VIII

27

Granada,

martes, 2 de enero de 1877

El doctor Pinilla tenía el corazón desbocado como un caballo al galope. De nada le servía cerrar los ojos; los sonidos diastólicos de su paciente le impedían concentrarse. Con una mano sujetaba el pabellón del estetoscopio que subía y bajaba al compás de su pecho. La señora Delhorme debía de tener frío, tenía la piel de gallina, lo notaba al tacto, del mismo modo que percibía el perfume de argán de su jabón. El cuerpo de su paciente se contrajo imperceptiblemente y él terminó la auscultación, una práctica que seguía turbándolo como el primer día a pesar de los años transcurridos. Pinilla estaba convencido de que jamás había dejado entrever nada y que su secreta turbación no había salido del ámbito de su persona, de su conciencia y del Señor.

Alicia se había sentado y le hablaba mientras se abotonaba el chaleco de mujer. No entendía ni una palabra, los extremos de caucho del instrumento médico le taponaban completamente los conductos auditivos. Se lo quitó.

—Sigue teniendo el mismo auscultador —dijo ella señalando el estetoscopio.

—Cierto, una de las primeras veces que lo usé fue en su parto —respondió él, prometiendo para sus adentros referirse siempre al acontecimiento de ese modo de ahí en adelante—. Y no lo he cambiado. ¿Fue en mil ochocientos sesenta y cinco?

—Mil ochocientos sesenta y tres. Los niños tienen ahora trece años —aclaró ella, buscando su gorro con visera.

—¿Han pasado unas buenas fiestas navideñas? —preguntó el médico al volver a su escritorio.

Recordaba perfectamente la fecha, así como todos y cada uno de los detalles de aquel día en el que tantas veces pensaba con una admiración inconmensurable por el intenso deseo de vivir y de dar vida que había manifestado Alicia. Pero deseaba transmitirle que tenía con ella una relación profesional como con cualquier otro paciente.

—No somos especialmente religiosos en nuestra familia —le confesó ella—. Las pasamos trabajando en la Alhambra y los niños nos ayudaron.

—Ah, estos franceses… —respondió Pinilla fingiendo reñirla.

—También estuvieron con nosotros Javier y Mateo, y no creo que la ausencia de misas y acciones de gracias los hayan traumatizado. Pero para la Epifanía haremos un esfuerzo, doctor.

—Pues sí que ha cambiado Mateo desde que no sube a la montaña.

—Sí, está rejuvenecido —dijo Alicia mientras rebuscaba en el bolsillo de la chaqueta que tenía en una mano—. Tome, le he traído el aguinaldo, creo que le va a gustar —dijo ofreciéndole un paquetito.

El médico lo abrió y, al ver que se trataba de un estuche de plumines franceses, no pudo disimular la alegría y se atusó los bigotes.

—Los trajo Clément de su último viaje a París —le explicó ella—. Son de una marca nueva.

—Había oído hablar de ella, pero nunca había visto ninguno personalmente. «Baignol & Farjon» —leyó él en voz alta en la lengüeta de la pluma, admirando su diseño ahusado y su base en forma de cintura de avispa—. Qué belleza. ¡Gracias de corazón!

Utilizó una de las plumas para anotar en su cuaderno el informe de la auscultación.

—Bueno, todo sigue igual que el año pasado —concluyó tras releer sus apuntes antiguos—. ¿Cómo se encuentra usted?

—En plena forma, mi querido doctor.

—Eso parece, sin duda. El siguiente control, dentro de un año —indicó—, pero nos veremos antes seguramente y se lo recordaré.

Cuando ella estaba pagando la consulta, él sacó de su cajón derecho, el que reservaba para los accesorios de escritura, un frasco con el cuello erosionado, cerrado con un tapón de vidrio y lleno de un líquido de un intenso color azul mineral. Lo destapó e inhaló el olor como si de un perfume se tratara.

—Es una receta que he copiado de un inventor que acaba de publicarla en la Enciclopedia Roret: una tinta inalterable e imborrable, resistente a los agentes químicos y al frío más extremo, así como a la luz del sol. He modificado la tonalidad y he copiado la fórmula —dijo alargándole un papel doblado—. Será perfecta para los registros de datos de su marido. Escritos con ella, desafiarán el paso del tiempo.

Alicia salió de la consulta con el frasquito en las manos y subió por la calle Párraga en dirección a la plaza de Bib-Rambla. En realidad el comentario del médico sobre Mateo hacía alusión al cambio que había experimentado su comportamiento, pero ella se había hecho la tonta. A lo largo de los últimos meses más de uno se lo había comentado. Ella defendía a Mateo por la amistad que los unía, pero cada vez que le hacían comentarios sobre la actitud arrogante del antiguo nevero metido a empresario respondía con argucias.

La máquina de fabricar hielo que le había construido Clément no solo había permitido a Mateo dejar de deslomarse noche y día en la montaña, sino que en menos de un año había transformado radicalmente su nivel de vida. Desde las primeras semanas sus clientes habituales, los mejores heladeros de la ciudad, habían duplicado y hasta triplicado sus pedidos, y a ellos se sumaron rápidamente otros comerciantes; el género era más barato y se suministraba sin restricciones horarias, lo cual desbancaba por completo a los demás competidores. En junio, los otros neveros habían tratado de conseguir que el juzgado municipal prohibiera su hielo, a fuerza de hacer correr toda clase de rumores sobre los peligros que corrían quienes se aventuraban a consumirlo. El juez fue llevado hasta el Generalife para asistir a una demostración del proceso de fabricación y allí Clément le había explicado de forma pormenorizada el funcionamiento del ingenio, tras lo cual, en agosto, había decidido que no había motivos fundados para oponerse a la comercialización del hielo, ya que el agua que la máquina congelaba provenía directamente del Darro y que lo único artificial era el procedimiento por el cual se conseguía enfriarla.

La primera consecuencia había sido que los pedidos se habían disparado, sobre todo de particulares y administraciones, que iban a pisarles los talones a los comerciantes en un momento en que el calor del estío seguía siendo canicular, por lo que Mateo se vio obligado a contratar a un repartidor a tiempo completo, además de sus propias rondas de entrega. En cuestión de unos meses había absorbido la mitad de la demanda de la ciudad y devuelto definitivamente la deuda por la berlina de su hermano. Trabajaba aún más que antes, ocupándose de la madera para la caldera, de la producción de hielo, de los pedidos y del reparto, pero a cambio recibía unas sumas que, sin ser exorbitantes, a él le parecían fabulosas en comparación con la miseria de su vida pasada. Las amistades, tanto las antiguas y olvidadas como las nuevas, nacidas al calor del interés, habían afluido a su domicilio del Generalife; él las había despachado sin miramientos, creando en torno a sí una imagen de hombre desagradable y antipático, cosa que a él le traía al fresco. Mateo solo tenía una meta, y a una sola persona en la cabeza.

Alicia volvió con Kalia, que estaba sentada entre dos puestos de ropavejeros a media altura de la calle Zacatín, en una silla tan baja que parecía de niño. Delante tenía dos cestos de mimbre. La gitana, a sus treinta y cinco años, no se parecía a las otras mujeres del clan. Tenía la tez clara y unas facciones aristocráticas que denotaban seguridad en sí misma e imponían distancia. Sus labios carnosos dejaban entrever una hilera de dientes blancos como perlas, que nunca mostraba al completo. Llevaba un vestido de flores rojas y malvas muy chillonas y una estola negra con la que se tapaba el generoso escote. Kalia acudía los martes al mercadillo a vender caracoles, un ingrediente que no podía faltar en las tapas de los granadinos todos los meses del año.

Aquel sitio se había convertido en su punto de encuentro semanal. Alicia le llevaba noticias de Javier, que tenía dos años cuando Kalia lo había visto por última vez, y le compraba tres decenas de caracoles, lo que algunas semanas representaba la totalidad de su mercancía.

—¿Qué tal ha ido la cosecha hoy? —preguntó Alicia levantando una de las tapaderas.

—Bastante buena, como puede ver —respondió la gitana formando un cucurucho con una página de La Lealtad[7]—. Prácticamente me saltaban encima.

Los bichos, un centenar, se amontonaban hasta la mitad del cesto. Eran más bien menudos, el cuerpo pardo vestido con una concha con rayas negras, con la base más ancha y gruesa. Kalia metió varias veces la mano hasta que hubo llenado el cucurucho con la cantidad deseada. Alicia entregó cinco pesetas a la gitana y se puso el paquete debajo del brazo, al lado del frasco de tinta.

—Bueno, ¿cómo está? ¿Qué tal mi hijo?

—Bien, en plena forma, como siempre —respondió Alicia—. Tiene una vitalidad que deja a los otros agotados.

El comentario hizo sonreír a Kalia. Muchas veces subía por las pendientes del Cerro del Sol, cerca del Generalife, para buscar gasterópodos y siempre daba un rodeo hacia la Alhambra con la idea de ver a su hijo a lo lejos, pescando golondrinas, jugando con Jezequel y los trillizos o, por las noches, ayudando a Mateo en el huerto.

—Ha vuelto a ser el primero de la clase en matemáticas —le informó Alicia, omitiendo el bajo rendimiento de Javier en literatura y poesía y sus dificultades recurrentes para plegarse a la disciplina de grupo.

—Menuda suerte tiene usted —intervino la prendera del puesto de la izquierda de Kalia, que iba doblando faldas de encaje con una destreza consumada—. ¡Yo no tendría unos varones así de brillantes! —concluyó, no sin antes cerciorarse de que su marido no alcanzaba a oírla.

—Habría preferido que fuese mediocre pero que estuviera conmigo —replicó la gitana, pero entonces, aún con lágrimas en los ojos, se contuvo—. No, prefiero que esté lejos del Sacromonte, que se haga un burgués y se case con una señorita de la nobleza. Tiene tan poco de gitano que podrá pasar sin el clan. Pero tenerlo ahí, tan cerca y a la vez tan lejos, se hace duro…

Alicia dejó su carga en el suelo, la abrazó para tranquilizarla y le susurró al oído unas palabras, tan bajo que la prendera, que se había ladeado hacia ellas, no pudo pescar ni una.

—Sé que está bien con ustedes y con Mateo —dijo Kalia—. Entiendo que no quiera verme, lo abandoné cuando era una criatura. Pero no me quedó otra. No me quedó otra. —Antes de proseguir, vaciló—. Mateo me está enviando mensajes desde hace semanas, me pide que vuelva con él, con ellos, al Generalife. Pero ¿cómo puedo volver, sobre todo ahora que se ha hecho rico? ¿Qué pensará mi hijo de mí?

La tendera vecina se mostró de acuerdo, abrió el abanico que llevaba siempre a mano y lo agitó delante de sí como cada vez que reflexionaba sobre lo que se disponía a decir. No hallando ninguna réplica que dar, paseó la mirada entre Alicia y la gitana, al tiempo que movía afirmativamente la cabeza con gesto de saberlo todo, y entonces exclamó señalando el cucurucho de caracoles:

—¡Que se le escapa la comida! La Lealtad ya no es lo que era.

Los moluscos habían perforado el fino papel del periódico y dos de ellos se habían escapado en dirección a los cestos. Kalia puso orden en el lío y fabricó un envoltorio de doble capa en el que echó un par de caracoles de propina.

—Para mi niño —indicó.

Alicia le acarició la mejilla con ternura y continuó su camino. La gitana vendió un puñado de caracoles a un cliente que regentaba un mesón en el Albaicín y volvió a poner las tapaderas de mimbre sobre los bichos, que escalaban en pos de una improbable libertad. Suspiró y se cerró la estola sobre el pecho ante la mirada maliciosa de un transeúnte, y luego se volvió hacia la tendera, a la que no había oído decir ni mu desde que Alicia se fuera. Estaba encorvada sobre un frasco en el que había empapado un trozo de tela blanca.

—¡Oye, que eso es de Alicia! —exclamó Kalia.

—Claro que sí, se lo ha dejado al marchar —reconoció la vendedora—. Fíjate, menuda tinta tiene la señora, me servirá muy bien para teñir…

La gitana le quitó el frasquito de las manos sin andarse con miramientos. Le puso el tapón que la vendedora le alargaba y echó a correr por la cuesta de los Gomeles, al tiempo que gritaba:

—¡Vigílame los bichos, o cómetelos!

Alicia había rodeado la Alhambra por detrás de las murallas y llegó directamente al Generalife, cruzó las huertas y se detuvo en la linde del bosque del Cerro del Sol. Abrió el cucurucho de papel y, como cada martes, esparció los caracoles en la hierba húmeda, en un lugar por el que sabía que Kalia pasaba con regularidad. El apaño venía durando cinco años y Alicia estaba convencida de que la gitana no se dejaba engañar.

Subió por la ancha calle bordeada de cipreses que conectaba con el Generalife, afligida por la pena de Kalia, y al llegar al puente de acceso a la ciudadela se detuvo a descansar, sin aliento, justo en el instante en que las doce campanadas de la Torre de la Vela ponían fin a la mañana. A lo lejos la llamaron a voces los tres muchachos, que emprendieron una carrera desde la medina para ir a su encuentro. Su alegría exultante le devolvió la esperanza en el futuro. Eran el mejor antídoto contra la melancolía. El primero en llegar fue Jezequel, seguido de Javier que puso como pretexto de su tardanza el cargamento que llevaba en las manos, y finalmente Irving, al que no le hizo gracia competir y que terminó la carrera andando.

—Toma, te dejaste este frasco de tinta en el mercadillo —dijo Javier tendiéndole el objeto.

Los despistes de Alicia eran una parte tan intrínseca de su personalidad que ya ni siquiera daban pie a bromas. En ningún momento se había dado cuenta de su olvido.

—¿Cómo lo habéis recuperado? ¿Qué habéis hecho? —preguntó, un tanto preocupada.

—Nos lo ha dado una señora que venía buscándote —respondió Irving mientras sopesaba las dos ramas muertas que acababa de coger.

—Ahí está todavía —añadió Jezequel señalando la silueta espigada de Kalia, que los miraba desde el camino que bordeaba la Alhambra.

—Es la vendedora del Zacatín, me lo dejé en su puesto del mercadillo —explicó Alicia haciéndole una seña con la mano.

La figura desapareció.

—¡Que le vaya bien y hasta nunca! —dijo Javier—. No me gusta que me espíen.

—Pues, para mí, parecía una princesa árabe —comentó Irving, que había tirado el palo menos macizo—. Como las de los cuentos de papá.

—¿Vamos corriendo hasta ella para darle las gracias? —propuso Jezequel haciendo amago de salir zumbando.

Un rebuzno fortísimo les llegó desde el Generalife.

—¡Barbacana! —gritaron al unísono los tres muchachos.

—Más bien corred a por vuestra mula y cogedla —propuso Alicia—. Ha debido de escaparse.

Dedicó un pensamiento a Kalia, a la que Javier no había reconocido, y se prometió hacer lo que estuviera en su mano para contribuir a su reconciliación.

Irving, que había sido el más rápido en salir disparado por la calle de los cipreses, fue rápidamente adelantado por Javier, que se detuvo en seco al ver a Clément. Irving entendió el porqué cuando identificó al hombre que se encontraba delante de su padre y que parecía cortarle el paso, tanto a él como a su mula. Aunque el militar estaba casi vuelto de espaldas, ambos habían reconocido al capitán de la Guardia Civil que había registrado la Alhambra catorce meses antes. Jezequel los adelantó a toda velocidad, se volvió hacia sus amigos preguntándose qué era lo que había podido convertirlos en estatuas de sal y terminó su carrera hasta Barbacana levantando los brazos al cielo. El animal soltó un rebuzno asustado, pero Clément le dio una palmada en el cuello para calmarlo.

—Ahí tiene mi respuesta —le dijo al capitán—. Barbacana ha hablado por mí.

El hombre apretó los dientes antes de responder:

—No debería tomárselo así. Su protección no durará eternamente.

Se despidió con un saludo seco y abandonó el lugar.

—¿Qué quería? —preguntó Irving preocupado, que no se había atrevido a mirar al capitán cuando se habían cruzado con él por el camino.

—Nada, es un hombre enfurecido y está equivocado. No es peligroso.

Alicia se había apoyado contra la pared de la muralla y jugaba con los reflejos tornasolados de la tinta del doctor Pinilla, que se deslizaba sin dejar el menor rastro en el vidrio. Tenía una tonalidad azulada que nunca había visto en una tinta, más oscura que la del zafiro, con un leve reflejo índigo que le confería un brillo peculiar, a la vez fascinante y reconfortante.

Percibió una presencia y levantó la vista para ver al hombre de la cara de rata que salía de la Alhambra por el camino de ronda. Alicia se precipitó hacia el Generalife, donde Clément, acompañado de los chicos, tiraba de Barbacana, que iba cargada con dos bultos, en uno de los cuales iba la tela del Victoria.

—¿Lo has visto? ¿Qué quería? ¿Qué quería ahora?

La actitud de Alicia inquietó a los muchachos y Clément se esforzó en tranquilizar a toda su gente.

—El capitán Cara de Rata ya no está destinado en Granada. Lo han trasladado a Murcia y está convencido de que nos lo debe a nosotros. No es más que un malentendido.

—Pero ¿por qué la toma con nosotros de esta manera?

—No os preocupéis. Ahora tengo que irme.

—¿Vas a lanzar un globo? ¡Pero si no hemos avisado a nadie! —se inquietó Alicia mirando el cielo, que no le parecía que presentase las condiciones idóneas para una ascensión.

Clément pasó las riendas a Irving y besó a su mujer.

—No me ha dado tiempo de decírtelo. He recibido el telegrama esta mañana.

Le alargó la misiva sin más explicación.

—Me lleva Ramón, cojo el tren en Guadix esta tarde.

Eiffel le pedía que acudiera a ayudarlo. La obra de Oporto llevaba dos semanas detenida por culpa de las inundaciones.

28

Oporto,

miércoles, 10 de enero de 1877

El pilar metálico emergía de las aguas del Duero a dos metros de distancia de la orilla. El equipo que dirigía la obra había rodeado a Clément, ataviado con una gabardina larga y un sombrero cordobés de fieltro negro; estaba metido con las botas en el agua en la parte de la orilla derecha.

—Toda la mampostería está sumergida —explicó Nouguier.

—El río ha subido once metros —añadió Compagnon.

Joseph Collin acompañó cada comentario con movimientos afirmativos de la cabeza, un tanto vacilantes. La mayor parte de la crecida se había producido en cuestión de medio día y, desde entonces, el nivel del agua se mantenía por encima de lo habitual, unos metros arriba o abajo.

—¿Eso son las casetas de la obra? —quiso saber Clément, señalando hacia las barracas con puertas abiertas de las que salía una lengua de agua.

—Sí. No nos dio tiempo a desmontarlas —especificó Compagnon—. El agua subió demasiado deprisa. Pero todo el material está a resguardo.

—Su alquiler nos cuesta caro, así como los hombres, que esperan para poder reanudar el trabajo —matizó Collin.

—¿No es mano de obra local?

—Sí, pero la mayoría no son de Oporto y los tenemos alojados en el orfanato —explicó Nouguier—. ¿Qué hace? —preguntó a Clément, que había retrocedido unos pasos.

Este no respondió; cogió impulso y saltó del agua al pilar, al que se agarró por las riostras metálicas.

—¿Qué hace, monsieur Delhorme? —repitió Nouguier, gritando para que lo oyera.

Había parado de llover, pero un viento constante procedente del mar entraba con fuerza por el canal y barría todo el paisaje, con su carga de humedad salada. Clément aseguró su primer apoyo y emprendió el ascenso por el interior del pilar, encajando los pies y las manos en los cruces entre las riostras y las vigas principales.

—Pero ¡está loco! —exclamó Collin—. ¡Hagan algo!

Los otros dos no respondieron y siguieron su avance, sin prisa pero sin pausa, hacia la cima. Cuando llevaba recorridos dos tercios, Clément se detuvo un instante y esperó a que amainara un vendaval más fuerte que los anteriores.

—¿Y se supone que ese sujeto nos va ayudar? —continuó Collin—. Se va a matar, la prensa se hará eco de la noticia y la obra se quedará paralizada para siempre. Pero ¿por qué razón lo hizo venir Gustave? ¡Qué mala suerte!

—¿Tú qué opinas? —preguntó Nouguier a Compagnon.

—Que el muy bruto será el primero en tener unas vistas únicas de la obra. Creo que sabe lo que hace, lo que no quita que pueda partirse la crisma.

Clément había llegado a lo alto de la construcción. Se subió al tablero horizontal, compuesto también por viguetas metálicas, que conectaba la cima de la colina con el pilar. Se sujetó bien con los elementos del armazón, dándoles la espalda, rebuscó en los bolsillos de la chaqueta y estuvo atareado un buen rato mientras los demás, a ras de suelo, no lograban distinguir nada con claridad en medio del viento y la lluvia, que había vuelto a empezar y les azotaba la cara. Delhorme había sacado una libreta y estaba tomando notas; al verlo, Joseph montó en cólera y se largó de allí.

—¿Va todo bien? —le preguntó a voces Nouguier, haciendo bocina con las manos.

Clément lo tranquilizó con un gesto de la mano y se guardó todos los útiles en la gabardina.

—¡Reunión esta tarde en Vila Nova de Gaia! —respondió gritando, y luego comenzó a desplazarse por el tablero en dirección a la colina.

Los dos hombres lo vieron salir del puente y seguir por el camino que llevaba al orfanato, hasta que desapareció de su vista.

—¿Y si hacemos como él? —sugirió Compagnon sacudiendo el sombrero, cuya ala hacia arriba se había transformado en una gotera.

Volvieron a la casa sin decir nada. Allí se encontraron a Collin, que seguía enfurecido. Acababa de enviar un mensaje alarmista a Eiffel.

—¿Cuándo estará por aquí? —le preguntó Nouguier mientras entraba en calor junto a la enorme chimenea de la mansión.

—Dentro de dos días. Todavía está en Barcelinhos —indicó Collin.

Nouguier no percibió el dejo de contrariedad de su respuesta. Hacía tres horas que habían dejado a Clément y este aún no había aparecido.

La berlina se había detenido finalmente en lo alto de la colina. Los dos rucios lusitanos con su capa grisácea salpicada de barro refunfuñaron resoplando poderosamente por las narices creando volutas de vapor. El mayoral anunció la llegada a sus pasajeros dando un toque con la esteva en el techo. Victorine, que se había acurrucado contra Eiffel, se enderezó, le sonrió y lo besó. Habían salido del pueblo de madrugada y llegaban a su destino a las tres de la tarde. Él se sentía mal por haberse dejado convencer por la joven, y culpable a la vez por haberla dejado en Barcelinhos desde hacía más de un año con la sola compañía de una vieja cocinera y un juego de tric trac.

—Salgamos —dijo ella—. Y enséñamelo todo.

—Ya hemos hablado de eso, no puedo hacerlo. Podrían reconocerme.

Sin la menor intención de hacerle cambiar de parecer, la joven se puso un gran sombrero, se recolocó la estola de piel en los hombros y le acarició la mejilla en señal de agradecimiento.

Dio unos pasos hasta el parapeto de la terraza. A sus pies, una decena de rabelos salían de un meandro del Duero deslizándose sobre sus aguas marronáceas con la superficie punteada por la lluvia. Las embarcaciones pasaron entre la orilla y el pilar metálico que emergía del fondo.

—¡Veo tu puente! —gritó mirando en dirección al coche—. ¡Qué bien pinta ya!

La puerta se abrió y una mano le hizo una seña para que volviese al vehículo. Ella obedeció sin apresurarse y se quedó quieta delante del coche como una colegiala preparándose para recibir una reprimenda.

—Victorine, no debemos hacernos notar. ¡Se supone que no estoy aquí! —dijo él con voz preocupada pero exenta de reproche.

—Lo sé. Pero no hay nadie, relájate. No estropeemos el momento —insistió ella abriendo la portezuela de par en par e invitándolo a salir.

Eiffel, sorprendido, tiró de la cortinilla negra del habitáculo para taparse con ella la cara y el cuerpo. La escena provocó la risa de su acompañante.

—Se diría un confesionario —dijo divertida, santiguándose hacia nada en particular—. ¿Padre?

—Quedan obreros en ese edificio de al lado, no deben vernos juntos —la riñó Eiffel sin apartar la cortina—. Ya lo hemos hablado. ¡Ven ahora mismo! —terminó, exasperado.

—Me habías prometido que me lo enseñarías —repuso ella dirigiéndose de nuevo al punto de las vistas panorámicas—. Iré yo sola.

Eiffel se encogió de hombros, volvió a cerrar la portezuela y se arrellanó al fondo del habitáculo.

—Las barracas de ahí abajo están inundadas —comentó ella.

—Lo sé —farfulló él para sí—. Y me salen por un ojo de la cara cada día que pasa.

Estaba en tratos con la Companhia Real dos Caminhos de Ferro Portugueses con idea de poder descontar del total del plazo todos los días de parón. En caso contrario, le sería imposible recuperar ese mes perdido de la agenda de la obra.

Victorine hizo otro comentario que él no oyó. Se prometió mostrarse más afectuoso con ella; la joven hacía gala de una paciencia ejemplar dadas las circunstancias. La joven metió la cabeza por la portezuela.

—Ya no llueve —repitió.

Le resultaba imposible renunciar a ella. Le aportaba algo que jamás había experimentado, que ni siquiera se había esperado, algo que además lo ponía una y otra vez en peligro, que lo alejaba por completo de su día a día, en el que debía prever hasta el último detalle y controlarlo todo al milímetro por temor a causar una catástrofe. Con Victorine, Gustave podía relajarse, lo deseaba y al mismo tiempo le remordía la conciencia; ella se había convertido en un riesgo del que no podía prescindir. Pero él no sabía cómo devolverle lo que ella le ofrecía. La miró entonces con una expresión de infinita ternura y ella se lo tomó como presagio de una mala noticia.

—No digas nada —se anticipó ella—, deja que disfrute de estos momentos. ¡Ven, enséñame tu casa!

Joseph dio un golpe a la leña con el atizador haciendo saltar una miríada de chispas que revolotearon en el hogar como pequeñas mariposas. El calor que reinaba en la Quinta do Coelho les había devuelto a todos una sensación de paz.

—Pero ¿por qué diablos se ha encaprichado Gustave con este… con este don Quijote? —renegó, dejando en su sitio el atizador.

—Hay que reconocer que tiene toda la facha —dijo Nouguier, acercándose a la ventana para inspeccionar el cielo—. Pero si pudiera ahuyentar los nubarrones igual de bien que escala puentes, ¡sería perfecto!

Compagnon sacó un palito del fuego y llevó la punta incandescente a la cazoleta repleta de tabaco de su pipa.

—En Rusia conocí a un chamán —comentó, interrumpiéndose para succionar por la boquilla hasta que de su boca salió una voluta de humo—, un chamán al que hicimos venir al lugar de la obra para que la naturaleza nos fuera favorable. Se quedó nueve meses con nosotros, rezando, bebiendo y consumiendo tantas setas alucinógenas como podían contener los bosques de Tartaristán.

—¿Y qué pasó? —preguntó impaciente Angevère, el contramaestre, metiéndose en la conversación.

—Pasó que ese invierno resultó suave y que el Volga no se salió de madre. Ni más ni menos que los dos años precedentes —agregó después de una pausa sabiamente destilada.

—Igualmente —insistió Collin—, no es serio que depositen su confianza en un aventurero que predice el tiempo meteorológico como predeciría su porvenir un mago de feria. Nadie ha conseguido nunca obrar semejante milagro y, si resulta que de verdad se trata de un milagro, entonces es cosa de Dios y no de los hombres.

—Discrepo —intervino Nouguier—. Es un ingeniero de la École Centrale y mantiene correspondencia con Gustave desde hace trece años. ¿Cree usted que nuestro amigo está tan loco para relacionarse con un iluminado y correr el peligro de perder su mayor obra de construcción?

—Tienes razón —convino Compagnon—, confiemos en Eiffel y en el tal Delhorme.

—¡Pues es como consultar las entrañas de un pollo! —exclamó Collin.

—Yo preferiría ver uno en mi plato… —dejó caer una voz a sus espaldas. Clément esperó a que todos se hubiesen dado la vuelta para continuar—: Si no les molesta, señores. ¡Tengo un hambre de lobo!

Dejó en el piso la caja que traía, de la que asomaban varios rulos de papel, se quitó la gabardina y el sombrero, que arrojó a uno de los sillones, y en medio de un silencio general únicamente interrumpido por el lamento de la leña en el hogar se acercó a calentarse las manos cerca de los troncos cubiertos con un manto de llamas rosadas.

—Me parece que he interrumpido su conversación —constató mirándolos uno a uno—. Pero también creo que les debo una explicación. ¿Verdad?

Nouguier y Compagnon asintieron y luego todos los demás.

—Sus métodos no son convencionales, monsieur Delhorme —confesó el primero—. Como tampoco lo es su materia —agregó.

—Entonces denme la oportunidad de convencerlos —sugirió Clément, antes de hurgar en su caja y de sacar una botella de vino que había comprado en las bodegas de la casa Taylor’s, dos calles más abajo.

Se la ofreció a Collin. El cuñado de Eiffel miró maquinalmente la etiqueta; no le agradaba el vino del lugar, demasiado fuerte para su paladar.

—¿Y desea ganarse nuestra adhesión con este oporto? —dijo tendiéndole la botella a Compagnon.

—En realidad, con estos mapas —respondió Clément enseñándoles los rulos de papel—. Les demostraré que la ciencia es capaz de predecir el tiempo mediante modelos matemáticos.

—Pongámonos en la mesa de trabajo —propuso Compagnon con la pipa cogida entre los dientes—. Voy a decirle a la cocinera que nos traiga unos petiscos para hacer honor a esta cosecha del 68. Nos va usted a malacostumbrar, monsieur Delhorme. ¡El último año antes de la filoxera!

Desplegaron los rulos de papel unos encima de otros y luego sujetaron los bordes con los cubiertos que acababa de llevar la criada. En cada pliego había impreso un mapa de Europa con unos extraños arabescos dibujados.

—Todo comenzó hace treinta y cinco años con Adolphe Quetelet, en el Observatorio de Bruselas —explicó Clément—. Un verdadero erudito, el bueno de Quetelet, amén de hombre obstinado. Había creado una red de más de cuarenta observadores repartidos por toda Europa que le enviaban sus mediciones diarias. Un día se le ocurrió volcar en un mapa todos los datos recabados y Eureka! Se da cuenta de que determinados lugares tienen la misma presión atmosférica a la misma hora y que si se conectan entre sí mediante una línea da lugar a este tipo de elipses concéntricas —dijo mostrándoles el mapa de encima—. Lo más asombroso es que estas curvas de presión se desplazan, día tras día, como el frente gigantesco de un ejército en marcha.

Descubrió el segundo mapa, sobre el cual las elipses imbricadas unas en otras se habían desplazado hacia el sur.

—Quetelet lo había observado y de ahí sacó su teoría sobre las ondas atmosféricas, cuyo desplazamiento sería responsable del tiempo que hace en un lugar concreto.

Hizo una pausa para dar un bocado a un petisco mientras dejaba que su público mirase con atención los mapas.

—¿Lo que desplaza estas curvas de presión son los vientos? —preguntó Compagnon.

—Al revés. Las diferencias de presión entre las líneas son las que crean los vientos: el aire se desplazará de una densidad mayor hacia una menor, desde una alta presión hacia una baja presión. ¿Dónde está la bodega?

—Al lado de la cocina —respondió Collin después de unos segundos de duda—. Pero si tiene hambre, dígaselo a la cocinera. Le horroriza que revuelvan en su despensa.

—¡Cojan dos palmatorias y síganme!

La criada, que estaba preparando una caldeirada, vio aparecer en su santuario al equipo de la obra y detuvo en seco sus movimientos con un cuchillo en una mano y un calamar en la otra. Collin se disculpó por la intrusión, alabó el aroma que emanaba de la marmita puesta al fuego en el hogar y explicó que iban a hacer un experimento científico, y que no tenía que preocuparse por nada. Por toda respuesta, la mujer se encogió de hombros, hendió el sombrerete rosa del molusco, le sacó las vísceras y luego cortó la carne en dados. Clément había abierto la puerta de la bodega, cuyo frescor se acentuaba por el calor infernal que reinaba en la cocina.

—Perfecto —comentó dejando en el suelo uno de los candeleros. El otro lo sostuvo con el brazo extendido al frente, en el marco de la puerta—. Bueno, ¿qué es lo que observan?

—Un extraño fenómeno, la verdad —comentó Compagnon.

Las llamas del candelero del suelo señalaban hacia la cocina mientras que las del que sostenía en alto, apuntando al techo, se inclinaban hacia el interior de la bodega.

—Hay dos corrientes de aire —explicó Clément—. Una, más alta, que va de la zona caliente a la fría, y otra, inferior, que va de lo frío a lo cálido. Pues esto mismo sucede en la atmósfera. Y aún hay más, vengan conmigo —sugirió a la tropa, y volvieron todos al salón.

Una vez sola de nuevo, la criada cortó en dados un segundo calamar, reservó la misma suerte a un pimiento verde bien hermoso y esparció todos los ingredientes en la olla. Se quedó pensativa un instante, delante de la puerta ya cerrada de la bodega, la abrió y levantó las manos hacia el techo para notar la corriente y luego se arrodilló, sin lograr discernir el más mínimo soplo de aire. Apoyó la cabeza en el suelo y cerró los ojos para concentrarse. Notó entonces una ráfaga, volvió a abrirlos y se topó de bruces con un par de botas grandes.

—¿Qué pasa, María? —preguntó su marido, que acababa de entrar en la bodega—. ¿Te estás echando una siesta?

Ella se puso de pie sin decir ni media, se limpió las manos en el delantal y cogió el jamón que traía su marido.

—¡No, estoy haciendo un experimento científico!

Eiffel había empezado negándose categóricamente. Luego había cedido una primera vez cuando ella le había pedido visitar las obras que estaban en marcha, y una segunda cuando le dijo que deseaba ver la mansión que tenía alquilada. Llegaron a la Quinta do Coelho al atardecer y estacionaron un poco antes de la entrada principal, desde donde pudieron distinguir a los integrantes del equipo departiendo efusivamente alrededor del fuego.

Un hombre pasó junto a la carroza y se volvió hacia ellos, antes de entrar en la propiedad. Eiffel había reconocido a Clément. Esta vez estaba decidido a no transigir más, a dejar a Victorine en su habitación del hotel y a sumarse a la reunión con Delhorme y los otros. Pero todavía no había encontrado la manera de comunicarle sus intenciones sin herirla. El vehículo arrancó no sin dificultad, con las ruedas derechas patinando en una carrilada de barro antes de salir del arcén bajo los restallidos del látigo del cochero.

—¿Sabes lo que estaría bien? —preguntó ella mientras la berlina cruzaba al paso el puente de madera sobre el Duero. Dentro del habitáculo se notaba un ligero traqueteo.

Sin esperar respuesta, le tendió el Jornal do Porto abierto por la tercera página.

—¿Hacer un crucero en el Albion? —le interpeló Eiffel leyendo un encarte de un vapor inglés que estaba atracado en el puerto.

—Eso no, lo de la derecha —dijo ella señalando un suelto—. Me encantaría que fuésemos juntos al teatro São João. ¡Nunca lo hemos hecho! —dijo elevando la voz como anticipándose a la negativa de su amante—. En París no es posible y en Barcelinhos no hay teatro. Es una ocasión única. Mira, una compañía lírica italiana representa Nabuco esta noche. Mi sueño es ir contigo a la Ópera, Gustave.

—Pero sabes bien que…

—¡Y no me digas que no es posible, te lo suplico!

—Empiezan a conocerme en la ciudad —protestó él cogiéndole las manos—. Banqueros, industriales e incluso el gremio de periodistas. No puedo dejar que me vean en compañía de… —No terminó la frase—. Lo siento. Pero debes comprenderme —prosiguió después de reflexionar unos segundos—. Ya sabías que no puedo ofrecerte más.

—Y yo, ¿te das cuenta de lo que te he dado? Acabo de regalarte un año de mi vida, un año de espera, de dudas, de esperanza, siempre disponible para ti cuando quieres venir…

—Cuando puedo…

—Cuando te da la gana de venir. Pero no me quejo. ¡Por una vez, no te avergüences de mí!

—¡No es eso!

—Entonces vamos, cojamos un palco, entremos cuando haya entrado todo el mundo, marchémonos al final, hazme sentir que de verdad me deseas, que te apetece pasar ese rato conmigo, solamente conmigo. O al menos haz como si, pero que sea convincente, lo necesito, ¡de verdad que lo necesito!

Él se quedó callado, con la mirada gacha y la frente arrugada, sopesando los riesgos y evaluando los medios de precaverse de cada peligro.

—¿A qué hora es la función? —preguntó finalmente con una tímida sonrisa en la cara que en él era el colmo de la manifestación amorosa.

—A las siete y media —respondió ella, al tiempo que su mirada se teñía de una alegría desmesurada—. Gracias, amor mío.

Eiffel pasó los cuatro actos sentado en una butaca pegada totalmente al fondo del palco. Victorine se había colocado cerca del balcón y se volvía sin cesar para enviarle miradas cariñosas o lánguidas que él fingía no ver. Algunos de los espectadores habían reparado en el tejemaneje y habían tratado de discernir quién era el misterioso caballero que se ocultaba en la penumbra de uno de los compartimentos reservados a las personalidades, pero, cansados de no lograrlo, habían acabado por olvidarse. En cuanto a Victorine, terminó perdiendo el interés en la representación en el tercer acto y retrocedió para ponerse al lado de Eiffel, el cual a su vez daba muestras de cansancio. Al cabo de un último tira y afloja en el que ella finalmente cedió casi sin rechistar, la pareja abandonó discretamente el teatro en el momento en que se elevaba en el coro el canto nostálgico de los cautivos de Babilonia.

—Fascinante —admitió Nouguier cuando regresaron al comedor—. Lo que pasa es que todo esto sale de las constataciones pero no ofrece previsiones.

—Exacto. Y ahí es donde intervengo yo. Hace ya quince años que trabajo para crear modelos de lo que Quetelet y otros han observado. Para hacer una previsión matemática. ¿Tienen para escribir?

Collin, que había permanecido callado, de pie, apartado del grupo, le dio una hoja, pluma metálica y tinta y se sentó a su lado.

—Para establecer esta ley que rige la dinámica del aire en la superficie de la Tierra en rotación, nos enfrentamos a un problema con siete incógnitas: presión, temperatura, densidad del aire, humedad relativa y…

—Y las tres dimensiones del espacio —respondió Nouguier, empicado con el juego.

—Exacto. Entonces tenemos que hallar las siete incógnitas para resolver el conjunto.

—¿Cuántas ha encontrado?

Clément puso cara de contar mentalmente y dijo:

—Siete. Estoy casi seguro de haber hallado las siete.

—¿Y lo ha resuelto todo? —exclamó Nouguier.

—Para conseguirlo, he hecho unas aproximaciones sobre la heterogeneidad del relieve: no es igual la fricción del aire contra el océano que contra una montaña, una ciudad o el campo. Las turbulencias difieren y se hace más complejo elaborar modelos de los intercambios. Pero he establecido un modelo —anunció Clément, desenrollando sus ecuaciones con un crujido seco del papel.

—¿Qué plazo tienen sus previsiones?

—Tres días.

La cocinera entró llevando en las manos una pila de platos, con los cubiertos encima. Con una simple mirada Joseph Collin le dio permiso para poner la mesa y retomó el hilo:

—No es mucho.

—Con un coeficiente de acierto del ochenta por ciento. Y cinco días con un sesenta por ciento. Plazo de sobra para adelantar las labores de cosecha antes de que se ponga a llover o a helar, ¿no cree?

La criada hizo un gesto de asentimiento, antes de retirarse bajo la mirada reprobatoria de Collin, molesto ante la idea de que el servicio doméstico se inmiscuyese en una conversación que por fuerza no podía comprender.

—Efectivamente es admirable —concedió Nouguier—. ¿Cómo tiene pensado calcular sus previsiones en el caso presente?

—Cuando me despedí de ustedes, pasé por el observatorio meteorológico —explicó Clément—. Allí me proporcionaron datos de una veintena de observatorios situados en Europa.

—¿Son esos datos de ahí? —preguntó Compagnon señalando los mapas extendidos sobre la mesa.

—¡Aquí viene el jamón! —anunció a voces la cocinera al regresar de la antecocina.

—Sí, pero no será suficiente —respondió Clément volviendo a enrollar los pliegos—. Necesito afinarlo todo.

—En la cocina queda más —replicó la mujer.

—Gracias, María —dijo Nouguier, divertido con el diálogo de besugos—. Vaya rápido a por nuestra caldeirada. ¿Y cómo piensa hacerlo? —preguntó al tiempo que invitaba a Clément a tomar asiento.

—Pues contamos con una red de corresponsales repartidos por toda Europa y comprometidos a registrar diariamente temperaturas y presiones con el mismo rigor que los miembros de los observatorios. Sin ellos nunca habría dispuesto de datos suficientes para mis ecuaciones. Ellos me han hecho llegar hasta aquí los valores correspondientes a las cuatro últimas semanas. Se hallan en la caja que he traído, junto con otra botella de vino —dijo sacándola, y la puso en el centro de la mesa—. Ya solo me queda integrarlas para obtener una representación de las líneas de frente más… refinadas —dijo finalmente, picando una loncha de jamón—. ¡Que aproveche, caballeros!

Todos se sirvieron e hicieron los honores al guiso de calamar.

—Pero esos corresponsales suyos, ¿cuántos son? —quiso saber Nouguier.

—Más de veinticinco.

—¿Y quiénes son? —preguntó también Compagnon—. Nunca había oído hablar de esa red.

—Es que no se trata de científicos —especificó Clément—, sino de aficionados ilustrados, locos por el progreso, con unas profesiones que podrían dejarlos atónitos. Son todos relativamente discretos en lo tocante a esta actividad. La ciencia oficial no es sensible con la ciencia popular.

—¿Y Gustave forma parte de la red?

La pregunta venía de Collin.

—Gustave es un científico —respondió Clément con picardía, antes de continuar—: Pero no es ningún secreto: los registradores se encuentran en la caseta de su jardín, en Levallois.

«Nunca me ha comentado nada —pensó Joseph, decepcionado con que, al parecer, su cuñado confiase tan poco en él—. ¿Tendrá algo que ver con los francmasones? ¿Y con su telegrama? “El cazador olvidó su tordo en el tren”… Debe de ser una seña entre ellos…».

Ya más tranquilo, Collin pasó el resto de la cena escuchando a Compagnon y a Nouguier referir anécdotas de las peores situaciones vividas en obras de construcción, cosa que lo ayudó a relativizar la tesitura en la que se hallaban, y a Delhorme describirles las labores de restauración de la Alhambra. Joseph lo tomó como un pretexto de Clément para proclamar ante ellos el amor que profesaba a su mujer, algo que lo conmovió y al mismo tiempo lo entristeció respecto de su situación personal. Miró su reloj de bolsillo, un Billodes, después de haber estimado la hora mentalmente y sonrió al constatar que solo había fallado por cinco minutos. Luego observó el mecanismo, cuyo funcionamiento le procuraba tanto placer contemplar. Era un reloj que Eiffel le había regalado a la vuelta de un viaje a Suiza en el que había conocido a Georges Favre-Jacot, el fundador de la casa relojera, quien había tenido la brillante idea de reunir en su fábrica todos los oficios de la relojería para mejorar así la producción.

—¿Y usted, Joseph? —preguntó Clément—. ¿Qué opina?

Collin se dio cuenta de que había perdido el hilo de la conversación y que todos aguardaban su respuesta a una pregunta que lo había pillado totalmente desprevenido. Cerró la tapa del Billodes y se preparó para disculparse por estar, una vez más, a destiempo de los demás.

—No diga nada —se adelantó Clément para echarle un capote—. Hemos de mantener en secreto lo que hice en lo alto del pilar.

Joseph le agradeció la ayuda en su fuero interno y tuvo la sensación de que con ese engaño se veía reforzada su escasa credibilidad a ojos de los otros. A partir de ese momento, cada vez que se veían, sintió hacia Delhorme una sincera consideración. Pero en realidad nunca supo por qué Clément se había encaramado al puente en obras.

Nouguier abrió la ventana para comprobar que seguía lloviendo, Collin lamentó por quinta vez esa noche que Eiffel no hubiese respondido a su telegrama, Compagnon vació los restos de la pipa en el hogar, y luego, justo antes de que tintinease el reloj del salón dando las dos de la madrugada, todos se retiraron a descansar. Clément extendió todos sus mapas y los completó con los datos de sus corresponsales. Después, hacia las cuatro, emprendió la serie de cálculos que le permitirían conocer la evolución de los frentes. A las seis, los pájaros se pusieron a desgañitarse en la inmensa buganvilla del jardín, la mesa estaba cubierta de hojas llenas de tachones y garabatos y Clément había obtenido la respuesta a su interrogante. A las ocho, el día asomó el hocico e inundó la pieza con una luz lechosa que reflejaba la bruma que empezaba a subir pesadamente del Duero. Le había quitado la piel a una patata abandonada entre las cenizas calientes y estaba comiéndosela, verificando entretanto sus ecuaciones por tercera vez, cuando entró Eiffel.

Clément lo encontró igual que lo recordaba de la única vez que se habían visto, trece años antes. Tan solo su barba se había espesado ligeramente y se veía salpicada aquí y allá de hebras grises. Su voz era la misma y la energía que desprendía, más imponente aún.

—Vengo directo de la estación —indicó.

Lo cual era verdad. Eiffel solo había omitido que se hallaba en Oporto desde la víspera y que acababa de dejar a Victorine en el primer tren con dirección a Braga. El ingeniero se desabrochó el abrigo y lo echó sobre el sillón para dar un afectuoso abrazo a Clément. El mayoral entró arrastrando su maletón, resoplando y jadeando como un buey de Minho. Delhorme sonrió al reconocer el equipaje que había visto encima de la berlina estacionada delante de la mansión.

Los dos hombres compartieron el café que se había mantenido caliente la noche entera en el hogar, acompañándolo de un centeio[8] de miga oscura y compacta.

—Metámonos ya mismo en harina —propuso Eiffel señalando los pliegos esparcidos encima de la mesa.

Delhorme no entró en el detalle de su algoritmo —el ingeniero confiaba plenamente en él— y se centró en los mapas, en los que había trazado la evolución probable de las corrientes atmosféricas.

Cuando hubo terminado su exposición, Eiffel se quedó callado un instante, con las manos juntas delante de la boca.

—Entonces mi decisión está tomada —concluyó—. ¿Cómo van las sueltas de globos en la Alhambra, mi querido amigo?

Gustave era informado con regularidad a través de su correspondencia acerca de los vuelos en altura de Clément y conservaba en la memoria cada uno de sus récords.

—Pues me he traído todo el material para soltar desde Oporto un globo perdido —le anunció—. Veremos si confirma mis últimos resultados.

—Me intriga mucho esta barrera de temperatura que observa —le confesó Eiffel—. Ya puede usted subir y subir, que por encima de los diez mil metros se topa de bruces con un muro. Cincuenta y cinco grados Celsius bajo cero… Nos quedamos lejos del cero absoluto.[9] ¿Qué es lo que ocurre allá arriba?

—No me lo explico, pero los datos son válidos y se repiten —dijo Clément poniéndose de pie para acercarse a alimentar el fuego—. Pero hay algo aún más extraño —añadió sacando una libreta de uno de los numerosos bolsillos de su chaleco.

La hojeó y se la mostró, abierta por un gráfico de cifras.

—Esto ha pasado dos veces —puntualizó.

—Increíble…

—Por lo que se ve, la temperatura sube. Me planteo cada vez más la posibilidad de un vuelo tripulado para verificar si no se trata de un error. Pero ¿se puede sobrevivir siquiera a semejante altitud?

Los ojos de Eiffel se abrieron mucho y los dos hombres se permitieron ilusionarse con sus ensoñaciones.

Nouguier y Compagnon los interrumpieron hacia las nueve, seguidos poco después por Collin.

—¡Gustave! Pero ¿por qué no me has avisado? ¿Recibiste al menos mi telegrama?

La animación subió un punto y Eiffel dejó que su equipo le pusiera al corriente de las novedades del frente.

—Solo hemos tenido dos días sin lluvias —comentó Compagnon.

La crecida del río solo había menguado un centímetro en el transcurso de las dos semanas anteriores. La espera hacía tanta mella en el organismo como la humedad ambiente.

—Señores, vamos a parar la obra hasta el día veinticinco —decidió Eiffel lanzando una mirada insistente a Delhorme, quien saludó la decisión con un movimiento de la cabeza—. Émile, que los obreros regresen a casa con la familia. Joseph, se suspenden todos los arrendamientos, ocúpate de llegar a un acuerdo con los subcontratistas. Analizaremos la situación cada cinco días con las nuevas previsiones de Clément. Los que crean en Dios tienen permiso para rogar por su intervención, y los que crean en la ciencia… sepan que terminaremos dentro del plazo convenido.