vez, menuda idea hacerlo un uno de abril —ironizó el último, alzando exageradamente los ojos al cielo, antes de buscar una copa para beber.
—¡Sí, menuda inconsciencia!
—El día en que llueven peces.
—El día que vuelan…
—Pero ¿qué hicieron? —preguntó Irving para poner fin a su numerito. Su intervención les resultó tan chocante a todos que se volvieron hacia él—. Que yo también tengo lengua, ¿eh? —añadió el fotógrafo—. No tan ágil como la de ustedes, lo admito.
—Han echado peces al público desde la orquesta —le explicó la mujer, que se había pegado literalmente a él—. Y estoy segura de que besa de maravilla, esa lengua suya tan pudorosa —le susurró al oído.
—Dicho así, querida Giulia, ¡es un tanto brusco! —exclamó el dandi imberbe dirigiéndose a la meretriz.
—Francamente feo —dijo el primero—. Para empezar, no se trataba de cualquier pescado, sino de hermosas truchas.
—Unas truchas magníficas, querrás decir. Y vivas —explicó el más joven de los cuatro.
—¡Todos esos peces que planeaban por encima de las cabezas antes de hundirse en la multitud de burgueses escandalizados! ¡Qué imagen tan loca!
—El pescado de abril más vivo de la historia —apuntó el imberbe, tronchándose de risa.
—Y nada que ver con las aburridas convenciones, para variar.
—¿Cómo acabó vuestra aventura? —quiso saber Verónica Franco.
—Pues por poco nos lincha la muchedumbre —respondió el más mayor, comprendiendo que debía concluir el relato—. Chillaron, gritaron, nos amenazaron y algunos nos arrojaron sus pescados como si fueran salmones remontando el río. De hecho, había más estudiantes listos para llegar a las manos que burgueses, y tuvimos que batirnos en retirada antes del entreacto para que no nos molieran a palos. Hacía tiempo que no nos divertíamos tanto.
La compañía decidió descorchar más botellas de champán para festejar el final feliz de su farsa. Giulia redobló su insistencia con Irving.
—Hay aquí al lado de esta salita varios cuartitos secretos que me encantaría mostrarle —dijo cogiéndolo del brazo—. Allí disfrutaremos de una intimidad total y absoluta —precisó, señalándole al poeta que se dirigía hacia allí con una de las prostitutas.
—No creo que le apetezca —intercedió Nyssia—. Lo siento, hermano, me equivoqué, pensé que Giulia sería tu tipo de mujer. Perdona, Giulia —añadió dirigiéndose a la odalisca—, Irving es un idealista, pero no he perdido la esperanza de traerlo a la realidad.
—Ya verás: después de unas cuantas decepciones, se le coge el gusto a los favores de una compañía para pasar un rato —le susurró Giulia.
—Si es que se tienen los medios —intervino uno de los fashionables.
—La meretriz es más que valiosa: es indispensable para la nación —proclamó Verónica Franco—. Por eso no tiene precio. —Todos se arremolinaron a su alrededor—. Las ha habido en todas las épocas. ¿Teodota, a la que frecuentaba Sócrates? ¡Una sibarita! ¿Qué fueron Friné para Praxíteles, Theoria para Sófocles, Lidia para Horacio? ¡Musas! ¿La Fornarina para Rafael? Su amante inspiradora. Sin ellas, no habrían sido grandes pensadores ni grandes artistas. Y no solo son esenciales para las artes, también lo son para toda la industria. Sin las meretrices, la mitad de los joyeros de París estarían en la calle, y tres cuartos de lo mismo para los sastres, los maestros de danza, los perfumistas y los carroceros. La meretriz representa el lujo y el lujo representa la salud de un país.
Todos aplaudieron y expresaron a voces su aprobación. Habían bebido, y mucho, desde hacía varias horas y estaban borrachos, menos Nyssia, a la que Irving no había visto con una copa en la mano. Ella dominaba los debates, los iniciaba, los dirigía y controlaba a toda su grey.
—«Ser virtuoso es lo mismo que decir no a todo lo que es agradable en esta vida, una lucha absurda contras las inclinaciones y las pasiones naturales, el triunfo de la hipocresía y de la mentira sobre la verdad» —citó de memoria.
—¿Victor Hugo? —apuntó Giulia.
—¡Baudelaire! —bramó un fashionable.
—Maupassant.
—No, ese nuevo que escribe poemas… ¡Rimbaud!
Y cada vez Verónica Franco respondía moviendo la cabeza en señal de negación. Irving esperó a que todos hubiesen agotado su reserva de ideas y anunció:
—Théophile Gautier.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella, sinceramente sorprendida.
—Estaba en uno de los cuadernos que te dejaste en la Alhambra.
—¡Ajá! —intervino el mayor de los dandis—. ¡Me da la sensación de que tu hermano nos va a desvelar tus secretos de juventud!
—¡Las patatas Anna están listas! —proclamó Ernest, el portero, al que nadie había oído entrar.
—En fin, caballeros, habrá que dejarlo para otra ocasión —dijo Nyssia—. Es más de medianoche y me muero de hambre.
La colación se sirvió en la salita del Grand Seize. Cada cual cogió su plato y sus cubiertos y se plantó donde quiso, con una porción del pastel de patatas preparado por el cocinero del Café Anglais.
—Tenemos la tradición de comerlo cada vez que celebramos una de nuestras reuniones —explicó Giulia, que se había instalado con Irving encima de la caja del piano.
—¿Y eso por qué? —quiso saber él, al tiempo que descubría la textura crujiente y blanda a la vez de las patatas Anna.
—Para no olvidar nunca quiénes somos y cómo puede acabar todo. Verónica, ¿quieres contárselo tú?
—A mí me lo contó Ernest. Hace unos años este establecimiento era frecuentado por Anna Deslions, una esplendorosa cortesana que contaba entre sus amantes un alteza imperial.
—Algo indispensable para pasar a la posteridad —sentenció el poeta, que acababa de volver de uno de los cuartos ocultos para participar en el ritual.
Nyssia no se dio por aludida y continuó:
—De tanto hablar de cocina con ella, nuestro amigo Ernest, siempre tan solícito con sus clientas, hizo que el jefe de cocina de la casa le preparara este plato.
—Dugléré —especificó uno de los fashionables.
Ahora estaban todos alrededor del piano, con el plato en la mano o puesto sobre la tapa del teclado.
—Dugléré ideó un aparato especial para la elaboración y cocción de las «patatas Anna» que les da este sabor único —continuó Nyssia, y dio un mordisquito al pastel—. La receta tuvo casi tanto éxito como la hermosa mujer, que fue la cortesana más famosa de su época.
—¿Y cómo terminó?
—Sola y arruinada, en un tugurio de la calle Taitbout. Abandonada casi por todos, aparte de Ernest que iba a verla de vez en cuando. Murió hace unos años, en la miseria y con tan solo el recuerdo de su esplendor. Los hombres olvidan igual de rápido que adulan.
—Ha quedado su receta —dijo Giulia mirando las patatas caramelizadas de su plato, con una cara de devoción que hizo reír a todos.
El hombre de más edad, que se había mostrado discreto toda la velada, se llevó a Verónica Franco a un aparte y se fue con ella a uno de los cuartos ocultos, del que salieron diez minutos después. Ella le hizo una seña a Irving.
—Hermano, quisiera presentarte a una persona a la que solo conoces de nombre —dijo volviéndose hacia el desconocido.
—Conde Pierre de la Chesnaye. Encantado de conocer al hermano mellizo de nuestra Verónica —declaró él con una voz exageradamente animada.
—Usted es uno de los administradores de Le Bon Marché, ¿verdad? —comentó Irving sin dejar que asomara su desagrado.
Acababa de comprender por qué Nyssia había insistido tanto en que la acompañase al Grand Seize.
—Así es. Y, a propósito de eso, Verónica me ha hablado de su puesto de empleado en nuestra galería de muebles. Sepa que si deseara evolucionar hacia otro puesto con más responsabilidad, no tiene más que decírmelo y podrá dar la cosa por hecha —le aseguró La Chesnaye con aires de suficiencia.
—Se lo agradezco, pero no será necesario, me siento muy a gusto en mi trabajo.
—Permita que insista. No puedo negarle nada a nuestra querida amiga —dijo el conde, acariciando el brazo de Nyssia.
—Le estoy muy agradecido a mi hermana por su interés en mi porvenir, pero pronto dejaré su establecimiento, señor de la Chesnaye.
El administrador dirigió una mirada interrogante a Verónica Franco.
—Mi hermana no está al corriente —explicó Irving—. Voy a trabajar como fotógrafo a tiempo completo para varios estudios.
El hombre lo felicitó con una frase hecha, le reiteró su ofrecimiento en caso de que el sector de la fotografía le procurase sinsabores y luego se marchó.
—¿Él es el sucesor de Yusúpov? —preguntó Irving cuando ella volvió de acompañarlo a la puerta.
—¡Qué chistoso! No, mi amante es un barón italiano, un diplomático muy conocido. Él me corteja desde hace nada. Está loco por mí y acaba de regalarme este solitario —dijo estirando la mano, donde brillaba un hermoso diamante.
—¿Y lo has aceptado?
—Dame una sola razón por la que deba rechazar un regalo por el que no se me pide nada a cambio. No te preocupes por mí, aunque el conde se quede a la puerta de mi gineceo, me lo guardo de reserva. Es de los que me han prometido casarse conmigo si enviudan. Será un seguro para cuando me marchite.
—¿Algo que ver con las patatas Anna?
—Irving, no seas ingrato, lo invité para presentártelo. Podría ayudarte a progresar.
—Supongo que debería darte las gracias.
—Haz lo que te parezca adecuado.
—Entonces, te pediría que dejes de intentar ayudarme.
—Como quieras.
—Y que no me invites más. No me encuentro a gusto en tu ambiente. De hecho, me siento ajeno a todo esto.
—La próxima vez ven a mi piso, estaré sola.
—Eso es imposible: vives rodeada de una auténtica corte —repuso Irving mirando al grupo, entregado a su bacanal.
—Pues escribámonos —propuso ella.
—Señora —dijo el portero, jadeando después de haber subido de dos en dos los escalones.
—Ahora no, Ernest.
—Es que su ama de llaves acaba de enviarle una nota. Parece que se trata de algo importante.
Ella lo leyó rápidamente y pareció disgustarse.
—Debo volver a casa por un asunto urgente.
—Yo ya me iba, Nyssia.
—¡Por el amor del cielo, no me llames Nyssia! —dijo entre dientes mientras se cercioraba de que nadie la hubiera oído.
—¿Me puedes dejar cerca de tu casa? Luego seguiré a pie.
—Espérame, no tardaré mucho. Terminaremos la conversación más tarde. ¿Quieres? Por favor —insistió ella.
Irving aceptó. Estaba cansado y sabía que era inútil luchar contra su hermana.
—Espérame —repitió antes de desaparecer por la escalera.
Varias parejas se habían alejado del resto a la intimidad de los cuartos reservados. Irving se dejó caer en uno de los sillones, donde Giulia luchaba contra el sueño y una borrachera de aúpa.
—Al final me parece que estamos hechos el uno para el otro esta noche —dijo, y se apoyó en su hombro antes de quedarse dormida.
Nyssia cogió la manta de viaje, dejada de cualquier manera en el asiento de la berlina, y se envolvió en ella. Era una manta escocesa, regalo de un amante de una noche cuyo rostro ni siquiera recordaba. La hizo entrar en calor, mientras las fuertes ráfagas de viento arreciaban en el exterior y la lluvia tamborileaba contra el habitáculo. La nota de su empleada indicaba que un «caballero» estaba esperándola en su domicilio para un asunto de la mayor importancia. Pero solo su amante oficial tenía derecho a verla en su piso y el ama de llaves lo conocía. En cuanto a los demás, ninguno, ni siquiera in articulo mortis, hubiera osado molestarla en mitad de la noche. Yusúpov, que aún se negaba a aceptar su separación, la trataba como trataría un boyardo a un siervo de la gleba liberado, pese a su generosidad aparente. Pero él era ya cosa del pasado.
La recibió su sirvienta, con los ojos hinchados de sueño.
—Lo siento mucho, madame, llegó hacia la medianoche y no quiso decirme quién era o volver mañana o más tarde. Quería verla inmediatamente. Creo que se trata de algo grave.
—¿Dónde está?
—La está esperando en la salita.
Cuando Nyssia abrió la puerta, pensó que iba a desmayarse. Era la última persona que esperaba ver. El corazón, que se le había quedado parado dentro del pecho, volvió a latir desbocado. Trató de calmarse, pero solo pudo articular una palabra:
—Papá…
94
París,
lunes, 4 de abril de 1887
Las aristas metálicas de varios metros que salían del firme a la altura de los dos primeros pilares semejaban barras clavadas en la tierra por la mano de un gigante. Irving tomó un montón de clichés aprovechando la luminosidad del mediodía y trasladó todo su material a la zona del pilar número cuatro, en el que Eiffel y Camille Flammarion, con botas y equipados con guardapolvos y gorra de tela, se disponían a bajar a una de las cámaras de aire comprimido. El dispositivo había inspirado numerosos artículos en la prensa, cuyo tenor oscilaba entre la admiración y la inquietud: los obreros trabajaban dentro de una campana metálica rodeada de agua que, en caso de accidente, podría inundarse en cuestión de un minuto. Eiffel había inaugurado una serie de visitas, empezando por la del ministro Lockroy, cuyo objeto era sofocar las polémicas y proporcionar regularmente información a los periódicos sobre las novedades que iban produciéndose.
Los dos hombres se colocaron delante de la escala que bajaba por la chimenea de la cámara, mientras Irving destapaba el objetivo. Bajaron por los veinte barrotes transversales hacia la penumbra y tocaron el suelo saturado de agua a ocho metros de profundidad, donde cuatro obreros rellenaban unos cubos con material del desmonte, que un sistema de poleas sacaba al exterior. El compartimento, de un metro ochenta de alto, los obligaba a estar encorvados en todo momento. Los equipos se relevaban cada tanto debido al calor y a la humedad reinantes.
—Tenemos los riesgos bajo control —dijo Eiffel al ver que Flammarion arrugaba la frente con preocupación—. Estamos rodeados de agua, sí, pero, gracias al aire comprimido, no puede penetrar. Este tipo de práctica no es nada comparado con una base de puente que hay que clavar en mitad del lecho de un río. ¡El que sabe hacer un puente sabe construir una torre!
—Pues yo me siento más a gusto en una barquilla a mil metros de altitud que en el sótano de mi casa —confesó el experto en información científica de Le Siècle—. ¡Pero con esto me va a quedar un bonito artículo!
Cuando salieron de nuevo por la chimenea, se les había adherido al rostro una fina capa de polvo, que se limpiaron pasándose el pañuelo por la cara. Irving había ido a revelar las placas a una de las barracas de obra transformada en cámara oscura.
—Los cuatro pilares se unirán en el primer nivel antes de que termine el año —explicó Eiffel.
Flammarion admiró la seguridad de su amigo, cuando él solo veía ante sí un terreno baldío con cuatro socavones descomunales.
—Vayamos a cambiarnos —propuso el ingeniero—, y después iremos al laboratorio aeronáutico a ver a Clément.
Cuando salieron por la tapia de madera, dirigió una mirada a las casas de La Bourdonnais y sintió un nudo en el estómago. Todos aguardaban la deliberación de los jueces después de la demanda de los vecinos de las calles que daban al río. Eiffel, deseoso de asegurar el contrato, había aceptado indemnizar a la viuda Bouruet-Aubertot de su propio bolsillo en caso de que esta ganase el proceso. Una suma importante que lo obligaría a detener de inmediato los trabajos de Clément.
Delhorme no había vuelto a casa desde la noche del 1 de abril. Al ver partir a Irving en una lujosa berlina, se había llegado al domicilio de Juliette. La joven había empezado mintiéndole, se había enredado en sus explicaciones y finalmente, ante la insistencia de Clément, había terminado rompiendo en sollozos antes de confesarle que Irving había acudido a una cita, de la que solo le había proporcionado una dirección y un nombre, que no le dijeron nada. Al presentarse en el 124 de la calle de los Campos Elíseos, había atendido a Clément el ama de llaves de Verónica Franco, la cual, ante su desconcierto, había mandado aviso a su señora. La espera había sido larga pero al menos había desaparecido la inquietud acumulada a lo largo de los meses: Irving mantenía una relación con una mujer galante, sin duda una clienta de Le Bon Marché, y no se atrevía a contárselo a sus padres. Clément se había relajado: las cortesanas no tenían fama de mantener relaciones amorosas estables, precisamente, y menos aún con un hombre joven y sin posibles, así que su hijo volvería con Juliette, que parecía sentirse unida a él contra viento y marea. No tenía la menor intención de soltarle ningún sermón, tan solo deseaba apaciguar la conciencia de Irving, que venía ocultándole su relación desde el principio.
Y entonces apareció Verónica Franco… Clément revivía una y otra vez el momento en que, durante una fracción de segundo, no había visto nada más que el rostro de la cortesana que le había echado el guante a su hijo. Luego la voz de Nyssia lo había llamado «papá». Y todo se había vuelto indescriptible. A su mente habían afluido montañas de recuerdos, y muchas preguntas, una de las cuales se le repetía sin cesar: ¿qué diantres estaba haciendo su hija desaparecida en casa de esa mujer galante?
No se habían echado el uno en brazos del otro, no había habido efusividad alguna, lágrimas, o quizá algunas sí, no lo recordaba muy bien, aparte de este regusto salado en las comisuras de los labios. Nyssia había dicho algo, pero Clément no entendía nada. Se había sentado, con su hija a su lado, que una y otra vez le decía que la señorita Franco era ella; él había combatido la angustia que brotaba en su interior, hasta que todo ocupó un lugar, su lugar, y la fotografía se tornó nítida. Entonces había comprendido, había aceptado la horrible verdad, tan chocante que no era capaz de verla, ni de imaginársela siquiera, hasta que se le presentó con toda su crudeza: a lo largo de todos esos años, su hija había estado ahí mismo, a unas manzanas de distancia, cortejada y cortesana, alimentándose de los deseos que ella misma suscitaba en los hombres de la clase dominante. A lo largo de todos esos años ella no había escrito ni pensando en su propia familia, que la buscaba sin descanso. Nyssia había dicho algo, luego se había sumido en el silencio como su padre; el silencio era lo único que compartían ya. Clément se sintió de pronto como si estuviera de luto. Nyssia ya no existía, puesto que la había enterrado Verónica Franco, y esa idea se había transformado en la única audible, la única creíble. Él había fracasado en su papel de padre sin saber cuándo, sin comprender por qué: su hija era una ecuación con demasiadas incógnitas. De repente sintió la necesidad de respirar, una necesidad imperiosa de aire, y se había puesto de pie, le había dicho algo, mirándola. Sus ojos, esos ojos de mujer, eran los mismos que aquellos de la adolescente que los había abandonado, y tuvo por un instante la esperanza de que lo escuchase, a él, a su héroe de la niñez, pero esa esperanza se había deshecho con la voluta de humo que salía del extremo de su boquilla de jade. Entonces, solo entonces se había marchado, y había sabido que no volvería a verla nunca más, puesto que también ella había enterrado a su familia. Se habían convertido en corrientes opuestas.
Desde entonces, Clément vivía en su laboratorio, cuyo vestuario le servía de habitación y de cuarto de baño. Sabía que regresaría a la calle de Prony, se lo debía a Irving, pero todavía era pronto para eso. Solo podía soportar el trabajo, y ya no pensaba en otra cosa que en volver con los suyos y a la Alhambra sin miedo de la justicia española.
—¡Aquí está nuestro Robur! —exclamó Flammarion, cuyo entusiasmo contagioso le arrancó una sonrisa a Clément.
La novela de Jules Verne, publicada el año anterior, había hecho las delicias de los dos hombres, que habían entablado debates interminables sobre los globos y las naves aéreas «más pesadas que el aire», máquinas voladoras dirigibles que para Clément eran las más interesantes. Desde entonces, Flammarion se dirigía a él invariablemente con el nombre del protagonista de la novela de Verne.
—Bueno, qué, ¿en qué punto nos encontramos, capitán? —preguntó el periodista científico frotándose las manos.
—Pues estamos listos para construir el modelo final —respondió Clément llevándolos ante el prototipo.
Médor se sentó a una distancia prudencial de la cabina, pues detestaba pasarse horas encerrado dentro.
—Ya no tendrás que hacerlo —lo tranquilizó su amo, acariciándole el pelo—. He terminado todas las pruebas, caballeros —añadió.
—Entonces ¿estamos preparados? —insistió Flammarion.
Clément se apoyó en una de las escotillas del cubo de metal y observó el interior antes de responder:
—Sí. He enviado los planos de los dos hemi-cascos a la acería de Pompey.
—¡Perfecto! —exclamó Eiffel con regocijo.
—Pero falta un último punto por resolver —dijo Delhorme volviendo hacia las hojas apiladas encima de la mesa.
—Muy bien, ¿cuál?
—Solo podrá ir una persona. He rehecho los cálculos más de cinco veces. Los he afinado con nuestras pruebas reales. Hay oxígeno suficiente para dos adultos durante cinco horas como máximo.
—Aumentemos la capacidad de la máquina —propuso Eiffel.
—Si añadimos un segundo cartucho, no quedará sitio suficiente para dos personas adultas —objetó Clément, dando unos toques con la yema del dedo en el plano extendido.
—Dicho de otro modo: tendremos que decidir quién irá en el globo, si Clément o Camille, ¿es eso? —resumió el empresario.
—Pero ¿cómo vamos a tomar esa decisión? —preguntó Flammarion acercándose a la cabina de ensayos—. ¡Qué cruel dilema!
—Camille es mejor piloto, sin ánimo de ofender, Clément —empezó a decir Eiffel—. Pero…
—… pero Clément es el más apto para manejar los aparatos de medición —convino Flammarion.
—¿Quieren que anulemos la tentativa?
—¡De eso nada, si ya casi estamos! —contestó airado Flammarion, dando una palmada en la pared del habitáculo.
—Entonces, que la suerte decida por nosotros —sugirió Clément.
—¿Qué propone?
—Que lo echemos a cara o cruz —respondió Delhorme sacando una moneda de un franco del chaleco.
Se la lanzó a Flammarion, que la cogió al vuelo y la escondió bajo la palma derecha.
—¿Aceptan someterse ambos al resultado? —preguntó Eiffel con objeto de formalizar la decisión—. Quien gane tratará de lograr el récord y el otro hará el vuelo de prueba. Piénsenlo bien: después ya no se podrá rectificar.
—Sí —respondieron los dos a la vez.
—¿Qué elige usted? —preguntó Flammarion a Clément.
—Cara.
Irving se lavó la cara embadurnada de polvo después de haberse pasado la jornada en el tajo de la torre, se cambió de ropa y tomó una cena frugal para acostarse temprano. Estaba satisfecho con los clichés que había tomado, que llevaría al día siguiente al industrial, aunque él se quedaría con una serie de retratos de los obreros. La torre no era nada sin sus peones y había decidido honrarlos de esa manera. Se sentó ante el escritorio, escribió una carta para su madre, como los días anteriores, para intentar tranquilizarla, y se quedó un buen rato, con aire soñador, mirando la foto que su padre había decidido quedarse, una imagen de los Baños en la que Clément estaba convencido de haber visto a Nyssia entre los matices de sombra de un nicho, en el que Irving, por su parte, no había distinguido nada.
La llave giró en la cerradura de la puerta del piso y lo despertó en el instante en que el pequeño reloj de la repisa de la chimenea tintineaba ocho veces. Se había quedado dormido con la cabeza apoyada en el cuero del secreter. Irving se frotó la nuca dolorida y entró en el salón, algo aturdido.
—¿Eres tú, papá? —preguntó al ver que se encendía una luz en la cocina.
Clément apareció con un candil en una mano y un mendrugo de pan en la otra.
—Tenía hambre —explicó, dando un mordisco al pan.
—Me lo tomo como una buena noticia, papá.
—Siento mucho lo ocurrido. ¿No has cenado?
Irving reavivó las brasas candentes y ambos se sentaron directamente en el suelo frente a las llamas que empezaban a nacer. Clément le habló a su hijo con el corazón en la mano y dejó que su alma le dictase las palabras que no habían querido salir de su pecho desde hacía tres días. Luego le explicó la decisión que habían echado a suertes para elegir quién iría en la barquilla.
—No seré yo el capitán del globo. Ganó Camille Flammarion y la aeronave llevará por nombre Robur.
—No va contigo, tú que normalmente lo prevés todo.
—Las matemáticas no pueden controlarlo todo, hijo mío. Hoy lo sé. A veces hay que ponerse en manos de…
—¿De Dios?
—¡Tampoco hay que exagerar! A veces hay que ponerse en manos del destino, digo.
Clément sacó la moneda de un franco del chaleco.
—La llevo desde hace años en el bolsillo. Tiene nueve probabilidades sobre diez de caer por el lado de la cara.
La lanzó al aire y la recuperó por el lado previsto.
—Desafortunadamente, en el peor momento, salió cruz.
Clément se la dio a Irving.
—Pero no he dicho mi última palabra. Soy más cabezota que el destino.