8 de mayo

Chalk Farm, Londres

Barbara entró en su casa como una tromba, después de que su séptima llamada desesperada a Taymullah Azhar no diera un resultado diferente a las seis anteriores. Todas las veces solo le había respondido su voz grabada, que le pedía que dejara un mensaje. Pero esta vez no dejó mensaje. Su «Azhar, llámame inmediatamente» no había servido de nada. Ante eso, supo que, o no quería contestar, o ya iba de camino a Italia.

Cuando llegaron noticias de Lucca, lo hicieron al móvil de Lynley. Barbara le vio atender la llamada y notó cómo se le mudaba el gesto. También vio la mirada que le lanzó antes de salir de la sala.

Le siguió y vio a Lynley hacer lo que esperaba que hiciera: dirigirse al despacho de Isabelle Ardery.

Nada de eso era bueno. Y lo que lo había precedido tampoco.

Durante dos días, Bryan Smythe le había informado de que todos sus intentos por alterar los registros del SO12 no habían tenido éxito. Aseguró que había probado todo lo que se le ocurría, pero que el SO12 de la Met era impenetrable. Sí que podía entrar en los registros de personal, porque el sistema informático del Ordenador Nacional de la Policía no suponía precisamente un problema que requiriera de un coeficiente intelectual superior al de Einstein. Pero cuando se trataba de documentos que estaban bajo la protección de la brigada antiterrorista…

—Olvídelo, sargento. Es imposible. Estamos hablando de seguridad nacional. Esos tíos trabajan codo con codo con el MI5, y se preocupan de que no quede ningún resquicio en su sistema.

Barbara no le creyó. Había algo en su voz que le dijo que estaba pasando algo.

Después Bryan Smythe le dijo categóricamente que, dado que había hecho todo lo que podía y no podía ayudarla, además de que había demostrado su buena voluntad haciendo al menos todo lo que estaba en su mano para cumplir con sus deseos, quería que le devolviera todas las copias de seguridad que aún tenía.

Fue ese tono resolutivo el que le delató. Pero su «las cosas no funcionan así, Bryan» no la llevó muy lejos.

—Usted está muy metida en esto y yo también, así que le sugiero que nos protejamos mutuamente —respondió él enseguida.

Eso fue lo que dijo. Pero que lo dijera cuando ella era la persona que tenía en su poder la información que podía hacer que acabara con sus huesos en la cárcel sugería que él también tenía información sobre Barbara, y no sería como la de Doughty, que no tenía más que grabaciones de sus inocentes visitas a su despacho.

—¿Qué está pasando, Bryan? —le preguntó de repente.

—Deme mis lápices de memoria y se lo diré encantado.

—¿Estás intentando chantajearme?

—Si uno se acuesta con perros, amanecerá con pulgas —le respondió sin inmutarse—. En pocas palabras: las cosas han cambiado.

—Te lo voy a preguntar de nuevo: ¿qué está pasando Bryan?

—Y yo le contesto lo mismo: devuélvame mi sistema de copias de seguridad.

—Seguro que no tienes solo una copia de todo, Bryan. ¿Un tío como tú? Seguro que no cometerías ese error.

—Eso no es relevante.

—¿Y qué es relevante?

—Lo relevante son los errores que ha cometido usted, no los que quiere encasquetarme a mí. Punto.

Eso era todo lo que iba a decir. Lo que le quedaba a ella era decidir si lo de esos errores suyos era un farol. En su posición, cualquiera habría soltado todos los faroles necesarios y más. Pero también tenía que saber que la información de esos lápices de memoria podía copiarse infinitamente, así que ¿qué ventaja le daba a él recuperarlos?

Pero ¿qué importaba teniendo en cuenta que él debía de saber que ella no podía devolvérselos? Si lo hacía, perdería su influencia.

—Me voy a quedar con lo que tengo hasta que resuelvas nuestro pequeño problema con el SO12 —le dijo—. No me creo que no puedas hacerlo, y tampoco me creo que no tengas amigos que se dediquen a lo mismo que tú. Si tú no puedes hacerlo, seguro que conoces a alguien que puede. Así que coge el teléfono, o lo que sea que utilices para ponerte en contacto con tus amigos tecnólogos, y encuentra a un genio más listo que tú.

—Creo que no me ha oído bien —contestó—. Si hago eso que me dice, estoy acabado. Pero lo que tenía que estar pensando es que, si yo me hundo, usted también. ¿Está claro? Si cambio esos billetes, usted estará acabada, sargento. Y si no suelta mis archivos, estará acabada también. Puede que ya esté acabada de todas formas, igual que yo, pero el único elemento que lo prueba todo es mi sistema de copias de seguridad, que, si encuentran en sus manos, «colega», también demostrará lo acabada que está usted. Porque demuestra lo que ya les he contado. ¿Tengo que decirle las cosas todavía más claras? Yo trabajo en lo que trabajo y, seamos sinceros, es ilegal se mire por donde se mire. Pero lo que usted está haciendo no es lo que se supone que tiene que hacer en su trabajo, y alguien ha descubierto su maldito pastel, así que, si tiene una pizca de sentido común, me dará esos lápices de memoria y se asegurará de que nadie más tenga una copia de lo que hay dentro.

Al oírlo, su mente se puso a trabajar a marchas forzadas. En lo que respectaba a Doughty y su peculiar equipo, había tenido mucho cuidado con lo que le decía a Lynley mientras estaba trabajando de oficial de enlace. Y de Smythe, Lynley no sabía nada. Había cubierto sus huellas asegurándose de cumplir escrupulosamente con el trabajo que le había asignado John Stewart. Es cierto que en el asunto de su madre estaba pisando terreno resbaladizo, pero no parecía que la tierra se fuera a abrir bajo sus pies. No, tenía que seguir adelante y continuar con el plan para sacar a Azhar de ese atolladero.

—Encuentra al genio que necesitamos o hazlo tú, Bryan —le dijo a modo de despedida. No estaba dispuesta a dejar que Azhar fuera a la cárcel por secuestro.

Y esa era la idea fija que tenía en la cabeza mientras se dirigía a su casa. Dio gracias al cielo cuando vio que el coche de Azhar estaba en la entrada que había junto a la casa. Y dio gracias una segunda vez, cuando tras salir de su automóvil —que aparcó detrás del de Azhar para bloquearle el paso, aunque no quería admitirlo— y cruzar la valla, vio que los ventanales del piso de la planta baja estaban abiertos para que entrara el aire de aquel día tan agradable.

Se acercó apresuradamente. Al llegar a la puerta, le llamó. Él salió del dormitorio como si se hubiera materializado de entre las sombras. Solo con mirarle a la cara supo que se lo habían dicho. Lynley le había prometido que no se pondría en contacto con Azhar, pero también había dicho que seguramente los italianos querrían hablar con él. O tal vez había sido Lorenzo Mura. Fuera como fuera, era muy probable que ya lo supiera.

—El inspector Lo Bianco ha tenido la cortesía de llamar para informarme. —Así se lo había dicho Lynley.

—¿Y te ha dicho algo de Hadiyyah? —le preguntó Barbara.

—Solo que se quedará con los Mura por ahora.

—Por Dios, pero ¿cómo ha pasado? —quiso saber—. No estamos en el siglo XIX. Las mujeres no se mueren por unas náuseas.

—Todo el mundo coincide en eso.

—¿Qué quieres decir?

—Que habrá una autopsia.

Ahora, con Taymullah Azhar delante de ella, Barbara dijo:

—Joder, Azhar. ¿Qué le ha pasado?

Él se acercó. Barbara, sin pensárselo, le abrazó. Estaba rígido.

—No quiso escucharnos. Lorenzo quería que se quedara en el hospital, pero no quiso. Creía que sabía más que nadie, pero no sabía nada.

—¿Cómo está Hadiyyah? ¿Has hablado con ella? —Le miró fijamente a la cara—. ¿Quién te ha llamado para darte la noticia? ¿Lorenzo?

Negó con la cabeza.

—El padre de Angelina.

—Oh, Dios mío. —Barbara no podía ni imaginar cómo había sido la conversación con ese hombre. Seguramente del estilo: «Está muerta, maldito cabrón, y como fue culpa tuya que tuviera que irse a Italia, espero que te atragantes con el champán que seguro que vas a descorchar para celebrarlo».

—Pero ¿qué le ha ocurrido?

Barbara llevó a Azhar al salón, donde le hizo sentarse en el sofá. Ella se acomodó a su lado. Parecía no creérselo todavía, a la vez que se esforzaba por aceptarlo. Le puso una mano en el brazo y la fue subiendo hasta el hombro.

—Fallo renal —contestó.

—Pero ¿cómo es posible? ¿Por qué coño no se dieron cuenta los médicos? Tendría síntomas, ¿no? Seguro que habría algo.

—No lo sé. Estaba teniendo un embarazo difícil, era evidente. También fue así cuando estuvo embarazada de Hadiyyah. Cuando las cosas empeoraron, ella creyó que había comido algo en mal estado. Aunque se recuperó… O dijo que se había recuperado, pero creo que tal vez… Fue por Hadiyyah.

—¿Su enfermedad?

—Que insistiera en salir del hospital. ¿Cómo iba a quedarse allí cuando Hadiyyah estaba desaparecida y cuando era la niña, y no ella, lo que importaba? Cuando Hadiyyah apareció sana y salva, ella volvió a enfermar, y ya fue demasiado tarde. Estaba más enferma de lo que nadie pensaba. —La miró y en sus ojos había un gran vacío—. Eso es todo lo que sé, Barbara.

—¿Has hablado con Hadiyyah?

—La llamé en cuanto me enteré. Pero no me dejó hablar con ella.

—¿Quién? ¿Te refieres a Lorenzo? Es una locura. ¿Qué derecho tiene a no permitir…? —No terminó la frase y sintió que se le cerraba la garganta cuando la pregunta lógica salió de sus labios de forma espontánea—. Azhar, ¿qué va a pasar con Hadiyyah? ¿Qué es lo que ocurre?

—Los padres de Angelina van a ir a Italia. Y Bathsheba también. Supongo que ya estarán de camino.

—¿Y tú?

—Estaba haciendo la maleta cuando te oí llamar.

Lucca, la Toscana

Nicodemo Triglia no se preocupó por la repentina muerte de Angelina Upman, a pesar de la desgracia que suponía. A él le habían encargado investigar el secuestro de la hija de la mujer, y Nicodemo era un hombre que no se despegaba de su tarea, como tampoco lo haría una mosca de un charquito de miel. A menos que alguien le demostrara que había alguna conexión entre los dos hechos, asumiría que no la había. Salvatore lo conocía y sabía que eso era lo que iba a hacer. La visión de túnel de Nicodemo era legendaria. Eso le convertía en una persona muy útil para il Pubblico Ministero y absolutamente irritante para cualquier otra persona que tuviera que trabajar con él. Pero en esta ocasión esa visión de túnel iba a serle de utilidad a Salvatore.

Por razones de seguridad decidió reunirse con Cinzia Ruocco en un ambiente neutral. La Piazza San Michele estaba llena de cafeterías con vistas a la blanca Chiesa di San Michele in Foro. Ese día en concreto, muy cerca, en el lado sur de la iglesia, animaba el lugar un mercado de ropa y comestibles. Así que la piazza estaba llena de gente que venía de visita a Lucca y de luqueses que buscaban gangas entre esa ropa tan barata. Así su reunión con Cinzia pasaría desapercibida, algo muy importante para Salvatore.

Lorenzo Mura fue quien le informó de la repentina muerte de Angelina Upman a última hora de la noche del día anterior. Había aparecido en la Torre Lo Bianco —no era ningún secreto cuál era el domicilio de Salvatore— y había subido las escaleras hasta lo más alto de la torre cuando la mamma de Salvatore le dijo dónde estaba. El policía estaba disfrutando de su habitual caffè corretto al atardecer cuando los pasos que oyó en la escalera que llevaba a su atalaya hicieron que dejara de contemplar la vista de la ciudad.

Mura estaba destrozado. Al principio no sabía ni de qué estaba hablando. Cuando le gritó «¡Está muerta! ¡Haga algo! ¡Él la ha matado!» y levantó las manos para darse golpes en las sienes mientras lloraba, Salvatore solo pudo mirarle sin comprender. Horrorizado, la primera persona que se le vino a la mente fue la niña.

—¿Qué? ¿Cómo?

Lorenzo se acercó y le agarró el brazo con tal fuerza que le aplastó los músculos y pareció a punto de romperle un hueso.

—Él es quien lo ha hecho. Nada le detendrá para recuperar a su hija. ¿No lo ve? Él ha hecho esto.

Entonces Salvatore se dio cuenta de lo que debería haber deducido en cuanto vio a Lorenzo. Estaba hablando de Angelina. Angelina Upman había muerto no sabía cómo, y el dolor de Mura le estaba trastornando.

Pero ¿cómo podía ser que la mujer hubiera muerto?

Si sieda, signore. —Le llevó a uno de los bancos de madera que rodeaban la gran maceta cuadrada que había en medio de la azotea—. Mi dica —le dijo en voz baja, y esperó a que Lorenzo se calmara lo suficiente para contar lo que había pasado.

Se había ido debilitando poco a poco, le dijo Mura. Después siempre tenía sueño. No podía comer. No salía prácticamente de la galería. No dejaba de decir que se recuperaría pronto. Y le prometía una y otra vez que lo único que necesitaba era recuperar las fuerzas tras la terrible experiencia que había pasado con la desaparición de Hadiyyah. El día anterior no había podido despertarla tras su pisolino de la tarde. Llamó a la ambulancia. Y murió a la mañana siguiente.

—Él es quien le ha hecho esto —sollozó Lorenzo—. Haga algo, por el amor de Dios.

—Pero signor Mura —le dijo Salvatore—, ¿cómo podría alguien tener que ver con este suceso, y mucho menos el profesor? Está en Londres. Lleva allí muchos días. Dígame qué han dicho los médicos.

—¿Y qué importa lo que digan los médicos? Le daría algo para que comiera, le echaría algo, envenenaría el agua que bebió… Y como llevaba tiempo que hiciera efecto, sabía que moriría después de que él se fuera a Londres.

—Pero signor Mura…

—¡No! —gritó Mura—. Mi senta! Mi senta! Finge que ha hecho las paces con Angelina. No le resulta difícil porque sabe que ya la ha matado, que lo que le ha dado está en su cuerpo, esperando…, solo esperando… Y después él se va y ella se muere… Eso es lo que ha pasado. Tiene que hacer algo.

Así que Salvatore le prometió que investigaría lo que había ocurrido. Cinzia Ruocco era el primer paso. Una muerte repentina como esa… Habría una autopsia. Angelina Upman había sido atendida por un médico, , pero la estaba tratando por el embarazo, y seguro que el médico no firmaría un certificado de defunción que dijera que la mujer había muerto a causa del embarazo. Así que tenía que reunirse con Cinzia Ruocco, la médica forense.

Salvatore se levantó cuando vio a Cinzia acercarse cruzando la piazza, tan llena de gente. Dios —pensó como pensaba siempre que la veía—, una mujer tan bella trinchando cadáveres, un pecho tan magnífico encerrando un corazón como el suyo. Era el tipo de mujer que quería estropear su belleza y después mostrar el resultado para que todo el mundo lo viera, como estaba haciendo ahora. Llevaba un vestido sin mangas para que se vieran las cicatrices del ácido que se había vertido sobre el brazo. Eso la había librado del matrimonio que su padre había insistido en que contrajera en Nápoles. Nunca hablaba de ello, pero Salvatore había investigado su pasado y su conexión familiar con la Camorra. Para Cinzia Ruocco había sido cuestión de demostrar que no permitía que ninguna persona que no fuera ella misma decidiera su destino.

Salvatore levantó la mano para que le viera. Ella asintió secamente y se acercó, ajena a todas las miradas que pasaban de la perfección de su cara y su figura a la terrible desfiguración de su brazo. Se había cubierto la mano cuando se echó el ácido. Estaba desesperada cuando lo hizo, pero nunca tuvo un pelo de tonta.

Grazie por avermi incontrato —le dijo Salvatore.

Ella estaba muy ocupada y sacar tiempo para verse con él en la piazza era una demostración de amistad que no olvidaría.

La mujer se sentó y cogió el cigarrillo que él le ofrecía. Le dio fuego, encendió otro para él e hizo un gesto con la barbilla al camarero, que estaba atento en la puerta que llevaba al interior de la cafetería con su mostrador de pasteles. Cuando el camarero se acercó, Cinzia miró su reloj y pidió un cappuccino. Salvatore pidió un caffè macchiato. Negó con la cabeza cuando le preguntó si quería un dolce. Cinzia también.

Ella se arrellanó en su silla y miró a la piazza. Al otro lado de la plaza, en una arcada, un guitarrista, un violinista y un acordeonista se estaban preparando para su jornada de trabajo. A su lado, un venditore dei fiori estaba haciendo lo mismo, llenando cubos con ramos de flores.

—Lorenzo Mura vino a verme anoche —le dijo Salvatore—. Che cos’è successo?

Cinzia dio una calada al cigarrillo. Como una mujer de los años cincuenta, conseguía que fumar pareciera glamuroso. Tenía que dejarlo, igual que él. Los dos morirían de eso si no se lo tomaban en serio.

Ah, signora Upman, no? —dijo—. Le fallaron los riñones, Salvatore. Llevaban un tiempo fallándole, pero con el embarazo… —Dejó caer hábilmente la ceniza del cigarrillo—. Los médicos no lo saben todo. Puso su fe en ellos cuando lo que todos deberíamos hacer es escuchar lo que nos dice nuestro cuerpo. Su médico escuchó sus síntomas: vómitos, diarrea, deshidratación. Y decidió que había comido algo en mal estado, y eso, unido a las náuseas del embarazo, le dio la raíz del problema. Estaba en un estado delicado, muy susceptible a las enfermedades, ¿no? Le dijo que tomara mucho líquido, miró su historial familiar, le hizo unas cuantas pruebas y, solo por si acaso, le dio antibióticos. —Otra calada al cigarrillo. Y volvió a echar la ceniza en el cenicero que había en medio de la mesa—. Sospecho que la mató él —añadió.

—¿El signor Mura?

Le miró fijamente.

—Me refería al médico, Salvatore.

No dijo nada mientras les servían el café. El camarero aprovechó la fugaz oportunidad para echar un vistazo admirativo al escote de Cinzia y guiñó un ojo a Salvatore, que frunció el ceño. El camarero se alejó rápidamente.

—¿Cómo? —preguntó.

—Sospecho que fue cosa del tratamiento. Piénsalo, Salvatore: una mujer embarazada va al hospital. Le habla al médico de sus síntomas. No puede retener nada en el cuerpo. Está débil, deshidratada. Hay sangre en las heces y eso sugiere que le pasa algo más que unas simples náuseas, pero ninguna otra de las personas que viven con ella está enferma (algo importante, amigo mío) y nadie más tiene los mismos síntomas. Así que asume ciertas cosas y le prescribe un tratamiento a raíz de eso. En cualquier otro momento, ese tratamiento no la habría matado. Tampoco la habría curado, pero no habría acabado muerta. Su estado mejora y se va a casa. Entonces la enfermedad vuelve con una gravedad redoblada o triplicada. Y entonces se muere.

—¿Veneno? —dejó caer Salvatore.

Forse —respondió, pero se quedó pensativa—. Pero creo que no se trata del tipo de veneno en el que pensamos cuando usamos esa palabra. Nosotros consideramos el veneno como algo que se ha echado en la comida, en el agua, en el aire que respiramos, en una sustancia que utilizamos en nuestras vidas cotidianas. No pensamos en el veneno como algo que producimos en nuestro interior por un error por parte de nuestro médico, esas personas falibles en las que confiamos ciegamente.

—¿Estás diciendo que algo que hicieron los médicos fue lo que desencadenó la liberación de un veneno en su cuerpo?

Cinzia asintió.

—Eso es lo que he dicho, sí.

—¿Y eso es posible, Cinzia?

—Claro que sí.

—¿Y puede probarse? ¿Se puede establecer ante el signor Mura que nadie ha tenido la culpa en este trágico asunto? Me refiero a eso de que nadie la envenenó. ¿Se puede probar?

Le miró mientras apagaba el cigarrillo.

—Ah, Salvatore —contestó—. No me has entendido bien. ¿Que nadie tiene la culpa de su muerte? ¿Que solo ha sido el terrible error de un médico? Amigo mío, eso no es lo que he dicho, ni mucho menos.