17 de mayo
Isle Of Dogs, Londres
Dwayne Doughty consiguió aguantar el tipo delante de su mujer hasta la hora de acostarse. No quería preocuparla ni ver sus ojos azules llenarse de lágrimas al pensar en que tal vez tendrían que salir huyendo del país para librarse de una investigación policial. Lamentó el día en que se metió en ese embrollo italiano. El esfuerzo que tuvo que hacer para ocultar a su esposa ese arrepentimiento, desde que llegó a casa hasta que se fue a la cama, le produjo un fuerte dolor punzante en la cabeza.
Candace supo que algo iba mal. No era idiota. Pero él consiguió librarse de sus preguntas con la vaga respuesta: «Algún que otro quebradero de cabeza en el trabajo, cariño», lo que ella aceptó por esa noche, pero seguro que no aceptaría al día siguiente. Tenía que perfeccionar su forma de fingir —algo bastante difícil si se trataba de actuar ante Candace— o encontrar una solución para su problema.
Se levantó a las tres y media. En la cocina del adosado en el que vivían preparó muy silenciosamente una cafetera, sirvió una taza y se sentó a la mesa mirando al vacío mientras reflexionaba sobre sus posibilidades. Una hora después, casi había acabado un paquete de galletas de higo —que habían sido siempre sus favoritas, desde niño—, pero no había conseguido nada, excepto un caso leve de ardor de estómago y uno más grave de culpa alimentaria.
Tenía que haber alguna posibilidad en ese momento, pensó, por la simple razón de que siempre había alguna si te tomabas el tiempo y la paciencia suficiente para llegar a encontrarla. No tenía intención de tirar por el desagüe todo su trabajo, los años que había pasado levantando su negocio de la nada y, de paso, toda su vida. En el pasado nunca había dejado que le venciera nada y no estaba dispuesto a hacerlo ahora. Y sobre todo no se iba a dejar vencer por un detective de Scotland Yard con una forma de hablar pija, que delataba su educación en un colegio privado, y un traje a medida de Savile Row que casi gritaba: «Un criado de confianza lo ha llevado durante dos años antes de que yo me lo pusiera». No, eso no iba a pasar. Pero, a menos que ocurriera algo que lo evitara, no quedaban más que unos días para que alguien llamara a su puerta y anunciara que se avecinaban serias dificultades en el futuro.
Había sido culpa suya. Desde la primera vez que la vio se dio cuenta de que era policía, e incluso Em Cass se lo confirmó. Pero eso no le detuvo. Accedió a ayudar al profesor a encontrar a su hija —Dios, tenía que endurecer su tierno corazón o eso iba a acabar con su trabajo— y mira adónde le había llevado. Se había pasado los últimos veinte años de su vida posmilitar dejándose los cuernos para nada —como hizo su padre antes que él—, solo para que su familia y su apellido se alejaran otro paso más de las minas de carbón de Wigan. Tenía dos hijos que habían conseguido licenciaturas en universidades respetables, y se había jurado que los hijos de ellos —cuando los tuvieran— obtendrían un título de Oxford o Cambridge. No tenía intención de renunciar a eso por tener que huir del país o pasarse un tiempo entre rejas siendo la zorra de algún maleante sudoroso… Pero ¿qué iba a hacer para evitarlo?
Otra taza de café. Otras cuatro galletas de higo. Eso le llevó a pensar en sus socios y en cuánta culpa podía echarles a ellos. Siempre había sido un hombre cuidadoso, así que no había ningún vínculo directo entre él y todos los planes y arreglos que se habían hecho. Aparte del día que fueron al lujoso piso de Emily en Wapping y, cierto, una vez en el despacho de Emily, él nunca había hablado directamente del asunto con Bryan Smythe, así que podía echarse las manos a la cabeza por el horror y la impresión, y echar a Em a los lobos. Después de todo, ella era quien había pasado sus instrucciones, de viva voz, a Smythe. ¿Sería muy difícil demostrar que todas las ideas que habían desembocado en actos ilegales habían salido de ella? Pero la pregunta era: ¿de verdad podía hacerle eso a Em después de todos los años que llevaban trabajando juntos?
Sabía la respuesta, antes incluso de acabar de formular la pregunta. Tenía un pasado con Em. Y también con Bryan. Así que tenían que salir del hoyo todos juntos. Ser un tipo tan ético era una suerte de maldición personal.
La segunda hora que dedicó a pensar en el problema solo le llevó a suponer que, tal vez, podría utilizar en su beneficio, de alguna forma, la posible vinculación emocional del tal Lynley con la sargento Barbara Havers, igual que había empleado el obvio enamoramiento de esa mujer con el profesor pakistaní para tenerla controlada. La dificultad estaba en que no llegaba a creer que había realmente una relación entre la sargento y el inspector pijo. Eso era una nuez de cáscara muy dura que tenía que conseguir abrir, y solo tenía noventa minutos más para hacerlo antes de que sonara el despertador de Can, ella saliera a la cocina y se diera cuenta, nada contenta, de que había devorado todas las galletas de higo.
Pensar en lo poco que le iba a gustar a Can lo de las galletas de higo le incitó a ocultar las pruebas. Tenía que hacer otra cafetera, así que se levantó de la mesa de la cocina y arrugó el paquete de las traicioneras galletas. No podía tirarlo a la basura. Su mujer lo encontraría, y eso provocaría una charla sobre sus hábitos nutricionales. Así que cogió un periódico doblado del taburete que había junto a la puerta de la cocina, donde había un montón preparado para reciclar, y lo desdobló junto al fregadero. Echaría ahí los posos del café y escondería debajo el envoltorio de las galletas. Se suponía que también debía reciclar los posos —o tal vez fuera reutilizarlos como abono, nunca se acordaba de cómo se decían las cosas que se hacían con la basura—, pero podía hacer una excepción esta vez y no darles un uso mejor.
Los sacó de la cafetera. Colocó el envoltorio sobre el periódico desdoblado y, cuando estaba a punto de tirar los posos encima, sintió que su mano se detenía en el aire, como si se tratara de una escena de la Biblia. Ahí, delante de él, debajo del envoltorio de las galletas, estaba la respuesta. O al menos parte de ella. Porque había abierto el periódico por una página cuyos elementos reconoció inmediatamente: Italia, la muerte de una mujer inglesa, un posible encubrimiento y un continuará. Apartó el paquete de galletas y leyó. Todos los nombres le sonaban. El problema era que había abierto el periódico por la mitad de la historia. Solo con leer un párrafo, las compuertas de sus habilidades para planear, inventar y, finalmente, triunfar se abrieron… Pero necesitaba el resto de la noticia.
No era un hombre que rezara, pero, en ese momento, rezó para que Candace no hubiera utilizado la primera página del periódico para tirar las sobras del chile con carne de la noche anterior. Buscó en la pila de candidatos al reciclaje y encontró lo que buscaba. Era un nombre, el del periodista. Ahí estaba, debajo del titular de la primera página: Mitchell Corsico. A Dwayne le sonó italiano, pero, fuera de donde fuera, obviamente ese hombre hablaba su idioma. Y por eso era su respuesta. Él era el plan.
Entonces, Dwayne Doughty, a pesar del ardor de estómago y de tener los nervios tensos como el cable por el que caminaría un funámbulo, por causa de la cafeína, sintió que, por fin, todo empezaba a ir bien.
Lucca, la Toscana
Lo que Barbara no había tenido en cuenta era el empeño de Hadiyyah de estar con su padre. Había estado tan ansiosa por separarla de Lorenzo Mura y protegerla de todo lo que pudiera ocurrirle si sus repugnantes abuelos venían a buscarla, que no le había cabido nada más en la cabeza que recogerla y llevársela corriendo a Lucca con ella.
Eso fue suficiente al principio. Cenaron en Lucca, en un restaurante y cafetería internacional en Via Malcontenti. En las paredes colgaban manteles decorados por clientes que habían pasado por allí y en los que ensalzaban las virtudes de las pizzas, el gulash o el hummus en varios idiomas. De postre se tomaron un gelato que compraron a un vendedor cerca de la oficina de turismo en la Piazzale Giuseppe Verdi. Después fueron desde la oficina a una sección de la antigua muralla, rodeadas de italianos que habían salido a dar un paseo a última hora de la tarde. Cuando por fin volvieron a la Pensione Giardino, Hadiyyah estaba ya lista para echarse directamente a dormir en la segunda cama de la habitación de Barbara.
Pero no se podían esquivar las balas mucho tiempo. La primera llegó de Corsico, que llamó a las siete y media de la mañana pidiéndole la siguiente historia para su editor, que tenía que ser algo más o menos del estilo de: «La agonía de una niña inglesa con su padre en prisión», dijo. Le aseguró que él se ocuparía de todo —«como es habitual, Barbara»—; lo único que necesitaba de ella era que hiciera que la niña se asomara con expresión enternecedora a la ventana de la pensione.
—La pobre echa de menos a su padre y toda esa mierda, ya sabes —concluyó.
Barbara se lo quitó de encima diciéndole que Hadiyyah todavía estaba dormida y que ya le llamaría cuando se despertara. Pero eso produjo la llegada de la segunda bala: el deseo de la niña de ver a su padre.
Eso era lo último que quería Azhar, Barbara lo sabía: que su amada hija le viera con el uniforme de la cárcel, sentado con los demás presos el día de visita. Ella no iba a hacerle eso a ninguno de los dos, así que le dijo que su padre estaba ayudando al inspector Lo Bianco a investigar unas cuantas cosas que tenían que ver con la muerte de su madre. En ese momento estaba fuera de la ciudad, explicó a la niña, y quería que Hadiyyah se quedara al cuidado de Barbara. Eso era cierto, así que, si después tenía que ampliar la historia, podría hacerlo sin tener que volver sobre sus pasos. No le gustaba ocultarle la verdad a Hadiyyah, pero no había otro remedio.
Además sabía que tenía que hacer algo para mantener a Hadiyyah lejos de las garras de los Upman. La investigación de la muerte de Angelina nunca iba a acabar apuntando a Azhar, pero hasta que los italianos llegaran a esa conclusión, él se quedaría en prisión, lo que les daba a los Upman la oportunidad de reivindicar sus derechos si querían. Tenía que conseguir que no encontraran a Hadiyyah. Lo mejor para eso sería sacarla de Italia y llevarla a un lugar donde no pudieran localizarla.
No tardó en encontrar ese lugar. Pero necesitaba a Lynley para organizarlo. Así que sugirió a Hadiyyah que preguntara a la signora Vallera si podía ver la televisión en la parte familiar de la pensione, mientras Barbara hacía unas cuantas llamadas urgentes. Cuando Hadiyyah preguntó arrugando la frente de una forma ansiosa y a la vez expectante: «¿Puedo ver la película de mami, Barbara?», ella aceptó la idea como el mejor plan posible. Eso la calmaría y a la vez la mantendría ocupada.
—Vamos a ver si tienen un reproductor de DVD, ¿vale? —Y esperó que el italiano de Hadiyyah fuera lo bastante bueno para conseguir averiguar eso.
Lo era. Pronto ella y la niña de la señora Vallera estaban sentadas una al lado de la otra en el sofá viendo a Angelina Upman y a Taymullah Azhar hablando a la cámara. Barbara volvió al comedor para llamar al móvil del inspector Lynley.
Antes de que a él le diera tiempo a decir más que: «Isabelle ha tenido una cita con Hillier, Barbara», ella le interrumpió.
—Tengo a Hadiyyah. Necesita volver a Londres. Mura ha llamado a los padres de Angelina para que vengan a buscarla, y antes de eso, necesitamos…
Él no la dejó seguir, irritado.
—Barbara, ¿me escuchas alguna vez? ¿Me has oído? No sé de lo que han hablado, pero, sea lo que sea, probablemente no será bueno.
—Lo que usted sigue sin entender es que lo que importa es Hadiyyah —dijo ella—. Tengo mi identificación policial, así que puedo conseguirle a la niña un billete, pero usted tendrá que ir a recogerla cuando llegue.
—¿Y después qué? —se atrevió a preguntar.
—Después tiene que esconderla.
—Dime, si eres tan amable, que no te he oído bien, por qué me ha dado la impresión de que has dicho que tengo que esconderla.
—Señor, solo será durante el tiempo que me lleve sacar a Azhar de la cárcel. Tengo que hacer algunas gestiones por aquí. Poner a algunas personas los puntos sobre las íes. Usted y yo sabemos que si los Upman le ponen las manos encima a Hadiyyah, será imposible que Azhar pueda recuperarla.
—Tú y yo no sabemos nada parecido —respondió Lynley.
—Por favor, señor. Se lo suplicaré si es necesario. Necesito su ayuda. Puede quedarse con usted, ¿no? Charlie puede cuidar de ella. La va a adorar. Y ella a él.
—Y cuando tenga una audición, ¿sería conveniente que la llevara con él o que la dejara en casa ocupada en alguna tarea? Algo como lustrar la plata, por ejemplo.
—Puede llevarla con él. Se lo pasará bien. O puede dejarla con Simon y Deborah. El padre de Deborah puede cuidarla, o incluso Deborah. Le encantan los niños. Lo sabe. Por favor, señor.
Se quedó callado. Ella rezó. Pero cuando respondió no fue para decir algo que sirviera para animarla.
—He estado en su laboratorio, Barbara.
El estómago se le convirtió en líquido.
—¿El laboratorio de quién?
—Hay otra conexión, una entre Azhar e Italia antes del secuestro de Hadiyyah y la muerte de Angelina. Vas a tener que aceptar lo que está pasando y preparar a Hadiyyah para que ella también lo haga.
—¿Qué? —Se obligó a pronunciar la palabra. Desde la otra habitación le llegaba el doblaje del vídeo de Angelina y Azhar, y oía a Hadiyyah hablando con la signora Vallera o con su hija.
—Tiene incubadoras, Barbara —dijo Lynley—. Dos juegos. Uno llegó desde aquí, desde Birmingham. Y el otro desde Italia.
—¿Y? —preguntó, aunque su incredulidad era fingida—. Tal vez tenga también un par de zapatos italianos, inspector, pero no tiene sentido pensar que eso tiene algo que ver con la muerte de Angelina. Las incubadoras italianas no tienen nada que ver con esto, y usted lo sabe. Dios, ¿y si encuentra aceite de oliva italiano en el armario de su cocina? ¿O una bolsa de pasta importada? ¿O queso? Quizá le guste el parmesano.
—¿Ya has acabado? ¿Me permites continuar? —Como no dijo nada más, Lynley prosiguió—: Las incubadoras italianas por sí mismas no significan nada. Pero si tienes incubadoras, también tienes las condiciones bajo las que la empresa que las fabrica las prueba para asegurarse que cumplen con la tarea para la que están diseñadas. ¿Estamos de acuerdo en ese punto?
Ella se quedó callada un momento, pensando. Sentía un peso en su interior, algo que no podía ignorar.
—Supongo que sí —concedió por fin.
—Bien. ¿Y qué mejor manera de probar esas incubadoras, Barbara, que con los diferentes tipos de bacterias que se pretende hacer crecer en ellas?
Ella se le adelantó.
—Oh, por favor. Eso es ridículo. ¿Qué se supone que hizo? ¿Pasarse por la empresa de aquí y decir «Hola, chicos. ¿Qué os parece si le echamos un poco de esa E. coli tan virulenta a la pizza de alguien? Solo para comprobar que las incubadoras funcionan bien, ya sabéis»?
—Creo que entiendes lo que quiero decir, Barbara.
—Pues la verdad es que no.
—Lo que digo es que hay otro vínculo. Y tú no te puedes permitir ignorar un vínculo.
—¿Y qué pretende hacer con esa información?
—Tengo que dársela al inspector jefe Lo Bianco. Lo que él decida hacer con ella…
—Oh, por todos los santos. Pero ¿qué pasa con usted? Ha perdido el norte. ¿Cuándo se ha convertido en alguien tan obediente y respetuoso de los procedimientos? ¿Quién le ha convertido en eso? Ha tenido que ser «Isabelle».
No dijo nada. Barbara supuso que estaba contando hasta diez. Sabía que había cruzado una línea al mencionar a la superintendente Ardery, pero en ese momento no tenía tiempo para cortesías.
—Será mejor que no sigamos por ahí —contestó por fin.
—No, no —dijo ella—. Mejor que nos quedemos con lo que sabemos con seguridad. Lo que yo sé es que no tiene intención de ayudarme. Que Hadiyyah se apañe lo mejor que pueda. Eso pretende, ¿no? Cumplirá con su deber. O llamará «deber» a lo que haga. Dejará escapar un suspiro y dirá: «Así son las cosas» o alguna chorrada parecida, y mientras habrá vidas pendiendo de un hilo, pero ¿a usted qué le importa? Ninguna de esas vidas es la suya. —Esperó a que respondiera a lo que había dicho, pero, cuando no lo hizo, continuó—: Pues bien. No le voy a pedir que retenga la información durante un par de días. Porque eso sería no cumplir con su deber, ¿verdad?
—Barbara, por el amor de Dios.
—Esto no tiene nada que ver con Dios. Ni con el amor. Tiene que ver con lo que está bien.
Y le colgó. Se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Sus palmas estaban húmedas. Dios, pensó, tenía que recuperar la compostura. Fue al comedor, bebió un vaso de zumo de naranja que había en la barra y pensó burlonamente: «Vaya, debería tener cuidado. Alguien podría haber tirado E. coli ahí». Y entonces quiso echarse a llorar. Pero tenía que pensar, y en lo primero que pensó fue en que debía llamar a Simon y Deborah Saint James. Se lo pediría a ellos. O quizás a Winston. Vivía con sus padres, ¿no? Ellos podrían cuidar a Hadiyyah, ¿verdad? O si no alguna novia que tuviera. Seguro que tenía muchas. O tal vez la señora Silver, de Chalk Farm, la que cuidó a Hadiyyah durante las vacaciones escolares. Aunque Chalk Farm sería el primer lugar al que iría alguien que la estuviera buscando, e intentaría encontrarla en uno de los pisos de la mansión eduardiana reformada.
Algo, tenía que pensar algo, se dijo. Ella podía llevarse a Hadiyyah a Londres, pero eso significaría abandonar a Azhar a su suerte. No podía hacer eso. No importaba lo que todos dijeran o creyeran, ella sabía quien era realmente ese hombre.
Fue a buscar a Hadiyyah. Por ahora se quedaría con ella. Era lo mejor que podía hacer. Pasara lo que pasara, no iba a permitir que cayera en manos de los Upman.
Hadiyyah seguía en la zona familiar de la casa. La signora Vallera se había sentado con ella a ver el DVD. A Barbara le pareció que lo estaban repitiendo por tercera o cuarta vez.
Se sentó en una silla de respaldo recto y se puso a ver junto a los demás a Angelina Upman y a Taymullah Azhar, hablando de su hija desaparecida. La cámara mostraba la cara demacrada de Angelina. Después a Azhar. Y después lo que había tras la mesa a la que se sentaban, bajo la glicinia, en compañía del hombre con la cara infestada de verrugas. Ese tipo hablaba con tal velocidad y pasión que era difícil fijarse en cualquier cosa que no fuera él. Las otras dos personas, la mesa, el fondo… Todo quedaba ensombrecido mientras el hombre escupía y rugía.
Y eso, se dio cuenta Barbara de repente, en un momento de clarividencia, era por lo que habían puesto el vídeo en televisión, se lo habían dado a Hadiyyah y ella lo había repetido una y otra vez, pero nadie se había dado cuenta de lo que tenían justo delante todo el tiempo.
—Oh, Dios mío —murmuró.
Se sintió algo aturdida y la mente empezó a darle vueltas mientras pensaba en el siguiente paso, y después en el siguiente y en un tercero. Y todos esos pasos iban a evolucionar para formar un plan. Lynley no la iba a ayudar, lo sabía. Y eso solo le dejaba una posibilidad.
Lucca, la Toscana
Mitchell Corsico era el proverbial puerto en la tormenta que estaba a punto de estallar. Llevaba en Italia el tiempo suficiente para tener el tipo de fuentes que Barbara necesitaba ahora, pero sabía que él querría hacer un trato. No le daría nada a menos que tuviera esa foto de Hadiyyah. Así que le llamó al móvil y se preparó para una ronda de negociaciones con el periodista.
—¿Dónde estás? —preguntó—. Tenemos que hablar.
—Pues es tu día de suerte —dijo. Justo en ese momento estaba fuera, en la piazza, tomándose un caffè y un brioche mientras esperaba a que Barbara entrara en razón en cuanto a Hadiyyah Upman. Había estado trabajando en el artículo, por cierto. Era lacrimógeno. A Rodney Aronson le iba a encantar. Una primera página garantizada.
—No te falta confianza, ¿eh? —le dijo Barbara con cierta acritud.
—En mi trabajo, mejor tenerla. Además, se acaba reconociendo el olor de la desesperación.
—¿La de quién?
—Oh, yo diría que ya lo sabes.
Le dijo que se quedara donde estaba. Iría a hablar con él. Le encontró justo donde había dicho: bajo una sombrilla en una mesa de la cafetería que había enfrente de la pensione. Había acabado su café y su dulce, y ahora estaba muy ocupado escribiendo en su portátil. Su exclamación «¡Dios, pero qué bueno soy!» cuando ella llegó adonde estaba dejó claro a Barbara que estaba trabajando en el artículo sobre Hadiyyah.
Sacó del bolso la foto escolar de Hadiyyah que le había enseñado a Aldo Greco el día anterior. La puso sobre la mesa, pero no se sentó.
Mitch miró la foto y después a ella.
—Y esto es…
—Lo que quieres.
—Eh… no. —La empujó hacia ella y siguió escribiendo—. Si estoy fabricando este montón de estiércol —dijo señalando su portátil— para el deleite del gran público británico, tengo que tener algo genuino en el artículo, y ese algo será la foto de la niña aquí en Italia.
—Mitch, escúchame…
—No, escúchame tú, Barbara. Por lo que Rod sabe, yo podría estar aquí tomándome las vacaciones de mi vida, aunque nunca habría escogido Lucca para eso, porque la vida nocturna que hay aquí se limita a muchos italianos en bicicleta, con zapatillas de deporte o con sillitas de bebé dando vueltas a la ciudad por encima de esa muralla como si fueran cuervos mirando el cadáver de un accidente de coche. Pero eso él no lo sabe, ¿verdad? Para él Lucca es el Miami Beach italiano. Necesito algo que le demuestre que voy detrás de una historia. Y, por lo que veo, tú necesitas ir detrás de algo, así que cooperemos. Empecemos con una foto de la niña, en la que se vea que está en Italia, por cierto, y sigamos desde ahí.
Barbara se dio cuenta de que no tenía sentido discutir más. Recogió la foto de Hadiyyah y cedió. Ella le haría la fotografía, porque no quería ir a ver a Azhar y decirle que había permitido que un periodista de un tabloide le hiciera una fotografía a su hija. Colocaría a Hadiyyah en la ventana del comedor, que daba a la piazza. También fotografiaría la fachada del edificio para que el editor de Mitchell viera que su reportero estrella estaba en Italia trabajando como un loco. Después podría editar el tamaño de la foto como quisiera. Ella le garantizaba que Hadiyyah sería la viva imagen de la pena.
A Corsico no le entusiasmó el plan, pero le dio su cámara digital. Barbara la cogió y le dijo lo que quería a cambio de la foto: una conversación con uno de sus nuevos amigos periodistas italianos, uno que tuviera acceso a las noticias de televisión.
—¿Por qué? —preguntó Corsico receloso.
—Tú hazlo, Mitchell. —Volvió a cruzar la piazza.
Lucca, la Toscana
Cuando Salvatore habló con el inspector Lynley vio inmediatamente que la conexión que sugería el inglés podía tener más de una derivación. DARBA Italia era la fabricante de dos de las incubadoras del laboratorio del profesor Taymullah Azhar, le dijo Lynley, lo que probaba una conexión hasta entonces desconocida entre el microbiólogo e Italia que valía la pena investigar. Salvatore estuvo de acuerdo, pero solo pensar en fabricantes de incubadoras le vino a la cabeza algo más grande que una sola empresa. A un congreso internacional de microbiólogos seguro que iban fabricantes del equipamiento que utilizaban para hacer demostraciones de sus aparatos, con la esperanza de vender, ¿no?
Así que le contó a Ottavia Schwartz la nueva dirección que tomaba la investigación del congreso de Berlín. Tenía dos nuevas preguntas que debía responder. ¿Habían asistido fabricantes de equipos de laboratorio al congreso? Y si lo habían hecho, ¿cuáles y qué personas, con nombre y apellidos, habían ido a representarlos a Berlín?
—¿Qué es lo que busca? —preguntó Ottavia razonablemente.
Cuando Salvatore le dijo que no estaba del todo seguro, ella suspiró y murmuró algo, pero se puso a ello.
Después fue a ver a Giorgio Simione.
—DARBA Italia —le dijo—. Quiero saberlo todo sobre esa empresa.
—¿Qué tipo de empresa es? —preguntó Giorgio.
—No tengo ni idea. Por eso quiero saberlo todo.
Salvatore iba de vuelta a su despacho cuando vio a la sargento Barbara Havers entrando en el vestíbulo de la questura. Pero ese día no iba a acompañada por la traductora Marcella Lapaglia. Estaba sola.
Salvatore se acercó a ella. Se fijó en que iba vestida de una forma muy parecida a la del día anterior. Las prendas no eran las mismas, pero su naturaleza desaliñada no había cambiado. Al menos aquel día llevaba la camiseta sin mangas metida por dentro del pantalón. Pero eso sacaba a la luz la forma de barrica de vino que tenía su cuerpo, así que no estaría de más que alguien le recomendara que la llevara por fuera.
Cuando ella le vio, empezó a hablar muy alto y con gestos exagerados que intentaban explicar lo que ella quería decirle. No pudo evitar sonreír. Era la persona más decidida que había conocido. Hacía falta cierta fortaleza para intentar hacerse entender en un país en el que uno era extranjero y cuyo idioma no hablaba. Si estuviera en su lugar, se preguntó si podría hacer lo mismo.
Barbara se señaló.
—Yo —dijo— quiero que usted —le señaló a él— vea —se señaló los ojos— esto. —Y señaló la pantalla de un ordenador portátil que llevaba.
—Ah. Tú querer que yo ver eso —dijo en la forma terrible con que hablaba su idioma, y después prosiguió—: Che cos’è? E perché? Mi dispiace, ma sono molto occupato stamattina.
—Mierda —murmuró la mujer para sí—. ¿Qué habrá dicho?
Volvió a repetir la secuencia de palabras y gestos. Salvatore se dio cuenta de que sería más rápido ver lo que quería que viera que encontrar a alguien que pudiera traducirle lo que ya había entendido. Así que le hizo un gesto para que le siguiera a su despacho. De camino pidió a Ottavia que encontrara a la traductora habitual de la policía, por si lo que la detective inglesa quería que viera le sugería alguna pregunta. Si no estaba disponible la habitual, le dijo, que encontrara a otro. Pero que no fuera Birgit. Chiaro?
Ottavia enarcó una ceja ante la mención de Birgit, pero asintió. Lanzó una mirada a la sargento que consiguió trasmitir la incredulidad de una mujer italiana ante el hecho de que alguien de su mismo sexo pudiera ir por ahí así vestida, pero después siguió con su trabajo. Encontraría a alguien y rápido.
Salvatore entró en su despacho con la sargento. Le dijo educadamente: «Un caffè?», a lo que la sargento respondió con una larga parrafada. Entre sus palabras Salvatore reconoció «tiempo». Ah, pensó. Le estaba diciendo que no había tiempo. Bah, pensó él. Siempre había tiempo para un caffè.
Fue a hacerlo tras señalarle una silla para que se sentara. Cuando volvió al despacho, ella puso el portátil en medio de su mesa y se quedó de pie al lado. Encendió un cigarrillo, lo miró, lo señaló y dijo:
—Espero que esto le parezca buono.
Salvatore sonrió, asintió y abrió una ventana. Le señaló el caffè que le había traído. Ella le echó dos terrones de azúcar, pero durante todo el tiempo que duró la reunión no le dio ni un sorbo.
Cuando él empezó a revolver su caffè, ella preguntó, con las cejas levantadas: «¿Preparado?». Señaló al portátil y sonrió alentadoramente. Él se encogió de hombros en señal de asentimiento. Pinchó en la pantalla del portátil e hizo un gesto a Salvatore para que se uniera a ella junto a la mesa.
—Bien. Mire esto, Salvatore —dijo ella, y él supuso que quería decir «guardi», así que eso fue lo que hizo.
Pronto se encontró viendo la entrevista de Angelina Upman y Taymullah Azhar que había salido en las noticias de televisión. Era el llamamiento que habían hecho para que su hija no sufriera ningún daño y volviera con ellos. También contenía la perorata enfebrecida de Piero Fanucci sobre llevar al criminal ante la justicia como fuera. Salvatore vio la secuencia como le había pedido, pero no sacó nada de ella. Cuando terminó, miró a Barbara Havers con el ceño fruncido. Ella le mostró un dedo extendido y le dijo: «Espere». Entonces le señaló que debía seguir mirando la pantalla, donde seguía la grabación.
La siguiente secuencia incluía una conversación que resultaba prácticamente inaudible, pues la gente de la televisión les estaba quitando los micrófonos. Salvatore no veía la relación de eso con lo que tenían entre manos. Entonces apareció Lorenzo Mura con una bandeja. En ella había copas de vino y platos que empezó a repartir entre los del equipo de televisión. Entonces puso un plato y una copa delante de Fanucci, hizo lo mismo con la reportera, y después con Taymullah Azhar. Pero a Angelina solo le dio un plato.
Barbara Havers congeló la imagen en ese momento. Señaló a la pantalla y dijo con voz alterada:
—Ahí está su E. coli, Salvatore. Está en la copa que le dio a Azhar.
Salvatore captó E. coli. Por donde estaba intentando dirigir su atención —señalaba con el dedo la copa que había delante del profesor— entendió lo que quería decir. Lo que no comprendió fue lo que dijo después, porque habló tan rápido que solo entendió algunos nombres. Ella había dicho:
—Era para Azhar, no para Angelina. Quería que bebiera el vino con la E. coli. Pero no sabía que Azhar es musulmán. Tiene un vicio que no debería tener: fuma, pero no bebe. Hace todo lo demás que le exige su religión. La peregrinación que llaman hajj, el ayuno, las limosnas, todo lo demás. ¡Y no bebe! Seguramente nunca lo ha hecho. Angelina lo sabía, así que le cogió la copa. Ahora, mire. —Y puso la siguiente secuencia de la grabación. En ella, Angelina cogía el vino que se suponía que era para Azhar. Barbara Havers le dijo con un guiño—: Igualito que Hamlet, ¿eh, amigo? Mura intentó que no la bebiera, pero ella creyó que lo que le preocupaba era el embarazo. ¿Y qué iba a hacer él entonces? Supongo que podría haberse lanzado hacia la mesa y haberle arrancado la copa de la mano. Pero todo pasó muy rápido. Se lo bebió de un trago. ¿Y entonces qué? Eso es lo que quiere preguntar, ¿eh? Bueno, podría haberla hecho vomitar, supongo, o podría haber confiado en su misericordia y confesar la verdad, pero nunca estuvo del todo seguro de ella, ¿a que no? Ninguno de sus hombres lo estuvo. Los quería y después los dejaba, y hubo veces que tenía hasta tres a la vez. Ella era así. Eso es, supongo, lo que la diferenciaba de su hermana, y eso era lo que las dos más querían: ser diferentes la una de la otra. Pero supongamos que se decide y le cuenta lo que ha hecho —«perdona, cariño, pero te acabas de tomar una copa de bacterias mortales»—, ¿y qué? ¿Cómo le iba a mirar ella a partir de entonces?
Salvatore no entendió prácticamente nada de todo eso. Así que se sintió muy agradecido cuando Ottavia apareció con la traductora de la questura, una mujer de unos treinta años, multilingüe y con un escote que distraía tanto, porque enseñaba demasiado canalillo —Dio, ¿serían unos veinte centímetros?—, que momentáneamente olvidó el nombre de la traductora. Pero lo recordó un momento después: Giuditta no sé qué. La chica preguntó en qué podía ayudarlos.
Ella y Barbara conversaron largo rato. Tras la traducción igual de larga de Giuditta, Salvatore solo hizo dos preguntas. Ambas eran cruciales para construir un caso, si es que se podía construir un caso sobre una especulación como aquella. Quiso saber cómo y por qué.
Barbara explicó primero el porqué: ¿que por qué iba a querer Lorenzo Mura matar a Taymullah Azhar? Buena pregunta, Salvatore. Después de todo, él se había quedado con la mujer de Azhar. Se la había arrebatado al pakistaní. Vivía con él en Italia, lejos de Londres. La había dejado embarazada. Se iban a casar. ¿Qué sentido tenía entonces?
—Pero ¿quién podía confiar en Angelina Upman? —empezó a explicar la sargento inglesa—. Estaba liada con Esteban Castro a la vez que con Azhar. Dejó a ambos por Lorenzo Mura. Todo el mundo veía que había un vínculo entre Azhar y ella. Y, aparte de eso, compartían a Hadiyyah. Cuando Azhar apareció en escena, se iba a convertir en un elemento permanente en sus vidas. E incluso puede que ella decidiera volver con él. ¿Quién sabe lo que ella podría hacer?
—Pero librarse de Azhar no habría asegurado su situación con Angelina —señaló Salvatore.
Barbara escuchó la traducción y después dijo:
—Claro, pero eso no era lo que él pensaba. No estaba viendo la imagen completa de «si no me deja por Azhar, tal vez me deje por otro». Él solo quería que Azhar desapareciera, y lo hizo de la mejor forma que podía: haciéndole enfermar y esperando que palmara. Así se acababa el problema. Salvatore, cuando la gente está celosa, no piensa con claridad. Solo quieren que el objeto de sus celos desaparezca. O quede destruido. O hundido. O lo que sea. Pero ¿qué era lo que tenía Lorenzo en ese momento? La vuelta del amante abandonado, el padre de Hadiyyah de nuevo en la vida de la niña y de Angelina.
—Pero los hombres superan cosas como esa todos los días.
—Pero esos hombres no tienen una relación con Angelina.
Salvatore lo pensó. Era posible, se dijo. Pero «solo» posible. Seguía quedando la cuestión más peliaguda: la E. coli. Si lo que decía la sargento había sucedido así, ¿cómo había conseguido Lorenzo esa bacteria? Y no solo la bacteria, sino una cepa mortal.
Preguntó a la sargento por eso, por cómo pudo haber adquirido la E. coli. Ella no tenía respuesta para eso. Ambos —y Giuditta— meditaron sobre ese tema tan espinoso en silencio. Entonces Giorgio Simione entró en el despacho de Salvatore.
Durante un momento, Salvatore parpadeó, confuso. Le había encargado algo, pero no se acordaba de lo que era, ni siquiera cuando Giorgio intentó recordárselo diciendo: «DARBA, ispettore».
—Come? —preguntó él, y repitió lo que Giorgio había dicho.
Cuando el chico aclaró «DARBA Italia», Salvatore lo recordó.
—Está aquí en Lucca —le dijo Giorgio—. En la carretera que va a Montecatini.
Lucca, la Toscana
Tenía que ocuparse primero de Mitchell Corsico. Le había hecho un enorme favor consiguiéndole el metraje completo y sin editar de la grabación de las noticias de televisión a través de uno de los contactos que había hecho entre los periodistas italianos. Él querría alguna contrapartida por ello; además, tendría que tener un detalle jugoso y significativo para el italiano que le había ayudado. Quid pro quo y esas cosas. Así que Barbara debía contarle algo y asegurarse de que fuera algo bueno.
Cuando entendió, tras la traducción, que la intención de Salvatore era visitar inesperadamente DARBA Italia, ella decidió que le iba a acompañar. Pero no podía tener a Mitch Corsico pisándoles los talones hasta allí. Salvatore y ella necesitaban tiempo para conseguir información. Y nada de esa información debía filtrarse a la prensa.
Le había dejado en la cafetería de la esquina de la calle de la questura, frente a la estación de tren, y lo último que necesitaba era que Salvatore Lo Bianco viera con sus ojos de párpados caídos a Corsico, esa versión inglesa del Llanero Solitario sin máscara. Gracias a la distancia y a la cantidad de gente que había, supo que podría escapar de la questura sin que Mitchell se enterara de adónde iba. Pero, si se enteraba, se le iban a complicar las cosas.
Tuvo que empezar a usar medias verdades. Mientras Salvatore iba a buscar su coche al aparcamiento junto a la questura, llamó a Corsico.
—Tenemos un posible origen para la E. coli —le dijo—. Voy para allá ahora mismo.
—Espera un momento. Tú y yo teníamos un acuerdo. No te voy a permitir que…
—Tendrás la historia, Mitch, y serás el primero. Pero, si apareces ahora y nos sigues, Salvatore va a querer saber quién eres. Y eso iba a ser difícil de explicar, te lo aseguro. Confía en mí. Por ahora tenemos que mantener las cosas así. Si se entera que estoy filtrando cosas a la prensa, se acabó.
—Ah, ¿ahora es Salvatore? Pero ¿qué está pasando?
—Oh, por Dios. Es un colega. Vamos a un sitio que se llama DARBA Italia, y eso es todo lo que sé. Está aquí, en Lucca, y yo creo que es el origen de la E. coli, que de allí fue de donde la sacó Lorenzo Mura.
—Si está aquí en Lucca, también puede ser de donde la sacó el profesor —señaló Corsico—. Estuvo aquí en abril buscando a la niña. Lo único que tenía que hacer era ir hasta ese lugar y comprarla.
—Oh, claro. ¿Lo que me estás diciendo es que Azhar, un hombre que no habla ni una palabra de italiano, por cierto, se fue hasta DARBA Italia con las manos llenas de euros y dijo: «¿Cuánto me cobras por un tubo de ensayo de la peor bacteria que tengáis ahora mismo? Necesito algo que yo no estudie en mi laboratorio, así que todos los tipos de estreptococos quedan descartados»? ¿Y después qué, Mitch? ¿Uno de sus vendedores fue bailando claqué hasta donde tienen guardadas esas cosas…? El Departamento de Control de Calidad, tal vez… ¿Y le pasó un poco de esa bacteria sin que nadie se enterara? No seas idiota. Esas cosas están controladas. Se pueden cargar a toda la población, por el amor de Dios.
—Entonces, ¿por qué demonios vas tú allí? Porque lo que acabas de decir, aparte de lo de no hablar italiano, también se puede aplicar a Lorenzo Mura. Y ya que estamos hablando de esto, ¿cómo sabes que allí hay E. coli?
—Es que no lo sé. Por eso vamos allí.
—¿Y?
—¿Y qué?
—Estoy aquí sentado esperando una historia, Barbara.
—Ya tienes el artículo sobre Hadiyyah. Apáñate con eso.
—A Rod no le ha impactado. Me dice que irá en la página cinco. Que el profesor erróneamente encarcelado es la única forma que tengo de conseguir la primera página. Lo que pasa es que, por lo que me acabas de decir, tal vez eso del «erróneamente» se pueda eliminar del titular.
—Ya te he dicho cómo…
—Te he conseguido la grabación de la televisión. ¿Qué me vas a dar a cambio?
Salvatore Lo Bianco aparcó en la acera y se inclinó para abrir la puerta del acompañante.
—Estoy en ello —le aseguró Barbara—. Te juro que te mantendré informado. Te voy a dar lo de DARBA Italia. Diles a tus colegas italianos que tiren del hilo.
—¿Y darles la historia para que la tengan antes que yo? Vamos, Barbara…
—Es lo máximo que puedo hacer. —Colgó y se metió en el coche. Asintió en dirección a Salvatore y le dijo—: Vamos.
—Andiamo —le dijo él con una sonrisa.
—Eso he dicho, amigo —respondió ella.
Victoria, Londres
La reunión de Isabelle Ardery con el comisario adjunto duró dos horas. Lynley se había enterado por la fuente más fiable posible: la secretaria de David Hillier. Pero no le había llegado directamente. El medio había sido la infalible Dorothea Harriman. Dorothea cultivaba fuentes de información igual que los agricultores cultivan cereales. Tenía informadores en la Met, en el Ministerio del Interior y en el Parlamento. Se había enterado por Judi MacIntosh de la duración de la reunión entre Hillier y Ardery, y de que había sido muy tensa. También se había enterado de que en la reunión estuvieron presentes dos hombres de la OID. La secretaria no sabía sus nombres —«He intentado enterarme, inspector Lynley»— y los únicos detalles que había podido averiguar era que los dos tipos venían de una de las secciones de la Oficina de Investigación Disciplinaria, de la OID1. Lynley recibió ese detalle con un escalofrío de aprensión. La OID1 se ocupaba de los expedientes internos. Eran los que impartían la disciplina dentro del cuerpo.
La superintendente no quiso compartir con él de qué había tratado la reunión. Lynley intentó sacarle algo, pero su rápido y firme «Dejemos eso, Tommy» le dejó claro que se había puesto algo en marcha y que ese algo era tan importante como él había pensado desde un principio.
Así que estaba sumido en sus pensamientos cuando recibió una sorprendente aunque muy agradable llamada de Daidre Trahair. Había ido a la ciudad a buscar piso, le dijo. ¿Quería Lynley comer con ella en Marylebone?
—Has aceptado el trabajo —le dijo—. Eso es fantástico, Daidre.
—Tienen un gorila espalda plateada que me ha robado el corazón —explicó—. Yo estoy enamorada, pero todavía no sabría decirte qué es lo que siente él.
—El tiempo dirá.
—Siempre es así, ¿no?
Quedaron en Marylebone High Street, donde la encontró esperándole en un diminuto restaurante, en una mesa muy pequeña, en un rincón. Lynley supo que su cara se iluminaba cuando ella levantó la cabeza tras estar estudiando la carta y le vio. Le sonrió y levantó una mano para saludarle.
Le dio un beso y pensó lo normal que le había parecido todo al hacerlo.
—¿Las Boadicea’s Broads se han puesto de luto permanente? —le preguntó.
—Digamos que ahora mismo no soy una de sus personas favoritas.
—Pero las Electric Magic estarán exultantes.
—Eso espero.
Se sentó y la miró.
—Me alegro mucho de verte. Necesitaba un bálsamo y parece que tú lo eres.
Ella ladeó la cabeza, le estudió y dijo:
—Tengo que decírtelo. Para mí también lo eres.
—¿Y eso?
—El desagradable proceso de buscar piso. Hasta que venda el de Bristol estoy empezando a pensar que voy a tener que dormir de pie en el armario de las escobas de alguien.
—Eso tiene solución —le dijo Lynley.
—No estaba sugiriendo que me prestaras tu habitación de invitados.
—Ah, qué pena.
—Tal vez no, Tommy.
Al oírlo sintió que el corazón le latía más fuerte, pero no dijo nada. En vez de eso, sonrió, cogió la carta, le preguntó que iba a tomar ella y se lo dijo al camarero, que estaba cerca esperando. Preguntó cuánto tiempo iba a estar en la ciudad. Ella dijo que cuatro días, y que ese era el tercero. Le preguntó por qué no le había llamado antes, y ella contestó que había estado ocupada buscando piso, viendo a gente del zoo, revisando lo que hacía falta para su despacho y sus laboratorios, hablando con varios cuidadores sobre algunos problemas que tenían con los animales… Todo le había llevado demasiado tiempo. Pero ahora estaba encantada de verle.
Eso debería ser suficiente, pensó. Tal vez era suficiente ver cómo se sentía en su presencia mientras el resto del día perdía toda importancia.
Por desgracia, no duró mucho. Cuando les pusieron delante los entrantes, sonó su móvil. Lo miró, vio que era Barbara y el alma se le cayó a los pies.
—Lo siento. Tengo que cogerlo —se disculpó con Daidre.
—Necesito su ayuda —fue lo primero que dijo Barbara.
—Necesitas más de la que yo puedo ofrecerte. Isabelle se ha reunido con dos hombres de la OID.
—Eso no importa.
—¿Es que has perdido completamente el juicio?
—Ya sé que está cabreado. Pero Salvatore y yo vamos detrás de algo aquí y necesito que me dé una información. Una información muy pequeña, inspector.
—¿Y de qué lado de la ley estamos hablando?
—Todo es completamente legal.
—A diferencia de todo lo demás que has hecho.
—Vale. Tiene razón. Lo entiendo, señor. Quiere fustigarme y lo único que le falta es una columna a la que sujetarme. Ya nos ocuparemos de eso cuando vuelva. Mientras, como le he dicho, necesito esa información.
—¿Qué información exactamente? —Miró a Daidre. Había empezado con su aperitivo. Puso los ojos en blanco de una forma muy expresiva.
—Los Upman vienen de camino a Italia. Vienen a buscar a Hadiyyah. Y tengo que evitarlo. Si le ponen las manos encima, la alejarán de Azhar.
—Barbara, si has retomado tu intención de que vaya a recoger…
—Sé que no puedo detenerlos, señor. Necesito saber si ya están de camino para recoger a Hadiyyah. Necesito enterarme de en qué vuelo y quién viene a buscarla. También me ayudaría saber qué aeropuerto. Puede que vengan los padres, que se llaman Ruth-Jane y Humphrey, o que sea Bathsheba Ward, la hermana. Si llama a las aerolíneas y ellas comprueban los manifiestos de vuelo… Sabe que puede hacerlo. O pedirle al SO12 que lo haga. Eso es todo lo que necesito. Y no es por mí. Ni por Azhar. Es por Hadiyyah. Por favor.
Él suspiró. Sabía que Barbara no iba a ceder.
—Winston está investigando a todos los que tienen algo que ver con Angelina Upman, Barbara. Está buscando cualquier conexión que desde aquí señale a Italia, en relación a todas las personas que la conocieron. Por ahora no hay nada.
—Y no lo habrá, señor. Mura es nuestro hombre. Pretendía que la E. coli se la tomara Azhar. Salvatore y yo vamos de camino a un lugar que se llama DARBA Italia para demostrarlo.
—Esa es la empresa de las incubadoras que había en el laboratorio de Azhar, Barbara. Tienes que ver que eso apunta a…
—Sí. Lo veo. Y, para que lo sepa, Salvatore dijo lo mismo.
—¿Salvatore? Pero ¿cómo has conseguido comunicarte con él?
—Con muchos gestos. Además, fuma, así que tenemos una especie de vínculo. Señor, ¿se va a ocupar de lo de los Upman de camino a Italia? ¿O hará que lo haga el SO12? Una información. Eso es todo. Punto. No es para mí. Es para…
—Hadiyyah. Sí, sí, he captado la idea.
—¿Y?
—Veré qué puedo hacer.
Colgó el teléfono, miró un momento, no a Daidre, sino a la pared, donde había una bonita foto de acantilados y del mar que le recordó a Cornualles. Daidre, al fijarse aparentemente donde estaba mirando, dijo:
—¿Pensando en escapar?
Él la miró y pensó en la pregunta. Después respondió:
—De algunas cosas sí. Pero de otras no. —Y estiró el brazo por encima de la mesa para cogerle la mano.
Lucca, la Toscana
En un mundo ideal, pensó Barbara, Lynley podría detener a los Upman de alguna forma antes de que llegaran al aeropuerto o, al menos, antes de que subieran al avión hacia Italia. Pero no vivían en un mundo ideal, así que supuso que quien fuera que viniera ya estaba en camino. Lo único que podía hacer era enterarse de dónde estaban y evitarlos cuando llegaran a Lucca. Primero irían a la Fattoria de Santa Zita, donde creían que Hadiyyah estaba viviendo, con Lorenzo Mura. Él les diría que Barbara se la había llevado. Tal vez Lorenzo supondría que Barbara se estaría alojando en el mismo sitio donde estuvo Azhar. Pero tal vez no.
En cualquier caso, solo tenía un tiempo limitado para sacar a Hadiyyah de la Pensione Giardino y ocultarla en alguna parte. Y, antes de eso, necesitaba saber lo que Salvatore descubría en DARBA Italia.
No les llevó mucho tiempo llegar a la empresa. Dieron un cuarto de vuelta a la muralla de Lucca por el bulevar que la rodeaba y después giraron a la derecha y salieron de la ciudad. DARBA Italia estaba a unos cinco kilómetros por esa carretera. Se entraba por un camino bien asfaltado y tenía un cartel metálico muy elaborado encima de unas puertas dobles de cristal. Había muy pocos árboles en las inmediaciones y mucho asfalto en el aparcamiento, así que se podía ver cómo el intenso calor subía desde el asfalto. Barbara se apresuró a seguir a Salvatore al interior del lugar, deseando llegar a un lugar climatizado.
Obviamente no entendió ni una palabra de lo que se dijeron en italiano Salvatore y el recepcionista, que era un joven mediterráneo muy atractivo de unos veintidós: piel morena, mucho pelo ondulado, labios como los de un angelote renacentista y dientes tan blancos que parecían pintados. Salvatore le mostró su identificación policial, señaló a Barbara y habló un buen rato. El recepcionista escuchó, miró a Barbara y un segundo después de percatarse de su presencia la ignoró, asintió, dijo sì y no y forse y un attimo, de lo que Barbara solo pudo reconocer sì y no. Entonces cogió el teléfono y marcó un número. Les dio la espalda, habló en voz baja y debió de quedar en algo, porque lo siguiente que hizo fue levantarse de la silla y decirles que le siguieran. Al menos eso supuso Barbara que había dicho, ya que Salvatore fue detrás de él hacia las entrañas del edificio.
Después las cosas pasaron demasiado rápido para Barbara. El recepcionista les llevó a una sala de reuniones con una mesa de caoba en el centro a la que acompañaban diez sillas de cuero. Le dijo algo a Salvatore sobre el direttore, así que ella pensó que la persona que iban a ver era al director ejecutivo de DARBA Italia. Esa persona apareció tras unos cinco minutos de espera. Iba muy bien vestido y también era muy educado, pero tenía mucha curiosidad por averiguar por qué la policía aparecía en su trabajo.
Solo entendió su nombre: Antonio Bruno. Esperó para ver si captaba algo más. Pero entendió muy poco. Salvatore habló y ella se esforzó por reconocer E. coli entre la tromba de italiano que salió de su boca. Pero nada en la expresión de Antonio Bruno indicó que estuviera escuchando la historia de la muerte de alguien por culpa de una sustancia que podía haber salido de DARBA Italia. Después de una conversación de siete minutos, el director asintió y se fue.
—¿Qué? —preguntó a Salvatore—. ¿Qué está haciendo? ¿Qué le ha dicho? —Sabía que era inútil esperar una respuesta. Pero su necesidad de saber superaba su capacidad para razonar—. ¿Tienen E. coli? ¿Conocen a Lorenzo Mura? Esto no tiene nada que ver con Azhar, ¿no?
Al oír todo eso, Salvatore sonrió apesadumbrado y solo dijo:
—Non la capisco. —Y Barbara supuso lo que eso significaba.
El regreso de Antonio Bruno no le aclaró nada. Volvió a la sala de reuniones con un sobre marrón, que le dio a Salvatore. El policía le dio las gracias y se dirigió a la puerta.
—Andiamo, Barbara —le dijo a ella. Entonces, se despidió de Antonio Bruno con una breve reverencia—: Grazie mille, signor Bruno.
Barbara esperó a que salieran para decir:
—¿Y eso es todo? ¿Qué está pasando? ¿Por qué nos vamos? ¿Qué le ha dado?
De lo que había dicho Salvatore pareció entender la última pregunta, porque le dio el sobre marrón y Barbara lo abrió. Dentro solo había una lista de empleados, organizada por departamentos. Nombres, direcciones y números de teléfono. Había muchos, docenas. El alma se le cayó a los pies al verla. Supo en ese momento que Salvatore Lo Bianco acababa de meterse en el lento progreso de una investigación: tenía que investigar a todas las personas que trabajaban en DARBA Italia. Pero eso llevaría muchos días, y no tenía muchos días antes de que llegaran los Upman.
Barbara necesitaba resultados y los necesitaba ya. Empezó a pensar en cuál sería la mejor forma de obtenerlos.
Lucca, la Toscana
Por primera vez, Salvatore Lo Bianco pensó que la mujer inglesa tal vez tuviera razón. Cuando empezó a hablar apasionadamente, se dio cuenta de que ella no tenía ni idea de por qué se iban de DARBA Italia tan de repente, y él no hablaba su idioma lo suficiente como para explicárselo. Solo le dijo «Pazienza, Barbara», y ella pareció entenderle. Nada era rápido en Italia, quiso decirle, excepto su forma de hablar y la velocidad a la que conducían los coches. Todo lo demás era piano, piano.
Ella estaba balbuceando cosas que él no entendía.
—No tenemos tiempo, Salvatore. La familia de Hadiyyah… Los Upman…, esa gente… Si pudiera entender lo que pretenden… Odian a Azhar. Siempre le han odiado. No quiso casarse con ella cuando se quedó embarazada y, de todas formas, que fuera a tener un hijo con un pakistaní cuando ellos son… Dios, parece que acaban de salir de la época de las colonias, ya sabe. Lo que quiero decir es que si nosotros…, quiero decir usted…, tiene que investigar todos los nombres de esta lista —agitó el sobre marrón ante él—, para cuando termine, Hadiyyah estará fuera del alcance de Azhar.
Él reconoció, obviamente, los nombres que se repetían: Hadiyyah, los Upman y Azhar. Y también notó su agitación. Pero lo único que le pudo decir fue: «Andiamo, Barbara», y señaló el coche que se estaba achicharrando bajo el calor de aquel día.
Le siguió, pero no dejó de hablar, a pesar de las muchas veces que él dijo: «Non la capisco». Le gustaría hablar mejor su idioma —al menos para decirle que no se preocupara—, pero cuando dijo: «Non si debe preoccupare» se dio cuenta de que no le entendía. Eran como dos habitantes de Babel.
Puso en marcha el coche. Cuando ya estaban de camino a la questura sonó el móvil de Barbara. Contestó diciendo: «Inspector… Gracias a Dios», así que supuso que quien la llamaba era Lynley. Por la llamada que había hecho antes al detective londinense sabía que le había preguntado por los Upman. Esperó por el bien de Barbara que Thomas Lynley hubiera descubierto algo que aliviara un poco su ansiedad.
Pero no fue así.
—¡Mierda, no! ¿Florencia? —gritó como un animal herido—. Eso no está lejos de aquí, ¿verdad? Deje que se la mande allí. Por favor, señor. Se lo estoy suplicando. La encontrarán… Lo sé. Mura les dirá que me la llevé, vendrán a buscarme, y tampoco será tan difícil encontrarme, ¿no? Se la llevarán, no podré detenerlos y eso destrozará a Azhar. Le matará, inspector, y ya ha pasado por bastante, usted lo sabe, lo sabe.
Salvatore la miró. Era extraña la pasión que ponía en el caso. Nunca se había topado con un policía que tuviera una determinación tan feroz a la hora de probar algo.
—Salvatore y yo hemos ido a DARBA Italia, como le dije —continuó—. Pero lo único que ha hecho ha sido pedir ver al director; y después ya está. Ha pedido una maldita lista de empleados, pero no le ha hecho ninguna pregunta sobre la E. coli y no hay tiempo para investigar las cosas de esa forma. Todo está pendiendo de un hilo. Ya lo sabe, señor. Hadiyyah, Azhar, todo está en riesgo.
Escuchó algo que le dijo Lynley. Salvatore la miró. Vio que tenía lágrimas en las pestañas. Se daba golpecitos en la rodilla con el puño.
Después le pasó el móvil y dijo innecesariamente:
—Es el inspector Lynley.
Lo primero que dijo Lynley estuvo acompañado de un suspiro.
—Ciao, Salvatore. Che cosa succede?
Pero en vez de contar al inspector cómo había sido su visita a DARBA Italia, Salvatore le pidió una explicación.
—Algo me dice, amigo mío, que no ha sido completamente sincero conmigo sobre esta mujer, Barbara, y su relación con el profesor y con su hija. ¿Por qué, Tommaso?
Lynley estuvo callado un momento. Salvatore se preguntó dónde estaría: ¿en el trabajo, en su casa, en algún sitio interrogando a alguien? Entonces el inglés dijo:
—Mi dispiace, Salvatore. —Y le explicó que Taymullah Azhar y su hija Hadiyyah eran vecinos de Barbara en Londres. También dijo que ella les tenía mucho cariño.
Salvatore entornó los ojos.
—¿Cuánto cariño?
—Está muy unida a ambos.
—¿Son amantes ella y el profesor?
—Dios santo, no. No es ese tipo de relación. Se ha metido en una situación muy peligrosa para ella, Salvatore, y debería habérselo dicho cuando apareció allí y me llamó para preguntarme por ella.
—¿Qué ha hecho? Para estar en esa situación tan peligrosa, quiero decir.
—Qué no ha hecho… —contestó Lynley—. Por explicártelo en pocas palabras, se ha ido a Italia sin permiso de la Met. Está decidida a salvar a Azhar para poder salvar también a Hadiyyah.
Salvatore miró a Barbara Havers. Ella le estaba observando con un puño apretado contra la boca, y sus ojos —que eran de un azul muy bonito— le miraban fijamente, como un animal asustado.
—¿Me está diciendo que su principal interés es la niña? —le preguntó a Lynley.
—Sí y no —confesó Lynley.
—¿Qué quiere decir con eso, Tommaso?
—Quiero decir que ella se autoconvence diciendo que es por el interés de la niña. Pero la realidad… No lo sé. Para ser sincero, mi miedo es que ella esté ciega.
—Ah. El mío es que vea las cosas con demasiada claridad.
—¿Y eso?
—Puede que haya demostrado que yo tengo las miras tan cortas como Piero Fanucci en cuanto a ver la verdad, amigo mío. He hablado con el director ejecutivo de DARBA Italia. Se llama Antonio Bruno.
—Dios, ¿sí?
—Sí. Voy de camino a contárselo a Ottavia Schwartz. Si le devuelvo el teléfono a Barbara Havers, ¿puede decirle que todo está controlado?
—Lo haré. Pero, Salvatore, los abuelos de Hadiyyah acaban de aterrizar en Florencia. Supongo que se pondrán en camino hacia Lucca para recogerla. La niña no los conoce. Pero sí conoce a Barbara.
—Ah, ya veo —contestó el italiano.
Lucca, la Toscana
No le dijo más que: «Barbara, puedes confiar en Salvatore», pero ella no estaba preparada para fiarse de nadie. Lo que necesitaba saber era cuánto tiempo llevaría a los Upman ir desde Florencia hasta Lucca. ¿Vendrían en tren? ¿Alquilarían un coche? ¿Buscarían un chófer? No importaba cómo lo hicieran, ella tenía que llegar a la pensione de la Piazza Anfiteatro antes que ellos, así que le dijo a Salvatore que la llevara allí. Se lo dijo en su idioma, pero él pareció entender «pensione» y «Piazza Anfiteatro», y de nuevo el nombre de Hadiyyah.
Nada más entrar en la pensione, inspiró hondo varias veces. Era esencial no asustar a Hadiyyah, pensó. Y encontrar un sitio donde llevarla. Sacarla de Lucca parecía la mejor opción; alojarse en algún hotel desconocido a las afueras. Había visto muchos en el camino desde el aeropuerto y también al volver de DARBA Italia. Pero tendría que confiar en Mitch Corsico para que la ayudara. No quería hacerlo, porque odiaba facilitarle el acceso a Hadiyyah, pero no tenía elección.
Corrió por las escaleras. Vio a la signora Vallera limpiando uno de los dormitorios. Le preguntó por Hadiyyah y la mujer señaló la habitación que Barbara y Hadiyyah compartían. Dentro, Hadiyyah estaba sentada en una mesita junto a la ventana. Parecía muy triste. La determinación de Barbara se hizo más fuerte. Conseguiría que Hadiyyah y su padre volvieran a Londres.
—Hola, cariño —dijo todo lo alegremente que fue capaz—. Creo que necesitamos un cambio de aires. ¿Te apetece?
—Has estado fuera mucho tiempo —le dijo Hadiyyah—. No sabía adónde habías ido. ¿Por qué no me lo has dicho? ¿Dónde está mi padre? ¿Por qué no viene? Porque es como si… —Le temblaron los labios y después dijo—: Barbara, ¿le ha pasado algo a mi padre?
—Dios, no. Claro que no. Como ya te he dicho, cariño, y te lo puedo jurar, está fuera de Lucca ocupándose de unas cosas para el inspector Lo Bianco. Yo he venido desde Londres porque él me lo pidió, para que tú no te preocuparas por dónde estaba él. —Era básicamente la verdad de lo que estaba pasando.
—¿Podemos quedar con él e ir a verle entonces?
—Claro. Pero no ahora. Ahora mismo tenemos que recoger nuestras cosas y largarnos.
—¿Por qué? Y si nos vamos, ¿cómo nos va a encontrar papá?
Barbara sacó el móvil y se lo enseñó.
—Eso no supondrá ningún problema —le aseguró.
No tenía tanta confianza como quería transmitir. Había esperado que el viaje a DARBA Italia atara unos cuantos cabos. Pero no había sido así, y ante ella tenía esa gran pregunta: ¿qué hacer ahora? Tenía que compensar a Corsico, y además encontrar un lugar para Hadiyyah y para ella donde pudiera seguir teniendo acceso al caso y al mismo tiempo no las descubrieran ni los periodistas ni los abuelos maternos de Hadiyyah. Pensó en todo eso mientras recogía sus cosas y las tiraba de cualquier manera en su bolsa. Después de asegurarse de que Hadiyyah lo había recogido todo, bajó por las escaleras con la niña detrás. Al pie de las escaleras encontró a Salvatore esperándola.
Lo primero que pensó fue que pretendía detenerla. Pero pronto descubrió que no era así. En vez de eso, negoció el pago con la signora Vallera, cogió la maleta de Hadiyyah y la bolsa de Barbara, y señaló la puerta con la cabeza. «Seguitemi», dijo, y salió. Pero no las llevó hasta su coche. Salió del anfiteatro a pie y fue caminando por las estrechas calles medievales. De vez en cuando encontraban inesperadamente una piazza con una de las iglesias de la ciudad que había por todas partes. Dejaron atrás edificios con los postigos echados, donde puertas dobles que se abrían de vez en cuando dejaban ver fugazmente patios y jardines escondidos. En las fachadas había negocios que estaban abriendo de nuevo tras el descanso para comer.
Barbara supo que no tenía sentido preguntar adónde iban. Ya habían caminado bastante antes de que se diera cuenta de que el italiano incipiente de Hadiyyah probablemente serviría para comunicarse. Estaba a punto de pedirle a la niña que preguntara a Salvatore Lo Bianco cuando él paró ante una estructura estrecha muy alta. Dejó en el suelo la bolsa y la maleta.
—Torre Lo Bianco —les dijo, y buscó en su bolsillo para sacar una llave. Barbara entendió lo de Lo Bianco, pero no captó el resto hasta que él abrió la puerta con la llave y llamó—: Mamma? Mamma, ci sei?
Tenía que ser la casa de su madre. Antes de que pudiera pedirle explicaciones, protestar o alguna otra cosa, una mujer mayor con el pelo muy bien peinado apareció saliendo de una habitación interior. Llevaba un grueso delantal encima de un vestido negro y se secaba las manos con un trapo.
—Salvatore —dijo saludándole, y después preguntó en un tono diferente—: Chi sono? —Mientras sus ojos oscuros recorrían a Barbara primero y después a Hadiyyah, que estaba parcialmente oculta tras ella. Sonrió a Hadiyyah, lo que Barbara supuso que era una buena señal—. Che bambina carina —le dijo, y se agachó para apoyar las manos en las rodillas—. Dimmi, come ti chiami?
—Hadiyyah —respondió ella.
La mujer le preguntó:
—Ah! Parli italino?
Hadiyyah asintió y dijo:
—Un po’.
La mujer sonrió otra vez.
—Ma la donna, no —le explicó Salvatore—. Parla solo inglese.
—Hadiyyah può tradurre, no? —respondió la madre de Salvatore. Vio la bolsa y la maleta, que Salvatore había dejado en la entrada—. Allora, sono ospiti? —le preguntó a su hijo. Cuando él asintió, ella extendió una mano en dirección a Hadiyyah y le dijo—: Vieni, Hadiyyah. Faremo della pasta insieme. D’accordo? —Y empezó a llevarse a Hadiyyah hacia el interior de la casa.
—Un momento. ¿Qué está pasando, Hadiyyah? —intervino Barbara.
—Nos vamos a quedar aquí con la mamá de Salvatore —le dijo Hadiyyah.
—Ah. ¿Y qué más?
—Me va a enseñar a hacer pasta.
—Gracias —le dijo Barbara a Salvatore—. Quiero decir: grazie. Al menos sé decir grazie.
—Niente —dijo él, y añadió algo más mientras señalaba una escalera de piedra que subía hacia lo que, además de una torre, era claramente la casa familiar.
—¿Qué está diciendo, cariño? —le preguntó Barbara a Hadiyyah.
La niña le contestó mirando por encima del hombro:
—Que él también vive aquí.
Lucca, la Toscana
Como era costumbre en Italia, siempre hay que comer primero. Barbara quería empezar inmediatamente con la lista de empleados que Salvatore había traído de DARBA Italia, pero parecía tan decidido a comer como su madre a servir la comida. Sin embargo, antes hizo una llamada para hablar con alguien que se llamaba Ottavia. Barbara oyó que mencionaba DARBA Italia y el nombre de Antonio Bruno varias veces. Eso le dio esperanzas de que alguien en la questura estuviera investigando algo. Entonces tuvo el doble de ganas de salir de la Torre Lo Bianco, pero pronto aprendió que nadie podía hacer que Salvatore y su madre pospusieran una comida. Fue bastante sencilla: pimientos rojos y amarillos asados, queso, varios tipos de embutido, pan y aceitunas, todo regado con vino tinto, y después más café italiano y un plato de galletas.
Después la madre de Salvatore empezó a traer los ingredientes para que Hadiyyah aprendiera a hacer pasta casera, y Salvatore y Barbara salieron de la torre. Una vez fuera, se fijó en que realmente el edificio era una torre en toda regla. Había visto otras en la ciudad sin fijarse mucho en lo que eran, porque la mayoría se habían convertido mucho antes en tiendas u otros negocios que no revelaban su propósito original. Pero esta era inconfundible, un cuadrado perfecto elevándose en las alturas, con plantas asomando por los bordes del tejado.
Salvatore fue hasta su coche. Pronto habían vuelto a la questura. Aparcó y le dijo: «Venga, Barbara», y ella se sintió encantada porque ya iba entendiendo el idioma. Le acompañó.
No llegaron lejos. Mitchell Corsico estaba apoyado en una pared frente a la questura y no parecía un cowboy muy feliz. Barbara le vio en el mismo momento en que él la veía a ella. Empezó a caminar más rápido con la esperanza de llegar al edificio antes de que él la alcanzara, pero no estaba dispuesto a que le esquivara una segunda vez. La interceptó, lo que detuvo también a Salvatore.
—¿Qué coño está pasando? —quiso saber, enfadado—. ¿Sabes cuánto tiempo llevo esperándote? ¿Y por qué no contestas al móvil? Te he llamado cuatro veces.
Salvatore la miró a ella y después a Mitchell Corsico. Su mirada grave examinó el sombrero vaquero del periodista, su camisa del Oeste, el corbatín, los vaqueros y las botas. Pareció confuso y ¿no era comprensible? Ese tío, o iba vestido para una fiesta de disfraces, o acababa de salir del Lejano Oeste americano gracias a un viaje en el tiempo.
Salvatore frunció el ceño.
—Chi è, Barbara?
Ella le ignoró un momento y le dijo a Mitch con toda la amabilidad que pudo:
—Vas a hacer que todo el mundo se entere si no me dejas en paz inmediatamente.
—Me parece que no. Lo de dejarte, quiero decir. No me voy. No sin que me des una historia.
—Ya te he dado una historia. Y tienes la maldita foto de Hadiyyah.
Barbara miró a Salvatore. Por primera vez se sintió agradecida de que prácticamente no hablara su idioma. Al verle vestido así, nadie podía deducir que Mitchell Corsico era periodista. Y así quería que siguieran siendo las cosas.
—Ese caballo no va a ganar ninguna carrera. A Rod no le ha conmovido esa foto tan encantadora. Va a publicar la historia, pero solo porque es nuestro día de suerte y anoche no pillaron a ningún político en un coche detrás de la estación de King’s Cross.
—No hay nada más, Mitch. Ahora mismo no. Y no lo va a haber si mi acompañante aquí presente —no se atrevió a usar el nombre de Salvatore para que él no se enterara de que era parte de la conversación— se entera de quién eres y a qué te dedicas.
Mitch la agarró del brazo.
—¿Me estás amenazando? No pienso jugar a eso contigo.
—Ha bisogno d’aiuto, Barbara? —intervino Salvatore, y agarró la mano a Corsico con fuerza—. Chi è quest’uomo? Il suo amante?
—Pero ¿qué demonios…? —empezó a decir Corsico. Hizo una mueca de dolor ante la fuerza con que le agarraba Salvatore.
—No sé lo que dice —confesó Barbara—. Pero supongo que, si no te vas, acabarás en una celda.
—Te he ayudado —le dijo muy tenso—. Te conseguí la grabación de la televisión. Quiero lo que sabes. Me estás traicionando y no tengo intención…
Salvatore giró bruscamente la mano de Mitch para apartarla del brazo de Barbara, tirando de los dedos hacia atrás tanto que Corsico gritó.
—Joder. Dile a Espartaco que me deje, ¿vale? —Dio un paso atrás, se masajeó los dedos y la miró fijamente.
—Mira, Mitchell —contestó con mucha serenidad—. Lo único que sé es que hemos ido a un sitio que fabrica equipos científicos. Hablamos con el director durante menos de cinco minutos y solo obtuvimos una lista de empleados. Él lleva la lista en ese sobre que tiene en la mano. No sé nada más.
—¿Y se supone que tengo que sacar una historia de eso?
—Dios, te estoy diciendo lo que sé. Cuando haya una historia, te la daré, pero no la hay aún. Ahora tenemos que irnos, y a mí se me tiene que ocurrir algo para explicarle quién eres porque, créeme, en cuanto él —señaló con la cabeza a Salvatore— y yo entremos en la questura, va a ir a buscar a un traductor y a someterme a un tercer grado, y si se da cuenta de que eres un ya sabes qué, estamos perdidos. Los dos. ¿Entiendes qué es lo que pasaría? Ya no habría exclusiva, ¿y qué le iba a parecer eso a tu amigo Rodney?
Por fin Mitchell Corsico vaciló. Miró a Salvatore, que le observaba con una expresión que mezclaba la desconfianza y el cálculo. Barbara no sabía lo que estaba pensando el italiano, pero, fuera lo que fuera, su cara parecía apoyar lo que ella acababa de decir. Corsico le dijo a Barbara en un tono diferente:
—Barbara, será mejor que no me estés engañando.
—¿Crees que sería tan estúpida?
—Oh, yo diría que sí. —Pero se alejó con las manos levantadas mirando a Salvatore. A Barbara le dijo—: Contéstame al móvil cuando te llame.
—Si puedo, lo haré.
Giró y se fue, caminando hacia la cafetería que estaba cerca de la estación de tren. Barbara supo que esperaría allí hasta que le dijera algo. Le debía a su editor una gran historia a cambio de su excursión a Italia y no iba a descansar hasta que la tuviera.
Lucca, la Toscana
Salvatore vio al cowboy alejarse. Sus vaqueros de pernera recta y las botas que llevaba hacían que sus pasos parecieran más largos de lo que ya eran. Salvatore pensó que aquel hombre y Barbara Havers formaban una pareja de lo más extraña. Pero la naturaleza de la atracción siempre había resultado un misterio para él. Podía entender por qué el cowboy se sentía atraído por Barbara, con su cara expresiva y sus bonitos ojos azules. Pero, por otro lado, no era capaz de entender qué le atraía de él a Barbara Havers. Ese debía de ser el hombre que la acompañó a ver a Aldo Greco. El avvocato le habló de él y le llamó «su acompañante inglés» o algo parecido. Salvatore se preguntó qué significaría eso realmente.
Bah, concluyó. No tenía tiempo para esas consideraciones y ¿qué importancia tenían de todas formas? Tenía trabajo que hacer y no era cosa suya participar de los detalles de la interacción de una pareja en plena calle. Bastaba con que el cowboy se hubiera ido para que él pudiera explicar a Barbara lo que estaba ocurriendo.
Sabía que estaba confusa. Todo lo que había pasado en DARBA Italia le había causado cierta ansiedad. Esperaba que él hiciera un movimiento rotundo que los llevara en la dirección que ella quería que tomaran las cosas: arrestar a alguien que no fuera Taymullah Azhar. Eso era lo que estaba haciendo, pero no conocía las palabras para decirle que las cosas estaban avanzando.
Ottavia Schwartz se había ocupado de eso. Mientras él estaba ayudando a Barbara a trasladar a Hadiyyah y sus pertenencias de la pensione a la casa de su madre, y durante la comida con Barbara, la niña y la madre de Salvatore, Ottavia había estado cumpliendo sus órdenes. Había ido con Giorgio Simione en un coche policial a DARBA Italia y habían vuelto a la questura con el director de Marketing. Les estaba esperando en una sala de interrogatorios, donde llevaba —Salvatore consultó su reloj— más de una hora y media. Unos cuantos minutos más darían igual.
Llevó a Barbara a su despacho. Le señaló una silla delante de su mesa, sacó otra y se sentó a su lado. Apartó unas cuantas cosas que había en la mesa a un lado y puso ahí la lista de empleados que le había dado el director de DARBA Italia.
—Bien. Pero ¿cómo nos va a ayudar eso a solucionar…? —empezó Barbara.
—Aspetti —le dijo. Sacó de un bote un rotulador para subrayar. Lo utilizó para llamar su atención sobre el nombre de todos los directores de departamento que había en la lista de empleados. Bernardo. Roberto. Daniele. Alessandro. Antonio.
Ella frunció el ceño al ver que señalaba los nombres y dijo:
—¿Y qué? Ya veo que esos son los cabecillas del cotarro, y sí, vale, todos tienen el mismo apellido, así que deben ser parientes, pero no entiendo por qué…
Utilizó un bolígrafo rojo para hacer un recuadro alrededor de la inicial de cada nombre. Después las escribió en un pósit y las puso en orden para formar la palabra «DARBA».
—Fratelli —dijo.
A lo que ella respondió:
—Hermanos.
Como él conocía esa palabra, dijo, levantando la mano para ilustrar a lo que se refería:
—Sì. Sono fratelli. Con i nomi del padre e dei nonni e zii. Ma aspetti un attimo, Barbara.
Dio la vuelta a la mesa, donde en una esquina tenía una pila de archivos en la que estaba parte del material que había reunido sobre la muerte de Angelina Upman. De ahí sacó unas fotografías del funeral y el entierro de la mujer. Pasó varias rápidamente hasta que encontró las dos que quería.
Las colocó encima de la lista de empleados.
—Daniele Bruno —le dijo.
Esos bonitos ojos azules se abrieron mucho al examinar las fotos. En una de ellas, Daniele Bruno estaba hablando con Lorenzo Mura muy serio, apoyando una mano en su hombro; las cabezas muy juntas. En la otra, no era más que otro miembro de la squadra di calcio que había ido al funeral para apoyar a un compañero. Barbara miró las fotos y después las apartó a un lado. Como Salvatore esperaba, cogió la lista de empleados y encontró el nombre de Daniele Bruno. Era el director de Marketing. Como sus hermanos, sin duda entraba y salía del negocio familiar sin que nadie se preguntara adónde iba ni por qué.
—¡Sí, sí, sí! —chilló Barbara Havers. Se puso de pie de un salto—. ¡Es un genio, Salvatore! ¡Ha encontrado la conexión! ¡Eso es! ¡Así fue! —Y le agarró la cara y le plantó un beso en la boca.
Ella pareció tan sorprendida de lo que acababa de hacer como él, porque un instante después se apartó bruscamente.
—Dios. Perdone, colega. «Lo siento», Salvatore. Pero gracias, gracias. ¿Qué hacemos ahora?
Reconoció lo de «lo siento», pero no entendió nada más.
—Venga —le dijo, y le señaló la puerta.
Lucca, la Toscana
Daniele Bruno estaba en la sala de interrogatorios que había más cerca del despacho de Salvatore. En el tiempo que llevaba esperando, había logrado llenar el espacio con el suficiente humo de tabaco como para asfixiar a una vaca.
—Basta! —le dijo Salvatore cuando él y Barbara entraron.
Fue hasta la mesa y cogió un paquete de cigarrillos y un cenicero lleno a rebosar. Los sacó de la sala. Y después abrió una diminuta ventana que había en la parte alta de la pared, que no sirvió para librarse de la atmósfera viciada por el humo, pero al menos sí para asegurarse, aunque fuera solo momentáneamente, de que podrían respirar durante unos minutos sin caer redondos.
Bruno estaba en un rincón de la sala. Parecía haber estado caminando arriba y abajo por el lugar. Empezó a hablar sobre que quería a su abogado en cuanto Salvatore y Barbara entraron. Salvatore vio por la cara de la detective que no tenía ni idea de lo que Daniele Bruno estaba diciendo.
Pensó en esa petición de un avvocato. La presencia de uno podría serles útil, decidió. Pero primero el signor Bruno tenía que estar un poco más preocupado de lo que ya lo estaba.
—DARBA Italia, signore —dijo a Bruno.
Se acercó a una silla y se sentó. Barbara hizo lo mismo; su mirada pasó de Daniele Bruno a él. La oyó tragar saliva y quiso tranquilizarla. «Todo, amiga mía, está controlado», le gustaría haber podido decir.
Bruno volvió a pedir que viniera su abogado. Afirmó que Salvatore no podía retenerle. Exigió que le dejaran irse de allí. Salvatore le dijo que le permitirían irse pronto. No estaba arrestado, después de todo. Al menos todavía no.
Los ojos de Bruno se movían como locos. Observó a Barbara y obviamente se preguntó quién era y qué estaba haciendo allí. Ella empeoró su paranoia, algo muy útil por su parte, cuando sacó un cuaderno y un lápiz de su enorme bolso. Se acomodó en su silla, apoyó su tobillo derecho en la rodilla izquierda de una forma que habría hecho que una mujer italiana se pusiera a rezar por la salvación de su sentido de la moda y el decoro, y se puso a escribir algo con una expresión perfectamente inescrutable en la cara. Bruno exigió saber quién era.
—Non importa —respondió Salvatore. Excepto… Bueno… Ella estaba allí por un asunto de asesinato, signore.
Bruno no dijo nada, aunque su mirada pasó de Salvatore a Barbara, y después a Salvatore otra vez. Interesante que no quisiera hacerse la víctima, pensó.
—Hábleme de su trabajo en DARBA Italia —le dijo Salvatore en tono amistoso—. Es una empresa que pertenece a su familia, ¿no? —Y cuando Bruno asintió bruscamente, Salvatore continuó—: Y por eso usted, Daniele, es el director de Marketing, ¿no? —Se encogió de hombros a modo de respuesta. Los dedos de Bruno sugirieron que estaba deseando encender otro cigarrillo. Eso era bueno, pensó Salvatore. La ansiedad era útil—. Esa empresa fabrica equipos que se utilizan en medicina y en investigación científica, si no he entendido mal. —Otro asentimiento. Una mirada a Barbara. Ella estaba muy ocupada escribiendo algo, aunque solo Dios sabía qué, porque ella no entendía ni palabra de lo que le estaba preguntando al hombre—. Y supongo que todo lo que venden se prueba para asegurar su calidad. —Bruno se humedeció los labios—. Eso es así, ¿cierto? —preguntó Salvatore—. Se hacen pruebas, ¿no? Porque, por lo que veo, en la lista de empleados… Su hermano Antonio nos la dio hace apenas —miró lentamente su reloj— tres horas, por cierto. Por lo que veo, tienen un Departamento de Control de Calidad que dirige su hermano Alessandro. ¿Me diría Alessandro que su trabajo es supervisar las pruebas de los equipos que ustedes fabrican en DARBA Italia, signore? ¿Debería llamarle a él para hacerle esa pregunta o me la puede responder usted?
Bruno pareció evaluar todas las posibilidades relacionadas con dar una respuesta verbal. Se le enrojecieron sus peculiares orejas, que parecían enormes pétalos de rosa pegados a la cabeza. Después confirmó que los productos de DARBA Italia se probaban en el departamento que supervisaba Alessandro Bruno. Pero cuando Salvatore preguntó cómo se probaban, él dijo que no lo sabía.
—Entonces utilicemos la imaginación —propuso Salvatore—. Empecemos por las incubadoras. DARBA Italia fabrica incubadoras, ¿no? Me refiero a esos equipos que hacen crecer cosas en su interior. Esas cosas necesitan una temperatura constante y un ambiente estéril. DARBA Italia las fabrica, ¿verdad?
Entonces Bruno volvió a pedir que llamaran a su avvocato.
—Pero ¿qué necesidad hay, amigo mío? —preguntó Salvatore—. Deje que le traiga un caffè. ¿O quiere agua? ¿Una San Pellegrino tal vez? ¿O una Coca-Cola? ¿Un vaso de leche? Le han dado de comer, ¿no? Un panino del carrito de la comida habría estado bien… ¿No quiere nada? ¿Ni un caffè?
A su lado, Barbara se revolvió en la silla. La oyó murmurar: «Venga, venga», y tuvo que obligarse a no sonreír ante el uso que había hecho de su idioma, aunque había conseguido trasmitir lo que quería.
—¿No? —le dijo a Bruno—. Pues sigamos. Solo necesitamos que usted nos dé información, signore. Como le he dicho, se trata de un caso de asesinato.
—Non ho fatto niente —dijo Daniele Bruno.
—Certo —le aseguró Salvatore. Nadie le estaba acusando de nada. Lo único que necesitaban eran sus respuestas para esas preguntas. Seguro que podía responder preguntas sobre DARBA Italia, ¿no?
Daniele no preguntó por qué le habían traído a la questura precisamente a él —de entre todos los hermanos Bruno— para responder a esas preguntas. Siempre eran pequeños errores como esos los que al final acababan delatando a la gente, pensó Salvatore.
—Supongamos que se utiliza una bacteria para probar una incubadora. Eso es una posibilidad, ¿no? —Y cuando Bruno asintió, Salvatore dijo—: Y esa bacteria tendría que estar justo ahí, en el Departamento de Control de Calidad de Alessandro. —Bruno asintió. Miró a Barbara—. Ya veo —continuó Salvatore. Fingió estar pensando detenidamente en lo que acababa de decirle. Se levantó y caminó de un lado a otro de la habitación. Entonces abrió la puerta y llamó a Ottavia Schwartz. ¿Podía traer todos los materiales que tenía sobre su mesa, per favore? Se había olvidado de traerlos. Cerró la puerta y volvió a la mesa. Se sentó, pensó, asintió como si hubiera llegado a una profunda conclusión y dijo—: Un negocio familiar, ¿no? Eso es lo que es DARBA Italia.
Sì, eso ya se lo había dicho. Un negocio familiar. Su bisabuelo, Antonio Bruno, lo empezó en los tiempos en que el equipo médico se limitaba a las centrifugadoras y los microscopios. Su abuelo, Alessandro Bruno, lo expandió. Su padre, Roberto, lo había convertido en la joya de la corona familiar. Después los hermanos Bruno lo habían heredado.
—Y les da trabajo a todos —concluyó Salvatore—. Va bene, Daniele. Debe de ser muy agradable. Trabajar rodeado de miembros de tu familia. Verlos a diario. Pararse en su despacho para invitar a alguno a cenar. Hablar de los sobrinos y sobrinas. Debe de ser un trabajo muy agradable.
Daniele se lo confirmó. La familia lo es todo, realmente.
—Yo tengo dos hermanas. Le entiendo —le dijo Salvatore—. La famiglia è tutto. ¿Habla a menudo con sus hermanos? ¿En casa, en el trabajo, con un caffè o un vino?
Cuando Daniele volvió a decirle que sí, Salvatore dio un paso más.
—En el trabajo y en los momentos de ocio, ¿eh? Los hermanos Bruno, todos en DARBA Italia los conocen. Todo el mundo los llama por el nombre.
Daniele volvió a afirmar, pero señaló que la empresa no era grande y que la mayoría de los empleados conocían a todos los que trabajaban allí.
—Certo, certo —dijo Salvatore—. Va y viene y todos le saludan: «Ciao, Daniele. Come stanno sua moglie e i suoi figli?». Y usted igual. Están acostumbrados a usted, y usted a ellos. Así que es… Digamos que es un elemento fundamental de la empresa, como uno de los equipos médicos que allí fabrican. Un día pasa a hablar con Antonio, otro con Bernardo, y el tercero con Alessandro. Y algunos días habla con todos.
Quería a sus hermanos, aseguró Daniele. No le parecía que eso fuera ningún delito.
—No, no, claro. Querer a los hermanos… Eso es una maravilla.
La puerta se abrió. Todos se volvieron cuando Ottavia Schwartz entró en la sala. Le pasó a Salvatore las carpetas marrones que le había pedido. Ottavia saludó con la cabeza, miró a Daniele Bruno y a Barbara Havers —a sus zapatillas, en concreto— y se fue. Con mucha ceremonia, Salvatore puso los archivos en la mesa, pero no los abrió. Bruno posó la mirada en ellos un momento y después la apartó.
—Allora —soltó Salvatore—, una pregunta más si no le importa. Volvamos a esas pruebas de las que hablábamos antes. Supongo que las sustancias peligrosas, las que podrían causar enfermedades o incluso la muerte se guardan bien vigiladas en DARBA Italia. ¿Bajo llave también tal vez? Pero seguro que en un sitio muy seguro, de donde nadie pueda sacarlas para hacer algo malo. ¿Eso es así, amigo mío? —Bruno asintió—. Y para probar esos equipos que ustedes fabrican, supongo que se utilizarán esas sustancias peligrosas, ¿no? Porque las incubadoras… Varían, ¿no? Unas se usan para una cosa; otras para otra; y ustedes, en DARBA Italia, las fabrican todas.
Bruno volvió a mirar las carpetas. No pudo evitarlo, pues los nervios no le daban margen ni para esa mínima disciplina. No era una mala persona después de todo, se dijo Salvatore. Había hecho una estupidez, pero la estupidez no era un crimen.
—Alessandro sabe que todas esas bacterias son parte de las pruebas que hay que hacer a los equipos, vero? Aunque no hace falta que me responda, signor Bruno, porque mi colega ya lo ha comprobado. Él le dio el nombre de todas las bacterias. Nuestras preguntas le provocaron cierta curiosidad, claro. Nos dijo que hay muchos controles para guardar esas sustancias…, para que nadie pueda hacer mal uso de ellas. ¿Sabe a qué se refería con eso, signore? A mí me parece que lo que quiere decir es que los empleados no pueden tocar esas sustancias. Aunque tampoco querrían, ¿eh? Lo que hay en la zona de pruebas es demasiado peligroso. Si alguien se ve expuesto a algo de eso, podría enfermar. O incluso morir.
A Bruno había empezado a brillarle la frente y a secársele los labios. Salvatore imaginó que tendría mucha sed. Le volvió a ofrecer algo de beber. Bruno negó con la cabeza y pareció que, al negar, un temblor le recorría.
—Pero uno de los hermanos Bruno… Puede ir y venir, y si saca con cuidado alguna de las bacterias más peligrosas, nadie lo iba a notar. Tal vez la cogiera después del trabajo. O muy temprano por la mañana. Y aunque le vieran en el departamento de Alessandro Bruno, nadie le daría importancia porque pasa por allí con frecuencia. Los hermanos se visitan constantemente, ¿eh? Así que nadie pensaría mal si le viera en un sitio que no le corresponde, porque, en realidad, sí le corresponde, todos los sitios le corresponden, porque así son las cosas en DARBA Italia. Así que él podría llevarse esa bacteria… Digamos que eligió…, no sé, E. coli, sin que nadie lo notara. Y además sería lo bastante listo para no llevarse toda la que había. Y, al estar en la incubadora, como se va reproduciendo, ¿no?, la cantidad que se llevara pronto se vería reemplazada.
Bruno se llevó una mano a la boca y se apretó los labios entre el pulgar y el resto de los dedos.
—Se suponía que tenía que parecer una muerte natural —continuó Salvatore—. Aunque él no podría estar seguro de que la muerte iba a ser la consecuencia final, pero estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa, supongo. Cuando se tiene tanto odio…
—Él no la odiaba —dijo Bruno—. La amaba. Ella era… No murió como ustedes creen. Había estado enferma. Tuvo muchas complicaciones por culpa del embarazo. Había estado en el hospital. Estuvo…
—Pero la autopsia no miente, signore. Y un solo caso así de terrible… Los casos aislados de infección por E. coli no se dan nunca, a menos, claro, que se trate de algo deliberado.
—¡La quería! Yo no sabía…
—¿No? ¿Y para qué le dijo que quería la bacteria?
—No tiene pruebas de nada —contestó Bruno de repente—. No les voy a decir nada más.
—Está en su derecho, por supuesto.
Salvatore abrió las carpetas que había pedido que le trajeran. Le mostró a Daniele Bruno las fotos en las que conversaba muy íntimamente con Lorenzo Mura. Le enseñó el informe de la autopsia. Y las fotos del cadáver de Angelina.
—Debería preguntarse si puede haber alguna razón para que una mujer embarazada muera, y de una forma tan dolorosa.
—La quería —repitió Daniele Bruno—. Y esto, lo que ustedes tienen, no prueba nada.
—Todo circunstancial, sì. Lo sé. Sin una confesión de alguien, lo único que le puedo presentar al magistrato son una serie de circunstancias que parecen sospechosas, pero que no prueban nada. Pero el magistrato no es un hombre al que le tiemble la mano cuando se encuentra con un conjunto de pruebas circunstanciales. Seguro que no sabe ese detalle de Piero Fanucci, pero ya lo descubrirá.
—Quiero a mi abogado ahora mismo —exclamó Daniele Bruno—. Y no les diré nada más sin que esté mi abogado presente.
Salvatore no tenía, curiosamente, ningún problema con eso. Tenía a Daniele Bruno justo donde quería. Por primera vez, la reputación de Piero Fanucci de llevar a juicio a cualquiera, aunque apenas tuviera pruebas, le había servido de gran ayuda.
Lucca, la Toscana
El abogado de Daniele Bruno hablaba el idioma de Barbara. De hecho, hablaba como un americano e incluso tenía ese acento. Se llamaba Rocco Garibaldi y había aprendido el idioma viendo películas norteamericanas antiguas. Solo había estado en los Estados Unidos una vez, le dijo a Barbara, parando dos días en Los Ángeles cuando iba de camino a Australia. Había ido a Hollywood, había visto las impresiones en cemento de las manos y los pies de estrellas de cine que llevaban mucho tiempo muertas, había leído los nombres del Paseo de la Fama… Pero sobre todo había practicado el idioma para saber si lo había aprendido bien.
Muy bien, tuvo que reconocer Barbara. El hombre sonaba como una mezcla de Henry Fonda y Humphrey Bogart. Obviamente le gustaban las películas en blanco y negro.
Después de una interminable conversación en italiano entre Garibaldi y Lo Bianco en la recepción de la questura, todos fueron hasta el despacho de Lo Bianco. Salvatore hizo un gesto a Barbara para que los acompañara y ella obedeció, aunque no tenía ni idea de lo que pasaba. Rocco Garibaldi, a pesar de que hablaba también su idioma, no se molestó en aclarárselo. Dentro del despacho, lo inimaginable ocurrió muy rápidamente. Salvatore mostró al abogado de Bruno la grabación de la televisión, después la lista de empleados de DARBA Italia y, para finalizar, lo que parecía ser un informe que ella sospechaba que era la autopsia de Angelina Upman. ¿Qué otra cosa podía ser, teniendo en cuenta que Garibaldi lo leyó con el ceño fruncido y asintiendo muy pensativo?
Barbara observó todo eso hecha un manojo de nervios. Nunca había visto a un policía jugar sus cartas así.
—Inspector jefe… —le dijo en voz baja y suplicante y después—. Salvatore… —Seguido de nuevo de—: Inspector jefe… —Aunque no sabía qué podía hacer para detenerle, aparte de arrinconarle en una esquina, esposarle a su mesa y amordazarle.
No tenía ni idea de lo que había pasado entre Salvatore y Bruno en la sala de interrogatorios. Había entendido algunas palabras del intercambio en italiano, pero no había podido deducir mucho. Había oído «DARBA Italia» muchas veces, y también «E. coli» e «incubatrice». Había visto que la agitación de Daniele Bruno crecía, así que albergaba esperanzas de que lo que estaba pasando ante sus ojos fuera que Salvatore le estaba apretando las tuercas al otro hombre. Pero, durante toda la entrevista, Salvatore parecía un hombre que lo único que necesitaba era una siesta. Hablaba de una forma despreocupada, casi hasta el punto de la inconsciencia. Algo tenía que estar pasando tras esos párpados entornados, pensó Barbara, pero no tenía ni idea de qué podía ser.
Cuando acabó de leer, Garibaldi volvió a hablar con Salvatore. Esta vez incluyó a Barbara en la conversación diciendo:
—Le estoy pidiendo al ispettore que me permita ver a mi cliente, sargento detective Havers.
Eso es lo que un abogado inglés habría hecho en primer lugar, pensó Barbara. Y justo cuando estaba a punto de aceptar que las cosas que tenían que ver con el trabajo policial eran diferentes en Italia, se volvieron aún más diferentes.
Salvatore no hizo ni el más mínimo ademán de llevar a Garibaldi con su cliente a la sala de interrogatorios. En vez de eso, pidió que trajeran a Daniele Bruno. Eso era irregular, pero ella no podía esperar a ver qué iba a pasar. Aunque no la tranquilizó ver que, menos de cinco minutos después, Garibaldi hizo una reverencia formal ante Salvatore, dijo «Grazie mille», le puso la mano en el brazo a Bruno y lo sacó de la comisaría. Todo pasó tan rápido que no tuvo tiempo más que de girarse hacia Salvatore y gritarle:
—Pero ¿qué coño…?
Él solo sonrió en respuesta, y se encogió de hombros de esa forma tan típica italiana.
—¿Por qué le ha dejado ir? —volvió a gritar—. ¿Por qué le ha enseñado la grabación? ¿Y por qué le ha contado lo de DARBA Italia? ¿Por qué le ha dado…? Oh, ya lo sé, él se dará cuenta de todo al final, o al menos eso creo, porque de verdad que no tengo ni la más mínima idea de lo que hacen en este país, pero podía haber fingido… O sugerido… Ahora sabe lo que tiene. Y seamos sinceros, realmente no tiene nada, y el abogado solo ha de decirle a Bruno que mantenga la boca cerrada desde ahora mismo hasta el final de los tiempos, porque todo lo que tenemos son suposiciones y, a menos que aquí se imparta una forma muy extraña de justicia, nadie va a la cárcel solo por una suposición, y ese nadie incluye a Daniele Bruno. Oh, mierda, ¿por qué no habla mi idioma, Salvatore?
Ante ese discurso, el policía italiano asintió educadamente. Durante un momento, Barbara creyó que la había entendido, tal vez no las palabras, pero sí el tono. Pero entonces él dijo algo que volvería loco a cualquiera:
—Aspetti, Barbara. —Y después con una sonrisa—. Vorrebbe un caffè?
—No, ¡no quiero una maldita taza de café! —le dijo casi gritando.
Él volvió a sonreír.
—Lei capisce! —exclamó—. Va bene!
A lo que ella respondió dejando caer los hombros.
—Solo dígame por qué le ha dejado ir, por Dios. Si llama a Lorenzo Mura, estamos perdidos. Lo sabe, ¿verdad?
La miró, como si pudiera comprender algo examinándole detenidamente los ojos. Y ella se dio cuenta de que ese escrutinio la estaba haciendo enrojecer.
—Oh, que le den —dijo por fin, y buscó el paquete de Players en su bolso. Sacó un cigarrillo y le ofreció el paquete.
—Que… Que le den —repitió en voz baja.
Con los cigarrillos encendidos, él señaló con la cabeza la ventana de su despacho. Pensó que pretendía que echaran el humo hacia el exterior. Pero lo que dijo fue: «Guardi», y señaló la acera que había abajo. Ahí Barbara vio que Garibaldi y Bruno habían salido de la questura e iban paseando como si no pasara nada.
—¿Se supone que eso me va a tranquilizar? —preguntó.
—Un attimo, Barbara —le dijo. Y después—: Eccolo. —Ella siguió la dirección de su mirada de párpados caídos y vio a un hombre con una gorra de béisbol naranja que los seguía a unos treinta metros—. Giorgio Simione —murmuró Salvatore—. Giorgio mi dirà dovunque andranno.
Barbara solo sintió un ligero alivio al ver a Giorgio siguiendo a los otros dos hombres, porque solo tenían que meterse en un coche, y a partir de ahí Bruno podía desaparecer o ponerse en contacto con Lorenzo Mura. Pero Salvatore parecía absoluta y sobrenaturalmente seguro de que todo estaba saliendo según algún tipo de plan que él tenía en su mente. Al final, Barbara decidió que no podía hacer otra cosa que confiar en aquel hombre, aunque no le gustaba nada la idea.
Pasaron media hora esperando. Salvatore hizo unas cuantas llamadas que ella no entendió: a su madre, a una mujer llamada Birgit y una tercera a alguien que se llamaba Cinzia. Un hombre con muchas mujeres, se dijo. Probablemente tendría que ver con esos ojos perezosos que tenía.
Cuando Rocco Garibaldi apareció en el umbral del despacho de Salvatore, Barbara se sintió a la vez aliviada y sorprendida. Vino solo, lo que le produjo cierta preocupación, pero esta vez, cuando habló con Salvatore, fue lo bastante amable para ir trasmitiéndole lo que le estaba diciendo.
Su cliente, Daniele Bruno, estaba otra vez en la sala de interrogatorios. Ahora estaba deseando contarle al ispettore Lo Bianco todo lo que sabía sobre el asunto que estaba investigando, porque estaba consternado por la muerte de una mujer inocente que además llevaba un hijo en su vientre. Que ahora quisiera hablar no tenía nada que ver con algún miedo que pudiera tener por sí mismo, y le había insistido a Garibaldi que se lo dejara muy claro a la polizia. Les diría todo lo que sabía y todo lo que había hecho porque, en ningún momento supo qué pretendía hacer Lorenzo Mura con la E. coli que él le dio. Si el ispettore Lo Bianco estaba de acuerdo con eso, podían continuar. Pero les daría la información a cambio de quedar fuera de todo eso: inmunidad total para el signor Bruno.
Salvatore pareció pensar mucho sobre ese detalle, al menos eso le pareció a Barbara. Apuntó algunas cosas en un cuaderno y se acercó a la ventana, desde donde hizo una llamada con su móvil. Habló en voz muy baja. Por lo que Barbara sabía, podía estar llamando a algún sitio para pedir comida china. Cuando colgó, sospechó que no andaba muy desencaminada.
Más conversación en italiano en la que oyó mencionar E. coli y la palabra magistrato muchísimas veces. Y también el nombre de Lorenzo Mura. Y los de Bruno y Angelina Upman.
De todo eso, lo único que Barbara entendió fue que habían llegado a un acuerdo. Garibaldi le dijo:
—Hemos llegado a un entendimiento, sargento. —Y se levantó para estrechar la mano de Lo Bianco.
Cuál era ese entendimiento siguió siendo un misterio para Barbara hasta que Salvatore hizo otra llamada y después volvió a la sala de interrogatorios, donde Daniele Bruno estaba sentado con la cara inescrutable, esperando claramente a oír que Garibaldi y Lo Bianco habían llegado a un pacto.
Lo que acordaron resultó obvio muy pronto. Unos golpes en la puerta anunciaron la llegada de un técnico policial que llevaba consigo un enorme recipiente de plástico con su equipo, que resultó ser electrónico. Empezó a desembalarlo y a ponerlo sobre la mesa mientras los demás miraban.
Empezó a explicar detalladamente a Bruno todo lo que había puesto sobre la mesa. Barbara en ese momento no necesitó traducción. Lo conocía de sobra y, a partir de ahí, dedujo el trato que habían hecho Lo Bianco y Garibaldi.
Daniele Bruno se lo contaría todo. Eso era seguro. Pero también iría a ver a Lorenzo Mura, y cuando lo hiciera llevaría un micrófono.
Lucca, la Toscana
El sonido de unos pies repiqueteando sobre el suelo de piedra y unos gritos de: «Papà! Papà!» les recibieron cuando volvieron a la Torre Lo Bianco esa noche. Una niña pequeña venía corriendo desde la cocina, la seguía un crío que no era mucho menor, y detrás de ellos venía Hadiyyah. La niña —a la que Salvatore llamó Bianca— empezó a hablar muy emocionada, y a Barbara le pareció que estaba hablando de ella. Concluyó lo que fuera que estaba diciendo dirigiéndose directamente a Barbara para decirle:
—Mi piacciono le sue scarpe rosse.
A lo que Salvatore le contestó con cariño.
—La signora non parla italiano, Bianca.
Bianca soltó una risita, se tapó la boca con las manos y le dijo a Barbara:
—Gustarme mucho los rojos zapatos de usted.
Hadiyyah se rio y la corrigió diciendo:
—¡No! Se dice: «Me gustan mucho sus zapatos rojos». —Y después le dijo a Barbara—. Su madre habla nuestro idioma, pero Bianca a veces se hace un lío con las palabras porque también habla sueco.
—No importa, cariño —le contestó Barbara—. Su forma de hablar mi idioma es maravillosa comparada con la mía de hablar el suyo. —Y mirando a Salvatore añadió—: Eso es verdad, ¿eh?
Él sonrió y dijo: «Certo», y señaló la cocina. Allí saludaron a su madre, que estaba haciendo la cena. Parecía que fuera a alimentar a todo un pelotón de infantería. Había enormes bandejas de pasta que se estaba secando sobre las encimeras, una olla gigante que burbujeaba con una salsa sobre el fuego, el aroma de una carne asándose salía del horno, una grandísima ensalada presidía la mesa y unas judías verdes esperaban en el enorme fregadero de piedra. Salvatore le dio un beso a su madre y la saludó diciendo: «Buonasera, mamma», pero ella lo apartó con el ceño fruncido. Aunque pareció espantarle con cariño. Entonces le dijo a Barbara:
—Spero che abbia fame. —Y señaló la comida con la cabeza.
¿«Fame»?, pensó Barbara. ¿Fama? No, no puede ser. Entonces cayó: fame…, famélica.
—No lo dude.
«No lo dude», repitió Salvatore, y después le dijo a su madre:
—Sì, Barbara ha fame. E anch’io, mamma.
Su madre asintió con energía. Al parecer, mientras la gente que entraba en la cocina tuviera hambre, en su mundo todo estaba bien.
Salvatore cogió a Barbara del brazo y le indicó que fuera con él. Los niños se quedaron en la cocina con su mamma mientras Barbara seguía a Salvatore por las escaleras hasta un salón que ocupaba toda la planta de arriba. A un lado de la habitación, un viejo aparador estaba algo inclinado por culpa del suelo irregular de piedra. Allí Salvatore se sirvió una copa: Campari con soda. Le ofreció lo mismo a Barbara.
Era una chica que se limitaba estrictamente a la cerveza, pero no parecía haber cerveza. Así que aceptó el Campari con soda y esperó que no estuviera malo del todo.
Él señaló las escaleras y empezó a subir. Ella le siguió, igual que antes. En la siguiente planta estaba el dormitorio de su madre, junto con un baño que formaba una extensión bulbosa en el exterior de la antigua torre. En la siguiente planta estaba el cuarto de Salvatore; en la de arriba, la habitación que ella iba a compartir con Hadiyyah. En ese momento, Barbara se dio cuenta de que ella y Hadiyyah iban a compartir la habitación de los dos hijos de Salvatore y le dijo:
—Joder, Salvatore. Vamos a dormir en la habitación de sus hijos, ¿no? ¿Y ellos dónde van a dormir?
Él asintió y le sonrió.
—Joder, sì —repitió, y siguió subiendo.
—Qué útil sería que supiera más palabras en mi idioma, colega…
—Idioma, sì —contestó él, y siguió subiendo.
Por fin salieron a una azotea. Cuando llegaron Salvatore dijo:
—Il mio posto preferito, Barbara. —Y señaló con un gesto amplio todo el lugar.
Era una terraza con plantas y un árbol en el medio, rodeado por todos lados por unos antiguos bancos de piedra y algunos arbustos. Al borde de la azotea había un parapeto que rodeaba los cuatro lados de la torre. Salvatore fue hacia allí con su copa en la mano. Barbara le siguió.
El sol se estaba poniendo y despedía un brillo dorado que se reflejaba en los tejados de Lucca. Señaló varias zonas, diferentes edificios que fue identificando por su nombre mientras le indicaba que mirara aquí o allá. Ella no entendió nada de lo que dijo, solo que le estaba hablando del amor que sentía por ese lugar. Y tenía que admitir que demostraba mucho amor. Desde la parte más alta de la torre, se veían las calles medievales serpenteantes y adoquinadas de la ciudad, los jardines ocultos apenas visibles, la forma ovoide del reutilizado anfiteatro, las docenas de iglesias que dominaban cada uno de los diminutos barrios. Y siempre la muralla, esa impresionante muralla. Al final de la tarde, con la brisa fresca que ahora soplaba en la gran llanura aluvial, tuvo que admitir que aquello era un trocito del Paraíso.
—Es precioso. Nunca había salido del Reino Unido, y nunca creí que me vería en Italia —le dijo—. Pero tengo que reconocerlo: si alguien se ve obligado a dejar su guarida para ir a un país extranjero, Lucca no es un mal lugar donde acabar. —Levantó el vaso hacia él y después hacia el sitio—. Muy bonito —dijo.
—No lo dude —repitió él.
Ella rio.
—Bene, colega. Creo que podría aprender mi idioma sin problema.
—Que le den —respondió feliz.
Ella volvió a reír.