16 de mayo

Lucca, la Toscana

Salvatore Lo Bianco se miró la cara en el espejo del baño. Los cardenales estaban sanando bien, tornándose amarillos. Ahora ya parecía menos el resultado de una paliza; era más como si se estuviera recuperando de un brote de ictericia. Dentro de unos pocos días podría volver a ver a Bianca y a Marco. Y eso estaba bien, porque su madre no estaba nada contenta de no tener la compañía de sus nipoti favoritos.

Salió de la torre y fue hacia donde había aparcado el coche. Fue andando con energía, disfrutando del agradable aire primaveral, y se detuvo para tomar un caffè y un dulce por el camino. Comió y bebió con prisa. Compró un ejemplar del Prima Voce en el quiosco de la Piazza dei Cocomeri. Leyó los titulares y la noticia de portada. Por ahora, por lo que vio, Piero Fanucci no había levantado la liebre sobre lo de la E. coli.

Aliviado, condujo hasta la Fattoria de Santa Zita bajo un cielo azul sin nubes que prometía un día de calor en la llanura aluvial en la que estaba Lucca. Arriba, en las colinas, los árboles ofrecían grandes extensiones de sombra que mantendrían las temperaturas más agradables. Por el camino polvoriento que llevaba a la finca de Lorenzo Mura, sus ramas formaban un túnel fresco y frondoso. Cuando salió de él, aparcó cerca de la bodega de Mura. Oyó voces que provenían del interior del antiguo edificio de piedra. Se metió bajo la pérgola cubierta de glicinias y entró en un lugar sombrío, donde el olor de la fermentación era como un buen perfume que llenaba el aire.

Lorenzo Mura y un hombre más joven con pinta de extranjero estaban detrás de la sala de catas, en la zona de embotellamiento. Examinaban un fajo de etiquetas antes de colocarlas en dos o tres botellas de muestra. «Chianti Santa Zita», ponía en las etiquetas, pero Mura no parecía complacido con su apariencia. Tenía el ceño fruncido mientras hablaba. El hombre más joven asentía.

Salvatore carraspeó. Ambos levantaron la vista. ¿La marca de nacimiento de color vino que estropeaba la cara atractiva de Mura se había oscurecido? Miró a Salvatore.

Giorno —dijo Salvatore. Les había oído hablar y había seguido el sonido de las voces, explicó. Esperaba no interrumpir.

Claro que estaba interrumpiendo, pero Lorenzo Mura no lo dijo. Volvió a dirigirse al hombre más joven, cuya piel pálida y pelo claro lo identificaban como inglés, o más probablemente escandinavo. Como muchos de sus compatriotas, hablaba italiano, además de otros dos o tres idiomas. El hombre más joven —no se lo presentó ni le dijo su nombre, y tampoco se lo había preguntado, pensó Salvatore— escuchó y desapareció en las profundidades de la bodega. Por su parte, Mura señaló una botella abierta, al lado de la máquina de etiquetado. Vorrebbe del vino? No tenía muchas ganas, pensó Salvatore. Era demasiado temprano para ponerse a beber Chianti, fuera para probarlo o no. Pero grazie mille de todas formas.

Al parecer, Lorenzo no tenía los mismos reparos en cuanto a la hora. Había estado bebiendo, igual que el hombre que estaba con él. Había dos copas al lado, todavía medio llenas. Cogió una y la bebió. Después dijo débilmente:

—Ella está muerta. Nuestro hijo ha muerto con ella. Usted no ha hecho nada. ¿Por qué ha venido?

Signor Mura —dijo Salvatore—, nos gustaría hacer las cosas más rápido, pero solo pueden avanzar a la velocidad a la que va el proceso.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que hay que construir un caso. Primero se construye, después se hacen movimientos para terminarlo y, finalmente, se llevan a cabo arrestos.

—Ella ha muerto, está enterrada y no ha pasado nada —repitió Mura—. Y ahora me dice que está «construyendo» un caso. Fui a buscarle cuando murió. Le dije que no había sido una muerte natural. Pero no me hizo caso. ¿Por qué está aquí ahora?

—He venido a preguntarle si permitiría que Hadiyyah Upman viviera con usted en la fattoria hasta que se pueda organizar algo con su familia de Londres.

Mura giró la cabeza bruscamente.

—¿A qué viene eso?

—Estoy construyendo un caso. Y cuando lo haya construido, algo que tengo que hacer muy bien, daré el siguiente paso, y no voy a vacilar. Pero hay que hacer algunos preparativos con antelación y he venido a verle con tal propósito.

Mura estudió su cara como si estuviera intentando discernir si era verdad o mentira. Y era comprensible, pensó Salvatore. Nueve de cada diez veces en ese país, y sobre todo en la Toscana, primero se hacía un arresto y después se adecuaban los hechos para que encajaran con el caso. Y eso pasaba especialmente cuando un magistrato como Piero Fanucci tenía una visión que se limitaba a un solo sospechoso desde el mismo momento en que se decidía que se había cometido un delito. Mura lo sabía y se estaría preguntando por qué no se había arrestado a nadie en el caso de las muertes de su amante y de su hijo.

Salvatore le dijo a Mura:

—En muertes como la de Angelina, es necesario establecer que se trata de un asesinato. Y eso ha resultado más difícil porque estuvo enferma las semanas anteriores a su fallecimiento. Ahora ya sabemos lo que causó su muerte…

Mura se acercó unos pasos con las manos extendidas, pero Salvatore levantó una mano para detenerle.

—Pero es algo de lo que no podemos hablar por ahora.

—Él lo hizo. Lo sé.

—El tiempo lo dirá.

—¿Cuánto tiempo?

—Eso es algo que no sabemos. Pero vamos avanzando y mantenemos en secreto lo que estamos averiguando. Que haya venido a hacer preparativos para el cuidado de Hadiyyah Upman… Espero que eso le deje claro lo cerca que estamos del final.

—Vino con nosotros, la hizo confiar en él y, cuando lo consiguió…, de alguna manera lo hizo. Lo sabe.

—Voy a hablar con él hoy, con el profesor. Ya hemos hablado y volveremos a hablar mañana. Nada, signor Mura, ha quedado sin investigar ni nos ha pasado desapercibido. Se lo aseguro. —Salvatore señaló con la cabeza hacia la puerta. Y dijo con un tono totalmente diferente—: Cría asini, ¿no? Me lo ha dicho el detective inglés. ¿Me los podría enseñar?

La expresión de Mura se ensombreció.

—¿Por qué razón?

Salvatore sonrió.

—Porque quiero comprar uno. Tengo dos niños a los que les encantaría tener un animal de esos como mascota en una pequeña casita que tengo en el campo. Se pueden tener como mascotas los animales que usted cría, ¿no? O al menos son lo bastante tranquilos para serlo, ¿verdad?

Certo —contestó Lorenzo Mura.

Lucca, la Toscana

Al final, Salvatore consiguió cumplir su misión. Cuando Lorenzo Mura le llevó al olivar para ver los burros, él fingió que le surgía la duda de si podía hablar con alguien que hubiera comprado hacía poco una de esas criaturas que parecían tan dóciles, para que le contara si realmente eran lo bastante tranquilos para convertirse en las mascotas de los niños en la inexistente casita que tenía en el campo. Mura le dio el nombre de su comprador más reciente. Salvatore siguió desde ahí.

Solo con una llamada al hombre lo eliminó inmediatamente como origen posible de la E. coli que mató a Angelina Upman. No porque no hubiera bacterias en su granja de cerca de Valpromaro, sino porque durante la conversación le confirmó que era cierto que había comprado hacía poco un burro al signor Mura y que lo había pagado en efectivo, para que el signor Mura pudiera evitar la cantidad de impuestos que se pagaban en Italia. Le dijo la fecha de la compra del animal, que coincidía exactamente con el día en que, en la fattoria, el ispettore Lynley había visto a un hombre dándole a Mura un sobre con algo.

Cuando volvió a la questura, lo hizo para recoger la información que pudieran tener Ottavia Schwartz y Giorgio Simione, que seguían avanzando trabajosamente en su análisis del grupo de científicos que se reunió en Berlín en abril. Habían encontrado a una científica de la Universidad de Glasgow que estudiaba la E. coli, le informó Ottavia. Y seguramente habría más, si es que el ispettore quería que continuaran buscando.

Le dijo que sí. No iba a hacer como Fanucci. Quería saberlo todo, al derecho y al revés, antes de hacer su siguiente movimiento. Para Salvatore declarar a alguien indagato era algo más que señalarle como sospechoso. Indagato significaba que los investigadores estaban seguros de que tenían a la persona responsable.

Pisa, la Toscana

Al final resultó que llegar a Pisa en avión fue lo más fácil. Barbara podía haber volado a uno de los aeropuertos regionales con alguna de las muchas compañías de bajo coste que parecían surgir todos los meses, pero quería la tranquilidad mental que le proporcionaría una aerolínea sólida que no tuviera muchas probabilidades de perder su limitado equipaje y que aterrizara en un aeropuerto que llevaba en el nombre la palabra «internacional».

Nada más aterrizar en Italia le asaltaron las primeras sensaciones de estar en tierra extraña. Todos se gritaban palabras incomprensibles unos a otros, en los carteles anunciaban cosas en un idioma que no entendía. Luego, cuando consiguió cruzar la aduana y la recogida de equipajes, encontró hordas de guías turísticos esperando a sus clientes, mientras grupos muy numerosos que se empujaban parecían estar negociando con taxistas ilegales que ofrecían viajes rápidos a la Torre Inclinada.

Por suerte, ella solo tenía que buscar a quien la iba a llevar a Lucca, y fue tan fácil de localizar como un chimpancé albino en un zoo. A pesar de estar en Italia —la cuna de la moda—, Mitchell Corsico iba vestido como era habitual en él. No llevaba la chaqueta con flecos —probablemente por el calor—, pero por el resto parecía salido del Lejano Oeste. Por su parte, Barbara había dejado sus camisetas con mensaje y llevaba otras de tirantes, anticipando lo que se encontró en cuando pisó la terminal de llegadas: un calor espantoso.

Mitch estaba hablando por el móvil cuando Barbara le vio entre la multitud. Siguió hablando mientras los dos iban hacia el coche de alquiler. Solo pudo captar trozos de la conversación mientras cargaba con su bolsa de viaje y le seguía. Era más o menos: «Sí…, sí… La entrevista está a punto… Sí, la tengo pendiente, Rod. ¿Qué más quieres que te diga?». Cuando colgó dijo: «Gordo cabrón», aparentemente refiriéndose a su editor. En ese momento llegaron junto a un Lancia. Barbara ya estaba sudando a mares.

Miró con los ojos entornados al brillante sol y murmuró:

—Pero ¿qué temperatura hace en este sitio?

Mitchell la miró.

—No será para tanto, Barbara. Si ni siquiera es verano.

Su camino hasta Lucca consistió en un viaje aterrador por la autostrada, donde los límites de velocidad parecían no ser más que meras sugerencias que los conductores italianos se limitaban a ignorar. Corsico parecía estar en su elemento. Si fueran un poco más rápido, pensó Barbara, despegarían.

Mientras conducía, le informó de que el primer artículo había salido en The Source esa mañana, por si no había tenido tiempo de comprar un ejemplar en el aeropuerto. Lo había escrito de forma que pudiera generar una docena de artículos secundarios. Y esperaba que se lo agradeciera, por cierto.

—¿Qué quieres decir con eso? —le preguntó Barbara—. ¿A qué artículos secundarios te refieres? ¿Cómo has escrito el primero?

Él la miró. Alguien los adelantó, nada más que una estela plateada. Él aceleró y dejó atrás a un camión. Barbara se agarró más fuerte a su asiento.

—Lo usual, Barbara —contestó—. «Esta situación de la E. coli es algo que están encubriendo los italianos para evitar que su economía se vea afectada mientras intentan detectar el origen entre sus productos, o es un envenenamiento intencionado llevado a cabo por un sospechoso desconocido… que se tendrá que enfrentar a un cargo de asesinato. Continuará».

—Mientras te mantengas alejado de Azhar…

Él la miró con incredulidad.

—Estoy persiguiendo una historia. Si él es parte de ella, le incluiré. Vamos a dejar una cosa clara entre tú y yo ahora que estamos colaborando: no des carnaza a un periodista y luego esperes que no quiera alimentar con ella a las masas hambrientas.

—Has mezclado las metáforas —le informó—. Y creo que eso no es muy aconsejable para un escritor. ¿O es mucho llamarte escritor? ¿Y quién ha dicho que estamos colaborando?

—Estamos en el mismo bando.

—Pues a mí no me lo parece.

—Los dos queremos que se sepa la verdad. Además, como ya te he dicho, el nombre de Azhar ya ha surgido en la historia.

—Te dejé muy claro que…

—¿No pensarás que Rod Aronson me iba a dejar pasearme tranquilamente por Lucca solo con el tirón que produce una mujer embarazada que pasa a mejor vida en la Toscana? Los lectores ingleses necesitan un cebo mucho mayor que eso.

—¿Y qué? ¿Ahora Azhar se ha convertido en ese cebo? Mierda, Mitchell…

—Es parte de la historia, te guste o no, nena. Por lo que parece, él es la historia. Joder, Barbara, deberías alegrarte de que no haya ido a por la niña.

Le agarró el brazo y le clavó los dedos.

—Mantente alejado de Hadiyyah.

Él se sacudió para quitársela de encima.

—No molestes al conductor. Si acabamos teniendo un accidente, el siguiente artículo lo vamos a protagonizar nosotros. Además, todo lo que he dicho hasta ahora es poco más que: «Por cierto, nuestro buen profesor de microbiología está ayudando a la policía en sus investigaciones, y todos sabemos lo que eso significa, ¿no? Guiño. Codazo de complicidad». Rod quiere una entrevista con ese tío. Y tú me la vas a conseguir.

—Todo lo que te dé, saldrá de mí —avisó—. Azhar no está sobre la mesa. Te lo dije desde el principio.

—Creí que querías que viniera para que sacara a la luz la verdad.

—Sí, pero la verdad no tiene nada que ver con Azhar.

Lucca, la Toscana

A juzgar por sus afueras, Lucca parecía cualquier otro lugar superdesarrollado de cualquier país del mundo. Aparte del hecho de que las señales de la carretera y los anuncios estaban en italiano, todo lo demás era bastante estándar. En las calles había edificios de apartamentos, hoteles baratos, restaurantes para turistas, locales de comida para llevar, boutiques y pizzerías. Había mucho tráfico y atascos. Las mujeres con sillitas de niño ocupaban demasiado espacio en las aceras, y los adolescentes que deberían estar en el instituto estaban por ahí entreteniéndose con las tres actividades más comunes de los adolescentes de cualquier lugar: mandar mensajes, fumar y hablar por el móvil. Llevaban peinados diferentes —mucho más elaborados y con demasiado fijador—, pero, por lo demás, eran iguales. Fue al llegar al centro cuando Lucca, de repente, se volvió única.

Barbara nunca había visto nada como esa muralla que rodeaba la parte antigua de la ciudad como un bastión medieval. Había estado en York, pero era completamente diferente a la enorme zanja cubierta de hierba que había ante la ciudad y que, en su momento, podría haber hecho las funciones de foso, teniendo en cuenta que la carretera pasaba por encima. Mitch Corsico la rodeó por un bulevar en sombra cuyo propósito parecía ser mostrar la muralla desde su mejor perspectiva. A la mitad de su recorrido, giró para entrar en una enorme piazza, y después cruzó una carretera corta que los llevó a través de una de las enormes puertas de la muralla.

Ahí había otra piazza donde tuvieron que competir con autobuses de turistas que vomitaban su contenido de personas mayores con bermudas, sombreros para el sol, sandalias y calcetines negros. Cerca de una tienda que alquilaba bicicletas encontraron un sitio donde aparcar. Mitch salió del coche y dijo: «Por aquí», y la dejó que se peleara con su bolsa de viaje de nuevo.

Ella pensaba que no había metido muchas cosas en su maleta, pero mientras intentaba seguirle con dificultad, empezó a pensar seriamente en tirarlo todo en el contenedor de basura más cercano. Pero no había ninguno a la vista, así que tuvo que seguir resoplando y cargando con su bolsa mientras Mitchell salía de la plaza, dejaba atrás una iglesia —«la primera de un centenar, créeme»— y se metía entre una multitud de turistas, estudiantes, amas de casa y monjas. Muchas monjas.

Por suerte, no tuvo que seguir la estela de Mitch durante mucho tiempo por esa calle estrecha. Enseguida le vio girar para entrar en otra calle. Cuando por fin llegó, se lo encontró apoyado en la pared de un túnel que tenía la anchura de un coche. Ese túnel, por lo que vio, llevaba a otra piazza muy grande en la que brillaba sin piedad un sol abrasador.

Pensó que se había quedado a descansar en la sombra o que tal vez la esperaba para ofrecerle su ayuda. Sin embargo, cuando llegó hasta él, con el corazón latiendo con fuerza y el sudor cayéndole sobre los ojos, dijo:

—No viajas mucho, ¿eh? Una regla básica, Barbara. Una muda de ropa.

Cruzó el túnel y salió a la piazza. Era circular. Mitch le informó de que era el antiguo anfiteatro de la ciudad. Tiendas, cafeterías y viviendas ocupaban todo el perímetro. Bajo la brillante luz del sol, Barbara solo quería dirigirse a la sombra más cercana y pedir algo muy frío para beber. De hecho, pensó que a eso era a lo que habían ido allí, hasta que el periodista le señaló un conjunto de cactus y de suculentas colocadas en perfectas hileras delante de un edificio y le dijo que aquella era la pensione de Azhar.

—Es hora de hacer la entrevista —le soltó. Y cuando ella intentó protestar, él jugó su última carta—. Yo soy quien pone las reglas, Barbara, y será mejor que lo pienses muy bien. Puedo dejarte aquí para que te las apañes para encontrar a alguien que hable nuestro idioma y que te pueda ayudar. O puedes empezar a cooperar más. Pero, antes de que decidas, quiero avisarte de que los policías de aquí no hablan inglés. Sin embargo, sí que lo hablan muchos periodistas, y no me importaría presentarte a un par. Pero si me pides eso, me deberás una. Y me la vas a pagar con Azhar.

—No hay trato. Seguro que puedo comunicarme con quien yo quiera hablar —aseguró Barbara.

Mitch sonrió. Señaló con la cabeza la pensione en cuestión.

—Si eso es lo que quieres hacer…

Eso debería haberle servido de advertencia, claro. Pero Barbara no estaba preparada para que Mitchell Corsico dictara los términos de su relación en Italia. Así que cruzó la piazza con la bolsa al hombro y llamó al timbre que había en la entrada de la Pensione Giardino. Tenía las ventanas cerradas para evitar el calor, como todas las demás ventanas de la piazza; todas menos una, en la que una mujer estaba tendiendo unas sábanas rosa en una cuerda delante de su apartamento. Todos los demás sitios parecían desiertos. Barbara estaba empezando a pensar que en la pensione tampoco había nadie, pero entonces la puerta principal se abrió y una mujer morena embarazada y con un bebé encantador apoyado en la cadera apareció y la miró.

Al principio, todo pareció ir bien. Ella vio la bolsa de viaje de Barbara, sonrió y le hizo un gesto para que entrara. La llevó por un pasillo en penumbra —y, gracias a Dios, más fresco—, donde en una mesita estrecha una vela parpadeaba a los pies de una estatua de la Virgen, y después a través de una puerta a una estancia que parecía un comedor. Le hizo otro gesto a Barbara para que dejara la bolsa en el suelo de baldosas. De un cajón de la mesa sacó una tarjeta que parecía algo que había que rellenar para alojarse en la pensione. Genial, pensó Barbara, cogiendo la tarjeta y el boli que ella le ofrecía. Que te den, Mitchell. No iba a tener ningún problema.

Rellenó la tarjeta y se la pasó y cuando la señora le dijo: «E il suo pasaporto, signora?». Barbara se lo dio. Se preocupó un poco cuando la mujer se fue con él en la mano, pero no se alejó mucho, solo hasta una barra que había en el comedor. Cuando soltó unas cuantas frases en una lengua incomprensible, que Barbara supuso que sería italiano, le pareció que lo que estaba diciendo era algo así como que necesitaba su pasaporte un momento para hacer algo con él. Esperó que con ese «algo» no se refiriera a venderlo en el mercado negro.

Después, con una sonrisa, la mujer le dijo «Mi segua, signora», y se recolocó a la niña en la cadera. Fue hasta una escalera y empezó a subir. Barbara supuso que debía seguirla. No tenía problema con eso, pero había preguntas que quería hacerle antes de establecerse allí. Así que dijo:

—Espere un momento, ¿eh? —Y cuando la mujer se giró con una expresión inquisitiva, continuó—: Taymullah Azhar todavía está aquí, ¿no? ¿Con su hija? ¿Una niña pequeña así de alta con el pelo largo y negro? Lo primero que tengo que hacer…, bueno, aparte de lavarme un poco… Es hablar con Azhar de Hadiyyah. Así se llama la niña. Pero seguramente ya lo sabe, ¿verdad?

Lo que esas frases consiguieron fue liberar una verdadera marea que salió de los labios de la mujer. Bajó otra vez las escaleras hablando a toda velocidad. Pero Barbara no consiguió distinguir ni una palabra.

Se transformó enseguida en un metafórico ciervo iluminado por los faros de un coche que se acerca y se quedó mirando fijamente a la mujer. Todo lo que pudo identificar de ese torrente de palabras fue: «non, non, non». A partir de eso supuso que ni Azhar ni Hadiyyah estaban en la pensione. Pero no pudo saber si se habían ido para siempre.

Fuera lo que fuera lo que significara lo que dijo, la mujer estaba lo bastante agitada para hacer que Barbara sacara su teléfono móvil de la bolsa y se lo enseñara, aunque solo fuera para que se callara. Marcó el número de Azhar, pero no le proporcionó ninguna satisfacción. Estuviera donde estuviera, no contestó.

Mi segua, mi segua, signora —dijo la mujer—. Vuole una camera, sì? —Y señaló las escaleras, por lo que Barbara entendió que «camera» debía de significar «habitación» en italiano, y no un aparato para hacer fotos. Asintió y cogió la bolsa. Y subió detrás de la señora dos tramos de escaleras.

La habitación era sencilla y estaba limpia. No tenía baño incorporado, pero ¿qué podía esperarse de una pensione? Se instaló más rápido de lo que había previsto —obviamente lo de la ducha fría tendría que esperar—, y buscó en la agenda de su teléfono el número de Aldo Greco.

Por suerte, su secretaria hablaba tan bien su idioma como Greco. El abogado no estaba en el despacho en ese momento, le dijo, pero si quería dejar algún recado…

Barbara le explicó la situación. Estaba intentando localizar a Taymullah Azhar. Era una amiga suya de Londres que ahora estaba en Lucca y había venido porque no había podido localizarle en los últimos dos días a través del teléfono. Estaba muy preocupada por él y, lo que era más importante, por Hadiyyah, su hija, y…

—Ah —le dijo la secretaria—. Le diré al signor Greco que la llame lo antes posible.

Barbara no estaba segura de lo que significaba «lo antes posible» en Italia, así que, después de dejarle su número, colgó y se puso a caminar por la habitación. Abrió los postigos y después las ventanas. Al otro lado de la piazza, vio a Mitch Corsico, sentado en la terraza de una cafetería debajo de una sombrilla, tomando algo. Parecía muy relajado y satisfecho. Sabía algo, se dijo, y estaba a la espera de que ella también lo descubriera.

No tardó en descubrirlo. Sonó su móvil y contestó con voz destemplada. Era Greco.

Taymullah Azhar había sido arrestado por asesinato. Había estado en la questura durante los últimos dos días, entrando y saliendo intermitentemente. El arresto se había producido a las nueve y media de esa mañana.

Dios santo.

—¿Dónde está Hadiyyah? —le preguntó—. ¿Qué le ha pasado a Hadiyyah?

Aldo Greco respondió que se verían en su despacho dentro de cuarenta y cinco minutos.

Lucca, la Toscana

A Barbara no le quedaba elección. Tenía que llevar a Corsico. Él sabía manejarse en Lucca y, aunque fuera sin él, el periodista la seguiría. Así pues, cuando salió de la Pensione Giardino, cruzó la plaza hacia donde estaba, se sentó, le cogió el vaso y lo vació. La bebida era algo muy dulce servido con dos cubitos de hielo. Limoncello con soda, le dijo.

—Mejor no tomarlo muy rápido, Barbara.

Pero la advertencia había llegado tarde. Se le subió a la cabeza inmediatamente y sintió una punzada entre los ojos. Perdió la visión por un momento y solo vio una neblina repentina.

—Mierda. No me extraña que la vita sea tan dolce en este país. ¿Toman eso a media mañana?

—Claro que no —le aseguró él—. Se toman la vida con más calma, pero no están locos. Supongo que ya te has enterado de lo Azhar.

Entornó los ojos.

—¿Ya lo sabías?

Se encogió de hombros en un arrepentimiento falso.

—Joder, pensaba que estábamos colaborando.

—Y yo también —reconoció él—. Pero entonces…, cuando te pedí algo…, una simple entrevista…

—Dios. Ya vale. ¿Y dónde está Hadiyyah? ¿Eso también lo sabes?

Negó con la cabeza.

—Pero no es que haya muchas posibilidades. Tienen que seguir unas normas, y supongo que ninguna dice que se dejan solas a las niñas de nueve años para que se busquen la vida y se alojen en una habitación en el Ritz cuando acusan a sus padres de asesinato. Tenemos que encontrarla. Y cuanto antes mejor; tengo un plazo que cumplir.

Barbara hizo una mueca por lo cruel que había sido aquel comentario. Hadiyyah no significaba nada para Corsico, solo otro detalle del artículo que quería escribir. Se puso de pie, sintió un ligero mareo por la bebida que había tomado y se quedó quieta hasta que pasó. Cogió un puñado de patatas fritas de una cesta que había en la mesa y dijo:

—Vamos a Via San Giorgio. ¿Sabes dónde está?

Dejó unas monedas en el cenicero que hasta entonces estaba limpio y se puso de pie.

—No está lejos —dijo—. Esto es Lucca.

Lucca, la Toscana

Aldo Greco resultó ser un hombre con aspecto distinguido, del mismo estilo que su compatriota luqués Giacomo Puccini, pero sin bigote. Tenía los mismos ojos de mirada conmovedora y el mismo pelo grueso y oscuro que le plateaba en las sienes. Su piel olivácea no tenía ni una sola arruga. Podría tener cualquier edad entre veinticinco y cincuenta. Parecía un actor de cine.

Barbara se dio cuenta de que Mitch Corsico y ella le parecieron una pareja extraña, pero era demasiado educado para hacer ningún comentario aparte de «Piacere» —fuera eso lo que fuera— cuando ella y su compañero se presentaron.

Greco les pidió que se sentaran y les ofreció algo de beber. Barbara rechazó el ofrecimiento. Mitch dijo que un café no le vendría mal. Greco asintió y le pidió a su secretaria que lo trajera, lo que hizo eficientemente. A Mitchell le puso delante un dedal de un líquido tan negro que podría ser aceite de motor. Al parecer, ya lo había visto antes, pensó Barbara, porque se colocó un terrón de azúcar entre los dientes y bebió de un trago el mejunje.

Greco se mostró cauteloso con ellos tras las cortesías básicas. Después de todo, no sabía muy bien quién era Barbara. Podría ser cualquiera —incluso podría ser periodista— que decía conocer a Azhar. Su cliente no se la había mencionado y eso suponía un problema para él, al que le obligaba la ética. Seguro que no le gustaba dar ni el detalle más superficial sobre el arresto de su cliente.

Ella le enseñó su identificación policial. Eso apenas le impactó. Mencionó al inspector Lynley, que había venido a la ciudad antes que ella para actuar como oficial de enlace en el asunto del secuestro de Hadiyyah, pero con eso solo consiguió un asentimiento muy serio, nada más. Por fin recordó que había metido en su bolso una foto escolar de Hadiyyah que la niña le había dado a principios del trimestre de otoño, cuando estaba en Londres. Por detrás había escrito el nombre de Barbara, «amigas para siempre», su nombre y una línea de besos.

—Cuando me enteré de que Azhar estaba entrando y saliendo de la questura —dijo Barbara—, supe que tenía que venir porque Hadiyyah no tiene parientes en Italia. La familia de su madre está en Inglaterra… Además, su madre no estaba muy unida a ellos. Lo que pensé es que, si pasaba algo más… Ya sabe, ha pasado por un infierno, ¿no?

Greco examinó la foto que Barbara le había dado. No pareció convencido hasta que ella sacó su teléfono móvil. En él tenía un mensaje antiguo de Azhar, que por suerte no había borrado. Le pasó el móvil al abogado, que lo escuchó, y al final pareció razonablemente convencido de su amistad con el hombre para darle algunos detalles.

Ella lo entendía, ¿verdad? Su cliente no le había autorizado y, por tanto, debía aplicar ciertos límites a lo que le dijera. Sí, sí, Barbara aseguró que lo entendía y rezó para que Corsico tuviera el sentido común suficiente para no sacar su cuaderno del bolsillo de los vaqueros y empezar a tomar notas.

Primero, comenzó Greco, Hadiyyah había vuelto a la Fattoria de Santa Zita, la casa de Lorenzo Mura, donde había estado viviendo con su madre antes de que esta falleciera. Pero no era un arreglo permanente. Ya habían notificado a sus parientes en Londres que su padre había sido arrestado. ¿Y ya venían de camino para recogerla?, preguntó Barbara. Si era así, se dijo, el tiempo era fundamental, porque si los Upman le ponían las manos encima a Hadiyyah, se asegurarían, por puro rencor, de que Azhar no volviera a verla nunca.

—Eso no lo sé —le contestó Greco—. La policía fue quien hizo las gestiones para que la niña fuera con el signor Mura. No fui yo.

—Azhar no le daría a los policías el nombre de los Upman para que vinieran a por Hadiyyah —dijo Barbara al abogado—. Les habría dado mi nombre.

Greco pareció reflexionar mientras asentía.

—Tal vez fuera así, certo. Pero la policía habrá querido que sea un pariente de la niña quien viniera a por ella, porque no hay ninguna prueba de que el profesor sea su padre. Ve las dificultades que surgen para cumplir sus deseos, sean cuales sean, en este asunto, ¿no?

Lo que Barbara veía era que necesitaba saber dónde estaba la Fattoria de Santa Zita. Miró a Mitchell. Había puesto su cara de reportero: no revelaba nada. Supo que eso significaba que lo estaba memorizando todo. Tal vez era una buena idea tenerle en su equipo.

—¿Qué pruebas tienen contra él? —prosiguió—. Tiene que haber alguna prueba. Si acusan a alguien de asesinato, tienen que haber presentado las pruebas, ¿no?

—A su debido tiempo —dijo Greco.

Unió los dedos ante su pecho y los usó para enfatizar mientras le explicaba cómo funcionaba el sistema judicial en Italia. Por ahora, Taymullah Azhar era un indagato, es decir, que su nombre se incluía en los registros judiciales como sospechoso. Le habían entregado los documentos que comunicaban eso —lo llamamos aviso de garanzia, les dijo Greco—, pero todavía no habían revelado los detalles de los cargos. Se los darían con el tiempo, certo, pero por el momento una orden de segreto investigativo impedía que fueran revelados. En ese momento solo unas filtraciones muy controladas hacían que llegara la información a través de los periódicos.

Barbara le escuchó. Cuando terminó, dijo:

—Pero usted tiene que saber algo, señor Greco.

—Ahora mismo lo único que sé es que están interesados en un congreso al que asistió el profesor en abril. También en su profesión. En ese congreso había microbiólogos de todo el mundo…

—Ya sé lo del congreso.

—Entonces entenderá que relacionen la asistencia del professore Azhar a ese congreso con la muerte, poco después, de la madre de su hija por un microorganismo que pudo obtener…

—No sé cómo se les ocurre que Azhar pudo andar de acá para allá por toda Europa con una placa de Petri con E. coli escondida en el sobaco.

—¿Cómo? —Greco pareció confundido.

—No ha entendido lo del sobaco —murmuró Mitchell Corsico.

—Perdone —se disculpó Barbara—. Lo que quería decir es que todas esas suposiciones son absurdas. ¿Cómo se supone que podía pasar? Por no mencionar lo poco probable… Mire, necesito hablar con ese policía: Lo Bianco. Es el policía encargado del caso, ¿no? Puede organizar una reunión con él, ¿verdad? Yo trabajo con el inspector Lynley en Londres. Lo Bianco reconocerá el nombre. No tiene que saber que soy amiga de la familia. Solo dígale que trabajo con Lynley.

—Puedo hacer una llamada —se ofreció Greco—. Pero prácticamente no habla inglés.

—No hay problema. Usted puede venir conmigo, ¿verdad?

Sì, sì —le dijo—. Podría. Pero tiene que tener en cuenta que el ispettore Lo Bianco no le va a hablar con franqueza si yo estoy presente. Y supongo que usted querrá hablar con franqueza, ¿no?

—Sí. Claro. Pero, mierda, ¿no tiene «obligación» de decirle…?

—Las cosas aquí son diferentes, signora. —Hizo una pausa y se corrigió—: Scusi. Sargento. Las cosas aquí son diferentes cuando hay una investigación en curso.

—Pero cuando se produce un arresto…

—Es más o menos lo mismo.

—Joder, señor Greco, solo tienen pruebas circunstanciales. Azhar fue a un congreso y alguien murió un mes después por un microorganismo que ni siquiera es su objeto de estudio.

—Alguien que le había arrebatado a su hija ha muerto. Alguien que le ocultó el paradero de su hija durante muchos meses. Eso, como usted sabe, hace que todo pinte mal.

«Y pintará peor si alguien se entera de la participación de Azhar en el secuestro de Hadiyyah», pensó Barbara.

—No se puede meter en la cárcel a alguien por unas pruebas circunstanciales.

Greco pareció asombrado.

—Al contrario, sargento. Aquí meten en la cárcel a mucha gente por menos todos los días.

Lucca, la Toscana

A Salvatore Lo Bianco no le sorprendió saber que otro representante de New Scotland Yard había aparecido en Lucca. Había estado esperando que alguien de Londres apareciera tras arrestar a Taymullah Azhar. Se habrían enterado a través de la embajada, a la que habría avisado Aldo Greco, y la información se habría filtrado inevitablemente de la embajada a la policía metropolitana. Además, se daba la circunstancia de que, una vez hecho el arresto, una niña inglesa se había quedado sin una persona de su misma nacionalidad que se ocupara de ella. Alguien tenía que encargarse de ese asunto, porque Lorenzo Mura no era de su familia y solo la estaba acogiendo hasta que se pudiera arreglar la situación. Así que la aparición de una policía de Inglaterra no le extrañó lo más mínimo. Simplemente no se esperaba que esa persona apareciera en la questura tan pronto.

No era el inspector Lynley, una pena. A Salvatore no solo le había caído bien el inglés, sino que también le había resultado conveniente que hablara bastante bien italiano. Le pareció muy raro que la policía metropolitana enviara a alguien que no hablara más que ingés. Pero, cuando Aldo Greco le llamó y le dio su nombre y los detalles —entre ellos que no hablaba italiano—, accedió a verla de todas formas. Greco le aseguró que ella llevaría a alguien que pudiera hacer de intérprete. Su acompañante —un cowboy inglés, le dijo Greco— aparentemente tenía contactos en la ciudad, y uno de ellos conseguiría que un nativo acompañara a la sargento.

Salvatore no había pensado mucho en cómo sería una detective inglesa, pero no estaba preparado para la mujer que entró en su despacho unas dos horas después de la llamada de Greco. Cuando la vio, pensó que tal vez se había visto influido por años de series de televisión británicas que había visto dobladas al italiano. Quizá se había imaginado a alguien en la línea de una actriz distinguida y con título, tal vez demasiado dura, pero con las piernas largas, vestida a la moda y atractiva. Pero la que entró en su despacho era la antítesis de todo eso, excepto en lo de dura. Era bajita, corpulenta y vestía unos pantalones beis terriblemente arrugados, zapatillas de lona rojas y una camiseta de tirantes solo medio metida en los pantalones y que le colgaba de sus rollizos hombros. Su pelo parecía haber pasado por las manos de un jardinero que utilizaba las tijeras principalmente para cortar los setos del exterior de su casa. Tenía una piel muy bonita —a los británicos les sentaba bien su clima húmedo, pensó—, pero ahora le brillaba por el sudor.

Acompañada por una mujer con pinta de ratón de biblioteca, con unas gafas muy grandes y el pelo con demasiado fijador, la detective inglesa cruzó el despacho hasta su mesa con tanta confianza y sin preocuparse lo más mínimo por su apariencia personal —algo que no tenía nada que ver con el carácter italiano— que Salvatore no pudo menos que admirarla, aunque fuera a regañadientes. Le tendió la mano. La tenía húmeda.

—Sargento detective Barbara Havers. Pero usted no habla mi idioma. Bueno. Bien. Esta es Marcella Lapaglia, y voy a ser sincera con usted: Marcela es la pareja de un tío que se llama Andrea Roselli. Es un periodista de Pisa, pero ella no le va a dar a él ninguna información, a menos que usted le dé permiso. Ha venido para traducir, le voy a pagar por hacerlo y, por suerte, necesita más el dinero que la aprobación de Andrea en este momento.

Salvatore escuchó ese torrente de palabras y entendió algunas. Marcella lo tradujo todo rápidamente. A Salvatore no le gustó nada que esa mujer fuera la amante de Andrea Roselli. Se lo dijo directamente. Marcella se lo tradujo a la detective inglesa. Estuvieron hablando entre ellas hasta que él, impaciente, dijo: «Come? Come?». Marcela tradujo.

—Es intérprete profesional —dijo la detective inglesa a través de Marcella—. Ella sabe que estará tirando su carrera por la ventana si difunde una información que no debiera difundir.

—Espero que así sea —le dijo Salvatore a Marcella.

Certamente —contestó ella sin inmutarse.

—Trabajo con el inspector Lynley en Londres —dijo Barbara—. Así que estoy bastante al día de lo que está pasando aquí. He venido sobre todo por la niña, la hija del profesor, y me ayudaría saber qué es exactamente lo que tienen contra Azhar y qué posibilidades hay de que acabe yendo a juicio. Va a hacer preguntas… Me refiero a Hadiyyah, la niña, y tengo que pensar qué voy a decirle. Seguro que usted puede ayudarme con eso. ¿Qué es lo que tiene contra Azhar, el profesor, si no le importa que se lo pregunte? Bueno, ya sé que está acusado de asesinato, el señor Greco me lo ha dicho, y sé lo de su trabajo en Londres, lo del congreso en Berlín al que asistió y también la causa de la muerte de la madre de la pequeña. Pero… Bueno, seamos sinceros, inspector Lo Bianco, por lo que yo sé, en este momento y a menos que haya algo más de lo que dicen, lo que tienen es como mínimo incierto. No se trata del tipo de cosas por las que se arresta a la gente y se presentan cargos. Así que creo que puedo decirle a Hadiyyah, si me da su aprobación, que su padre va a volver a casa pronto. Eso si no tiene nada que yo no sepa, como le he dicho.

Salvatore escuchó la traducción, pero mantuvo la mirada fija en la sargento, que no dejó de mirarle a él. La mayoría de la gente bajaría la mirada en algún momento o al menos la apartaría para observar los detalles del despacho, pensó, pero ella solo jugueteó con el cordón sucio de una de sus zapatillas rojas, encima de una rodilla. Cuando Marcella hubo transmitido todas las palabras de la sargento, Salvatore dijo muy despacio:

—La investigación todavía está en curso. Y, como usted debe saber, sargento, aquí, en Italia, las cosas funcionan un poco diferentes.

—Lo que sé es que tienen pruebas mucho menos que circunstanciales. Cuentan con una ristra de coincidencias que hacen que me pregunte por qué el profesor Azhar está entre rejas ahora mismo. Pero dejemos eso por ahora. Quiero verle. Va a tener que hacer lo necesario para que pueda verle.

Esa orden irritó a Salvatore. Era inaceptable que hiciera tal petición, teniendo en cuenta que había venido a Italia para ocuparse del bienestar de Hadiyyah Upman.

—¿Y por qué razón quiere verle? —preguntó.

—Porque es el padre de Hadiyyah Upman, y ella querrá saber dónde está, cómo está y qué le está pasando. Eso es lo más natural, como seguro que sabrá.

—Su paternidad no está demostrada —señaló Salvatore. Y le alegró ver que su comentario le sentaba mal al oír su traducción de boca de Marcella.

—Ya, claro. Bueno, no importa. Le parece que se ha marcado un tanto con eso, ¿eh? Pero un análisis de sangre lo aclarará inmediatamente. Mire, él también va a querer saber dónde está la niña y qué le está pasando, y quiero poder decírselo. Usted y yo sabemos que puede arreglarlo. Me gustaría que lo hiciera. —Esperó a que Marcella tradujera. Él estaba a punto de responder cuando ella añadió—: Puede considerarlo como una prueba de buena fe. —Antes de que pudiera responder a ese asombroso comentario, ella miró a su alrededor y dijo—: ¿Fuma usted, inspector? Porque me vendría bien un cigarrillo, pero no quiero molestarle.

Salvatore vació el cenicero que tenía en su mesa y se lo dio.

—Gracias —dijo ella, y empezó a rebuscar en el enorme bolso que había puesto en el suelo. Se puso a mascullar maldiciones (las palabras que utilizó para eso sí que las conocía Salvatore), y por fin él metió la mano en su chaqueta, sacó sus cigarrillos y se los ofreció.

Ecco —le dijo.

Y ella respondió:

—¿Ve? Ya me parecía a mí que usted era un hombre con muy buena voluntad.

Y entonces sonrió. Él se quedó desconcertado. Era, como representante del sexo femenino, algo estrafalaria, pero tenía una sonrisa extraordinariamente bonita y, a pesar de lo que él había llegado a pensar sobre la predilección inglesa por no preocuparse por el estado de sus dientes, ella parecía haberles prestado mucha atención porque los tenía rectos, muy blancos y regulares. Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, él también sonrió. Ella le devolvió los cigarrillos, Salvatore cogió uno, ofreció otro a Marcella y todos los encendieron.

—¿Puedo ser sincera con usted, inspector jefe Lo Bianco? —preguntó Barbara.

—Salvatore, por favor —contestó. Y cuando ella pareció sorprendida, él le dijo en su idioma—. Es más corto. —Y sonrió.

—Pues llámeme Barbara entonces —contestó ella—. También es más corto. —Dio una calada de una forma muy masculina y pareció dejar que el humo le llegara a la sangre antes de repetir—: ¿Puedo ser sincera con usted, Salvatore? —Y cuando él asintió al oír la traducción de Marcela, continuó—: Por lo que veo, está construyendo un caso contra Taymullah Azhar. Pero ¿puede situar la E. coli en sus manos?

—El congreso de Berlín…

—Ya sé lo de Berlín. Sí, fue a un congreso. ¿Y qué diferencia supone eso?

—Ninguna hasta que analizamos el congreso y descubrimos que estuvo en una mesa redonda con un científico de Heidelberg: Friedrich von Lohmann. En su laboratorio de la Universidad de Heidelberg estudia la E. coli.

Barbara asintió, entornando los ojos por el humo del cigarrillo.

—Está bien. Lo de la mesa redonda no lo sabía. Pero la verdad es que me parece una coincidencia. No pueden ir a juicio con eso, ¿verdad?

—Alguien tendrá que ir a Alemania a entrevistar a ese hombre —le dijo Salvatore—. Y usted y yo sabemos que no es imposible que en un congreso de ese tipo un científico pida a otro una cepa de la bacteria que está investigando por alguna razón.

—¿Igual que si le pidiera ver las fotos de sus vacaciones? —preguntó con una carcajada.

—No —contestó él—. Pero no le habría resultado difícil inventarse una razón por la que necesitara esa bacteria, ¿no? El proyecto de un estudiante de doctorado que está supervisando, un interés personal tal vez… Eso son solo dos ejemplos de las muchas cosas que podría haberle dicho a ese hombre de Heidelberg.

—Pero, por Dios, inspector… Quiero decir, Salvatore, ¡no pensará que esa gente lleva muestras en el bolsillo! ¿Qué es lo que tienen? Azhar pidiéndole al señor de Heidelberg… ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Von Lohmann.

—Eso. Vale. ¿Cree que Azhar le pidió la bacteria a Von Lohmann en Berlín y él fue y sacó la E. coli de su maletín?

Salvatore sintió que se estaba enfadando. O bien ella estaba malentendiendo deliberadamente sus palabras, o bien Marcella no se las estaba traduciendo de una forma correcta.

—Claro que no creo que el profesor von Lohmann tuviera la E. coli allí, pero la semilla del interés del profesor Azhar se plantó en el congreso, y cuando secuestraron a Hadiyyah a través del detective de Londres, entonces planeó algo más.

La traducción de Marcella hizo que el cigarrillo de la sargento se quedara a medio camino de su boca.

—¿Qué es lo que quiere decir?

—Lo que estoy diciendo es que tengo en mi poder pruebas que vienen de Londres que señalan que el secuestro de Hadiyyah Upman fue planeado allí y no aquí. Este detective de Londres que me ha enviado la información quiere que piense que un hombre llamado Michelangelo Di Massimo lo planeó todo en Pisa, con la única ayuda de Taymullah Azhar.

—Espere un momento. No hay forma…

—Pero yo tengo documentos que prueban que no fue así. Hay muchos registros que, comparados con los registros anteriores que también tengo en mi poder, han sido modificados. A lo que voy es que las cosas no son tan sencillas y yo no soy idiota. El profesor Azhar ha sido acusado de asesinato. Pero sospecho que no se le va a acusar solo de eso.

La sargento hizo girar su cigarrillo entre el pulgar y los dedos índice y corazón de una forma que sugería que llevaba décadas fumando. Sujetaba el cigarro como un hombre. Salvatore se preguntó por un momento si sería lesbiana. Después se dijo que tal vez estaba pensando en las lesbianas como un estereotipo. Y por fin pensó en por qué se estaba preguntando cualquier cosa sobre esa detective tan peculiar.

—¿Quiere compartir conmigo qué le hace contemplar tal posibilidad? Es algo muy raro, si quiere mi opinión.

Salvatore tuvo mucho cuidado con lo que le decía. Tenía información bancaria que contradecía la anterior información de los bancos, explicó. Esa información daba la impresión de que alguien en alguna parte estaba falseando pruebas.

—Parece que nada apunta a Azhar, por lo que veo.

—Sí, un informático forense tendrá que revisarlo todo para seguir los rastros. Pero eso se puede hacer y se hará, con el tiempo.

—¿«Con el tiempo»? —Lo pensó, frunciendo el ceño—. Ah. Usted ya no se ocupa del caso, ¿verdad? Alguien me lo dijo.

Él espero mientras Marcella se esforzaba por encontrar las palabras. Cuando consiguió hacerlo y le llegó la traducción, dijo:

—El asesinato es un asunto más importante del que ocuparse ahora que la niña ya está sana y salva; además, se han hecho varios arrestos por el secuestro. Supongo que estará de acuerdo conmigo. Todo se hará a su debido tiempo. Así hacemos las cosas en Italia.

Ella apagó su cigarrillo. Pero lo hizo con demasiada fuerza y parte de la ceniza cayó en sus pantalones. Intentó quitársela con la mano, pero eso solo empeoró las cosas.

—Mierda —dijo—. Bueno, da igual. En cuanto a lo de ver a Azhar… Querría hablar con él. Puede arreglarlo, ¿verdad?

Asintió. Haría eso, decidió, porque lo adecuado era que el profesor viera al enlace policial que había venido de su país. Pero tenía la sensación de que la sargento Havers sabía más sobre Taymullah Azhar de lo que le había dicho. Supuso que Lynley podría responder a las preguntas que tenía sobre esa extraña mujer.

Victoria, Londres

Lo cierto es que Lynley no solo no sabía si había algo que pudiera salvar a Barbara Havers, sino que tampoco sabía si quería hacer el esfuerzo de intentar prevenir algo que parecía inevitable.

Al principio, se dijo que esa irritante mujer, fuera como fuera, no debía estar en la policía. No respetaba la autoridad. Sentía un agravio comparativo del tamaño de un tanque militar. Tenía hábitos personales que horrorizarían a cualquiera. A menudo era impresionantemente poco profesional, y no solo en su manera de vestir. Tenía buena cabeza, pero la mitad del tiempo no la usaba. Y la mitad de la mitad en la que sí la usaba, acababa descarriándose. Como ahora.

Pero, aun así… Cuando hacía algo bien, lo hacía muy bien, y se dejaba la piel en el trabajo. Tenía la audacia de discutir cualquier opinión con la que no estuviera de acuerdo y nunca ponía la posibilidad de conseguir un ascenso por delante de su compromiso con un caso. Discutía y se aferraba a las teorías en las que creía como si fuera una pitbull que sujetara con las mandíbulas un trozo de carne. Y su capacidad para enfrentarse a la gente a la que no «debería» enfrentarse la había enemistado con todos los oficiales con los que había trabajado, excepto con él. No cedía ante nadie. Y ese no era el tipo de policía que alguien querría en su equipo.

Pero estaba el asunto, no precisamente poco importante, de que le había salvado la vida. Eso siempre estaría entre ellos. Ella nunca sacaba el tema, y él sabía que jamás lo haría. Pero también sabía que él nunca lo olvidaría.

Así que, concluyó, no tenía elección. Tenía que intentar salvar a esa maldita mujer de sí misma. Y la única forma que se le ocurría era probar que tenía razón en todo lo que decía sobre la muerte de Angelina Upman.

Iba a ser difícil, así que incluyó a Winston Nkata en el equipo. Nkata tendría que investigar a todos los que tuvieran que ver con Angelina Upman en Londres: dónde estaban cuando ella estuvo enferma y dónde cuando murió, en la Toscana, así como sus conexiones en Londres y la remota posibilidad de que pudieran hacerse con la E. coli. Debía empezar con Esteban Castro —el antiguo amante de Angelina— e incluir en la lista a la esposa de ese hombre y a los parientes de Angelina: Bathsheba Ward, sus padres y también Hugo Ward. No importaba qué nombre surgiera, le dijo Lynley, debía seguir su pista y buscar conexiones. Mientras, él iba a ir al laboratorio del University College de Azhar para comprobar lo que le había dicho Saint James.

Winston pareció tener dudas sobre todo aquello, pero dijo que lo haría.

—Pero no crees que ninguna de estas personas esté implicada, ¿verdad? —preguntó—. Me parece que lo de la E. coli exige un especialista.

—O alguien que conozca a un especialista —le dijo Lynley. Suspiró y añadió—: Solo Dios sabe, Winston. Vamos a ciegas y nos estamos guiando solo por el instinto.

Nkata sonrió.

—Pareces Barbara.

—Dios me libre —contestó Lynley, y se fue.

Estaba en el coche de camino a Bloomsbury cuando Salvatore Lo Bianco le llamó desde Lucca. La frase con la que abrió la conversación: «¿Quién es esta extraordinaria mujer que ha enviado aquí Scotland Yard, ispettore?», le confirmó que Barbara tampoco se estaba comportando en Italia como debía. Tuvo suerte porque Lo Bianco no esperó a que le diera una respuesta inmediata. Le dio a Lynley la información que necesitaba para buscar una respuesta que no condenara a Barbara inmediatamente.

—Es muy extraña como oficial de enlace —le dijo Salvatore—, y no habla italiano. ¿Por qué no le han enviado a usted otra vez?

Lynley se aferró a lo del oficial de enlace. Por desgracia esta vez no estaba disponible, le explicó. Y, de hecho, no sabía qué estaba haciendo la sargento Havers en la Toscana. ¿Podía Salvatore contarle lo que sabía?

Así se enteró de que se había presentado diciendo que la habían enviado a Italia para ocuparse de la situación de Hadiyyah Upman. Y también de que Taymullah Azhar ya no solo era un indagato, sino que ahora estaba en prisión, mientras se le investigaba por asesinato. Las cosas avanzaban rápido.

Salvatore le habló de las contradicciones entre la información que había recibido de Londres y la que él tenía. Por un lado, contaba con los registros bancarios de Michelangelo Di Massimo del principio de la investigación; por otro lado, desde Londres le habían mandado un montón de datos, que al examinarlos y compararlos con los registros anteriores de Michelangelo Di Massimo mostraban que alguien había alterado la cuenta del detective de Pisa.

—Tienen a alguien aquí que piratea cuentas y crea documentos —le dijo Lynley—. Así que todo es sospechoso hasta cierto punto, Salvatore. Lo mejor es que busque un experto en ordenadores para que descubra cómo nos quieren engañar. Naturalmente, aquí también podemos intentar pedir una orden judicial para conseguir que los bancos y las compañías de teléfono escarben en sus sistemas de copias de seguridad para que podamos ver los originales. Pero eso llevará tiempo y es bastante incierto.

—¿Por qué, amigo mío?

—Porque tendríamos que utilizar un delito en Italia como motivo para la petición de la orden judicial. Francamente, será difícil encontrar un juez que lo permita. Creo que será más fácil hacer que alguno de los personajes principales de aquí confiese. He hablado con uno, un chico que se llama Bryan Smythe. Puedo hablar con el otro, Doughty, si quiere.

Se lo agradecería, dijo Salvatore. Y en cuanto a esa extraña oficial de la Met…

—Es una buena policía —le dijo Lynley con sinceridad.

—Quiere hablar con el profesor. —Lo Bianco le explicó el motivo que le había dado Barbara.

—Tiene sentido —le dijo Lynley—, a menos que quiera presionar más a Azhar no diciéndole nada de su hija: ni dónde está, ni cómo, ni qué está haciendo.

Lo Bianco se quedó callado un momento.

—Sería útil, . Pero, aunque a ciertos niveles aceptarían una confesión bajo presión…

—Supongo que se refiere a il Pubblico Ministero —interrumpió Lynley.

—Sí, así trabaja él, vero. Y, aunque aceptaría una confesión fruto de la desesperación del hombre, me parece… Yo soy reacio. No sé por qué.

Probablemente por Barbara, pensó Lynley. Sabía cómo pasar por encima de los sujetos amenazadores y llevar a la gente adonde ella quería. De hecho, en ocasiones, había llegado a admirarla por ello. Pero en ese momento no dijo nada, solo emitió sonidos que indicaban comprensión.

—Pero hay algo… —dijo Lo Bianco—. Cuando estuvo hablando conmigo tuve una sensación.

—¿Qué tipo de sensación?

—Viene como oficial de enlace para ocuparse del bienestar de la niña, pero hace demasiadas preguntas y da su opinión sobre el caso contra Taymullah Azhar.

—Ah, eso es precisamente lo que suele hacer Barbara Havers, Salvatore —confirmó Lynley—. No hay nada sobre la Tierra sobre lo que ella no tenga una opinión.

—Ya veo. Eso me ayuda, amigo mío. Porque sus preguntas y sus comentarios me sugerían que tenía algo más que un interés profesional.

Terreno peligroso, pensó Lynley.

—No sé a qué se refiere —mintió.

—Ni yo tampoco, exactamente. Pero tiene una intensidad… Ha discutido algunas razones por las que hemos arrestado al profesor. Ha dicho que eran coincidencias. Pruebas circunstanciales como máximo. Bueno, no es que lo que ha dicho me haya influido, amigo mío. Pero me ha parecido rara esa intensidad en alguien que ha venido a Italia solo para cuidar de la niña.

Esa era la ocasión en la que debía decirle a Salvatore Lo Bianco cuál era la relación de Barbara con Azhar y con su hija, lo sabía. Eso sin mencionar que se encontraba en Italia en una excursión no autorizada. Pero comprendió que, si lo hacía, el italiano no le permitiría ver al pakistaní. Y también era posible que le negara el contacto con Hadiyyah. Y eso le parecía injusto, sobre todo porque se trataba de una niña que sin duda se sentiría asustada y abandonada. Así que le dijo a Lo Bianco que la intensidad del interés de Barbara en el caso que él estaba investigando probablemente tendría que ver con su naturaleza inquisitiva. Había trabajado con Barbara muchas veces, le dijo al detective italiano. Esa costumbre de discutir, hacer de abogado del diablo, buscar otras vías, ver los hechos desde todas las direcciones… Ella era así en su faceta de oficial de la Met.

Para cambiar de tema, le dijo a Salvatore que iba a visitar a Dwayne Doughty.

—Tal vez pueda cerrar al menos una parte de la investigación del secuestro —le comentó.

—A Piero Fanucci no le va a gustar nada que no apoye su visión del caso —dijo Salvatore.

—¿Y por qué me parece que eso le iba a proporcionar a usted un placer inmenso? —preguntó Lynley.

Salvatore rio. Colgaron. Lynley prosiguió su camino hacia Bloomsbury.

En el laboratorio de Taymullah Azhar enseñó su identificación a un técnico con bata blanca que se presentó como Bhaskar Goldbloom, un nombre que sugería dos culturas: hijo de madre india y padre judío. El técnico estaba sentado junto a un ordenador cuando Lynley entró en el laboratorio. Era una de las ocho personas que en ese momento estaban trabajando en ese complejo de salas. Ninguno de los investigadores sabía nada del arresto en Italia del profesor que dirigía su laboratorio, descubrió Lynley. Puso al día a Goldbloom contándole la razón de su inesperada visita.

Quería que le enseñaran todo el laboratorio. Necesitaría que identificara y que le explicara el objeto de todo lo que había allí. Y quería saber y ver todas las cepas de bacterias que tuvieran almacenadas o con las que se estuviera experimentando.

A Bhaskar Goldbloom no le gustó la idea de una visita guiada. Señaló muy educadamente que, si no se equivocaba, el inspector Lynley necesitaba una orden de registro para lo que estaba solicitando.

Lynley estaba preparado para esa respuesta. Era razonable y sensata, después de todo. Le dijo a Goldbloom que podía utilizar los canales establecidos para obtener la orden, pero que había supuesto que ninguno de los miembros del laboratorio de Azhar querría que un grupo de policías entraran allí y lo revolvieran todo.

—Lo que le aseguro que no tendrán el más mínimo reparo en hacer —añadió.

Goldbloom se lo pensó. Después dijo que tendría que llamar al profesor Azhar para pedirle permiso. Y entonces fue cuando Lynley le informó, y a través de él a todos los demás, de la peliaguda situación de Azhar en Italia: estaba arrestado por un asesinato cometido con una bacteria, y ahora mismo no se le podía localizar por teléfono.

Eso lo cambió todo en un momento. Goldbloom dijo que colaboraría con Lynley.

—¿De cuántas horas dispone, inspector? —añadió con tono sardónico—. Porque esto va a llevar un buen rato.

Sollicciano, la Toscana

Cuando el inspector jefe Lo Bianco llamó, Barbara Havers y Mitchell Corsico estaban refrescándose en una terraza de una cafetería del Corso Giuseppe Garibaldi, donde, en ese momento, un mercado al aire libre ofrecía una impresionante variedad de comida en varias decenas de puestos llenos de color. Estaban tomando la bebida nacional de Italia, un líquido viscoso que llamaban café —o más bien caffè—, pero que solo con tres terrones de azúcar y una buena cantidad de leche se convertía en algo potable. Mitch insistió en que Barbara, al menos, lo probara.

—Si estás en Italia, por todos los santos, al menos empápate un poco de la cultura local, Barbara —dijo.

Refunfuñó un poco, pero cedió. Y una vez que tomó una taza de eso, supuso que estaría despierta durante los ocho días siguientes.

Cuando sonó su móvil para darle la noticia de que Lo Bianco había organizado las cosas para que pudiera ver a Azhar, miró a Mitchell Corsico y levantó el pulgar. «¡Sí!», exclamó él, pero no se alegró tanto cuando se enteró que ella era la única que tenía permiso para ver al preso. Mitchell soltó una sarta de juramentos, pero era comprensible. Aunque necesitaba una historia para The Source, la necesitaba rápido y Azhar era la historia.

—Mitchell, Azhar será tuyo en cuanto consigamos liberarlo —le dijo—. La entrevista exclusiva, la foto, Hadiyyah sentada en su regazo con aire encantador, todo. Es tuyo, pero no puede ser hasta que lo saquemos de allí.

—Mira, has hecho que viniera hasta aquí con la historia…

—Todo lo que te he dicho se ha comprobado que era cierto, ¿o no? No hay nadie que te persiga acusándote de publicar mentiras, ¿es así? Así que ten paciencia. Le sacaremos de prisión y nos estará agradecido. Y por esa gratitud te dará una entrevista.

A Corsico no le gustaba ese tinglado, pero no podía quejarse. La posición de Barbara como oficial de policía le había metido dentro y había podido ver a Lo Bianco. Lo sabía y tendría que vivir con ello. Igual que ella tendría que vivir con lo que él usara como material para su artículo al final del día.

Azhar estaba bajo custodia en prisión, el alojamiento habitual para una persona a la que habían acusado de asesinato. Estaba a kilómetros de Lucca, así que hizo falta otro aterrador viaje por la autostrada, pero no tardaron mucho. Lo Bianco había llamado a la cárcel con antelación para darles instrucciones. No era hora de visitas. Ni el día. Pero la policía tenía acceso cuando quisiera. Tras llegar al lugar, pronto la llevaron a una sala de interrogatorios privada, que, sospechaba, no se usaba normalmente cuando los familiares iban a ver a un preso. Tuvo que dejar su bolso y todo lo que llevaba en la recepción. La registraron y la cachearon. Le hicieron muchas preguntas y unas cuantas fotografías.

Ahora estaba sentada en la única mesa que había en el centro de la habitación. Estaba sujeta al suelo, igual que las sillas. Había un crucifijo grande y de aspecto espeluznante en la pared. Barbara se preguntó si sería la forma de vigilar lo que pasaba en la sala. Los micrófonos y las cámaras eran tan pequeños ahora que una de las uñas de los pies de Jesús o una de las espinas de su corona podían servir para ocultar alguno.

Se acarició las yemas de los dedos con los pulgares y echó de menos un cigarrillo. Pero había un cartel en la pared de enfrente al Jesús moribundo que parecía decir que estaba prohibido fumar. No entendía lo que ponía en italiano, pero el círculo grande con un cigarrillo dentro y una raya diagonal roja encima era una señal universal.

Un par de minutos después se puso de pie y caminó de acá para allá. Se mordió la uña del pulgar y se preguntó qué les estaría llevando tanto tiempo. Cuando la puerta por fin se abrió tras un cuarto de hora, casi esperaba que entrara alguien para decirle que se había descubierto el pastel y que la policía londinense no había confirmado que la hubieran enviado allí. Pero, cuando se volvió para mirar hacia la puerta, vio a Azhar entrando delante de un guardia.

En un instante, Barbara se dio cuenta de dos cosas en las que nunca se había fijado desde que eran vecinos en Londres. La primera era que nunca le había visto sin afeitar, como ahora. Y la segunda, que nunca le había visto sin una camisa blanca inmaculada. Con las mangas cuidadosamente remangadas en verano y cubriéndole los brazos y con los puños abrochados en invierno, a veces con corbata, otras con una chaqueta, algunas con un jersey, con vaqueros o con pantalones… Pero siempre la camisa formal, tan representativa de él como su firma.

Sin embargo, ahora llevaba un uniforme de preso. Era un mono. Y era de un horroroso tono verde. En combinación con la cara sin afeitar, las profundas ojeras y la expresión hundida de derrota, verle hizo que a Barbara se le llenaran los ojos de lágrimas.

Se dio cuenta de que estaba horrorizado de verla. Se paró justo al cruzar la puerta, tan repentinamente que el guardia que le acompañaba tropezó con él y después le gritó: «Avanti, avanti», lo que Barbara supuso que significaba que moviera el culo. Cuando cruzó el umbral, el guardia entró detrás y cerró la puerta. Barbara soltó mentalmente una maldición, pero lo entendió. No era su abogado, así que no tenía ningún privilegio.

Azhar habló primero. Y no se sentó.

—No deberías haber venido, Barbara —dijo inútilmente.

—Siéntate —contestó, y le señaló la silla. Le contó la mentira que había preparado—. No es por ti. Me ha enviado la Met por Hadiyyah.

Eso al menos consiguió que hiciera lo que le había dicho. Se dejó caer en una silla y se agarró las manos sobre la mesa. Tenía unas manos largas, muy bonitas para un hombre. Siempre se lo habían parecido, pero pensó que esas manos no le iban a servir para nada en la cárcel.

Le dijo en voz muy baja, casi un susurro:

—¿Y cómo no iba a venir, Azhar, cuando me enteré de todo esto? —Señaló la sala, la cárcel.

Él imitó el tono apenas audible que había utilizado ella.

—Ya has hecho demasiado para ayudarme. Ahora ya no hay nada que puedas hacer.

—¿Ah, no? ¿Y por qué? ¿Es que has hecho lo que dicen que has hecho? ¿Te has cargado a Angelina con una dosis de E. coli? ¿Y dónde se la echaste, en los cereales que tomaba por la mañana?

—Claro que no —confirmó.

—Entonces créeme, puedo ayudarte. Pero ya es hora de que seas del todo sincero conmigo. Desde el principio hasta el final. El principio es el secuestro, así que empecemos por ahí. Necesito saberlo todo.

—Ya te lo he contado todo.

Ella negó con la cabeza tristemente.

—Ahí es donde te has equivocado todas las veces. Te equivocaste en diciembre y te has estado equivocando desde entonces. ¿Por qué no ves que si sigues mintiendo sobre el secuestro…?

—¿A qué te refieres? No hay nada que…

—Le escribiste una tarjeta, Azhar. Algo que el secuestrador le tenía que dar para que ella estuviera segura de que tú estabas detrás de todo. Le dijiste que la llamara khushi y le diera la tarjeta, y en ella le decías que fuera con ese hombre porque él la llevaría contigo. ¿Te suena? —No esperó una respuesta. Continuó diciendo, prácticamente entre dientes—: ¿Cuándo demonios vas a dejar de mentirme? ¿Y cómo esperas que te ayude si no empiezas por contarme la verdad? De todo. El inspector Lynley me dio una copia de la tarjeta, por cierto. Y puedes apostar todo lo que tienes a que los policías de Lucca harán que un experto verifique tu letra, quizá lo están haciendo ahora mismo, mientras hablamos. Pero ¿en qué estabas pensando? ¿Por qué corriste ese riesgo?

Casi no pudo oír su respuesta.

—Tenía que asegurarme de que fuera con él. Le dije que la llamara khushi, pero ¿cómo podía saber si eso sería suficiente? Estaba desesperado, Barbara. ¿No lo entiendes? Llevaba cinco meses sin ver a mi hija. ¿Y si no se iba con alguien solo porque la llamara khushi? ¿Y si, en vez de eso, se iba a buscar a Angelina y le decía que un extraño se le había acercado en el mercado, intentando convencerla para que fuera con él al otro lado de la muralla? Angelina se habría ocupado de que nadie se acercara a ella después de eso. Y habría perdido a Hadiyyah para siempre.

—Bueno, alguien se ha ocupado de que eso no ocurra, ¿no te parece?

Él la miró horrorizado.

—Yo no…

—Pero ¿ves lo que parece? ¿Lo que se concluye de todo eso? Contrataste a un detective para encontrarla, después la secuestraste y luego viniste aquí haciendo el papel de padre preocupado. Además, están esos billetes a Pakistán. Encontraron a Hadiyyah, y todos contentos y felices, hasta que al poco tiempo Angelina se muere. Y fallece por culpa de un microorganismo, y tú eres microbiólogo. ¿Me sigues? Así es como se construye un caso, Azhar. Y si no empiezas a ser sincero conmigo sobre lo que sabes, lo que has hecho y cómo lo has hecho, no voy a poder ayudarte. Y lo que es más importante, no podré ayudar a Hadiyyah. Punto.

—Yo no lo hice —murmuró destrozado.

—¿Ah, sí? Pues alguien lo hizo, joder —le susurró con irritación—. Lo Bianco está intentando encontrar a un hombre que pudo pasarte una placa de Petri con E. coli en Berlín. O te la envió después. Un hombre que se llama Von Lohmann, de Heidelberg. Mientras, The Source ha encontrado a una mujer de Glasgow que estudia la E. coli y que también estuvo en ese maldito congreso. Compartiste mesa redonda con el tío de Heidelberg y, no sé, tal vez jugaras a médicos y enfermeras con la mujer de Glasgow por las noches, todo lo que fuera necesario para hacerte con un vial de la bacteria cuando lo necesitaras.

Hizo una mueca de dolor. No dijo nada. En sus ojos se veía que estaba sufriendo.

Ella suspiró y dijo:

—Lo siento. Lo siento. Pero tienes que ver lo que parecen las cosas y lo que van a trasmitir cuando encajen todas las piezas. Así que, si hay algo, cualquier cosa, que no me has dicho, ahora es el momento.

Al menos no respondió inmediatamente. Eso era una buena señal, pensó Barbara, porque significaba que estaba pensando en vez de reaccionando. Necesitaba que hiciera eso. Pensar y recordar, ambas cosas. Y sabía que le daría a su abogado la información que le había dado sobre lo que tenía Lo Bianco. Así que no todo estaba perdido. Y necesitaba que las cosas siguieran así.

—No hay nada más. Ya lo sabes todo —dijo al fin.

—¿Tienes algún mensaje para Hadiyyah entonces? Es a ella a quien voy a ir a ver ahora.

Negó con la cabeza.

—No debe saberlo —dijo, y levantó las manos en un gesto cansado que quería indicar dónde estaba y cuál era su estado de ánimo.

—Entonces no se lo diré —le tranquilizó Barbara—. Esperemos que Mura no se lo haya dicho ya.

Fattoria de Santa Zita

Mitchell Corsico tenía un mapa para ayudarla a encontrar la Fattoria de Santa Zita. Incluso sabía quién era santa Zita. En el tiempo que llevaba en Lucca —que, según decía, había sido demasiado—, había visto lo más destacado de la ciudad y el cuerpo de santa Zita era una de esas cosas. Estaba metido en un ataúd de cristal en la iglesia de San Frediano, encima de un altar, vestida con su uniforme de doncella. Era el tipo de cosas que podían provocar las pesadillas de cualquier niño. Solo Dios sabía por qué la propiedad de Lorenzo había tomado su nombre de la santa.

Barbara ya había decidido que no podía llevar a Corsico con ella a casa de Lorenzo Mura. No tenía ni idea de lo que iba a pasar cuando apareciera en ese lugar y no quería que hubiera un periodista allí para aprovecharse de los acontecimientos. Al principio pensó que dejar a Corsico iba a ser un problema, pero no fue así. Después de la excursión a la cárcel, tenía que pensar en un artículo que mandarle a su editor y su tiempo era limitado. Así que se quedaría en Lucca mientras ella iba a la fattoria, dijo, pero esperaba que le diera un informe a su regreso, y tenía que ser uno bueno.

—Vale —le dijo Barbara—. Lo que tú digas, Mitch.

En el camino de vuelta desde la cárcel, fue dando al periodista los detalles que podía contarle de su visita, haciendo hincapié en el ambiente del lugar, en la situación física y emocional de Azhar, así como en el riesgo que corría por culpa de la investigación. Sobre lo demás le dijo poco y no sacó el tema del secuestro.

Como Corsico no tenía un pelo de tonto, no se tragó su limitada crónica como un bebé se toma una medicina con una cucharada de miel. Anotó unas cuantas cosas, exigió saber más sobre las pruebas circunstanciales, formuló buenas preguntas que ella hizo todo lo que pudo por esquivar, y al final le recordó su situación. Si le traicionaba, se arrepentiría.

—Mitchell, estamos juntos en esto —le recordó ella.

—No lo olvides —dijo él cuando se despidió.

Azhar le había dicho a Barbara dónde estaba la Fattoria de Santa Zita. Cuando ella y Mitchell encontraron el lugar en el mapa, tomó prestado el coche alquilado, tras dejar al periodista en la acera de la Via Borgo Giannotti, al otro lado de la muralla de la ciudad. Vio que entraba en una cafetería. Cuando estuvo fuera de su vista, siguió por la calle en dirección al río Serchio, a la salida de la ciudad.

La Fattoria de Santa Zita estaba en lo alto de las colinas, descubrió, subiendo por una carretera que pondría nervioso al más sereno, con curvas cerradas y precipicios a los lados. El paisaje combinaba el bosque con la tierra de cultivo, ocupada principalmente por viñas y olivares. La fattoria estaba indicada con un cartel muy claro. La razón del cartel la descubrió cuando cogió una curva hacia la izquierda y se dirigió al lugar: estuvo a punto de estrellarse con un MG amarillo descapotable, un vehículo clásico conducido de una forma algo brusca por un hombre joven cuya acompañante estaba muy ocupada dándole mordiscos en el cuello. Ambos usaron los frenos y el conductor del MG le gritó:

—¡Oh, lo siento! Oye, prueba el Sangiovese del 2007. Hemos comprado una caja. Con ese no te equivocas. ¡Por Dios, Caroline, quita la mano de ahí! —Y con una carcajada tanto suya como de su acompañante consiguió que el MG pasara junto al coche de Barbara para seguir por la carretera.

De ese encontronazo, Barbara dedujo que se cataba vino en la Fattoria de Santa Zita, y pronto descubrió que no se equivocaba. Siguió medio kilómetro por el camino sin asfaltar y llegó a una entrada de la fattoria. Y allí cerca vio un antiguo granero con una planta de glicinias muy frondosa que dejaba caer sus flores de color lavanda sobre unas mesas rústicas rodeadas de unas cuantas sillas.

Las puertas del granero estaban abiertas. Barbara aparcó en una plaza que estaba habilitada para los visitantes de la bodega. Cruzó el camino de gravilla y la terraza de piedra donde estaban las mesas. En el granero estaba oscuro, así que cuando entró tuvo que detenerse para esperar a que sus ojos se acostumbraran al cambio de luz.

Esperaba encontrarse a Lorenzo Mura, pero no fue así. Lo que vio fue una barra tallada muy bastamente y cubierta de copas, una muestra de los vinos que evidentemente se fabricaban en la bodega, una cesta de galletas saladas y cuatro cuñas de queso protegidas por campanas de cristal sobre una tabla de cortar. El aire rezumaba olor a vino. Supuso que podía emborracharse solo con respirar profundamente ese aroma. Lo hizo y la boca se le hizo agua por la anticipación. Una copa de vino no le vendría mal, y tampoco rechazaría un poco de ese queso.

Un joven salió de una habitación cavernosa que había detrás de la zona de cata, donde Barbara vio tres tanques de acero inoxidable y una hilera tras otra de botellas verdes vacías.

Buongiorno —le dijo el chico—. Vorrebbe assaggiare del vino? —Ella le miró sin comprender. Aparentemente él identificó el gesto porque pasó a utilizar su idioma, que hablaba con cierto acento holandés—. ¿Es inglesa? ¿Quiere probar un poco de Chianti?

Barbara le enseñó su identificación policial. Estaba allí para hablar con Lorenzo Mura, le dijo.

—Está en la villa —le respondió. Hizo un gesto hacia el interior del granero, como si se pudiera acceder a la villa desde ahí. Después le explicó cómo llegar a la casa. Tanto si iba conduciendo como a pie, no estaba lejos. Había que seguir la carretera, girar alrededor de la vieja alquería, cruzar las puertas y desde ahí ya la vería—. Puede que esté en el tejado —la avisó.

—¿Trabaja usted para él? —le preguntó Barbara.

Parecía tener veintitantos, probablemente era un estudiante europeo que dedicaba la primavera y el verano durante su estancia en Italia para trabajar/estudiar/divertirse. Dijo que sí. Cuando le preguntó si había más empleados en la propiedad, contestó que no. Era el único que trabajaba en la granja en ese momento, aparte de los obreros que estaban reformando la alquería y la villa.

—¿Lleva mucho tiempo aquí?

Había llegado apenas una semana antes, le dijo. Así que le tachó de la lista de potenciales sospechosos.

Fue a pie el resto del camino hasta la villa. Se dio cuenta de la envergadura de lo que Lorenzo Mura estaba haciendo en la fattoria. No solo había viñas cubriendo la ladera de la colina en un lugar con vistas estupendas de los pueblos montañosos. Se veían más viñas en la distancia y otras granjas, además de olivares que prometían una fuente de ingresos por su aceite, y ganado que pastaba cerca de un arroyo algo más abajo, que hablaba de productos cárnicos también.

Una antigua alquería estaba renovándose y también la villa, al parecer, como vio cuando llegó hasta allí. Estaba en la parte más alta de un terreno ascendente con césped, y había un andamio cubriendo uno de sus lados. En el tejado iban de acá para allá media docena de hombres. Estaban quitando tejas, que tiraban al suelo, tres pisos más abajo. Eso producía mucho ruido, además de enormes nubes de polvo, acompañadas de muchos gritos en italiano. Por encima de los gritos había música a un volumen suficiente para que la mayoría de la Toscana pudiera oírla sin esfuerzo. Era un antiguo rock’n’roll cantado en inglés: Chuck Berry le preguntaba a Maybellene por qué no podía ser sincera.

Uno de los obreros la vio cuando se acercaba, lo que agradeció, porque no se veía capaz de gritar por encima de la voz de Chuck. El hombre saludó y desapareció de la vista. En su lugar apareció Lorenzo Mura.

Se quedó de pie mientras Barbara se acercaba a la villa; su cuerpo silueteado por el sol de la tarde que le daba desde detrás, los brazos en jarras. Se preguntó si la reconocería tras su reunión en Londres del mes anterior. Aparentemente lo hizo, porque bajó del destartalado andamio rápidamente y, según su opinión, sin demasiado cuidado. Para cuando Barbara llegó delante de la gran galería del edificio, él ya estaba girando la esquina y su expresión no indicaba que estuviera a punto de ponerle una alfombra roja.

Él fue quien habló primero:

—¿Por qué está aquí?

Ella se tomó un momento antes de responder. Tenía tan mala pinta como Azhar, pensó. Noches sin dormir, demasiado trabajo por el día, sin comer lo suficiente, obligándose a aguantar un día tras otro, el dolor… Eso pasaría factura a cualquier hombre. Pero también un brote de E. coli, pensó. Parecía algo tembloroso y se le veía muy pálido. La mancha de color vino de su cara ahora se veía morada.

—¿Ha estado enfermo, señor Mura? —le preguntó.

—Mi mujer y mi hijo llevan cinco días en el cimitero —contestó—. ¿Cómo cree que voy a estar?

—Lo siento. Por lo que ha pasado, lo siento mucho.

—No caben los «lo siento» en este caso. ¿Qué es lo que quiere?

—He venido por Hadiyyah —le contestó—. Su padre quiere que…

Él hizo un gesto cortante con la mano en el aire para que dejara de hablar.

—No. Hay cosas que no sabemos. Una de ellas es quién es el padre de Hadiyyah. Angelina dijo que era Azhar, pero a mí me dijo que podía ser otro. —Y tras un momento en que examinó la cara de Barbara para ver su reacción, continuó—: Usted no lo sabe. Es una de las muchas cosas que no sabe. Taymullah Azhar no era… —Buscó la palabra, pero al no encontrarla se conformó con decir—: No era el único hombre cuando Angelina y él se hicieron amantes.

—Sé que Angelina iba por ahí acostándose con cualquiera como una furcia barata, pero supongo que usted no querrá que esta conversación siga por ahí. Las acciones del pasado suelen indicar lo que se va a hacer en el futuro, no sé si me entiende, señor Mura.

Enrojeció.

—Esa hoja tiene doble fijo, ¿no? —le dijo Barbara—. Usted se lio con una mujer con un pasado muy movido, y seguramente hasta el día que murió tuvo un presente igual de movido. Supongo que querrá que Azhar dude de que Hadiyyah sea suya, y yo diría que Angelina también lo quería, así podría mantenerla alejada de él. Pero los dos sabemos lo que puede demostrar una prueba de ADN y, créame, puedo hacer que se realice una antes de que le dé tiempo a llamar a su abogado para intentar detenerme. ¿Le ha quedado claro?

—Si quiere a Hadiyyah, que venga a buscarla él. Cuando pueda, certo. Mientras…

—Mientras usted tiene a una ciudadana británica en su casa y yo he venido a recogerla.

—He llamado a sus abuelos para que vengan a por ella.

—¿Y qué van a hacer sus abuelos? ¿Tienen intención de venir? ¿Tomar un avión, acogerla en sus brazos y llevarla a su casa, a un dormitorio que acaban de redecorar para ella? Lo veo poco probable. Créame, Lorenzo, no habían visto nunca a Hadiyyah antes de que Angelina muriera, si es que la vieron entonces. ¿Vinieron al funeral? ¿Sí? Seguramente sería para bailar sobre la tumba de Angelina, porque ella dejó de significar algo para ellos el día que empezó a relacionarse con Azhar. Para ellos su muerte es la forma que ha tenido de recibir lo que se merecía por quedarse embarazada de un pakistaní musulmán. Y ahora quiero ver a Hadiyyah.

La cara de Mura se oscureció hasta adquirir casi el color de su mancha mientras Barbara hablaba. Pero no quiso discutir más. Después de todo, tenía trabajo que hacer en esa villa que se caía a pedazos, y haberse quedado con Hadiyyah solo era para hacer más daño a Azhar, igual que su intención de dársela a sus abuelos.

—Y bien… ¿hemos acabado usted y yo, señor Mura? —preguntó Barbara.

La expresión de Mura indicaba que tenía ganas de escupirle en los zapatos, pero giró y se encaminó a la villa. No subió por una de las escaleras en curva hasta la galería. Se agachó bajo una gran mata de madreselva que rodeaba una puerta muy gastada que había a nivel del suelo. Barbara le siguió.

Le sorprendió cómo estaba ese lugar, teniendo en cuenta que Angelina Upman había estado viviendo allí. La villa estaba decrépita, una reliquia de un pasado muy lejano. Cuando vio el desastre de cocina que tenía —tan poco iluminada que seguro que aspiraba a que la convirtieran en una mazmorra—, pensó en que lo primero que había hecho Angelina cuando volvió con Azhar el año anterior fue redecorar el piso a su gusto. Pero allí no se había molestado en hacerlo. Ni tampoco en limpiar. El polvo, la mugre y las telarañas parecían ser los elementos que lo definían.

Barbara siguió a Lorenzo Mura a través de varias habitaciones que parecían formar parte de la cocina. Por fin empezó a subir por una escalera de piedra y los dos salieron a un enorme vestíbulo con grandes puertas cristaleras que daban a la galería. Esa habitación estaba, como la cocina de abajo, poco iluminada. Pero a diferencia de la cocina, se veía relativamente pulcra. Las paredes y los techos estaban decorados con frescos, pero no se distinguían bien las imágenes tras cientos de años de humo de velas.

Lorenzo dijo el nombre de Hadiyyah. Barbara gritó:

—Hola, cariño, ¡mira quién ha venido a verte!

En respuesta resonaron unos pasos en algún tipo de pasillo que había por encima de ellos. Se acercaban rápidamente en dirección a Barbara y, de repente, un cuerpecito entró corriendo en la habitación y se lanzó a los brazos de Barbara.

Y Hadiyyah dijo lo mejor que podía decir.

—¿Dónde está mi padre? —lloró—. Barbara ¡quiero a mi padre!

Barbara lanzó a Lorenzo Mura una mirada que decía: «Que no es su padre, ¿eh?», pero habló dirigiéndose a Hadiyyah.

—Y tu padre te quiere a ti. Pero ahora mismo no está aquí, no está en Lucca, pero me ha mandado a buscarte. ¿Quieres venir conmigo o prefieres quedarte con Lorenzo? Me ha dicho que van a venir tus abuelos a buscarte. Puedes quedarte aquí a esperarlos, si quieres.

—Quiero estar con mi padre —le dijo—. Quiero irme a casa. Quiero irme contigo.

—Bueno, pues eso podemos hacerlo. Tu padre tiene que arreglar algunas cosas, pero puedes quedarte conmigo hasta que termine. Vamos a recoger tus cosas. ¿Quieres que te ayude?

—Sí —dijo—. Sí. Ayúdame. Por favor. —Cogió a Barbara de la mano y tiró de ella hacia la dirección por la que había venido.

Barbara la siguió, pero no sin mirar antes a Mura. Las estaba observando sin perder detalle, con la cara inescrutable. Antes de que ella y Hadiyyah salieran de la habitación, se dio la vuelta y se fue.

Arriba, Barbara vio que al menos el dormitorio de Hadiyyah lo habían arreglado de una forma agradable y moderna. Incluso tenía una pequeña televisión, y en la pantalla se veía a Angelina Upman y a Taymullah Azhar hablándole juntos a la cámara. Había un doblaje al italiano, pero Barbara reconoció el lugar donde se había grabado: estaban sentados bajo el arbusto de glicinias que había delante de la bodega en compañía del hombre más feo que Barbara había visto en su vida, con una cara cubierta de verrugas, como si le hubiera maldecido una bruja.

Cuando le preguntó a Hadiyyah qué estaba viendo, ella solo dijo: «Mami». Y lo dijo en voz baja, una sola palabra que demostraba el dolor y la confusión que sin duda sentía. Fue hasta la televisión y tocó algunos botones del reproductor que tenía debajo. De él sacó un DVD y dijo con una vocecita muy baja:

—Me gusta ver a mami. Habla de mí. Ella y papá están hablando de mí. Lorenzo me lo dio. Me gusta ver a mami y a papá juntos.

Lo que querían todos los hijos de padres separados, pensó Barbara.

Bow, Londres

Ya era bastante tarde, pero Lynley se arriesgó, creyendo que encontraría a Doughty en su puesto de trabajo. El tiempo que había pasado en el laboratorio de Azhar había sacado a la luz un detalle que podía ser crucial para la investigación de Salvatore sobre la muerte de Angelina Upman. Albergaba la esperanza de que, si presionaba un poco al detective, conseguiría su cooperación en el asunto del secuestro de Hadiyyah. Porque Doughty se había puesto en una posición muy arriesgada. Había hecho que Bryan Smythe dejara pruebas que señalaban en todas direcciones para obstaculizar la investigación de la policía italiana, pero había pistas anteriores que llevaban directamente hasta su puerta. E intentar evitar la extradición a Italia, donde tendría que enfrentarse a cargos por secuestro —entre otros— iba a costarle muy caro al señor Doughty. Lynley estaba seguro de que no querría pasar por eso.

Cuando llegó a su despacho, vio que allí había una adolescente. Resultó ser la sobrina del detective, que estaba pasando una jornada laboral con su tío para hacer un trabajo para el instituto. Podía haber pasado un día de trabajo con alguno de sus padres, le contó a Lynley, pero su madre era enfermera en un instituto y su padre agente inmobiliario, y un día con cualquiera de ellos iba a ser muy, pero que muy aburrido. Eso le pareció antes de saber que un día con su tío Dwayne iba a ser todavía peor. Ella pensaba que llevaba pistola y que todos los días se veía en medio de tiroteos y peleas a puñetazos con villanos en callejones atestados de cajas de madera y contenedores. Pero había pasado todo el tiempo sentado fuera de una casa de apuestas William Hill en la que un marido demasiado estúpido, con una mujer todavía más estúpida y celosa, se pasaba las horas y los días haciendo apuestas inútiles en vez de tener un lío, que era lo que su mujer pensaba y que, la verdad, hubiera sido algo mucho más interesante.

—Ah —respondió Lynley—. ¿Y ahora está el señor Doughty por aquí?

—En la oficina de al lado —le dijo sin dar detalles—. Con Em.

Em, pensó Lynley. Ese era un nombre que todavía no conocía. Asintió para darle las gracias a la chica que volvió —con un suspiro profundo— a lo que estaba escribiendo en el ordenador. Fue a la oficina de al lado.

Doughty estaba hablando con una mujer atractiva vestida con ropa masculina. No parecía una escena nada comprometedora, porque Doughty estaba tranquilamente apoyado en el alféizar de una ventana que daba a Roman Road y Em le miraba sentada en su silla, con un pie calzado con un zapato de hombre apoyado en la mesa del ordenador. Ella giró en su silla cuando Doughty, al verlo entrar, dijo: «¿Quién es usted?».

Lynley les enseñó su identificación y se presentó. Se fijó en que la expresión de Doughty no mostró ningún reconocimiento. También se dio cuenta de la mirada cautelosa de Em. De todo eso dedujo que Bryan Smythe no les había revelado a ninguno de los dos que recientemente había recibido una visita de New Scotland Yard. Eso podía facilitarle las cosas.

Empezó hablando del propósito de su visita a esas horas de la tarde. Le dijo que había ido a hablar con el investigador privado de la relación que había tenido con una mujer llamada Barbara Havers.

Doughty respondió:

—Mis casos son confidenciales, inspector.

—Hasta que la policía diga lo contrario —apuntó Lynley.

—¿De qué está usted hablando?

—De una investigación interna de la policía en cuanto a las actividades de la sargento detective Barbara Havers. Asumo que usted supo que se trataba de una oficial de la Met cuando la conoció, pero tal vez no fue así. En cualquier caso, puede cooperar conmigo ahora o esperar a la orden judicial que solicite sus informes. Yo diría que cooperar le resultará menos incómodo, pero la decisión es suya.

La cara de Doughty permaneció inescrutable. Em —cuyo nombre completo resultó ser Emily Cass— se miró las uñas y se frotó las de la mano derecha sobre la izquierda, como si se estuviera quitando innecesariamente un poco de polvo. ¿Les sonaba el nombre a alguno de los dos?, volvió a preguntar cortésmente cuando ninguno dijo nada. Se lo repitió: Barbara Havers.

Doughty, descubrió, pensaba rápido. Le dijo a Em Cass:

—Barbara Havers. Emily, ¿puede ser la mujer que vino a vernos en invierno? Solo vino dos veces, pero si no te importa comprobarlo…

Em Cass le preguntó con precaución:

—¿Estás seguro del nombre? ¿Te acuerdas de la fecha? ¿Me la puedes recordar? —También era una respuesta sensata.

—Dos personas vinieron a vernos acerca de una niña a la que se había llevado su madre —explicó—. Un hombre musulmán y una mujer muy desaliñada. Creo que la mujer se llamaba no sé qué Havers. Sería cerca de final de año. ¿Noviembre? ¿Diciembre?

Ella le siguió el juego y, tras un momento buscando en su ordenador, dijo:

—Aquí está. Tenías razón, Dwayne… Él se llamaba Taymullah Azhar. Y una mujer que se llamaba Barbara Havers vino con él. —Pronunció mal el nombre de Azhar. Un detalle muy bien pensado, concedió Lynley.

Doughty le corrigió la pronunciación y siguió con su escena.

—Vinieron por la hija de él, según recuerdo. Su madre se la había llevado, ¿no?

Más lectura en el monitor. Lynley les dejó seguir. Era fascinante verlos actuar, así que les dio todo el margen necesario.

—Sí —confirmó ella un momento después—. Las rastreamos hasta Italia, hasta Pisa al parecer, pero no pudimos pasar de ahí. Fue el pasado diciembre. Aquí dice que aconsejaste al hombre, al señor Azhar, que encontrara un detective italiano que le ayudara en su búsqueda. O un detective inglés que hablara italiano. Lo que prefiriera.

—La madre había aterrizado en el aeropuerto de Pisa, ¿verdad?

—Sí, así fue.

Pareció muy pensativo un momento, mientras Lynley esperaba pacientemente lo siguiente, sin decir nada pero tampoco mostrando señal alguna de que tenía intención de irse de allí pronto.

—Pero… —continuó Doughty—. Em, ¿no encontramos a un detective que les recomendamos? Me parece que fue eso lo que pasó, ¿no?

Ella bajó un poco por la página que tenía delante, revisó lo que ponía, miró a Doughty intentando que le diera alguna instrucción silenciosa y después asintió.

—Aquí dice «Mass». ¿Se llamaba así, Dwayne? ¿Es algún tipo de abreviatura?

—Tengo que comprobarlo. —Y dijo dirigiéndose a Lynley—: Si no le importa venir conmigo… Tengo los papeles en mi despacho.

—Vamos todos, ¿no les parece? —propuso afablemente.

Ellos dos se miraron.

—Sí, ¿por qué no? —dijo Doughty, y salió el primero.

Su sobrina estaba guardando sus cosas para irse, que incluían un espejo de aumento y una enorme cantidad de cosméticos. Doughty hizo muchos aspavientos para despedirse de ella: abrazos, besos, «dale recuerdos a tu madre, cariño» y, cuando se fue, sonrió y dijo: «Niños…», pero nadie asintió ni respondió.

—Tengo copias en papel de algunos de los casos —le dijo a Lynley entonces—, así que puede que haya algo… Quiero escribir unas memorias en algún momento. Con los casos memorables y esas cosas, ya sabrá a qué me refiero.

—Claro —respondió Lynley—. Al doctor Watson le funcionaron muy bien, ¿no cree?

A Doughty no pareció divertirle el comentario. Abrió un cajón de un archivador y rebuscó.

—Aquí está —dijo—. Creo que hemos tenido suerte. —Y sacó una carpeta marrón.

Fue pasando una página tras otra de los documentos que había dentro. Proyectó hacia fuera el labio inferior y frunció el ceño.

—Qué interesante —dijo.

—¿Ah, sí? —le animó Lynley.

—Algo debió de llamarme la atención. Ahora no recuerdo qué fue, pero investigué un poco a la mujer…

—¿A Barbara Havers? —aclaró Lynley.

—Parece que, tiempo después, una cantidad de dinero pasó de la cuenta del pakistaní a la suya, y de la suya a Italia, a la de un tal Michelangelo Di Massimo.

—Me parece que ese era el nombre Dwayne —intervino Em Cass—. El del detective italiano.

Doughty miró sus papeles mientras le decía a Lynley:

—Parece que una serie de pagos pasaron de Azhar a Havers, y después a ese tal Di Massimo, así que deduzco que ella y el pakistaní le contrataron durante una temporada.

—Qué extraordinario que usted esté al corriente de eso, señor Doughty —señaló Lynley.

—Solo lo deduzco por los pagos.

—No me refería a lo de contratar a Di Massimo, la verdad. Hablaba de los pagos, el dinero que pasó de Azhar a Barbara Havers y después a Di Massimo. Es un trabajo extraordinario, literalmente. ¿Podría saber cómo descubrió esa información?

Doughty agitó una mano para quitarse de en medio la pregunta.

—Lo siento. Secreto profesional. Tal vez a Scotland Yard debería interesarle más que esos pagos se hicieran. Lo que puedo decirle de esas dos personas…, de Barbara Havers en particular, ya que parece ser quien centra su interés, es que vinieron a verme en invierno. Los ayudé lo poco que pude, les sugerí que encontraran un detective italiano y el resto… Bueno, es lo que es.

—Y a esas personas, a Taymullah Azhar y a Barbara Havers, ¿cuántas veces dice que las vio?

Miró a Em Cass.

—¿Fueron dos veces, Em? Una vez vinieron para pedir ayuda para encontrar a la niña, y otra cuando ya tuve la información. ¿No?

—Por lo que sé, así fue —confirmó.

—Así que ustedes no pueden saber, al parecer —dejó caer Lynley—, que a Barbara Havers la siguió durante un tiempo otro detective de la Met.

Solo silencio por su parte. Estaba claro que no habían tenido en cuenta esa posibilidad. Lynley esperó con una expresión agradable en la cara. No dijeron nada. Así que sacó del bolsillo superior de su chaqueta las gafas de leer y del bolsillo interior unos documentos doblados. Los desdobló y empezó a leer el informe de John Stewart en voz alta para el investigador privado y su socia. John había sido minucioso, lo que iba en consonancia con su naturaleza compulsiva y su animosidad contra Barbara Havers. Así que había fechas, horas y lugares. Lynley lo leyó todo.

Cuando terminó, miró a Doughty y a Em Cass por encima de sus gafas.

—Todo acaba siendo una cuestión de confianza, señor Doughty —dijo—. La confianza siempre supera al dinero cuando se está en el lado equivocado de la ley.

—Está bien. Es cierto —confesó Doughty—. Vino a verme más de una vez, evidentemente. Y por eso, claro, fue por lo que la investigué.

—Claro. Pero no hablaba de su confianza en Barbara Havers. Hablaba de la confianza que puso alguien en Di Massimo. Si él no hubiera subcontratado el secuestro de Hadiyyah a un hombre llamado Roberto Squali, si Squali no hubiera sido fotografiado por una turista, si no hubiera conducido un descapotable muy caro demasiado rápido por una carretera de montaña, si él y Di Massimo no hubieran estado en contacto por el móvil… Y, además, si la investigación en Italia no la hubiera llevado a cabo Salvatore Lo Bianco, que parece ser mucho más brillante que el fiscal que lleva el caso, todo habría sucedido como ustedes querían. Pero esas llamadas despertaron el interés de Lo Bianco y siguió el rastro más rápido de lo que ustedes, desde aquí, pensaron. Así que se hizo con un conjunto de registros muy diferentes a los que ustedes le proporcionaron más tarde. Y, dejando a Barbara Havers a un lado un momento, eso ha resultado ser un interesante avance en la investigación del secuestro.

Silencio. Lynley dejó que se prolongara. Fuera, en Roman Road, dos hombres discutían a gritos en algún idioma extranjero. Un perro ladraba y la tapa de un contenedor golpeó el receptáculo. Pero en el despacho no se oía nada.

—Lo que deduzco es que, como suelen hacer los individuos sospechosos, todos ustedes se han estado traicionando una y otra vez los unos a los otros. Una persona dice algo de otra, esa levanta una sospecha sobre la primera, etc. Ahora mismo no voy a empezar con un interrogatorio detallado, porque es tarde y quiero irme a mi casa, y supongo que ustedes también. Pero, antes de que se vayan, quiero, señor Doughty, que piense en su cuello, en el cuello de la señorita Cass y en el de su colega el señor Smythe. Y, mientras reflexiona, quiero que piense también en que el inspector Lo Bianco va a utilizar a un experto forense en tecnología para seguir todas las alteraciones que han estado haciendo en los registros, y la policía metropolitana tiene intención de hacer lo mismo. Los ordenadores, como sabrán, dejan rastros que parecen miguitas de pan en todo lo que tocan. Para una persona normal, como yo, por ejemplo, esas miguitas son imposibles de encontrar. Pero para un experto en tecnología informática ese trabajo es pan comido. Hasta las más diminutas migas, si me permiten la expresión.

Dio tiempo a Doughty para que mirara el material que Lo Bianco le había enviado. Doughty lo revisó y, como sabía leer, también comprendió el mensaje implícito en él.