6 de mayo
South Hackney, Londres
Barbara llamó al Yard antes de la que suponía que era la hora habitual de llegada de la superintendente Ardery. Dejó un mensaje muy meditado. Iba de camino a Bow para mantener una última conversación con Dwayne Doughty, le dijo a Dorothea Harriman. Había unos cuantos cabos que tenía que atar, unos clavos que necesitan un toque de martillo, o como se dijera en cuanto al papel que había representado el investigador en el secuestro de Hadiyyah Upman. Una vez que lo hiciera, podría escribir el informe que la superintendente estaba esperando. Harriman le preguntó si quería que fuera a buscar a la jefa para que pudiera darle el mensaje directamente.
—Acaba de llegar —le reveló la secretaria del departamento—. Ha ido al lavabo. Puedo ir a buscarla y traerla en un momentito, si quiere hablar con ella directamente, sargento.
Hablar con Isabelle Ardery no encabezaba la lista de las cosas que Barbara quería hacer en ese momento. Así que respondió con despreocupación:
—No hace falta, Dorothea. —Pero añadió que le estaría muy agradecida si le decía al inspector Lynley dónde estaba en cuanto apareciera por la oficina de Victoria Street. Barbara sabía muy bien que, en ese momento, con él estaba pisando arenas movedizas. También sabía que se hundiría con todo el equipo si no le mantenía informado de lo que estaba haciendo. Más o menos…
El inspector también ya había llegado, le informó Dorothea Harriman. Así que se lo diría en cuanto colgara. Al pobre hombre lo había arrinconado el inspector Stewart para darle la lata con alguna de sus cosas, al menos así estaba la última vez que le había visto. Se acercaría y le rescataría con la excusa de darle el mensaje de la sargento.
—¿Algún mensaje que quiera que le dé de su parte al inspector Stewart? —le preguntó Harriman burlonamente.
—Muy graciosa, Dorothea —respondió Barbara. Y solo pensó lo maravilloso que era que Lynley fuera el que estuviera recibiendo la diatriba de Stewart y no ella.
Recogió a Azhar en el piso de la planta baja de la parte delantera de la casa grande de Eton Villas en cuanto acabó con las llamadas. Se pusieron en camino, pero no hacia Bow. Su destino era South Hackney y Bryan Smythe.
Habían estado despiertos hasta las dos de la madrugada desarrollando una estrategia para tratar con Bryan Smythe. Tenían otra para Dwayne Doughty. Pero una no funcionaría sin la otra.
Durante todas sus conversaciones y planes, Barbara mantuvo la mente en Azhar y Hadiyyah, alejada de lo que estaba haciendo al involucrarse en aquel asunto. Azhar estaba desesperado, se dijo. Tenía derecho a criar a su hija. La pequeña Hadiyyah merecía tener en su vida a un padre que la adoraba. Se lo repetía como un mantra. Era lo único que podía soportar pensar.
Lo que no se atrevía a considerar era cuánto se estaba apartando del buen camino, asumiendo esa tarea a la que se había lanzado de cabeza. Ya habría tiempo para eso después. Ahora solo tenía que preocuparse de encontrar una forma de mitigar el peligro en el que Azhar se había puesto para encontrar a esa hija a la que tanto quería.
Cuando Bryan Smythe abrió la puerta tras sus golpes persistentes, no parecía loco de contento por ver a Barbara de pie en su umbral, acompañada por un hombre de piel oscura sin identificar. Y era comprensible. Teniendo en cuenta su trabajo, seguro que no le gustaban las visitas inesperadas. Tampoco le gustaría que su casa atrajera la atención de nadie. En eso confiaba ella para conseguir que les dejara entrar en su guarida, aunque nada más verlos no le apeteciera extenderles la alfombra roja para darles la bienvenida.
—Tenías razón, Bryan. Tengo que reconocerlo. Doughty lo tenía todo grabado en vídeo.
—¿Qué hace aquí? —preguntó él—. Le dije lo que quería saber y la avisé de que tendría una salida en caso de que algo pasara. La tenía. Pues ahí se acaba todo.
El chico miró a derecha e izquierda, como si le preocupara que los vecinos, si es que tenía alguno, estuvieran detrás de las cortinas viejas y tristes de sus ventanas sucias, fotografiando al descuido su conversación con una poli. Un coche giró la esquina y se encaminó en su dirección. El conductor iba muy despacio, como si estuviera buscando una dirección concreta. Bryan soltó una maldición y les hizo un gesto con la cabeza para que entraran en la casa.
Barbara miró a Azhar e inclinó la cabeza. Dio gracias internamente de que la exagerada precaución de Smythe le llevara a ser suspicaz y a la vez asustadizo. Necesitaban a Bryan Smythe de su lado. Si no podían llevarle a su terreno en los minutos siguientes, se acabaría el juego.
—No te vamos a hacer cargar con la culpa por eso —le dijo Barbara mientras cruzaba el umbral—. No es esa la razón por la que hemos venido. —Presentó a Azhar. Le observó mientras Bryan miraba de arriba abajo al otro hombre e intentaba casar al pakistaní que tenía delante con la imagen mental que se había hecho de él—. Así que sé hospitalario, ¿eh? Haznos una taza de té, invítanos a un bollo y te diremos lo que necesitamos.
—¿«Necesitamos»? —preguntó Bryan con incredulidad. Cerró la puerta con fuerza y echó el cerrojo por si acaso—. A mí me parece que no están en situación de «necesitar» nada. Al menos nada más de lo que ya le he dado.
Barbara asintió pensativa.
—Entiendo por qué te parece eso. Pero creo que se te olvida un detalle importante.
—¿Y cuál es?
—Que yo soy la única de todos vosotros que está limpia. Puedes ver todas las grabaciones de Dwayne (porque seguro que tiene docenas, sino cientos), todos los minutos de ellas, y buscar en todas las grabaciones que encuentres en ese cibermundo en que te mueves, y no encontrarás nada que me vincule con ese asunto de Italia, porque yo no he tenido nada que ver con lo que ha pasado allí. Mientras que vosotros… Estáis colgados del precipicio y agarrados solo con las uñas, que ya tenéis rotas, Bryan.
—Incluido a tu amigo aquí presente. —Señaló a Azhar con la cabeza.
—Nadie ha dicho lo contrario. Bueno, ¿qué pasa con esa taza de té? Yo quiero el mío con leche y azúcar. Azhar solo con azúcar. ¿Me dejas pasar o paso directamente?
No le quedaba más remedio que averiguar qué pretendía, así que les dejó pasar a la otra parte de la casa. Allí, la enorme pantalla plana de televisión estaba sin sonido y tenía puesto un programa de entrevistas en el que cinco mujeres mal vestidas parecían estar comparando sus traseros con un póster de tamaño natural en el que se veía el trasero huesudo de una modelo de pasarela. Al parecer, había estado hipnotizado con eso cuando llamaron a la puerta, porque, sobre una mesita de café, delante de un sofá de cuero y de la tele, todavía estaba servido un desayuno para uno: huevos, beicon, salchicha, tomate y demás. El estómago de Barbara se quejó. Ahora su galletita Pop-Tart y su taza de café le parecían muy poca cosa.
Bryan fue hasta la parte de la enorme habitación que ocupaba la cocina, donde llenó un hervidor de agua de acero inoxidable. Era brillante y moderno, como el resto de la cocina, e iba a juego con los tiradores de los armarios y las lámparas. De una nevera impresionante, también de un acero inoxidable inmaculado, sacó la leche y echó un poco en una jarrita. Barbara le dijo que esperarían en el jardín.
—Hace un día precioso. Disfrutar de la naturaleza. Aire fresco, etc. No hay jardines como estos en nuestro vecindario, ¿verdad, Azhar? —Le llevó afuera.
A medio camino entre el estanque de los nenúfares y la fuente cantarina había una zona con unos bancos de piedra azul para sentarse. Detrás crecía una plétora de flores de brillantes colores plantadas con mucho gusto para que no pareciera que estaban colocadas con toda la intención. Barbara se sentó allí y le hizo un gesto a Azhar para que hiciera lo mismo. En el jardín, Bryan no podía tener ningún sistema que grabara lo que iba a decirse allí, había pensado Barbara. Porque su trabajo lo hacía dentro de la casa, y no creía que invitara a ninguno de sus clientes a disfrutar de los frutos de su duro trabajo situados al otro lado de las ventanas. Lo más seguro es que la gente que le contrataba nunca fuera a esa casa para nada. Pero mejor prevenir que curar.
Azhar y ella se sentaron el uno junto al otro. Cuando Bryan se reunió con ellos, con el té en una bandeja —ese chico tan considerado de hecho había traído los bollos que le había pedido, se fijó—, se sentó enfrente. Dejó la bandeja en el banco de piedra que había a su lado. Barbara supuso que su hospitalidad no llegaba a ser la de una madre, así que hizo los honores de servir y además cogió un bollo para ella. Estaba muy bueno; además, la mantequilla que tenía encima era de la buena. No había nada que no fuera de calidad en la vida de ese tío.
Excepto sus modales, porque de repente dijo:
—Ya tienen el té. Ahora díganme qué quieren. Tengo trabajo.
—No me lo ha parecido al ver la tele encendida.
—Me importa un bledo lo que le haya parecido. ¿Qué es lo que quieren?
—Contratarte.
—No se pueden permitir mi tarifa.
—Digamos que Azhar y yo vamos a unir nuestros recursos, Bryan. Digamos también que, teniendo en cuenta todo, supongo que nos harás una rebaja en el precio.
—¿Qué todo?
—¿Cómo que «qué todo»?
—Ha dicho «teniendo en cuenta todo»…
—Ah. —Dio otro mordisco al bollo. Tenía unos arándanos muy sabrosos dentro y no estaban nada resecos. Muy rico, pensó. Seguro que lo había traído de una pastelería. No se podía encontrar algo tan bueno en el supermercado—. Eso me lleva de nuevo a tu trabajo —dijo después de masticar—, y lo que pasaría con él si les digo a los chicos de Victoria Street que le echen un vistazo a tus delitos en Internet. Ya hemos hablado de eso, colega, así que no le demos más vueltas a la noria. Has limpiado todos los registros necesarios para librar a Doughty, y ahora vas a hacer lo mismo para Azhar. Será algo más difícil, pero supongo que tú tienes la experiencia suficiente para hacerlo. Tenemos unos billetes de avión a Pakistán que hay que alterar en los registros de la Met. No te preocupes por si hay algo terrorista en el asunto. No lo hay. Solo hace falta cambiar un detalle de los billetes en un archivo de alguien que ha sido investigado y examinado y que ha quedado fuera de toda sospecha. Este es Azhar. ¿A ti te parece un terrorista?
—¿Y quién sabe la pinta que tiene un terrorista en estos tiempos? —contestó Bryan—. Salen hasta de los cubos de basura. Y es imposible hacer lo que piden. ¿Colarse en ese sistema? ¿Saben cuánto tiempo me llevaría? ¿Tienen idea de cuántas copias de seguridad existen? No hablo solo de la Met. Hablo de copias de seguridad en la aerolínea, en sus principales bases de datos, en las bases de datos alternativas. Hablo de copias de seguridad grabadas en soportes que solo se pueden alterar si tienes el soporte en cuestión. Además, se trata de aplicaciones informáticas que han escrito cientos de personas a lo largo de muchos años y…
—Eso si nosotros necesitáramos todo eso —le interrumpió—. Ya veo que sería algo que te daría un buen dolor de cabeza. Pero da la casualidad de que queremos que alteres el billete de avión, como te he dicho, pero solo en el sistema de la Met. Solo es necesario cambiar la fecha de compra, y tiene que ser ida y vuelta, no solo de ida. Eso es todo. Hay uno a nombre de Azhar y otro al de Hadiyyah Upman.
—¿Y si no puedo entrar en el sistema de la Met? ¿De qué departamento estamos hablando? ¿Quién tiene los registros?
—El SO12.
—Completamente imposible. Me dan ganas de reír solo con que sean capaces de sugerirlo.
—No es imposible para ti, y tú y yo lo sabemos. Pero, para que vayas practicando antes, algo así como un ejercicio de mecanografía, digamos, también necesitamos que te ocupes de unos cuantos registros bancarios. Nada complicado para un hombre con tu talento, y de nuevo se trata de una alteración, no hay que borrar nada. Azhar necesita haberle pagado a Doughty menos dinero: lo suficiente para cubrir sus servicios hasta el momento en el que el rastro que Angelina Upman dejó, fuera el que fuera, desapareció como una voluta de humo. Eso es todo, Bryan. Los billetes y los pagos a Doughty, y saldremos de tu vida. Más o menos.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que necesito que me entregues tu salida en caso de que todo falle. Solo durante una hora o dos, y después te la devolveré, pero voy a necesitar llevármela. Hoy.
—No sé de qué está hablando.
Barbara soltó una carcajada y le dijo a Azhar:
—No te molestes porque crea que somos idiotas. Frikis de los ordenadores y problemas de actitud… Es un tándem, ya sabes. —Y entonces le dijo a Smythe—: Bryan, tú no eres tonto. Has guardado toda la información que borraste de los registros de Doughty. La tengas donde la tengas (y supongo que estará aquí en tu casa, en un lugar muy seguro, guardada por una combinación igual de segura), la quiero. Como te he dicho, la necesito durante un par de horas. Después te la devolveré. Y no me vuelvas a negar que la tienes porque tú eres un tío de los que saben lo que hacen.
Él no dijo nada al principio. Tenía la expresión dura y sus ojos parecían de pedernal.
Miró a Barbara, después a Azhar y luego a ella de nuevo.
—¿Cuántas más como usted hay? —preguntó.
Azhar se revolvió a su lado, pero Barbara le puso una mano en el brazo.
—Bryan, no estamos aquí para hablar…
—No. Quiero saberlo. ¿Cuántos policías con las manos manchadas van a salir hasta de debajo de las piedras si colaboro con usted? Y no me diga que es usted la única. Los de su calaña nunca vienen solos.
Barbara sintió que Azhar la miraba. Ella se sorprendió de cuánto le escocían las palabras de Smythe. No era la primera vez que la acusaba de ser corrupta, pero lo que dolía era que en esta ocasión estaba diciendo la verdad. Pero se estaba corrompiendo por un bien mayor, aunque eso no era algo de lo que quisiera hablar con aquel chico.
—Esto es una operación única —le aseguró—. Se trata de Azhar y de su hija, y después nosotros desapareceremos de tu vida.
—¿Y le parece que me lo voy a creer?
—Me parece que no tienes elección. —Esperó a que le diera tiempo a pensárselo. Los pájaros cantaban alegremente desde los cerezos ornamentales del jardín, y dentro del estanque unos pececitos se acercaban a la superficie con la esperanza de que ya fuera su hora de comer—. Yo te tengo mejor agarrado que tú a mí, colega. Acepta y saldremos de aquí inmediatamente y te dejaremos volver con tu desayuno y con los culos de esas señoras.
—Agarrado… —repitió.
—Sí, ya sabes por dónde. Los dos dependemos de lo que tenemos agarrado del otro, seamos sinceros. Pero ahora mismo yo te tengo mejor agarrado. Y tú lo sabes. Dame esos datos que guardas por si acaso, para que Azhar y yo podamos seguir con nuestros asuntos.
—Van a ver a Doughty en cuanto salgan de aquí —asumió.
—Exacto, colega.
Bow, Londres
—Esto es demasiado, Barbara —dijo Azhar. No había abierto la boca durante toda su reunión con Bryan Smythe, pero cuando volvieron al coche de Barbara y se encaminaron a la oficina de Doughty se apretó la frente con los dedos como si intentara contener el dolor que sentía en la cabeza—. Lo siento. Y ahora esto. No puedo…
—Déjalo. —Encendió un cigarrillo y le dio el paquete—. Ya estamos en ello, así que no es el momento de perder la calma.
—No es una cuestión de calma. —Sacó un cigarrillo y lo encendió, pero, después de una calada, lo tiró por la ventanilla con cara de asco—. Es una cuestión de lo que estás teniendo que hacer por mí. Por mis decisiones. Y yo… callado como una asquerosa estatua en el jardín de ese hombre. Siento desprecio por mí.
—Quedémonos con los hechos como han sucedido. Angelina se llevó a Hadiyyah. Querías recuperarla. Todo lo malo que ha pasado lo empezó ella.
—¿Y te parece que eso importa? ¿Crees que eso va a importar si los detalles de esta excursión que acabamos de hacer salen a la luz?
—Los detalles no saldrán a la luz. Todo el mundo está en peligro. Y esa es la garantía que tienes.
—No debería… No puedo… Tengo que ser un hombre y decir la verdad y…
—¿Y qué? ¿Ir a la cárcel? ¿Pasar un tiempo allí aprendiendo cómo se dice en italiano: «Como me toques ahí, te corto la mano»?
—Primero tendrían que extraditarme y después…
—Oh, claro, amigo. Y mientras tú estás esperando a que te extraditen, ¿qué crees que va a hacer Angelina? ¿Enviar a Hadiyyah a visitar durante una larga y agradable temporada al hombre que organizó su secuestro y, por cierto, compró dos billetes de avión solo de ida a Pakistán para él y su hija?
Se quedó callado y ella le miró. En su cara había indecisión.
—Todo esto es culpa mía —dijo—. No importa lo que hiciera Angelina en el pasado, el primer pecado fue el mío. Yo la deseaba.
En un primer momento, Barbara creyó que hablaba de la hija que Angelina y él habían tenido. Pero, cuando continuó, se dio cuenta de que se refería a algo totalmente diferente.
—Pensé: «¿Qué mal podía hacer a nadie querer tener a una mujer joven y guapa en mi cama? Solo una vez. O dos. O tres tal vez. Después de todo, Nafeeza está en un avanzado estado de gestación y quiere que la deje en paz hasta que tenga a la criatura, y yo, como hombre, tengo mis necesidades y ahí está ella, tan hermosa, tan frágil y… tan inglesa».
—Eres humano —le dijo Barbara, aunque le costaba decir esas palabras.
—La vi en una mesa del University College y pensé: «Qué chica inglesa tan hermosa». Pero también pensé lo que los hombres orientales, hombres como yo, estamos educados para pensar de las chicas inglesas especialmente hermosas…, de todas las chicas inglesas, en realidad: no son como nuestras mujeres, solo la ropa que llevan ya demuestra lo ligeras que son con respecto a su castidad…, y esas cosas, que les arrebatan la virtud, no tienen ninguna importancia para ellas. Así que me senté con ella. Le pregunté si podía acompañarla. Cuando lo hice, sabía exactamente lo que quería de ella. Lo que no creí fue que el deseo crecería, que me dominaría la idea recurrente de «debo tenerla», y que eso destruiría mi mundo. Y ahora estoy siguiendo el mismo camino, pero el mundo que se va a destruir va a ser el tuyo. ¿Cómo voy a vivir con eso?
—Lo harás porque sabrás que es decisión mía —le aseguró—. Solo tenemos que aguantar otra media hora y todo habrá pasado, ¿vale? Tenemos a Bryan donde lo queremos, y lo único que queda es poner a Doughty en el mismo camino. Pero eso solo va a ocurrir si tú crees que es posible, porque, si no, si entras en esa oficina trasmitiendo con tu expresión que el único final posible es uno en el que acabas sentado en el banquillo de los acusados de un juzgado de Lucca, estamos acabados, Azhar. Los dos, no solo tú. Los dos. Y a mí me gustaría conservar mi trabajo.
Paró junto a la acera y dejó el Mini al ralentí. Estaban a la vuelta de la esquina del despacho de Doughty, aparcados al lado de una escuela de primaria desde la que los gritos felices de los niños se colaban por las ventanillas del coche. Los escucharon en silencio durante un momento. Barbara apagó el motor del Mini y dijo:
—¿Estamos de acuerdo, Azhar?
Al principio no respondió. Como ella, se quedó escuchando a los niños. Probablemente, igual que Barbara, pensaba en su hija, tal vez en todos sus hijos. Levantó la cabeza y cerró los ojos un momento. Y por fin dijo con convicción:
—Sí, sí, está bien.
Y los dos salieron del coche.
Doughty no estaba en su despacho. Pero lo encontraron en el de al lado, donde solía estar Em Cass. Ella obviamente acababa de llegar al trabajo, porque llevaba ropa de correr, zapatillas de deporte y una cinta en la cabeza. Al principio pareció, por donde estaba situado Doughty, que estaba disfrutando de la fragancia de sus axilas, porque estaba sentado en la mesa con los ordenadores, y ella estaba agachada delante de él y en diagonal para poder utilizar el ratón.
—No —le decía—. Los registros del hotel indican… —Pero se irguió y dejó de hablar de repente cuando Barbara cruzó la puerta.
Doughty se volvió y dijo:
—Pero qué demonios… Creo que se está pasando al entrar aquí sin llamar.
—Me parece que podemos prescindir de todas esas cortesías sociales llegados a este punto, Dwayne.
—Esperen en mi despacho —ordenó—. Y ya puede dar gracias al Cielo de que no les tire al profesor y a usted por las escaleras por las que acaban de subir sin permiso.
—Vamos a hablar todos juntos —intervino Azhar—. En su despacho o aquí, pero ahora.
Doughty se levantó de la silla.
—Pero ¿dónde han ido a parar sus buenos modales? Yo no acepto órdenes de alguien que no me pague por hacerlo.
—Está muy claro, Dwayne. —Barbara sacó de su bolsillo los lápices de memoria de Bryan Smythe y se los colgó de los dedos—. Pero me parece que va a aceptar órdenes de alguien que tiene esto y está intentando decidir qué departamento de la Met se va a alegrar más de verlo. Los tengo en préstamo, por cierto. Bryan me los ha dado.
Hubo un momento de tenso silencio. Desde la calle llegó el sonido de la persiana protectora de Bedlovers al abrirse, que parecía el ruido de la reja del portón de un castillo. Alguien tosió, gargajeó y escupió con la fuerza de una pequeña explosión. Em Cass puso cara de asco al oírlo. Obviamente se trataba de una mujer que no aprobaba las faltas de delicadeza del mundo, pensó Barbara. Eso era algo bueno, se dijo, porque estaban justo inmersos en una de ellas.
—¿Van a decir algo o vamos a quedarnos aquí mirándonos los unos a los otros? —preguntó Barbara.
—Reconozco un farol en cuanto lo veo —le dijo Doughty.
—En este caso no, amigo. Puede llamar a Bryan si quiere. Como le he dicho, me los ha prestado. Le pasa lo mismo que a usted con la pasma. «Lo que sea» con tal de que los polis no vuelvan a pisar su casa.
—Está diciendo la verdad —apuntó Em—. Dios, Dwayne. No sé por qué te hago caso: tú y tus planes, y eso de que lo tienes todo bajo control. Debería haberme largado cuando me pillaste embalando mis cosas.
A Barbara le gustó aún más que, además de que no aprobara las faltas de delicadeza, Emily Cass pareciera ser alguien que prefería que su empleo no la llevara a acabar arrestada. Eso traía consigo la pregunta clave: ¿qué hacía trabajando como timadora para Dwayne Doughty? Pero eran tiempos duros. Tal vez era eso o hacerse camarera.
—Vamos a su despacho, Dwayne. Pero sin cámaras esta vez, si no le importa. Venga usted también, Emily. Es más cómodo y hay sillas, por si a alguien le fallan las piernas.
Hizo un gesto para señalar la puerta. Y le alegró ver que Emily fue la primera persona en cruzarla. Doughty la siguió, atravesando a Barbara con una mirada fulminante e ignorando a Azhar.
Dentro de su despacho, el detective quitó la cámara oculta, la metió en un cajón y se sentó tras la mesa. Barbara quiso reírse ante ese gesto patético de «yo soy quien manda aquí». Se sentó. Emily fue hasta la ventana y se apoyó en el alféizar. Azhar se acomodó en la otra silla.
—No le habrían hecho falta todos esos lápices de memoria —le dijo Doughty—, por si creía que Bryan no la ha engañado.
—Cuando le he dicho todo, me refería a «todo» —respondió Barbara—. Tengo todo su sistema aquí, Dwayne. No solo a usted, sino a todo el mundo. Es mi salida en caso de que todo falle, por así decirlo. He descubierto que a veces la gente necesita un empujoncito cuando se trata de cooperar. Ahora me pregunto cuántos empujones vamos a necesitar aquí.
—¿Para hacer qué?
—Para que se deshagan de su salida en caso de que todo vaya mal…
—Ni en sus sueños.
—Y además nos aseguren que han visto la luz de la salvación y que resulta llamarse Di Massimo.
—Pero ¿de qué demonios está hablando?
Emily Cass se movió.
—Supongo que no es mala idea escuchar lo que quiere proponer.
—Oh, eso supones, ¿eh? ¿También suponías eso cuando le diste el nombre de Smythe? Porque es la única forma en que ella ha podido encontrarlo y sacarle de la maldita madriguera en la que trabaja, no te creas que no lo había averiguado.
—No empecemos a señalar —intervino Barbara—. Eso me hace perder el tiempo, y ya he perdido bastante tratando con ustedes. Bien, podemos ir al grano o, como ya he dicho, puedo…
—Que le den —dijo Dwayne—. Y que le den al profesor también.
Barbara miró a Emily.
—¿Siempre es así de gilipollas?
—Es un hombre —respondió Emily—. Continúe. Finja que no está aquí.
—Pero le quiero en esto.
—Lo está. No se lo va a decir, pero lo está.
Barbara miró a Azhar.
—¿Cómo entró Di Massimo en todo este lío?
—El señor Doughty lo encontró —le respondió, repitiéndole lo que ya sabía, como habían hablado durante su larga noche de planificación—. Dijo que necesitábamos un detective en Italia que hablara nuestro idioma, y el señor Di Massimo es detective.
—¿Con qué frecuencia hablabas con él?
—¿Con el señor Di Massimo? Nunca hablé con él.
—¿Cuántas veces contactaste con él por correo electrónico?
—Ninguna.
—¿Cómo le pagaste?
—A través del señor Doughty. Yo le pagué a él y él transfirió el dinero a Italia.
—Guardándose algo, supongo.
—¿Me está acusando…?
—Relájese —le dijo Barbara a Doughty—. Subcontrató a alguien y se quedó con una parte. Así funciona el mundo. —Agitó los lápices de memoria otra vez y continuó hablando con Azhar—. ¿Qué crees que habrá aquí entonces?
—Los movimientos de dinero, entre otras cosas. De mi cuenta bancaria a la del señor Doughty, y de la suya a la de Di Massimo. Historiales de Internet: correos y búsquedas. Registros telefónicos de fijo y de móvil. Y de tarjetas de crédito.
—Así que me estás diciendo —continuó todavía dirigiéndose a Azhar— que en Italia, en este mismo momento, Michelangelo Di Massimo está cantando como un canario sobre todo lo que tiene que ver con el secuestro de Hadiyyah, y que lo que tengo aquí en mis sucias manos es la prueba de que ese tío está diciendo la verdad.
Azhar asintió.
—Eso parece, Barbara.
Se volvió hacia Doughty.
—Por lo tanto, contribuiría a los intereses de todos…, y ese todos le incluye a usted, Doughty, que nosotros analizáramos la situación para ver dónde deberíamos utilizar nuestros talentos, sean los que sean en cada caso.
Doughty abrió la boca, pero ella prosiguió antes de que pudiera hablar.
—Y yo sugeriría que lo piense dos veces antes de hablar. Tenemos a Di Massimo, pero también a un tipo muerto que se llamaba Squali, y toda la información que él haya dejado en este mundo, que supongo que será mucha. Y bien, ¿subimos a ese barco, arreglamos los agujeros del casco y nos vamos flotando todos juntos o dejamos que se hunda por su cuenta?
Doughty la examinó antes de echar hacia atrás su silla y abrir el cajón en el que guardaba su propia tarjeta de memoria de seguridad.
—Usted y sus putas metáforas —dijo.
Victoria, Londres
Lynley no estaba seguro de por qué se sentía tan preocupado. Había llegado pronto al Yard a petición de Isabelle, pero John Stewart le había acorralado para tener una conversación extensa y desagradable sobre la tendencia de Barbara Havers a la insubordinación. Por fin había conseguido librarse del otro inspector. Cuando ya estaba en el despacho de Isabelle esperándola, se dio cuenta de que no había hecho mucho caso a lo que Stewart le había dejado caer sobre el rendimiento de Barbara cuando estaba en su equipo.
Y la razón era Daidre Trahair. Habían cenado muy bien en su hotel y la conversación había fluido agradablemente hasta el momento en que él reunió el valor que necesitaba para preguntarle quién era Mark —«Estabas hablando por el móvil con él cuando entré en el bar», le dijo cuando ella pareció totalmente desconcertada—. Se sintió más que aliviado al saber que Mark era su abogado en Bristol. Iba a revisar el contrato que el Zoo de Londres le había ofrecido a Daidre, porque, según sus propias palabras:
—No entiendo nada cuando se ponen con eso de «la parte contratante de la primera parte», «con arreglo al pacto número uno» y todo eso, Thomas. Pero ¿por qué me has preguntado por Mark?
Esa era justo la cuestión, tuvo que admitir. ¿Por qué le había preguntado? No había pensado tanto en una mujer desde antes de casarse con Helen. Lo más asombroso era que Daidre Trahair no tenía absolutamente nada que ver con Helen. Y no tenía ni idea de lo que significaba que la primera mujer que le interesaba de verdad en ese momento fuera alguien totalmente diferente a su difunta esposa. Así que no pudo evitar preguntarse si estaba de verdad interesado en Daidre o si lo que quería era que Daidre se interesara por él.
—Todavía estoy intentando averiguar la respuesta a esa pregunta —le confesó—. Pero no se me da muy bien, me temo.
—Ah.
—Efectivamente. Creo que yo también estoy un poco confuso.
—No estoy segura de si quiero saber qué es lo que quieres decir.
—Créeme, lo entiendo —le dijo él.
Cuando terminaron de cenar, ella le acompañó por el vestíbulo del hotel hasta la puerta principal. Era un hotel grande, perteneciente a una cadena americana, el tipo de sitio donde se alojaban los ejecutivos, y donde las idas y venidas de los huéspedes pasan totalmente inadvertidas para el personal. Eso significaba muchas cosas, entre ellas que, cuando alguien iba a la habitación de otra persona, nadie le prestaba atención, a menos que fuera necesario revisar los vídeos de las cámaras de seguridad en otro momento. De repente fue demasiado consciente de aquello. Sintió una repentina necesidad de salir de ese lugar indemne. Pero ¿qué significaba eso? ¿Qué le estaba pasando?
Ella salió a la acera con él. La noche era extraordinariamente agradable.
—Gracias por una velada tan agradable —le dijo.
—¿Me dirás algo cuando tomes una decisión sobre el trabajo? —le preguntó.
—Sí, claro.
Entonces se miraron. Y cuando la besó, simplemente pareció lo más natural del mundo. Cogió un mechón de su pelo color arena que se le había soltado del recogido que llevaba tras la cabeza y ella levantó la mano, le cogió los dedos y los apretó un poco.
—Eres un hombre maravilloso, Thomas. Sería una idiota si no quisiera reconocerlo.
Él movió la mano para ponerla sobre su mejilla, donde sintió que se estaba ruborizando, aunque en la penumbra no podía verlo, y se inclinó para besarla. La abrazó un momento y aspiró su aroma, reconociendo que no era ese olor cítrico de Helen que tanto amaba, aunque también le pareció que eso no era malo.
—Llámame, por favor —le dijo.
—Como recordarás, ya lo he hecho. Y volveré a hacerlo.
—Me alegro, Daidre —respondió, y se fue.
Ni se le pasó por la cabeza subir a su habitación. No quería. ¿Y qué significa eso?
—¿Me estás escuchando, Tommy? —le preguntó Isabelle—. Porque, si me escuchas, espero que en algún momento gruñas, o asientas, o parezcas meditar…, o algo, por Dios.
—Perdona —se disculpó Lynley—. Ayer me acosté tarde y todavía no he tomado suficiente café.
—¿Quieres que Dorothea te traiga una taza?
Negó con la cabeza.
—John me ha dado un sermón nada más llegar —le dijo—. La decisión de poner a Barbara en su equipo, Isabelle, no fue…
—Fue durante muy poco tiempo. Tampoco ha sido para tanto.
—Aun así, la antipatía que le tiene a Barbara…
—Espero que no tengas intención de decirme cómo debo llevar mi departamento. Dudo que hicieras algo semejante con el superintendente Webberly.
—Sí que lo hacía, la verdad.
—Entonces ese hombre era un santo.
Antes de que pudiera responder, Barbara Havers llegó para unirse a ellos. Entró apresuradamente. Era la personificación de la profesionalidad, aparte de su atuendo, que, como siempre, seguía la moda de una era que nunca existió. Al menos ese día no traía esos calcetines con pastelitos; llevaba unos con Pedro y Vilma Picapiedra. Y más o menos iban a juego con su camiseta: llevaba el esqueleto del Tyrannousurus Rex del Museo de Historia Natural en el pecho.
—Ya estoy aquí —dijo. Enseguida reconoció lo tarde que llegaba diciendo—: Perdón. El tráfico. Y tuve que parar a echar gasolina. —Después continuó con—: Todo apunta a que Di Massimo está intentando cargarle a Doughty algo que en realidad planeó él. Sabe que habrá registros de comunicaciones entre él y Doughty, que los hay, y supone que, como no ha habido petición de rescate, nosotros nos vamos a creer lo que él diga. Pero el vínculo entre él y Squali es lo que le va a condenar. Solo está diciendo una media verdad, y su intención es enturbiar las aguas lo suficiente para que nadie consiga resolver el asunto.
—¿Adónde quiere llegar, Barbara? —le dijo Isabelle.
Lynley no dijo nada. Solo se fijó en que la sargento estaba muy roja; se preguntó si era por la prisa que parecía tener cuando entró o por la historia que estaba contando.
—A que Doughty contrató a Di Massimo para que empezara a investigar a partir del aeropuerto de Pisa, que fue el punto hasta el que Doughty logró llegar con su investigación de adónde se había llevado Angelina Upman a Hadiyyah. No informó a Azhar de lo que había encontrado porque no sabía adónde le iba a llevar esa pista. El encargo de Di Massimo era encontrar a Angelina e informar. Le dijo que hiciera todo lo que hiciera falta para encontrarla, porque, según lo que cuenta Doughty, costara lo que costara, el padre se haría cargo. Pero cuando Di Massimo las localizó, no tardó en preguntarse quién tendría más pasta, y obviamente su respuesta fue que la familia Mura. Así que contrató a Squali para secuestrarla, pero a Doughty le dijo que no había logrado encontrarlas. Los registros demuestran que toda comunicación entre él y Doughty cesó después de que le diera su informe.
—¿Y cuándo fue eso?
—El 5 de diciembre.
—¿A qué registros te refieres, Barbara? —le preguntó Lynley.
Sus mejillas volvieron a teñirse de rojo. Supuso que no se esperaba que él estuviera sentado en el despacho de Isabelle como parte activa de la reunión. Ella tenía que tomar unas cuantas decisiones por culpa de su presencia. Y él solo pudo rezar para que fueran las correctas.
—Los de Doughty —le dijo—. Me los ha enseñado, señor. Los va a imprimir y se los enviará al policía italiano que se está ocupando del caso allí en cuanto le digamos su nombre. Seguro que necesitarán traducción, pero supongo que tendrán a alguien allí. —Se humedeció los labios, y él la vio tragar saliva. Se volvió hacia Isabelle y continuó—: Lo que no consigo entender es lo de la petición de rescate.
—No hubo petición, por lo que yo sé —dijo Isabelle.
—Ese es el problema —reconoció Barbara—. Supongo que cuando Di Massimo consiguió averiguar cuánto dinero tenía la familia Mura, planeó uno de esos secuestros tan típicos de Italia. Se trata de un país con una larga tradición de retención de personas durante meses hasta que los captores consiguen lo que quieren. A veces lo piden pronto; otras esperan hasta que la familia está desesperada. Recuerden el caso del hijo de Getty hace años.
—Dudo que los Mura tengan una fortuna como la de los Getty —dijo Lynley serenamente sin dejar de observar a Barbara. Parecía tener el labio superior perlado de sudor.
—Cierto. Pero supongo que todo depende de lo que quisiera Di Massimo. Dinero, tierras, acciones, influencia política… ¿Quién sabe? Quiero decir, ¿qué sabemos en realidad sobre los Mura, señor? ¿Qué sabe Di Massimo que nosotros no sabemos?
—Son muchas suposiciones —respondió Lynley. Su tono era cortante y sintió más que vio que Isabelle le miraba al notarlo.
—Yo estaba pensando lo mismo —confesó.
—Bueno, sí, claro. Pero nuestra parte de la investigación consiste en enviarle lo que encontremos aquí a ese inspector en Italia… ¿Cómo se llama, señor?
—Salvatore Lo Bianco. Pero le han sustituido. No tengo ni idea de quién lleva el caso ahora.
—Supongo que eso se puede averiguar con una simple llamada. Lo que quiero decir es que se trata de un caso italiano. A mí me parece que nuestra parte acaba aquí.
Por supuesto, su parte no había terminado ni mucho menos, y Lynley esperó a que Barbara sacara a colación todas esas cosas que estaba dejando fuera de sus informes a la superintendente. Lo que encabezaba esa lista eran los billetes solo de ida a Pakistán. Que no hubiera dicho nada sobre ellos era tan preocupante que Lynley sintió una enorme presión en el pecho, como si le hubieran colocado encima un palé de ladrillos.
—Yo solo puedo decir, y los registros lo demuestran, que no se ha cometido ningún delito en suelo británico, jefa —afirmó Barbara—. Ahora todo debe quedar en manos de los italianos.
Isabelle asintió.
—Ponga eso por escrito en su informe, sargento —le ordenó—. Y quiero verlo encima de mi mesa antes de que acabe el día.
Barbara se quedó donde estaba, obviamente esperando algo más. Como no le dijo nada más, preguntó:
—¿Eso es todo?
—Por ahora sí. Gracias.
Estaba claro que Isabelle la estaba despidiendo. E igualmente claro que no le había dicho a Lynley que él también se podía ir. Barbara se dio cuenta, y Lynley se fijó en ello. Le lanzó una mirada antes de salir del despacho de la superintendente.
Cuando cerró la puerta al salir, Isabelle se levantó. Se acercó a la ventana y miró afuera, a los tejados y las verdes copas de los árboles en ese día soleado. A lo lejos se veía St. James’s Park. Lynley esperó. Sabía que iba a decir algo; de lo contrario, le habría despedido a la vez que a Barbara.
Fue hasta un archivador y sacó una carpeta marrón. Volvió a su mesa. Se la pasó sin decir nada. Inmediatamente, Lynley supo que cualquier cosa que hubiera dentro no querría verla. Lo supo por la expresión de Isabelle, que parecía estar indecisa, en una tierra de nadie entre la dureza y la compasión. La dureza se veía en cómo apretaba la mandíbula. La compasión, en sus ojos.
Volvió a sentarse. Él se puso las gafas de leer y abrió la carpeta. Contenía una serie de documentos. Eran informes oficiales, pero las actividades que se documentaban eran totalmente extraoficiales. Constaban todos los movimientos que había hecho Barbara y que no tenían que ver con sus deberes, y que no había registrado en ninguna parte desde mucho tiempo atrás, desde que la asignaron para trabajar en el equipo de John Stewart. Stewart había continuado la vigilancia incluso después de que Isabelle la reasignara. Había ordenado a dos detectives bajo su mando que siguieran a Barbara para comprobar lo que hacía y lo que no hacía, y para documentar las razones de todas sus ausencias del Yard. Había verificado detalles sobre la vida de su madre en Greenford, en la residencia de Florence Magentry. Había identificado a todas las personas con las que se había reunido: Mitchell Corsico, la familia de Taymullah Azhar, Dwayne Doughty, Emily Cass, Bryan Smythe. Lo único que faltaba era lo del SO12. No se mencionaban los billetes de avión a Pakistán. Lynley no sabía por qué, a no ser que fuera porque se trataba de acciones que Barbara había llevado a cabo dentro de los edificios de la Met, y tal vez allí no habían estado vigilándola. O tal vez John Stewart se estaba guardando esa sorpresita por si se daba la poco probable circunstancia de que Isabelle decidiera no hacer nada con lo que había sacado a la luz esa investigación no autorizada que había estado realizando.
Lynley le devolvió el informe cuando terminó de leerlo. Dijo lo único que podía decir:
—Los dos sabíamos que había que hacer algo con él, Isabelle. Que haya estado utilizando los recursos del Yard para una investigación propia… Es un escándalo y ambos lo sabemos. ¿Algo de esto —preguntó con un gesto que esperó que mostrara desdén ante los informes de Stewart— evitó que Barbara cumpliera con lo que John le ordenó hacer? Y si no fue así, ¿qué importa que hiciera todo eso además de sus tareas?
Isabelle le lanzó una de esas miradas tan suyas. Se quedó observándole durante treinta segundos mientras esos ojos le decían sin palabras: «Tommy…».
Tuvo que apartar la vista. No quería oír lo que ella tenía que decir, y mucho menos quería saber lo que tenía intención de pedirle.
—Sabes que el hecho de que Barbara cumpliera con las órdenes de John no es lo importante. Ni tampoco lo es cuándo ni cómo las cumplió. Sabes que lo que ha ocurrido hace un momento lo dice todo. Sé que lo sabes. En nuestro trabajo no se puede cometer el pecado de omisión, no importa quién sea la persona implicada.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Yo voy a hacer lo que hay que hacer.
Quiso suplicarle, lo que dejó claro lo metido que estaba en el río al que Barbara había decidido tirarse de cabeza. Pero no lo hizo. Solo dijo:
—¿Puedes darme unos días para ocuparme de todo esto? ¿Para intentar aclarar las cosas?
—¿De verdad crees que hay algo que aclarar a estas alturas? Y, lo que es más importante, ¿crees que podrás encontrar algún detalle exculpatorio cuando lo aclares?
—Seguramente no, pero te lo pido de todas formas.
Ella cogió la carpeta y cuadró los folios que había dentro. Se la dio y dijo:
—Muy bien. Esta es tu copia. Yo tengo otra. Haz lo que creas que debes hacer.
South Hackney, Londres
Se sentía atrapado entre la ira y el disgusto, en la tierra de las expectativas que los demás tenían de él. Se preguntó qué tipo de persona pensaban los demás que era, en especial la persona que había sido durante tanto tiempo su compañera, Barbara Havers. Claramente esperaba que no dijera nada, que se pusiera de su parte, que fuera la personificación del metafórico faro en la oscuridad en su vida, sin importar lo que hubiera hecho o lo lejos que hubiera llevado las cosas. Y que tuviera tales expectativas le enfurecía: no solo que las tuviera, sino que, de alguna manera, él las hubiera alentado. ¿Y qué decía eso de él como oficial de la Met?
Y, peor aún, ¿qué decía la información que contenía el informe de John Stewart sobre Barbara? ¿Y qué tenía que ver él con lo que allí se decía? Necesitaba pensar y verlo desde todos los ángulos posibles, cosa que podía hacer allí, de pie en el pasillo, junto a la puerta del despacho de Isabelle. Así pues, bajó al aparcamiento del sótano —evitando hablar con nadie por el camino— y se subió a su Healey Elliott. Allí abrió la carpeta y leyó todas y cada una de las palabras de la maldita información que había dentro e intentó con todas sus fuerzas averiguar qué significaban, más allá de lo que el inspector Stewart quería hacer ver. Intentó desentrañar cuáles formaban parte de la forma habitual de Barbara de hacer las cosas, teniendo en cuenta que ella tenía la irritante manía de ir por su cuenta cada vez que le parecía.
Desde el principio, Barbara había estado en el lado equivocado en lo que respectaba a la desaparición de Hadiyyah en Italia. Le había dado la historia a Mitchell Corsico y a The Source, convirtiéndose en su fuente dentro de la Met. Lo había hecho para obligar a Isabelle a que la enviara a Italia. ¿Qué decía eso sobre ella? ¿Era una señal de su amor por Hadiyyah? ¿De su amor por Azhar? O, lo que era más difícil de aceptar, ¿era una indicación de su implicación en el secuestro de la niña por alguna razón que ahora mismo no era capaz de ver? ¿Y qué demonios significaba que no hubiera dicho nada delante de Isabelle sobre los billetes a Pakistán? Estaba protegiendo a Azhar, claro, y solo podía haber una razón para eso, una razón que iba más allá de si Barbara estaba enamorada de ese hombre o no: lo estaba haciendo porque él necesitaba protección en el caso de la desaparición de su hija. Pero ¿no era igualmente cierto que él, el inspector detective Thomas Lynley, tampoco le había dicho nada a Isabelle de esos billetes a Pakistán? Así que si Barbara estaba protegiendo a Azhar por la razón que fuera, ¿no estaba protegiendo él también a Barbara?
Apartó de su mente todas esas preguntas y se centró en el problema más inmediato: el informe de Stewart y las pruebas que contenía. Entre los detalles que Barbara había omitido en su reunión en el despacho de Isabelle, estaba su visita a South Hackney, a alguien que el hombre de Stewart había identificado como Bryan Smythe. Había incluido una dirección, una hora y la duración de la visita, y que había ido a Bow a ver a Dwayne Doughty inmediatamente después de concluir su entrevista con Smythe. Por eso le pareció que ese era el sitio lógico por donde empezar. Pero Lynley tenía que admitir que, solo con pensar que ese comienzo podría fácilmente acabar en el despido de Barbara de la Met, sentía un peso enorme en el alma. Un peso que se le trasmitía al cuerpo y que hacía que el mero acto de meter la llave en el contacto del Healey Elliott fuera una verdadera prueba de voluntad que no sabía si sería capaz de asumir. ¿Cómo habían llegado a eso? «Barbara, por Dios, pero ¿qué has hecho?», pensó.
Ni siquiera podía soportar pensar en la respuesta a esa pregunta, así que puso en marcha el coche, salió del Yard y fue hasta South Hackney, pensando lo menos posible por el camino, entreteniéndose en el viaje con un divertido programa de juegos de palabras de Radio 4 en el que diferentes famosos ponían a prueba su inteligencia en competición con los demás. Era un pobre sustitutivo de lo que realmente quería: no pensar en nada. Pero al menos funcionó durante el viaje.
No tuvo problemas para encontrar la calle en la que vivía Bryan Smythe. No era una calle cuya edificante naturaleza le animara a aparcar allí su coche. Más bien le sucedía todo lo contrario, pero no podía hacer nada, aparte de aparcar el Healey Elliott junto a una acera y esperar que no pasase nada.
A partir de lo que había hecho Barbara cuando había ido a ver a Smythe, había concluido que, quienquiera que fuera ese tío, él también estaba metido en el asunto de Hadiyyah, Azhar e Italia. No encontró ninguna otra razón para que Barbara fuera a ver a aquel hombre y después se dirigiera directamente al despacho de Dwayne Doughty. Por eso necesitaba que Smythe le diera algo más que evasivas. Así pues, una vez que le abriera la puerta, tendría que encontrar una forma de atravesar todas las barreras que tuviera preparadas.
Smythe era completamente anodino, corriente, excepto por su problema de caspa, que era extremadamente llamativo. Lynley no había visto tanta desde que estudiaba en Eton y el profesor Nieve en las Cumbres Treadaway le dio clases de historia.
Sacó su identificación policial y se presentó. Smythe miró la identificación, después a Lynley, una vez más la identificación y acabó en Lynley. No dijo nada, pero apretó la mandíbula. Miró por encima del hombro del inspector, a la calle. Lynley le dijo que quería hablar con él. Smythe le contestó que estaba ocupado, pero sonaba… ¿Era enfado lo que detectaba en su tono?
—No le robaré mucho tiempo, señor Smythe —le aseguró Lynley—. ¿Puedo pasar…?
«No, no puede» habría sido la respuesta más sensata. Después, debería haber cerrado la puerta, correr al teléfono y llamar a su abogado. Incluso: «¿De qué quiere hablar?» habría sido una respuesta razonable para una persona inocente. Como podía haberlo sido alguna pregunta sobre si había ocurrido algo extraño en el vecindario que requiriera la presencia de un oficial de la Met haciendo preguntas. Pero Smythe no dijo nada parecido, porque alguien que es culpable de algo nunca piensa en las respuestas que daría una persona inocente al encontrarse inesperadamente a un policía en su puerta.
Smythe se apartó del umbral y le hizo un gesto impaciente con la cabeza para que entrara. Dentro, Lynley vio que tenía una impresionante colección de cuadros de un estilo similar al de Rothko, además de diferentes obras de arte. No era exactamente lo que se podía esperar encontrar en un salón de South Hackney. Grandes zonas de ese distrito se estaban aburguesando a pasos agigantados, pero la casa de Smythe era demasiado. Como también lo era que, al parecer, ostentara la propiedad de la hilera entera de adosados en la que estaba su casa y que hubiera tirado las paredes que separaban una casa de otra para convertir todo el lugar en una galería de arte.
Obviamente tenía dinero en cantidades industriales. Pero ¿de dónde procedía tal fortuna? Lynley dudaba que su origen fuera algo legal.
—Señor Smythe, su nombre ha surgido en una investigación sobre el secuestro de una niña en Italia —le dijo como introducción.
Smythe contestó inmediatamente como si estuviera recitando algo que se sabía de memoria:
—No sé nada sobre el secuestro de ninguna niña en Italia. —Pero su nuez subió y bajó de una forma muy reveladora.
—¿No lee los periódicos?
—A veces. Pero no últimamente. He estado muy liado.
—¿Haciendo qué?
—Mi trabajo.
—¿Que es…?
—Confidencial.
—¿Está relacionado con un hombre que se llama Dwayne Doughty?
Smythe no dijo nada, pero miró a su alrededor como si quisiera distraer la atención de Lynley para que dejara de centrarse en él y se fijara en una de sus obras de arte. Seguramente, en ese preciso momento, estaba arrepintiéndose con amargura de haber dejado entrar a Lynley en su casa. Lo había hecho para parecer menos culpable, como si creyera que una cooperación a regañadientes podía significar otra cosa diferente a lo que significaba: que tenía muy poco sentido común.
—El señor Doughty está vinculado con este secuestro en Italia —continuó Lynley—. Usted tiene una conexión con el señor Doughty. Como su trabajo es obviamente muy lucrativo —dijo con un gesto que englobaba toda la sala y su colección de arte—, me veo obligado a pensar que se trata de algo que viola unas cuantas leyes.
Entonces inexplicablemente y en contra de lo que Lynley se esperaba, Smythe murmuró:
—Por Dios santo…
Lynley enarcó una ceja expectante. Que invocara a Dios era una reacción que no se esperaba. Ni tampoco lo que le dijo después:
—No sé quién es usted, pero dejemos las cosas claras. Yo no soborno a la policía, crea usted lo que crea.
—Me alegro de saberlo —contestó Lynley—, porque no he venido en busca de un soborno. Pero supongo que se dará cuenta de que eso no aclara en absoluto su conexión con el señor Doughty, aunque sí apunta a que admite que está haciendo algo esencialmente ilegal.
Smythe pareció evaluar lo que acababa de decir, aunque no sabía por qué razón. Pero esa razón quedó clara cuando preguntó:
—¿Fue ella quién le dio mi nombre?
—¿Ella?
—Los dos sabemos a quién me refiero. Usted es de la Met. Es policía. Igual que ella. Y yo no soy tonto.
«No del todo», pensó Lynley. Tenía que estar hablando de Barbara. Ahí tenía una nueva conexión.
—Señor Smythe, lo único que sé es que una oficial de la Met vino a verle y que, después de hablar con usted, fue directamente al despacho de un investigador privado que se llama Dwayne Doughty, quien, a principios de este año, fue contratado para buscar a una niña británica que había sido secuestrada en Italia. Un hombre que está bajo arresto en Italia ha señalado a ese mismo señor Doughty como implicado en el secuestro. Esa asociación entre usted y Doughty invita a sacar conclusiones, y ese es mi trabajo. También sugiere que podrían sacarse conclusiones más amplias que le incluyeran a usted junto con Doughty y el hombre arrestado en Italia, y eso también es parte de mi trabajo. Yo puedo sacar esas conclusiones, o usted puede explicármelo todo. Y lo cierto es que no sé lo que usted se trae entre manos, a menos que me lo explique. —Y cuando la expresión de Smythe rozó la displicencia, Lynley añadió—: Así que le sugiero que me ilumine. De lo contrario, en el informe que le daré a mi jefa aconsejaré que es necesario llevar a cabo una investigación más completa.
—Ya se lo he dicho. Trabajo para Doughty ocasionalmente. Y mi trabajo es confidencial.
—Me conformo con que me dé una perspectiva general.
—Reúno información para los casos en los que trabaja. Y le paso esa información.
—¿Información de qué naturaleza?
—Confidencial. Es un investigador. Investiga. Investiga a gente. Yo sigo los rastros que dejan y… Digamos que trazo los mapas que siguen esos rastros, ¿le vale?
«Rastros» solo sugería una cosa en estos tiempos.
—¿Utilizando Internet? —preguntó Lynley.
—Es confidencial, me temo —contestó Smythe. Lynley sonrió un poco.
—Podemos decir que usted tiene algo de sacerdote.
—No es una analogía que vaya muy desencaminada.
—¿Y Barbara Havers? ¿También es su sacerdote?
Pareció confuso. No esperaba que las cosas tomaran esa dirección.
—¿Qué pasa con ella? Obviamente ella es la policía que vino a verme y que después fue a hablar con Doughty. Ya lo sabe. Y en cuanto a lo que le dije o lo que la hizo ir allí… Si no mantuviera la confidencialidad en mi trabajo, inspector… ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Thomas Lynley.
—Bien, inspector Lynley. Si no mantuviera la confidencialidad en mi trabajo, no duraría en el negocio. Estoy seguro de que lo entiende, ¿eh? Se parece un poco a su trabajo, ahora que lo pienso.
—La verdad es que no me interesa lo que le dijo a ella, señor Smythe. Al menos ahora no. Lo que me interesa sobremanera es por qué se le ocurrió a ella aparecer en su puerta.
—Por Doughty.
—¿Él la envió aquí?
—Ni mucho menos.
—Así que vino por su cuenta. A buscar información, diría yo, dado que, si trabaja usted para Doughty, su trabajo se basa en suministrar información. Parece que hemos cerrado el círculo. Lo único que me queda a mí es repetir lo obvio: conseguir información parece que le procura a usted pingües beneficios. A raíz de eso y de la apariencia de su casa, supongo que lo que hace es algo que podría causarle problemas.
—Eso ya lo ha dicho.
—Como acabo de apuntar, sí. Pero su mundo, señor Smythe —miró a su alrededor, la magnífica sala—, está a punto de sufrir un cataclismo. A diferencia de Barbara Havers, yo no he venido aquí por mi cuenta. Me han enviado mis superiores. Supongo que podrá juntar las piezas y deducir la razón. Utilizando una analogía que seguro que entenderá, ahora mismo está viviendo en un castillo de naipes y el viento está a punto de empezar a soplar.
—La está investigando a ella, ¿no? —preguntó el chico, que, de repente, se dio cuenta de lo que estaba pasando—. No a mí ni a Doughty. Sino a ella.
Lynley no contestó.
—Así que si le digo que…
Lynley le interrumpió.
—No he venido para hacer ningún trato.
—Entonces, ¿por qué demonios debería yo…?
—Puede hacer lo que mejor le parezca.
—Pero ¿qué quiere?
—Simplemente la verdad.
—La verdad nunca es simple.
Lynley sonrió.
—Como dijo Oscar Wilde tiempo atrás… Pero deje que yo se lo simplifique. Según ha admitido usted mismo, busca rastros y crea «mapas» con ellos para Dwayne Doughty. Supongo que también lo hace para otras personas. Como eso evidentemente, le da mucho dinero, algo fácilmente deducible por la decoración de su casa, voy a asumir que también «borra» esos mapas eliminando esos rastros, una actividad por la que cobra una tarifa más alta. Sospecho que Barbara Havers estuvo aquí por unas cosas que obvió en sus informes. Supongo que le ha contratado para ocuparse de borrar y limpiar tales omisiones. Lo que necesito es que me confirme ese punto. Servirá con que asienta con la cabeza.
—¿O?
—¿Cómo?
—Siempre hay un «o» —dijo enfurecido—. Escúpalo ya, por Dios.
—Creo que ya le he hablado del viento. Me parece suficiente aclaración.
—Pero ¿qué demonios es lo que quiere?
—Ya le he dicho…
—¡No! ¡No! Nunca se acaba con ustedes. Primero vino ella, y cooperé. Después ella y él, y aun así cooperé. Ahora es usted. Pero ¿cuándo va a terminar esto?
—¿Él?
—El maldito pakistaní, ¿vale? Ella primero vino sola. Después volvió con él. Ahora el que está aquí es usted… Y no sé si después vendrá a llamar a mi puerta el primer ministro.
—Vino con Azhar… —Eso no estaba en el informe. ¿Cómo podía habérsele pasado eso a John Stewart?
—Claro que vino con Azhar.
—¿Cuándo?
—Esta mañana. ¿Cuándo va a ser?
—¿Qué quería?
—Mis copias de seguridad. Todos los registros, todo mi trabajo. Todo lo que se le ocurra. Eso era lo que quería.
—¿Solo eso?
Apartó la mirada. Se acercó a uno de los cuadros —el que era rojo con una raya azul en la parte inferior que se iba difuminando casi imperceptiblemente en una especie de neblina morada— y lo miró como si estuviera pensando qué pasaría con él cuando los policías de la Met vinieran a fisgonear en su casa. Cuando habló parecía que lo hacía con el cuadro en vez de con Lynley:
—Como le he dicho, también quería contratarme. Para un solo trabajo.
—¿De qué naturaleza?
—Complicada. Ni siquiera lo he hecho todavía. Ni he empezado.
—Por tanto, revelarlo no le va a representar… ningún dilema moral ni ético.
Smythe no apartó la mirada del cuadro. Lynley se preguntó qué vería ahí, qué vería alguien cuando intentaba interpretar las intenciones de otra persona. Por fin dijo con un suspiro:
—Me pidió que alterara registros bancarios y telefónicos. Y también un cambio de fecha.
—¿Un cambio de fecha?
—En un billete de avión. En dos, mejor dicho.
—¿No le pidió que los eliminara?
—No. Solo que cambiara la fecha. Eso y que los convirtiera en billetes de ida y vuelta.
Y eso explicaba, pensó Lynley, por qué Barbara no le había dicho nada a Isabelle de los billetes a Pakistán que había investigado el SO12. Al alterarlos eliminaría cualquier sospecha sobre Azhar, sobre todo si el cambio se producía en la fecha de compra.
—¿Quería cambiar la fecha de compra o la del vuelo? —preguntó, y esperó a que Smythe dijera lo que, en el fondo, ya sabía que iba a decir.
—La de compra —confirmó.
—¿Estamos hablando de registros en la aerolínea, señor Smythe, o en alguna otra parte?
—Estamos hablando del SO12 —aclaró.
South Hackney, Londres
Había dejado de fumar mucho antes de que Helen y él se casaran. Pero cuando Lynley se quedó de pie con la llave del Healey Elliott en la mano, deseó poder fumarse un cigarrillo. Más por tener algo que hacer que no fuera lo que tenía que hacer que por ninguna otra razón. Pero no tenía cigarrillos, así que entró en el coche, bajó la ventanilla y miró aquella calle de Londres sin llegar a verla en ningún momento.
Ahora entendía por qué la visita que Barbara le había hecho a Smythe en compañía de Taymullah Azhar no estaba en el informe de John Stewart: porque había sido aquella misma mañana, por eso había llegado tarde al Yard. Pero no tenía ninguna duda de que estaría incluida en un apéndice que el inspector le entregaría a Isabelle en el momento apropiado. Lo único que le quedaba por saber era cuándo y qué iba a hacer al respecto, si es que pensaba hacer algo. Obviamente no había forma de detener a Stewart. Lo único que podía hacer era preparar a Isabelle con antelación.
Para eso tenía dos opciones: podía encontrar una razón para justificar la visita de Barbara a Bryan Smythe, o informar a Isabelle de lo que había descubierto y dejar que las cosas siguieran desde ahí. Le había pedido tiempo a la jefa para solucionar las cosas, pero ¿qué podía solucionar llegados a ese punto? Lo único bueno era que la visita que le había hecho a Smythe había evitado que aquel pirata informático hiciera los «reajustes» en los registros del SO12, si es que hubiera podido hacerlos. Al menos había eliminado ese borrón de la carrera de Barbara. En cuanto a lo demás… La verdad era que no sabía hasta dónde se había ensuciado las manos con todo ese lío, y solo había una forma de averiguarlo, pero no quería hacerlo.
Nunca había sido cobarde cuando se trataba de una confrontación, así que se preguntó por qué se sentía así justo entonces. Supuso que tenía que ver con su larga relación con Barbara. La verdad era que ella aparentemente había hecho muchas cosas mal, pero los años que llevaba trabajando con aquella mujer le decían que, a pesar de todo, su intención era buena. Pero ¿qué se suponía que iba a hacer con todo eso, por Dios?
Lucca, la Toscana
La sustitución de Salvatore en la investigación del secuestro le dejó como a un barco sin amarradero. Había provocado incluso que se colara en las reuniones matutinas de Nicodemo y su equipo, un policía desplazado que intentaba enterarse de cosas aquí y allá que le permitieran saber cómo seguía el caso. No importaba que le hubieran devuelto la niña a sus padres sana y salva. Había cosas que todavía necesitaban una explicación. Por desgracia, Nicodemo Triglia no era la persona adecuada para encontrarla.
La mirada de Salvatore se encontró con la de Ottavia Schwartz la quinta mañana que se atrevió a colarse en la reunión. Él se fue por su lado, pero se alegró de que, un minuto después, ella fuera a buscarle. Y le alegró aún más, por mucha vergüenza que le diera reconocerlo, que la mujer murmurara cuando llegó a su lado:
—Merda. Esto no va a ninguna parte.
Pero fue lo bastante profesional para demostrarle un mínimo apoyo a Nicodemo:
—Dale tiempo, Ottavia.
Ella bufó de una forma que parecía decir «como quieras» y respondió:
—Daniele Bruno, Ispettore.
—El hombre que se reunió con Lorenzo en el Parco Fluviale.
—Sì. Una familia con mucho dinero.
—¿Los Bruno? Pero no es una familia con solera, non è vero? —Con eso quería decir que no tenían dinero desde siempre, un dinero que había sido heredado generación tras generación.
—Del siglo XX. Todo viene del negocio del bisabuelo. Hay cinco bisnietos, y todos trabajan para la empresa familiar. Daniele es director de Ventas.
—¿Y qué vende?
—Aparatos médicos. Por lo que parece, venden mucho.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que viven en una urbanización a las afueras de Camaiore. Muchas propiedades. Todas las casas están tras un enorme muro de piedra. Todos casados y con hijos. Daniele tiene tres. Su esposa es assistente di volo en la ruta Pisa-Londres.
Salvatore sintió una oleada de emoción al encontrar esa conexión con Londres. Era algo. Quizás era insignificante, pero era algo. Le dijo a Ottavia que investigara a la esposa. Todo con mucha discreción, advirtió.
—Puoi farlo, Ottavia?
—Certo. —Sonaba un poco ofendida. Claro que podía hacerlo. La discreción era una de sus virtudes.
Poco después, Salvatore recibió una llamada del inspector Lynley. El inglés le dijo que, como no sabía cómo contactar con el nuevo inspector jefe, había pensado que él podría trasmitirle cierta información que habían descubierto en Londres. Entre líneas, Salvatore leyó que, en realidad, Lynley, muy amablemente, quería mantenerle informado. Le siguió el juego y le aseguró que comunicaría a Nicodemo todo lo que Lynley quisiera que le dijera.
—Non è tanto —le dijo Lynley.
El investigador privado de Londres cuyo nombre había dado Di Massimo aseguraba que había contratado al italiano para buscar a la niña en Pisa, pero que Di Massimo le había informado de que el rastro se perdía en el aeropuerto. De hecho, tenía un informe que le iba a enviar a Salvatore como prueba de lo que decía.
—Afirma —continuó Lynley— que una vez que le dijo que el rastro terminaba en el aeropuerto, todo lo que ocurrió de ahí en adelante fue iniciativa de Di Massimo, que él, el señor Doughty, no tenía ni idea de nada, y no hay pruebas que indiquen lo contrario.
—¿Cómo puede no haber pruebas?
—Tiene a un genio de los ordenadores aquí en Londres que ha tenido algo que ver. Hay muchas posibilidades de que haya eliminado todos los rastros superficiales de cualquier conexión entre ellos. Estarán en algún lugar de Dios sabe qué sistema de copias de seguridad. Seguro que podríamos encontrarlas con el tiempo, pero, si hay que acabar con esto rápido, creo que la cosa se va a reducir a lo que se pueda descubrir allí. Y lo que se descubra… va a necesitar pruebas sólidas, Salvatore.
—Chiaro —contestó el italiano—. Grazie, ispettore. Pero ya no está en mis manos, como bien sabe.
—Pero sí que está, sospecho, en su mente y en su corazón.
—È vero —reconoció Salvatore.
—Entonces, le seguiré informando. Y usted puede trasmitirle la información a Nicodemo como mejor le parezca.
Salvatore sonrió. El policía de Londres era un buen hombre. Le habló a Lynley de la esposa de Daniele Bruno, azafata en la ruta Pisa-Gatwick.
—Después de todo, hay que investigar cualquier conexión con Londres —concluyó Lynley—. Deme su nombre y veré qué encuentro.
Salvatore se lo dio. Colgaron tras prometer que se mantendrían informados el uno al otro. Menos de cinco minutos después, le llegó la primera información novedosa.
Lucca, la Toscana
Llegó a través de la capitana Mirenda, de los carabinieri. Y aterrizó en sus manos gracias a un mensajero urgente. Era una copia del original, que ella había guardado, e incluía una nota de la capitana en la que explicaba que había salido a la luz tras un exhaustivo registro de las habitaciones que había encima del granero de Villa Rivelli. Todo esto se lo decía en la primera de tres páginas unidas con un clip. Salvatore pasó la primera y examinó lo que le había enviado.
En la segunda página estaban las portadas delantera y trasera de una tarjeta de felicitación, abierta para que cupiera completa en una hoja de papel. Tenía un sol con una cara sonriente delante y no llevaba mensaje impreso. Salvatore la miró, pasó la página y examinó la tercera.
Ahí estaba el mensaje que contenía la tarjeta. Estaba escrito a mano. Y en el idioma de la niña. Salvatore no pudo traducir todo el mensaje, pero reconoció las palabras clave.
Llamó a Lynley inmediatamente. Sabía que podía haber ido —de hecho debería— a hablar con Nicodemo Triglia en vez de llamar a aquel policía inglés, no solo porque tenía en sus manos algo que podía ser vital para el caso que ahora llevaba Nicodemo, sino también porque, a diferencia de él, Nicodemo sí hablaba ese idioma. Pero se dijo que era una cuestión de quid pro quo. Cuando Lynley respondió al teléfono, le leyó el mensaje:
No tengas miedo de ir con el hombre que te dé esta tarjeta, Hadiyyah.
Él te llevara a donde estoy.
PAPÁ
—Dios —exclamó Lynley, que después tradujo al italiano el mensaje—. Lo que queda por comprobar es la letra. ¿Está escrito a mano, Salvatore? —le preguntó.
Lo estaba, y por eso necesitaban una muestra de la caligrafía del pakistaní. ¿Podría conseguir el inspector Lynley una muestra? ¿Y mandársela por fax a Italia? ¿Podría?
—Certo —aseguró Lynley—. Pero creo que hay una forma mucho más rápida de conseguirlo, Salvatore. —Taymullah Azhar habría rellenado algún formulario en la pensione en la que se había alojado en Lucca. La ley italiana obligaba a ello, ¿no? La signora Vallera tendría esos formularios. No habría mucha escritura en ellos, pero tal vez sería suficiente…
Salvatore dijo que se iba a ocupar de ello ahora mismo. Y, mientras, le enviaría a Lynley una copia de la tarjeta y su contenido, exactamente como se la habían enviado a él.
—¿Y el original? —quiso saber Lynley.
—Lo tiene la capitana Mirenda.
—Por Dios, dígale que lo mantenga a buen recaudo —pidió Lynley.
Salvatore fue andando hasta la Pensione Giardino. Fue una especie de absurdo pacto con el destino. Si iba en coche, no encontraría en la pensione nada que hubiera escrito el padre de Hadiyyah Upman. Sin embargo, si iba andando —y a paso vivo—, encontraría algo que podría usar para identificar a Taymullah Azhar como la persona que escribió la tarjeta.
El anfiteatro estaba inundado de luz solar y de actividad cuando Salvatore llegó. Un gran grupo de turistas rodeaba a un guía que estaba en el centro de la plaza; había gente entrando y saliendo de las tiendas buscando suvenires, y la mayoría de las mesas de las cafeterías estaban ocupadas. Era temporada turística alta en Lucca; en las semanas siguientes, la ciudad estaría cada vez más atestada cuando los guías y sus grupos empezaran a recorrer las muchas iglesias y piazze.
La embarazadísima propietaria de la Pensione Giardino estaba limpiando ventanas, con un bebé en una sillita a su lado. Estaba poniendo mucha energía en su tarea y se veía una fina capa de sudor brillando sobre su piel olivácea.
Salvatore se presentó educadamente y le preguntó su nombre. Era la signora Cristina Grazia Vallera, y sì, ispettore, recordaba a los dos ingleses que se habían alojado en su pensione. Eran un policía y el angustiado padre de la niña que habían secuestrado en Lucca. Gracias a Dios todo había terminado bien, ¿no? Habían encontrado a la niña en perfectas condiciones. Todos los periódicos llenaban páginas y páginas con la feliz conclusión de lo que había sido una historia muy trágica.
—Sì, sì —murmuró Salvatore.
Le explicó que estaba allí para hacer unas últimas comprobaciones y que quería inspeccionar cualquier documento que tuviera la signora que hubiera rellenado el papà de la niña secuestrada. Si había alguna otra cosa que hubiera escrito, además de esos documentos, también le sería útil.
La signora Vallera se secó las manos con una toalla azul que tenía metida en el delantal. Asintió y le indicó la puerta principal de la pensione. Llevo la sillita del bebé a la entrada oscura y fresca, e invitó a Salvatore a sentarse en el comedor del desayuno, mientras buscaba lo que le había pedido. Le ofreció amablemente un caffè mientras esperaba. Él lo rechazó con educación y le dijo que prefería entretener al bambino mientras ella iba en busca de los documentos.
—Il suo nome? —le preguntó mientras agitaba las llaves de su coche delante del bebé.
—Graziella —le dijo la madre.
—Bambina —se corrigió.
A Graziella no le hacían demasiada gracia las llaves de Salvatore. No tendrían que pasar muchos años para que se mostrara encantada de que se las pusieran ante los ojos, pensó. En aquel momento, solo las observaba con curiosidad. Y también observó con la misma curiosidad los labios de Salvatore mientras él imitaba trinos de pájaros, que a ella sin duda le parecían extraños saliendo de la boca de un ser humano.
La signora Vallera no tardó en regresar. Llevaba el libro de registro en el que los huéspedes apuntaban su nombre, su dirección y, si querían, su correo electrónico. También trajo una tarjeta para comentarios que había en todas las habitaciones, para que los huéspedes pudieran sugerir cómo podían satisfacer mejor las necesidades de cualquiera que les visitase en el futuro.
Salvatore le dio las gracias y llevó ambas cosas a una mesita que había junto a una de las ventanas que la signora había estado limpiando. Se sentó y sacó de su bolsillo y desdobló la copia de la tarjeta que le había enviado la capitana Mirenda. Empezó con el libro de registro y después observó la tarjeta en la que Taymullah Azhar daba las gracias a la signora Valera por su gran amabilidad durante su estancia, y añadía que él no cambiaría nada del establecimiento, aparte de la razón que le había llevado a necesitar alojarse allí.
La tarjeta con el comentario fue lo que le resultó más útil. La puso junto a la copia de la tarjeta que le había enviado la capitana. Inspiró hondo y examinó el primer documento y después el otro. No era un experto, pero no le hacía falta ninguno. La caligrafía de los dos documentos era idéntica.