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Granada,

martes, 28 de mayo de 1918

El tendido eléctrico se cruzaba por encima de Plaza Nueva como una telaraña gigantesca. Debajo, en el centro de la plaza, cuatro tranvías de madera barnizada esperaban, resplandecientes, el momento de la salida. Nyssia montó en el primero, pagó su billete al interventor, al que le pareció reconocerla (pero bien es verdad que media ciudad se volvía a su paso y que la otra mitad esperaba a que ella quedara de espaldas) y, aunque el vehículo estaba vacío, se acomodó al fondo, en el asiento de la derecha.

En París nunca había viajado en transporte colectivo. Desde su llegada, no había conocido otro medio que las berlinas y los simones de uso particular. Tuvo la sensación de que el conductor del tranvía esperaba una eternidad a que subieran otros pasajeros, en vano (eran las dos de la tarde), y finalmente se decidió a arrancar. El interventor tocó la campana, que sonó con un «la» alegre, y fue a colocarse cerca de su colega para charlar con él, ignorando a su única pasajera. La línea se había creado hacía más de diez años y había ido ramificándose sin cesar por toda la ciudad, atreviéndose con calles cada vez más angostas o en pendiente. Abandonaron Plaza Nueva e hicieron un alto infructuoso en la plaza de Isabel la Católica, antes de recoger a tres mujeres en Puerta Real y de torcer hacia la majestuosa calle Ribera del Genil, donde se apearon. Nyssia se dejó mecer por el cabeceo despreocupado del tranvía y por sus recuerdos de los años felices con Victoria e Irving, Javier y Jezequel. El atuendo de la gente había cambiado más que las calles, cuyos edificios en general solo habían añadido una o dos alturas. Localizó la librería en una calle adyacente y se apeó en el Paseo del Salón. Nyssia se quedó mirando el tranvía alejarse por la calle, con una gavilla de chispas que saltaron desde el alambre en contacto con la pértiga, y luego se dirigió a la tienda.

La vendedora pregonaba su juventud en una sonrisa vivaracha que parecía querer desafiar el futuro y que le recordó su propia actitud a esa edad. Nyssia fingió interés en los libros de las estanterías centrales, que ofrecían obras de autores españoles de los que solo reconoció a la mitad; la otra le resultaba desconocida, señal de la vitalidad de la literatura ibérica. Luego se decantó por Impresiones y paisajes, de un joven autor local al que no conocía.

—Es un estudiante universitario que lo ha publicado pagándolo de su bolsillo —explicó la librera cuando Nyssia se lo alargó—. Cuenta la historia de un viaje de juventud, está muy bien escrito —añadió para asegurarse la venta.

—Los viajes de juventud son como odiseas —murmuró Nyssia mientras buscaba en su bolso para pagar a la mujer—. Todo el mundo debería relatarlos.

—Pues yo nunca me he movido de aquí —comentó la joven, y le entregó el volumen—. Pero porque no me apetece, simplemente.

—La envidio —respondió Nyssia, buscando la boquilla sin dar con ella—. Es usted la que está en lo cierto.

Nyssia arrugó las cejas, incapaz de recordar cuándo había sido la última vez que la había usado ni dónde podía haberla dejado. Sacó del bolso una novela con las tapas gastadas.

—Había un librero hace treinta y siete años en este mismo establecimiento —dijo mirando a su alrededor como para convocar sus recuerdos—. Era el hijo del tendero. ¿Sabe si vive aún?

—Sí —dijo la muchacha sin dar muestras de asombro—, ¡es mi padre! Vive aún, pero ya no viene mucho por aquí.

Nyssia le tendió el Bel-Ami.

—¿Se lo podría dar? Me lo prestó en 1881 y nunca se lo devolví.

El campanario de Santo Domingo, muy cerca de allí, dio cuatro campanadas.

—He de irme, me están esperando —dijo Nyssia, marchándose ya.

—Espere —protestó la joven—, ni siquiera sé cómo se llama.

—Él se acordará.

Nyssia llegó a la plaza del Realejo donde un grupo de jóvenes granadinos se divertía alrededor de un muñeco que representaba a una mujer puesta de pie encima de un dragón. «La Tarasca», pensó mientras se aproximaba a la bestia. Los chicos se apartaron para que pudiera mirar de cerca la carreta.

—La culpable de mis más espantosas pesadillas de niña —dijo acariciando un ala del dragón.

—Es hermosa, ¿verdad? —preguntó uno de los chicos—. Nuestra andaluza —especificó, señalando el maniquí—. ¡Y su vestido es el último grito!

—Lo dice porque la ha hecho su padre —apuntó otro.

—Y presume con razón. Podrás decirle a tu padre que este vestido es espectacular —dijo Nyssia, lo que provocó que al muchacho se le subieran los colores.

—Usted también es muy guapa —se atrevió a decir el primero—, ¡y muy salada!

—¿Vendrá a ver la procesión mañana? —se aventuró el segundo.

La campana del tranvía puso fin a sus preguntas. El grupo la siguió con la mirada mientras ella se iba presurosa en dirección al coche y subía a la plataforma, antes de desaparecer en el interior del habitáculo.

El tranvía tuvo que detenerse en la calle de los Reyes Católicos para esperar a que liberasen la rueda de una carreta que se había quedado atascada en los raíles. Por primera vez desde que se marchara del hotel Internacional, Nyssia pensó en su marido. El vehículo del conde seguía estacionado en el aparcamiento, pero había cambiado a otra plaza. Uno de los empleados del establecimiento, con su traje de cazador inglés, frotaba la carrocería amarilla con una piel de gamuza con grandes movimientos circulares. Solo entonces se fijó en Pierre, que fumaba un cigarrillo, recostado en la tapia, mientras impartía indicaciones sobre el movimiento que debía hacer el mozo, cuyos aspavientos obviamente no le agradaban lo más mínimo. Se acercó al sirviente y le quitó el paño de las manos para enseñarle el protocolo que debía seguir, tras lo cual se volvió hacia el tranvía con las manos en jarras. Nyssia se hundió en su asiento. El tranvía arrancó.

El Albaicín había sido el gran olvidado de las primeras líneas eléctricas y Nyssia subió a pie desde Plaza Nueva hasta la placeta de Nevot. La casa de la familia Pozo asomaba por encima de la tapia que la rodeaba, un muro grueso por el que rebosaba una vegetación exuberante. Nyssia esperó en el patio unos minutos, mientras consultaba una biblioteca compuesta exclusivamente por novelas de Victor Hugo. Tenía la sensación de que alguien la observaba a hurtadillas. Desde hacía treinta y cinco años era el centro de todas las miradas, de lo cual era consciente no sin cierto placer, pero desde su regreso a Granada todo eso le resultaba vano. El hombre que se acercó a ella, de cabellos entrecanos cortos pero revueltos, había conservado la misma tez cobreña del día de su nacimiento.

—Jezequel —dijo ella cuando él la saludó besándole la mano—, me alegro sinceramente de volver a verte.

—¿Eso quiere decir que me has perdonado por mi actitud estúpida y que volvemos a ser amigos?

—Precisamente fue estúpida porque eres mi amigo. Si hubiese venido de un extraño, me habría sido indiferente.

—Entonces, permíteme que te diga como amigo que cada vez que nos vemos estás más guapa.

—¿Te ha dado por coleccionar toda la obra de Victor Hugo? —le preguntó ella señalando los libros del autor francés.

—Podría decirse. La heredé al fallecer el doctor Pinilla. Era deseo suyo que los tuviera yo. Creo que Ruy me guarda rencor desde hace mucho tiempo precisamente por ello. Ven conmigo —le dijo, sin esperar respuesta.

Salieron del patio y enfilaron por el pasillo hasta la antecocina, en la que borboteaba a fuego lento una olla que exhalaba un aroma a chorizo.

—Ni que decir tiene que te quedas a comer —comentó él saliendo al jardín.

Jezequel había cogido a Nyssia del brazo y ella se dejaba llevar.

—Cuando murieron mis padres compré este terreno colindante y me he hecho un jardín a mi gusto. Todo se puede cuando se tiene dinero, ¿verdad? —dijo parándose delante de un pilón de una longitud fuera de lo común, rodeado por un seto de arbustos podados.

—Diríase el Patio de los Arrayanes —señaló ella, llevando en la mano los zapatos para caminar descalza por la hierba.

—Es casi una copia exacta. El agua viene del Darro. Solo se diferencia en que yo soy el único pez que nada ahí. ¡Se lo debo a las escamas doradas que siempre me han traído suerte!

Nyssia se sentó en el borde del estanque y metió con cuidado los pies en el agua.

—No está fría —constató.

—Hay una caldera detrás de la tapia. Cada cual tenemos nuestra idea del paraíso —añadió—. Todos los días me doy un baño. Es mi jardín secreto.

El paraje estaba resguardado por una hilera de árboles lo bastante tupidos para que nadie pudiera ver nada desde el exterior o desde la casa.

—Esto te sorprenderá, pero yo, que era una niña solitaria, no he vuelto a estar sola desde que me marché de aquí. Ni un solo día. Y hasta este preciso instante no me había dado cuenta de que lo he echado de menos. ¿Por qué no te has casado, Jez?

Él se sentó a su lado antes de responder.

—No quería tener hijos y un matrimonio sin hijos no tiene sentido. Había un riesgo demasiado alto de que nacieran con la misma enfermedad que yo. Y mi curación fue un milagro… Tú tampoco has tenido hijos —concluyó él para sacudirse el sentimiento de culpa que siempre lo había acompañado.

—Y no me arrepiento, no era compatible con mi vida. Pero sí me casé, conque todo es posible. Solo tienes que seguir mi ejemplo.

Nyssia captó la expresión suplicante de la mirada de Jezequel.

—Quería darte las gracias por haberme dado noticias de mi familia todos estos años —dijo, cambiando de tema—. Era muy importante para mí.

—¿Por qué los abandonaste, si era tan importante?

—Ya hemos hablado de eso y no tengo que justificarme ante ti —replicó ella, levantándose.

Nyssia se secó los pies frotándoselos entre la hierba y se puso los zapatos, de anchos tacones altos.

—Lo siento —dijo él—. Ya ves, sigo siendo el mismo bruto, no he cambiado. Era un placer para mí darte noticias de ellos, eso me permitía verte cuando iba a París, así yo también salía ganando, ya ves. Ven, quedémonos un ratito más.

—He vuelto, Jez —dijo ella alejándose por las losas de mármol—. Puede que sea tarde, pero no demasiado tarde. Vamos al patio, anda, no me gusta este sitio. Si quieres ayudarme a encontrar a mi padre, tienes que contarme todo lo que sabes.

Cuando bajó del Albaicín, Nyssia se cruzó con un sinfín de paseantes que formaban riachuelos multicolores, que confluían en el centro de la ciudad para asistir a la procesión que inauguraba la feria. Las nubes se habían teñido, durante el crepúsculo, de tonalidades índigo y el aire exhalaba las fragancias que el calor había inhibido durante el día. Andaba despacio en dirección a la Alhambra, absorta en sus pensamientos y lastrada por el dolor que le provocaba la caminata en las articulaciones. Decidió que consultaría a Ruy Pinilla para que le diera algún remedio.

Kalia estaba esperándola sentada en un murete de la explanada.

—Yo ya estoy demasiado cascada para estos jolgorios —respondió la anciana cuando Nyssia se brindó a llevarla a la procesión—. He participado en decenas de fiestas del Corpus, primero recibiendo el pan del pobre, después bailando la zambra y, para terminar, repartiendo el pan entre los menesterosos. Siéntate, anda, descansemos un poco, no me veo capaz de subir a la Torre de la Vela. Así me cuentas tu visita al hijo de los Pozo.

Sonó un zambombazo en la parte baja de la ciudad y a continuación todos los campanarios empezaron a tocar a vuelo.

—Ya ha salido la procesión —comentó la gitana—. ¿Te acuerdas de que fue un día del Corpus cuando acepté volver a la Alhambra?

—Sería difícil olvidarlo: ¡Mateo estuvo a punto de parar el desfile para sacarte de allí!

Se quedaron calladas un momento. Las golondrinas pasaban rozando las murallas de la Alcazaba. El soldado de guardia subía de la Puerta de la Justicia silbando y haciendo tintinear las llaves. Apareció en la Puerta del Vino, saludó a Kalia con la mano y continuó su ronda. En el Generalife, una mula emitió un rebuzno ronco.

—Aquí todo transmite paz, como si no pudiera acaecer ninguna desgracia —observó Nyssia—. ¿Dónde murió? —inquirió repentinamente.

La pregunta, pronunciada sin variar el tono dulce de su voz, cogió a Kalia por sorpresa.

—Mamá —concretó Nyssia—. ¿Dónde la encontraron?

—En el hamam —respondió la gitana—. No había vuelto a funcionar desde el día de vuestro nacimiento. Alicia siempre dejaba para más tarde la reforma, pero a Rafael le daba miedo que el gobernador les suprimiera el presupuesto. Por eso se había decidido a hacerlo y había empezado a quitar los azulejos de la sala caliente…

La emoción interrumpió el relato de la anciana. Se enganchó las gafas en los cabellos como si así los recuerdos pudieran danzar con más claridad ante su mirada.

—Hasta el gobernador vino a rendirle un último homenaje. Hizo tanto por la Alhambra… Si hubieses visto cuánta gente… Era una persona muy querida, lo sabes.

Nyssia la abrazó y le susurró al oído:

—No podía. Si supieras cuánto me arrepiento, pero no podía estar presente.

«No es culpa mía —pensó—, no es culpa mía, mamá, ¡perdóname!».

De nada sirvió que Nyssia hubiese esperado, de nada sirvió que se hubiera preparado: el cargo de conciencia que sentía, que lejos de Granada sí había podido contener, resquebrajó todos los diques que había erigido a lo largo de los años. Se levantó y dio unos pasos, tras lo cual regresó con Kalia. La vieja tenía la vista clavada en el suelo.

—Tu hermana se ocupó de todo, fue muy valiente, se comportó con gran abnegación, como siempre. ¿Sabes? Muchas veces me ha dicho que me debía a mí su vocación, por el día que le conté la leyenda de los gitanos. También ella ha hecho mucho bien a su alrededor. Es una mujer formidable, ¡se parece tanto a tu madre!

—¿Quieres contarme también a mí tu leyenda? —preguntó Nyssia frotándose los brazos.

—De acuerdo, pero entremos. Te haré una buena sopa de tomate, pareces destemplada. Espero que no sea fiebre.

—No, es uno de mis achaques. Me pasa desde hace años, pero no es nada grave.

El puré y una botella de Clos de Vougeot que Kalia no sabía cómo había llegado a la Alhambra distendieron los músculos tensionados de Nyssia y le aliviaron el dolor de las articulaciones.

—Hace mucho tiempo —comenzó la gitana—, en la India, vivía un rey del Imperio gupta…

Nyssia se hizo un ovillo pegada a ella, como hacía de niña con su madre. Los cabellos de Kalia olían a humo de leña. Nyssia acarició la piel arrugada con el dorso de su mano.

—Sigue —dijo.

—A este rey le daba mucho miedo la sed de conquistas del rey de Persia, y cada cierto tiempo le enviaba regalos en señal de concordia entre sus respectivos reinos. Un día hizo llamar a todos los músicos del reino y ordenó que tocaran para elegir de entre ellos a los dos mejores, un hombre y una mujer, a los que envió a Persia a entretener al soberano y su corte. Este último quedó tan maravillado que les ofreció una vaca, un asno, trigo y una parcela para que se quedasen a vivir allí por siempre jamás. Sin embargo, la pareja regresó al cabo de un año, después de haberse comido la vaca y el trigo. No tenían dinero y la mujer estaba encinta. Furioso, el rey de Persia se negó a ayudarlos por segunda vez. «Os queda el asno —les dijo—. Coged la rudra-vina[11] y marchaos a recorrer el mundo de reino en reino para dispensar alegría, que es vuestra única riqueza. Pero nunca más regresaréis aquí y nunca más volveréis a ocupar una tierra». La pareja se fue y, poco después de perder de vista las murallas de Persépolis, la mujer dio a luz a trillizos en la montaña del Kuh-e Rahmat. Allí vivieron muchos años y, cuando los niños fueron lo bastante grandes, prosiguieron su camino. Ya adultos, cada uno de los tres hermanos tomó una dirección y sus descendientes se dispersaron por el mundo con el nombre de gitanos.

—Es una historia preciosa, Kalia.

—Victoria la cuenta todos los años en su clase. Y lo más curioso es que, de esos trillizos, dos eran niñas y uno varón, igual que vosotros.

—Y además cada uno ha tomado un camino diferente. Tan diferente…