30 de abril
Victoria, Londres
—Siempre viene bien que te avisen, supongo, así que llamo para avisarte.
Barbara no necesitaba que Mitchell Corsico se identificara. A esas alturas, su voz de tenor era como un eco permanente dentro de su cabeza. Si la hubiera llamado al móvil, habría podido evitarlo. Pero la había llamado al trabajo, asegurando tener información «sobre la situación que la sargento detective Havers está investigando», y el farol había surtido efecto. Pasaron la llamada, Barbara la cogió, contestó con un «sargento Havers» y fue a él a quien encontró.
—¿Qué? ¿Qué? —preguntó.
—Como diría mi santa madre: «¡No utilices ese tono conmigo!» —contestó él—. Ha salido del hospital.
—¿Quién? ¿Tu madre? Pues deberías celebrarlo, ¿no? Yo me tomaría un par de copas contigo a su salud, pero tengo que trabajar.
—No te hagas la graciosa, Barbara. No hay ninguna historia que cubrir por aquí, y supongo que tú lo sabes muy bien. ¿Te haces una idea de en qué posición me pone eso en cuanto a mi editor? ¿Eh?
Estaba en Italia por fin. Barbara dio gracias al cielo.
—Si ha salido del hospital, yo diría que eso confirma que estaba en el hospital —le respondió—. No tenía ni idea de que le habían dado el alta. Lo que te di, te lo di de buena fe.
—Voy a seguir adelante con lo de la oficial de la Met y el padre desnaturalizado —le dijo—. Y lo voy a ilustrar con fotos. Saldrá mañana. Ya lo he escrito y va adjunto a un correo electrónico telegráfico titulado: «Mira qué información más buena he encontrado, querido editor», y estoy a punto de pulsar el botón de enviar. ¿Quieres que eso ocurra o no?
—Lo que quiero… —Barbara levantó la vista porque alguien estaba de pie delante de su mesa. Era Dorothea Harriman, así que le dijo a Corsico—: Espera un momento. —Y después a Dorothea—. ¿Ocurre algo?
—La llaman, sargento Havers. —Y ladeó la cabeza con el pelo rubio perfectamente peinado en dirección al despacho de Isabelle Ardery.
Barbara suspiró.
—Bien —le respondió. Después le dijo a Corsico—: Me parece que vamos a tener que dejar esta conversación para más tarde.
—Pero ¿te has vuelto loca? —exclamó—. ¿Crees que es un farol? La única forma que tienes de parar esto es darme a Lynley o a Azhar. Tú puedes proporcionarme un acceso que nadie más tiene. Te juro por Dios, Barbara, que si no lo consigo esta vez…
—Hablaré personalmente con el inspector Lynley —mintió—. ¿Eso te parece satisfactorio? Ahora me llama la superintendente Ardery. Me encantaría continuar con esta conversación tan «estimulante», pero tengo que colgar.
—Siempre y cuando seas consciente de que voy a retener la otra historia solo un cuarto de hora, Barbara. Cuando pase ese tiempo, le daré a enviar y lo verás en el periódico de mañana.
—Como siempre, me tiemblan las canillas —le respondió. Colgó el teléfono con un fuerte golpe y le dijo a Dorothea—: ¿Qué quiere su señoría de mí? ¿Sabes algo?
—El inspector Stewart está con ella. —Parecía arrepentida. Y eso no era bueno.
Barbara pensó que necesitaba las fuerzas que le daría un cigarrillo fumado a hurtadillas en la escalera, pero decidió que hacer esperar a Isabelle Ardery cuando ya la había llamado no era una actitud muy inteligente. Así que siguió a Dorothea hasta la oficina de la superintendente y allí se encontró a Ardery conversando con John Stewart, que había llevado con él una pila de carpetas de color marrón por alguna razón que seguro que no iba a ser buena.
Barbara se unió a ellos. Miró de Stewart a Ardery, y a Stewart de nuevo. Ella asintió, pero no la saludó de ninguna otra forma. Su cerebro empezó a ir a mil por hora. No tenía ni idea de cómo Stewart podía haber averiguado que había ido a ver a Dwayne Doughty antes de ponerse con su tarea de realizar las entrevistas que le habían ordenado hacer. Y aunque hubiera logrado descubrirlo, de todas formas había hecho sus entrevistas. ¿Qué más quería ese hombre insufrible de ella?
Sin embargo, Stewart no quería nada de ella. Aparentemente a él también le habían llamado al despacho de Isabelle Ardery, igual que a Barbara, y no tenía ni idea de por qué la superintendente los había convocado para esa reunión.
Ardery no perdió el tiempo y los puso al día rápidamente.
—John, voy a reasignar a Barbara durante unos días. Hay una ramificación de la investigación de…
—¿Qué? —Stewart puso la misma expresión que pondría alguien al que le acababan de pinchar su globo. Estaba mirando fijamente a Ardery, indignado, como si ella fuera la persona que blandía el alfiler.
La superintendente se tomó un momento. Luego habló de forma que su tono resonó en el despacho.
—No tenía ni idea de que tenías problemas de oído —dijo muy despacio—. He dicho que voy a asignar a Barbara a otra investigación.
—¿Qué otra investigación? —quiso saber.
Ardery reajustó levemente la posición de su columna.
—No creo que necesites saberlo —señaló.
—La puso en mi equipo —contestó—. Y ahí es donde se quedará: en mi equipo.
—¿Disculpa? —Isabelle había estado sentada detrás de su mesa y Stewart enfrente, con las carpetas marrones todavía en el regazo. Ahora la superintendente se levantó e inclinó su más de metro ochenta en su dirección, a la vez que apoyaba sus bien cuidados dedos sobre un montón de informes—. No creo que estés en una posición que te permita decir ese tipo de cosas —señaló—. Tal vez necesitas un momento para ponerlo todo en su sitio. Si yo fuera tú, querría tomarme ese momento.
—¿Adónde la va a asignar? —exigió saber—. Todos los equipos tienen suficientes efectivos. Si esto es un juego de poder que ha decidido poner en marcha, no es necesario.
—Creo que te estás pasando.
—Oh, yo siempre me estoy pasando con usted. ¿Sabe lo que tengo aquí? ¿En estas carpetas? —Levantó una y la agitó ante ella.
Barbara sintió que perdía la sensibilidad en los brazos.
—No me interesa en absoluto lo que tienes ahí a menos que sea la documentación de un arresto en uno de los casos que estás investigando.
—Oh, bien —contestó Stewart—. No le interesa lo más mínimo nada que no sea… —Se detuvo justo entonces, al borde del precipicio—. Olvídelo —dijo—. Está bien. La va a reasignar. Pues quédesela. Todos sabemos con quién va a trabajar, porque es la única persona que la quiere en su equipo, y también sabemos por qué usted está más que dispuesta a asignársela a él.
Barbara inspiró hondo. Esperó para ver lo que la superintendente respondía a eso.
—¿Qué es lo que estás insinuando, John? —le preguntó Ardery con tono gélido.
—Creo que ya lo sabe.
—Y yo creo que sería sensato que reconsideraras el camino que estás tomando. Da la casualidad de que Barbara va a trabajar directamente para mí en un asunto que implica a otro oficial de la policía. Y eso, John, es todo lo que necesitas saber sobre por qué la he reasignado. ¿Te ha quedado absolutamente claro o hace falta que llevemos esta discusión a otro nivel?
Stewart miró a Ardery, que le sostuvo la mirada. Ella tenía la cara lívida, él se había puesto rojo y Barbara supo que los dos estaban furiosos. Uno de ellos tenía que ceder ante el otro; y ella sabía que no iba a ser la superintendente. Pero todavía no sabía si Stewart lo haría. La misoginia llevaba gobernando su comportamiento durante tantos años que era difícil saber si podría controlarla el tiempo suficiente para salir del despacho de la superintendente y volver al trabajo antes de que ella pidiera su cabeza en una bandeja.
Finalmente él se levantó.
—Está claro —dijo. Se giró y dejó el despacho de la superintendente sin volver a mirar adonde estaba Barbara.
Aun así, ella se preguntó qué tendría en esas carpetas. Supuso que, fuera lo que fuera, no sería bueno.
Cuando Stewart se fue, la superintendente le hizo un gesto a Barbara para que se sentara en una de las dos sillas que había delante de la mesa. Barbara eligió la que no había ocupado Stewart, porque era mejor no contaminar sus pantalones con su esencia. Esperó a que su jefa se explicara. No tardó en hacerlo.
—La situación en Italia tiene una ramificación en Londres —le dijo—. Me ha llamado el inspector Lynley a primera hora de la mañana. Necesita que aquí asignemos a alguien al caso.
Así que sí que se trataba de Lynley, después de todo, pensó Barbara. Stewart, con todas sus acusaciones odiosas y veladas, no había errado el tiro. Le dio las gracias mentalmente a Lynley por sus esfuerzos para incluirla en el equipo. Sabía lo preocupada que estaba por Hadiyyah y Azhar, conocía la naturaleza de su amistad con ambos y, más que nada, entendía lo poco que le gustaba trabajar con John Stewart. Gracias, gracias, gracias, pensó Barbara. Se la debía y se la pagaría. No cejaría en el empeño hasta que llegara al fondo de…
—Quiero que le quede algo muy claro, sargento —prosiguió la superintendente—. El inspector Lynley ha pedido a Winston. Él es la elección obvia, porque, seamos francos, tiene una buena trayectoria obedeciendo órdenes, mientras que no puede decirse lo mismo de usted. Pero yo quiero darle la oportunidad de demostrarme a mí directamente que también puede hacerlo. ¿Hay algo que quiera decirme sobre el tiempo que ha pasado en el equipo de John Stewart antes de que usted y yo pasemos a analizar lo que el inspector necesita que haga?
Era el momento de confesar, pensó Barbara. Pero no podía arriesgarse a decirle a la superintendente que había actuado por su cuenta más de una vez durante los últimos días. Ardery podía quitarle el caso con la misma facilidad que se lo había asignado.
—No es ningún secreto que John Stewart y yo no nos llevamos bien, jefa —dijo—. Lo he intentado. Tal vez él lo haya intentado también. Pero somos como el perro y el gato.
Ardery evaluó sus palabras sin dejar de mirarla.
—Bien —dijo por fin arrastrando lentamente las letras.
Después se giró, cogió el informe que coronaba el montón de su mesa y se lo dio.
—La policía italiana ha seguido el rastro del secuestro de la hija de su amigo hasta Londres.
—Dwayne Doughty, ¿no? —preguntó Barbara.
Ardery asintió.
—Han encontrado a un hombre en Italia que estaba actuando siguiendo las instrucciones de Doughty. Parece que encontró a la niña sin dificultad, pero, en vez de avisar al padre, Doughty ideó un plan para raptarla. Lo que ha hecho con ella, el italiano no lo sabe. Asegura que le dieron instrucciones incompletas. Ha sido un caso de: «Tú llévatela y ya te diré qué hacer con ella después».
—Maldito cerdo —exclamó Barbara—. Yo llevé a Azhar a la oficina de ese tipo, jefa, cuando la madre de Hadiyyah desapareció con ella. Parecía legal. Las estuvo buscando un tiempo y después nos dijo que no había ni rastro, y cuánto sentía que fuera así. —Barbara no añadió nada más sobre Azhar: la coartada de Berlín, lo de khushi, ni ninguna otra cosa. Y mucho menos lo que afirmó Doughty cuando le interrogó en la comisaría de Bow Road, porque la superintendente no lo sabía ni tenía que saberlo.
—Sí. Bien —dijo Ardery—. Pues está implicado de alguna forma que el inspector Lynley necesita aclarar. Me ha dicho que no se ha pedido rescate por la niña, así que supongo que tiene que haber alguien más implicado, aparte de Doughty. Llame al inspector si tiene más preguntas.
—Entendido —aseguró Barbara.
Ardery le pasó el informe que había recibido y la miró fijamente antes de darle permiso para irse.
—Al final, me gustaría constatar que ha llevado todos los aspectos de este caso de una manera profesional, Barbara. Si me entero de cualquier otra cosa, usted y yo vamos a tener una conversación muy distinta. ¿Está claro?
Como el agua de un manantial, pensó Barbara. Pero dijo:
—Sí, jefa, muy claro. No la decepcionaré.
Ardery le dijo que se fuera. Pero no parecía muy convencida.
Bow, Londres
Barbara decidió que Doughty no era el mejor lugar para empezar. Si le presentaba los hechos que había confesado Michelangelo Di Massimo en la comisaría de Lucca, seguro que él podría darle una explicación a prueba de toda duda. Barbara incluso podía imaginarse cuál sería: «Contraté a ese tipo para que la encontrara, y él me juró que la había buscado por todas partes, pero que no había servido de nada. ¿Está sugiriendo que es culpa mía que él la encontrara y no me dijera nada? ¿Y que él planeara el secuestro y se la entregara después a Dios sabe quién, eso también es culpa mía? Mire, sargento, Di Massimo estaba en una posición mucho mejor que la mía para llevarse a la niña a las montañas o donde quiera que se la haya llevado. ¿Y se supone que yo conozco Italia, un lugar en el que nunca he estado, por cierto, lo suficiente como para hacer desaparecer a una niña? ¿Y por qué? ¿Por dinero? ¿El dinero de quién? No conozco a esa gente. ¿Alguno de ellos es rico?».
Y Doughty seguiría y seguiría, agotándola con argumentos lógicos, ilógicos y todos los que había entre ambos. Así que no iba a empezar hablando con él. Emily Cass era una fuente de información más plausible.
Barbara pasó un tiempo buscando algo que pudiera serle útil en una conversación con la chica, que resultó ser un cerebrito. Tenía una licenciatura en Económicas por la Universidad de Chicago, pero desde que se la sacó solo había tenido una sucesión de trabajos que sugerían que era poco adecuada para el mundo de los negocios y las finanzas: había sido consejera de seguridad en Afganistán, guardaespaldas de los hijos de una rama poco importante de la familia real saudí, entrenadora personal de una actriz de Hollywood que necesitaba ayuda para mantener su bonito cuerpo exactamente así, y ayudante de cocina en un yate cuyo propietario era uno de los mayores nombres de la industria del petróleo británica. Sus empleos estaban repartidos por todos los puntos del planeta. ¿Cómo había acabado trabajando para un investigador privado…? Cualquiera sabía.
Sin embargo, en cuanto a la ley, estaba completamente limpia. Había crecido en una sólida familia de clase media cuyo patriarca era un famoso oftalmólogo. Su madre era pediatra. Con tres hermanos dentro del campo de la medicina y otro piloto de Fórmula Uno con mucho éxito, probablemente no querría que su reputación se viera manchada por cualquier actividad que no fuera estrictamente legal. Aquella chica era su mejor baza a la hora de tener un cara a cara, con su identificación policial de por medio, pensó Barbara.
No tenía intención de enfrentarse a Em Cass en el despacho de Dwayne Doughty. Tampoco quería llamarla. Era mejor no darle tiempo para informar al investigador de que la iban a interrogar. Así que se sentó junto a una ventana del Roman Café & Kebab, a muy poca distancia de Bedlovers. En el piso que había encima estaba el despacho de Dwayne Doughty. Y allí esperó a que apareciera Emily Cass.
Necesitó cuatro kebabs y una patata asada con chile con carne y queso por encima antes de que eso sucediera. Para ese momento, Barbara ya se había convertido prácticamente en un miembro de la familia que regentaba ese establecimiento. La miraban con cierto recelo —probablemente intentando averiguar la naturaleza del trastorno alimentario que sufría aquella mujer desaliñada de la ventana—, pero, de todas formas, aceptaron su dinero a cambio de la copiosa cantidad de comida. Le sonrieron obsequiosos y le preguntaron por su estado civil, posiblemente buscando una candidata conveniente para un hijo que andaba por el lugar con una sospechosa babilla escapándosele de la boca abierta. Barbara agradeció que por fin Em Cass apareciera, tras todo el tiempo que llevaba en el restaurante. También agradeció que Emily, que llevaba ropa de correr, fuera en su dirección y no en la contraria, porque si no habría sido imposible que la alcanzara, sobre todo teniendo en cuenta su reciente historial alimentario.
Barbara salió por la puerta rápidamente. Se plantó en la acera justo en el camino de Emily antes de que la chica se diera cuenta de nada.
—Tú y yo tenemos que hablar —le dijo, y la agarró el brazo antes de que pudiera escapar o volver corriendo a la oficina.
La obligó a cruzar la calle y la metió en el pub Albert, preguntándose vagamente por qué había un pub con ese nombre en todos los barrios de la capital. La llevó hasta una mesa junto a una máquina de fruta que tenía un llamativo cartel que decía: FUERA DE SERVICIO.
—Te voy a decir lo que necesitas saber —le dijo a Emily—. Michelangelo Di Massimo os ha echado la culpa ante la policía italiana. Y eso puede no ser un problema grave para ti, porque, teniendo en cuenta cómo funciona la extradición, podrías ser abuela antes de que llegaras siquiera a estar de pie ante un magistrato italiano. Pero, y a mí me parece que esta es la parte buena, Emily, un inspector con experiencia de la Met está allí haciendo de oficial de enlace para la familia. Si me dice solo una palabra más, aparte de las muchas que me ha dicho para enviarme aquí a tener esta charla amistosa contigo, tendrás problemas de los que necesitan la asistencia de un abogado. ¿Me entiendes bien o tengo de deletrearte algo?
Emily Cass pareció necesitar un gran esfuerzo para tragar saliva. Barbara pudo oír el ruido que hizo desde el otro lado de la mesa. Por un momento, pensó en pedirle una cerveza, pero supuso que no merecía la pena el gasto. La siguió acosando.
—Supongo que has sido más que una ayudante en todo este asunto. Tú hiciste tu parte con las mentiras por teléfono para conseguir la información… Eso es lo que se te da mejor. ¿Y por qué no utilizar el talento que uno tiene?… Pero lo hiciste siguiendo las órdenes de otra persona. Las dos sabemos quién es esa persona.
Emily la había estado mirando fijamente, pero ahora desvió la vista al otro lado de la calle y después miró a Barbara. Se humedeció los labios.
—Yo diría que nuestro Dwayne utiliza alguno más de tus muchos talentos, aparte del que tienes para ocuparte del teléfono, fingiendo que eres cualquiera, desde una anciana chocha hasta la duquesa de Cambridge. Porque no tiene un pelo de tonto. Ese hombre me desafió diciéndome que examinara todos sus registros telefónicos si no le creía, y eso me sugiere que hay alguien más implicado en todo este plan, alguien competente a la hora de limpiar registros, alguien al que eso le parece un juego de niños. Quiero el nombre de ese alguien, Emily. Sospecho que es ese tío llamado Bryan, que Doughty mencionó en algún momento. Quiero su número de teléfono, su dirección de correo electrónico, su dirección postal, lo que sea. Si me lo das, tú y yo quedaremos como amigas. Con los demás…, no creo quede tan bien. Llega un punto en que el sentido común sugiere que es hora de apartar el cuello de la guillotina. Hemos llegado a ese punto. ¿Y qué va a ser entonces?
Ya estaba. Las cartas sobre la mesa. Barbara esperó a ver qué ocurría. Pasaron los segundos. Durante esos momentos, una ráfaga de viento hizo volar una bolsa de plástico amarilla por la calle y un clérigo musulmán salió de una puerta estrecha con una hilera de niños pequeños detrás. Barbara los miró y pensó cómo había cambiado Londres. Ya nadie parecía inocente. Una simple excursión podía significar muchas cosas. El mundo se había convertido en un lugar muy triste.
—Bryan Smythe —dijo Emily en voz baja.
Barbara giró la cabeza para volver a mirarla.
—¿Y qué hace?
—Registros telefónicos, bancarios, de tarjetas de crédito, correos electrónicos, búsquedas en la Red, rastros informáticos y todo lo demás. Cualquier cosa que tenga que ver con tecnología informática.
Barbara sacó su cuaderno y lo abrió.
—¿Y dónde puedo encontrar a esa joya?
Emily tuvo que sacar esa información de su teléfono móvil. Le leyó la dirección y el número de teléfono, y volvió a guardarse el móvil en el bolsillo.
—Él no sabía de qué iba —añadió—. Solo hizo lo que Dwayne le dijo que hiciera.
—No te preocupes —le dijo Barbara—. Sé que Dwayne es quien está detrás de todo, Emily. —Se apartó de la mesa y se metió el cuaderno otra vez en el bolso. Se puso de pie—. Seguramente te vendría bien buscarte otro trabajo. Entre tú y yo: el negocio de investigación privada de Doughty va a sufrir un revés muy importante antes o después.
Dejó a la chica sentada en el pub. Supuso que Doughty estaba en su despacho, así que fue hasta allí. El nombre de Bryan Smythe le daba una muy buena mano para hacer su jugada.
Encima de Bedlovers, llamó dos veces a la puerta de Doughty y entró sin que le dieran permiso para hacerlo. Se encontró al investigador tratando con un hombre de mediana edad con pinta de agente inmobiliario. Ambos estaban inclinados sobre la mesa de Doughty examinando unas fotos. El agente inmobiliario tenía un pañuelo entre los dedos. Lo estaba haciendo pedacitos.
Doughty levantó la cabeza.
—¿Le importa? —exclamó—. Estoy trabajando.
—Yo también. —Barbara sacó su identificación policial y se la enseñó al pobre hombre al que le estaban presentando la cruda y fría realidad y sin duda muchos hechos desagradables que demostraban que alguien le había traicionado—. Tengo que hablar con el señor Doughty —anunció. Y tras echarle un vistazo a las fotos, que mostraban a dos hombres jóvenes desnudos retozando con gran entusiasmo en un estanque rodeado de árboles, añadió—: ¿Qué dijo ese director de cine imbécil? «El corazón quiere lo que quiere». Lo siento.
Doughty recogió las fotos y le dijo:
—Es usted imposible.
—Lo reconozco, qué le vamos a hacer —corroboró.
El agente inmobiliario se había apartado después de examinar las fotos. Estaba sacando una chequera del bolsillo de la chaqueta, pero Barbara le cogió del brazo y le llevó hasta la puerta.
—Creo que el señor Doughty, que es un hombre decente, no le va a cobrar esta vez. —Se despidió, le observó dirigirse a las escaleras con la cabeza hundida y añadió sus buenos deseos para que el resto del día le fuera mejor que en la reunión que acababa de tener encima de Bedlovers.
Después cerró la puerta y se volvió hacia Doughty. Tenía la cara roja y seguro que no era por la vergüenza.
—¡Pero cómo se atreve! —le gritó.
—Bryan Smythe, señor Doughty —le respondió Barbara—. Al menos Bryan Smythe en este extremo del asunto. En el otro está Michelangelo Di Massimo. Él no tiene a un Bryan Smythe, al parecer. Sus ordenadores no estarán tan limpios como los suyos. Y supongo que tampoco sus registros telefónicos. Y también está el asuntillo de la cuenta bancaria y lo que podrá decirnos en cuanto le pongamos las manos encima.
—Ya le dije que contraté a Di Massimo para buscarlas en Italia —respondió Doughty—. ¿A qué viene entonces esta visita inesperada?
—A que no me dijo que le contrató para secuestrar a Hadiyyah.
—No le contraté para eso, sargento. Ya se lo he dicho antes y seguiré diciéndoselo. Si usted cree otra cosa, ya es hora de que haga caso de una sugerencia que le voy a hacer.
—¿Cuál?
—El profesor. Taymullah Azhar. Ha sido él desde el principio, pero eso no ha querido creerlo nunca, ¿verdad? Así que yo he tenido que hacer su trabajo, porque usted no lo hacía, y no crea que me ha gustado nada verme obligado a eso.
—La historia de Berlín…
—Que le den a Berlín. Esto nunca fue por Berlín. Berlín fue una pista falsa desde el principio. Claro que estuvo allí. Estaba presentando su ponencia, yendo a conferencias y dejándose ver por todo el hotel. Se habría roto convenientemente la pierna en el vestíbulo si hubiera hecho falta que su estancia fuera recordada por todos, pero no fue necesario, porque todos sus colegas están deseando creer cualquier cosa que salga de la boca de ese tío. Como yo, al parecer. Y, seamos sinceros, como usted.
Fue hasta uno de sus archivadores mientras hablaba. Abrió el cajón de arriba y sacó una carpeta marrón. La tiró sobre la mesa y se sentó.
—Oh, siéntese de una vez y tengamos una conversación racional, aunque eso no sea la norma —exclamó.
Barbara confiaba en ese hombre tanto como en una cobra que se le estuviera acercando al dedo gordo del pie. Entornó los ojos y le observó en busca de cualquier cosa que permitiera adivinar lo que pretendía. Pero estaba como siempre, lo que era muy exasperante: todo en él era normal, excepto su nariz, que se torcía en varias direcciones hasta que se redondeaba para presentar sus ventanas a un público que resultaba muy poco receptivo.
Se sentó. Pero no le iba a dejar quitarle las riendas de la conversación. Por eso dijo:
—Bryan Smythe va a confirmar que limpió sus registros telefónicos y también su ordenador. Eso, unido a las mentiras de la señorita Cass y…
—Tal vez quiera echarle un vistazo a esto antes de seguir por ese camino.
Doughty abrió la carpeta de color marrón y le pasó dos documentos. Eran copias de billetes de avión, de una de esas reservas que hacen por Internet millones de personas todos los días. El vuelo en cuestión salía de Heathrow. Era un billete solo de ida con destino Lahore.
Barbara sintió que el corazón le martilleaba en el pecho y se le quedó la boca seca. Porque el nombre del primer pasajero era Taymullah Azhar. Y el del segundo era Hadiyyah Upman.
No pudo pensar durante un momento. No pudo entender lo que significaba eso, ni por qué existían esos billetes. Y tampoco pudo aceptar, principalmente porque no quería, que todo lo que creía y sabía de Azhar estaba a punto de desmoronarse ante sus narices hasta convertirse en polvo.
Aparentemente, Doughty vio todo eso en su cara, porque dijo:
—Sí. Ahí está. Atadito con un lazo. Debería cobrarle muchas horas por haber hecho este trabajo por usted.
—Lo que tengo aquí delante es un trozo de papel, señor Doughty —le dijo en un alarde sin fundamento—. Y como usted y yo sabemos, cualquiera puede generar un trozo de papel, igual que cualquiera puede comprar un billete a cualquier lugar con el nombre de quien quiera.
—Oh, por el amor de Dios, mire las fechas entonces —le aconsejó—. La fecha del vuelo es interesante, pero creo que la fecha de la compra le parecerá aún más fascinante.
Barbara las miró e intentó decidir qué le decían esas fechas sobre su amigo. La fecha del vuelo era el 5 de julio. Se podría decir que eso obedecía a la esperanza de Azhar de que su hija apareciera viva y en perfecto estado. O podía ser una compra de un billete que hubiera hecho muchos meses atrás, antes de la desaparición de Hadiyyah de Londres en noviembre. Pero la fecha de compra lo cambiaba todo. Era del 22 de marzo, mucho antes del secuestro de Hadiyyah en Italia; del tiempo en que Azhar, en teoría, no sabía dónde estaba la niña. Eso solo sugería una cosa. Barbara no podía soportar pensar en lo estúpida que había sido.
Invirtió un momento en buscar algo que pudiera explicar esa información.
—Cualquiera podría… —dijo por fin.
—Tal vez sí o tal vez no —le dijo Doughty—. Pero la cuestión es por qué otra persona que no fuera nuestro amigo el callado, apocado y destrozado profesor de lo que sea que enseña compraría dos billetes solo de ida a Pakistán.
—Alguien que quisiera que pareciera culpable, como usted, por ejemplo. Usted podría fácilmente haber hecho esa compra.
—Eso cree, ¿eh? Pues pídale a esos tíos de investigaciones especiales que rastreen de dónde vino esa compra, porque usted y yo sabemos que en estos días en los que todo el mundo juega a «Quién es el terrorista», cualquiera que vaya a un país en el que la gente lleva pañuelos, toallas o sábanas en la cabeza y túnicas por la calle va a ser investigado con lupa en cuanto alguien como usted diga que es necesario hacerlo.
—Tal vez…
—¿Sabía que iban a raptar a su hija en Italia?
—No iba a decir eso.
—Pero eso es lo que usted sabe, sargento Havers. Ahora creo que los dos estaremos de acuerdo en que esto que tenemos delante es juego, set y partido. ¿Así que va a seguir acosándome o va a hacer algo para que ese miserable que se atreve a llamarse «padre», si es que es su padre de verdad, le diga a los policías de allí que él es quien ha escondido a esa pobre niña?
Bow, Londres
Barbara se sentó en el interior de su oxidado Mini, encendió un cigarrillo e inhaló con tanta fuerza que podría jurar que ese maravilloso carcinógeno había viajado por todo su cuerpo hasta llegarle a los tobillos. Se lo fumó entero antes de permitirse siquiera pensar. Buddy Holly también ayudó. La pletina de su coche, que solo funcionaba a veces, ese día estaba de humor para colaborar, aunque oír a Buddy diciéndole que cualquier cosa «se estaba acercando» no servía para levantarle el ánimo precisamente.
Doughty tenía razón. Si llamaba al Cuerpo Especial averiguaría la verdad sobre los billetes a Lahore. No importaba que Azhar fuera un respetado profesor de microbiología. Solo eso no le habría salvado del escrutinio. Cuando se trataba de viajar a un país musulmán, un hombre que se llamara Taymullah Azhar iba a ser investigado, mucho más si había comprado un billete solo de ida. De hecho, probablemente ya lo habrían investigado los del SO12, porque la compra de ese billete —si de verdad él era quien lo había comprado— habría activado todas las alarmas. No tenía más que sacar su móvil, llamar a la Met, y prepararse para oír lo peor. O lo mejor, pensó. Ojalá fuera lo mejor.
Barbara pensó en lo que sabía cuando acabó de fumarse el cigarrillo hasta dejar una colilla del tamaño de la uña de su dedo meñique. Lo tiró a la calle —lo sentía por los barrenderos, pero su cenicero estaba a rebosar con seis meses de Players fumados hasta diferentes longitudes y espachurrados ahí— e intentó desesperadamente encontrar una razón para todo. Lynley le había dicho que Di Massimo señalaba con todos los dedos de las manos y de los pies a Dwayne Doughty en Londres. Emily Cass parecía hacer lo mismo. Doughty podía perderlo todo si le caían las culpas encima. Lo sabía muy bien, y por eso, obviamente, había pagado para que cualquier señal de que había estado en contacto con alguien en Italia fuera eliminada de sus registros.
Bryan Smythe podría confirmarlo si lo acorralaba y le garantizaba que no recibiría más visitas de la policía si cantaba y los delataba a todos. Barbara sabía que ni siquiera haría falta que fuera a verle. Esos tíos de los ordenadores… Por su experiencia, su valentía se limitaba a lo que podían hacer a puerta cerrada, en una habitación a oscuras, con la luz del monitor brillando en sus ojos. Si se enteraba de que la poli iba tras él, se derrumbaría en un instante. Le diría todo lo que sabía con una rapidez cuyo límite solo sería la velocidad a la que podían vibrar sus cuerdas vocales. Pero Barbara no estaba segura de que quisiera saberlo todo.
La verdad era que iba a confirmar lo que ya le habían dicho, y ella lo sabía bien. Emily Cass no le habría dado el nombre de ese tipo si tuviera alguna duda al respecto. Barbara se dijo que eso era probablemente porque Emily le habría puesto en antecedentes en cuanto ella y Barbara se separaron. Y después, Dwayne Doughty le habría llamado y advertido. El investigador privado habría deducido inmediatamente que Emily Cass era la persona que le había dado el nombre de Smythe a Barbara, porque no había nadie más que pudiera haberlo hecho. Se ocuparía de ella más tarde, pero, en cuanto Barbara salió de su despacho, Smythe habría sido lo primero. Le habría llamado para decirle: «Una policía va hacia allí. No puede probar nada, así que no le digas ni una palabra de este asunto y te pagaré un extra por las molestias».
Así que no diría nada. O cedería y lo contaría todo. O huiría para esconderse. O se iría a Escocia, Dubái o las Seychelles. Quién demonios sabía lo que haría Smythe… A Barbara le daba vueltas la cabeza, así que encendió otro cigarrillo.
¿En pocas palabras? Sabía cuál tenía que ser su siguiente paso. E implicaba llamar a Lynley con la información que tenía y contárselo todo. Pero Dios, Dios, Dios, ¿cómo podía hacer eso? Seguro que había una explicación en alguna parte. Tenía que dar con ella.
Le podía proporcionar a Lynley el nombre de Bryan Smythe. Eso parecía un progreso. Él le diría que llevara a Smythe a la comisaría para hacerle un interrogatorio en regla —o le preguntaría por qué no lo había hecho todavía—, pero en cualquier caso le daría un poco de tiempo. La única pregunta ahora era: ¿qué iba a hacer con ese tiempo? Y una vez que supo lo que iba a hacer, se puso manos a la obra.
Lucca, la Toscana
A Salvatore no le quedaba más remedio una vez que Michelangelo Di Massimo dio el nombre del hombre de Londres. Su siguiente encuentro con Piero Fanucci no iba a ser agradable, pero tendría que pasar por ello. Después de que se ocupara de eso, tenía intención de ir a los Alpes Apuanos, a ese convento en el que Domenica Medici era guardesa. Era la única pista que tenían en cuanto a la localización de la niña inglesa desaparecida y, con la autorización de Piero Fanucci o sin ella, Salvatore tenía intención de seguirla.
Habló con il Pubblico Ministero por teléfono. Había hecho lo poco que podía hacer para probarle a Fanucci que no parecía existir conexión entre Carlo Casparia y ninguna de las personas que habían descubierto que estaban vinculadas con el caso de secuestro. Piero le dijo con malos modos que no había buscado bien. «Ponte de nuevo a ello ahora mismo», le ordenó Fanucci. Salvatore se molestó al oír eso. Entonces cometió un error fatal. Con mucha paciencia, le dijo:
—Piero, capisco. Sé que has apostado mucho por la culpabilidad de este Carlo… —Y entonces Fanucci se transformó en Il Drago y Salvatore sintió toda la furia del dragón.
Tuvo que escuchar a Piero rugiendo y echando fuego. il Pubblico Ministero lo cuestionó todo, desde las habilidades de Salvatore como miembro de la policía hasta las razones de la ruptura del matrimonio del inspector jefe, las cuales en su mayoría tenían que ver con la masculinidad de Salvatore. La conclusión de la diatriba de Il Drago fue la poco sorprendente información de que Piero iba a sustituirle como jefe de la investigación de la desaparición de la niña. Alguien que pudiera seguir las instrucciones del magistrato que estaba a cargo de la investigación tomaría el mando, y Salvatore tenía que traspasarle a esa persona toda la información que tenía.
—No lo hagas, Piero —le pidió Salvatore. Le hervía la sangre desde hacía rato, sobre todo desde que il Pubblico Ministero se había lanzado a hablar del tema de su matrimonio. Ahora a Salvatore le parecía que ya no le quedaba sangre, solo un olor a cobre quemado por todo el cuerpo—. Has decidido que ese hombre es culpable basándote en una fantasía tuya. Creíste que Carlo vio una forma fácil de ganar dinero siguiendo a la niña, llevándosela de un mercado público y vendiéndola… ¿A quién, Piero? Permíteme que te pregunte esto: ¿es razonable siquiera que concluyas que alguien se metería en el lío de comprarle una niña a una persona como Carlo? ¿Un drogadicto que es probable que le vaya contando la historia de esa venta a la primera persona que le ofrezca dinero para comprar lo que sea que se mete en el cuerpo? Piero, por favor, escúchame. Sé que estás comprometido con la investigación. Sé que has utilizado al Prima Voce para…
La mención del tabloide fue la gota que colmó el vaso.
—Basta! —rugió Piero Fanucci—. È finito, Salvatore! Capisci? È finito tutto!
Il Pubblico Ministero colgó el teléfono de golpe. Al menos, pensó Salvatore irónicamente, no tendría que informar al magistrato sobre lo del convento en los Alpes Apuanos, porque ahora el pobre teléfono de Piero estaría averiado. Tampoco tendría necesidad de decirle que habían reunido más detalles sobre Lorenzo Mura, sus compañeros en la squadra di calcio de Lucca y sus clases particulares a los jóvenes giocatori en el Parco Fluviale.
Sus agentes habían estado muy ocupados. Ahora tenían fotografías de los otros jugadores del equipo de la ciudad, cosa que no había sido difícil de conseguir. No fue tan fácil reunir las fotografías de todos los padres de los niños que entrenaba Lorenzo Mura. Conseguir los nombres ya había sido bastante complicado. Tuvieron que preguntárselos a Lorenzo Mura, y eso había levantado las sospechas del hombre y había hecho que exigiera saber qué tenían que ver los padres de sus futbolistas infantiles con la desaparición de la pequeña Hadiyyah. Salvatore le dijo la verdad: todo el mundo cuya vida tuviera algo que ver, aunque fuera remotamente, con la de Hadiyyah tenía que ser investigado. Tal vez los padres de un niño de los que entrenaba no estaban contentos con él y creyeron que había que darle una lección, hacerle entrar en razón, ponerle en su lugar… «Nunca se sabe, signor Mura, así que hay que investigar todas las vías».
Una vez que tuvieron las fotos de esos padres y de los jugadores luqueses en la mano, los agentes se encaminaron a la cárcel para enseñárselas a Carlo Casparia, con la esperanza de estimular lo que quedaba de su memoria después de tantos años de adicción a las drogas. Al menos había recordado a un hombre que se reunió con Lorenzo Mura en el campo de entrenamiento del Parco Fluviale. Había una remota posibilidad de que pudiera identificarlo en alguna de las fotos que le iban a enseñar. Y así tendrían una nueva vía de investigación.
Pero Salvatore no tenía mucho tiempo para eso. Sabía que Piero Fanucci se daría prisa en asignarle el caso a otro. Purtroppo, el inspector jefe Lo Bianco estaría fuera de su oficina cuando esa persona se presentara para repasar los detalles de la investigación. Estaría muy arriba, en los Alpes Apuanos.
Su decisión de llevarse al inglés con él tuvo que ver sobre todo con el idioma. Si daba la grandísima casualidad de que Roberto Squali hubiera llevado a la niña inglesa a ese convento en los Alpes, entonces el oficial de enlace, que hablaba el idioma de la niña, le serviría de ayuda para comunicarse con ella. Si, por otro lado, bastante más horrible, lo que sacaba en claro de todo eso era que había pasado lo peor y que la niña estaba muerta, entonces Lynley se enteraría de la información al momento y podría hablar con Salvatore con antelación sobre los detalles que los padres de la niña necesitaban saber sobre su muerte.
Recogió a Lynley en su habitual luogo di incontro junto a Porta di Borgo. A la pregunta: «Che cosa sucede?» del inglés, respondió explicándole el punto en el que estaban con la recopilación de las fotos, con Lorenzo Mura y con la necesidad de darse prisa. Le habló de esto último apelando a «la preocupación de il Pubblico Ministero». Pero no le dijo que le habían relevado oficialmente de la investigación.
Aunque no hacía ninguna falta, por lo que pudo ver. Los ojos marrones del inglés le observaron detenidamente mientras le daba los detalles. Después sugirió que poner la sirena tal vez haría su viaje más rápido… Serviría para conseguir una conclusión rápida del asunto, ispettore, señaló.
Así que Lynley y Salvatore salieron de la ciudad con la sirena atronando y las luces parpadeando. No hablaron mucho mientras iban a toda velocidad en dirección a los Alpes, a un convento escondido entre las montañas.
Se llamaba Villa Rivelli, descubrió. Era el refugio de una orden de monjas dominicas de clausura. Estaba situado al noroeste del punto en el que el desafortunado Roberto Squali había encontrado su final. De hecho, la carretera por la que conducía Squali era la única ruta que había para llegar a ese lugar.
Cuando llegaron a la zona se dieron cuenta de que no había prácticamente nada alrededor, solo unas cuantas casas a unos dos kilómetros antes del desvío. En algún momento, mucho tiempo atrás, esas casas habían servido para satisfacer las necesidades de quienquiera que viviera en la gran villa. Ahora eran casas de vacaciones cerradas que pertenecían a extranjeros o a italianos ricos que venían a las montañas desde ciudades como Milán o Bolonia, para escapar del bullicio urbano y el calor veraniego. Todavía era principio de estación, así que la probabilidad de que alguien en esas casas hubiera visto a Roberto Squali pasar con una niña en su coche varias semanas atrás era demasiado remota para considerarla siquiera. Si había sido listo, Squali habría ido con la niña a media tarde. A aquella hora del día nada se movía en un lugar como ese. La gente pasaba directamente del pranzo al letto para echar una cabezadita. No se habrían enterado de nada incluso aunque estuvieran en las casas en esa época del año.
Cuando llegaron al camino que llevaba a la Villa Rivelli, Salvatore estuvo a punto de pasarse la entrada, pues estaba oculta entre robles frondosos y pinos de Alepo. Parecía muy poco transitada. Solo una pequeña señal de madera coronada por una cruz le salvó de seguir adelante sin darse ni cuenta. Tenía las palabras «V. Rivelli» talladas en la madera, pero las letras estaban desgastadas y la señal llena de líquenes.
El camino era estrecho y estaba cubierto con detritus boscosos producto de cientos de inviernos. Nunca lo habían asfaltado, así que lo recorrieron despacio. Llegaron a una enorme puerta de hierro lo bastante abierta para que pasara un coche. Cuando consiguieron cruzar la ornamentada puerta de hierro forjado, continuaron por el camino de entrada que seguía hacia la izquierda, junto a un alto seto lleno de pájaros, y dejaron atrás varios edificios decrépitos, una enorme pila de leña y una ruspa que a esas alturas era más óxido que hierro.
El silencio era total. Cuando el camino empezaba a subir, nada interrumpía esa quietud. Así que fue una sorpresa cuando Salvatore giró hacia una abertura del tamaño de un coche a más o menos un kilómetro de la carretera que había más abajo y vio, más allá del seto, un gran prado, y al otro lado la belleza barroca de la Villa Rivelli. Aparte del hecho de que parecía completamente abandonada, nadie diría que era la morada de una orden de monjas de clausura. En la parte delantera del edificio había grandes nichos con estatuas de mármol. Solo un breve vistazo revelaba a quienes rendían homenaje aquellas estatuas: eran dioses y diosas romanos, y no santos de la Iglesia católica. Pero no fue eso lo que más sorprendió a Salvatore, sino la presencia de tres coches de los carabinieri. Miró a Lynley y le preocupó que hubieran llegado demasiado tarde.
Que la policía fuera a un convento de clausura no era algo tan sencillo y rutinario como presentarse allí, llamar a la puerta y que les permitieran la entrada. Las mujeres que había dentro no recibían visitas. Había muchas posibilidades de que si los carabinieri estaban dentro fuera porque alguien los había llamado. Con esa idea en la mente, Salvatore y Lynley se acercaron a dos agentes armados que los miraban sin expresión a través de unas gafas de sol muy oscuras.
Salvatore descubrió que no iba desencaminado. Habían recibido una llamada del convento. Dentro estaba la capitana Mirenda, presumiblemente hablando con quien hubiera hecho la llamada. El resto de los agentes estaban echando un vistazo por los terrenos. Era un lugar precioso en un día tan bonito, ¿eh? Qué pena que las señoras que vivían allí nunca pudieran disfrutar de lo que ofrecía: giardini, fontane, stagni, un bosco… El agente negó con la cabeza por el desperdicio de esos placeres.
—Dov’è l’ingresso? —le preguntó Salvatore, porque no creía que se pudiera acceder al convento simplemente llamando a las dos enormes puertas principales.
En eso también tenía razón. La oficial superior de los dos carabinieri había dado la vuelta hacia un lateral del edificio. Salvatore y Lynley hicieron lo mismo. Encontraron a otro agente junto a una puerta muy modesta a la que se accedía por unos escalones. Le enseñaron su identificación.
La policía era muy territorial en ese país. Como había tantas divisiones, las disputas jurisdiccionales eran comunes en las investigaciones. A menudo la primera división de la polizia que llegaba a la escena era la que se quedaba con el control de la investigación, y eso ocurría especialmente con la polizia di stato y los carabinieri. Pero ese día fue todo diferente, descubrió Salvatore. Tras mirar su identificación y a ellos dos, como si sus caras ocultaran alguna información secreta, el agente se apartó de la puerta. Si querían entrar en el convento, podían hacerlo.
Cuando entraron se encontraron con una enorme cocina desierta. Subieron por una escalera de piedra. Sus pasos resonaron en las paredes enyesadas. La escalera desembocaba en un pasillo que también estaba vacío. Lo siguieron y llegaron a una capilla, donde una vela encendida ante el sacramento fue la primera señal de vida que vieron en el edificio: alguien que estuviera en su interior tenía que haberla encendido (a no ser que la capitana Mirenda hubiera hecho los honores).
De la capilla salían cuatro pasillos diferentes, cada uno situado en una esquina de la habitación. Uno de ellos era por el que habían venido. Salvatore estaba intentando decidir cuál de los tres que quedaban los llevaría adonde hubiera presencia humana cuando oyó el sonido de voces femeninas, solo un leve rumor que perturbaba lo que debería ser un lugar de silencio y contemplación. Unos pasos acompañaban a esas voces. Alguien dijo:
—Certo, certo. Non si preoccupi. Ha fatto bene.
Dos mujeres salieron de detrás de una celosía de madera que servía para cubrir la puerta que daba al pasillo que estaba más cerca del altar de la capilla. Una de ellas llevaba el hábito de las monjas dominicas. La otra, el uniforme de capitán de los carabinieri. La monja se paró en seco cuando vio a los dos hombres vestidos de civil de pie en la capilla del convento. Miró hacia atrás un segundo, como si quisiera retirarse a la seguridad que había al otro lado de la celosía, pero entonces la capitana Mirenda habló bruscamente.
—Chi sono? —Eso era un convento de clausura, les dijo. ¿Cómo habían entrado?
Salvatore se identificó y explicó quién era Lynley. Estaban allí por el asunto de la niña inglesa que había desaparecido de Lucca, dijo. Seguro que la capitana Mirenda habría oído hablar del caso.
Lo había oído, claro. ¿Cómo podía no saberlo teniendo en cuenta que no vivía en un mundo aislado, como la monja que se había ocultado entre las sombras? Pero parecía que a ella la habían llamado para ir al convento por otro asunto que no tenía nada que ver, o simplemente no lo había relacionado con nada que hubiera sucedido en un momento cercano, mucho menos con lo que había pasado en el mercato de Lucca.
La monja murmuró algo. Tenía la cara oculta en las sombras.
Salvatore le explicó que él y su compañero tendrían que hablar con la madre superiora. Continuó diciendo que sabía que era algo irregular que las monjas se reunieran con gente de fuera del convento, sobre todo con hombres, pero que se trataba de algo necesario y urgente, porque había una relación directa entre una chica llamada Domenica Medici y un hombre que se había llevado a la niña de Lucca.
La capitana Mirenda miró a la otra mujer.
—Che cosa vorrebbe fare? —preguntó.
Salvatore quiso decirle que no se trataba de lo que la monja quisiera hacer en ese momento. Era un asunto policial e iba a ser necesario dejar a un lado las tradiciones del convento.
—¿Dónde está Domenica Medici? —preguntó—. Sus padres me han dicho que vive aquí. Roberto Squali murió viniendo hacía aquí. Las evidencias encontradas en su coche prueban que la niña estuvo en ese coche en algún momento.
La capitana Mirenda les dijo que esperaran en la capilla. A Salvatore no le gustó la idea, pero decidió que no le quedaba más remedio. Los carabinieri habían enviado a una mujer por razones obvias. Si ella era quien tenía que abrirles las puertas necesarias en ese lugar, bueno, pues Salvatore podría vivir con eso.
Le cogió el brazo a la monja y las dos desaparecieron detrás de la celosía por la que habían salido. Unos minutos después volvió la capitana. Con ella venía una monja diferente que no se asustó por su presencia como había hecho la otra. Ella era la madre superiora, les dijo la capitana Mirenda. Era quien había llamado para que vinieran los carabinieri a Villa Rivelli.
—¿Quieren ver a Domenica Medici? —La madre superiora era alta y majestuosa, y parecía no tener edad, con su hábito blanco y negro. Llevaba esas gafas sin montura que Salvatore recordaba de las monjas de su juventud. Entonces esas gafas le parecían estrafalarias, una moda antigua que había pasado hacía tiempo. Ahora daban la impresión de estar muy a la moda, por lo que le aportaban un aire de modernidad que nada tenía que ver con el resto del atuendo de la monja. Tras sus gafas, le atravesó con una mirada que recordaba muy bien de su época escolar. Exigía la verdad y sugería que cualquier cosa que no fuera eso sería descubierta muy pronto.
Le contó lo que había sabido de boca de los padres de Domenica Medici: que vivía en los terrenos de la Villa Rivelli y que trabajaba como guardesa. Añadió lo que ya le había dicho a la capitana Mirenda: era un asunto de suma importancia, concluyó. Se trataba de la desaparición de una niña.
Fue la capitana Mirenda quien habló.
—Domenica Medici está aquí, en los terrenos —le dijo—. Y no hay ninguna niña dentro de las paredes del convento.
—¿Lo ha registrado? —preguntó Salvatore.
—No he tenido necesidad de hacerlo —contestó la capitana Mirenda.
Durante un momento, Salvatore pensó que quería decir que la palabra de la madre superiora era suficiente, y le pareció que Lynley había entendido lo mismo, porque el otro hombre se revolvió un poco a su lado y le dijo en voz muy baja: «Strano».
Sí, era muy raro, pensó Salvatore. Pero la madre superiora se lo explicó. Había una niña, dijo. Desde el interior del convento, ella misma la había visto y oído. Pero asumió que la niña era alguna pariente de Domenica que había venido a visitarla unos días. La razón para creerlo era que la había llevado al lugar el primo de Domenica. Jugaba en los terrenos de la villa y ayudaba a Domenica con sus tareas. A nadie en el convento se le había ocurrido que no fuera un miembro de la familia de Domenica.
—Aquí no tienen ningún contacto con el mundo exterior —le dijo la capitana Mirenda—. No sabían que había desaparecido una niña en Lucca.
Salvatore casi no quería preguntar por qué, entonces, habían llamado a los carabinieri. Pero no importó, porque Lynley no dudó un momento a la hora de hacer la pregunta fatídica.
Por los gritos, les dijo en voz baja la madre superiora. Y por la historia que les había contado Domenica cuando una monja fue a buscarla para que diera una explicación.
—Lei crede che la bambina sia sua —intervino la capitana Mirenda de repente.
¿Su hija?
—Perché?
—È pazza —le respondió la capitana.
Salvatore sabía, tras hablar con los padres de Domenica, que la chica no tenía una inteligencia normal. Pero que creyera que la niña que había traído su primo era hija suya hacía que las cosas tomaran un cariz algo diferente, que sugería que la chica no es que fuera cortita, sino que estaba algo loca.
La madre superiora les fue contando con voz suave el resto de los detalles y les resumió la historia que Domenica le contó antes de que llamara a la policía. Ese hombre que había traído a la niña a la villa había dejado embarazada a Domenica en el pasado, a los diecisiete años. Ahora tenía veintiséis. Para la pobre chica, la edad de la niña encajaba. Pero, por supuesto, no era su hija.
—Perché? —preguntó de nuevo Salvatore a la monja.
De nuevo fue la capitana la que respondió.
—Le rezó a Dios para que sacara a su hija de su cuerpo, para que sus padres nunca supieran que se había quedado embarazada.
—É successo così? —inquirió Lynley.
—Sì —confirmó la capitana.
Eso fue lo que ocurrió. O al menos esa era la historia que Domenica le había contado a la madre superiora cuando la llamó al convento tras oír los terribles gritos de la niña. La capitana Mirenda iba en ese momento a interrogar a Domenica Medici sobre el tema. No tenía ninguna objeción alguna respecto a que los otros policías la ayudaran.
La madre superiora habló por última vez antes de que la dejaran irse.
—Yo no sabía nada —murmuró—. Dice que era su deber preparar a la niña para Dios.
Villa Rivelli, la Toscana
Lynley había entendido la conversación sin problemas, pero casi deseaba no haberlo hecho. Haber seguido el rastro de Hadiyyah hasta ese lugar —porque ¿quién podría ser, sino Hadiyyah, la niña que habían llevado a ese convento de los Alpes?— y encontrar que habían llegado solo unas horas tarde… No podía imaginar cómo se lo iba a decir a los padres. Tampoco cómo le iba a dar la noticia a Barbara Havers.
Caminó despacio detrás de la carabinieri y de Lo Bianco. La capitana Mirenda les había dicho dónde podían encontrar a Domenica. A poca distancia de la villa y oculto por un camelio en flor, había un granero de piedra. Dentro del granero había una mujer vestida con una túnica parecida a la de la madre superiora, sentada en un banquito, ordeñando una cabra, con la mejilla apoyada contra el flanco del animal y los ojos cerrados.
Lynley habría pensado que era una monja, pero había sutiles diferencias entre su ropa y el hábito que llevaba la madre superiora. Aunque lo esencial coincidía: una túnica blanca, un sencillo velo negro. Al verla, la mayoría de la gente asumiría que era un miembro de la comunidad de clausura.
Estaba tan absorta en lo que estaba haciendo que no se dio cuenta de que alguien entraba en el granero. Solo abrió los ojos cuando la capitana Mirenda dijo su nombre. No se sobresaltó por la presencia de extraños. Ni tampoco por el hecho de que una de ellos llevara el uniforme de los carabinieri.
—Ciao, Domenica —la saludó la capitana Mirenda.
Domenica sonrió. Se levantó del banquito. Con una palmadita en el flanco de la cabra la espantó y el animal se alejó para unirse a otras tres que estaban en un extremo del granero, cerca de una puerta cuya mitad superior estaba abierta. Se veía un corral vallado al otro lado. Se limpió las manos en la parte delantera de la túnica que hacía las veces de hábito. En un gesto que a Lynley le recordó a las monjas de clausura que había visto en la televisión y en las películas, escondió las manos en las mangas de la túnica y se quedó de pie con una actitud mezcla de humildad y anticipación.
Lo Bianco fue quien habló, aunque la capitana Mirenda le miró con una expresión que indicaba que estaba fuera de lugar. Los carabinieri habían sido los primeros que habían llegado a la escena. La cortesía exigía que Lo Bianco le permitiera ocuparse del asunto mientras ellos observaban.
—Hemos venido a por la niña que tu primo Roberto Squali te dejó para que la cuidaras, Domenica —le dijo a la chica—. ¿Qué has hecho con ella?
Al oír la pregunta, la cara de Domenica adquirió tal placidez que Lynley dudó de que la que tenían delante fuera la persona correcta.
—He cumplido la voluntad de Dios —murmuró.
Lynley sintió que le embargaba una suerte de desesperación. Miró el granero. Recorrió mentalmente el lugar, saltando de un sitio a otro, donde esa loca podía haber escondido el cuerpo de una niña de nueve años: en algún lugar de los bosques, en los terrenos, en un rincón oscuro de la villa. Iban a tener que traer todo un equipo para encontrarla, a no ser que la mujer hablara.
—¿Y cuál era la voluntad de Dios? —le preguntó la capitana Mirenda.
—Dios me ha perdonado —respondió Domenica—. Mi pecado fue la oración y el alivio cuando me concedió lo que le había pedido. Desde entonces he seguido el camino de la penitencia para recibir su absolución. He hecho su voluntad. Ahora mi alma alaba al Señor. Mi espíritu se regocija en Dios, mi Salvador. —Volvió a inclinar la cabeza como si ya hubiera dicho todo lo que tenía que decir sobre el asunto.
—Tu primo Roberto Squali te dijo que mantuvieras a salvo a la niña —intervino Lo Bianco—. Que no sufriera daño. Tenías que cuidar a la niña hasta que volviera a buscarla. ¿Sabes que tu primo ha muerto?
La chica frunció el ceño. No dijo nada durante un momento. Lynley pensó que esa noticia por sí sola le soltaría la lengua y que les diría cuál era el paradero de Hadiyyah. Pero entonces dijo, sorprendentemente, que había sido la voluntad de Dios que ella presenciara lo que le ocurrió a Roberto. Ella también pensó que su primo estaba muerto, porque Dios hizo que su coche se saliera de la carretera y volara por el acantilado. Pero había venido la ambulanza a buscarlo y a raíz de eso había entendido que hacía falta paciencia cuando se quieren comprender los importantes significados que hay tras la intervención de Dios en nuestras vidas.
—Pazza —dijo la capitana Mirenda lacónicamente. Lo dijo en voz baja; si Domenica oyó lo que había dicho, no respondió nada. Ya no podían herirla ni las hondas ni las saetas. Obviamente había ascendido a un reino que no era de este mundo, en donde el Todopoderoso la había bendecido.
—¿Presenciaste el accidente de tu primo? —quiso saber Lo Bianco.
Eso también había sido la voluntad de Dios, le dijo Domenica.
—Y entonces te preguntaste qué hacer con la niña que tenías que cuidar hasta que él volviera, vero? —continuó Lo Bianco.
Eso era necesario para hacer la voluntad de Dios.
La expresión de la capitana Mirenda decía que ella desearía que la voluntad de Dios fuera que pudiera estrangular con sus propias manos a esa chica. La de Lo Bianco no trasmitía algo muy distinto.
—¿Cuál era la voluntad de Dios? —le preguntó Lynley a Domenica.
—Abraham —les dijo—. Entrégale tu amado hijo a Dios.
—Pero Isaac no murió —intervino Lo Bianco.
—Dios envió un ángel para detener la espada antes de que cayera —explicó Domenica—. Solo hace falta esperar a Dios. Dios siempre habla si el alma es pura. También recé para saber cómo se hacía eso: purificar y preparar el alma para Dios, para poder adquirir el estado de gracia en el que todos queremos estar cuando llega el momento de la muerte.
Las palabras «el momento de la muerte» fueron suficientes para empujar a la acción a Lo Bianco. Se acercó a la chica, le cogió el brazo y dijo con una voz que resonó en las paredes de piedra del lugar:
—La voluntad de Dios es esta. Tú nos vas a llevar adonde quiera que esté la niña ahora mismo. Dios no nos habría enviado a los Alpes a buscarla si no quisiera que la encontráramos. Me entiendes, sì? ¿Entiendes cómo trabaja Dios? Tenemos que encontrar a esa niña. Dios nos ha enviado a buscarla.
Lynley pensó que la chica protestaría, pero no lo hizo. Tampoco pareció intimidada por lo que le pedía ni por su ferocidad. Solo dijo:
—Certo. —Y pareció encantada de obedecer. Se dirigió a las enormes puertas del granero.
Cuando hubo salido, se dirigió a una escalera que llevaba a una puerta en el lado sur del granero. Los otros la siguieron subiendo las escaleras y entraron en una cocina muy poco iluminada, donde la imagen de unas verduras frescas y brillantes en un antiguo fregadero de piedra y el aroma del pan recién horneado ofrecían un fuerte contraste con lo que creían que estaban a punto de encontrar en ese lugar.
Se acercó a una puerta que había en un extremo de la habitación y del bolsillo sacó una llave. Lynley se preparó para lo que pudiera haber tras la puerta. Cuando la chica dijo «Las aguas de Dios han lavado sus pecados y su pureza la ha preparado para el Señor», vio que la capitana Mirenda se santiguaba y oyó que Lo Bianco soltaba una maldición en voz baja.
Domenica no cruzó el umbral. En vez de eso, los invitó a pasar. Ellos dudaron y Domenica sonrió.
—Andate —los animó, como si estuviera ansiosa por que vieran lo que la sierva de Dios había hecho en nombre de Abraham.
—Dio mio —murmuró Lo Bianco al pasar junto a la chica y entrar en la habitación.
Lynley le siguió, pero la capitana Mirenda no. Quería evitar que Domenica Medici huyera de la escena. Pero ella no hizo ni el más mínimo ademán de huir. En vez de eso, cuando los dos hombres entraron en la pequeña habitación, amueblada solo con una cama estrecha, una pequeña cómoda y un reclinatorio, dijo:
—Vuole suo padre.
Entonces la pequeña, que estaba hecha un ovillo en un rincón de la habitación, repitió lo mismo, pero en su idioma:
—Quiero a mi papá —les dijo Hadiyyah. Y empezó a llorar con grandes sollozos—. ¿Pueden llevarme con mi papá, por favor?
Villa Rivelli, la Toscana
Salvatore dejó que el inspector Lynley sacara a la niña de aquel lugar. Iba vestida de blanco de pies a cabeza, como si la hubieran ataviado para una función de Navidad. La cría se aferró a él, enterrando la cara en su cuello.
El inglés cruzó la habitación en tres zancadas.
—Hadiyyah —le dijo—, soy Thomas Lynley. Barbara me ha enviado para que te encontrara.
Ella le tendió los brazos como si fuera una niña mucho más pequeña, pues ya se había establecido la confianza entre ellos porque le hablara en su idioma y la mención del nombre de Barbara. Salvatore no sabía quién era esa mujer, pero si su nombre servía para tranquilizar a la niña de alguna forma, estaba encantado de que Lynley lo hubiera utilizado.
—¿Dónde está? ¿Dónde está mi padre? —sollozó la niña.
Lynley la cogió en brazos y ella se abrazó a él, rodeándole con las delgadas piernecitas la cintura y agarrándose con los brazos a sus hombros.
—Barbara está en Londres, esperándote —le dijo a la niña—. Tu padre está en Lucca. ¿Quieres que te lleve con él? ¿Quieres verle?
—Pero eso fue lo que él dijo… —Y empezó a llorar otra vez. Extrañamente no la tranquilizaba la idea de que la llevaran con su padre, sino que la aterraba.
Lynley la sacó fuera y bajó los escalones de piedra con ella en brazos. Al final había una mesa rústica y cuatro sillas en una zona en la que brillaba el sol. Sentó a la niña en una de las sillas y sacó otra para sentarse muy cerca de ella. Le acarició el pelo castaño diciendo:
—¿Qué te dijo, Hadiyyah? ¿Quién?
—El hombre dijo que me llevaría con mi padre —contestó ella—. Quiero a mi padre. Quiero a mi mamá. Me ha metido en el agua. No quería e intenté que no lo hiciera, pero no pude y después me encerró y… —No dejaba de llorar—. Al principio no tenía miedo, porque él me dijo que mi padre… Pero me obligó a entrar en la bodega…
La historia fue saliendo a trompicones. Salvatore pudo entender algunos fragmentos. El resto se lo fue traduciendo Lynley mientras la niña hablaba, contando la historia de lo que, en su mente confusa, Domenica Medici había decidido que era la voluntad de Dios. Una visita a la bodega aclaró algo más las cosas. Muy adentro de ese lugar laberíntico y oscuro había una antigua alberca de mármol. Allí, en un agua perturbadoramente verde y turbia, habían bañado a una niña asustada para bautizarla y lavar así cualquier «pecado» que manchara su alma y la hiciera menos digna de que Dios pusiera los ojos en ella. Una vez que la había bautizado, encerrarla era la única manera que tenía Domenica de asegurarse de que mantuviera esa pureza mientras ella esperaba otra señal de Dios que le dijera qué hacer con la niña.
Cuando Salvatore vio el lugar al que Domenica Medici había arrastrado a la niña, comprendió los gritos que habían provocado que los carabinieri acudieran al convento. Porque la amplia bodega abovedada de Villa Rivelli era un lugar que provocaría pesadillas a cualquier niña, con una cámara que parecía una cripta dando paso a otra igual, con enormes barricas de vino llenas de polvo del tamaño de un tanque del ejército distribuidas en hileras, antiguas prensas de aceite que parecían instrumentos de tortura… No era de extrañar que Hadiyyah chillara de terror. Había muchas posibilidades de que se despertara gritando por las pesadillas durante mucho tiempo.
Ya era hora de llevársela de ese lugar y devolvérsela a sus padres. Le dijo a Lynley: «Dobbiamo portarla a Lucca all’ospedale». A Hadiyyah debía examinarla un médico y tenía que verla un especialista en traumas infantiles, si conseguían encontrar alguno que hablara su idioma adecuadamente.
—Sì, sì —accedió Lynley. Sugirió que llamaran a los padres para que todos se encontraran allí.
Salvatore asintió. Llamaría en cuanto hablara con la capitana Mirenda. Los carabinieri se harían cargo de Domenica Medici, por ahora. Dudaba de que pudieran sacarle mucho más a la chica de lo que ya habían conseguido, pero había que hacer algo con ella. No parecía una cómplice, sino más bien un instrumento que había utilizado a su antojo su primo Roberto Squali. Pero enterrado en la confusión de su mente podía haber algo que les diera más detalles sobre qué había sucedido. También a ella debía examinarla un médico. Pero tendría que ser uno que se ocupara de trastornos mentales, para que pudiera hacerle una evaluación.
—Andiamo —le dijo Salvatore a Lynley.
Arreglado eso, su trabajo allí había terminado y los detalles que Hadiyyah pudiera proporcionar sobre su secuestro podían esperar a que la llevaran a un hospital y se reuniera con sus padres.
Victoria, Londres
No fue tan difícil como antes conseguir hablar con un oficial del Cuerpo Especial. Hubo un tiempo en que los del SO12 eran un grupo muy hermético, no solo reservados, sino también muy nerviosos. No confiaban en nadie y era comprensible. En los días del IRA y las bombas en autobuses, coches y cubos de basura, prácticamente todo el mundo podía ser irlandés, así que no importaba que quien los llamara perteneciera a otra rama de la Met. Los del SO12 eran poco habladores y todo lo demás que era de esperar. Para sacarles información, normalmente hacía falta una orden judicial.
Todavía eran muy cautelosos, pero compartir información era a veces necesario en los días en los que feroces imanes de mezquitas inglesas exhortaban a los que les escuchaban a la yihad, jóvenes nacidos en Gran Bretaña eran aleccionados sobre la belleza del martirio, y profesionales de campos inesperados como la medicina decidían alterar el curso de sus vidas llenando su coche de explosivos y colocándolo donde más daño pudiera hacer. Nadie podía permitirse tener convicciones peligrosas en alguno de estos asuntos, así que si una agencia de la Met necesitaba información de otra agencia de la Met, era posible encontrar a alguien que te diera algunos detalles si le dabas un nombre.
Barbara consiguió hablar con el inspector jefe Harry Streener utilizando las palabras mágicas: «pakistaní viviendo en Londres» y «una situación de riesgo en Italia». Ese hombre tenía el acento de alguien que debería estar silbándole órdenes a su perro ovejero en las colinas de Yorkshire y la piel pálida de quien llevaba diez años sin ver el sol. Tenía los dedos amarillos por la nicotina, y sus dientes no estaban mucho mejor, así que, cuando le vio, Barbara tomó nota mental de que dejar de fumar no era una mala idea. Pero dejó eso para otro momento y le dijo el nombre que odiaba tener que darle.
—¿Taymullah Azhar? —repitió Streener. Estaban en su despacho, donde un iPod conectado a unos altavoces reproducía algo que sonaba como vientos huracanados en un bosque de bambú. Streener la vio mirar en esa dirección.
—Ruido blanco —le dijo—. Me ayuda a pensar.
—Entiendo —dijo asintiendo lentamente. Ese ruido habría provocado que ella fuera a la estación de metro más cercana a buscar refugio, pero cada uno es cada uno.
Streener tecleó en su ordenador. Un momento después se puso a leer lo que tenía en la pantalla. Barbara estaba deseando levantarse, encaramarse a la mesa y ver la información, pero se obligó a esperar pacientemente a lo que fuera que Streener quisiera contarle. Ya le había resumido los hechos: el trabajo de Azhar en el University College London, su relación con Angelina Upman, que habían tenido una hija juntos, la huida de Angelina con Hadiyyah a un destino desconocido y el posterior secuestro de Hadiyyah. Streener escuchó todo eso con una cara tan impasible que Barbara se preguntó si realmente la había oído. Al final de su relato, le dijo:
—La superintendente Ardery me ha puesto a cargo de una ramificación del caso en Londres, mientras el inspector detective Lynley está trabajando en Italia. Pensé que estaría bien preguntarles si aquí tienen algo sobre el hombre en cuestión.
—¿Y por qué creyó que el SO12 estaría investigando a ese…? ¿Cómo ha dicho que se llama? —preguntó Streener.
Barbara se lo deletreó.
—Me ha parecido obvio —le dijo. Y un momento después añadió—: ¿Pakistán? Ya sabe lo que quiero decir. No tengo que ser políticamente correcta con usted, ¿verdad?
Streener soltó una carcajada. Lo último que necesitaban los policías era ser políticamente correctos los unos con los otros. Tecleó. Después leyó. Sus labios parecieron a punto de soltar un silbido, pero ningún sonido salió de ellos. Asintió de nuevo y dijo:
—Sí. Aquí está. Un billete a Lahore hizo saltar las alarmas habituales. Y que fuera un billete solo de ida reforzó las sospechas.
Barbara sintió que se le hacía un nudo en el estómago.
—¿Puede decirme… si le estaban investigando antes de lo del billete de ida?
Streener la miró fijamente. Había intentado mantener un tono de voz que sonara intrigado por el descubrimiento, pero que no implicara otra cosa que era una profesional haciendo su trabajo. Él pareció evaluar la pregunta y lo que podía implicar. Por fin volvió a mirar la pantalla, bajó por el documento y dijo lentamente:
—Sí, parece que sí.
—¿Y puede decirme por qué?
—Por el trabajo.
—Sí, sé que es su trabajo, pero…
—No, el mío no. El suyo. ¿Profesor de microbiología? ¿Que tiene su propio laboratorio? Creo que puede usted misma rellenar los huecos, ¿no?
Claro que podía. Un profesor de microbiología con su propio laboratorio… Solo Dios sabía qué interesante arma de destrucción masiva podía estar creando. Como ella misma había pensado, las palabras mágicas eran «pakistaní viviendo en Londres». Y «pakistaní» significaba «musulmán». Y «musulmán» significaba «sospechoso». Si sumas uno más uno cuando se trata de la gente del SO12, siempre te salen tres. No era justo, pero así eran las cosas.
Aunque había que entenderlo. Para ellos Taymullah Azhar era solo un nombre, igual que en su visión del mundo los terroristas se podían esconder en el cobertizo de cualquier jardín. El trabajo del SO12 era asegurarse de que esa gente no salía de los cobertizos con bombas dentro de los pantalones o, en el caso de Azhar, con termos llenos de Dios sabe qué en cantidad suficiente para contaminar todo el suministro de agua de Londres.
—¿Han estado siguiendo el caso del secuestro entonces? —le preguntó.
Streener la miró un poco más y después asintió lentamente.
—Italia —le dijo—. Aterrizó en Pisa.
—¿Alguna indicación de que Azhar contactó allí con un italiano? Se llama Michelangelo Di Massimo.
Streener negó con la cabeza sin separar los ojos de la pantalla del ordenador.
—Parece que no, pero esto se remonta al principio de los tiempos. Voy a probar…
Tecleó. Era rápido; solo utilizaba dos dedos, pero le servían. No tenían nada sobre el tal Michelangelo Di Massimo, informó. De hecho, no había nada en Italia aparte de su aterrizaje en Pisa y el nombre y ubicación de su pensión.
Gracias a Dios, pensó Barbara al oír eso. Fuera lo que fuera lo que significaran los billetes, en ese aspecto Azhar estaba limpio.
Había estado tomando notas durante toda la reunión. Cerró el cuaderno. Dio las gracias a Streener y salió de su despacho en dirección a las escaleras más cercanas, donde encendió un cigarrillo y le dio cinco caladas profundas. Una puerta se abrió varios pisos por debajo de ella y unas voces llegaron flotando hacia donde estaba, mientras alguien empezaba a ascender. Rápidamente apagó el cigarrillo, metió la colilla en el bolso y volvió al pasillo, donde iba camino a los ascensores cuando le sonó el móvil.
—Página cinco, Barbara —le dijo Mitchell Corsico.
—Página cinco, ¿qué?
—Ahí encontrarás lo tuyo con el padre desnaturalizado. He intentado que me dieran la primera página, pero, aunque a Rod Aronson, que es mi editor, por cierto, le ha gustado este nuevo giro de la historia del padre desnaturalizado, no le ha encantado, porque no hay nada nuevo que le pueda contar de la desaparición de la niña desde aquí. Así que lo ha puesto en las páginas interiores. Página cinco. Has tenido suerte esta vez.
—Mitchell, ¿por qué demonios estás haciendo esto?
—Teníamos un acuerdo. Un cuarto de hora. Y eso fue… ¿hace cuántas horas exactamente?
—Tal vez deberías tener en cuenta que estoy trabajando, Mitchell. Y debería interesarte que estoy a punto de resolver el caso. Y sería una gran idea por tu parte llevarte bien conmigo, porque cuando la historia esté lista para…
—Deberías habérmelo dicho, Barbara.
—No tengo que informarte a ti, por si no te habías dado cuenta. A quien tengo que informar es a mi jefa.
—Deberías haberme dado algo. Así es como se juega a esto. Y tú lo sabes. Si no quieres jugar, no deberías haberte metido en mi zona de juegos. ¿Entiendes?
—Te voy a dar… —El ascensor llegó. Estaba lleno. No podía continuar con esa conversación—. Podemos solucionarlo. Solo asegúrame que no hay fechas y volveremos al acuerdo que teníamos.
—En las fotos, ¿quieres decir? ¿Que si he quitado las fechas de las fotos?
—Sí, a eso me refería.
—¿Y por qué es eso importante para ti?
—Oh, seguro que eres capaz de deducirlo. ¿Me vas a responder?
No dijo nada durante un momento. Estaba en el ascensor, las puertas se estaban cerrando y sintió terror por si no contestaba o la respuesta se cortaba.
Pero por fin dijo:
—No hay fechas, Barbara. Eso es lo que te doy. Llámalo gesto de buena voluntad.
—Bien —dijo, y colgó. De alguna forma había que llamarlo.
Lucca, la Toscana
Hadiyyah quiso que Lynley se sentara en el asiento de atrás del coche de policía con ella y él no tuvo problema en hacerlo. Lo Bianco llamó con antelación al hospital de Lucca y después avisó a Angelina Upman y a Taymullah Azhar de que habían encontrado a Hadiyyah en un convento de dominicas en los Alpes Apuanos, que estaba viva y bien, y que llegarían al hospital dentro de noventa minutos para que le hicieran un examen general. Si eran tan amables de encontrarse con él y con el inspector Lynley en ese lugar…
—Niente, niente —dijo por el móvil en voz baja, aparentemente respondiendo a las copiosas expresiones de gratitud que llegaban desde el otro lado—. È il mio lavoro, signora.
En el asiento de atrás, Lynley mantuvo a Hadiyyah a su lado, como ella parecía querer. Teniendo en cuenta el tiempo que llevaba retenida en Villa Rivelli, no parecía estar afectada por la experiencia, al menos superficialmente. La hermana Domenica Giustina, como Hadiyyah llamaba a Domenica Medici, la había cuidado bien. Hasta hacía pocos días la niña había estado corriendo libremente por los terrenos de la villa. Solo al final había tenido miedo, le dijo Hadiyyah. Solo cuando la hermana Domenica Giustina la llevó a la bodega, a esa sala llena de moho, que olía mal y que daba miedo, con la alberca resbaladiza y llena de fango en el suelo, fue cuando tuvo un ataque de terror.
—Eres una niña muy valiente —le dijo Lynley—. La mayoría de las niñas de tu edad, y de los niños también, habrían tenido miedo desde el principio. ¿Y por qué tú no lo tenías, Hadiyyah? ¿Lo sabes? ¿Te acuerdas de cómo empezó todo esto? ¿Qué me puedes contar?
Le miró. Se quedó impresionado por lo guapa que era aquella niña; todas los rasgos atractivos que tenían sus dos padres se había fundido para formar su belleza inocente. Pero frunció el ceño al oír sus preguntas. Sus ojos se llenaron de lágrimas, posiblemente porque se había dado cuenta de que había hecho algo mal. Todos los niños conocían las normas: no hay que ir a ninguna parte con un extraño, no importa lo que te diga. Y Hadiyyah y él sabían que eso era lo que había hecho.
—No has hecho nada malo —le dijo con voz suave—. Solo ha pasado. Ya sabes que soy policía y que Barbara y yo somos muy buenos amigos, ¿lo sabes?
Asintió con seriedad.
—Muy bien. Pues mi trabajo consiste en descubrir qué ha pasado. Eso es lo que tengo que hacer. Nada más. ¿Me vas a ayudar, Hadiyyah?
Ella se miró el regazo.
—Él me dijo que mi padre me estaba esperando. Estaba en el mercado con Lorenzo y le estaba esperando, viendo al músico del acordeón, cerca de la porta. Él me dijo: «Hadiyyah, esto es de tu padre. Te está esperando al otro lado de la muralla».
—¿«Esto es de tu padre»? —repitió Lynley—. ¿Te habló en tu idioma o en italiano?
—En mi idioma.
—¿Y qué es lo que era de tu padre?
—Una tarjeta.
—Una tarjeta… ¿como las de cumpleaños? —Lynley pensó en las fotos del mercato de las turistas, en donde se veía a Roberto Squali con una tarjeta en la mano y después a Hadiyyah con algo similar en la suya—. ¿Qué decía la tarjeta?
—Decía que fuera con ese hombre. Que no tuviera miedo. Que ese hombre me llevaría con él, con mi padre.
—¿Y estaba firmada?
—Decía «papá».
—¿Y era la letra de tu padre, Hadiyyah? ¿Sabes cómo es su letra?
Se mordió el labio inferior lentamente. Le miró y de sus grandes ojos oscuros empezaron a salir lágrimas que corrieron por sus mejillas. Eso fue suficiente respuesta para Lynley. Tenía nueve años. ¿Cuántas veces podía haber visto la letra de su padre? ¿Y cómo se iba a acordar de cómo era? La rodeó con el brazo y la acercó a él.
—No has hecho nada malo —le dijo de nuevo, esta vez dándole un beso en el pelo—. Supongo que echabas mucho de menos a tu padre. Y que tenías muchas ganas de verle.
Ella asintió mientras las lágrimas seguían cayéndole por la cara.
—Bueno, pues él está aquí en Italia. Te está esperando. Lleva intentando encontrarte desde que desapareciste.
—Khushi —dijo la niña contra su hombro.
Lynley frunció el ceño y repitió la palabra. Le preguntó a la niña qué significaba, y ella le dijo que «felicidad». Así era como su padre solía llamarla.
—Él me dijo khushi —confesó con labios temblorosos—. Me llamó khushi.
—¿El hombre de la tarjeta?
—Papá me dijo que vendría para las vacaciones de Navidad, pero después no vino. —Empezó a sollozar con más fuerza—. En sus correos, no dejaba de decirme: «pronto, khushi, pronto». Pensé que había venido para darme una sorpresa y que me estaba esperando, y el hombre me dijo que teníamos que ir conduciendo hasta donde estaba él, así que me subí al coche. Y viajamos, viajamos y viajamos, y me llevó a donde estaba la hermana Domenica Giustina, pero papá no estaba allí. —Gimió. Lynley intentó calmarla lo mejor que pudo, teniendo en cuenta que no tenía mucha experiencia con niñas—. Mal, mal, mal —dijo llorando—. Hice mal. Le he creado problemas a todo el mundo. He sido mala.
—Ni mucho menos —le dijo Lynley—. Mira lo valiente que has sido desde el principio. No te asustaste, y eso es algo muy bueno.
—¡Me dijo que mi padre estaba en camino! —chilló—. Me dijo que esperara, que mi padre vendría.
—Ya veo —le dijo Lynley, y le acarició el pelo—. Lo has hecho muy bien, Hadiyyah, desde el principio hasta el final. Tú no tienes la culpa. Tienes que recordarlo, ¿eh? Tú no tienes la culpa.
Porque, en ese momento, ¿qué otra cosa podía hacer la niña más que esperar?, pensó Lynley. No tenía ni idea de adónde la había llevado Squali. No había ninguna casa cercana a la que huir. Dentro del convento, las monjas la vieron, pero creyeron que era familiar de la guardesa. Nada les pareció fuera de lo normal al ver a la niña jugar en los terrenos de la villa. No actuaba como una víctima de secuestro, sino como una niña normal.
Sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo puso en las manos a Hadiyyah. Miró a Lo Bianco por el retrovisor. Vio lo que el inspector jefe estaba pensando: tenían que encontrar esa tarjeta que Squali le había dado a la niña, así como la conexión entre él y cualquiera que conociera esa forma de llamar a Hadiyyah: khushi.
Cuando llegaron al hospital de Lucca, Angelina Upman fue corriendo hasta el coche. Abrió la puerta trasera de un tirón y abrazó a su hija mientras decía su nombre llorando. Se la veía muy mal; su difícil embarazo y la ansiedad por la desaparición de su hija le estaban pasando factura. Pero en ese momento lo único que importaba era Hadiyyah.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Angelina llorando—. ¡Gracias, gracias! —Y recorrió a Hadiyyah de pies a cabeza con las manos, buscando desesperadamente alguna lesión.
Por su parte, la niña solo dijo:
—¡Mami! ¡Quiero irme a casa!
Y entonces vio a su padre.
Azhar se acercaba desde las puertas del hospital con Lorenzo Mura detrás de él.
—¡Papá! ¡Papá! —chilló Hadiyyah.
Él echó a correr. Cuando llegó a donde estaba Angelina con su hija, las abrazó a ambas. Formaron un apretado grupo de tres. Azhar se agachó para darle un beso a Hadiyyah en la cabeza. Y también le dio otro a Angelina.
—La mejor conclusión posible —dijo. Y dirigiéndose a Lynley y Lo Bianco que acababan de salir del coche añadió—: Gracias, gracias.
Lo Bianco murmuró de nuevo que era su trabajo: llegar a la mejor conclusión posible después de la peor de las situaciones. Lynley, por su parte, no respondió. Estaba observando a Lorenzo Mura e intentando decidir qué significaba que tuviera la expresión ensombrecida y los ojos llenos de furia.
Lucca, la Toscana
Lynley no tuvo que preguntárselo mucho tiempo. Mientras Angelina acompañaba a su hija a que la examinara uno de los médicos de Urgencias, Lynley y Lo Bianco se quedaron con Lorenzo y Azhar. Encontraron un rincón tranquilo en la sala de espera donde podían hablar en privado. Los dos policías les explicaron no solo lo que había pasado en el mercato el día que Hadiyyah desapareció, sino también dónde se la habían llevado, quién lo había hecho y por qué razón.
—¡Él ha sido quien lo ha hecho! —exclamó Lorenzo en cuanto los policías terminaron la historia. Por si no sabían a quién se refería, Lorenzo continuó, señalando a Azhar con la cabeza—: ¿Es que no ven que ha sido él?
Azhar frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Tú les has hecho esto. A Angelina y a Hadiyyah. Incluso a mí. La encontraste y querías que sufriera…
—Signore, signore —dijo Lo Bianco. Su voz era tranquila y conciliadora—. Non c’è la prova di tutto ciò. Non deve…
—Non sa niente! —exclamó Lorenzo con los dientes apretados. Y lo que dijo después fue en un italiano tan rápido que Lynley no pudo entender ni una palabra.
Lo que sí había entendido era lo que había dicho Lo Bianco sobre las pruebas: no había nada que indicara que Azhar tuviera algo que ver en el asunto. Pero también entendió que podría haberlo, que la conexión londinense entre Michelangelo Di Massimo y el investigador privado Dwayne Doughty no pintaba nada bien. Pero eso era algo sobre lo que Lorenzo Mura no sabía nada. En ese momento solo hablaban sus nervios. Estaba claro que llevaba unas cuantas semanas estando a punto de perderlos.
Azhar estaba callado, con la expresión inescrutable. Observó la acalorada conversación entre Lo Bianco y Mura, y no pidió que se la tradujeran. Aunque para Lynley estaba claro que no hacía falta traducirla. Las miradas asesinas que Lorenzo le estaba lanzando al pakistaní eran suficientes para saber que estaba diciendo algo que le acusaba.
En ese momento, Angelina se acercó a ellos con Hadiyyah cogida de la mano. Lynley se dio cuenta de que había entendido la situación con una sola mirada, porque se detuvo y se agachó para hablar con su hija. Le acarició el pelo, la llevó a una silla que había cerca, desde donde ella podía verlos perfectamente, y la sentó allí tras darle un beso en la cabeza, antes de acercarse para reunirse con los hombres.
—¿Cómo está Hadiyyah? —le preguntó Azhar inmediatamente.
—Oh, y ahora viene con esas —gruñó Lorenzo—. Vaffanculo! Mostro! Vaffanculo!
Angelina palideció, aunque no era algo fácil de advertir porque ya estaba bastante pálida de por sí.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó.
—¿Cómo está Hadiyyah? —repitió Azhar—. Angelina…
Se volvió hacia él. Su expresión era dulce.
—Está bien. No tiene… Está ilesa, Hari.
—¿Puedo…? —Y señaló a su hija, que los estaba mirando con sus grandes ojos oscuros muy serios y expresión confundida.
—Claro que puedes —le aseguró Angelina—. Es tu hija.
Azhar asintió e incluso consiguió hacer una leve reverencia formal. Fue hasta donde estaba Hadiyyah y ella saltó de la silla. Él la levantó y la cogió en brazos, y la niña enterró la cara en su cuello. Angelina se quedó observando la escena, como los demás.
—Serpente —le dijo Lorenzo a Angelina, señalando a Azhar con un gesto desdeñoso de la cabeza—. L’uomo è un serpente, cara.
Se volvió hacia él. Le observó de una forma que sugería que era como si fuera la primera vez que veía a Lorenzo Mura en su vida.
—Renzo, por Dios. Pero ¿qué estás diciendo?
—L’ha fatto —dijo—. L’ha fatto. L’ha fatto.
—¿Que ha hecho qué? —volvió a preguntar.
—Tutto, tutto!
—Él no ha hecho nada. Nada en absoluto. Ha venido para ayudar a encontrarla; ha estado disponible para la policía y para nosotros, y ha sufrido tanto como yo he sufrido. No puedes, Lorenzo (no importa cómo te sientas o lo que quieras), acusarle de nada más que de querer a Hadiyyah. Chiaro, Lorenzo? ¿Me has entendido?
La cara del italiano se había puesto muy roja. Y apretaba uno de los puños.
—Non è finito —dijo.
Victoria, Londres
Barbara estaba planeando su siguiente confrontación con Dwayne Doughty cuando llegó la llamada de Lynley. Estaba a su mesa, reorganizando sus notas e ignorando las miradas torvas que el inspector John Stewart le estaba lanzando desde el otro lado de la sala. A pesar de la advertencia que le había hecho la jefa, no había dejado de observar cada uno de sus movimientos. Parecía que estaba convirtiendo su obsesión por destruirla en una especie de religión.
—La tenemos, Barbara —le dijo Lynley en cuanto descolgó—. La hemos encontrado. Está bien. Ya puedes quedarte tranquila.
Barbara no estaba preparada para la explosión de emociones que sintió dentro de ella.
—¿Tenéis a Hadiyyah? —consiguió decir, a pesar de que sentía algo que le ocluía la garganta.
Sí que la tenían, le confirmó Lynley. Le habló de un lugar llamado Villa Rivelli, de una mujer joven que se creía monja dominica, de los delirios que tenía esa mujer sobre que Hadiyyah había sido puesta a su cuidado por la voluntad de Dios y del «bautismo» de la niña, hecho que la había asustado lo bastante para crear alarma y que la madre superiora del convento de clausura tomara cartas en el asunto. Cuando terminó, Barbara solo pudo decir:
—Demonios… Gracias, gracias, señor.
—Las gracias debes dárselas al inspector jefe Lo Bianco.
—¿Cómo está…? —Barbara se detuvo y pensó cómo expresarlo.
Lynley evitó amablemente que tuviera que hacer la pregunta.
—Azhar está bien. Angelina está algo peor. Pero Azhar y ella han hecho las paces, claro, y bien está lo que bien acaba, diría yo.
—¿Las paces? —preguntó Barbara.
Lynley le explicó la escena en el hospital de Lucca, donde habían llevado a Hadiyyah tras rescatarla del convento. Tras varias acusaciones de Lorenzo Mura sobre la supuesta implicación de Azhar en la desaparición de Hadiyyah, Angelina y su antiguo amante habían tenido un acercamiento. Angelina había admitido que había cometido una grave injusticia con Azhar al hacerle creer que volvía con él mientras lo que estaba planeando todo el tiempo era llevarse a su hija. Por su parte, Azhar le pidió perdón por no haber querido darle lo que ella tanto deseaba desde el principio: un matrimonio y un hermano para su hija. Le dijo que se había equivocado. Entendía que ahora era demasiado tarde para ellos, para Angelina y para él, pero que esperaba que pudiera perdonarle como él la perdonaba, total, libre e incondicionalmente.
—¿Y Mura estaba oyendo todo eso? —preguntó Barbara.
—Ya se había ido, furioso. Pero tengo la sensación de que no todo se ha acabado por aquí. Eso fue lo que él dejó entrever antes de hacer mutis por el foro. Está convencido de que Azhar es quien está detrás de todo lo que ha ocurrido. Tengo que confesarte que hay muchas posibilidades de que tengas noticias del inspector jefe Lo Bianco o de quien sea que le sustituya.
—¿Le han quitado el caso?
—Sí, o eso me ha dicho. Y Hadiyyah ha explicado que… —Se detuvo un momento. Habló con alguien en italiano. Barbara oyó «pagherò in contanti» y la voz de una mujer de fondo diciendo: «Grazie, dottore». Después continuó—: Hadiyyah me ha dicho que se fue con un hombre que le dijo que la iba a llevar con su padre. Que ese hombre tenía una tarjeta, una tarjeta de felicitación, creo, con un mensaje que se suponía que era de Azhar, donde decía que fuera con ese hombre, que él la llevaría con su padre.
Barbara sintió un escalofrío al oírlo.
—¿Y usted ha visto la tarjeta?
—Todavía no. Pero los carabinieri se están ocupando de Domenica Medici, lo que significa que también están registrando todo el convento. Si Hadiyyah la guardó y está en Villa Rivelli, aparecerá pronto.
—Podría estar en otra parte —sugirió Barbara—. Y cualquiera podría haber escrito ese mensaje, señor.
—Eso fue lo primero que pensé yo también, porque aparentemente la niña no es capaz de reconocer la letra de su padre. Pero entonces me dijo algo curioso, Barbara. El hombre que se la llevó del mercado la llamó khushi. ¿Has oído a Azhar utilizar ese término alguna vez? Ella dice que es un apelativo cariñoso que usa su padre.
A Barbara se le licuó el estómago.
—¿Khushi, señor? —repitió para ganar un poco de tiempo en el que su mente saltó febrilmente de un punto a otro, como si fuera una pulga indicando direcciones en un mapa.
—Ella dice que por eso se fue con él. No solo porque la tarjeta le prometía que vería a su padre, sino también porque la llamó khushi, lo que para ella significaba que Squali tenía que estar diciendo la verdad, porque ¿quién más podría saber de la existencia de esa palabra?
Doughty, por supuesto, pensó Barbara. Esa rata… Él le habría dado el nombre a quien contrató. Pero había muchas razones por las que podría haberlo hecho, y darle alguna a Lynley era tomar un camino que no llevaba a nada que pudiera ayudarlos ni remotamente. Así que le dijo:
—Puede que Azhar la llamara así alguna vez cuando yo estaba delante, pero no me acuerdo, señor. Aunque si es un apelativo que usa mucho, supongo que Angelina lo conocería también.
—¿Tengo que entender que estás sugiriendo una vía que lleva de Angelina a Lorenzo Mura?
—Tiene cierto sentido, ¿no? Por lo que me ha dicho, parece que Mura ha tenido un fuerte ataque de celos. También parece que odia a Azhar, y no hace falta un salto muy grande para pasar de ahí a que quiera romper los lazos entre Azhar y Angelina de forma permanente y como sea. Además… —Y entonces Barbara expresó con palabras lo que no podía soportar pensar—, ¿y si también está celoso del vínculo de Angelina con Hadiyyah? ¿Y si quiere a Angelina solo para él? Tal vez el plan era cargarle a Azhar el delito de secuestro y… —Pero al final no pudo decirlo.
Lynley lo hizo por ella.
—¿Estás sugiriendo que su intención sería en último término eliminar a Hadiyyah?
—Hemos visto de todo en nuestro trabajo, señor.
Él se quedó en silencio. Eso era cierto, por supuesto.
—¿Y Doughty? —preguntó Lynley—. ¿Qué has conseguido de él?
Barbara no quería ni acercarse a lo que le había dicho Doughty, porque eso llevaba a lo que él mantenía sobre Azhar. Lo que Barbara necesitaba era una oportunidad para hablar con Azhar, para preguntarle algunas cosas y mirarle a la cara cuando le diera las respuestas. Pero Lynley le había encargado que investigara el papel que había desempeñado Doughty en la desaparición de Hadiyyah, así que tenía que darle algo, y rápidamente eligió lo que iba a ser.
—He descubierto que existe un tal Bryan Smythe. Se ocupa de asuntos informáticos para Doughty, del tipo que necesitan una habilidad especial con componentes de pirateo.
—¿Y?
—Todavía no le he apretado las tuercas. Lo tengo previsto para mañana. Pero espero que me confiese que Doughty le pagó para que eliminara cualquier rastro de comunicaciones entre él y el tal Michelangelo Di Massimo. Lo que más o menos confirma que Doughty estaba metido en esto.
Lynley no dijo nada. Barbara esperó llena de ansiedad a que él diera el siguiente paso, que lógicamente exigiría que Barbara buscara una conexión entre Doughty y Azhar.
—En cuanto a eso… —dijo por fin.
Le interrumpió apresuradamente con algo que esperaba que sonara a conclusión.
—Alguien ha tenido que contratarle a él, claro. Según lo veo, puede ir en dos direcciones. O alguien de aquí le contrató para ejecutar un plan para secuestrar a Hadiyyah…
—¿Y quién podría ser?
—Cualquiera que odiara a Azhar, supongo. Los familiares de Angelina encabezan la lista. Sabían que Hadiyyah había desaparecido de Londres; fui a verlos cuando desapareció. Azhar también fue. Le odian, señor. Y hacer algo que le hiciera daño… Pagarían lo que fuera por disfrutar de ese placer, se lo aseguro.
—¿Y la otra dirección?
—Una que salga de donde está usted. Alguien en Italia puede estar organizándolo todo, incluso la conexión con un detective privado de Londres, con la intención de que alguien de aquí parezca sospechoso. ¿Y quién le viene a la cabeza si piensa en esa posibilidad?
—Sabemos que Lorenzo Mura probablemente conoce a Di Massimo. Los dos juegan al fútbol para los equipos de sus ciudades. —Estuvo callado un momento y después Barbara le oyó suspirar—. Se lo transmitiré a Lo Bianco —dijo al fin—. Él se lo puede contar a su sustituto.
—¿Sigue queriendo que…?
—Termina tu trabajo sobre lo que tiene que ver con Doughty, Barbara. Si encuentras algo, se lo transmitiremos a Italia cuando yo vuelva. Ahora todo está en manos de los italianos. Mi tarea como oficial de enlace ha concluido.
Barbara soltó el aliento que había estado conteniendo mientras esperaba su reacción ante la historia que le había contado.
—¿Cuándo vuelve, señor? —le preguntó.
—Tengo el vuelo por la mañana. Te veré mañana.
Colgaron. Barbara se quedó en su mesa con la mirada maligna del inspector Stewart fija en ella. Como estaba al otro lado de la sala, no había podido oír nada de su conversación con Lynley, pero tenía la expresión de un hombre que no tiene la más mínima intención de dejar títere con cabeza si tiene la oportunidad de arrancárselas a todos.
Ella le miró también hasta que se revolvió en su silla y volvió a perder el tiempo, examinando supuestamente el papeleo que tenía encima de su mesa. Revisó lo que sentía acerca de lo que acababa de hacer (o no hacer) durante la conversación telefónica con Lynley.
Se estaba acercando peligrosamente al límite de lo profesional. Si lo cruzaba, eso la definiría para siempre. Se preguntó qué le debía a la gente a la que quería, y la única respuesta fue que una absoluta lealtad, costara lo que costara. Lo difícil era elegir quién era esa gente. Y había una dificultad adicional: intentar comprender la naturaleza exacta del amor que sentía por ellos.