19 de abril
Villa Rivelli, la Toscana
Era una pecadora. Una mujer que le había prometido a Dios el regalo de su persona si le concedía un único deseo. Y lo había hecho, así que ahora allí estaba ella, con el sencillo hábito de algodón de verano y el de lana basta de invierno, ambos hechos a mano, en el mismo lugar en el que llevaba casi diez años. Mantenía los pechos bien sujetos y apretados para evitar cualquier tentación. Iba lentamente quitando las espinas de los rosales que cuidaba y después las cosía a las prendas interiores que llevaba. El resultado era un dolor continuo, pero necesario. Porque no se podía rezar para obtener un pecado, recibir la maldición de su concesión y después seguir como si nada durante el resto de tus días.
Vivía de una forma sencilla. Encima de un granero en el que guardaba las cabras que ordeñaba, sus habitaciones eran pequeñas y sin adornos. Un dormitorio amueblado con una cama individual dura, una cómoda y un reclinatorio con un crucifijo encima, y el resto de la vivienda solo se componía de una cocina y un pequeño baño. Pero sus necesidades no eran muchas. Los pollos, el huerto y unos cuantos frutales le daban de comer. De vez en cuando pescado, harina, pan, leche de vaca y formaggio llegaban desde la villa, y ella los recibía a cambio de cuidar los terrenos de dicha villa. Porque sus habitantes nunca salían de ella. No importaba qué estación fuera o el tiempo que hiciera, siempre permanecían tras las paredes de la Villa Rivelli. Y así había vivido ella, año tras año.
Quería creer que la gracia de Dios recaería sobre ella en algún momento. Pero, según iban pasando los años, había empezado a parecer que había una verdad diferente en el corazón del asunto: a veces nuestro sufrimiento temporal no es suficiente. Ni lo será nunca.
Él le había dicho: «La voluntad de Dios no es algo que nosotros podamos anticipar cuando rezamos, Domenica. Capisci?». Y ella asintió. Porque ¿cómo no iba a entender ese principio de la fe tan simple cuando sus ojos hablaban del pecado que había cometido, no solo contra Dios y contra su familia, sino contra él por encima de todo?
Había estirado la mano para tocarle, solo esperando poder cubrir con ella la carne cálida de su mejilla y sentir el ángulo del pómulo que le daba a su cara esa estructura tan atractiva. Pero sus labios hicieron una mueca de desagrado, así que ella dejó caer la mano y bajó los ojos. La pecadora y el que había sufrido el pecado. Eso era lo que eran el uno para el otro. Él nunca la perdonaría. Y ella lo entendía.
Entonces le trajo a la niña. La cría entró dando saltitos por las grandes puertas de hierro de Villa Rivelli; el asombro por lo maravilloso del lugar iluminaba su bonita cara. Era morena como Domenica, con los ojos de color del caffè, la piel del color de las noci, y el pelo que era una cascata castana: ondas oscuras que le caían hasta la cintura a las que el sol les arrancaba reflejos rojizos y parecían pedir que unos dedos las acariciaran, que unas manos las cepillaran y que alguien —por ejemplo Domenica— intentara domesticarlas bajo un sol primaveral.
Primero, la niña fue derecha a la gran fuente que producía reflejos multicolores en el aire cristalino. Era un gran estanque circular en medio del césped, entre las grandes puertas de la villa y la arcada cubierta que daba paso a las enormes puertas principales. Después corrió hasta la arcada, donde había esculturas antiguas en hornacinas abovedadas que todavía representaban, asombrosamente, a los antiguos dioses romanos. Chilló una palabra que Domenica —la ventana de su habitación estaba encima del granero— no entendió por la distancia que había entre las dos. Se giró en un remolino del precioso pelo y llamó a alguien, mirando hacia la dirección de la que había venido.
Domenica le vio entonces. Caminó sobre el césped con esa forma tan peculiar que conocía desde los tiempos de su común adolescencia. «Va pavoneándose», decían sus amigas. «Es la personificación del peligro», afirmaban sus tías. «Es nuestro sobrino y le damos cobijo como es nuestra obligación», se justificaba su padre. Así había empezado. Y cuando entró por las puertas de Villa Rivelli con su mirada grisácea fija en la niña que tenía delante, el corazón de Domenica dio un gran salto en su pecho, las espinas de su ropa interior se le clavaron con fuerza y ella supo no solo lo que quería —que lo seguía queriendo—, sino también lo que tenía que ser. ¿Casi diez años de castigo autoimpuesto y Dios la había perdonado? ¿Era esa la señal que esperaba?
«Esto es lo que debes hacer por mí». No lo había pronunciado la boca de Dios, pero ¿cómo hablaba Dios más que a través de sus siervos?
La niña fue dando saltitos hasta él, levantó la vista y habló, y desde la distancia Domenica vio que le sujetaba la cabecita entre las manos, tiernamente, asentía y le tocaba la frente. Y entonces, con la mano sobre su hombro, la apartó de la enorme villa y la guio hacia el camino amarillo de sassolini. Giraron la curva hasta el viejo camelio, donde un arco daba paso a la extensión de tierra desnuda en la que se elevaba el granero de piedra. Al verle con la niña así, Domenica sintió la primera oleada de esperanza.
Desde dentro oyó sus pasos en las escaleras. Fue a su encuentro. La puerta estaba abierta, porque el día era cálido y una cortina de tiras de plástico de un color vivo mantenía a las moscas fuera y el aroma del pan en el horno en el interior. Separó las tiras y los miró a los dos: al hombre y a la niña. Él estaba de pie con las manos en los hombros de la cría. Y ella con la cara mirando hacia arriba, iluminada por la anticipación.
—Aspettami qui —le dijo. Le hablaba a la niña, que asintió para indicar que le había entendido—. Tornerò —añadió. Tenía que esperar allí. Él volvería.
—Quando? —preguntó—. Perché lei ha detto…
—Presto —le respondió. Señaló a Domenica, en silencio delante de ellos, con la cabeza gacha y el corazón martilleándole en el pecho—. Sour Domenica Giustina —dijo, aunque su tono no mostraba respeto—. Rimarrai qui alle cure della soura, sì? Capisci, carina?
La niña asintió. Lo había entendido. Se quedaría allí con la hermana Domenica Giustina, a quien le acababa de presentar.
Domenica no sabía cómo se llamaba la niña. No se lo había dicho y no se atrevió a preguntar, porque aún no era digna de la información. Así que la llamó «Carina» y la niña lo aceptó alegremente.
En ese momento, ella y la niña estaban entre las verduras, recién salidas en abril, pero que pronto se podrían recolectar. Se habían puesto a arrancar malas hierbas bajo el agradable calor del sol. Tarareaban diferentes canciones y periódicamente se miraban y sonreían.
Carina llevaba allí menos de una semana, pero era como si hubiera estado con Domenica siempre. Hablaba poco. Aunque Domenica la oía a menudo entre las cabras, hablando con ellas, con ella solo se comunicaba con breves palabras o frases simples. Muchas veces Domenica ni siquiera la entendía. Y, en otras ocasiones, Carina no entendía a Domenica. Pero trabajaban y comían en armonía, y cuando acababa el día dormían también plácidamente.
Solo se diferenciaban en las oraciones. Carina no se arrodillaba delante del crucifijo. Tampoco usaba el rosario, aunque Domenica le había puesto uno en la mano hecho con huesos de cereza. La niña se lo colgó al cuello como una sacrílega collana, y Domenica se lo quitó rápidamente y lo volvió a apretar en sus manos, con el diminuto crucifijo colocado encima de las cuentas con el cuerpo mirando hacia arriba para que pudiera verlo y no volviera a confundirse a la hora de identificar para qué servía. Pero como ella seguía sin utilizarlo para rezar ni sabía decir las palabras ni las respuestas cuando estaba al lado de Domenica por la mañana, al mediodía y por la noche en las oraciones, comprendió que Carina no tenía lo único necesario para lograr la vida eterna. Eso era una señal de Dios.
Domenica se levantó de donde había estado arrodillada, entre los pimientos que florecían. Apoyó las manos en la parte de atrás de la cintura y las espinas la cuestionaron, con el dolor que le produjeron al clavarse en su carne. Parecieron preguntarle si no había llegado la hora de quitárselas ahora que la presencia de Carina sugería que Dios la había perdonado. Pero decidió que no. Todavía no. Había trabajo por hacer.
Carina también se levantó. Miró al cielo, donde no había ni una nube, que no era implacable como en verano, sino cálido y agradable. Detrás de ella, la ropa estaba tendida en la cuerda para que se secara: las prendas de una niña pequeña. No había traído nada consigo, aparte de lo que llevaba puesto, así que ahora vestía la túnica blanca de un ángel; a través de ella se veía su silueta infantil, que parecía la de un espíritu, con las piernecitas delgadas de un potrillo y los brazos como ramitas de un árbol joven. Domenica le había hecho dos túnicas así. Cuando llegara el invierno, le haría más.
Le hizo un gesto a Carina. Vieni, le dijo. Ven conmigo. Salió del huerto y esperó mientras la niña cerraba la puerta y comprobaba, como le había visto hacer a Domenica, que el seguro estaba bien puesto.
Domenica llevó a Carina hasta la entrada con forma de arco del camelio que daba paso a la zona que rodeaba la villa. A la niña le encantaba ese lugar y se pasaba dos horas todos los días explorándolo, siempre y cuando Domenica estuviera con ella. Adoraba la peschiera, con sus hambrientos peces de colores que Domenica le dejaba alimentar. Bailaba alrededor de todo el estanque rectangular de los peces y en el extremo oeste se encaramaba al muro desde el que se veían los caminos y los parterres perfectos del giardino que había abajo. Una vez, Domenica la llevó allí, entre las flores plantadas con precisión, y le echaron un vistazo furtivo a la Grotta dei Venti, una especie de cueva hecha de conchas y mortero que exhalaba un aire frío en su dirección que parecía el aliento de las estatuas cubiertas de líquenes que había dentro sobre unos pedestales.
Sin embargo, ese día la llevó a otro sitio que no estaba en los terrenos pertenecientes a la villa. En el lado oriental, unos escalones conducían a un par de grandes puertas verdes; tras esas puertas estaban las bodegas de la villa, amplias, misteriosas y abandonadas los últimos cien años. En otros tiempos, en esas bodegas había vino, y los antiguos barriles y barricas eran buena prueba de ello. Había docenas, cubiertos de polvo y unidos unos con otros por las telas de las arañas que habían vivido allí durante un siglo. Entre ellos, las vasijas de terracota que una vez habían guardado el aceite de oliva se veían negras por el moho; las prensas de madera que servían para hacer ese aceite tenían los mecanismos cubiertos de óxido por el desuso, y una fina capa de mugre cubría las piezas metálicas y el tubo por el que una vez salió l’oro di Lucca en deliciosa abundancia.
Había mucho que explorar en la bodega: techos abovedados donde crecía libremente el moho, suelos irregulares de piedra y azulejo, escaleras en equilibrio sobre enormes barriles, grandes tamices en una pila olvidada, un hogar con las cenizas de fuegos apagados hacía mucho tiempo todavía durmiendo en su interior. Los olores eran interesantes y variados. Los sonidos se oían amortiguados: los chillidos de los pájaros del exterior, el sonido de una cabra balando, el ritmo del goteo del agua y, por encima de todo ello, una leve música vocal, como si los ángeles del Cielo estuvieran cantando.
—Senti, Carina —le susurró Domenica con un dedo sobre los labios.
La niña lo hizo. Cuando oyó el canto anónimo, preguntó:
—Angeli? Siamo in Cielo?
Domenica sonrió al pensar cómo había podido confundir ese lugar con el Cielo.
—Non angeli, Carina —le dijo—. Ma quasi, quasi.
—Allora fantasmi?
Y Domenica sonrió. No había fantasmas allí.
—Forse. Questo luogo è molto antico. Forse qui ci sono fantasmi.
Pero ella nunca había visto uno. Porque si los fantasmas vagaban por las bodegas de Villa Rivelli, no la perseguían a ella. Eso solo lo hacía su propia conciencia.
Le concedió un rato a Carina para descubrir que ese lugar no encerraba ningún peligro. Después le dijo que la siguiera. Había más cosas en esas salas oscuras y húmedas, y su promesa era la salvación de Domenica.
Vieron una luz mortecina. Llegaba desde las ventanas que había en la base de la villa. Estaban oscurecidas por los arbustos y la suciedad, a causa del largo olvido, pero por ellas se colaba la suficiente luz para ver pasadizos que llevaban de una sala abovedada a otra.
La que buscaba Domenica estaba en lo más profundo de la bodega; sus pasos resonaron en las paredes frías cuando iban camino hacia allí. Era una sala totalmente diferente al resto, flanqueada de barriles, pero con un suelo arlequinado, y en medio tenía una alberca de mármol. De ese lugar llegaba el sonido del agua que habían oído. Salía burbujeante de un manantial que había debajo de la villa y llenaba la alberca, y cuando rebosaba caía a un agujero que había en el suelo, desde el que encontraba una salida al exterior para seguir su curso.
Tres escalones de mármol bajaban hasta la alberca. A ambos lados crecía un moho verde. El fondo estaba negro. El cemento que sostenía el mármol en su lugar estaba oscurecido por más moho y el aire en la sala desprendía un olor acre.
Pero era la alberca lo importante para Domenica. Nunca se había metido dentro. La evitaba por el moho y la podredumbre, y cualquier otra cosa que pudiera vivir en esa agua. Pero ahora lo sabía. La palabra de Dios todopoderoso se lo había dicho.
Señaló la alberca. Se quitó las sandalias. Le hizo un gesto a la niña para que hiciera lo mismo. Después se desprendió de la túnica por la cabeza y la colocó con cuidado en el suelo. Con el mismo cuidado empezó a bajar por los resbaladizos escalones de mármol y se metió en la alberca. Se volvió hacia Carina y le hizo gestos de nuevo. «Fai così», decían sus gestos.
Carina, que tenía los ojos muy abiertos, permaneció inmóvil.
—Non avere paura —le dijo Domenica. No había nada que temer allí.
Carina miró a su alrededor. Domenica pensó que tal vez necesitaba intimidad para quitarse la túnica de algodón que llevaba, así que se tapó la cara con las manos. Sin embargo, en vez del sonido de ropa al quitársela, oyó pasos apresurados sobre el suelo cuando la niña retrocedió.
Domenica bajó las manos rápidamente. No había nadie más allí, aparte de ella, con las piernas rodeadas por el barro de la alberca cuando subió los escalones para salir. Bajó la vista para no resbalar. Entonces vio lo que había visto la niña.
Sus pechos, tan fuertemente atados, sangraban. La sangre de las vendas que utilizaba en el resto de su cuerpo había empezado a resbalarle por las piernas. ¡Menuda imagen le había presentado a esa pobre niña que no sabía de su pecado! Tendría que explicárselo como pudiera.
Porque era fundamental que Carina no tuviera miedo.
Holborn, Londres
Barbara Havers había desarrollado una especie de simbiosis con uno de los miembros del cuarto poder. Con él tenía una relación del tipo «yo te rasco la espalda y tú me la rascas a mí» que se había preocupado de mantener y alimentar. A veces, él le proporcionaba información. Otras, ella se la daba a él. Esa simbiosis mutua, como a ella le gustaba llamarla, era algo bastante inusual en su trabajo. Pero había momentos en que un periodista podía resultar útil. Tras su conversación con la superintendente Isabelle Ardery, Barbara supo que había llegado uno de esos momentos.
La última vez que se había encontrado con él le había costado una pasta. Inocentemente le había sugerido ir a comer y él estuvo más que encantado de aceptar su invitación. Y acabó teniendo que pagarle el rosbif, el pudín de Yorkshire y todos los etcéteras a ese gorrón para poder sacarle un solo nombre.
No iba a cometer ese mismo error dos veces, porque no podía utilizar la excusa de «sacarle información a un periodista de un tabloide» para justificar sus dietas. Así que esta vez quedaron en el Watts Memorial, lo que a él le venía bien porque estaba cubriendo un juicio en el Old Bailey.
Empezó a llover justo cuando salió de la comisaría. La tromba aumentó cuando empezó a cruzar Postman’s Park. Se refugió bajo el tejado verde que protegía el Watts Memorial de los estragos del tiempo y del clima londinense, y encendió un cigarrillo bajo una placa conmemorativa muy particular que celebraba un acto de heroísmo equino en Hyde Park: un carruaje desbocado en 1869 y la ineludible damisela en apuros. La muerte la encontró su rescatador, un tal William Drake. «Los hombres ya no son lo que eran», se dijo Barbara.
Y desde luego ya no eran como Mitchell Corsico. Cuando apareció desde la dirección de los Royal Courts of Justice, llevaba, como siempre, ese atuendo que le hacía parecer un cowboy americano. Barbara se preguntó, también como siempre, cómo podía llevar esa pinta. En The Source, obviamente, la forma de vestir no era ni mucho menos tan importante como el modo de conseguir información para el insidioso tabloide.
Lo tenía muy claro, por eso tenía intención de darle información a Corsico. De una forma u otra iba a encender una hoguera debajo del culo de la superintendente Ardery para acabar con esa actitud de lavarse las manos en cuanto a ese asunto como Pilatos, y a Barbara se le ocurrió que esa era una buena manera. Había llevado unas fotografías que había sacado del piso de Azhar esa misma mañana. Había una de él. Y otra de Hadiyyah. Y una de Angelina Upman. Y la mejor de todas: una de los tres juntos dando imagen de familia feliz en un pasado lejano.
Corsico la miró desde lejos. Chapoteaba en los charcos con sus botas con punteras. Cuando llegó bajo el tejado del memorial, se quitó el sombrero de vaquero. Barbara casi esperaba que, al hacerlo, dijera: «Mis respetos, señora»; pero solo quería quitarse el agua que se le había acumulado encima. La mayor parte le cayó a ella en las piernas. Menos mal que llevaba pantalones. Aun así se sacudió el agua y le miró mal. Él le pidió perdón y se sentó en el banco, a su lado.
—¿Y bien? —dijo.
—Un secuestro.
—Y debería quedarme patidifuso ante esa información porque…
—Un secuestro en Italia.
—Y un secuestro en Italia debería hacer que saliera corriendo a por mi portátil y una conexión a Internet porque…
—La víctima es británica.
Corsico la miró.
—Vale. Me interesa moderadamente.
—Es una niña de nueve años.
—Ahora me intriga.
—Es lista, responsable y muy guapa.
—¿No son siempre así?
—Como ella no.
Barbara sacó la primera foto, la de Hadiyyah. Corsico no tenía ni un pelo de tonto. Se dio cuenta inmediatamente de que era mestiza y enarcó una ceja para indicarle a Barbara que continuara estimulándole las células cerebrales. Le pasó la foto de Angelina Upman, después la de Azhar y, por fin, la de toda la familia junta con Hadiyyah en una sillita de bebé con dos años. Por suerte, todo el mundo era convenientemente atractivo.
The Source, como Barbara sabía porque era una de sus ávidas lectoras, nunca pondría en la primera página a nadie —estuviera muerto, secuestrado o lo que fuera— que no tuviera cierta apariencia. Los despiadados criminales más feos que pegar a un padre solo llegaban a la primera página si los arrestaban por un crimen que había tenido mucho eco en los tabloides. Pero ¿un niño feo secuestrado? ¿Una mujer fea asesinada? ¿Un padre roto por el dolor o un marido con cara de pez? Nunca.
—La cría podría estar muerta —apuntó Barbara, aunque se odió por haber usado la palabra «cría» para referirse a Hadiyyah y mucho más por decir «muerta». Pero Corsico no podía saber el interés personal que tenía ella en el caso. Si ataba cabos, no cooperaría. Vería inmediatamente que le estaba utilizando y, con historia o sin ella, pasaría—. O podría estar en un burdel de Bangkok —añadió—. O igual se la han vendido a alguien que tiene un sótano en una casa de campo en Bélgica. Incluso podría estar en los Estados Unidos ahora mismo. Quién sabe… Nosotros sí que no lo sabemos.
Ese «nosotros» captó su atención, como Barbara había previsto. Porque significaba más de lo que estaba diciendo. Ese «nosotros» era una oportunidad para The Source de culpar de algo a la Met, y los dos sabían que, cuando se trataba de noticias, echar cosas en cara a la Met era casi tan bueno como tener una filtración de alguna obscenidad cometida por un miembro del Parlamento o una foto, hecha con la cámara de un móvil, de un príncipe desnudo y ebrio agarrándose a las joyas de la corona.
Pero Mitchell Corsico siguió mostrándose precavido. La precaución en momentos como ese le había llevado hasta donde estaba hoy, con alguna historia que llegaba a la primera página dos o tres veces a la semana; por eso, muchos tabloides del país le ofrecían cantidades de seis cifras para que empezara a sacar porquería.
—¿Y por qué ningún otro periódico ha sacado esto todavía? —preguntó, esforzándose por sonar poco convencido.
—Porque ninguno sabe la historia completa, Mitch.
—Es sórdida, ¿eh? —Quería decir «lo bastante sórdida», por supuesto.
—Oh, creo que es muy de tu estilo —le aseguró ella.