20 de mayo

Chalk Farm, Londres

No le había devuelto a Lynley ninguna de sus llamadas. Fueran cuales fueran las consecuencias, no quería saberlas todavía. Así que, cuando volvió, se arrastró hasta su casa y volcó el contenido de su bolsa en el suelo. Observó la deprimente pila de ropa sucia y decidió que lo siguiente era llevarlo todo tal cual estaba a la lavandería. Lo hizo y se sentó a esperar en aquel lugar con la temperatura de una sauna y un inconfundible olor a moho. Lavó, secó y dobló. Y cuando ya no pudo retrasarlo más, volvió a casa.

La soledad del lugar le caló a través de la piel. Cierto que llevaba sola varios años, pero era una soledad que había conseguido negar gracias al trabajo, a sus visitas obligatorias a su madre en la residencia, donde la mujer estaba perdiendo la cabeza poco a poco, y a las inesperadas pero siempre bienvenidas interacciones con sus vecinos. Esos vecinos en los que no quería pensar. Sin embargo, cuando pasó junto a su piso con las cristaleras cerradas y las cortinas echadas le resultó imposible pensar en otra cosa.

No había habido una despedida lacrimógena en el aeropuerto de Pisa. Eso solo pasaba en las películas. Lo que había pasado de verdad había sido una vorágine en la que Azhar sacó unos billetes para un vuelo a Zúrich, que era lo que había, desde donde empezaría el proceso para que Hadiyyah y él acabaran en Pakistán. Ese vuelo salía enseguida, y a Barbara le preocupaba que, en estos tiempos de terrorismo internacional, le negaran la entrada por ser musulmán, tener la piel oscura y un billete solo de ida. Pero tal vez fue la presencia de su encantadora hija, claramente extasiada por pasar unas vacaciones en Suiza con su padre, lo que eludió la necesidad de hacer preguntas. Sus documentos estaban en regla, y también los de Hadiyyah. Y, al parecer, eso era todo lo necesario. Mientras, Barbara se ocupaba de su vuelta a Londres. Pronto —demasiado pronto— estaban al otro lado del control de pasaportes, listos para embarcar.

—Bueno, ya está —dijo Barbara, y apretó a Hadiyyah contra ella rodeándola con un brazo. Después dijo con toda la despreocupación que pudo e intentando que pareciera real—: Tráeme un kilo de chocolate suizo, cariño. ¿Y qué otros suvenires hay allí? Una navaja suiza, supongo.

—¡Relojes! —exclamó Hadiyyah—. ¿Quieres un reloj también?

—Uno que sea muy caro. —Y entonces miró a Azhar. No había nada que decir y, sobre todo, nada que se pudiera hablar delante de la niña. Entonces, con una sonrisa que era más bien un rictus, le dijo—: Menuda aventura, ¿eh?

—Gracias, Barbara. Por todo lo pasado. Y por lo que vendrá —respondió él.

Incapaz de hablar por el nudo de su garganta se despidió con la mano y consiguió decir:

—Hasta pronto entonces, amigo.

Él asintió y eso fue todo.

Ella tenía la llave de su piso. Cuando volvió de la lavandería y ya no le quedó nada más que hacer dentro de casa, fue hasta la parte delantera de la villa, cruzó el césped y entró en el piso vacío, sin él y sin Hadiyyah, pero que de alguna forma conservaba el eco de ambos. Caminó por las habitaciones y acabó en la que Azhar había compartido con Angelina Upman. Las cosas de ella no estaban, pero las de él sí. En el armario todo estaba colgado muy ordenado: los pantalones, las camisas, las chaquetas, las corbatas. En el suelo vio los zapatos en fila. En un estante había bufandas y guantes para el invierno. Detrás de la puerta se alineaban las corbatas. Acarició las chaquetas y se las acercó a la nariz. Todavía tenían su olor.

Se pasó una hora en el salón que Angelina había redecorado con tanto esmero. Rozó la superficie de los muebles, miró las fotos de las paredes y recorrió con el dedo los libros de las estanterías. Al final se sentó… y nada más.

Por fin se dio cuenta de que no tenía sentido y se fue a la cama. Tenía ocho llamadas de Lynley en el móvil y dos en el fijo. Y todas las veces, en cuanto escuchó su refinada voz de barítono, borró el mensaje sin escucharlo. Pronto se enfrentaría a lo que había dicho, de forma tan despreocupada, que era perfectamente capaz de enfrentarse. Pero todavía no.

Durmió mejor de lo que esperaba. Se preparó para ir al trabajo con más esmero de lo habitual. Incluso consiguió ponerse algo que una adicta a la moda muy amable podría llamar conjunto… O algo así. Al menos cambió las gomas elásticas y las cinturas con cordoncillo por una cremallera y trabillas, aunque no tenía ningún cinturón para ponerse. También dejó por el camino sus camisetas con mensaje. Sus dedos se pararon en una que decía: «Este es mi clon. Yo estoy en otra parte pasándomelo mucho mejor», pero decidió que —aunque era sincero— no era nada apropiado para el trabajo.

Cuando ya no pudo retrasarlo más tiempo, se dirigió a Victoria Street, aquel bonito día de mayo. Al pasar bajo las ramas muy floridas de los cerezos ornamentales, decidió que mejor cogía el metro en vez del coche, y fue hacia Chalk Farm Road. Así podría parar a comprar el periódico. Necesitaba saber lo peor antes de tener que sufrir la reacción de su superior.

Dentro de la tienda, tan mal ventilada como siempre, la temperatura parecía un guiño al país de origen del propietario. No era mucho más ancha que un pasillo, con una pared dedicada en exclusiva a las revistas, los periódicos serios y los tabloides; en la otra, había todas las chucherías dulces y saladas que existían en el mundo. Pero lo que ella quería seguro que no estaba allí expuesto esa mañana. Así que pasó junto a tres niñas con uniforme que discutían muy seriamente sobre los beneficios para la salud que tenían los pretzels en contraposición a las patatas fritas, y frente a una mujer con un bebé que intentaba escapar de su sillita. En la caja preguntó al señor Mudali si tenía alguna copia de la edición del día anterior de The Source. Él le dijo que sí. Trajo un paquete con los periódicos que no se habían vendido el día anterior. Le dio un ejemplar; tenía suerte, dijo, porque solo había quedado uno. No quiso que le pagara un periódico del día anterior, pero ella insistió. También compró un paquete de Players y uno de chicles de frutas antes de irse.

No abrió The Source hasta que ya estuvo en la Northern Line, donde extrañamente consiguió un asiento entre todas las personas que iban al centro de Londres a trabajar. Durante un momento, esperó, en contra de toda lógica, que Mitchell no hubiera cumplido su amenaza, pero solo un vistazo al titular ahogó toda esperanza: «El padre estaba detrás del secuestro de su propia hija».

Sintió que el alma se le caía a los pies. Dobló el periódico sin leer el artículo. Pero dos paradas después se dijo que tenía que prepararse. Las muchas llamadas de Lynley que había ignorado le indicaban que la Met conocía su participación en todo lo que tenía que ver con el secuestro de Hadiyyah. No importaba que ella no supiera nada del plan de Azhar. Se había convertido en cómplice en el mismo momento en que implicó a Mitchell Corsico para manipular a New Scotland Yard y conseguir así que mandaran a Lynley a Italia. Tal vez podía pensar en alguna forma de defenderse. Y el único modo era prepararse con antelación leyendo el artículo de Mitch.

Así que desdobló el periódico y lo leyó. Era devastador, claro. Nombres, fechas, lugares, intercambios de dinero… Todo aquel asunto tan sucio. Solo faltaba una cosa en el artículo. A ella no se la mencionaba en ninguna parte.

Mitchell había borrado todas las referencias que tenían que ver con Barbara antes de mandar el artículo al editor. No tenía ni idea si había sido misericordia o algún tipo de estrategia maquiavélica que anunciaba que algo peor estaba por venir. Solo había dos formas de saberlo, se dijo. Podía esperar a que el futuro se fuera desarrollando ante sus ojos o llamar al periodista. Escogió la segunda opción cuando llegó a St. James’s Park Station. Mientras caminaba por Broadway en dirección a la bien asegurada entrada de la Met, le llamó al móvil.

Se enteró de que todavía estaba en Italia, siguiendo toda la historia de la E. coli y del arresto de Lorenzo Mura. ¿Había visto Barbara el artículo de esa mañana? Había conseguido otra primera página; todas las noches cenaba gracias a la información que le estaba pasando a sus compañeros italianos, que, claro, no tenían sus fuentes. Expresión con la que se refería a Barbara, por supuesto.

—Cambiaste el artículo.

—¿Cómo? —preguntó.

—El que me enseñaste. El que estabas reteniendo. El que… Mitchell, has quitado mi nombre.

—Oh, ya. Bueno, ¿qué quieres que te diga? Por los viejos tiempos, Barbara. Ya sabes lo de la gallina y esas cosas.

—Yo no soy la gallina y no hay huevos de oro ni viejos tiempos —le dijo.

Él soltó una carcajada al oírla.

—Ya los habrá, Barbara. Créeme. Los habrá.

Ella colgó. Al pasar junto a una papelera, tiró la edición del día anterior de The Source encima de un cruasán relleno de huevo y ensalada a medio comer y de una piel de plátano. Siguió la fila de personas que pasaban por el sistema de seguridad de New Scotland Yard. Se había salvado de un juicio, se dijo. Pero seguro que no se había salvado de todos.

Winston Nkata fue quien se lo dijo. Raro en él, pensó después, teniendo en cuenta que no le iban los cotilleos. Pero, en cuanto salió del ascensor, le resultó evidente que allí estaba pasando algo. Tres agentes detectives estaban hablando en voz baja con el sargento negro mientras el zumbido de las conversaciones en el aire hablaba de cambios que no tenían nada que ver con un nuevo caso o un equipo que estuviera empezando a trabajar en algo. Era un ambiente diferente, así que Barbara se acercó a su compañero sargento. John Stewart se había ido e iban a ascender a alguien pronto para reemplazarlo. Era eso o traer a otro inspector. Los agentes que había visto junto a la mesa de Winston le estaban comentando que él estaba bien situado para convertirse en el hombre del momento. No había ningún inspector perteneciente a otra etnia bajo el mando de Ardery. «A por ello», le habían dicho.

Nkata, siempre un caballero, como su mentor, Lynley, no quería hacer nada sin que Barbara le diera su aprobación, así que le dijo:

—¿Podemos hablar un momento, Barbara? —Al fin y al cabo, ella llevaba siendo sargento mucho más tiempo que él e, igual que no había inspectores de otras razas bajo el mando de Ardery, tampoco había inspectoras.

Nkata fue con ella a la escalera para hablar. Él bajó dos escalones para mitigar su gran diferencia de altura. Lo que necesitaba decirle tenía que salir de un igual y la altura era una metáfora precisamente de eso, supuso Barbara.

—Hice el examen hace tiempo. No lo dije por… Por si lo gafaba, ¿sabes? Pero aprobé. Aun así tengo que decirlo: tú llevas siendo sargento mucho tiempo, Barbara. No voy a pedir ese ascenso si tú lo quieres.

A Barbara le pareció un detalle extrañamente encantador que Winston respetara su antigüedad en ese momento, cuando mantener su trabajo era algo que parecía quedar tan lejos como la Luna. Además, había que reconocer que Winston Nkata siempre sería la mejor elección para dirigir un grupo de policías. Él jugaba según las reglas. Ella no. Y, en último término, esa era una diferencia fundamental.

—Pídelo —le dijo.

—¿Estás segura, Barbara?

—Nunca he estado más segura.

Él mostró una sonrisa brillante.

Después Barbara continuó su camino hacia el despacho de la superintendente para enterarse de su destino. Porque había esquivado el peligro que suponía Corsico, pero sus pecados seguían siendo enormes. Irse sin permiso era de los peores. Había que pagar un precio y ella estaba dispuesta a hacerlo.

Belsize Park, Londres

Lynley encontró un sitio donde aparcar en la mitad de la calle, delante de la larga hilera de adosados. Era una zona que estaba en pleno proceso de aburguesamiento. Pero la casa en cuestión no había tenido contacto con ese tipo especial de magia arquitectónica. Se preguntó —como siempre hacía cuando se trataba de zonas en transición— por la seguridad en esa parte de la ciudad. Pero ¿qué sentido tenía preguntarse eso teniendo en cuenta que a su propia esposa le habían disparado en los escalones de su casa, en un barrio caro donde nunca ocurría nada, excepto alguna alarma que saltaba accidentalmente cuando el dueño entraba tambaleándose, demasiado ebrio para acordarse de desactivarla?

Cogió lo que había llevado consigo a Belsize Park: una botella de champán y dos copas altas. Salió del coche, lo cerró, rezó para que no le pasara nada como siempre hacía cuando aparcaba el Healey Elliott en la calle, y subió los escalones de entrada hasta un pequeño porche donde los azulejos victorianos que cubrían el suelo permanecían, por suerte, en su lugar.

Llegaba un poco tarde. Tras hablar con Barbara, le había ofrecido llevarla a casa. Como le quedaba cerca de la zona a la que iba, le pareció lo más razonable. Pero el tráfico era terrible.

Ella se había pasado noventa minutos en el despacho de Isabelle Ardery. Al salir, según lo que decía su fuente más fiable, Dorothea Harriman, tenía la cara muy pálida y su apariencia era… ¿humilde?, ¿escarmentada?, ¿humillada?, ¿sorprendida?, ¿asombrada por su buena suerte? Dorothea no supo decirle. Pero lo que sí puedo decirle, inspector Lynley, es que no se levantó la voz ni una sola vez en la conversación que tuvieron la superintendente Ardery y la sargento Havers. Había logrado oír decir a la superintendente antes de cerrar la puerta:

—Siéntese, Barbara, porque esto nos va a llevar un buen rato.

Pero eso era todo.

Barbara le contó muy poco. Aparte de «Lo ha hecho por usted», parecía no querer hablar del tema. Pero su respuesta de «Te aseguro que no es así» les llevó a una conversación más larga, porque él quería saber por qué se había negado a devolverle las llamadas, cuando su intención era prepararla antes de que llegara al Yard.

—Supongo que no quería. Supongo que no confiaba en usted. Que no confío en nadie, ni en mí misma. La verdad es que no.

Después se quedó en silencio. Conociéndola como la conocía, supo que estaba deseando encender un cigarrillo. También supo que no lo haría en el Healey Elliott. Así que aprovechó sus nervios para decir:

—No sabes de cuántas cosas te has salvado. He visto el artículo de Corsico sobre el secuestro.

—Ya. Bueno, Corsico es así. Hace las cosas a su manera.

—Por un precio. Barbara, ¿qué le debes?

Le miró. Lynley se fijó en lo demacrada que estaba. Parecía hundida, pensó, y supo que eso tenía que ver con Taymullah Azhar. Solo había dicho que se separaron en el aeropuerto de Pisa. Quería pasar unos días con Hadiyyah, dijo. Los dos solos, para recuperarse de todo lo que había pasado en Italia. No sabía más, aseguraba.

En cuanto a Mitchell Corsico, suponía que volvería a asomar su cabeza tocada con un sombrero vaquero la próxima vez que quisiera información. Y seguro que la llamaría a ella. Pero no se prestaría a ayudarle. ¿Qué otra cosa podía hacer? Claro que también podía pedir un traslado, dijo a continuación. A Mitchell no le interesaría como fuente si cambiaran sus circunstancias y ella empezara a trabajar… en Berwick-upon-Tweed, por decir algo. Si las cosas se ponían feas, eso es lo que haría. Isabelle lo sabía. De hecho, el papeleo necesario para el traslado estaba rellenado, firmado, sellado y guardado muy bien en la mesa de la superintendente.

—Así que me tiene bien agarrada. Sé perfectamente que me lo merezco —reconoció Barbara.

Él no pudo negar la verdad que había en su afirmación. Aun así la vio cruzar la entrada de su casa y lamentó la posición hundida y desconsolada de sus hombros. Quería para ella una vida diferente. Pero no sabía cómo iba a poder conseguirla.

Cuando llamó al timbre que había junto a la puerta, el que correspondía al piso 1, Daidre salió a abrir. El piso estaba justo nada más entrar a la derecha. Sonrió y le preguntó:

—¿Un tráfico terrible?

Él suspiró:

—Londres. —Y le dio un beso.

Ella le hizo entrar y cerró la puerta. Oyó el chasquido del cerrojo y eso le tranquilizó. Después se dijo que Daidre Trahair podía cuidar perfectamente de sí misma, gracias. Pero la verdad era que, cuando vio cómo era su alojamiento, albergó ciertas dudas.

Era un lugar terrible, con todas las habitaciones desperdigadas, cada cual más horrible que la anterior. Empezaron por el salón, pintado del mismo rosa que tenía la lengua de un recién nacido, con un radiador cubierto de un tono de azul nada atractivo. El suelo era de una madera que en algún momento pasado estuvo pintada de lavanda. No había muebles, y no pudo evitar pensar que eso era una suerte.

Un pasillo estrecho iba de un lado a otro del piso. En un lado tenía el hueco tapiado de una escalera que una vez convirtió el lugar en una casa unifamiliar. Al final se abría un dormitorio con las paredes empapeladas con rayas de brillantes colores vintage que se podían asociar con los sesenta, Carnaby Street y el abuso de las drogas psicodélicas. Su única ventana no necesitaba cortinas. Estaba pintada. Y rojo había sido el color elegido.

En la siguiente habitación estaba el baño con un inodoro, un lavabo y la bañera. La bañera parecía tener una miríada de todo tipo de bichos mortales. La ventana aquí estaba pintada de azul.

La cocina era lo último. Había espacio para una mesa y sillas, pero no había ni cocina propiamente dicha ni nevera. Se sabía que era una cocina porque había un enorme fregadero. Que no hubiera grifos era solo otro de los detalles peculiares.

Y al lado de la cocina estaba lo que Daidre le dijo que era lo mejor de la casa y lo que convertía al piso en algo que no podía dejar pasar. Era un jardín al que solo ella tenía acceso. Cuando lo limpiara, le quitara las malas hierbas, y sobre todo la cocina y la nevera que había a ambos lados, con una retama floreciendo por entre las grietas y las ranuras, sería un sitio precioso. ¿No se lo parecía a él?

Se volvió hacia ella.

—Daidre…, cariño… —Se detuvo. Pero al fin no pudo evitar decir—: Pero ¿en qué demonios estabas pensando? ¿Cómo vas a vivir aquí?

Ella rio.

—Es muy cómodo, Tommy. Todo son detalles decorativos… Bueno, aparte de la fontanería de la cocina, para lo que tendré que hacer venir a alguien con más experiencia que yo. Pero, al margen de eso, hay que mirar lo que hay debajo, el esqueleto del piso.

—Pues a mí me sugiere osteoporosis.

Volvió a reír.

—Me gustan los retos. Ya lo sabes.

—No lo has comprado… —dijo, y después añadió esperanzado—, ¿verdad?

—No puedo, me temo. Al menos no hasta que venda el mío de Bristol. Pero tengo una opción. Y me alegro. Puedo adquirirlo como inversión. Y eso es algo que hay que estudiar, ¿no?

—Eh… No, la verdad —le dijo.

—No te veo mostrar un entusiasmo exagerado —replicó—. Pero deberías tener en cuenta sus ventajas.

—Soy todo oídos y estoy dispuesto a aceptarlas en cuanto me las digas.

—Bien. —Le cogió del brazo y volvieron al salón, aunque por el estrecho pasillo no fue nada fácil y les exigió una cuidadosa estrategia—. La número uno es que no está terriblemente lejos del zoo. Puedo ir en bicicleta hasta allí en un cuarto de hora. No necesito transporte. Incluso podría vender el coche. Algo que no voy a hacer, pero lo importante es que no tendré que lidiar con el tráfico para ir a trabajar. Eso y que me vendrá bien el ejercicio. Es… bueno, es ideal, Tommy.

—No tenía ni idea de que fueras ciclista —le dijo poco convencido—. Roller derby, torneos de dardos, bicicleta… Eres una caja de sorpresas. ¿Hay algo más que deba saber?

—Yoga, corro y esquío —le confesó—. Trekking también, pero no tanto como me gustaría.

—Estoy abrumado. Por mi parte, si voy andando hasta la esquina para comprar el periódico, ya siento que he hecho algo muy bueno.

—Sé que estás mintiendo —le dijo—. Lo veo en tus ojos.

Él sonrió. Levantó la botella de champán que llevaba.

—He pensado… Bueno, tengo que confesar que había pensado en… algo diferente. Sentados en un sofá, tal vez. En un jardín agradable. O incluso tirados sobre una alfombra persa. Lo que fuera, pero de alguna forma había que bautizar el piso y darte la bienvenida a Londres y… a lo que sea que venga después.

Sonrió.

—No veo por qué no podemos hacerlo de todas maneras. Como sabes, yo en el fondo soy una chica sencilla.

—¿Y qué necesitas? Me refiero, por supuesto, al bautizo.

—Necesitar, necesitar…, solo a ti.

Belgravia, Londres

Era más de medianoche cuando llegó a casa. Se sentía lleno de unas emociones que no sabía cómo interpretar. Notaba, por primera vez, la sensación de que todo estaba bien en su vida. Algo frágil que antes estaba roto se había ido reconstruyendo muy poco a poco, con mucho cuidado, pieza por pieza.

La casa estaba a oscuras. Denton había dejado una sola luz encendida al pie de las escaleras, como siempre. La apagó y subió por ellas envuelto en la oscuridad. Fue hasta su habitación, donde tanteó la pared y encendió la luz. Se quedó de pie un momento, observándolo todo: la enorme cama de caoba, la cómoda, los dos grandes armarios. En silencio cruzó hasta el banquito bordado que había delante del tocador. Sobre la superficie de cristal estaban los perfumes y los cosméticos de Helen, igual que ella los había dejado el último día de su vida.

Cogió su cepillo del pelo. Quedaban algunos cabellos castaños. Durante menos de un año había podido verla cepillándoselo al final del día, solo unas cuantas pasadas mientras hablaba con él. «Tommy, cariño, nos han invitado a una cena que… ¿Puedo serte sincera? Me temo que va a ser tan soporífera que serviría como el remedio contra el insomnio que la ciencia lleva tantos años buscando. ¿Podemos poner una buena excusa? ¿O te apetece un poco de tortura? De todas formas, podría ir. Ya conoces mi facilidad para parecer fascinada mientras mi cerebro está atrofiado. Pero tengo mis dudas sobre tu capacidad de disimular igual de bien. Así que… ¿Qué quieres hacer?». Y después se volvía, se acercaba a la cama, se metía con él y le dejaba enredarle el pelo que acaba de peinarse. No importaba si iban a la cena o no, siempre y cuando ella estuviera allí con él.

—Ah, Helen —susurró—. Helen.

Agarró el cepillo. Se lo llevó a la cómoda. Abrió el cajón de arriba y metió en el fondo el cepillo que se había convertido en una reliquia. Cerró el cajón poco a poco.

Arriba, Charlie estaba dormido, como Lynley había esperado. Sabía que podía dejar eso hasta la mañana siguiente, pero sentía que ese era el momento y le daba miedo que no volviera a darse. Así que fue hasta su cama y le tocó el hombro. Dijo su nombre y el chico se despertó instantáneamente.

—¿Su hermano…? —dijo extrañamente, porque las adicciones y las batallas de Peter Lynley con ellas no eran algo de lo que hablaran con frecuencia. Pero, al despertarle tan de repente, ¿qué otra cosa podía pensar? Solo que algo terrible le había ocurrido a algún miembro de la familia.

—No, no —le tranquilizó Lynley—. Todo está bien, Charlie. Pero quería… —¿Cómo continuar?, se preguntó.

El chico se sentó. Encendió la lámpara de la mesita. Cogió sus gafas y se las puso. Despierto y recuperado el personaje que representaba habitualmente, dijo:

—¿Necesita algo, señor? Le he dejado la cena en la nevera y solo necesita calentarla y…

Lynley sonrió.

—Su señoría no necesita nada. Solo tu ayuda mañana, la verdad. Quiero guardar las cosas de Helen por la mañana. ¿Puedes traer lo que sea necesario para hacerlo?

—Rápidamente —aseguró Charlie. Y cuando Lynley le dio las gracias y se fue hacia la puerta, preguntó—: ¿Está seguro, señor?

Lynley se paró, giró y reflexionó sobre la pregunta.

—No —admitió—. No estoy nada seguro. Pero no se puede estar completamente seguro de nada, ¿no?