29 de abril

Lucca, la Toscana

Forse quarantotto ore. —La doctora Cinzia Ruocco dio a Salvatore Lo Bianco la información por teléfono con el tono habitual que utilizaba cuando hablaba con un hombre: entre maleducado y enfadado. No le gustaban los hombres y era comprensible. Se parecía a Sophia Loren cuando era joven, y por eso había tenido que soportar su lujuria durante unos veinticinco de los treinta y ocho años que tenía. Cuando Salvatore la veía, también la deseaba. Quería pensar que era bueno ocultando sus pensamientos para que no se le vieran en la cara, pero la forense tenía las antenas orientadas para captar la más leve imagen mental que surgiera en la cabeza de cualquier hombre que posara los ojos en sus exuberantes virtudes físicas. Era una de las razones por las que prefería hacer las cosas por teléfono. De nuevo, ¿quién no lo comprendería?

Cuarenta y ocho horas, pensó Salvatore. ¿Adónde se dirigía Roberto Squali cuarenta y ocho horas antes, cuando su coche se salió de la carretera y voló hasta estrellarse y acabar con su vida? ¿Estaba borracho?, le preguntó a Cinzia Ruocco. No, respondió ella. Ni bebido ni, al parecer, a falta de los informes de toxicología, que tardarían semanas, intoxicado de ninguna otra forma. Aparte de eso que les pasa a todos los hombres, que creen que tener un coche deportivo muy rápido les vuelve más machos que si tienen un coche «sensato». No le sorprendería saber que ese hombre tenía también una moto. Algo grande para sustituir lo que tenía entre las piernas, que no tenía un tamaño nada impresionante, le informó con satisfacción.

Sì, sì —dijo Salvatore.

Sabía que Cinzia vivía con un hombre, pero no le quedó más remedio que preguntarse cómo podía vivir ese pobre tipo con el desdén general que sentía ella por el género masculino. Colgó y examinó un mapa que tenía en la pared de su despacho. Había tantas cosas en los Alpes Apuanos… Les llevaría un siglo averiguar dónde se dirigía el hombre muerto, si es que eso resultaba relevante para el caso.

Salvatore había conseguido una foto de Squali en uno de sus días buenos, es decir, cualquiera anterior al día en que encontraron su cuerpo. Era un hombre guapo y, con la imagen en su poder, no fue difícil volver a las fotos de las turistas que había guardado en su portátil, para verificar si era Squali el que estaba de pie en el grupo detrás de Hadiyyah, con la tarjeta de la carita sonriente amarilla. Al ver que efectivamente era él, Salvatore reflexionó sobre las opciones que tenía.

Todas tenían que ver con Piero Fanucci. il Pubblico Ministero no se iba a alegrar precisamente cuando Salvatore le revelara que se había equivocado con su principal sospechoso. Durante los últimos dos días, Fanucci había confiado en la evidente culpa de Carlo Casparia, filtrando cada vez más detalles de la «confesión» del drogadicto a la prensa. Había dado una entrevista sobre la investigación al Prima Voce. Esa entrevista había acabado en la primera página del tabloide y también en su página web, lo que significaba que pronto la traducirían para los medios británicos, cuyos reporteros ya habían empezado a aparecer por Lucca. No habían tardado en suponer que la cafetería que había en la esquina de la calle de la questura era el mejor lugar para enterarse de los cotilleos sobre el caso. Como sus compañeros italianos, estaban acostumbrados a acorralar a los policías para hacerles preguntas.

Por eso no le quedaba más remedio que decirle a il Pubblico Ministero lo del descubrimiento de Roberto Squali. Si no se lo decía él, lo haría un reportero o, lo que era peor, Piero lo leería en el Prima Voce. Y si eso ocurría, el Infierno se abriría bajo los pies de Salvatore. No podía hacer otra cosa que ir a ver a Fanucci.

Salvatore dio al magistrato todos los detalles que hasta entonces le había ocultado: el descapotable rojo, la persona que había visto a un hombre y a una niña que iban hacia los bosques, las fotos de las turistas norteamericanas de un hombre que llevaba una tarjeta que, al parecer, le había dado a la niña desaparecida, y el accidente con el cuerpo del mismo hombre que llevaba muerto y a la intemperie cuarenta y ocho horas.

Fanucci escuchó la enumeración de Salvatore desde el otro lado de su enorme mesa de nogal, dando vueltas con los dedos a un bolígrafo y con los ojos fijos en los labios de Salvatore. Cuando este terminó, il Pubblico Ministero echó atrás su silla bruscamente, se puso en pie y caminó hasta las estanterías. Salvatore se preparó para la furia de Fanucci, que posiblemente incluiría el lanzamiento de alguno de los volúmenes legales en su dirección.

Pero su respuesta fue otra.

Così… —murmuró Fanucci—. Così, Topo

Salvatore esperó que dijera algo más. No tuvo que hacerlo mucho.

Ora capisco com’è successo —dijo Fanucci reflexivo. No sonaba nada preocupado por la información que le acababa de dar.

Davvero? —Salvatore necesitaba una explicación—. Allora, Piero…? —Si Fanucci de verdad veía cómo había sucedido el secuestro y todo lo relacionado con él, Salvatore estaba deseando oír las conclusiones del magistrato.

Fanucci se volvió hacia él con una de esas sonrisas falsas y paternalistas, que no era más que una señal de que lo que estaba por venir iba a ser peor.

Questo… —le dijo—. Has encontrado el vínculo que estaba buscando. Deberíamos celebrarlo.

—El vínculo —repitió Salvatore.

—Entre nuestro Carlo y lo que le hizo a la niña. Ahora todo encaja, Topo. Bravo. Hai fatto bene. —Fanucci volvió a su mesa y se sentó. Siguió explayándose—: Sé muy bien lo que vas a decir: «Hasta ahora no hemos encontrado ningún vínculo que relacione a Squali con Carlo Casparia, magistrato». Pero eso es porque no lo habéis encontrado aún. Pero lo encontraréis, y eso demostrará que las intenciones de Carlo eran las que yo dije que eran. No quería a la niña para él. ¿No te lo advertí? Como ahora puedes ver, y yo vi en cuanto me dijiste que había un Carlo, quería vender a la niña para conseguir drogas. Y eso fue lo que hizo.

—A ver si lo he entendido bien, magistrato —dijo Salvatore con cautela—. ¿Quiere decir que cree que Carlo vendió a la niña a Roberto Squali?

Certo. Y Squali es la dirección por la que tienes que seguir: encontrar el punto de la cadena donde esté el eslabón que te lleve hasta Carlo.

—Pero, Piero, lo que sugieres… Una simple comparación con las fotografías de las turistas revela que no es probable que Carlo tuviera nada que ver.

Fanucci entornó los ojos, pero su sonrisa no desapareció.

—¿Y las razones que tienes para decir eso son…?

—Mi razón es que en una de las fotos este hombre, Squali, tiene una tarjeta que, en la foto siguiente, se ve en manos de la niña. ¿Eso no sugiere que fue él, y no Carlo, quien la siguió en el mercato el día que desapareció?

—¡Bah! —respondió Fanucci—. Ese hombre, Squali… ¿Con qué frecuencia se le ve en el mercato, Topo? ¿Solo esta vez? Mientras que Carlo y la niña están todas las semanas, ? Lo que te estoy diciendo es que Carlo conocía a este hombre, sabía lo que quería. Después ve a la niña y urde su plan basándose en los movimientos de la niña que él, y no Roberto Squali, ha estudiado. Hablaremos con Carlo otra vez, amigo mío. Y él nos dirá las intenciones de Squali. Hasta ahora no me ha mencionado ese nombre. Pero cuando yo se lo diga a él. Aspetta, aspetta

Salvatore era capaz de ver cómo se iban a desarrollar los acontecimientos ahora que Fanucci tenía un nombre para utilizar en otro interrogatorio con Casparia. Lo sacaría de la cárcel y volvería a llevarlo a una sala de interrogatorios otras dieciocho, veinte o veinticuatro horas, sin comer ni beber, el tiempo suficiente para que Carlo empezara a «imaginar» cómo él y Roberto Squali se convirtieron en los mejores amigos del mundo y planearon secuestrar a una niña de nueve años por razones que se podía inventar sobre la marcha.

—Piero, por Dios —le dijo Salvatore—. En el fondo, sabes que Carlo no tiene nada que ver con esto. Y lo que te estoy diciendo, lo de Roberto Squali…

—Salvatore —dijo il Pubblico Ministero en tono amistoso—, yo no sé nada de lo que dices. Carlo Casparia ha confesado. Tengo una confesión firmada sin coacción alguna. Y la gente que es inocente no hace esas cosas, te lo aseguro. Carlo no es inocente.

Victoria, Londres

Barbara estuvo sentada durante la reunión de la mañana, con la mente hecha un lío, aunque consiguió que su expresión permaneciera atenta mientras el inspector detective John Stewart hablaba sin parar. También logró mantener las formas cuando le pidió que hiciera una presentación de lo que había conseguido averiguar en las tres entrevistas que había hecho el día anterior. No importaba que se hubiera quedado en las oficinas de Scotland Yard hasta pasadas las diez de la noche, obedientemente, redactando y poniendo en orden los informes para que él los examinara. Stewart seguía con la intención de pillarla en un renuncio.

«Pues siento decepcionarte, tío», fue lo que pensó Barbara mientras hacía su informe. Pero demostrar que el inspector se equivocaba con ella no le produjo mucha satisfacción. Estaba demasiado afectada por lo que le había dicho Dwayne Doughty cuando habló con él en la comisaría de Bow Road.

Lo de khushi había hecho que pasara una mala noche. Ese detalle le decía con insistencia que tenía que llamar a Taymullah Azhar a Italia y exigirle unas cuantas respuestas. Lo que evitaba que lo hiciera era un principio básico del trabajo policial: no puedes enseñar tu juego cuando estás en plena partida, y sin duda no le das pistas a un sospechoso para indicarle que lo es cuando él no cree serlo.

Aun así, sucedía que la idea de que Azhar fuera sospechoso era como un ascua de carbón caliente que tuviera alojada en la garganta en todo momento, incluso entonces, en medio de su reunión de la mañana. Azhar era, después de todo, su amigo, un hombre que Barbara creía que conocía bien. La idea de que, en realidad, fuera alguien que podía orquestar el secuestro de su propia hija era impensable. Porque no importaba desde qué perspectiva lo viera, los hechos con los que había rebatido a Dwayne Doughty seguían siendo lo fundamental, a pesar de lo que el investigador privado decía de Azhar: su trabajo y su vida estaban en Londres, así que, si de alguna forma había organizado el secuestro de su hija, ¿cómo demonios se suponía que se iba a hacer con su pasaporte, eh? Y aunque consiguiera hacerle otro, volvería con ella a Londres, y Angelina Upman haría exactamente lo que hizo cuando vino con Lorenzo Mura: aparecer en la puerta de Azhar exigiéndole que le devolviera a su hija.

Pero… lo de khushi seguía ahí. Barbara intentó encontrar una razón por la que Doughty pudiera conocer ese apelativo que Azhar utilizaba con su hija. Supuso que Azhar se lo habría dicho de pasada en algún momento, o tal vez en alguna ocasión se refirió a Hadiyyah así. Pero, en todo el tiempo que hacía que Barbara le conocía, solo le había oído utilizar la palabra cuando hablaba con Hadiyyah. Nunca utilizaba era término cuando hablaba «de ella». Entonces, ¿por qué la llamaría khushi cuando hablaba con Doughty? La respuesta solo podía ser que no lo había hecho. Pero esa respuesta creaba una nueva pregunta: ¿qué podía hacer ella ahora?

Llamar a alguien parecía la única respuesta: llamar a Lynley para presentarle los hechos que tenía y pedirle consejo, o llamar a Azhar y sacarle alguna pista que aclarara si lo que decía Doughty era cierto o no. Barbara quería hacer lo primero. Pero sabía que tenía que hacer lo segundo. Si Azhar hubiera estado en Londres, habría podido enfrentarse a él en persona para verle la cara cuando se lo dijera. Pero no estaba en Londres, Hadiyyah seguía desaparecida y ella no tenía elección sobre cuál debía ser su siguiente paso, ¿no?

Esperó a que surgiera el momento oportuno mucho después de la reunión de la mañana, cuando el inspector Stewart estuviera ocupado con otra cosa. Llamó a Azhar al móvil, pero la conexión no era buena. Al parecer estaba en los Alpes, le dijo, y durante un momento creyó que se había ido a Suiza por alguna razón estrafalaria.

—¿Los Alpes? —exclamó ella.

—Los Alpes Apuanos —aclaró él—. Están al norte de Lucca.

La conexión mejoró cuando entró en lo que le dijo que era la pequeña piazza de uno de los pueblos encerrados entre esas montañas.

Lo estaba recorriendo en busca de su hija. Pretendía visitar todos los pueblos que se encontrara al subir por la carretera que serpenteaba entre los Alpes. Desde esa carretera, un coche descapotable rojo había caído a un precipicio y el conductor había muerto. Y dentro del descapotable, Barbara…

En ese momento al pobre hombre se le quebró la voz. Ella no sentía las manos ni los pies.

—¿Qué? Azhar, ¿qué?

—Creen que Hadiyyah estaba con ese hombre —le dijo—. Han ido a casa de Angelina a buscar sus huellas, muestras de ADN y… no sé qué más.

Barbara se dio cuenta de que estaba intentando no sollozar.

—Azhar…

—No podía quedarme en Lucca esperando noticias. Compararán las muestras del coche, lo que encuentren dentro y fuera, y lo sabrán, pero yo… Saber que puede que estuviera con él y después… —Un silencio y una exclamación ahogada que apenas pudo controlar. Barbara sabía lo humillante que era para él que alguien le oyera sollozar. Poco después dijo—: Perdóname. Esto es algo impropio.

—Demonios —le dijo en un susurro intenso—. Azhar, estamos hablando de tu hija. No tiene que haber nada «impropio» entre tú y yo cuando se trata de Hadiyyah, ¿me oyes?

Eso solo pareció empeorar las cosas, porque él sollozó y solo consiguió decir «gracias», y nada más.

Ella esperó. Deseó estar allí, en donde fuera que estaba él, porque entonces le habría abrazado para darle el único consuelo que podía ofrecer en esa situación. Pero habría sido un consuelo muy pobre. Cuando una niña desaparece, cada día que pasa se reducen las posibilidades de encontrarla con vida.

Azhar por fin consiguió darle más detalles y un nombre: Roberto Squali. Él era la clave de lo que le había ocurrido a Hadiyyah. Era quien conducía el descapotable, y ahora estaba muerto.

—Un nombre es un principio —le dijo Barbara—. Un nombre, Azhar, es un buen principio.

Lo que la llevaba, claro, al apelativo khushi y a la razón de su llamada. Pero no era capaz de mencionarle eso al padre de Hadiyyah justo en ese momento. Ya estaba bastante disgustado con lo que había sucedido. Preguntarle por khushi, hacerle insinuaciones sobre su supuesta coartada en Berlín o pedirle pruebas definitivas sobre que él no era el cerebro que había detrás de la desaparición de su adorada hija como decía el investigador privado que había contratado… Barbara se dio cuenta de que no podía hacer eso. Porque la misma idea de que podría haber ido a Berlín y montar una coartada mientras alguien que él había contratado en Italia estaba llevándose a su hija de un mercado lleno de gente… No tenía sentido. No cuando entraba en el cuadro Angelina Upman. A menos, claro, que el plan fuera ocultar a Hadiyyah en alguna parte hasta que su madre acabara creyendo que estaba muerta. Pero ¿la madre de un niño desaparecido llega alguna vez a perder la esperanza? Y aunque ese fuera el plan y Azhar tuviera intención de traer de nuevo a su hija a Inglaterra sin pasaporte en algún momento dentro de seis, ocho o diez meses, ¿qué se suponía que iba a hacer Hadiyyah? ¿No volver a tener contacto nunca con su madre?

Ninguna de esas conjeturas tenía sentido. Azhar era inocente. Estaba sufriendo un dolor intolerable. Y lo que no podía hacer en ese momento era empeorar las cosas con preguntas mordaces sobre lo que aseguraba Dwayne Doughty y su utilización de la palabra khushi, como si esa palabra en urdu fuera la clave de un enigma de vida o muerte que parecía hacerse más grande cada día que pasaba.

Lucca, la Toscana

A última hora de la mañana, Salvatore tenía la confirmación de sus sospechas. Las huellas de la niña desaparecida estaban en el descapotable rojo. Unos forenses, acompañados por el inspector Lynley, habían ido a la Fattoria de Santa Zita para obtener muestras del dormitorio de la niña: huellas y ADN de su cepillo del pelo y del cepillo de dientes. Los resultados de ADN tardarían un tiempo. Pero en cuanto a las huellas, solo habían necesitado unas cuantas horas para recogerlas, llevarlas al laboratorio y compararlas con las que habían encontrado en el coche, a ambos lados del asiento del acompañante, en el cierre del cinturón de seguridad y en el salpicadero. Con eso prácticamente no hacía falta el ADN, aunque, como los resultados de este se habían convertido en algo necesario para los juicios, habría que hacer las pruebas pertinentes.

Pero, para su trabajo, Salvatore no necesitaba esos resultados. Lo que necesitaba era entrevistarse con alguien que conociera a Roberto Squali. Empezó por ir a su casa. Estaba en Via del Fosso, una calle que cruzaba de norte a sur la ciudad amurallada y que quedaba extrañamente cortada por un canal estrecho que había justo en el centro, en el que helechos recientes salían de las grietas que había en las orillas. La residencia de Squali estaba en la parte oeste del canal, cruzando una pesada puerta que ocultaba uno de los mejores jardines privados de Lucca.

La mayoría de los hombres italianos de la edad de Squali no vivían solos. Vivían en casa de sus padres, generalmente bien atendidos por madres que los adoraban, hasta que les llegaba la hora de casarse. Pero en el caso de Roberto Squali no era así. Según parecía, Squali era de Roma y sus padres vivían allí. El hombre vivía en la residencia de su tía paterna y su marido. Tras preguntarles, Salvatore descubrió que había sido así desde que Roberto era adolescente.

Los tíos —que se apellidaban Medici, pero no eran parientes de la famosa familia— se reunieron con Salvatore en el jardín, donde, bajo las ramas de una higuera, se sentaron en el borde de la silla como si fueran a saltar para huir de él a la mínima provocación. La policía ya los había visitado; así se habían enterado de la muerte de su sobrino en un accidente de coche. Habían informado a sus padres en Roma. La familia estaba destrozada y ahora estaban preparando el funeral.

No se derramó ninguna lágrima en ese jardín por la inesperada muerte de Roberto. A Salvatore le pareció raro. Teniendo en cuenta todos los años que Squali había vivido con sus tíos, le pareció que ellos deberían considerarlo como un hijo. Pero no, y unas preguntas cautelosas por su parte le revelaron la razón.

Roberto no era una fuente de orgullo para su familia. Era más bien lo contrario. A los quince años, con un afán emprendedor que no casaba con su edad, se había dedicado a hacer dinero fácil gestionando una pequeña red de prostitución que ofrecía los servicios de mujeres inmigrantes africanas. Sus padres lo sacaron de Roma cuando estaban a punto de arrestarlo, no solo por eso, sino también por haber disfrutado de los placeres de la carne que le ofreció —al menos según la versión de Roberto— la hija de doce años de unos conocidos de la familia. Los padres de la niña violada accedieron a un acuerdo económico elevado por el desfloramiento de la niña, y su familia convenció al fiscal para que aceptara también ese acuerdo que garantizaba la ausencia de Roberto de la Ciudad Eterna durante las siguientes décadas. Así se evitaron tanto el arresto como el juicio. La desgracia familiar se enterró enviando al chico a Lucca. Y ahí había permanecido durante los últimos diez años.

—No es un mal chico —le aseguró la signora Medici a Salvatore, más por la costumbre de la repetición que por puro convencimiento—. Es que… Para Roberto… —Miró a su marido. Parecía una mirada de precaución.

Fue él quien prosiguió.

Vuole una vita facile.

Y para Roberto la vida fácil quedaba definida por trabajar lo menos posible, porque había muchas cosas que disfrutar en esta sociedad, y él estaba decidido desde pequeño a tener una cesta a mano cuando algo apareciera colgando de un árbol lo bastante bajo para que él lo alcanzara. Cuando trabajaba, lo hacía de camarero en algún restaurante caro en Lucca, en Pisa y ocasionalmente en Florencia. Como era encantador, nunca le costó encontrar empleo. Pero mantenerlo era otra cuestión.

—Rezamos por él —murmuró la signora Medici—. Desde que tenía quince años todos rezamos para que con el tiempo se convirtiera en un hombre como su padre o como su hermano.

El hecho de que Roberto tuviera un hermano era algo que merecía la pena indagar, pero las explicaciones fueron muy rápidas. Cristoforo Squali, al parecer, era el hijo perfecto de la familia: architetto en Roma, casado hacía tres años había dado un nieto a sus orgullosos padres once meses después de que se dijera el «sí, quiero». Con otro hijo en camino, Cristo era todo lo que Roberto no era. Nunca había metido la pata desde el día que nació. Mientras que Roberto… La signora Medici se santiguó.

—Rezamos por él —repitió—. Novenas todas las semanas, su madre y yo. Pero Dios nunca escuchó nuestras plegarias.

Salvatore les habló entonces de dónde se había producido el accidente de su sobrino. Parecían saber muy poco sobre lo que hacía por la Toscana, pero había una posibilidad de que ese viaje a los Alpes Apuanos les despertara un recuerdo de una conversación con él, de la mención casual de un amigo, un socio o un conocido que vivía allí. No les dijo que Roberto estaba relacionado de alguna forma con la desaparición de la niña inglesa de la que hablaban los periódicos y la televisión. Decírselo provocaría que rápidamente volvieran al modo de secreto familiar, teniendo en cuenta el roce que había tenido con la ley y que la familia había logrado ocultar en Roma.

Salvatore no esperaba que supieran mucho sobre lo que Roberto podía estar haciendo en los Alpes Apuanos. Así que se sorprendió cuando la signora Medici y su marido se miraron con lo que parecía consternación cuando les dijo dónde habían encontrado el coche de su sobrino. El aire entre ellos pareció chisporrotear por la tensión cuando la signora repitió:

Le Alpi Apuane? —Cuando habló, la expresión de su marido se endureció con una mezcla de aversión y furia a partes iguales.

—corroboró Salvatore. Si tenían una carta stradale de la Toscana podía mostrarles aproximadamente dónde habían encontrado el coche de su sobrino.

La signora Medici miró a su marido. Su mirada parecía preguntarle si de verdad querían saber más llegados a ese punto. Estaban preocupados por algo, concluyó Salvatore, tal vez intentando decidir si preferían permanecer en la ignorancia en cuanto a las actividades de Roberto.

El signor Medici tomó la decisión por los dos. Se puso de pie y le dijo a Salvatore que entrara con él en la casa. Salvatore le siguió por la puerta abierta que estaba protegida contra la entrada de insectos por una cortina de tiras de plástico. Por allí se pasaba a una gran cocina de suelo de baldosas de terracota bien fregadas.

Aspetti qui —le dijo a Salvatore.

El signore desapareció por otra puerta hacia una parte de la casa que estaba a oscuras, mientras su mujer se acercaba a la cocina y, de un estante que había encima, cogía una gran cafetera italiana en la que empezó a echar café. Le pareció más una excusa para ocupar las manos que una oferta de hospitalidad, porque, una vez que echó el agua y puso la cafetera sobre la llama del fornello, se olvidó de ella inmediatamente.

El signore volvió con un mapa de la Toscana muy gastado. Lo extendió sobre una isleta de madera con muchas muescas que estaba en la parte central de la cocina. Salvatore estudió el mapa, intentando recordar en qué punto exacto estaba la última salida que había en la ruta al lugar del accidente. Con el dedo recorrió la ruta que él y el inspector Lynley habían seguido. Llegó hasta el primer desvío de la carretera principal y entonces la signora Medici soltó un gemido y su marido una maldición.

Che cosa sapete? —les preguntó Salvatore—. Dovete dirmi tutto. —Porque era obvio que sabían más de lo que querían decir sobre los Alpes Apuanos. Para convencerlos de que tenían que decirle todo lo que sabían, vio que no le quedaba más remedio que hablarles de la posible implicación de Roberto en un delito grave.

Ma lei, lei… —le murmuró la signora a su marido. Se agarró a su brazo como si buscara una especie de consuelo.

Chi? —les presionó Salvatore. ¿Quién era esa «ella» a la que se refería la signora?

Después de una mirada agónica entre los dos, el signor Medici fue quien habló. «Ella» era su hija, Domenica, que residía en un convento aislado casi en lo más alto de los Alpes Apuanos.

—¿Una monja? —preguntó Salvatore.

No, no era monja, le dijo el signore. Era, y entonces los labios del hombre se curvaron con repugnancia, una pazza, un’imbecille, una

—¡No! —gritó su esposa. Eso no era cierto. No estaba loca ni era retrasada. Era una chica un poco simple que había querido pasar su vida en presencia de Dios y en santo matrimonio con Jesucristo, pero se lo habían negado. Quería oración. Quería meditación. Quería contemplación y silencio, y si él no entendía que un profundo amor por la religión católica había creado en su hija una naturaleza tremendamente espiritual y a la vez completamente inocente…

—No quisieron aceptarla —la interrumpió el signor Medici haciendo un gesto para quitarle importancia a la defensa que su esposa estaba haciendo de su hija—. No tenía la inteligencia suficiente. Y lo sabes tan bien como yo, Maria.

A partir de todo eso, Salvatore intentó unir las piezas de aquel puzle, que parecía complicarse por momentos. Domenica no era monja, pero ¿vivía en un convento con las otras monjas? ¿Era una especie de acólita de algún tipo? ¿Sirvienta? ¿Cocinera? ¿Lavandera? ¿Una costurera que ayudaba en la fabricación de vestiduras para los curas de la provincia?

El signor Medici soltó una carcajada desagradable. Al parecer todas las sugerencias de Salvatore eran demasiado para su figlia stupida. Se dedicaba a cuidar de los terrenos del convento y vivía en unas habitaciones que había encima de una ruina que llamaban granero. Ordeñaba las cabras, cultivaba verduras y se imaginaba que era parte de la comunidad. Incluso se llamaba a sí misma «hermana Domenica Giustina» y se había hecho con unos manteles una especie de hábito que se parecía al que llevaban las monjas.

Durante la descripción del hombre, su mujer empezó a llorar. Se apartó de su marido y juntó las manos con fuerza en su regazo. Cuando el hombre terminó, ella se volvió hacia Salvatore y dijo:

Figlia unica.

Aquello explicaba parte del dolor que sentía y de la ira que se notaba en su marido. Domenica era su única hija. Ella había concentrado todas las esperanzas de sus padres para el futuro, que habían quedado destruidas cuando, con el paso de los años, se hizo cada vez más obvio que la niña no era normal.

Salvatore tuvo que hacer la siguiente pregunta a pesar de la angustia que les estaba creando tener que hablar de Domenica. ¿Podía Roberto Squali ir en dirección al convento donde vivía Domenica? ¿Domenica y él se habían mantenido en contacto desde que ella se fue a vivir allí?

Eso no lo sabían. Su sobrino y su hija habían estado unidos cuando eran adolescentes, pero eso quedó atrás cuando Roberto se dio cuenta de los límites de lo que Domenica podía ofrecer a alguien como compañera. No le llevó mucho tiempo darse cuenta, y era de esperar. De hecho, la vida de Domenica se había visto mayormente definida por breves relaciones con personas que acababan entendiendo que lo que parecía ser una naturaleza profundamente espiritual era, en realidad, una incapacidad para vivir en el mundo tal y como era.

Salvatore fue deduciendo todo eso, pero ninguno de esos detalles eliminaba la posibilidad de que Roberto Squali hubiera ido conduciendo su descapotable hacia las montañas para ir a ver a su prima. Sería un golpe de suerte que su intención fuera ir al convento. No importaba que fuera algo corta, había muchas posibilidades de que la hermana Domenica Giustina pudiera decirles algo sobre lo que le había pasado a la niña inglesa.

Villa Rivelli, la Toscana

Domenica fue a buscar a Carina. Los últimos tres días la niña la había evitado. Durante las oraciones y los ayunos, Domenica la había oído moviéndose por las habitaciones que había encima del granero y sintió la presencia de la niña, que observaba y esperaba a que la hermana Domenica Giustina entendiera qué tenía que hacer después. Ahora estaría en algún lugar de los terrenos de Villa Rivelli. La hermana Domenica Giustina se sentía segura sabiendo que Dios la llevaría hasta Carina sin problemas.

Y así fue. Como si el ángel Gabriel la guiara, la hermana Domenica Giustina fue hacia el giardino hundido con sus fuentes que salpicaban agua por todas partes. Carina no estaba a la vista, pero eso no importaba, porque, en el extremo más alejado del jardín, estaba la Grotta dei Venti. Esa grotta tenía una cámara de piedra y conchas, y cuatro estatuas de mármol de cuyos pies brotaba agua que fluía de forma continua hacia un canal que salía de un manantial que había mucho más abajo. Eso hacía que el aire de la gruta estuviera fresco y resultara atractivo en ese día tan caluroso. Y ahí es donde la hermana Domenica Giustina vio a la niña, como si la estuviera esperando.

Estaba sentada en el suelo de piedra, entre las sombras más oscuras y frescas, con las rodillas junto a la barbilla y los delgados brazos rodeándole las piernas. Cuando la hermana Domenica Giustina entró en la gruta, vio que la niña se encogía para apartarse.

Vieni, Carina —le dijo en voz baja, y extendió la mano—. Vieni con me.

La niña la miró con una expresión angustiada. Empezó a hablar, pero lo que dijo no era en italiano, así que la hermana Domenica Giustina solo entendió unas pocas palabras.

—Quiero a mi mamá —dijo Carina—. Y quiero a mi padre. Se suponía que tenía que verlo. ¿Dónde está? Quiero ir con él, no quiero estar aquí más tiempo, ¡tengo miedo y quiero a mi papá ahora, ahora, ahora!

«Papá» fue la palabra que la hermana Domenica Giustina entendió de esas frases dichas tan atropelladamente.

Tuo padre, Carina? —dijo ella.

—Quiero irme a casa y quiero a mi padre.

Padre, sì? —repitió la hermana Domenica Giustina—. Vorresti vedere tuo padre?

Voglio andare a casa —dijo la niña, en voz más alta—. Voglio andare da mio padre, chiaro?

Ah, sì? —respondió la hermana Domenica Giustina—. Capisco, ma prima devi venire qui.

Extendió la mano una vez más. Si la niña quería ir a casa con su padre, como decía, había que dar algunos pasos antes y no podían empezar en la Grotta dei Venti.

La niña miró la mano que le tendía. Su expresión era de duda. La hermana Domenica Giustina le sonrió un poco para animarla.

Non avere paura —le dijo, porque no había ninguna razón para que tuviera miedo.

Entonces Carina se puso de pie lentamente. Y le dio la mano a la hermana Domenica Giustina. Juntas dejaron el confinamiento fresco de la gruta y subieron las escaleras que salían del jardín hundido y se acercaban a la enorme villa cerrada.

Ti dobbiamo preparare —le murmuró la hermana Domenica Giustina. Porque no podía ir a encontrarse con su padre sin prepararse antes. Tenía que estar lista: dulce, limpia y pura. Se lo explicó mientras tiraba de ella para que avanzara más allá de la amplia y vacía galería de la villa, de los amplios escalones que llevaban a ella y girando la esquina del edificio en dirección a las enormes bodegas.

Cuando se acercaron a los escalones que llevaban a las bodegas, los pasos de Carina empezaron a volverse vacilantes. Empezó a tirar con obvia reticencia. Y se puso a decir cosas que la hermana Domenica Giustina no podía entender.

—¡Mi padre no está ahí, no está en las bodegas, has hablado de mi padre, has dicho que me llevarías con mi padre, no quiero ir, no quiero, no quiero, está oscuro ahí dentro y huele mal! ¡Tengo miedo!

La hermana Domenica Giustina dijo:

No, no, no. Non devi

Pero la niña no entendía. Tiró en dirección opuesta con todas sus fuerzas, pero la hermana Domenica Giustina contrarrestó sus tirones con una fuerza que superaba la de la niña para seguir su camino.

Vieni —le dijo—. Devi venire.

Bajaron un escalón, después otro y, por fin, un tercero. Le costó un enorme esfuerzo, pero consiguió que la niña entrara en la oscuridad húmeda y rancia de la bodega.

Pero entonces empezó a chillar. Y la única forma de silenciarla era tirar de ella hacia dentro, mucho más adentro, por las salas de la bodega, hasta que nadie que perteneciera al mundo que había más allá de las imponentes paredes de ese lugar terrible pudiera oírla.

Lucca, la Toscana

Salvatore sabía que las posibilidades de que Roberto Squali hubiera organizado el secuestro de la niña británica en solitario eran remotas. Y aunque su pasado le identificaba claramente como alguien que jugaba en el campo de las actividades ilegales, durante años no había protagonizado ningún escándalo ni ninguna trasgresión de la ley. La conclusión lógica era que, aunque la niña estuvo con él, no se había convertido en una víctima potencial de secuestro gracias a su propia inspiración. La tarjeta de visita de Michelangelo Di Massimo en el portafoglio de Squali sugería que había un vínculo importante entre el detective privado, Squali y el delito en cuestión. Salvatore estaba decidido a encontrarlo.

No le llevó mucho tiempo, porque Roberto Squali no se había preocupado de ocultar esa relación, muy seguro aparentemente del éxito de su plan. Los registros de su telefonino revelaron que había hecho llamadas a Michelangelo Di Massimo. Los de su cuenta bancaria mostraban un sustancial ingreso en efectivo el día de la desaparición de la niña. Ese depósito excedía en mucho los que Roberto Squali hubiera hecho en su cuenta en cualquier otro momento. Salvatore no era un hombre de hacer apuestas, pero en ese momento estaba dispuesto a apostar a que una cantidad idéntica al ingreso de Squali había abandonado la cuenta de Michelangelo Di Massimo ese mismo día. Hizo los arreglos necesarios para que le enviaran esos registros por Internet. Después ordenó que trajeran al detective pisano a la questura. Ya no iba a haber más visitas de cortesía de la policía a la oficina de Di Massimo, ni a su peluquería, ni a ninguna otra parte en la que estuviera ese hombre. Salvatore quería intimidar a Di Massimo y sabía cuál era la mejor forma de hacerlo.

Llamó al inspector Lynley antes de que Di Massimo llegara. También llamó a Piero Fanucci para ponerle al día de lo que había descubierto y qué dirección estaba tomando el caso. Con Lynley, la conversación fue breve: si al inspector jefe no le importaba, el detective británico quería estar presente en el interrogatorio de ese hombre. Con Fanucci, la conversación fue bastante delirante: ya tenían al secuestrador, o al menos al cerebro de la operación, Carlo Casparia, y las instrucciones de Salvatore habían sido y todavía eran encontrar la conexión que existía entre Roberto Squali y ese hombre. Si no podía hacerlo… ¿Es que Fanucci tenía que hacer que asignaran a otra persona al caso o Topo iba a entrar en razón y resistir su inclinación a seguir cualquier pista estrafalaria que apareciera ante sus ojos?

Su «Por el amor de Dios, Piero» no llevó a Salvatore a ninguna parte. Así que accedió, por inútil que supiera que era, a intentar encontrar la forma de probar la conspiración entre los tres hombres, cuando dos de ellos no conocían la existencia del tercero.

Cuando Lynley llegó a la questura, Salvatore le contó su visita a la casa de la familia Medici en Via del Fosso. En un mapa de la provincia le enseñó la situación del convento que habían indicado los padres de Domenica Medici, la guardesa del lugar. Podía ser algo o no, le dijo al inglés. Pero el hecho de que Squali condujera en dirección al lugar donde vivía su prima al menos sugería que ella estaba implicada de alguna forma. Una vez que consiguieran establecer la participación de Di Massimo en lo que ocurrió aquel día en el mercato, lógicamente el convento era el siguiente lugar que debían visitar.

La llegada de Di Massimo causó una revolución entre los paparazzi y los reporteros que había fuera, revoloteando alrededor de la questura, en busca del rastro de alguna nueva información sobre el caso. Cuando los vio, el detective pisano se cubrió la cabeza —lo que, teniendo en cuenta su pelo rubio, no parecía una mala idea—, pero una cabeza cubierta indicaba que no quería ser fotografiado, algo que, naturalmente, provocó que los paparazzi se pusieran a hacerle fotografías sin parar por si acaso resultaba ser alguien de interés.

Dentro de la questura, Di Massimo atrajo también mucha atención. Llevaba su ropa de cuero de motero y unas grandes gafas de sol tan oscuras que no se le veían los ojos. Sus demandas de un avvocato eran vociferantes y furiosas. Per favore fue una expresión que no utilizó en ningún momento.

Salvatore y el inspector Lynley le esperaban en una sala de interrogatorios. Cuatro policías uniformados aguardaban junto a las paredes para reforzar la idea de seriedad de la situación. Había una grabadora y una videocámara para documentar el interrogatorio. Empezaron con ofertas amables de comida y bebida, y la petición del nombre del abogado de Di Massimo para que pudieran enviar a buscarle inmediatamente para que le asistiera en cualquier necesidad que tuviera el sospechoso.

Indiziato? —repitió Di Massimo inmediatamente—. Non ho fatto niente.

A Salvatore le pareció interesante que el pisano hiciera una declaración de inocencia inmediatamente, en vez de preguntar qué delitos sospechaban que había cometido. Al oírlo, le hizo un gesto con la cabeza a uno de los agentes uniformados. El hombre sacó una carpeta con fotografías, que Salvatore colocó delante de Di Massimo.

—Esto es lo que sabemos, Miko —le explicó mientras abría la carpeta y empezaba a poner fotografías sobre la mesa—. Este pobre hombre —y colocó delante del detective tres fotografías de Roberto Squali en el lugar en que lo encontraron cuando llevaba cuarenta y ocho horas muerto a la intemperie en los Alpes Apuanos— es el mismo que este. —Y entonces mostró dos ampliaciones que habían hecho a partir de las fotos de las turistas: Roberto Squali de pie detrás de la niña desaparecida, y Roberto Squali con una tarjeta en la mano que después aparecía en manos de la niña.

Di Massimo bajó la vista para mirarlas. Cuando lo hizo, Salvatore estiró la mano y le quitó las gafas de sol. Di Massimo intentó apartarse y después pidió que se las devolviera. Salvatore dijo: «un attimo» y eso le dejó claro que todo, lo bueno, lo malo y lo indiferente, llegaría más tarde.

—No conozco a ese hombre —dijo Di Massimo cruzando los brazos cubiertos de cuero sobre el pecho.

—Pero si apenas has mirado las fotos, amigo mío.

—No necesito mirarlas más para decirte que no tengo ni idea de quién es.

Salvatore asintió, reflexivo.

—Entonces es raro, Michelangelo, que respondiera a tantas llamadas tuyas en las semanas que precedieron al rapto de la niña —dijo señalando a Hadiyyah—, y que hiciera un ingreso en efectivo tan grande en su cuenta bancaria después de que desapareciera. No será difícil para nosotros, ya lo sabes, descubrir si la cantidad de ese ingreso es igual a una retirada de dinero de tus propias reservas. Estamos en vías de comprobarlo ahora mismo, mientras tú y yo hablamos.

Michelangelo no dijo nada, pero en el nacimiento de su pelo empezaron a aparecer minúsculas gotas de sudor.

—Por cierto, sigo esperando que me digas el nombre de tu avvocato —añadió Salvatore con mucha educación—. Querrá aconsejarte cuál es la mejor manera de escapar de la red en la que estás atrapado ahora mismo.

Di Massimo no dijo nada. Salvatore le dejó pensar. El pisano no tenía forma de saber cuánta información tenía la policía en ese momento, pero el hecho de que le hubieran llevado a la questura le sugeriría que tenía un grave problema. Como ya había negado conocer al hombre al que había llamado muchas veces, su mejor estrategia ahora era decir la verdad. Incluso aunque hubiera llamado a Squali una docena de veces sin haberle visto nunca, la policía seguía contando con una conexión entre los dos que tendría que explicar de alguna forma. Lo único que Salvatore no sabía era cuánto tiempo necesitaba Di Massimo para construir una explicación que no tuviera nada que ver con la desaparición de Hadiyyah. Estaba seguro de que alguien que se decoloraba el pelo, habitualmente negro, para que se le quedara del color del mais era una persona que no tenía una mente muy ágil.

Y resultó que estaba en lo cierto.

Bene —dijo Di Massimo con un suspiro. Y empezó a contar su historia.

Le habían contratado para encontrar a la niña, como ya había admitido cuando el inspector jefe fue a preguntarle, ¿no? Le contrataron, la encontró y no volvió a pensar en ella una vez que informó del paradero de la madre y la hija en la Fattoria de Santa Zita, en las colinas de Lucca. Pero unas semanas después le llegó una solicitud de servicios totalmente diferente. Y tenía relación con la misma niña.

—¿Y qué servicios eran esos? —quiso saber Salvatore.

Que organizara su secuestro, respondió directamente. Él podía decidir dónde se llevaría a cabo. Pero la clave era que la niña no tuviera miedo en ningún momento. Así que contrató a alguien para vigilar a la familia, para ver si había algo que hicieran habitualmente, algo que les sirviera para poder llevársela. Debía ser que estuviera tan integrado en su rutina que nunca imaginaran que algo malo podía pasarle a la niña entonces. Buscaban un momento en el que tendrían la guardia baja. La persona que contrató era Roberto Squali, al que conocía porque era cameriere en un restaurante de Pisa.

Las visitas familiares semanales al mercato de Lucca de las que le habló Squali eran justo lo que buscaban. La madre de la niña se iba a su clase de yoga, su amante y su hija se dirigían al mercato, y ahí la niña y el hombre se separaban para que ella pudiera ver al acordeonista y su perro bailarín. Ese era el momento perfecto para llevársela, descubrió Di Massimo, pero el secuestro no podía realizarlo alguien que tuviera una apariencia tan fácil de recordar como la que tenía el detective. Por eso le dijo a Roberto Squali que lo hiciera él.

—Por lo que parece, la niña se fue con Roberto Squali por voluntad propia —intervino Salvatore—. Tuvo que recibir instrucciones de él, porque salió del mercato por una ruta que nunca antes había tomado y él fue detrás. Hay testigos que lo corroboran.

Di Massimo asintió.

—Ella no debía tener miedo. Le dije a Roberto una palabra que debía decirle para tranquilizarla y asegurarle que no tenía nada que temer.

—¿Una palabra?

Khushi.

—¿Qué palabra es esa?

—La que me dieron a mí. No sé qué significa.

Di Massimo siguió explicando que Roberto tenía que decirle a Hadiyyah que había ido a buscarla para llevarla con su padre. Le dio a Squali una tarjeta que le habían dicho que su padre le había escrito. Roberto tenía que darle la tarjeta y después decir esa palabra mágica, khushi¸ que parecía ser una especie de «Ábrete, sésamo» que conseguiría que ella cooperara totalmente. Una vez que la tuviera con él, tenía que llevarla a algún lugar seguro donde la niña no se sintiera en peligro. Y debía quedarse allí hasta que le dijeran a Michelangelo que había que liberarla. Y cuando le dijeran eso, también le dirían dónde debían hacerlo. Él le trasmitiría esa información a Roberto Squali, que iría a por la niña, la llevaría al punto de entrega y la dejaría allí para lo que fuera que pasara después.

Salvatore sintió náuseas.

—¿Qué se suponía que pasaría después? —preguntó con voz monótona.

Di Massimo no lo sabía. Solo le iban contando partes del plan según iba necesitando saberlas. Y así había sido desde el principio.

—¿Y de quién era el plan? —preguntó Salvatore.

—Ya se lo he dicho. De un hombre de Londres.

Lynley se revolvió en la silla.

—¿Me estás diciendo que desde el principio fue un hombre de Londres el que te contrató para secuestrar a Hadiyyah?

Di Massimo negó con la cabeza. No, no y no. Como ya les había dicho, primero le contrataron solo para encontrarla. Después de que la encontrara le pidieron que organizara su secuestro. Él no había querido hacerlo, no se debería separar nunca a una bambina de su mamma, vero? Pero cuando le dijeron que esta madre había abandonado a su hija durante un año para seguir a uno de sus amantes… Eso no estaba bien, no era correcto, no era el comportamento de una buena madre, ¿no? Así que accedió a llevársela. Por dinero, claro. Dinero que, por cierto, no había recibido en su totalidad. Eso le pasaba por fiarse de la palabra de un extranjero.

—¿Y este extranjero es…? —le preguntó Lynley.

—Dwayne Doughty, como les dije la primera vez. El plan de principio a fin era suyo. ¿Por qué quería que alguien secuestrara a la niña en vez de llevarla a reunirse con su papà? No lo sé. No pregunté.

Villa Rivelli, la Toscana

La hermana Domenica Giustina estaba recogiendo fresas cuando la mandaron llamar. Estaba usando unas tijeras para cortar la fruta de las plantas. Canturreaba un Ave que le gustaba especialmente y su dulce melodía hacía que se moviera entre las plantas con los pasos más ligeros que había dado nunca desde que había llegado a ese lugar.

Su largo periodo de castigo había terminado. Se había bañado y vestido con ropa limpia tras aplicar en sus muchas heridas un ungüento que ella misma hacía. Esas heridas dejarían de supurar pronto. Así era el amor de Dios.

Cuando oyó su nombre, se levantó de entre las fresas. Vio que una novicia se había acercado desde el convento y que la brisa fresca le agitaba el velo blanco. La hermana Domenica Giustina reconoció a la joven, aunque no sabía su nombre. Una rotura del paladar que no había sido bien reparada le había dejado la cara irregular, por eso tenía una expresión de pena permanente. No tendría más de veintitrés años. Que con esa edad fuera una novicia en la orden revelaba cuánto tiempo llevaba viviendo entre ellas.

—Te necesitan dentro, Domenica —le dijo—. Tienes que venir inmediatamente.

El espíritu de la hermana Domenica Giustina saltó como un gamo en su interior. No había entrado en el sagrado edificio del convento desde hacía años, desde el día que supo que no le permitirían vivir entre las buenas hermanas que estaban allí enclaustradas en un estado de santidad. Solo le habían permitido entrar unos pasos en la cocina de la pianoterra. Cinco pasos desde la puerta hasta la enorme mesa de pino donde dejaba para las monjas lo que había recolectado del huerto, hecho con la leche de las cabras o recogido de los pollos. E, incluso entonces, solo podía entrar cuando no había nadie presente. Conocía solo de vista a esa monja que había venido a buscarla, y únicamente porque la había visto llegar en compañía de sus padres un día de verano.

Mi segua —le dijo la novicia a la hermana Domenica Giustina. Se volvió, esperando que la otra mujer fuera detrás de ella.

La hermana Domenica Giustina hizo lo que le habían dicho. Habría preferido poder lavarse la tierra de las manos y tal vez cambiarse de ropa. Pero que la llamaran para entrar en el convento —porque esa tenía que ser su intención, ¿no?— era un regalo que no podía rechazar. Así que se limpió las manos, se sacudió la túnica, cogió un rosario que llevaba en el bolsillo entre los dedos y siguió a la monja.

Entraron a través de las enormes puertas principales, otro regalo para la hermana Domenica Giustina. Seguro que también era una señal. Las puertas daban a lo que antes era el inmenso soggiorno de la villa, un recibidor en cuyas paredes había un fresco en el que el magnífico dios Apolo conducía un carro a través de un cielo azul. Muy por debajo de él, el affreschi que había decorado la pared había sido encalado hacía tiempo. Los divani cubiertos de sedas colocados allí para acomodar a los huéspedes de la villa hacía mucho que habían desaparecido; los habían sustituido por sencillos bancos de madera que se alineaban delante de un altar igual de simple y muy bastamente tallado. Estaba cubierto con una fina tela almidonada. Sobre ella había un elaborado tabernáculo de oro, acompañado de una sola vela cubierta con un cristal rojo. La vela con la luz roja indicaba que el sacramento estaba presente. Hizo una genuflexión cuando estuvo ante él.

En el aire se notaba el inconfundible olor del incienso, una fragancia embriagadora que hacía muchos años que la hermana Domenica Giustina no olía. Estuvo encantada cuando la otra mujer le dijo que esperara allí. Asintió, se arrodilló sobre los duros azulejos del suelo y se santiguó.

Pero no pudo rezar. Había demasiado que ver, demasiado que experimentar. Intentó obligarse, pero su emoción era tan grande que le hacía llevar la mirada primero a un sitio y después a otro para contemplar el lugar donde la habían dejado.

La capilla estaba oscura, porque las ventanas estaban cubiertas por postigos y celosías. Las grandes puertas de la galería de la parte de atrás de la villa que estaban en la parte posterior del altar estaban tapadas con maderas, y colgados de esas tablas había tapices que habían tejido los dedos de las mujeres que vivían allí. Tenían escenas de la vida de santo Domingo, el santo que daba nombre a la orden de monjas y al que querían honrar con sus labores. Había pasillos que llevaban a la derecha y la izquierda de la capilla, y uno de ellos desembocaba en el corazón del convento. La hermana Domenica Giustina deseó poder pasear por el edificio, pero se quedó allí. La obediencia era uno de sus votos. Ese momento era una prueba y ella estaba decidida a pasarla.

Vieni, Domenica.

La voz que le decía que se acercara fue casi un susurro. Durante un momento, la hermana Domenica Giustina pensó que la propia Virgen le había hablado. Pero la mano que se posó sobre su hombro le aclaró que no había abandonado su cuerpo y al levantar la vista vio a una anciana con la cara llena de arrugas casi oculta tras los pliegues de un velo negro.

La hermana Domenica Giustina se levantó. La monja mayor asintió y, con las manos metidas en las mangas de su hábito, giró y se dirigió a uno de los pasillos. La puerta estaba cubierta con un intrincado enrejado de madera, pero se abrió hacia dentro al darle un leve empujoncito, y pronto la hermana Domenica Giustina y su acompañante estaban en un pasillo encalado con gruesas puertas cerradas a un lado y ventanas con los postigos echados al otro. Solo unos pasos más allá se detuvieron ante una puerta a la que la vecchia llamó suavemente. Alguien habló desde el otro lado. La monja mayor le indicó a la hermana Domenica Giustina que entrara. Cuando lo hizo, la puerta se cerró tras ella.

Estaba en un despacho amueblado con mucha sobriedad. Delante de una estatua de la Virgen, que miraba amorosamente hacia abajo a cualquiera que quisiera rezar a sus pies había un reclinatorio. Frente a ella, santo Domingo extendía las manos en una bendición desde una hornacina. Entre dos ventanas con los postigos echados había un escritorio muy despejado. Tras ese escritorio estaba sentada una mujer que la hermana Domenica Giustina solo había visto dos veces: era la madre superiora. La mujer miró a la hermana Domenica Giustina con una gravedad que le hizo saber que había llegado el momento trascendental.

Nunca se había sentido más feliz. Estaba segura de que la felicidad irradiaba de su cara, porque la sentía por todo el cuerpo. Había sido una pecadora terrible, pero ahora por fin la habían perdonado. Había preparado su alma para Dios y no solo la suya, sino también otra alma.

Durante años había estado en penitencia. Se había esforzado por demostrarle a Dios a través de sus acciones que comprendía lo graves que habían sido sus pecados. Rezar para que un hijo nonato —el hijo de su propio primo Roberto— fuera arrancado de su cuerpo, para que sus padres nunca supieran que lo había llevado en sus entrañas… Que le hubieran concedido su petición la noche en que sus padres no estaban en casa… Hacer que Roberto se deshiciera de lo que había salido con tanto dolor de su cuerpo allí, en la oscuridad del baño…

Estaba vivo, totalmente formado y vivo, pero incluso en esa situación había sentido la mano de Dios. Porque los breves cinco meses que había estado en su interior no eran suficientes para vivir sin ayuda, y la ayuda se le había negado. O eso había llegado a creer, porque se lo dio a Roberto, y este se lo llevó y se deshizo de él. Niño o niña, nunca lo supo. Nunca lo había sabido… Hasta que todo cambió, hasta que Roberto hizo que todo cambiara.

La hermana Domenica Giustina no se dio cuenta de que había dicho todo eso en voz alta hasta que la madre superiora se levantó de detrás de su mesa. Se apoyó en ella, con los nudillos contrastando claramente con el color de la madera, y murmuró:

Madre di Dio, Domenica. Madre di Dio.

Sí y sí, el hijo de sus entrañas no había muerto porque Dios actuaba de formas demasiado milagrosas para que sus humildes siervos las entendieran. Su primo le había devuelto a su hija para que la cuidara, para que le evitara todo mal, y eso era lo que la hermana Domenica Giustina había hecho hasta el momento en que Dios se había llevado al padre de la niña en un terrible accidente entre los Alpes. Y ella, la hermana Domenica Giustina, había quedado perdida, intentando entender lo que eso significaba. Pero, además de milagrosas, las acciones de Dios eran incomprensibles, y nosotros tenemos que esforzarnos por comprender los mensajes que hay en sus obras.

—Debemos demostrarle las cosas a Dios —concluyó la hermana Domenica Giustina—. Ella me preguntó por su papà. Dios me dijo qué hacer. Porque solo al cumplir la voluntad de Dios, por muy difícil que sea, conseguiremos el perdón total que buscamos. —Se santiguó. Sonrió y se sintió en paz, bendecida por Dios, pues al fin había entrado en ese lugar.

A la madre superiora se le aceleró la respiración. Tocaba con los dedos el anillo de oro que llevaba. Apretaba el crucifijo que había en él como si le estuviera pidiendo al Señor crucificado que le diera fuerzas para hablar.

—Por el amor de Dios, Domenica —dijo al fin—. ¿Qué le has hecho a esa niña?