CAPÍTULO TREINTA Y SIETE

DEAN
DÍA 35
Traducido por Rosa fernández e
No estaban contentos conmigo, los soldados. Pensaban que era un imbécil, y me lo hicieron saber.
Cada uno de ellos llevaba trajes de seguridad. Un material más pesado que el nuestro, pero con el mismo diseño holgado. También tenían diferentes mascarillas en sus caderas. Más de un casco, con una boquilla incorporada en lugar de como los nuestros, que la sostienes entre los dientes.
Eran una especie de equipo de limpieza.
―¿Tienes idea de cuáles son las sanciones por interferir con el Ejército de EE.UU., hijo? ―rugió el gigante que me había sacado del auto.
―Aquí viene Sarge ―dijo otro.
Vi que toda la caravana se detenía más adelante y un oficial flanqueado por tres soldados caminaba hacia nuestro coche.
Entonces lo oímos.
¡BREEEEEEEEE! Un coro de pequeños silbatos de alarma.
―¡TRAJES! ¡MÁSCARAS! ―gritaron todos y todo el mundo se movió rápido, el sol reflejándose en las placas de sus caras y el sonido de cremalleras alrededor.
Y de repente me sentí helado, enfermo, frío. Me había olvidado el traje de Astrid. 
Todavía estaba colgando en la puerta trasera en la casa de Rinée y J.J.
El soldado que me había estado conteniendo se subió la cremallera de su máscara. Corrí lejos de él, luchando hasta el otro lado del coche, mientras despellejaba mi traje.
Tenía que llegar a Astrid. Tenía que ponerla a salvo.
Abrí la puerta y casi se cae a la acera.
La corriente caía en picada y girando en el cielo, a un kilómetro o más de distancia.
Saqué el traje de mis piernas. Las piernas de Astrid estaban en el coche. Las saqué. Metí una pierna en el traje.
El silbido amainó cuando los soldados se subieron las cremalleras.
Los soldados nos rodearon corriendo de regreso a la caravana, donde estaban descargando los jeeps con ventosas de la plataforma de los camiones. Los oí gritar unos a otros que aceleraran los motores.
Tenía sus pies adentro y luego levanté su peso, consiguiendo pasar debajo de sus hombros y la espalda, así podría pasar el traje por su cuerpo inerte.
Sólo había un silbido de traje ahora―el que yo estaba tratando de poner en Astrid.
Su cabeza cayó hacia atrás sobre mi hombro.
La corriente envió dedos al suelo aquí y allá, pequeños tornados negros, ¿alcanzando qué?
Subí la cremallera del frente del traje.
―¡Aquí viene! ―gritó alguien.
―¡Listas las ventosas! ―llegó una orden.
Busqué el casco. Todavía estaba en su funda, bajo su cadera.
Lo conseguí.
―¡Quietos! ―los escuché gritar.
Oí un sonido tintineante. Un tintineo pequeño, como granizo. Acercarse.
Granizo.
Le puse el casco.
Recordaba del granizo.
Granizo y sangre fue como empezó todo.
Cerré la cremallera, la rabia floreciendo en mi cerebro.
Astrid. Una chica. Una chica en un traje. Una luz verde cerca de su cara.
La empujé devuelta dentro del coche, la empujé demasiado fuerte, y cerré de golpe, cerré demasiado fuerte.
Había hombres allí.
Hombres con las máquinas, apuntando las succionadoras gigantes hacia el cielo y me gustaría matar a uno de ellos, ponerlo en el embudo y picarlo.
Sí, ¡una máquina de picar!
Me eché a reír.
Ni siquiera me ven llegar, llego al primero y lo agarro por la parte posterior del traje de tela.
¿Un traje de tela como protección? No de mí.
Pude probar su sangre en mi boca que quería tanto.
Lo empujé hacia la máquina.
Pero él era demasiado fuerte. Me tiró al suelo.
Y entonces estaba en el suelo y un hombre de tela estaba de pie con una bota en mi pecho.
¡Ametralladora! ¡Tenía una! La conseguiría. Y entonces yo podría―
―Lo siento, chico ―llegó su voz.
Y bajó el arma a mi cabeza.