15 de mayo
Chalk Farm, Londres
El móvil de Barbara sonó cuando se estaba duchando. Estaba intentando no solo librarse del terror, sino también del hedor del humo del tabaco. Llevaba cuarenta y ocho horas con los nervios de punta y solo había conseguido calmarlos con un cigarrillo detrás de otro. Había acabado con cuatro paquetes de Player’s. El resultado era que sus pulmones la hacían sentir como una mujer a la que estuvieran juzgando por brujería: era como si una enorme piedra del tamaño aproximado de la Isla de Man le oprimiera el pecho, exigiéndole que confesara sus fechorías.
Cuando oyó el móvil, salió de la ducha de un salto. Lo cogió, le resbaló entre los dedos y vio con horror que rebotaba sobre el suelo de baldosas, donde perdió la batería y con ella la llamada. Barbara soltó una maldición, cogió la toalla, rescató el móvil y lo recompuso. Comprobó quién la había llamado. Reconoció el número de Mitchell Corsico. Le devolvió la llamada inmediatamente, sentada en el váter y goteando agua por el suelo.
—¿Qué tienes? —le preguntó.
—Yo también te deseo buenos días —respondió—. Aunque supongo que debería decir «bone jorno».
—¿Estás en Italia? —le preguntó. Gracias a Dios. El siguiente paso era darle forma a la historia que iba a escribir.
—Digámoslo así: Il Grande Formaggio, que sería Rodney Aronson en la oficina de Fleet Street, no se alegró mucho cuando tuvo que soltar la pasta para traerme aquí, así que mi cuenta de gastos no da más que para un trocito de focaccia y una taza de espresso al día. Tengo que dormir en un banco del parque, a menos que me quiera pagar de mi bolsillo una habitación de hotel… Gracias a Dios que hay muchos bancos encima de la muralla de la ciudad. Al menos… Pero, aparte de eso, sí que estoy en Italia, Barbara.
—¿Y?
—Y el buen profesor se pasó buena parte del día de ayer en la comisaría local. Aquí la llaman questura, por cierto. Estuvo en ella con su abogado por la tarde y se fueron a la hora de cenar, lo que me hizo pensar que tal vez las cosas no eran lo que parecían. Pero luego volvieron, entraron y estuvieron unas cuantas horas más. Intenté hablar con él después, pero no quiso saber nada.
—¿Y Hadiyyah? —le pregunto Barbara, ansiosa.
—¿Quién?
—Su hija, Mitchell. La que secuestraron. ¿Dónde está ella? ¿Qué le ha pasado? No la habrá dejado sola todo el día en alguna habitación de hotel mientras hablaba con la policía.
—Quizá no. Pero, por lo que parece, Barbara, está claro que ha hecho algo, y más claro todavía está que no quiere hablar conmigo de ello. Además, nadie sabe nada de la E. coli. Me he encontrado con cuatro periodistas (italianos, yo soy el único británico lo bastante loco para estar aquí) que hablan nuestro idioma bastante bien y no han oído nada sobre la E. coli. Así que te voy a preguntar algo directamente. Todo esto de la E. coli: ¿es verdad o mentira? He estado pensando durante las últimas veinticuatro horas y me parece que tú serías capaz de enviar a tu buen amigo Mitchell a hacer una búsqueda inútil. No me habrás hecho eso, ¿no? Será mejor que tengas algo para tranquilizarme o las cosas se van a poner feas para ti.
—Aparte de que todo lo que has dicho no son más que mierdas pinchadas en un palo, ya has publicado esas fotos mías, Mitchell. ¿Qué otra cosa puedes hacerme?
—Publicarlas con las fechas esta vez, querida. Enviárselas a tu jefa y ver qué ocurre. Oye, tú y yo sabemos que has estado todo el tiempo en el lado equivocado en este asunto, porque el profesor y tú…
—No sigas por ahí —le interrumpió. Ya era suficiente con tener que escuchar eso de boca de Lynley. No tenía intención de tratar su supuesto amor por Azhar con Mitch Corsico—. La historia de la E. coli es la pura verdad. Ya te lo he dicho. Me lo contó el inspector Lynley. Estaba sentada en la mesa de su comedor cuando él se enteró, y la información le llegó directamente desde Italia de un tipo llamado Lo Bianco. El «inspector jefe» Salvatore Lo Bianco. Es el policía que…
—Sí, sí. Ya sé quién es. Le sacaron del caso del secuestro por incompetente, Barbara. ¿No te ha contado eso Lynley? Supongo que no, ¿eh? Así que la información de ese Lo Bianco sobre la E. coli no es más que ya sabes qué.
—¿Una venganza porque le han sacado del caso de secuestro? ¿Una forma de enturbiar las aguas? No seas idiota. De todos modos, lo de la E. coli no tiene nada que ver con el asunto del secuestro. Es un asunto diferente. Los italianos no quieren que se entere la prensa. Esa es tu historia, así que síguela, joder. No pensarás que han interrogado a Azhar durante horas por un secuestro en el que todo el mundo sabe que no participó. Ya han detenido a alguien por ese secuestro, por el amor de Dios. Por lo que yo sé, han hecho dos arrestos. Este es otro tema, y lo último que quieren los italianos es que la información se filtre. Hará que la gente entre en pánico. Nadie comprará productos italianos. Sus exportaciones se verán retenidas hasta que se hagan pruebas, las verduras se pudrirán en los puertos y la fruta madurará demasiado. Si le cuelgan lo de la E. coli a una sola persona, que, créeme, es lo que pretenden hacer sea como sea, entonces no tendrán que preocuparse más. Dirán que ha sido un asesinato, y aquí paz y después gloria. Esa es tu historia.
Así tenía que escribirla, pensó, para que la prensa italiana la rescatara, siguiera con ella y presionara a los italianos hasta que localizaran el verdadero origen de la E. coli. Porque algo de lo que estaba segura, hasta el punto de que apostaría su vida por ello, era que Azhar no había tenido nada que ver con la muerte de Angelina Upman.
Mitch Corsico estaba reflexionando. No había llegado a donde estaba por no tener cuidado con lo que ponía en sus artículos. Ahora estaba empleado en un tabloide deplorable que era más adecuado para cubrir el interior de cubos de basura que para trasmitir información valiosa, pero no quería pasarse toda su carrera en The Source, así que tenía una reputación de historias reales que tenía que mantener.
—Me parece que no has pensado bien todo esto —le dijo—. Por lo que yo sé, por aquí no hay ni rastro de italianos que no pueden salir del baño por un caso de intoxicación alimentaria masiva, a menos que los inspectores de Sanidad hayan conseguido ocultarlo en todo el país, cosa que no me parece probable. ¿Así que lo que estás sugiriendo es que la señora Upman se cayó ella solita en un plato de E. coli bien caliente?
—¿Quién sabe lo que estarán ocultando? No sabemos si hay otras víctimas de E. coli porque nadie habla de ellas.
—Chorradas. Tiene que haber leyes sobre eso. Será obligatorio informar de una potencial epidemia o algo así. Como cuando alguien aparece en Urgencias tosiendo sangre y todo se dispara pensando: «Mierda, tenemos un caso de tuberculosis». No dejarían que eso se trasmitiera. Ni esto tampoco.
Barbara se metió los dedos entre el pelo húmedo. Buscó sus cigarrillos, pero no los vio. No se los había llevado al baño, y recordó que se había dado una ducha principalmente para librarse de su olor; aun así, sintió unas ganas enormes de fumar.
—Mitchell, ¿por qué no me escuchas? O al menos escúchate a ti mismo. De una forma u otra tú tienes una historia, así que ¿por qué coño no la escribes?
—Supongo que es, sobre todo, porque no confío en ti.
—Dios. Pero ¿qué más quieres que te diga?
—Pues, para empezar, me gustaría que me contaras por qué tienes tanto interés en que la historia llegue a los periódicos.
—Porque debería salir en sus periódicos y no está saliendo. No están avisando a la gente. No buscan el origen.
—Ah… Ahí es donde entras en el lado equivocado de la historia. Tú y yo sabemos por qué han llamado al profesor a la questura. Esta conversación ha vuelto al punto donde empezó. Ayer estuvo en la comisaría. Hay muchas posibilidades de que venga hoy también, y yo diría que no están hablando con él sobre qué le parece el tiempo de la Toscana y la sopa de farro en Lucca. Vamos, Barbara. He investigado un poco sobre nuestro buen profesor: sus entradas y salidas, y dónde ha estado. Estuvo compartiendo confidencias con sus amigos amantes de las bacterias el mes pasado. En Berlín. Si yo sé eso, porque tampoco se trata de una confabulación de alto secreto y solo para unos cuantos elegidos, Barbara, los policías también lo saben. Habrán encontrado a alguien entre todos ellos que estudie la E. Coli, y no hay un salto muy grande entre esa información y encontrar a alguien que le pasara una placa de Petri con esa cosa a Azhar para que la usara con su amante.
—Mitchell, pero ¿tú me escuchas?
—Vale, su antigua amante, digamos.
—Vale ya —le cortó—. ¿Me has estado escuchando? Es una historia en la que los servicios de salud italianos y su policía…
—Barbara, tú eres la que no escucha. El tío Mitchell, que está aquí, tiene colegas allí, donde tú estás, en Londres. Y esos colegas tienen fuentes en otras partes, también en Berlín. Y sus fuentes en Berlín tienen fácil acceso a esa conferencia de peces gordos de las bacterias. ¿Y qué crees que han descubierto para mí? En veinticuatro horas, Barbara. Así pues, estate segura de que los policías italianos no tardarán en enterarse de lo mismo.
A Barbara se le cerró la garganta de tal forma que casi no pudo emitir la palabra.
—¿Qué?
—Hay una mujer de la Universidad de Glasgow que es una de las más importantes en el campo de la E. coli. Y un tipo de la Universidad de Heidelberg que es el segundo de la lista. Ambos tienen investigaciones muy serias en marcha en sus lugares de origen. Y ambos estaban en el congreso. Ya solo te queda unir los puntos, si quieres.
No. No, no, no.
Intentó sonar decidida cuando dijo:
—Has tomado la dirección equivocada. Esta mujer tenía más de un amante a la vez. Tenía a Azhar y a otro mientras vivía con Azhar aquí, en Londres. Y después tenía a Lorenzo Mura. Tres al mismo tiempo. Y dejó a Azhar por Lorenzo Mura, y te digo que es bastante seguro que encontraría a alguien allí cuando la pasión perdió intensidad con Mura. Así era ella.
—Me parece que se te está yendo la olla, Barbara. ¿Me estás diciendo que esa mujer tenía un antiguo amante con acceso a la E. coli y uno actual que también lo tenía? ¿Y cómo esperas que me crea eso? Además, te estás contradiciendo. O esto es una gran operación de encubrimiento en Italia, o un asesinato a sangre fría. No puede ser las dos cosas.
Se había quedado sin ideas y sin fuerzas. Solo le quedaba decir la única cosa que sabía que no iba a lograr que él fuera por donde ella quería.
—Mitchell, por favor…
—Al final, esto va a ser una gran historia —le dijo—, así que supongo que tengo que darte las gracias, Barbara. Creo que solo faltan otras veinticuatro horas para que le arresten. Aquí lo llaman indagato. Los policías posan los ojos en ti como principal sospechoso. Entonces, cuando la noticia trasciende, eres un indagato. Quitarle el pasaporte fue el primer paso. Este es el segundo. Así que me has puesto tras el rastro de una gran historia, Barbara. Incluso es posible que Rod me aumente la cuenta de gastos y pueda permitirme un plato de espaguetis a la boloñesa.
—Si empiezas a especular sobre él en la prensa, le destruirás. Lo sabes, ¿verdad? Ya lo has hecho con todo eso del padre desnaturalizado. ¿No ha sido ya suficiente? No tienes nada más que basura circunstancial para apoyar esa historia.
—Cierto —confesó—. Pero la basura circunstancial es el pan nuestro de cada día. Y tú lo sabías cuando me metiste en esto.
Victoria, Londres
Barbara se obligó a comer. Incluso se metió en el cuerpo algo con más valor nutricional de lo que comía habitualmente. En vez de una Pop-Tart de fresa, optó por un huevo pasado por agua y una tostada integral. También se permitió un poco de mermelada. Se sintió muy orgullosa de sí misma hasta que vomitó todo lo que había comido.
Por suerte, eso ocurrió antes de que saliera de Chalk Farm de camino a la Met. Se tuvo que cambiar de camiseta y lavarse la boca y los dientes tres veces. Pero nada de eso hizo que llegara tarde al trabajo, lo que supuso que era algo a su favor.
Intentó no fumar por el camino. Pero no lo consiguió. Intentó entretenerse y ocupar la mente con la cháchara de Radio 4. Pero tampoco lo logró. Dos veces se vio a punto de tener un accidente por su culpa. Se dio una buena charla e intentó que su respiración fuera tranquila y el corazón le latiera con normalidad. Pero eso tampoco lo logró.
Fumó dos cigarrillos en el aparcamiento subterráneo, el primero para calmar los nervios; el segundo para reunir fuerzas. Estaba intentando aceptar que había salvado a Azhar de los cargos por secuestro, para que después acabara en la cárcel por asesinato. Con eso acababa de convertirse en la emperatriz del reino de las victorias pírricas.
¿Y dónde estaba Hadiyyah? ¿Qué habría pasado con ella si Azhar estaba pasando horas y horas siendo interrogado?
Le había llamado al móvil: dos veces antes de salir de su casa en Chalk Farm, una de camino a Victoria Street y otra vez desde el aparcamiento. Como no le respondió, pensó que estaría otra vez en la questura, como Mitch había predicho. Lo que no entendía era por qué no la había llamado para contarle lo que estaba pasando.
No sabía qué podía significar eso, excepto que no quería que ella supiera que le estaba interrogando la policía. Ya la había engañado en cuanto a su participación en el secuestro de Hadiyyah. No sería tan raro que no quisiera que supiera que le estaban interrogando sobre la muerte de Angelina.
Lo que no quería ni plantearse era si eso significaba que había tenido algo que ver. Así que se concentró en Hadiyyah y en el estado de miedo y confusión en el que debía de estar la niña. Toda su vida se había desmoronado. En solo seis meses, había pasado por más de lo que muchos niños soportan en toda su vida. Después de que la alejaran de su padre y la llevaran a Italia, de que la secuestraran y la tuvieran retenida durante días en un lugar lúgubre en los Alpes italianos y de perder a su madre… Ahora su padre estaba bajo sospecha por asesinato. ¿Cómo podía llevarlo ella? Y además sola…
Cuando Barbara llegó a su mesa, miró si tenía mensajes. Vio que la atenta mirada de John Stewart la vigilaba, como siempre, pero eso no lo podía evitar. Como no había nada sobre Italia o Azhar, fue a ver a la superintendente Ardery. Solo había una forma de seguir adelante, se dijo, e iba a necesitar la aprobación de Ardery.
Llamó al móvil de Azhar por última vez. Incluso llamó a la pensione donde se alojaba, pero solo descubrió que la mujer que cogió el teléfono no hablaba más que italiano. Eso sí, el italiano se le daba muy bien. En cuanto oyó que la voz de Barbara decía «Taymullah Azhar» empezó a hablar como una exhalación, llenando el aire con un discurso que podía ser, desde una receta de minestrone a una declamación sobre el estado del mundo. ¿Quién podía saberlo? Barbara consiguió colgar por fin y ya no le quedó más que ir a ver a la superintendente Ardery.
Pensó en llevar a Lynley con ella, con la esperanza de que él pudiera ablandar a la superintendente con alguna demostración de su cauteloso razonamiento. Pero, no solo Lynley no había llegado todavía —¿por qué no había llegado aún?—, sino que también tuvo que admitir que ya no podía confiar en que estuviera de su lado. Habían pasado demasiadas cosas en las últimas semanas.
Cuando Dorothea Harriman apartó la vista del teclado al oír su nombre, Barbara se dio cuenta de su expresión enseguida. La mujer examinó la camiseta que Barbara se había puesto apresuradamente después de vomitar el desayuno y, aunque le pareció que a Dorothea le divertía un poco el mensaje que tenía («Tomo muchos medicamentos por la seguridad de los demás»), era muy probable que a Isabelle Ardery no le divirtiera lo más mínimo. Barbara soltó mentalmente una maldición. Había cogido la camiseta sin pensar, solo con la intención de llegar a la Met en cuanto consiguiera quitarse los restos de vómito del pecho. Debería haber leído lo que ponía, haber elegido con más cuidado, o incluso haberse puesto un traje. O una falda. O algo. Pero no lo había hecho, así que iba a empezar su incursión en el territorio de Ardery con muy mal pie.
Durante un momento estuvo a punto de pedirle a Dorothea que se intercambiaran la parte de arriba. Algo absurdo, decidió. Solo imaginarse a esa mujer con una camiseta resultaba absurdo. Así que simplemente le preguntó si la jefa estaba libre. Antes de que Dorothea pudiera responder, Barbara oyó la voz de Isabelle.
—Claro que estoy de acuerdo en que no deberían venir a la ciudad en tren solos —estaba diciendo—, pero yo no estaba hablando de que vinieran solos, Bob. ¿Hay alguna razón por la que Sandra no pueda acompañarlos? Yo estaré en la estación esperándolos. Me los puede dejar a mí y después coger directamente un tren de vuelta a Kent. Cuando termine el tiempo que van a estar conmigo, eso es lo que voy a hacer yo.
Barbara miró a Dorothea. Ella pronunció sin emitir ningún sonido: «exmarido». La jefa estaba negociando con su ex para pasar tiempo con sus hijos gemelos, que vivían bajo la custodia de su ex porque así podían respirar el saludable aire de Kent. O eso decía Isabelle cuando alguien le preguntaba por qué sus hijos no vivían en Londres con su madre. Y eso era algo que muy poca gente tenía agallas para preguntar. La verdad es que no parecía un buen momento para hablar con la superintendente, pero no se podía hacer otra cosa. Barbara permaneció al otro lado de la puerta del despacho de su superior hasta que oyó a Ardery decir:
—Está bien. La semana siguiente entonces. Creo que para entonces ya habré demostrado algo, ¿no?… Bob, por favor, no seas tan poco razonable… ¿Al menos puedes hablar con Sandra de esto? O lo haré yo… Sí… Está bien.
Y eso fue todo. Así pues, el final de la conversación no aclaraba de qué humor estaría Ardery en ese momento. Pero a Barbara no le quedaba elección, así que se dirigió a la puerta cuando Dorothea le dio el visto bueno con la cabeza. Pero miró a Isabelle a la cara nada más entrar y se dio cuenta inmediatamente de que las cosas no iban ir sobre ruedas.
La superintendente estaba sentada mordiéndose el puño, una imagen viviente que ilustraba la expresión «con los nudillos blancos». Sin duda estaba reprimiendo algo con todas sus fuerzas. Barbara supuso que sería rabia, porque estaba inspirando hondo y tenía los ojos cerrados. Era un buen momento para huir, pensó Barbara. Pero el bienestar de Hadiyyah estaba en peligro. Así que carraspeó y dijo:
—¿Jefa? Dorothea me ha dicho que tenía un momento libre y que podía verme.
Abrió los ojos. Bajó el puño y Barbara vio que se estaba clavando con fuerza las uñas en las palmas. Supuso que le estaba hirviendo la sangre. Deseó haber esperado a la llegada de la influencia tranquila de Lynley.
—¿Qué quiere, sargento? —le preguntó, pero el tono de su voz indicaba que mencionar siquiera la conversación que había oído sería muy mala idea.
—Necesito ir a Italia. —Barbara hizo una mueca interiormente al darse cuenta de cómo sonaba. Lo había soltado sin más, en vez de hacer lo que había planeado, que era ir explicándole lentamente a Ardery todos sus argumentos hasta que el hecho de darle permiso para ir a Italia fuera la conclusión natural de la historia que le había contado. Pero se le olvidó todo eso en cuanto abrió la boca. La urgencia que sentía necesitaba una respuesta inmediata.
—¿Qué? —preguntó Ardery. Pero no es que no hubiera oído lo que había dicho Barbara. Era más bien que no se lo podía creer. Si se lo hacía repetir, era para obligar a su subordinada a darse cuenta de lo ridículas que eran sus intenciones.
—Necesito ir a Italia, jefa —dijo Barbara de nuevo. Y añadió—: A la Toscana. A Lucca. Hadiyyah Upman está sola allí, han estado interrogando a su padre durante los dos últimos días, no tiene familia que pueda ocuparse de ella, y yo soy la única persona en la que confía. Después de todo lo que ha pasado, quiero decir.
Isabelle la escuchó sin expresión. Cuando Barbara acabó, la superintendente puso una carpeta marrón sobre su mesa. La colocó delante de ella. Barbara vio que había algo escrito en la etiqueta, pero no pudo distinguir lo que era. Lo que sí distinguió era la cantidad de papeles que había dentro. Era un buen montón, y entre los papeles había recortes de periódicos. Al principio pensó que la jefa quería revisar lo que había pasado con Hadiyyah o buscar alguna información que le dijera qué era lo que estaba ocurriendo con Azhar. Pero no hizo nada de eso, sino que se quedó observando a Barbara.
—Eso es absolutamente imposible —le dijo.
Barbara tragó saliva. Presentó los hechos. La muerte inesperada de Angelina Upman; la E. coli; un posible encubrimiento por parte de la policía italiana, los inspectores de sanidad y los medios en Italia; el hecho de que le hubieran retirado el pasaporte a Azhar; el abogado de este; las entrevistas en la questura que duraban todo el día; Hadiyyah sola y asustada tras: primero que la secuestraran, después que la retuvieran en los Alpes, luego que perdiera a su madre, ahora que estuviera a merced de los policías que llevaban dos días mirando con lupa todo lo que tenía que ver con su padre. Aquella cría necesitaba que alguien se ocupara de ella hasta que se aclarase la situación. O alguien tendría que traerla de vuelta a Londres en el caso, Dios no lo quisiera, de que las cosas no se aclarasen. No tenía a nadie en Italia, aparte de su padre y…
—Eso no es asunto de la policía británica.
Barbara se quedó con la boca abierta.
—¡Pero si son ciudadanos británicos!
—Y hay un sistema para ayudarlos cuando se producen problemas en los países extranjeros. Se llama embajada.
—La embajada solo le ha dado una lista de abogados. Le han dicho que cuando alguien tiene problemas con la ley…
—Es un asunto de los italianos y ellos se ocuparán.
—¿Haciendo qué? ¿Poniendo a Hadiyyah al cuidado de las autoridades? ¿Dejándola perderse en el sistema? ¿Llevándola… a algún… asilo?
—No estamos en una novela de Charles Dickens, sargento.
—A un orfanato entonces. A un centro de acogida. A una residencia infantil. A un convento. Jefa, tiene nueve años. No tiene a nadie. Solo a su padre.
—Tiene familia aquí en Londres, y seguro que se les notificará. Y supongo que también se lo notificarán al amante de su madre. Digo yo que él se hará cargo de ella hasta que la familia pueda ir a buscarla.
—¡Pero si la odian! Ni siquiera la consideran una persona. Jefa, por Dios, ya ha pasado bastante…
—Se está poniendo histérica, sargento.
—Me necesita.
—Nadie la necesita, sargento. —Y entonces rectificó al darse cuenta de que Barbara había retrocedido como si hubiera recibido un golpe—. Lo que quiero decir es que su presencia no es necesaria y, por lo tanto, no voy a autorizarla. Los italianos pueden ocuparse de esto perfectamente y seguro que lo harán. Si eso es todo, sargento, tengo trabajo que hacer y supongo que usted también.
—No puedo quedarme de brazos cruzados y…
—Sargento, si quiere seguir hablando de este asunto, le sugiero que reflexione un poco primero. Y le sugiero también que empiece por pensar en un caballero llamado Mitchell Corsico, en un periódico que se llama The Source y en lo que debería usted aprender de la historia pasada. Los policías han colaborado con reporteros en otros tiempos. Y los resultados no han sido nada satisfactorios. Y no precisamente para los reporteros. Ellos viven de los escándalos. Pero ¿los policías? Escúcheme bien, Barbara, porque se lo estoy diciendo muy en serio: le sugiero que piense en su historia reciente y lo que puede decirle sobre su futuro si no rectifica inmediatamente. Así pues, ¿hay algo más que quiera comentarme?
—No —dijo Barbara. No tenía sentido seguir con aquella conversación con la jefa. Lo único que tenía sentido para ella era ir a Italia, cosa que, de todas formas, tenía intención de hacer.
South Hackney, Londres
Pero primero tenía asuntos que arreglar con Bryan Smythe. La última vez que le vio le dio unas órdenes muy claras. Y no la había llamado para decirle que había hecho el trabajo que le había pedido. Lo había llamado dos veces, pero sin éxito. Ya era hora de ponerle firmes y recordarle lo que podía pasar si les hablaba a las autoridades apropiadas sobre lo que hacía cuando se sentaba todos los días delante del ordenador.
Lo encontró en casa. Pero no estaba trabajando. Al parecer se estaba vistiendo para salir. Había hecho algo con su caspa, gracias a Dios, porque al menos por el momento no se veían en sus hombros los copos de sal Maldon que le ensuciaban la ropa las veces que le había visto anteriormente. También llevaba chaqueta y corbata. Y que hubiera ido a abrir la puerta con las llaves en la mano sugería que le había pillado justo a tiempo.
No esperó a que le dejara entrar en su sancta sanctorum. Le dijo sin más:
—Esta vez, no te voy a pedir una taza de té.
Pasó a su lado, cruzó la zona de trabajo y salió al jardín. En esta ocasión escogió otro lugar. Conociendo las costumbres de ese tipo, seguro que después de su última reunión había puesto micrófonos en la zona en la que estuvieron la otra vez.
Al final de las bonitas hileras de flores vio un cobertizo disimulado con una glicinia muy crecida y tan llena de flores que pensó que tal vez la alimentaba con los restos enterrados de las mascotas perdidas del vecindario. Se dirigió hacia allí y él la siguió.
—Mejor que se lo pregunte cuanto antes —le dijo Bryan—. ¿Qué parte de «allanamiento de morada» le resulta imposible de entender?
—¿Cómo vas con esos cambios de los billetes a Pakistán, Bryan? —preguntó.
—O se va, o llamo a la policía local.
—Los dos sabemos que no vas a hacer eso. ¿Has hecho lo de los billetes?
—No tengo tiempo para hablar. Tengo que ir a una entrevista de trabajo.
—¿Una entrevista de trabajo? ¿Y qué trabajo le han ofrecido a un hombre con tus talentos?
—Ha contactado conmigo una cazatalentos de una compañía china. De seguridad tecnológica. Que es a lo que me dedico. Que, por cierto, es lo que llevo haciendo durante la mayor parte de los últimos quince años.
—Y eso es lo que financia ese gusto tan caro que tienes en cuanto a arte moderno, ¿no? —le dijo con aire de superioridad señalando su casa y su colección.
—Seamos sinceros el uno con el otro —respondió—. Usted ha hecho todo lo que ha podido para destrozar la mejor parte de mi carrera…
—Si tú lo dices, aunque es un poco como oír a un ladrón quejarse de que algún estúpido ha tenido la genial idea de poner un sistema de seguridad en su casa. Pero continúa.
—Así que no le debo nada. Y nada es lo que tengo que ofrecerle. —Miró su reloj—. Si no tiene más que decirme y teniendo en cuenta cómo está el tráfico…
—Eso es un farol, Bryan. Yo tengo una jugada mejor que la tuya, ¿o es que se te ha olvidado? Ahora dime qué has hecho con los billetes a Pakistán.
—Ya le dije que no había forma de entrar en el sistema del SO12, y no la hay. Estoy seguro de que es capaz de comprender eso.
—Lo que soy capaz de entender es que hay otros tíos iguales que tú en el ciberespacio y que vosotros os conocéis muy bien. Y no me digas que nadie puede saltarse las medidas de seguridad y colarse en el sistema del SO12, porque esos tipos se cuelan todos los días en cualquier parte, desde el Ministerio de Defensa a la Hacienda Pública o la agenda de la realeza. Así pues, si no has encontrado a alguien que haga ese trabajo, es porque no se lo has pedido a nadie. Y en tu situación, Bryan, eso es arriesgado. Tengo tus copias de seguridad. Podría hundirte en un minuto. ¿Es que ya no te acuerdas?
Negó con la cabeza, pero no era un gesto de «no lo he olvidado», sino uno de pura incredulidad.
—Puede hacer lo que quiera, pero creo que, si lo hace, descubrirá muy pronto que todos estamos en la misma situación ahora mismo. Y eso es sobre todo por su culpa.
—¿Y qué coño se supone que significa eso?
—Primero, que ha sido una imbécil creyendo que Dwayne va a aceptar la culpa de algo. Segundo, que si se pueden alterar unos registros, de forma superficial o más profunda, también se pueden cambiar otros. Le sugiero que piense bien lo que acabo de decir. Y cuando termine de pensar, podrá pasar a la tercera cosa, que es, maldita bruja estúpida, que la han descubierto, que conocen todos los movimientos que ha hecho, sospecho, pero sobre todo el que la trajo hasta mi puerta.
Y dicho esto se giró y cruzó su exuberante jardín hacia la casa.
Ella le siguió diciendo:
—¿Y qué significa eso, aparte de una amenaza muy vaga?
Él volvió a girarse.
—Significa que he tenido una visita de la Met. ¿Tengo que decirle más? Porque solo hay una forma de que eso llegara a pasar y la tengo justo delante.
—No les he hablado de ti —le aseguró.
Él soltó una carcajada seca.
—No he dicho que lo haya hecho. La siguieron hasta aquí, idiota. Seguramente la han estado siguiendo desde que se metió en este follón, y después la han denunciado a sus superiores. Y, ahora, ¿quiere que la acompañe a la puerta o que la saque a rastras? Puedo hacer ambas cosas. Tengo que ir a una entrevista. Y además, de todas formas, cualquier asunto que tuviéramos usted y yo ha concluido.
Lucca, la Toscana
En toda su carrera, Salvatore Lo Bianco nunca había ocultado pruebas durante una investigación. La sola idea le repugnaba. Pero ahora se encontraba en esa posición, así que buscó una razón para hacerlo con la que pudiera vivir, una que era muy simple y además, casualmente, era verdad: necesitaba encontrar a un perito calígrafo forense para comparar las palabras que aparecían en la tarjeta que le habían dado a Hadiyyah con los comentarios que había dejado Taymullah Azhar en la tarjeta de la Pensione Giardino. Mientras tanto, no había razón para hablarle de la existencia de esa posible prueba a nadie.
Antes de salir hacia la Piazza Grande, tuvo una conversación con la eficiente Ottavia Schwartz. Junto con Giorgio Simione seguían haciendo progresos —unos progresos muy tediosos, pero progresos, al fin y al cabo— con los asistentes al congreso de Berlín. Como se trataba de un grupo internacional, las cosas eran más difíciles, aunque no imposibles. Le enseñaron el conjunto de nombres que ya habían tachado de la lista, porque habían comprobado sus especialidades. Giorgio y ella no habían encontrado a nadie que investigara la E. coli, le dijo Ottavia, pero todavía quedaban muchos nombres. Confiaba en que, entre los científicos que quedaban, encontrarían algo que mereciera la pena.
Salvatore salió de la questura. Se llevó consigo la información que le había enviado a Lucca el detective privado de Londres. Y la acompañó de los extractos antiguos de la cuenta de Michelangelo que él había examinado antes. Su intención era utilizar ambos grupos de documentos para manipular a Piero Fanucci como si fuera una mandolina.
Il Pubblico Ministero estaba en el Palazzo Ducale, como le confirmó su secretaria cuando Salvatore llegó. La mujer desapareció en el interior del despacho de Fanucci y volvió un momento para decirle que certo, il magistrato no solo le vería, sino que quería que supiera que siempre tenía tiempo para ver a su viejo amigo Salvatore Lo Bianco. Lo dijo sin mostrar expresión alguna, pues, tras años de trabajar para Piero, era una experta en el arte de trasmitir información sin ironía.
Piero le estaba esperando detrás de su impresionante escritorio. Estaba cubierto de papeles y carpetas marrones muy llenas y arrugadas en los extremos. Encerraban contenidos significativos e importantes. Salvatore no tenía intención de contribuir a aumentar lo que allí había. Lo que había traído, pretendía llevárselo. Y él también se iría una vez que se asegurara la colaboración de Piero.
Il Pubblico Ministero no dijo nada sobre la apariencia de Salvatore. Todavía tenía moratones en la cara, pero mejoraban. Pronto habría desaparecido cualquier marca de su encuentro en el jardín botánico, pero a Salvatore le alegró que en ese momento todavía le quedara alguna visible. En esa situación, esperaba que aquel recordatorio de su encuentro le resultara útil.
—Piero, parece que todo el tiempo has tenido razón con el enfoque que le has dado. Quiero que sepas que ahora me doy cuenta.
Fanucci entornó los ojos. Pasaron de la cara de Salvatore a las carpetas que tenía en la mano. No dijo nada, pero asintió bruscamente e indicó con un gesto de su mano de seis dedos que Salvatore podía continuar.
Él le enseñó la primera carpeta. Contenía toda la información que Dwayne Doughty le había enviado desde Londres: los recibos, los extractos y los informes. Como sugerían un paisaje de culpas que vinculaba a Taymullah Azhar con Michelangelo Di Massimo y colgaba la culpabilidad del secuestro de Hadiyyah Upman a ambos hombres, parecía, superficialmente, claro, como si Salvatore se hubiera estado burlando del magistrato al afirmar lo acertado que este había estado desde un principio. Piero —que no aceptaba las burlas sobre nada que tuviera que ver consigo mismo— dilató las ventanas de la nariz.
—Che cos’è? —dijo, y esperó una aclaración.
La aclaración vino del material original que Salvatore había conservado. En él se incluían los extractos bancarios y los registros telefónicos de Roberto Squali, ya fallecido, y también de Michelangelo Di Massimo. Al compararlos con el nuevo material enviado por el signor Doughty, quedaba clarísimo que el investigador de Londres, por razones personales y desconocidas, estaba manipulando información para que pareciera que Taymullah Azhar había contratado a Di Massimo para secuestrar a su propia hija. ¿Veía cómo el dinero iba de la cuenta del signor Azhar a la de Di Massimo y después a la de Squali? Pues los documentos anteriores mostraban un camino de Doughty a Di Massimo, y después a Squali, y se trataba de documentación que Salvatore había obtenido al inicio de la investigación. Los documentos más recientes que habían enviado desde Londres, Piero…, habían sido manipulados para alterar la percepción de quién era el culpable.
—Ese hombre, el signor Doughty, está metido hasta el cuello —le dijo Salvatore al magistrato—. Michelangelo Di Massimo ha estado diciendo la verdad. Fue un plan que vino de Londres desde el principio, ideado por ese investigador privado inglés y que llevaron a cabo Michelangelo y Roberto Squali.
—¿Y por qué no le has dado todo este material a Nicodemo? —preguntó Piero. Su voz sonaba pensativa. Salvatore esperó que eso significara que estaba evaluando la información.
—Lo haré, Piero, pero primero quería disculparme contigo. Al mantener a Carlo Casparia tanto tiempo en la cárcel, has conseguido que Michelangelo sintiera una falsa seguridad, que pensara que todo iba bien y que nadie le iba a descubrir. Si hubieras soltado a Carlo, como yo te pedía, Michelangelo podría haber huido de la zona después de que encontráramos el cuerpo de Roberto. Habría sabido que estábamos a unas horas de encontrar la conexión entre Roberto Squali y él. Pero, como ya habías dicho que Carlo era el principal sospechoso, creyó que no había ningún peligro.
Fanucci asintió. Todavía no parecía del todo convencido con la representación de Salvatore, así que este repitió sus disculpas mientras recogía el material de la mesa del magistrato.
—Le daré esto a Nicodemo en cuanto vuelva. Para que podáis cerrar esta investigación.
—La extradición de Doughty —murmuró Piero—. No será un asunto fácil.
—Pero lo conseguirás, ¿no? —preguntó Salvatore—. Tú eres un hueso duro de roer, amigo mío, aunque al otro lado esté el sistema legal británico.
—Vedremo —contestó Fanucci encogiéndose de hombros.
Salvatore sonrió. Certo, pensó, lo verían, sin duda. Y mientras, Taymullah Azhar quedaba fuera del radar del magistrato. Fuera de su vista y de su mente, lo que le dejaba a disposición de Salvatore. Y eso era justo lo que quería.
Victoria, Londres
Lynley supo que no podía retrasar la reunión que debía tener con Isabelle. Se estaba quedando sin tiempo. Podía intentar evitarla unos cuantos días más con eso de «estoy en ello, jefa, pero me queda una cosa…», pero Isabelle no tenía un pelo de tonta y no lo aceptaría. No le quedaba más que mentir rotundamente sobre lo que Barbara había estado haciendo (ya que la única información que John Stewart había sido capaz de proporcionar era dónde había estado, pero no lo que había hecho allí) o decirle a Isabelle la verdad.
Se arrepintió de haberse enterado de lo que Barbara había estado haciendo. La había avisado, pero no le había servido de nada. No se había apartado del absurdo camino que estaba siguiendo empujada por el amor. Pero aunque la expresión «el amor es ciego» puede aplicarse en cuanto a ignorar los defectos de otra persona, no en cuanto a las responsabilidades adquiridas —bajo juramento además— por un miembro de la policía cuando trataba de un delito.
Pero… ¿no había querido él proteger a su hermano muchos años atrás cuando la propensión de Peter a relacionarse con mala gente de los bajos fondos de la cultura de la droga londinense habíaacabado haciéndole sospechoso de asesinato? Sí. Y eso que se lo había buscado. No importaron las pruebas que hubiera en su contra. Lynley se negó a creer que Peter estaba implicado y, como luego se demostró, no lo estaba. También podía ser ese el caso ahora con Barbara Havers y Taymullah Azhar. Pero no podrían saber si Azhar era realmente inocente si ella se dedicaba a destruir pruebas, ¿no? Eso fue lo que tuvo que hacer con Peter. Solo obligándole a pasar por todo el proceso de ser un sospechoso había resultado, al final, completamente exonerado. Que se mantuviera al margen de lo que estaba ocurriendo casi destruyó su relación con su hermano, pero lo hizo. Y Barbara necesitaba hacer lo mismo.
Lynley no quiso esperar como un cobarde a que Isabelle le llamara. Cuando la vio acercarse por el pasillo, señaló su despacho con la cabeza. «¿Tienes un momento?». Sí, ella tenía tiempo.
Isabelle cerró la puerta. Puso distancia entre ellos utilizando su mesa. Él aceptó eso como una declaración de la diferencia de sus posiciones. Sacó una silla y le contó lo que sabía.
No ocultó ninguno de los detalles que había descubierto sobre Dwayne Doughty, Bryan Smythe, Taymullah Azhar, el secuestro de Hadiyyah Upman, la muerte de Angelina Upman y sobre Barbara Havers. Isabelle escuchó. No tomó notas ni hizo preguntas. Solo cuando llegó a lo de los billetes de avión a Pakistán y le aseguró que Barbara lo sabía, ella reaccionó: se puso pálida.
—¿Estás seguro de las fechas? —preguntó—. ¿La fecha de compra y la del vuelo, Tommy? —Antes de que él pudiera responder, ella continuó—: No me hagas caso. Claro que estás seguro. John Stewart no podría haberse enterado de lo de esos billetes, está claro. Si Barbara los descubrió aquí, gracias al SO12, John no tenía ninguna razón para preguntarse por qué estaba ella hablando con esa gente. Después de todo, no salió del edificio. Puede que incluso llamara por teléfono al SO12 y le pidiera un favor a alguien, ¿no?
—Es posible —reconoció Lynley—. Y estaba trabajando en un caso, más o menos, así que nadie se preguntó por qué les pedía información, sobre todo cuando ya se había aclarado que Azhar no tenía ninguna vinculación con cualquier actividad terrorista.
—Pero qué desastre. —Isabelle se quedó sentada, muy pensativa, sin mirarle a él ni a nada en concreto. Parecía tener los ojos fijos en la distancia. Supuso que lo que estaba mirando era su futuro. Entonces dijo—: Ha vuelto a reunirse con ese reportero.
—¿Corsico?
—Quedaron en Leicester Square. Él ha ido a Italia, así que podemos asumir que se está ocupando de lo que le ha contado Barbara.
—¿Cómo lo sabes? Lo de Leicester Square no, el resto.
Ella asintió hacia la puerta cerrada, señalando el resto de las oficinas.
—John, por supuesto. No se ha rendido. Y la tiene filtrando información a la prensa, desobedeciendo órdenes directas, llevando su propia investigación en asuntos que se desarrollan en otro país… ¿Dónde está ese lugar del río, el sitio donde colgaban a los piratas para que después se los llevara la marea, Tommy?
—¿El muelle de las ejecuciones? Probablemente tiene más de leyenda que de historia.
—No importa. Ahí es donde John querría verla. Figurada o literalmente. Y no va a parar hasta que lo consiga.
Lynley sintió la desesperación de la superintendente. Él también la sentía, aunque más moderada. Había conseguido mantener controlado al inspector Stewart diciéndole que estaba considerando todos los detalles que le había proporcionado. Pero, si no actuaba pronto, pasaría por encima de ella e iría al ayudante del comisario. Sir David Hillier no tendría compasión al ver los hechos que le iba a presentar Stewart. Y cuando pasara de esos hechos a cargarle a alguien la responsabilidad de cómo se habían gestionado, ese alguien iba a ser Isabelle. Tenía que actuar y pronto.
—¿Dónde está Barbara ahora? —le preguntó.
—Me ha pedido que le dé permiso para ir a Italia. Se lo he negado. Le he dicho que volviera al trabajo. Todavía no he recibido su informe final sobre ese Dwayne Doughty, aunque no sé lo que va a incluir en él. Obviamente no puedo volver a asignarla al equipo de John, y Philip Hale no la necesita ahora mismo. ¿No la has visto al entrar?
Lynley negó con la cabeza.
—¿Y no te ha llamado?
—No.
Isabelle se quedó pensando un momento antes de preguntar:
—¿Tiene pasaporte, Tommy?
—No tengo ni idea.
—Dios, pero qué lío. —Le miró mientras estiraba el brazo para coger el teléfono. Marcó un número y esperó a que hubiera respuesta. Cuando contestaron, dijo—: Judi, necesito tener una reunión con sir David. ¿Está ahí hoy? —La secretaria de Hillier dijo algo desde su lado de la línea. Un momento después, Isabelle estaba comprobando la agenda de su mesa—. Estaré allí a esa hora —le dijo a la otra mujer. Le dio las gracias, colgó y se quedó mirando el teléfono.
—Hay más de una forma de terminar esto, Isabelle —le dijo Lynley.
—Por todos los dioses, no me digas cómo debo hacer mi trabajo —respondió.
Chalk Farm, Londres
Barbara no sabía a qué superiores se refería Bryan Smythe. Pero cuando salió de su casa en South Hackney y fue hasta su coche, aparcado al final de la calle, se enteró. Aunque antes había estado demasiado obsesionada con sus planes (los siguientes pasos y las maquinaciones para estar atenta y a la vez precavida), ahora tenía los ojos abiertos en busca de cualquier cosa que estuviera fuera de lugar, y lo vio perfectamente.
Clive Cratty, recién ascendido a detective y ansioso por quedar bien con su inmediato superior, intentó ocultarse de su vista tras un Ford Transit blanco unas diez casas más allá, en la hilera que había al otro lado de la calle. Pero Barbara le detectó e inmediatamente supo que John Stewart había puesto a alguien a seguirla.
Se puso furiosa, pero no tenía tiempo para Stewart y sus neuras. Ese hombre podía hacer lo que quisiera. Ella tenía que viajar a Italia.
El pasaporte estaba en su casa. Y, además, necesitaba meter unas cuantas cosas en una maleta y comprar un billete. Para esto último podía llamar y esperar que alguna aerolínea tuviera piedad de ella, o coger sus cosas, ir a uno de los aeropuertos y esperar que le saliera bien.
Como todavía estaba dentro del horario de trabajo, encontró muchos sitios para aparcar al llegar a casa. Incluso la entrada de la casa grande estaba vacía, así que lo aprovechó. Luego se dirigió a buen paso hasta la parte de atrás, donde estaba su casa. Entró, dejó el bolso, fue hasta la mesa de la cocina y empezó a descolgar bragas limpias de una cuerda de tender que tenía sobre el fregadero. Las cogió todas y se giró para ir al armario. Entonces fue cuando vio a Lynley, sentado en el sillón junto al diván. Chilló y se le cayeron las bragas al suelo.
—¡Joder! —gritó—. ¿Cómo ha entrado?
Le enseñó la llave de repuesto de su puerta.
—Deberías ser más creativa a la hora de guardar tu llave de emergencia —le dijo—, si no quieres encontrarte a alguien menos agradable que yo sentado aquí, esperándote.
Ella recuperó la compostura, y las bragas, que tuvo que recoger del suelo. Empezó a pensar.
—Pensé que meterla bajo el felpudo era algo demasiado obvio para ser obvio. ¿Quién espera de verdad encontrar una llave en ese lugar?
—No creo que los ladrones de casas experimenten con la psicología inversa, Barbara.
—Y usted tampoco. —Intentó parecer despreocupada mientras cruzaba la habitación.
—Isabelle lo sabe todo —dijo—. Smythe, Doughty, lo que has estado haciendo, lo que han hecho ellos, esas conversaciones íntimas entre Mitchell Corsico y tú… Todo, Barbara. Ha llamado a Hillier mientras estaba en su despacho. Tiene una cita para verle. También sabe lo de los billetes a Pakistán, así que va a acabar con esto. No había nada que pudiera hacer para detenerla. Lo siento.
Barbara abrió el armario. Arriba, en una balda, estaba su bolsa de viaje. La sacó. Cogió ropa sin pararse a pensar mucho en el clima de Italia, en si sus elecciones eran apropiadas, o en ninguna otra cosa, aparte de la prisa que tenía por salir de Inglaterra y llegar a Lucca lo antes posible. Pero sentía que Lynley la estaba mirando y esperó que le dijera que estaba cometiendo una loca imprudencia.
Pero él solo dijo:
—No lo hagas. Escúchame. Nada de lo que has intentado en este asunto del secuestro de Hadiyyah y la muerte de Angelina ha salido bien. Smythe me ha confesado todo el asunto.
—Ese tío no tiene nada que confesar. —Pero ella no sentía la confianza que quería aparentar.
—Barbara. —Lynley se levantó del sillón. Era un hombre muy alto, más de dos metros, y en ese momento pareció llenar toda la habitación.
Intentó ignorarle, pero era imposible. Siguió con su forma caótica de hacer la maleta. Fue al baño y cogió todo lo que pensó que podía necesitar, desde el champú al desodorante, y todo lo que había entre ambos. No tenía neceser para guardarlo todo, así que lo envolvió en una vieja toalla de manos e intentó evitar a Lynley y volver a la otra habitación, donde había dejado la bolsa de viaje.
Pero él estaba en el umbral.
—No lo hagas —dijo otra vez—. Smythe habló conmigo y hablará con otros. Ha admitido haber eliminado pruebas y haber alterado otras. Me contó lo de los documentos que ha creado. Y las visitas que le has hecho. Ha delatado a Doughty y a la mujer. Está acabado, Barbara, y su única esperanza va a ser emigrar antes de verse inmerso en una larga y complicada investigación policial tras la que acabará en la cárcel durante Dios sabe cuántos años. Así son las cosas. Tienes que preguntarte en qué lado de lo que se está investigando quieres estar.
Barbara le empujó para pasar.
—No lo entiende. Nunca lo ha entendido.
—Lo que entiendo es que quieres proteger a Azhar. Pero lo que debes entender tú es que lo que haya hecho Smythe solo puede hacerse de una forma superficial. ¿Eres consciente?
—No sé a qué se refiere.
Guardó las cosas envueltas en la toalla en la bolsa de viaje y miró a su alrededor, un poco distraída. Él no la dejaba pensar. ¿Qué más podía necesitar? Su pasaporte, claro. Ese documento que no había utilizado nunca, que siempre había guardado pensando que marcaría un cambio en su vida. Algo nuevo, emocionante, diferente, apasionante. Tomar el sol en la playa de una isla griega, pasear por la Gran Muralla china, mirar de cerca a una tortuga en las Galápagos. ¿A quién le importaba con tal de que fuera diferente de la decepcionante vida que llevaba ahora?
—Entonces tienes que oír la verdad —continuó Lynley—. Para hacer lo que hace, Smythe tiene que conocer a gente que conoce gente que conoce a otra gente. Así funciona. Alguien de dentro de la institución que quiera piratear le tiene que pasar una contraseña o dársela a otra persona que se la pase a él. Todo se puede falsificar, pero no dentro del nudo gordiano de sistemas de copias de seguridad que emplea una institución. Esas cosas se descubren. Se producen arrestos. La gente habla. Y durante todo ese tiempo la verdad está enterrada en una copia de seguridad que nadie puede abrir sin una orden judicial. Esos sistemas de copias de seguridad lo guardan todo. Y tú y yo sabemos lo que es ese «todo».
Se giró para mirarle.
—¡Él no ha hecho nada! Usted lo sabe tan bien como yo. Alguien quiere que él cargue con la culpa. Doughty quiere cargarle el secuestro que él organizó, y otra persona quiere que le acusen del asesinato.
—Por Dios, Barbara, ¿quién?
—¡No lo sé! ¿No ve que por esa razón tengo que ir allí? Tal vez Lorenzo Mura. Tal vez Castro, su antiguo amante. O su padre, por decepcionarle. O su hermana, que la ha odiado toda su vida. No lo sé, joder. Pero lo que sí sé es que ninguno de nosotros va a encontrar la verdad por casualidad si nos quedamos sentados en Londres y lo hacemos todo según las putas normas.
Se acercó a la mesa que había al lado del diván. En el único cajón que tenía: allí guardaba el pasaporte. Lo abrió y volcó el contenido sobre la cama. No estaba.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Algo que no pudo identificar estalló en su interior y cruzó la habitación para lanzarse contra Lynley.
—¡Démelo! —chilló—. ¡Maldito sea, deme mi pasaporte!
Y entonces, para su total horror, empezó a llorar. Parecía que estaba loca, lo sabía, pero, en su interior, ya no le quedaba nada con lo que le pudiera explicar al que había sido durante tanto tiempo su compañero por qué estaba haciendo lo que estaba haciendo. Así pues, como una verdulera cualquiera, se limitó a soltar maldiciones y a darle golpes en el pecho. Él le agarró los brazos y gritó su nombre, pero Barbara se juró que no iba a lograr detenerla. Si tenía que matarlo para poder ir a Italia, lo haría.
—¡A usted le queda vida cuando esto se acabe! ¡Yo no tengo nada! ¿Me entiende? ¿Me va a entender?
—Barbara, por el amor de Dios…
—Lo que usted crea que va a pasar a mí no me importa. ¿Lo comprende? Lo que me importa es ella. No voy a dejar a Hadiyyah en manos de las autoridades italianas si a Azhar le pasa algo. No lo haré, y ahora no hay nada más que me importe.
Entonces dejó de golpearle para seguir sollozando. Él le soltó los brazos. Se quedó mirándola. Barbara se sintió muy humillada. No quería que él, sobre todo él, la viera así. Reducida a la descompuesta sustancia de su vida: la soledad de la que él jamás había sabido nada, la tristeza que casi nunca había visto, un futuro ante ella que solo incluía su trabajo, nada más. En ese momento, le odió por lo que le había hecho. Y su furia dejó pasó a las lágrimas.
Lynley se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el pasaporte. Se lo dio. Ella se lo arrancó de la mano y cogió la bolsa de viaje.
—Cierre con llave cuando se vaya —fue lo último que le dijo.