CAPÍTULO TRECE

DEAN
DÍA 32 Y DÍA 33
Traducido por Javier_Vieyr
El Capitán McKinley conducía una camioneta militar para transporte de pasajeros. Una lona estaba tensada sobre los soportes de metal que formaban arcos―como un tipo de vagón cubierto. Dos bancos a cada lado.
Nosotros estábamos amontonados al fondo.
―Hey ―nos dijo a través de la ventana abierta en la parte trasera de la cabina―. ¿Tuvieron problema para salir?
―No ―le dijo Niko.
Manejó hacia la base.
Esperaba que en cualquier momento, no sé, los guardias abrieran fuego, o un auto policial saliera gritando de la oscuridad.
Pero era una noche tranquila, alumbrada por la luna. El viento levantando un poco las hojas del otoño. Silenciosa.
Antes de que diera vuelta para llegar a la base, McKinley paró y escribió un mensaje en su mini tablet.
Recibió respuesta inmediatamente.
―Tengo un amigo en la puerta ―nos dijo.
Entonces dio vuelta hacia la puerta, y le hizo señas al chico en servicio.
El guardia palmeó el capó de la camioneta mientras McKinley desaceleraba.
―No te vi, hombre ―le dijo a McKinley―. No te vi para nada. Continúa.
―Gracias, Ty.
Y estábamos en la base.
McKinley condujo el camión directo a la pista de aterrizaje donde su enorme helicóptero nos esperaba.
Ésta no era la misma máquina con la que nos había rescatado del Greenway. Aquella había sido rápida y de última tecnología. Ésta era más como un artefacto estándar del ejército. Sin banalidades.
McKinley estacionó la camioneta con un crujido del freno.
―Ahora escuchen ―dijo―. Voy a abrir la puerta lateral. Quiero que se mantengan agachados y que entren deprisa. Tengo dos amigos aquí, uno estaba en la puerta. El otro está trabajando en la torre. Pero hay personas aquí que van a detenernos, si los ven. Hay guardias y hay un jefe, así que sean rápidos.
Bajó de la cabina y fue a abrir la puerta del helicóptero.
Todos nos movimos rápido hacia la parte trasera de la camioneta, preparándonos para correr.
―Vamos ―escuchamos su voz.
Nos enfilamos en el pavimento iluminado por la luna, escabulléndonos y apresurándonos al helicóptero.
Niko fue primero y sus pies contra los peldaños sonaban como estruendos de gong.
Miré alrededor, seguro de que los soldados habían escuchado. No. 
Uno por uno nos enfilamos hacia dentro del helicóptero, donde estábamos todos amontonados. No había donde ir. 
―¡Jesús, muévete! ―susurró Jake, empujándome desde atrás.
Una red fuerte hecha de bandas delgadas de nylon negro estaba colgada desde el techo hasta el piso y detrás de ella había cajas apiladas, casi desbordándose al espacio pequeño que teníamos. Había dos asientos reclinables que no tenían cajas apiladas enfrente de ellos―los asientos estaban frente a frente.
McKinley cerró la puerta.
―Está bien. Bueno. Estamos haciendo un buen trabajo ―dijo McKinley, escalando a la cabina de mando. Estiró el cuello para poder mirar sobre su hombro―. ¿Quizá no hay espacio suficiente allá atrás, eh? Bueno, Jake, ven aquí, en primer lugar.
Jake cuidadosamente caminó entre nosotros, y sorteó el cambio de velocidades manual y las palancas en la cabina. Iba adelante y ni siquiera se jactó.
―Un asiento para Astrid, el otro para uno de ustedes y el tercero tiene que sentarse en el suelo ―dijo McKinley.
―Tú toma el asiento ―me dijo Niko―. Mis piernas son más cortas de todos modos.
―Podemos turnarnos si quieres ―dije.
Me dejé caer en el asiento. Astrid puso sus piernas en un lado, puse las mías en el otro y Niko, de alguna forma, encontró espacio para su trasero entre nuestros pies. Medio recostó su cabeza en mis piernas, en broma.
―¿Cómodo? ―le pregunté.
―Más o menos.
Mientras tanto, arriba en la cabina, McKinley estaba comunicándose por radio con la torre.
―Delta-nueve-bravo-siete listo para despegar…
Hizo una pausa, escuchando tenso.
Nada.
―Repito: delta-nueve-bravo-siete listo para despegar…
Entonces hubo un sonido como una mano tomando un micrófono.
―¿Qué demonios está pasando ahí afuera, McKinley? ¡Te creímos AFUERA a las 600 horas!
En el fondo había una voz. ―Tómalo con calma, Pete, puedo explicarlo.
McKinley maldijo en voz alta y golpeó el tablero.
―Lo siento, Pete ―dijo McKinley―. Me quede atrás y Valdez me dejó entrar. 
―¿Cuál es tu cargamento? 
McKinley sacudió la cabeza como si estuviera considerando opciones, ninguna de las cuales era atractiva.
―Todos deberían estar en el manifiesto, Pete.
―¿Cuál es el maldito cargamento, McKinley?
McKinley chupó sus dientes con frustración.
―Ven a ver por ti mismo ―dijo.
―Entendido, escoria ―dijo Pete.
―Oh, Dios mío, ¿qué va a pasar? ―dijo Astrid
―No lo sé ―espetó McKinley―. Algunos de los pilotos han estado pasando de contrabando cosas del mercado negro.
Dejó caer los audífonos y se deslizó fuera por la puerta.
Astrid sostuvo mis manos.
―Estará bien ―dije. Eso esperaba.
Momentos después, dos figuras se aproximaron al helicóptero. Podíamos escucharlos discutir.
―Estoy harto de ustedes liderando estafas por doquier.
―Ése no soy yo, Pete. Sabes que no.
―Sí. Esto es diferente ―dijo otra voz―. McKinley no está en esa mierda.
―¿Cuál es el cargamento, McKinley?
De repente la puerta se abrió y había tres caras mirándonos.
Era fácil ver quién de ellos era Pete. Era joven, con una ceja pronunciada y ojos pequeños, muy juntos uno del otro.
Un chico gordo y bien parecido estaba parado detrás con las manos en sus caderas.
―¿Ves a esa chica? ―dijo McKinley―. Tiene 17 años, 6 meses de embarazo, y USAMRIID va a tomarla para hacer pruebas.
―Esto es… esto es un gran problema, McKinley ―El chico estaba prácticamente escupiendo, estaba muy sorprendido.
―Es una recuperación de 2 a.m. Yo mismo vi la orden ―agregó McKinley―. Están usando un helicóptero armado fuera del ejército. Están planeando tomar a esta chica.
―Tienen sus razones ―farfulló Pete―. ¡Esto va directo al tribunal militar, justo aquí, eso es lo que es!
―Sabes lo que les pasó a McMahon y Tolliver ―dijo el chico gordo―. ¿Murieron en la línea de fuego? ¿Dos días después que los llevaron a USAMRIID?
Puso su mano en la espalda de Pete
―Todo lo que vamos a hacer es nada ―dijo―. McKinley se fue las 4 p.m., con mala cara y un cargamento. No es gran cosa.
―Por favor ―dijo Astrid, con voz pequeña y asustada―. El Capitán McKinley sólo está ayudándonos a cruzar la frontera.
El chico miró a Astrid por un largo rato, callado. Nos cerró la puerta.
―Te lo debo, Pete ―dijo McKinley.
―Cállate. No estás aquí ―nos llegó la voz de Pete, rumbo a la torre.

* * *
El vuelo duró tres horas.
No pudimos ver por la ventana. Hacía frío, y era un poco difícil recuperar el aliento.
Pero cruzamos la frontera.
Y mientras tanto, no pude evitar preguntarme acerca de lo que había revelado el Capitán McKinley. ¿Él había visto una orden para el traslado de Astrid? 
¿Habían estado persiguiéndola? 
¿Habíamos huido a tiempo?

* * *
En menos de cuatro horas estábamos aterrizando en la Base de la Fuerza Aérea Lewis McChord, en el estado de Washington.
―¿Vas a tener problemas? ―le preguntó Astrid al Capitán McKinley tan pronto como apagó el motor, que había estado imposiblemente ruidoso, demasiado ruidoso para hablar.
―No lo sé ―dijo.
―¿Era verdad? ¿Lo que dijiste de que ellos tenían un plan de para llevarse a Astrid? ―pregunté.
―Chicos, éste no es el momento para preguntas. Justo ahora, tengo que sacarlos de esta cabina. Un amigo mío llamado Roufa va a venir. Al menos, espero que lo haga.
McKinley sacó su cartera.
―Asumiendo que lo haga, denle esto para su equipo. ―Sacó cinco o seis billetes de 20 dólares.
―No ―dijo Niko―. Tenemos nuestro propio dinero. Se lo daremos.
―¿Están seguro? ―preguntó McKinley.
―Sí ―dijimos los demás a coro.
―Ya ha hecho suficiente por nosotros ―agregué.
―Está bien entonces, eso es bueno, sólo permanezcan aquí y no se muevan.
Se quitó los audífonos y saltó fuera de la cabina.
―Lindo paseo, ¿eh? ―dijo Jake, sonriéndonos―. ¡No puedo creer que lo hicimos! ¡Estamos fuera!
―Creo que mi culo está congelado en el piso ―dijo Niko, quejándose.
Algo de eso fue divertido, la forma en que lo dijo, y de repente empecé una risa ahogada. Puse mi mano en mi boca.
―¡Dean! ―me calló Astrid.
No pude evitarlo.
―Es sólo que ―jadeé―, la forma en que dijiste “culo.”
Astrid soltó una risita, Jake se carcajeó y entonces los tres estábamos riéndonos.
―¡Cállense, chicos! ―siseó Niko, pero estaba sonriendo también.
Entonces la puerta se abrió.
Un piloto se paró ahí, con uniforme completo. Casi imposiblemente alto, con un corte de cabello a la americana, recto y con la orilla dura, como una escoba.
―¿Son los 14 de Monument, los adolescentes? ―nos preguntó con un acento fuerte, Nueva Orleans, pensé.
Parpadeamos, y finalmente conteste: ―Sí, señor.
―Pónganse esto. Pero no se tomen la molestia con las mascarillas ―ordenó, y tiró dentro una bolsa de lona, que Niko atrapó―. Toquen cuando estén decentes.
 Cerró la puerta, y Dios me ayude, casi rompo en risas de nuevo.
―Tranquilízate, Dean ―dijo Niko.
Me tomó un par de respiraciones profundas, combinadas con las últimas risitas nerviosas, tranquilizarme.
Niko abrió la bolsa. Dentro había cuatro paquetes envueltos en papel transparente.
Los abrimos y descubrimos que eran algún tipo de traje ultraligero para materiales peligrosos. Tenían cuatro partes: un mono, una mascarilla, guantes y un cinturón para cartuchos.
Niko sacó uno de los cartuchos del cinturón. ―¡Un filtro de aire! ―exclamó.
El material del mono era un patrón oscuro de camuflaje-café-gris, y era increíblemente ligero, casi como seda.
La mascarilla era realmente extraña. Medio parecía un casco de apicultor, con un visor largo y transparente, y el resto de la cabeza cubierta con un material ligero. Pero sujeto a la placa de recubrimiento, adentro, había una boquilla que obviamente pondrías en tu boca. Fuera de esta boquilla, afuera de la máscara, había un hueco en el que cabria el filtro de aire circular.
Los auriculares se doblaban en forma de tubo, y había una funda elástica en el muslo del mono para sostenerlo.
Una pequeña pieza de papel revoloteaba en cada traje. Mostraba el dibujo de un soldado poniéndose el traje y después poniéndose las botas sobre los pies del mono. Había una copia escrita en japonés, pero en español había sólo dos palabras: botas arriba.
Al otro lado mostraba a un soldado insertando un nuevo cartucho en la mascarilla.
Estaba pensando en la ingenuidad del diseño japonés cuando Astrid pregunto:
―¿Por qué nos dieron esto? Quiero decir, ¿Es por las nubes? ¿Hay corrientes ahí afuera?
―Quizá es algún tipo de disfraz ―sugirió Jake.
―Él dijo que no nos preocupáramos por la mascarilla ―dije―. Entonces Jake probablemente tiene razón.
―Ohhh, dijo que tengo razón ―ceceó Jake, burlándose de mí.
Vestirse en la pequeña cámara, junto con otras tres personas, no fue fácil. Cuando todos estuvimos preparados, y luciendo muy ridículos, debo agregar, Niko tocó la puerta. 
El piloto gigante la abrió.
―Les tomó demasiado ―dijo―. Salgan.
Niko debió lucir tímido, porque agregó. 
―De pie, altos y orgullosos. Confiados. Tienen tanto derecho de estar aquí como cualquier otro.
Ayudó a Niko a bajar, después a mí, agregando: ―Al menos eso es lo que queremos que piense la gente. Mi nombre es Edward François Roufa, tercero. Pero pueden llamarme Roufa. Todos lo hacen.
Jake se lanzó desde la cabina.
Cuando Roufa tomó la mano de Astrid, le dedicó una media sonrisa. ―Un placer conocerla, señorita. Hank me ha contado todo sobre ti y los demás.
Roufa miró a Astrid por encima del traje.
―Lindo y holgado, justo como esperaba ―dijo.
Los trajes protectores eran muy flojos, y como el material era muy delgado, medio que se inflaban. Se necesitaba el cinturón para mantener el material cercano al cuerpo, y también para sostener los cartuchos. De otra forma estarías usando una nube diáfana.
Había mucha actividad en la pista, incluso aunque era a mitad de la noche para este momento.
―Disculpe, señor ―se aventuró Astrid―. Nos preguntábamos… acerca de los trajes…
―Protocolo, dulzura. Se requiere que todo el mundo tenga uno, todo el tiempo. Desperdicio de dinero si me lo preguntas.
Equipos nocturnos estaban haciéndose cargo de los helicópteros alrededor de nosotros.
Vi que todos tenían trajes de seguridad como los nuestros. La mayoría de ellos usaban sus trajes de seguridad atados a la cintura, en lugar de completamente puestos, como nosotros.
―Por aquí ―dijo Roufa, apresurándonos hacia un hangar de metal. Justo cuando caminábamos, un jeep con una plataforma jaló la parte trasera del helicóptero de McKinley. Dos hombres fueron hacia el helicóptero, lo abrieron, y comenzaron un inventario de las cajas que había dentro.
―Supongo que fue justo a tiempo, a pesar de las circunstancias ―bromeó Roufa.
―¿Puede decirnos a dónde vamos? ―preguntó Niko― ¿A dónde nos lleva?
―Los estoy llevando a ustedes cuatro a la Base Aérea Lackland. Créanlo o no, pero reorganicé mi horario para poder volar a esta maldita hora. Y llevar un montón de suministros médicos y más de esos elegantes ki-monos que están usando a Lackland.
Soldados y trabajadores pasaban a un lado mientras caminábamos. Una o dos miradas rápidas a nuestro camino, pero la mayoría estaban ocupados.
¿Cuánto personal del Ejército y de la Fuerza Aérea había arriesgado el cuello por nosotros hasta ahora? Con Roufa eran cuatro. No, cinco si contabas a Pete.
Esperaba que fueran buenos cubriendo sus espaldas.
―¿Lackland, en San Antonio? ―preguntó Jake.
―El mismo ―respondió Roufa.
―¡San Antonio está quizás a tres horas de distancia de la casa de mi mamá en La Porte! ―dijo Jake.
―Bueno, eso está bien, hijo. Mi consejo es que vayan ahí, se encuentren un buen doctor, y ustedes y su chica se escondan por un tiempo ―dijo Roufa―. Supongo que todos estamos bonitamente inspirados por su historia. McKinley me dijo lo que todos ustedes hicieron por sus niños. Incluso vi la nota en el periódico. Será agradable que se asienten en algún lugar lindo y acogedor.
―Nos dirigimos a Pennsylvania ―dijo Astrid enfáticamente.
Me dedicó una sonrisa. 
Pude haberla besado.
Jake rodó los ojos, decepcionado.
Roufa levantó una mano. ―No me digan sus planes. Prefiero no conocerlos.
Rodeamos un hangar gigantesco, realmente gigantesco y fuimos hacia un grupo de vehículos estacionados.
Roufa entró a un jeep e hizo señas con la mano indicándonos entrar.
―¡Oigan! ―dijo una voz―. ¡Esperen!
Era el Capitán McKinley. Trotó hacia el jeep.
 ―¡Roufa-man! ―dijo McKinley. Estaba sonriendo. Los dos hombres se abrazaron.
―No puedo agradecerte lo suficiente por esto ―dijo McKinley.
―No es nada que tú no hubieras hecho por mí ―contestó Roufa seriamente. Le dio una palmada a McKinley en el hombro y le dio una sacudida. Eran realmente buenos amigos, era fácil de ver.
―Están haciendo preguntas adentro. Tengo que volver ―nos dijo―. Ed los llevará a salvo a Texas. Desde ahí estarán por su cuenta.
Todos nos interrumpíamos agradeciéndole al Capitán McKinley diciendo adiós, pero él seguía sin responder mi pregunta.
Empezó a caminar alejándose, despidiéndose con la mano.
―Capitán McKinley ―dije, alzando la voz―, antes de que se vaya, ¿realmente vio la orden de traslado de Astrid? ¿Iban a llevársela?
El Capitán McKinley caminó de vuelta hacia nosotros, su sonrisa lentamente abandonando su rostro.
―La vi, Dean. Iban a llevársela esta noche. Si se hubieran quedado, ella estaría drogada y en camino a USAMRIID justo ahora.
―Oh ―dijo Astrid, y tragó―. Oh.
―Sí, y… no podía dejar que eso le pasara a mami junior ―dijo.
La voz del Capitán McKinley estaba llena de emoción.
Palmeó el jeep. ―Adiós, chicos. ¡Buena Suerte!

* * *
Entre los ahorros de Alex, el efectivo que la señora Domínguez nos había dado, las victorias de póker de Jake, y los cinco dólares de Henry, teníamos el gran total de $418.
―¿Cuánto creen? ―nos preguntó Niko, contando los billetes.
―¿200? ―dije, inseguro.
―150 ―cortó Jake―. Confíen en mí. 150 está bien.
Nos alejamos de los aviones, hacia la pista periférica.
Nos detuvimos enfrente de un gran avión de carga.
―Esto es para el equipo ―dijo Niko, sosteniendo el pequeño fajo de efectivo.
―¿Qué? Bueno. Es muy generoso de su parte. Lo apreciarán.
Definitivamente había muchos miembros del equipo alrededor.
Dos trabajadores estaban liderando la revisión del motor. La cola del avión estaba levantada para revelar el espacio de carga adentro, había una rampa saliendo de ahí.
Otro chico condujo un jeep hacia el vientre del avión. El jeep estaba acondicionado con un artefacto grande y extraño. Dos tanques enormes estaban enganchados en algún tipo de compresor. Mangueras y cables estaban atados en círculo, colgando a un lado. La mayoría de ellos se dirigían hacia un embudo gigante que había en la parte superior de la máquina.
¿Qué carajo era eso?
―Todos ustedes diríjanse a la punta. Hay una rampa de desembarco ahí. Mi copiloto los ayudará. Es una dama copiloto. Leslie Fox. Es agradable.
Roufa se dirigió a su equipo con nuestro dinero.
Bajamos del jeep y fuimos hacia la rampa de desembarco.
La Capitana Fox, una mujer delgada, y muy rubia de más de 30 quizás, nos hizo sentar en el área de carga. Ella parecía bien. Difícilmente nos dijo una palabra, sólo nos mostró el área de carga desde la puerta abierta de la cabina.
Había cuatro más de esos jeeps adentro del cuerpo del avión. Así de grande era.
Había asientos reclinables en cada pared del avión. La mayoría estaban plegados, pero Fox los desplegó.
Lo único que Fox dijo fue para Astrid.
―Necesitas un cinturón de seguridad especial ―Y cambió una parte del cinturón de Astrid por una que no cruzara su vientre―. Trata de dormir un poco ―le dijo a Astrid. Después nos dio a todos auriculares bloqueadores de sonido.
Y de alguna forma, conseguimos dormir. Al menos yo lo hice.

* * *
―Aquí estamos ―gritó Roufa sobre el sonido del motor. Nos despertó con golpecitos de su bota―. Aterrizáremos pronto, dormilones.
Había babeado en mi propio hombro. Un espacio gran y húmedo. Lo limpié.
Por supuesto Jake me vio.
―Lindo ―articuló.
Le articulé en respuesta una popular grosería de cuatro palabras.
El aterrizaje fue muy movido. No era como viajar en un jet de aerolínea para nada.
Los jeeps brincaron en sus ataduras, empujando los extraños artefactos que llevaban.
―Cuando aterricemos, quiero que los cuatro caminen directamente al follaje. Verán a lo que me refiero. Caminen derecho y saldrán a una calle cerca de las sede del gobierno. Quiétense los trajes entonces. Sigan caminando y se encontrarán en el pueblo.
Se dio la vuelta para volver a la cabina.
―Señor… ¡Capitán Roufa! ―grité.
Volteó.
―¡Gracias! ¡Gracias por traernos!
Mis amigos agregaron sus propias palabras de agradecimiento y él asintió.
―Mantengan los trajes a la mano ―nos dijo sarcásticamente―. Hay rumores de nubes residuales.

* * *
Fox abrió la puerta y dejó caer la escalera plegable que servía como rampa de carga.
El cielo estaba gris claro, con delgadas nubes flotantes de color durazno.
El avión seguía lejos de la pista, motores encendidos. Supe a lo que se refería Roufa sobre el procedimiento de evacuación camino abajo de la base. Estaba dejándonos atrás así podíamos desaparecer en el follaje.
Tomé la mano de Astrid.
Niko fue primero, después Jake, después nosotros.
Fuimos hacia abajo por la ladera y atravesamos la pista directo hacia las hierbas altas a la orilla del camino.
Fox jaló la escalera plegable y desapareció dentro del avión. Nos dedicó una sacudida de mano. La puerta se cerró y el avión se movió lentamente hacia la Base de la Fuerza Aérea Lackland.
Nuestros pies hacían crujir pasto y ramitas, las ramas se aferraban a nuestros trajes de seguridad. Las hierbas eran doradas, marchitas, había arbustos grandes también, igualmente disecados.
Alrededor de nosotros el plumaje de las hierbas empezó a brillar mientras la salida del sol se expandía, llenando el cielo, y me di cuenta que el sentimiento en mi corazón era alegría. Alegría de ser libre y vivir en este mundo hermoso y salvaje.

* * *
Caminamos a través de casi dos kilómetros de pasto.
―No puedo creerlo ―dijo Astrid, apretando mi mano―. ¡Lo logramos!
Estaba preocupado por ella por seguirnos el paso, pero parecía bien. Estaba sonriendo y mucho más feliz de lo que lo había estado en un largo tiempo.
―El Capitán Roufa fue increíble, ¿no? ―dijo Jake.
―¡Roufa-man! ―exclamó Niko, repitiendo el apodo de McKinley.
Niko estaba sonriendo.
Niko no era un chico sonriente, en sí mismo. Pero incluso en el Greenway había tenido momentos de relajación y convivencia con nosotros.
Recordé que una vez nos contó una historia acerca de una novia que tuvo. Una chica mayor que iba a la universidad.
Él la había dejado―nunca lo oí mencionarla de nuevo. Pero ciertamente no era de esa forma con Josie. Estaba claro para mí que la amaba. Era devoto a ella, sin duda. Aquí estaba él, arriesgando su vida para rescatarla.
―¿Alguien tiene hambre? ―preguntó Astrid―. Estoy muriendo de hambre.
―¡Mami junior necesita algo de comida, gente! ―anunció Jake―. Dios, ¿creen que las cenas siguen siendo normales? ¡Lo que daría por una porción de panqueques, acompañado de tocino extra crujiente!
―Mmmmm ―gimió Astrid.
―¡La mía sería un waffle belga con fresas, fresas frescas y miel de maple real! ―dijo Niko.
―¿Saben lo que me gustaría? ―agregué―. ¡Una tortilla española!
―Tortilla española ―se burló Jake―. Puedes tener cualquier cosa en el mundo y, ¿quieres una tortilla española?
―Obviamente nunca has comido una tortilla española. ―contesté.
―Por favor nadie diga tortilla española otra vez ―dijo Astrid―. La idea de huevos me hace querer vomitar.
Podíamos ver autos pasar a alta velocidad en la carretera.
―¿Podemos quitarnos los trajes ahora? ―preguntó Jake.
―Sí ―dijo Niko―. Quiero decir, ustedes deberían. Quizá me deje puesto el mío. Por si acaso.
Esto era revelador. Niko creía que las corrientes quizás estaban ahí afuera y pretendía dejarse puesto el traje de seguridad por si acaso. No lo culpaba, si se exponía a los componentes por más de unos segundos, se llenaba de ampollas. Si fuera expuesto por más de un minuto, sería carne muerta.
Nos cambiamos rápidamente. Que los trajes fueran tan grandes ayudó a entrar y salir de ellos rápidamente. Una vez que lo quité de mis hombros, sólo me paré ahí y todo el traje se desinfló, asentándose alrededor de mis pies.
Los trajes no ocuparon mucho espacio en nuestras mochilas, afortunadamente. Empaqué el de Astrid y el mío en mi mochila, poniendo las mascarillas, que eran partes voluminosas más que nada, justo arriba. Estaban justo ahí por si las necesitábamos.

* * *
Alcanzamos el camino. Había un Denny’s a unos pasos.
―¡Denny’s! ―gritó Jake. Gritó de alegría―. ¡Regresamos al mundo real!
Caminamos sin prisa hacia la señal alegre y brillante, y al pequeño edificio.
―Dios ―dije―. ¿Cómo será?
―¿A qué te refieres? ―preguntó Astrid. Ella deslizó su mano en la mía. Me encogí de hombros.
―Denny’s después de la caída.