23 de abril

Chalk Farm, Londres

Mitchell Corsico no había perdido el tiempo. Tenía reputación de no ser uno de esos reporteros que esperan a que pasen las cosas, y esa cualidad, combinada con un buen olfato para el escándalo, hizo que no abandonara, aunque Barbara hubiera frustrado su encuentro con Sayyid, el hijo de Taymullah Azhar, en el instituto. Cuando Barbara vio la primera página de The Source al día siguiente, se dio cuenta de que el periodista había conseguido sacar un verdadero bombazo de lo que había presenciado delante del instituto el día anterior. «La niña desaparecida adoraba a un padre desnaturalizado» anunciaba el titular del sórdido artículo. Debajo, a modo de prueba, aparecían varias fotos de la familia a la que Azhar había abandonado.

A Barbara se le nubló la vista cuando sus ojos se posaron por primera vez en la última edición de The Source. Cuando llegó delante del quiosco de su barrio por un momento lo vio todo negro; durante un terrible instante pensó que se iba a desmayar sobre la acera llena de chicles de Chalk Farm Road. Para ella, cómo había conseguido Corsico hacerse con el material que ahora aparecía en la primera página del tabloide era entre un misterio y un milagro. Pero supuso que el reportero había seguido a la familia de Azhar hasta su casa y después había empleado alguna de sus hábiles técnicas para conseguir que alguien hablara con él.

No le costó imaginárselo: Corsico charlando un poco con los vecinos y consiguiendo información; Corsico echando su tarjeta en el buzón de Nafeeza, diciéndole por ese agujero que se trataba de un caso de «o habla usted conmigo o los vecinos hablarán por usted». Incluso podría haber encontrado a un amigo de Sayyid para hacerle llegar un mensaje al chico: «Vamos a vernos en el pub/el parque/el cine/la tienda de la esquina/la estación de tren/la parada del autobús… Allí podremos hablar. Es tu oportunidad de contar toda la historia». Pero, ahora, ¿qué importaba cómo había conseguido hacerse con la información? La desagradable historia estaba en los tabloides con todos los nombres.

Barbara llamó a Corsico.

—Pero ¿qué coño pretendes? —le dijo sin preámbulos.

Él no preguntó quién llamaba. Obviamente sabía quién era, pues respondió:

—Creía que esto era lo que querías, sargento.

—No utilices mi rango por teléfono —le soltó ella entre dientes—. ¿Dónde demonios estás?

—En la cama. Me he dormido. Pero ¿qué problema tienes? ¿Es que no quieres que nadie se entere de que ahora tú y yo somos buenos amigos?

Barbara no quiso responder a eso.

—La historia no trata de Azhar. La historia es sobre la policía italiana y cómo están llevando, o no llevando, o negándose a llevar…, o lo que sea, la desaparición de Hadiyyah. Es sobre que la Met no iba a enviar a un oficial para ayudar en la investigación. Y después se supone que tenía que hablar de que la Met había enviado a cierto, concreto y particular oficial al que tú quieres sacarle una historia. Y para este momento tú tendrías que haberte ido a Italia para mantener la presión. Te he dado todos los detalles que necesitabas y te he dicho todo lo que tenías que hacer para montar con ellos una historia y seguirla… Seguir esa historia y no otra. Y tú lo sabías, Mitchell.

Él bostezó con fuerza. Barbara deseó poder teletransportarse por la línea telefónica y aparecer en el dormitorio de ese sinvergüenza para darle unos cuantos mamporros.

—Lo que yo sé, como tú dices —comenzó él—, es que querías una historia. Lo que sé es que tienes esa historia. De hecho, tienes varias historias. Tengo unas cuantas fotos interesantes de la refriega de ayer con…, supongo que será el abuelito, ¿no?

—Tienes que dejar eso —le ordenó. Solo de pensar en esas fotos se mareó otra vez—. Tienes que dejarlo ya, Mitchell. Esas personas de Ilford no son parte de la historia. La niña británica desaparecida en Italia es toda la historia. Hay mucha información sobre ella, te la conseguiré según vaya llegando, y mientras…

—Perdona, «sargento» —la interrumpió Corsico—. Tú no eres quién me dice qué es parte de la historia. Ni dónde está. Yo sigo la información adonde me lleva, y ahora mismo la información me conduce a esa casa de Ilford y a un adolescente muy infeliz.

Así que había conseguido llegar hasta Sayyid, se lamentó Barbara. ¿Y a por quién iría después?

—Estás utilizando a ese chico para…

—Necesitaba desahogarse. Y dejé que lo hiciera. Yo necesitaba una historia. Él me la dio. La relación que tenemos Sayyid y yo es de reciprocidad. Obtenemos un beneficio mutuo. Como la que tenemos tú y yo.

—Tú y yo no tenemos ninguna relación.

—Sí que la tenemos. Y se hace más fuerte cada día.

Barbara sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

—¿Y qué se supone que significa eso exactamente?

—Por ahora significa que estoy siguiendo una historia. Puede que no te guste mucho la dirección que está tomando. Es posible que quieras que cambie de sentido. Y para conseguirlo tal vez tengas que darme más información. Entonces, cuando me des esa información…

—Si te la doy, nada de «cuando».

—«Cuando» me des esa información —repitió Corsico—, la miraré o la escucharé encantado, y decidiré si es algo que quiero seguir investigando. Así es como funciona.

—Esto funciona… —empezó a decir, pero él la interrumpió.

—Tú no eres la que decide eso, Barbara. Al principio sí, pero ahora ya no. Como te he dicho, nuestra relación está creciendo. Cambiando. Desarrollándose. Esto podría ser un matrimonio ideal. Si los dos sabemos jugar bien nuestras cartas… —añadió.

Sintió que el frío que le había subido por la espalda le congelaba la garganta y no la dejaba respirar.

—Ten cuidado, Mitchell —le advirtió—. Porque te juro que, si me estás amenazando, te vas a arrepentir mucho.

—¿Amenazándote? —preguntó Corsico riéndose, aunque sin una pizca de humor—. Nunca haría tal cosa, Barbara. —Y colgó, dejando a Barbara de pie en Chalk Farm Road con una copia de la última edición de The Source en una mano y el móvil en la otra. Los coches pasaban como una exhalación a su lado, de camino al trabajo; los peatones le daban empujones cuando se dirigían a la estación de metro.

Sabía que ella debería unirse a este último grupo. Iba con el tiempo justo para llegar al trabajo a la hora y evitar la torva mirada y las meticulosas notas que tomaba el inspector John Stewart. Pero necesitaba una inyección inmediata de cafeína y un dulce para poder seguir adelante, no ya para pensar. Así pues, decidió que el inspector Stewart y el trabajo que le iba a encargar ese día —«más transcripciones, sargento, por favor, porque nos está costando mucho mantenerlos al día con todos esos informes que entran cada hora»— tendrían que esperar. Entró en un establecimiento que habían abierto hacía poco y que se llamaba Cuppa Joe Etc. Se compró un caffè latte y un etcétera, que en su caso fue un cruasán con chocolate. Tras su conversación con Corsico, los necesitaba.

Cuando hubo tomado dos bocados del cruasán y tres sorbos de café después su móvil con los primeros acordes de Peggy Sue. Barbara esperó que fuera Corsico, que había cambiado de idea, porque seguro que no se podía decir que se le había ablandado el corazón. Dudaba que lo tuviera. Pero resultó ser Lynley. El corazón le dio un vuelco por lo que aquella llamada podía suponer.

—¿Buenas noticias? —dijo.

—Me temo que no.

—Oh, Dios, no…

—No, no —se apresuró a aclarar—. Ni buenas ni malas. Solo una información intrigante que hace falta confirmar.

Le habló de su reunión con Azhar y su siguiente encuentro con Angelina Upman. Le contó que existía otro amante casado de Angelina, además de Azhar, que también estaba en Londres y al que Angelina había abandonado por Lorenzo Mura.

—¿Quiere decir que se estaba tirando a este tío mientras ella y Azhar…? Quiero decir, después de tener a Hadiyyah con Azhar, y… me refiero a cuando Azhar ya había dejado a su mujer… O sea cuando… Mierda, no sé ni lo que quiero decir.

Sí, sí a todo, le dijo Lynley. El tipo era bailarín y coreógrafo en Londres. Angelina estaba liada con él cuando conoció a Lorenzo Mura. Y al mismo tiempo también era la amante de Azhar y la madre de su hija. El hombre se llama Esteban Castro. Según Angelina Upman, ella simplemente desapareció de su vida sin darle ni la más mínima explicación. Un día estaba allí en su cama, y al siguiente se había ido. Lo había dejado —como a Azhar— por Mura. Por lo que parecía, su mujer también era amiga suya. Así que había que hablar con esas dos personas. Porque tal vez durante los meses en los que fingió haber vuelto con Azhar, podía haber retomado también la relación con Castro, para dejarle una vez más poco después.

—Pero, Barbara —le dijo Lynley—, tienes que hacerlo en tu tiempo libre, no durante la jornada en la Met.

—Pero la jefa me dejará trabajar en esto si usted se lo pide, ¿no? —le contestó ella. Después de todo Lynley e Isabelle Ardery habían acabado su aventura de forma amistosa. Ambos eran profesionales. Lynley había sido enviado a Italia a investigar un caso. Si llamaba y se lo pedía con su tono más dulce y esos modales de alumno de Eton…

—Ya la he llamado. Le he preguntado si permitía que me ayudaras a investigar este cabo suelto de Londres. Y ha dicho que no, Barbara.

—Porque le ha pedido que le ayude yo —dijo Barbara con amargura—. Si hubiera pedido que le ayudara Winston, habría cooperado al momento. Los dos lo sabemos.

—No he utilizado ese argumento —confesó—. Podría haber pedido que enviara a Winston, pero he asumido que preferirías hacerlo tú, aunque tuviera que ser en tu tiempo libre.

Tenía razón. Barbara sabía que tenía que agradecerle a Lynley que hubiera entendido lo importante que era para ella participar en lo que fuera que estaba pasando.

—Supongo que tiene razón —concedió—. Gracias, señor.

—No me cargues con todo el peso de tu enorme gratitud, Barbara —le dijo secamente—. No sé si podría soportarlo.

Ella no pudo hacer otra cosa que sonreír.

—Estoy bailando claqué sobre la mesa. Qué pena que no pueda verme.

—¿Dónde estás?

Se lo dijo.

—Vas a llegar tarde al trabajo —le advirtió—. Barbara, en algún momento deberías dejar de proporcionarle a Isabelle munición con la que cargar contra ti.

—Winston me ha dicho más o menos lo mismo.

—Pues tiene razón. El suicidio profesional nunca suele ser una buena idea.

—Sí, vale. Entendido. ¿Alguna cosa más? —Estuvo a punto de preguntarle cómo iban las cosas con Daidre Trahair, pero sabía que no tenía mucho sentido porque no se lo iba a contar. Había límites entre ellos que ese hombre no cruzaría por nada del mundo.

—También está… Bathsheba Ward. —Le contó lo de los emails que aparentemente Bathsheba había escrito a petición de su hermana gemela, unos correos en los que fingía ser Taymullah Azhar escribiéndole a su hija desde el University College.

—¡Esa maldita zorra me mintió! —gritó Barbara, indignada—. ¡Ha sabido siempre dónde estaba Angelina!

—Eso parece —le confirmó Lynley—. Así que hay una posibilidad de que sepa algo sobre lo que está pasando ahora.

Barbara lo pensó, pero no se le ocurrió ninguna forma en la que Bathsheba Ward pudiera estar implicada en la desaparición de Hadiyyah, y mucho menos una razón. A menos que la propia Angelina tuviera algo que ver.

—¿Y qué tal lo lleva Angelina? —preguntó.

—Está muy angustiada, como te puedes imaginar. Y tampoco parece que esté bien físicamente.

—¿Y Azhar?

—Igual, pero mucho más contenido.

—Eso es propio de él. Me pregunto cómo es capaz de aguantar. Lleva viviendo en un infierno desde noviembre.

Lynley le contó que su amigo estaba repartiendo los carteles de su hija por la ciudad y por todos los pueblos cercanos.

—Creo que eso le da un objetivo en el que centrarse, más que nada —concluyó Lynley—. Estar sentado esperando cuando tu hija está desaparecida… Es algo intolerable para cualquier padre.

—Sí, intolerable es una buena palabra para describir cómo está siendo todo esto para Azhar.

—En cuanto a eso… —Lynley dudó al llegar a ese punto de la conversación.

—¿Qué? —preguntó Barbara con una punzada de temor.

—Sé que le tienes aprecio, pero tengo que preguntártelo. ¿Sabemos dónde estaba cuando Hadiyyah desapareció?

—En un congreso en Berlín.

—¿Estamos seguros de eso?

—Maldita sea, señor, no estará pensando que…

—Barbara. Al igual que hay que investigar todo lo que tiene que ver con Angelina, también hay que revisar lo que tiene que ver con Azhar. Y con todo el mundo que pueda estar remotamente relacionado con lo que está pasando aquí. Por eso hemos incluido a Bathsheba Ward. Porque aquí está pasando algo, Barbara. Una niña no desaparece en medio de un mercado lleno de gente sin que nadie sepa nada, sin que nadie vea nada fuera de lo normal, ni…

—Vale, vale —le frenó Barbara.

Le contó lo de Dwayne Doughty en Bow y para qué le había contratado. Estaban en proceso de eliminar a Azhar como sospechoso de la desaparición de su hija. Después le pondría con lo de Esteban Castro, la mujer de ese hombre y también de Bathsheba Ward, pero solo si no podía ocuparse ella misma, porque prefería hacer esas entrevistas y tomarles el pulso personalmente, no confiar en ninguna otra persona.

—A veces es necesario confiar en los demás —le dijo Lynley.

Barbara estuvo a punto de hacer una broma, pero se contuvo. Lo cierto era que, de todos los oficiales que conocía en la Met, Lynley era el que menos practicaba eso de confiar en los demás.

Victoria, Londres

Barbara se pasó el día a total disposición del detective Stewart, mostrándose tan dispuesta a colaborar que llegó casi a estar empalagosa. Y se aseguró de que la superintendente Ardery la viera sentada a su mesa e introduciendo obedientemente los informes de los otros oficiales en el sistema informático de la Met —aunque la estaba volviendo loca—, como si fuera una mecanógrafa civil y no lo que era en realidad: una oficial de policía con experiencia. Se dio cuenta de que un par de veces Ardery se detuvo por allí cuando iba de una zona a otra: la observaba, miraba a Stewart, entornaba los ojos y fruncía el ceño como si no aprobara el corte de pelo de Barbara (y así era, por supuesto).

Barbara se tomaba unos momentos de vez en cuando para investigar un poco por Internet. Descubrió el paradero de Esteban Castro, que actualmente bailaba en la nueva versión en el West End de El violinista sobre el tejado —¿había algún baile en El violinista sobre el tejado?—, y también daba clases junto con su mujer en su propio estudio. Tenía la piel morena, el pelo muy corto y los párpados caídos. Parecía duro y apasionado. En la publicidad salía con diferente ropa de baile, en varias poses y con algunos disfraces. Parecía tener una postura y una musculatura que casaban con el ballet y el lenguaje corporal desenvuelto que iba más con el jazz y la danza contemporánea. Al ver las fotos, Barbara entendió que podía resultar atractivo a una mujer que buscara… ¿emociones? Eso o lo que fuera que buscara Angelina Upman, porque ¿quién podía saberlo? Esa mujer se estaba convirtiendo en un enigma.

Había referencias a la mujer de Esteban, así que Barbara siguió el rastro hasta dar con ella. Otra bailarina. En el Royal Ballet. Ni se acercaba a primera bailarina, pero, bueno, alguien tenía que bailar en el elenco, ¿no? No se puede tener a un cisne número uno si el resto de la bandada no está detrás preguntándose por qué tanto alboroto con el cazador. Se llamaba Dahlia Rourke —pero ¿qué nombre era Dahlia?— y era guapa de esa forma seria y huesuda propia del ballet: todo pómulos, clavículas tan salientes que daba miedo, muñecas delgadas y caderas muy estrechas, todo ello muy conveniente para que te fuera levantando por ahí un hombre con la imperiosa necesidad de encontrar algo más serio que llevar por debajo de la cintura. Estaba bastante escuálida y tenía poco donde agarrar a la hora de los juegos de cama, así que tal vez eso había obligado al pobre y apasionado Esteban a lanzarse a los brazos de Angelina. Aunque Barbara tampoco creía que esta anduviera sobrada de material que agarrar con manos necesitadas durante una lucha cuerpo a cuerpo entre las sábanas. Tal vez es que a Esteban le gustaban esqueléticas.

Tomó unas cuantas notas e imprimió algunas fotos. Y volvió a informarse sobre Bathsheba Ward. Tenía la sensación de que lograr la cooperación de esa víbora escurridiza en cualquier cosa que tuviera que ver con Hadiyyah, Angelina o Azhar iba a necesitar una cuidadosa planificación y algo más que un poco de presión. Pero, en el caso de Bathsheba, la presión iba a tener que ser sutil; si no, tendría que amenazar su negocio.

Barbara estaba reflexionando sobre toda la información que había recogido cuando su móvil sonó con esa intemporal declaración de amor a Peggy Sue. Era Dwayne Doughty, que quería informarla de cómo iba su investigación sobre el paradero de Taymullah Azhar cuando Hadiyyah había sido secuestrada en el mercato de Lucca.

—Si no le importa, voy a poner el altavoz —le dijo Doughty—. Em está aquí también.

Le dijo que toda la historia se sostenía. Azhar estaba en Berlín. Y había asistido al congreso. Estuvo en varias conferencias y mesas redondas, y presentó dos comunicaciones. Solo habría podido estar en Italia y raptar a su hija si tuviera la capacidad de estar en dos lugares al mismo tiempo, o si tuviera un gemelo idéntico cuya existencia no conociera nadie. Esta última parte era el chistecito final del tipo «todos sabemos lo improbable que es eso, ja, ja, ja». Pero tocaba un tema del que Barbara quería asegurarse de que Dwayne Doughty estaba enterado.

—Hablando de gemelos idénticos… —le dijo. Y le contó las novedades sobre Bathsheba Ward: al parecer, sabía perfectamente dónde estaba su hermana y le había escrito unos e-mails a Hadiyyah en los que se hacía pasar por su padre.

—Eso explica unos pequeños detalles que hemos encontrado por nuestra parte —le dijo Doughty—. Parece que Bathsheba viajó a la bell’Italia el pasado noviembre, más o menos en la misma época en que Angelina se fugó. Bastante interesante, diría yo.

—Blanco y en botella —contestó Barbara.

Porque si desde el principio Bathsheba había estado en el ajo, colaborando en la fuga de Londres de Angelina, ¿habría sido muy difícil que esta utilizara el pasaporte de su hermana para su viaje y así hubiera cubierto sus huellas para escapar?

—Hay que apretarle un poco las tuercas a Bathsheba —dijo Doughty—. La cuestión es, querida sargento, ¿quién de nosotros es el mejor candidato para hacerlo?

Bow, Londres

Cuando Dwayne Doughty colgó, esperó a que llegara el inevitable comentario de Em Cass, que no tardó. Estaban en el despacho de ella —el mejor sitio para grabar la conversación con la sargento Havers—, y Em se quitó los auriculares después de comprobar la calidad de la grabación. Los dejó en la mesa, al lado de sus monitores. Aquel día llevaba un traje masculino de tres piezas beis perfectamente cortado para que se adaptara a su cuerpo. Completaba el atuendo con unos zapatos de dos colores —marrón y azul marino— que habrían parecido una mala opción si no hubiera escogido una corbata que equilibraba el conjunto. Vestía trajes masculinos mucho mejor de lo que lo hacían muchos hombres, tuvo que admitir Doughty. Ningún hombre estaría mejor que Em Cass con un esmoquin, eso seguro.

—No deberíamos habernos metido en este lío, Dwayne —le dijo—. Tú lo sabes, yo lo sé. Cada día que pasa está un poco más claro. En cuanto la vi con el profesor, supe que era policía y la rastreé hasta la Met…

—No sigas —la interrumpió Dwayne—. Las cosas se están moviendo y hay alguien ocupándose de las demás.

Como si fuera una demostración de que lo que acababa de decir era cierto, alguien llamó a la puerta y abrió. Bryan Smythe entró en el despacho de Em. Doughty vio que esta separaba su silla de los monitores como si eso pudiera poner distancia entre ella y el genio de los ordenadores. Antes de que Dwayne tuviera tiempo de saludar a ese chico tan necesitado de sexo, Em dijo:

—Me dijiste que me avisarías, Dwayne.

—La situación ha cambiado un poco —se justificó Doughty—. Creo que tú estabas diciendo justo eso ahora mismo. —Y después se dirigió a Bryan mirando el reloj—: Llegas pronto. Y se suponía que nos íbamos a ver en mi despacho, no aquí.

Bryan se ruborizó, cosa que no le sentó nada bien. No era un hombre cuya piel adquiriera un tono rosado que le sentara bien al resto.

—He llamado allí —dijo aparentemente refiriéndose al despacho de Doughty—. Entonces he oído voces aquí y…

—Deberías haber esperado fuera —le dijo Em.

Bryan la miró.

—Entonces no te habría visto —respondió él con sinceridad.

Doughty gruñó. Ese hombre no sabía nada sobre jugar con las mujeres, charlar, ni nada que tuviera que ver con los hombres y las mujeres y con cómo lograban acabar en posición horizontal —o en el caso de Em, en cualquier posición— intercambiando fluidos corporales. Pero Doughty quería que Em Cass diera a ese pobre chico una oportunidad. Un polvo por compasión no la iba a matar. Además, así Bryan podría comprobar que siempre hay un abismo entre lo que uno sueña y la realidad.

—¿Y, además, no se supone que a partir de ahora no vamos a utilizar los teléfonos? —continuó Bryan.

—Entonces todos necesitamos teléfonos desechables —sugirió Emily—. Se utiliza una vez, se tira y se compra otro. Así estos encuentros —lo dijo de una forma que parecía estar refiriéndose al azote de alguna plaga— no tendrían por qué producirse.

—No nos precipitemos —intervino Doughty—. No nos sobra la pasta, Emily. No podemos ir por ahí comprando móviles desechables a diestro y siniestro.

—Sí que podemos. Y luego se los incluyes en la factura a esa policía de la Met. —Em giró en su silla y les dio la espalda. Fingió que se ataba un zapato.

Doughty se arriesgó a mirar a Bryan, para evaluarlo. El chico no era un empleado fijo, y necesitaban sus asombrosas capacidades. Una cosa era que Emily no quisiera meterlo en su cama. La entendía. Pero ¿insultarle y mantener con él una distancia que acabara haciendo que los dejara en la estacada? Eso no se lo iba a permitir.

—Bryan tiene toda la razón, Emily —le dijo, muy serio—. Así que superemos este momento en el que ambos tenéis que soportar la presencia del otro sin que haya daños permanentes, ¿vale? —No esperó a que ella accediera a cooperar. Le dijo a Bryan—: ¿Cómo vamos?

—Ya me he ocupado de todos los registros telefónicos. Las llamadas entrantes y las salientes. Pero ha sido caro, más de lo que esperaba. Para cuando terminé, había tenido que involucrar a tres personas, y sus tarifas suben como la espuma.

—Tendremos que asumir el coste. No veo otra forma. ¿Qué más?

—Todavía estoy con el resto. Hace falta una mano muy delicada y mucha ayuda desde dentro. Tengo la ayuda, pero el dinero…

—Creía que sería algo sencillo.

—Podría haberlo sido. Pero deberías haberme llamado a mí primero. Antes, no después. ¿Dejar pistas? Es mucho más fácil que borrarlas.

—Se supone que eres un experto, Bryan. Te pago lo que te pago porque eres el mejor. —Doughty oyó la carcajada burlona de Emily. La miró con el ceño fruncido. No hacía falta que complicara más las cosas.

—Soy el mejor. Y eso significa que tengo los contactos en todos los sitios necesarios. No quiere decir que yo sea Superman.

—Bueno, pues vas a tener que convertirte en Superman. Y ya.

—Esto es genial. Perfecto. Te dije que debíamos permanecer al margen de esta historia. Y no te lo voy a decir de nuevo. ¿Por qué no me crees? —soltó Emily, que apenas pudo contenerse.

—Estamos en proceso de quedar limpios como recién nacidos —le dijo Doughty—. De eso va esta reunión.

—Pero ¿has visto alguna vez a un recién nacido? —le preguntó Emily.

—Vale, entendido —reconoció Doughty—. Una analogía equivocada. Dame tiempo y se me ocurrirá otra.

—Genial —dijo ella—. Porque no tienes tiempo, Dwayne. Y han sido tus ocurrencias las que nos han puesto en esta situación.

Soho, Londres

El estudio de baile de Esteban Castro estaba situado junto a un aparcamiento a mitad de camino entre Leicester Square y lo que pasaba por Chinatown. Barbara lo encontró sin mayor problema cuando salió del trabajo. Pero llegar hasta el estudio fue algo más difícil. Estaba en el piso más alto de un edificio de seis plantas sin ascensor. Mientras subía jadeando y resoplando por las escaleras acompañada de una música posmoderna que se oía cada vez más alta, Barbara pensó seriamente que debería eliminar el tabaco de su vida. Por suerte, recuperó la cordura —así prefería verlo ella—, aunque no el aliento, cuando llegó ante la puerta del Estudio de Danza Castro-Rourke, que era parcialmente de cristal traslúcido. Aquella idea de dejar el tabaco había sido fruto de un momento de enajenación pasajera.

Entró en el estudio y se encontró en un pequeño vestíbulo lleno de pósteres. En ellos se veía tanto a Dahlia Rourke, con tutú y adoptando varias posturas exóticas que parecían más propias del contorsionismo que del ballet, como a Esteban Castro de todas las formas imaginables: desde vestido con ropa apretada y saltando en el aire hasta con el trasero hacia fuera y los brazos en alto en una pose flamenca. Aparte de los pósteres decorativos, en el vestíbulo no había nada más, excepto un mostrador en el que vio esparcidos diferentes folletos de varias clases de baile. Al parecer, cubrían todo el espectro, desde bailes de salón hasta ballet.

No había nadie en el vestíbulo. Sin embargo, por el nivel de ruido, parecía que se estaban dando clases de baile a ambos lados, tras puertas cerradas que llevaban a otras salas. El ruido que hacía la música posmoderna que había oído en las escaleras se paraba, volvía a oírse y se detenía de nuevo en una de las salas —interrumpido por un grito de: «¡No, no, no! ¿Te parece que eso es un sapo que está experimentando placer y sorpresa?»—, y desde la otra llegaban órdenes en voz alta que decían: «¡Royale, royale!». Los primeros los emitía un hombre, seguramente Esteban Castro, así que Barbara se dirigió a esa puerta y la abrió. ¿Que no había nadie para anunciarla? Ningún problema.

La sala en la que entró era muy amplia y tenía paredes cubiertas de espejos, barras de ballet, una fila de sillas plegables a un lado y una pila de ropa —¿disfraces tal vez?— en una esquina. En medio de un brillante suelo de madera estaba el hombre al que había ido a ver; frente a él, en el extremo más alejado de la sala, había seis bailarines, hombres y mujeres, con leotardos, calentadores y zapatillas de ballet. Se les veía avergonzados, impacientes, irritados y cansados. Cuando Castro les dijo: «Volved a la posición inicial y esta vez sentidlo», ninguno pareció muy emocionado ante la idea.

—A él le gusta el coche —les dijo Castro— y vosotros tenéis un plan, ¿entendido? Ahora, por todos los santos, tú serás un sapo y vosotros seréis cinco zorros, a ver si así podemos salir de aquí antes de medianoche.

Dos de los bailarines se habían fijado en que Barbara estaba en la puerta, y uno de ellos le llamó la atención a Castro diciéndole: «Steve». Él giró bruscamente la cabeza hacia donde estaba ella. Miró a Barbara de arriba abajo y dijo:

—La clase no empieza hasta las siete.

—No soy… —empezó a decir.

—Y espero que haya traído otros zapatos —añadió Esteban—. ¿Piensa bailar foxtrot con eso? Ni hablar. —Se refería a las zapatillas de deporte que le cubrían el tobillo. No se había fijado en el resto de su ropa, porque, si no, sin duda habría señalado que unos pantalones de chándal sujetos con un cordón y una camiseta que decía «CONMEMORACIÓN DEL 600 ANIVERSARIO DE LA PESTE BUBÓNICA» tampoco eran muy adecuados para bailar foxtrot.

—No he venido para una clase —le dijo Barbara—. ¿Es usted Esteban Castro? Necesito hablar con usted.

—Es evidente que estoy ocupado —le dijo.

—Sí, está claro. Pero yo también lo estoy. —Se descolgó el bolso del hombro y buscó en su interior la identificación policial. Cruzó la sala hasta donde estaba el hombre y le dejó mirarla todo el tiempo que quiso.

Un momento después dijo:

—¿Y de qué quiere hablarme?

—De Angelina Upman.

Su mirada pasó de la identificación policial a su cara.

—¿Qué pasa con ella? Hace mucho tiempo que no la veo. ¿Le ha pasado algo?

—Qué curioso que me pregunte eso.

—¿Y qué otra cosa le iba a preguntar cuando aparece la policía para hablar conmigo? —Aparentemente no necesitaba una respuesta para esa pregunta. En vez de eso, se volvió hacia sus bailarines y les dijo—: Diez minutos de descanso. Luego lo repasaremos otra vez.

No se le notaba ningún acento al hablar. Parecía que hubiera nacido en Henley-on-Thames. Cuando le preguntó por ello, para que supiera que había estado investigándole y que sabía que nació en México D. F., dijo que se mudó a Londres cuando tenía doce años, que su padre era diplomático y su madre escritora de libros infantiles. Para él fue importante adaptarse a la cultura inglesa, explicó. El acento era parte de eso y no quería quedar marcado para siempre como un extranjero en ese país.

Era muy guapo. Barbara comprendió el porqué de la atracción que había sentido Angelina. Era lo mismo que habría atraído a cualquier otra mujer. Era seductor de esa forma que suelen serlo los latinos. A ello contribuía una barba de tres días que le hacía parecer sexy, no como a los demás hombres, a los que normalmente les hacía parecer desaliñados. Tenía el pelo oscuro y grueso, y se veía tan sano y brillante que Barbara tuvo que reprimirse para no acercar la mano y tocarlo. Supuso que las demás mujeres también reaccionaran de ese modo y dedujo que Esteban Castro lo sabía.

Cuando estuvieron solos en la sala, Castro le señaló las sillas plegables y fue hasta ellas. Se movía como era de esperar en un bailarín: de una forma fluida y con una postura perfecta. Como los bailarines a los que había dado un descanso, llevaba unos leotardos que definían perfectamente todos los músculos de sus piernas y su trasero. Pero, a diferencia de los otros, también llevaba una camiseta sin mangas blanca y ceñida que le marcaba igualmente los del pecho. Tenía los brazos al aire. Y estaba descalzo.

Se sentó con los brazos sobre las piernas y las manos colgando entre ellas. Eso le dio a Barbara una visión de su paquete, algo en lo que prefería no fijarse mientras hablaba con él. Así pues, movió su silla hacia una posición que mantenía esa parte de su anatomía fuera de la vista.

—Mi mujer no sabe que Angelina y yo estábamos liados —le dijo sin preámbulos y sin esperar a oír la razón por la que había ido a verle—. Y preferiría que siguiera sin saberlo.

—Yo no confiaría mucho en eso —le dijo Barbara—. Las mujeres no son tontas, por lo general.

—Ella no es muy mujer —respondió—. Eso era parte del problema. ¿Ha hablado con ella?

—Todavía no.

—No hay necesidad. Le diré lo que quiera saber. Responderé a sus preguntas. Pero mantenga a mi mujer al margen de todo esto.

—¿«Todo esto»? —repitió Barbara.

—Lo que sea esto. Ya sabe a qué me refiero. —Esperó a que Barbara dijera algo. Como no le dio ninguna garantía, soltó una maldición y dijo—: Venga conmigo.

Salió de la sala y cruzó el vestíbulo. Abrió otra puerta y señaló con la cabeza de una forma que le dejó clara que lo que quería era que mirara dentro. Lo hizo y vio a Dahlia Rourke con un grupo de media docena de niñas pequeñas en la barra. Estaba intentando colocarlas en una posición grácil, con un brazo curvado por encima de la cabeza. Parecía imposible. Era agradable saber que parecía no haber una gracia real y natural en la vida, pensó Barbara. En cuanto a Dahlia, estaba esquelética, parecía una radiografía de un cuerpo humano. Tal vez sintió que la estaban observando, porque se volvió hacia la puerta.

—Su hija tiene potencial para el ballet —le dijo Castro refiriéndose a Barbara—. Quería echar un vistazo.

Dahlia asintió. Observó a Barbara, pero su mirada no pareció suspicaz. Les dedicó a ambos una sonrisa dubitativa y volvió a su trabajo con las futuras bailarinas de ballet de la nación. Castro la llevó de nuevo a su estudio. Cerró la puerta y dijo:

—Su cuerpo solo funciona en su faceta de bailarina. Y tampoco le interesa que funcione en ningún otro aspecto que no tenga que ver con la danza.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Quiero decir que dejó de ser una mujer hace bastante tiempo. Por eso principalmente empezó la historia entre Angelina y yo.

—¿Hay alguna otra razón entonces?

—¿La conoce?

—Sí.

—Entonces ya lo sabe. Es preciosa. Es apasionada. Está llena de vida. Eso es muy atractivo. Pero ¿qué demonios pasa? ¿Por qué ha venido usted aquí?

—¿Ha salido del país durante el último mes?

—No, claro que no. Estoy en medio de la preparación de la coreografía de El viento entre los sauces. ¿Cómo podría irme? Perdone que me repita, pero ¿qué demonios está pasando?

—¿Tampoco ha hecho una escapada de fin de semana a algún lugar cálido?

—¿Cómo cuál? ¿España? ¿Portugal?

—Italia.

—No, claro que no.

—¿Y su esposa?

—Dahlia está haciendo Giselle con el Royal Ballet. Y tiene sus clases aquí en la academia. Cuando no está trabajando, no tiene tiempo para nada más que para meter los pies en agua caliente. Así que la respuesta es no, otra vez no, y no le voy a decir nada más hasta que me diga qué demonios está pasando, ¿me entiende? —Para dejar clara su postura, se puso en pie. Caminó hasta el centro de la sala y se quedó allí, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas separadas.

Una pose muy masculina, pensó Barbara. Se preguntó si era deliberada, si era muy consciente, tal vez, de cómo utilizar todo lo que tenía.

—La hija de Angelina Upman fue secuestrada en un mercado en Lucca, Italia —le dijo por fin.

Castro se la quedó mirando fijamente. Pareció necesitar un momento para procesar eso y lo que significaba que la policía viniera a hacerle preguntas.

—¿Y qué? ¿Cree que lo hice yo? No conozco a su hija. Nunca la he visto. ¿Por qué iba a llevármela?

—Hay que comprobarlo todo, lo que significa que todos aquellos que hayan tenido algún papel en la vida de Angelina deben ser investigados. Sé que le dejó sin decirle nada, que desapareció de su vida sin más. Tal vez eso le sentó mal. Quizá quiso hacer algo para devolvérsela…, hipotéticamente, claro. Es posible que haya querido manipularla como ella le manipuló a usted.

Él soltó una carcajada breve.

—Esas especulaciones no la van a llevar a ninguna parte, sargento… —Dejó la frase sin terminar.

—Havers —completó ella—. Sargento detective, de hecho.

—Havers. Sargento detective, de hecho… Ella no me manipuló. Estaba aquí, luego se fue. Eso fue todo.

—¿Y no se preguntó adónde habría ido?

—No tenía derecho a preguntarme nada. Yo lo sabía y ella sabía que yo lo sabía. Las reglas entre nosotros estaban claras: no iba a dejar a Dahlia por ella. Ella no iba a dejar a Azhar por mí. Una vez desapareció durante un año. Después volvió, y ella y yo, más o menos, volvimos a vernos. Asumí que esta vez sería algo así también.

—Quiere decir que supuso que volvería.

—Eso había hecho en el pasado.

—¿Así que usted supo en todo momento lo de Azhar? ¿Todo el tiempo que tuvo relaciones con ella? —No importaba en absoluto, pero Barbara tenía que saberlo, aunque hubiera preferido que eso le diera totalmente igual.

—Lo sabía. Nosotros no nos mentíamos.

—¿Y Lorenzo Mura, el otro amante? ¿Sabía algo de él?

Castro no dijo nada. Volvió a la silla en la que había estado sentado. Se dejó caer en ella y soltó una fuerte carcajada. Negó con la cabeza. Barbara lo entendió.

—Entonces… ¿qué? ¿Se estaba tirando a los tres?

—Eso parece.

—No lo sabía. Pero no me sorprende.

—¿Por qué no?

Se pasó las manos por el pelo. Se agarró un mechón y lo apretó como si eso hiciera que le llegara más sangre al cerebro.

—Ella es así. A algunas mujeres las mueve la emoción. Y Angelina es una de ellas. ¿Sentar la cabeza con un hombre? ¿Y dónde está la emoción en eso?

—Pero ahora parece que se ha establecido con uno: con Lorenzo Mura en Italia.

—«Parece» es la palabra clave, sargento. Parecía estar con Azhar. Y ahora parece que está con ese italiano.

Barbara reflexionó… Teniendo en cuenta lo que sabía de Angelina… La mujer que conocía era una actriz consumada. A ella misma la había engañado completamente con ese aire de amistad y su falso interés en la vida de Barbara. ¿Quedaba fuera de toda cuestión que hubiera conseguido engañar a todos los demás también? Aunque a Barbara no le cabía en la cabeza eso de que estuviera liada con tres hombres a la vez, tenía que admitir que todo era posible. Si hubiera sido ella, le habría preocupado la posibilidad de gritar el nombre equivocado en un momento de pasión. Aunque lo cierto era que esos momentos no se daban muy a menudo en su vida.

—¿Cuánto duró su aventura con Angelina? —le preguntó a Castro.

—¿Importa eso?

—Simple curiosidad, supongo.

La miró y después apartó la vista.

—No lo sé. ¿Varios años? ¿Dos o tres? Era algo intermitente.

—¿Cuántas veces se veían en esos periodos?

—Normalmente dos veces a la semana. A veces tres.

—¿Dónde?

Otra mirada. Después la examinó de arriba abajo.

—¿Qué importa eso?

—Más curiosidad. Quiero saber cómo vive la otra mitad, si no le importa contármelo.

Volvió a apartar la vista y la fijó al otro lado de la sala, donde vio su reflejo en el espejo.

—En cualquier sitio —confesó—. En la parte de atrás de los coches, en un taxi, aquí en el estudio, entre bambalinas de un teatro del West End, en mi casa, en su casa, en un club de striptease.

—Debía de ser interesante —comentó Barbara.

—Le gustaba el riesgo. Una vez lo hicimos en un túnel peatonal que va a Greenwich. Era creativa, y eso me gustaba. La movía la pasión. Y lo que se la despertaba era la emoción y el secretismo. Ese es su carácter. Así es ella.

—Me parece una mujer con la que cualquier tío querría estar —apuntó Barbara—. Ya sabe a lo que me refiero, supongo. A cualquier hora, en cualquier sitio, vestida, desnuda, de pie, sentada, de rodillas, como sea… ¿A los tíos no les vuelve locos eso?

—A algunos sí.

—¿Y usted es de esos «algunos»?

—Soy latino, sargento. ¿Usted que cree?

—Creo que habrá resultado difícil reemplazarla ahora que se ha ido. Seguro que le ha dejado hecho polvo.

—Nadie puede reemplazar a Angelina. Y, como ya le he dicho, creo que volverá.

—¿Todavía lo cree?

—¿Por qué está en Italia?

—Porque vive con Lorenzo Mura.

—No lo sé. —Miró su reloj y se puso de pie para retomar el ensayo—. Supongo que debería estar encantado de que durara lo que duró —añadió—. Y la verdad es que Mura también debería estarlo.