16 de noviembre
Victoria, Londres
—Rotundamente no —dijo la superintendente en funciones Isabelle Ardery cuando Barbara le pidió unos cuantos días libres.
Y lo siguiente que hizo fue pedirle una explicación por lo que Barbara llevaba en la cabeza en ese momento: un gorro de punto como el que suelen portar los esquiadores, coronado con un pompón. En cuanto a estilo, un cero absoluto. En cuanto a atuendo policial, se hundía hasta alcanzar cifras negativas. Antes del desastre, Barbara se había cortado y peinado el pelo debido a la insistente recomendación de la superintendente en funciones. Ya que una insistente recomendación era algo que se acercaba mucho a una orden, ella había obedecido. Por eso su desastre capilar actual daba la impresión de ser un verdadero acto de rebeldía arrojado directamente a la cara de su superior. Sin duda, Ardery lo interpretaría de ese modo.
—Quítese ese gorro.
—En cuanto a los días libres, jefa…
—Me veo en la obligación de recordarle que acaba de tomarse varios días libres —exclamó la superintendente—. ¿O no recuerda cuántos días pasó a entera disposición del inspector Lynley cuando él hizo esa escapadita a Cumbria?
Barbara no pudo negarlo. Hacía muy poco que había estado ayudando a Lynley en un asunto confidencial en el que se había visto comprometido. Había sido requerido por el ayudante del comisario sir David Hillier para una investigación cerca del lago Windermere que debía mantenerse en absoluto secreto. Ardery había descubierto la participación de Barbara en todo aquello. Y no le había hecho ninguna gracia. Así que recibió la petición de la sargento detective Havers de unos días libres para volver a involucrarse en una investigación extraoficial con el mismo entusiasmo que mostraría una mujer a la que le sugierieran que bailara un vals con un puercoespín.
—Quítese el gorro —repitió Isabelle—. Ahora.
Barbara sabía que si lo hacía tendría consecuencias nefastas.
—Jefa, es una emergencia. Es algo personal. Familiar —dijo.
—¿Y a qué parte de su familia afecta ese «algo»? Según tengo entendido, su familia se compone exclusivamente de un miembro, sargento, y está en un asilo en Greenford. No creo que su madre necesite que investigue nada, ¿a que no?
—No está en un asilo. Es una residencia privada.
—¿Y tiene cuidadores? ¿Necesita estar atendida en todo momento?
—Claro que hay cuidadores, y por supuesto que necesita que la atiendan —respondió Barbara—. Y es obvio que usted lo sabe.
—Entonces, ¿qué investigación es exactamente la que necesita su madre?
—Está bien —suspiró Barbara—. No se trata de mi madre.
—¿No ha dicho que era un asunto familiar?
—Sí, ya, bueno. No se trata de mi familia. Es un amigo que tiene problemas.
—Igual que usted, entonces. ¿Tengo que pedirle de nuevo que se quite ese ridículo gorro?
No había manera de evitarlo. Barbara se quitó el gorro de esquí.
Isabelle se la quedó mirando. Levantó una mano como para protegerse de una visión apocalíptica.
—¿Y qué puedo pensar al ver algo así? —preguntó incrédula—. ¿Que un resbalón de las tijeras ha llevado a un desastre fatal? ¿O se trata de un mensaje subliminal para su superior, que, en este caso, da la casualidad de que soy yo?
—Jefa, no es eso —contestó Barbara—. Y no he venido a hablar con usted por eso.
—Eso está claro. Pero yo sí quiero hablar con usted de eso. Y, por lo que veo, tenemos que volver al tema del atuendo. Deje que le pregunte otra vez: ¿qué tipo de mensaje me está enviando, sargento? Porque el que me llega tiene que ver con su futuro como guardia de tráfico en las islas Shetland.
—No puede convertir esto en un problema —le dijo Barbara—. Lo de mi pelo y mi ropa. ¿Qué problema hay si hago mi trabajo?
—Ha dado en el clavo —respondió Isabelle—. Si hace su trabajo. Y eso es algo que no ha estado haciendo. Y ahora acaba de pedirme que le permita seguir así unos cuantos días más, tal vez incluso semanas. Mientras, supongo, pretende continuar cobrando el sueldo para poder mantener a su madre, el único miembro de su familia, cómodamente instalada en la residencia en la que usted la ha metido. Entonces, ¿qué es exactamente lo que quiere, sargento? ¿Seguir contratada y cobrando por este trabajo o ir por ahí ayudando a miembros imaginarios de su familia con un objetivo sobre el que, por cierto, no ha querido soltar prenda?
Estaban enfrentadas cara a cara por encima del escritorio de la superintendente en funciones. Fuera de la oficina, el zumbido provocado por la actividad subía y bajaba. Se oían conversaciones de la gente que pasaba por el pasillo. Las peticiones de silencio ocasionales de los compañeros de Barbara le indicaban que estaban escuchando la discusión con la superintendente Ardery. Más cotilleos que compartir cuando fueran a por agua al dispensador, pensó. La sargento Havers había vuelto a meter la pata.
—Mire, jefa —dijo—, un amigo mío ha perdido a su hija. Su madre se la ha llevado…
—Entonces no está perdida, ¿no? Si se la ha llevado contraviniendo una orden judicial, su «amigo» puede llamar a un abogado, o a su comisaría local, o a cualquier otra persona que se le ocurra, porque no es su trabajo recorrer el país ayudando a gente en dificultades, a menos que su oficial al mando le ordene hacerlo. ¿Me he explicado bien, sargento Havers?
Barbara se quedó en silencio. Pero por dentro le hervía la sangre. Tenía la mente llena de cosas que quería decir, que eran del estilo de: «¿Qué es lo que te está poniendo tan histérica, bruja estúpida?». Pero sabía adónde podía llevarla una frase como esa. Las islas Shetland parecerían un paraíso en comparación con el lugar en el que podría acabar.
—Supongo que sí —respondió algo reticente.
—Bien —dijo Isabelle—. Ahora vuelva al trabajo. Céntrese en la reunión que tiene en la comisaría central. Hable con Dorothea. Ella ya lo ha organizado todo.
Victoria, Londres
Dorothea Harriman no era solo la secretaria del departamento, sino también el icono de moda en cuya imagen debería fijarse Barbara para realizar su cambio radical. Jamás había averiguado cómo Dorothea Harriman conseguía ir tan arreglada con su escaso salario de la Met. Le había asegurado más de una vez que era solo cuestión de conocer bien los colores de cada uno —significara eso lo que significara— y de escoger bien los accesorios. Además, también ayudaba saber cuáles eran las mejores tiendas de ropa de segunda mano, le reveló. Cualquiera podía hacerlo, sargento Havers. De verdad. Podría enseñarle si quería.
Barbara no quería. Suponía que Dorothea Harriman destinaba todo su tiempo libre a recorrer las calles comerciales de la capital en busca de ropa. ¿Quién demonios quería vivir así?
Al ver a Barbara de camino al despacho de Isabelle Ardery, Dorothea había tenido la deferencia de no hacer comentarios sobre el estado de su cabeza ni sobre el gorro de esquí con el que se la cubría. Era una ferviente admiradora del corte y las mechas que le había hecho a Barbara el estilista de Knightsbridge. Solo exclamó «¡Sargento detective Havers!», pero pareció leer en la cara de Barbara que el camino hacia el infierno interpersonal estaba empedrado con todas las preguntas que querría formularle a la sargento sobre lo que se había hecho.
Sin embargo, cuando se detuvo delante de su mesa tras salir del despacho, parecía haber aceptado aquello que necesitaba aceptar en relación con el aspecto de Barbara. Obviamente había oído la discusión con la superintendente. Ya tenía preparada la información que había mencionado Isabelle.
Tenía que llamar al número que había en el mensaje, le dijo Harriman a Barbara. ¿Ese funcionario de la comisaría central de policía con el que había estado reuniéndose antes de irse para ayudar al inspector Lynley en Cumbria? La estaba esperando para continuar con lo que habían estado haciendo. La revisión de las declaraciones de testigos. Seguro que la sargento se acordaba…
Barbara asintió porque sí que lo recordaba. El fiscal jefe tenía sus oficinas en Middle Temple. Le dijo a Harriman que llamaría y se pondría a trabajar en ello sin más dilación.
—Lo siento —le dijo Harriman señalando con la cabeza el despacho de Isabelle—. Hoy no está como siempre. No sé por qué, la verdad.
Barbara sí lo sabía. Solo Dios sabía cuántas veces a la semana Isabelle Ardery y Thomas Lynley habían estado quedando para sus escarceos. Pero ahora que eso había terminado, estaba segura de que las cosas por allí se iban a poner muy tensas.
Fue a su mesa y se dejó caer en la silla. Miró el número de teléfono que Dorothea le había dado. Cogió el auricular. Estaba a punto de marcar cuando oyó que alguien pronunciaba su nombre de pila. Al levantar la mirada se encontró a su colega, el sargento Winston Nkata, mirándola desde arriba. Se estaba acariciando la larga cicatriz de la mejilla que le servía de recordatorio de los años que perteneció a una banda callejera de Brixton. Iba, como siempre, impecablemente vestido. Cualquiera diría que ese hombre iba de compras con Harriman. Barbara se preguntó si se quitaría la camisa cada media hora para plancharla en algún cuartito escondido en alguna parte. No mostraba ni un centímetro arrugado ni se veía doblez alguna en ninguna costura.
—Tenía que preguntar. —Su voz era suave y su acento una mezcla de su ascendencia caribeña y su historia africana.
—¿Qué?
—Al inspector Lynley. Me contó… lo de tu…, la diferencia. Creo que sabes a qué me refiero. A mí me da igual, claro, pero me di cuenta de que pasaba algo y le pregunté. Y luego eso también… —dijo ladeando la cabeza para señalar el despacho de Isabelle.
—Oh. Vale. —Estaba hablando del pelo. Bueno, todo el mundo iba a hacerlo, a la cara o a la espalda. Al menos Winston, como siempre, era lo bastante educado para decírselo directamente.
—El inspector me ha contado lo que pasa —continuó—. Con Hadiyyah y su madre. Mira, sé que es… Sé lo que sientes por ella y todo eso, Barbara. Y por lo que he oído, la jefa no ha querido darte más días libres, así que…
Le pasó por encima de la mesa una hoja arrancada de un calendario. Era uno de esos de mesa con una frase inspiradora para cada día. Ese día decía: «Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale cuáles son tus planes». Barbara pensó que le iba que ni pintada. En esa hoja, Winston había escrito con su cuidada caligrafía un nombre, Dwayne Doughty, y una dirección de Roman Road en Bow junto con un número de teléfono. Barbara lo leyó y le miró.
—Es un detective privado —le dijo.
—¿Dónde has encontrado un detective privado tan rápido?
—Donde se encuentra todo: en Internet, Barbara. Tiene una sección de comentarios de clientes satisfechos en su página. Puede que los escriba él, pero vale la pena intentarlo.
—Sabías que ella me iba a encadenar a la mesa, ¿no? —le dijo Barbara, perspicaz.
—Me lo imaginé —confesó.
Y de nuevo tuvo la amabilidad de no mencionar directamente el asunto de su apariencia.