17 de diciembre

Soho y Chalk Farm, Londres

Barbara Havers ya llevaba tres horas arrastrándose por las tiendas de Oxford Street cuando empezó a preguntarse si habría sido mejor disparar a Bing Crosby antes de que grabara esa canción o disparar a la persona que compuso El tamborilero antes de que tuviera la oportunidad de imaginársela siquiera. Supuso que la segunda era la mejor opción, porque, si no hubiera sido Bing, otra persona habría acabado haciendo una versión lírica del «rom pom pom pom, rom pom pom pom» que sonaría al menos una vez a la hora desde principios de noviembre hasta el 24 de diciembre.

El maldito villancico la había estado persiguiendo desde que salió del metro en Tottemham Court Road. Nada más bajar del vagón se encontró, al pie de las escaleras mecánicas, con un músico callejero que estaba entonando esa canción con un micrófono portátil, y la misma maldita música también atronaba dentro de Accessorize, fuera de Starbucks y en la entrada de Boots. El violinista ciego que llevaba varias décadas tocando delante de Selfridges también estaba arrancándole a sus cuerdas esa cancioncilla sentimental. Era una especie de tortura china.

Estaba de compras navideñas. Como solo tenía un miembro de la familia a quien comprarle regalos, normalmente ese tema se solucionaba con un simple trámite gracias a un catálogo y una llamada de teléfono. Las necesidades de su madre eran simples y no tenía ningún capricho. Se pasaba los días viendo películas en vídeo protagonizadas por Laurence Olivier —cuanto más joven estuviera el actor, mejor—, y cuando no estaba haciendo eso, se ocupaba en la manualidad que su cuidadora hubiera programado ese día para los ancianos de su residencia de Greenford. La cuidadora era una mujer llamada Florence Magentry —la señora Flo para las personas que cuidaba y para sus familias— y se había incorporado a la lista de las personas a las que tenía que comprar algo. Normalmente, habría buscado también un regalo para sus vecinos, sobre todo para Hadiyyah. Pero seguían sin saber nada de su paradero. Cada día que pasaba las esperanzas de encontrarla se reducían.

Barbara intentó no pensar en Hadiyyah. Doughty, el detective, se estaba ocupando de averiguar donde estaba la niña, se dijo. Cuando hubiera algo nuevo, sería la primera en saberlo a través de Azhar.

También quería comprarle algo a él. Quería algo que le animara, aunque solo fuera por un momento. Se había vuelto cada vez más callado durante las semanas que habían pasado desde la desaparición de Hadiyyah y su madre, e intentaba estar fuera del piso todo lo posible. Barbara lo comprendía. ¿Qué otra cosa podía hacer ese hombre? Nada, a menos que quisiera ponerse a buscar a Hadiyyah él mismo. Pero ¿dónde podía buscar? El mundo era enorme y Angelina Upman había planeado su huida de Chalk Farm de tal forma que no quedara ningún rastro de ella.

Barbara quería ser optimista en cuanto a la posibilidad de que Dwayne Doughty pudiera localizar a Hadiyyah y a su madre. Pero ahí, en Oxford Street, lo único que le venía a la cabeza era el recuerdo de la última vez que había estado en esa parte de la ciudad. En verano y cumpliendo las órdenes de Isabelle Ardery de que hiciera algo para resolver su falta de sentido de la moda, ella y Hadiyyah habían ido juntas a comprar algunas cosas para su nuevo armario. Consiguieron encontrar algo. Se lo pasaron muy bien, riendo y bromeando todo el tiempo. Ahora todo aquello había desaparecido de su vida. Como resultado, Barbara estaba tan deprimida como Azhar, pero sentía que no tenía tanto derecho como él a sentirse así. Hadiyyah no era hija suya, aunque a veces le parecía que era tan importante para ella como si lo fuera.

El «rom pom pom pom» la atormentó al menos siete veces más antes de que lograra encontrar lo que estaba buscando para Azhar. Cerca de Bond Street, un grupo de puestos decorados con lucecitas ofrecían de todo, desde flores a sombreros. Había un tenderete donde un comerciante vendía juegos de mesa. Entre los juegos había uno llamado Cranium. Barbara lo cogió. ¿Un juego para el cerebro?, se preguntó. ¿O acerca del cerebro? ¿Hacía falta cerebro para jugar? Cualquiera de las cosas le venía bien, decidió. Sin duda era un buen regalo para un profesor de microbiología. Pagó y escapó. Ya iba de camino al metro cuando sonó su móvil.

Lo cogió sin mirar el número. No le importaba quién la llamara. Estaba trabajando por turnos. En cualquier otra circunstancia, se habría armado de valor antes de cogerlo, por si era del trabajo y querían que volviera. Pero esos días no le importaba trabajar. Le daba algo con lo que evadirse.

Sin embargo, la voz que sonó al otro lado era la de Azhar. Barbara sintió una oleada de placer al oír su voz. Le dijo que había visto que tenía el coche en la entrada y que si le importaría pasarse por su casa para hablar con él.

Por desgracia estaba en Oxford Street, como le dijo. Pero iba de camino a casa. ¿Era por…? ¿Sabía algo…? ¿Era algo que ella debería saber?

Azhar le dijo que la esperaría. Que estaba en casa y que acababa de hablar con el señor Doughty.

—¿Y? —preguntó Barbara.

—Tenemos que hablar. —Su tono le dejó claro que las noticias no eran buenas.

No tardó mucho en volver a Eton Villas, un milagro teniendo en cuenta que para hacerlo tuvo que utilizar la terrible Northern Line. Iba hacia su casa con las compras cuando Azhar salió de su piso en la planta baja. Se acercó y muy amablemente le cogió dos de las bolsas. Ella le dio las gracias intentando sonar alegre, en consonancia con las fiestas cercanas, pero vio en su cara que la conclusión que había sacado al oír su tono de voz por el móvil era correcta.

—¿Qué quieres beber, té o ginebra? —le ofreció—. Tengo las dos cosas. Es un poco pronto para la ginebra, pero a quién le importa. De perdidos, al río.

La miró con una sonrisa.

—Ojalá el islam me permitiera beber.

—Siempre se puede hacer trampa. Pero no quiero ser una mala influencia. Té entonces. Fuerte. Y te pondré también un bollo, y no creas que tengo ese detalle con todo el mundo…

—Eres demasiado buena conmigo, Barbara —respondió, pero su sonrisa era amarga. Él siempre había sido un hombre de lo más educado.

Ya dentro de la casa, Barbara encendió el fuego eléctrico de la diminuta chimenea y se quitó el abrigo, la bufanda y los guantes. Entonces dudó a la hora de quitarse el gorro de lana. El pelo había empezado a crecerle, pero seguía pareciendo que acabara de recibir un tratamiento de quimioterapia. Azhar, desde el principio, había sido demasiado educado para mencionar el desastre que se había hecho en la cabeza. Supuso que no iba a cambiar de actitud ahora y preguntarle sobre su decisión de afeitarse la cabeza. Así que pensó que qué demonios y tiró el gorro junto con todo lo demás encima del diván.

Estuvo un rato ocupada con el té y metiendo los bollos en la parrilla del horno para que se tostaran. Cuando comprobó que tenía mantequilla para los bollos y leche para el té, se sintió un ama de casa modelo. Incluso, antes de irse de compras, había pasado la mañana poniendo un poco de orden en la casita. Así Azhar pudo sentarse a la mesa y mirar la cocina sin encontrarse ante la incómoda visión de sus bragas secándose en una cuerda encima del fregadero.

Él no le contó nada sobre la llamada hasta que la tetera no estuvo en la mesa acompañada por unas tazas, los bollos tostados y todo lo demás. Después, por desesperante que pareciera, entabló una conversación educada sobre sus compras navideñas, le preguntó por la salud de su madre y por las circunstancias del inspector Lynley, que tenía que enfrentarse a sus primeras Navidades desde la muerte de su esposa. Por fin le dijo que había ido a Bow porque Dwayne Doughty se lo había pedido. Al principio pensó que tenía buenas noticias. Creyó que quería mostrarle en persona hasta donde llegaba su habilidad como detective privado. Pero las cosas habían salido de otra forma.

—Solo quería pasarme la factura —dijo Azhar en voz baja—. El pago en persona es mejor que esperar a que llegue un cheque por correo en la temporada de Navidad, evidentemente.

—Pero ¿qué te ha dicho? ¿Alguna novedad?

Barbara también quería preguntar por qué Azhar no le había pedido que le acompañara en esa visita a la oficina del detective. Pero dejó ese pensamiento a un lado y le ordenó a su cerebro que se comportara, por el amor de Dios. La hija de ese hombre había desaparecido y que no se la hubiera llevado con él para saber si la habían encontrado era mucho menos importante que el hecho de que pudiera haber aparecido.

—El detective consiguió el nombre de la madre de Angelina —le explicó Azhar—. Ruth-Jane Squire. Pero no pudo seguir por ahí, porque no había ninguna indicación en ninguna de sus fuentes de que Angelina hubiera utilizado su nombre de soltera para nada: ni para hacerse un nuevo pasaporte, ni el carné de conducir, ni un falso certificado de nacimiento, ni para algo que exija un nombre falso.

—¿Y eso es todo? —volvió a preguntar Barbara—. Azhar, eso no tiene sentido. Estos tíos, los detectives privados, se saltan la ley continuamente. Buscan en la basura de la gente, les pinchan los teléfonos, entran en sus cuentas de correo electrónico, interceptan su correo postal, utilizan timadores…

—¿Timadores?

—Gente en nómina que finge ser lo que haga falta para conseguir información. Por ejemplo, llamarían al médico de cabecera de Angelina fingiendo ser su asistente social, o lo que fuera necesario, para enterarse de si es cierto que tiene sífilis o cualquier cosa por el estilo.

Él pareció perplejo.

—¿Y eso por qué?

—Porque la gente suele contestar a tus preguntas si actúas como si tuvieras una buena razón para hacérselas. Los timadores siempre intentan sonar más oficiales que las propias personas que se encargan de esas cosas. Supuse que Doughty tendría varias personas así trabajando para él.

—Tiene una socia —le dijo Azhar—. Una mujer. Pero ella se ha limitado a investigar aerolíneas, taxis, minibuses, trenes y el metro. Y no ha descubierto nada.

—¿Estaba allí? ¿Con Doughty? ¿Te informó ella también?

—Él tenía el informe que había hecho la mujer. No llegué a conocerla. —Azhar frunció el ceño—. ¿Era importante que la viera? —Cogió el bollo, lo miró con detenimiento y después volvió a dejarlo en el plato—. Debería haberte pedido que me acompañaras. A ti se te habría ocurrido. Yo… estaba ansioso, Barbara. Cuando me llamó y me dijo que nos reuniéramos en cuanto pudiera, que no quería darme las noticias por teléfono… —Apartó la vista y Barbara vio como hundía los hombros—. Pensé que la tenía. Que iba a entrar en su despacho y que ella estaría allí, y tal vez Angelina también, y todos podríamos hablar y llegar a un acuerdo. —Volvió a mirarla—. Era una tontería, pero llevo varios años no haciendo más que tonterías.

—No digas eso —le reprendió Barbara—. Las cosas pasan, Azhar. Hacemos cosas. Tomamos decisiones que tienen consecuencias… Las cosas son así.

—Eso es cierto, por supuesto —respondió—. Pero la decisión que tomé al principio fue irreflexiva e irracional. La vi, ¿sabes? Desde el otro lado de la habitación.

—¿A Angelina? —Barbara sintió que el corazón le daba un vuelco—. Pero ¿dónde?

—Había otros sitios donde sentarse en el comedor. Pero elegí su mesa.

—Ah, el día que la conociste…

—Cuando la conocí —repitió—. La vi y tomé la decisión de preguntarle si podía acompañarla, aunque no tenía derecho a hacerlo. —Hizo una breve pausa, para considerar detenidamente sus palabras o para pensar en cómo podía verse afectada su amistad con Barbara si las decía—. En ese mismo momento, decidí tener una aventura con ella. Era tan… ególatra. Y tan estúpido…

Barbara no sabía cómo responder a eso porque tampoco tenía muy claro cómo le estaba afectando esa información. No era asunto suyo cómo había empezado la relación que había dado a Hadiyyah como resultado. Pero solo porque algo formara parte del pasado y no fuera de su incumbencia no significaba que fuera inmune a especular y a sacar conclusiones. Y no le gustaban las especulaciones resultantes. Y mucho menos las conclusiones. Se odiaba a sí misma porque ambas, tanto las especulaciones como las conclusiones, tenían algo que ver con ella, con Barbara Havers, con pensar cómo sería ser como Angelina Upman, una mujer que consiguiera que un hombre como Azhar tomara decisiones que cambiarían su vida solo con mirarla.

—Siento mucho todo eso —contestó Barbara—. Aunque no siento lo de Hadiyyah. Y supongo que tú tampoco.

—Claro que no.

—Entonces, ¿cómo han quedado las cosas? Has pagado a Doughty por su tiempo y sus esfuerzos, ¿y ahora qué?

—Me ha dicho que acabará apareciendo por alguna parte. Y que, teniendo eso en cuenta, sería aconsejable que llamara a los padres de Angelina. Dice que acabará recurriendo a ellos en algún momento porque la gente no suele cortar todos los lazos con su familia permanentemente cuando ya no existe una razón para hacerlo.

—¿Y esa razón eras tú, quieres decir?

—Me ha dicho que si la ruptura con Angelina fue provocada por su aventura conmigo y por mi negativa a casarme con ella cuando se quedó embarazada, debería ir a ver a sus padres y comunicarles mi deseo de casarme con ella. Así seguramente perdonarán y olvidarán todo el asunto.

Barbara negó con la cabeza.

—¿Y en qué demonios se basa él para darte tal consejo? ¿En las respuestas de una güija?

—En su hermana. Me explicó que los padres no rompieron relaciones con Bathsheba a pesar de que hizo lo mismo que Angelina: tener una aventura con un hombre casado. Dice que fue porque el hombre en cuestión se casó con ella. Su conclusión es que afirmar que tengo intención de casarme con su hija haría que sus padres me contaran cualquier cosa que sepan sobre su desaparición. Tanto si lo saben ahora, como si se enteran de algo en el futuro.

—¿Y qué le hace pensar a Doughty que saben algo ahora?

—Que nadie desaparece sin dejar una pista —contestó Azhar—. Que parezca que Angelina lo ha hecho indica que alguien la ha ayudado a conseguirlo.

—¿Sus padres?

—El señor Doughty lo justifica así: se trata del tipo de personas a las que no les importa el adulterio siempre y cuando lleve al altar. Dice que debemos aprovecharnos de eso. Y que debo acostumbrarme a utilizar a las personas.

La miró con una media sonrisa triste y una mirada de cansancio infinito que hizo que Barbara quisiera abrazar a ese pobre hombre y acunarle hasta que se durmiera. Lo de utilizar a las personas no estaba entre las habilidades de Azhar, ni siquiera en esa situación, en la que deseaba desesperadamente recuperar a su hija. No sabía cómo iba a poder hacerlo.

—¿Y cuál es el plan entonces?

—Ir a Dulwich y hablar con sus padres.

—Déjame ir contigo.

De repente, su gesto se relajó.

—Eso es lo que esperaba que dijeras, Barbara, amiga mía.