XXXII

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Granada,

viernes, 31 de mayo de 1918

Kalia aguardó pacientemente a que todos se hubiesen sentado y miró atentamente las caras, en las que había desaparecido todo vestigio de jovialidad. Después de haber permanecido cuarenta años guardada en secreto, la noticia solo podía ser grave. Jezequel y Javier rehuían mirarse.

—Yo no me encontraba presente en la Alhambra esa noche del 18 de octubre de 1875. Aún vivía en el Sacromonte y todo lo que os voy a contar me lo dijeron Mateo y Clément. Nyssia e Irving, ya es hora de que lo sepáis, porque estos dos tontos no se han atrevido a llegar hasta el final —dijo antes de modular un silencio—. Ese anarquista huido se había refugiado, efectivamente, en la Alhambra. Y lo ayudamos a esconderse.

—¡Estaba seguro de que lo había hecho papá, siempre se comportó como un auténtico aventurero! —proclamó Irving henchido de orgullo.

—Pero ¿Mateo no le había confesado a Cabeza de Rata que había sido él? Eso pensaba yo. ¿No fue lo que me dijiste, Kalia?

—Todo eso es correcto —respondió la gitana—. Pero la realidad es más compleja. El primero que lo ayudó se encuentra aquí, en este cuarto.

—¡Javier! —bramó Irving.

—El azar hizo que el fugitivo se tropezase con uno de sus alumnos —continuó Kalia—. Y que nuestro Javier se sintiera obligado a socorrerlo.

—Era mi maestro, no podía dejar que lo cogieran —recalcó este—. ¿Lo comprendéis? Y eso que yo no le tenía mucho aprecio porque era un hueso con nosotros, ¿a que sí, Irving?

El aludido no respondió. Nyssia invitó a Javier a continuar.

—Yo estaba en el Generalife y de pronto me encontré frente a él. No trató de contarme ningún farol, me dijo a las claras que lo perseguía la Guardia Civil y me preguntó dónde podía esconderse.

—El hombre no sabía que tú detestabas aún más sus clases que a la policía —bromeó Jezequel.

—Tú calla, anda —gruñó Javier, amenazándolo con la mano—. Bueno, lo llevé al mirador que está en la punta de la Alhambra, donde el señor Delhorme guardaba sus instrumentos. Aunque yo sabía que siempre llevaba encima la llave, la puerta de atrás se podía abrir desde dentro. Trepé al naranjo. Una de las ramas se alargaba por encima del balcón del primer piso. Era pan comido. Una vez dentro, abrí a nuestro maestro y lo escondí en el sótano, al lado de la leñera.

—Mientras tanto, Clément estaba buscando a Javier para contarle la decisión que había tomado Mateo respecto a él —continuó Kalia.

—Quería que dejara la escuela —recordó Nyssia—. Papá nos había prometido que encontraría una solución antes de Navidad.

—Vuestro padre hacía todo lo posible para que siguiera adelante con mis estudios y yo acababa de esconder a mi profesor en su mirador… Al final se lo conté. En un primer momento no me creyó. ¡Tantas veces me había visto fanfarronear! Luego, mi padre vino donde estábamos nosotros y de pronto comprendió la gravedad de mi estupidez. Nos fuimos y me llevé una de las mayores tundas de mi vida. Tenía la mano dura, Mateo, incluso estando lesionada.

—Te estuvo bien empleado —continuó Kalia—. Estuvieron discutiendo un buen rato y al final aceptaron que Pascual se quedase en el escondite. Pero tenía que desaparecer de allí antes del amanecer. Cuando el capitán llegó con sus hombres, trataron de registrar todos los edificios. Vuestro padre les prohibió la entrada al mirador explicándoles que había material científico de gran valor y que el registro perturbaría su funcionamiento. Les aseguró que los observatorios de las grandes ciudades europeas esperaban sus datos para los boletines meteorológicos y que nada debía entorpecer la buena marcha de la ciencia. Era el único, además de vuestra madre, que tenía la llave y les juró que allí dentro no había nadie más. Pero Cabeza de Rata no se daba por vencido. Luego, uno de sus hombres se le acercó y le dijo algo al oído y todos se fueron. Vuestro padre finalmente ganó.

—¡Pero a qué precio! —comentó Nyssia.

—Ellos lo habrían hecho, aunque no hubiese intervenido Javier. Mateo y él habrían escondido a ese hombre —terció Irving.

—Para ser franca, a mi Mateo no le gustaban mucho los anarquistas. Pero creo que menos le gustaban las autoridades —se sinceró la gitana.

—Sin Javier, vuestro maestro se las habría apañado perfectamente él solito. Y no lo habrían visto nunca —insistió Nyssia.

—¿Y qué diferencia hay?

—¿Qué diferencia hay? ¡Que papá no habría sido acusado por ese militar y no le habrían arruinado la vida! ¡Toda su vida!

Javier había agachado la cabeza y daba pena verlo.

—Lo siento mucho, de verdad —dijo con la vista clavada en el suelo—. Tenía doce años.

—Yo habría hecho lo mismo que tú —intervino Irving—. Todos lo habríamos hecho. El problema no es haber escondido a un hombre, sino haber tropezado con Cabeza de Rata. Ese individuo es un enfermo.

—Eso es cierto —dijo Jezequel, que se había quedado un poco aparte—. ¡Y pensar que ha llegado a coronel!

Nyssia se había puesto de pie.

—Perdóname, Javier, no pretendía culparte, pensaba en papá —dijo acercándose para abrazarlo.

—Pues a buenas horas piensas en él. Tenías que haberlo hecho antes —replicó él, apartándose—. ¡No quiero las caricias de una buscona!

Irving se levantó para protestar pero Jezequel fue más rápido. La refriega entre los tres hombres fue breve, pues Kalia se puso a propinarles escobazos para zanjarla.

—Bueno, ¿habéis terminado? ¿No os da vergüenza? —gritó—. ¡Os portáis como si tuvierais otra vez doce años!

Los hombres se levantaron del suelo sacudiéndose la ropa.

—¡No debía haber dicho que mi hermana era una buscona! —se indignó Irving, que recibió en el trasero un escobazo de ramillas de grama.

—Siempre me ha tomado por imbécil —se defendió Javier, que se llevó el mismo premio.

Kalia limpió el cepillo de la escoba con los cabellos ralos de Jezequel.

—¡Eh, pero si yo no he dicho nada!

—Tú has empezado la riña —replicó la gitana antes de colocar el utensilio al lado de la chimenea—. Y ahora daos la mano, no quiero veros enfadados. Sois como hermanos, que no se os olvide nunca.

Se hicieron tirar de las orejas, pero al final, a instancias de la gitana, se dieron un abrazo y se disculparon los unos con los otros con palabras sinceras.

—¿Dónde se ha metido mi hermana? —preguntó Irving de pronto.

—Pues se marchó mientras os desgreñabais —respondió Kalia recogiendo los cubitos de hielo que no se habían derretido—. Seguramente necesitaba estar un rato a solas.

—¡Y todo por culpa de ese Cabeza de Rata! —se enfureció Irving—. Nyssia tiene razón: él nos ha amargado la vida. ¡Si lo tuviera aquí, delante de mí, lo estrangularía sin pensármelo dos veces!

—Nada te lo impide, Irving —dijo Kalia—. Aún vive. ¿Quién quiere un granizado?

Nyssia jugó con los polígonos de luz proyectados desde la cúpula de los Baños, como tenía por costumbre, de niña, imaginando que las estrellas venían a refugiarse durante el día en su guarida favorita, antes de volver a salir por las noches a extenderse por la tela negra de la bóveda celeste. Eran sus amigas, cada una tenía un nombre y le había contado su historia. Juntas, habían esperado.

—He venido a deciros que he cumplido mis sueños —murmuró, acariciando los tallos de luz del suelo de mármol—. Pero el precio ha sido alto, muy alto…

Se acordó de uno de los sitios en los que escondía sus tesoros. Fue a la sala de reposo y palpó los mosaicos del muro del lado de los lechos de piedra. Los habían renovado y habían sellado los azulejos con juntas nuevas. A lo mejor detrás seguía escondido su cuaderno, en el nicho del muro, o bien alguien lo había encontrado durante las obras de restauración, quizá su propia madre. Se puso colorada al recordar los pensamientos íntimos que había escrito allí y que delataban su conocimiento profundo de los hombres y de sus fantasías a una edad a la que las jovencitas no habían pasado más allá de la lectura de los Cuentos de mi madre la oca. Nyssia se imaginó la decepción que se habría llevado Alicia y el desconcierto de su padre. Había tenido tanta ansia por comerse el mundo. Y ahora lamentaba haber acortado de ese modo su adolescencia. «La vida es una carrera de fondo», pensó mientras regresaba a la sala caliente a sentarse en medio del pozo de luz. Pensó en Victoria, que había tardado su tiempo en hacer su propia vida, sacrificándose siempre por los demás, por Javier, por su madre, por su padre. Pero ¿era realmente un sacrificio o había hallado en ello una suerte de equilibrio?

El curso de sus pensamientos era confuso, y eso también se lo debía a su infección con la bacteria treponema, pero ella se resistía a admitirlo. Ningún hombre había sido capaz de someterla y ningún microorganismo conseguiría nunca lo que el sexo opuesto no había conseguido. Desde que había llegado, trataba de entender por qué su padre había reanudado el vínculo imponiéndole un enigma que debía resolver.

—Muy propio de él —murmuró—. «Nyssia es una ecuación con dos incógnitas —dijo parodiando sus gestos—: a quién ama y por qué».

Gracias a él, su regreso a Granada se había convertido en un camino de reconciliación con todos, hasta consigo misma.

—¡Pero si no estaba aquí! —exclamó de pronto.

La idea la había traspasado como algo evidente: había cambiado de sitio el cuaderno el día antes de abandonar la Alhambra, para esconderlo en un lugar más seguro. Se fue a la sala de la caldera, abrió la puerta de servicio situada al fondo y levantó una losa del suelo que hacía de trampilla del hipocausto. Metió los brazos y sacó dos cuadernos y un libro.

—Mi edición de Las flores del mal…

Irving la llamó desde la entrada a los Baños. Ella volvió a meter su tesoro en la canalización y cerró el hipocausto.

Cuando entró en la sala de las estrellas, su hermano no estaba solo.

—Sabía que te encontraría aquí —dijo Victoria, que había heredado la sonrisa de su madre.

—Dios mío… —balbució Nyssia.

No pudo contener las lágrimas. Desde su llegada, se había estado preparando para el reencuentro, pero la aparición de su hermana la había pillado por sorpresa. Se abrazaron largo rato. Nyssia reconoció el olor apaciguador de la piel de Victoria, parecido al que tenía de niña y que contenía el aroma a flores del viento de la Vega.

Se sentaron los tres alrededor del pozo de luz y dejaron que el tiempo los transportara. Nyssia reencontró las sensaciones de su vida de antaño, que ella creía perdidas. Los recuerdos se le presentaban en desorden y se preguntó qué clase de hortelano del alma había podido cuidar de ellos, habiéndolos ignorado ella durante tantos años, para ofrecérselos ahora tan bien preservados.

Estuvieron conversando como tres náufragos que hubiesen errado por el desierto antes de alcanzar un punto con agua y ponerse a beber, al principio a sorbitos pequeños y después cada vez más grandes, hasta embriagarse con sus voces.

—De pequeña creías que las estrellas venían a refugiarse aquí durante el día para soñar —comentó Victoria.

—Este era mi hogar, me sentía tan bien aquí… —confesó Nyssia—. ¿Qué salió mal conmigo? ¿Por qué me volví tan diferente de todos vosotros?

—A lo mejor si uno quiere triunfar en su vida, debe sacrificar otras —sugirió Victoria—. Raras veces escribimos una carta sin hacer primero una en borrador.

—Hay que echar muchas a perder —la corrigió Irving—. Todas las que no hemos vivido.

—Pues entonces tengo la papelera llena —dijo Nyssia, flexionando las piernas y frotándoselas—. Ya va siendo hora de que deje de cometer errores. Lo entendí al venir aquí, gracias a papá. Mañana iré a ver a Cabeza de Rata.