CAPÍTULO VEINTISIETE
DEAN
DÍA 34
Traducido por Yann Mardy
Bum
Ahora seguía un rastro de sangre. Era fácil y horrible.
Localicé la franja de color marrón rojizo sobre la grava de la
calzada del vecino a la escalera de entrada. Había sangre en el
picaporte y en todo el marco de la puerta.
La abrí. De alguna manera ni pensé en anunciarme.
Asomé primero el arma, como un policía de la TV. Mi corazón
latía con fuerza y vi en mi mano que la pistola temblaba de
nuevo.
La casa tenía estilo moderno. El rastro de sangre iba
directamente por el pasillo hacia la cocina. Tampoco había cuerpos
ahí, pero la cocina estaba salpicada de sangre por todas partes,
pulverizada sobre las mesas y los pisos.
Se me llenó la boca de bilis. Sentí náuseas. Salí por la
puerta de atrás y vomité frente al porche, en los botes de
basura.
Era el olor. Carnoso, metálico, convirtiéndose en una
putrefacción dulce.
El rastro de mala muerte continuaba afuera, sólo que más
amplio. ¿Qué pasó aquí?
Mantuve la cabeza gacha y seguí caminando. En realidad comencé
a correr. Terminemos con esto de una vez.
El rastro me llevó a las dos puertas de la bodega, en un
ángulo en la base de la casa hacia la izquierda de la familia de
Rinée. Había ido a la casa por el lado derecho, la había atravesado
y ahora estaba entrando por el otro lado.
Agarré las manijas y abrí las puertas.
―¿Hola? ―llamó una voz―. ¿Hola?
―¿Quién eres? ―grité―. ¿Qué has hecho?
―Aquí ―escuché la voz―. Por favor, ayúdame.
Y ahí la visión que me iba a perseguir por el resto de mi
vida.
Hay una sola lámpara colgando del techo y un baño de luz de
sol que venía por detrás de mí.
Escalones de madera teñida conducen a un sótano con paredes de
cemento. Herramientas en un tablero a un costado. Del otro lado hay
estantes con tuppers impresos que dicen “Navidad” y “Artesanías”.
En el medio de la habitación se encuentran los cuerpos de dos
mujeres, ambas apuñaladas y mutiladas como sólo un loco podría
hacerlo, y detrás de ellas está el hombre calvo, arrodillado y
llorando.
―Estoy tan contento de que estés aquí. Verás, creo que maté a
estas mujeres ―dice―. Tuve… Tuve como un episodio y las
asesiné.
Traté de hablar pero no salió ninguna palabra. Mi boca
demasiado seca.
―¡Creo que maté a estas mujeres! ―repitió.
―No fue tu culpa ―le dije―. Fueron los químicos. Los productos
químicos en el aire.
―Hacía trabajos de voluntario. Todos los sábados. Leer a
niños. Enseñarles. Servir la sopa, la limpieza. Era
voluntario.
Necesitaba irme. Necesitaba alejarme de este hombre, este
sótano oscuro. Alejarme de los cuerpos. Cada nervio, cada célula de
mi cuerpo tiraba hacia las puertas detrás de mí, pidiendo que me
fuera.
―Conducía un híbrido. Puse los paneles solares en el
techo.
―Debo irme ―le dije.
―Por favor. ―Se levantó sobre sus rodillas―. Por favor,
ayúdame.
Su voz era grave, seria y sin rastro de locura.
―Necesito tu ayuda. Por favor. No puedo hacerlo solo. He
tratado.
―¿Hacer qué? ―le pregunté.
―Necesito que me mates.
Dije una maldición y retrocedí unos pasos.
Se levantó aún más y se acercó a mí, con sus manos cruzadas,
suplicando.
El arma pesaba mucho en mi mano.
―No puedo vivir con esto. Sería por piedad. Piedad. Por
favor.
Lloraba y suplicaba, y yo retrocedí.
* * *
Volví caminando al auto. Sentía como si me moviera en
cemento―o como si estuviera lleno de él. Sentía mi corazón con
tanto plomo como si nunca fuera a sentirlo liviano de nuevo.
―¿Qué encontraste? ―me preguntó Astrid. Sus ojos azules
estaban claros y llenos de preocupación.
Y luego, de la puerta de al lado, se escuchó un disparo
ahogado.
―Encontré al hombre O ―le dije.