13 de mayo

Lucca, la Toscana

La reacción de Salvatore cuando el sobre con la información de Londres apareció encima de su mesa fue: «¡Bah!». Todo estaba —merda!— en inglés. Pero Salvatore reconoció el nombre que se repetía prácticamente en todas las páginas: Michelangelo Di Massimo.

Sabía que debía pasarle ese material a Nicodemo Triglia. Después de todo, él era quien tenía a su cargo todos los asuntos relacionados con la investigación del secuestro. Pero decidió retenerlo un tiempo hasta que consiguiera entender su contenido. Para eso necesitaba a alguien que lo entendiera y que no ganara nada informando de las actividades de Salvatore Lo Bianco a il Pubblico Ministero. Eso dejaba fuera a cualquiera que pudiera estar asociado con la policía. Y quien le quedaba, una vez más, era Birgit.

Su exesposa no le iba a dejar entrar en casa, le dijo cortante cuando la llamó. Y era comprensible. No quería que Bianca y Marco le vieran con la cara llena de golpes, y él tampoco. Así que quedaron frente a la Scuola Dante Alighieri. Allí había un parque infantil con bancos para los padres, y columpios, toboganes y esas cosas para los niños. Birgit le esperaría en uno de los bancos. Él tenía que asegurarse de que los niños estaban dentro de la scuola antes de ir a su encuentro, chiaro?

Chiaro, le aseguró.

La encontró en el banco más alejado de la escuela, a la sombra de un enorme sicomoro. Cerca había dos mujeres que llevaban a unos bebés en sillitas. Cada una estaba sentada en un extremo del banco bajo aquel agradable sol, fumando y hablando por el móvil. Sus hijos dormían en el cálido aire de la mañana.

Salvatore se acercó a su exmujer. Se sentó en el banco. Se había envuelto el pecho con tensas vendas elásticas. Aliviaban un poco el dolor de las costillas, pero le limitaban el movimiento y la respiración.

—¿Qué tal vas? —le preguntó—. Hoy estás todavía peor. —Sacó un cigarrillo de un paquete y le ofreció uno.

Pensó que sabría bien y que la nicotina le vendría aún mejor, pero le pareció que sus pulmones no podrían soportarlo.

—Es por los cardenales —le dijo—. Primero se ponen morados y después amarillos. Pero estoy bien.

Ella chasqueó la lengua.

—Deberías haberle denunciado, Salvatore.

—¿Ante quién? ¿Ante sí mismo?

Ella encendió el cigarrillo.

—Entonces deberías devolverle la paliza en cuanto tengas la oportunidad. ¿Qué va a pensar Marco si su padre no se defiende cuando le atacan?

No había ninguna respuesta buena para esa pregunta. Tras sus años de matrimonio, Salvatore quería pensar que había aprendido lo bastante para no enzarzarse con Birgit en ese tipo de vagos debates filosóficos. Así que sacó el informe del sobre marrón y se lo dio. Ya comprendía los extractos bancarios, los recibos y los registros telefónicos, obviamente, le dijo a Birgit. Eran los informes más largos los que necesitaba que tradujera.

—Deberías mejorar tu conocimiento de idiomas —le dijo frunciendo el ceño—. ¿Cómo has podido llegar hasta aquí sin hablar más que uno? Y no me digas que hablas francés, Salvatore. Recuerdo que tuve que rescatarte cada vez que intentabas hablar con los camareros en Niza.

Empezó a leer.

Durante unos minutos lo hizo en silencio. Él observó a uno de los bebés luchando por salir de su sillita, mientras la madre del pobre niño seguía hablando por teléfono. La otra mujer ya había acabado su conversación, pero se puso a escribir en el teléfono, ignorando también a su hijo. Salvatore suspiró y maldijo mentalmente la vida moderna.

Birgit tiró la ceniza del cigarrillo, pasó la página, siguió leyendo, produjo unos cuantos sonidos que indicaban comprensión, asintió un par de veces y le miró.

—Esto viene de alguien que se llama Dwayne Doughty —dijo señalando con la cabeza el documento—, y te lo ha enviado siguiendo instrucciones de un oficial de New Scotland Yard. Este Doughty te informa de que contrató a Michelangelo Di Massimo para ayudarle a encontrar a una mujer de Londres que había desaparecido con su hija. Había seguido su rastro hasta el aeropuerto de Pisa, gracias a unos billetes que adquirieron y a la información que le dieron los agentes de aduanas ingleses. Le pidió a Michelangelo Di Massimo que continuara desde allí. Michelangelo lo intentó. Describe los diferentes métodos que utilizó y también envía copias de recibos de servicios y de costes que le pasó. Dice que, tras haber comprobado los trenes, los taxis, las empresas de coches privados que hacían servicios de transporte y los autobuses, los urbanos y los de turistas, el signor Di Massimo aseguró no haber encontrado ningún rastro de la mujer fuera del aeropuerto. Tampoco en las agencias de alquiler de coches había constancia de que hubiera alquilado uno, ni en el aeropuerto, ni en Pisa. Lo único que sabía era que aterrizó en el Galileo con su hija y después desapareció. Según el signor Doughty, su conclusión (la de Michelangelo Di Massimo, se entiende) fue que un particular había recogido a la mujer y a la niña en el aeropuerto y las había llevado a alguna parte. Eso le dijo al detective de Londres en sus informes, y ese detective te dice ahora que le dio esa información al padre de la niña, además del nombre y los datos de Di Massimo. Dice que él supone que todo lo acordado a partir de ahí se estableció entre esos dos hombres de forma privada y que él no tuvo nada más que ver con el asunto.

Salvatore reflexionó unos momentos. Todo contradecía lo que Di Massimo le había dicho a la policía, cosa que no le sorprendía. En una situación como esa, era comprensible que los individuos bajo sospecha se dedicaran a señalarse unos a otros.

Birgit prosiguió:

—Incluye los registros con los que ha podido hacerse, en los que se ve que ciertas cantidades de dinero salen de la cuenta de… —buscó en los papeles para encontrar el nombre— Taymullah Azhar, y deduce que esas cantidades «podrían» haberse transferido a la cuenta del signor Di Massimo una vez que este acabó su trabajo para el signor Azhar. Te sugiere que busques esa información en el banco del signor Di Massimo. Apunta que, aunque no tiene forma de saber para qué era ese intercambio de dinero, merece la pena investigarlo, pues sugiere que mucho después de que sus tratos con el señor Di Massimo concluyeran, el signor Azhar le contrató por su cuenta para que hiciera algo. Probablemente para secuestrar a su hija, ¿eh? Aunque eso no se dice explícitamente en el informe. Afirma que sus tratos con Di Massimo acabaron el pasado diciembre, pocas semanas después de contratarle, y asegura que todos los documentos que adjunta prueban lo que dice. Como también lo harán los registros bancarios de Di Massimo que deberías conseguir. —Le devolvió el informe y los documentos que adjuntaba a Salvatore, que volvió a meterlos en el sobre. Después ella dijo—: Es interesante que mencione en dos ocasiones esos registros bancarios de Di Massimo, ¿no? ¿Has visto esos registros, Salvatore? Puedes pedirlos, ¿no?

Cruzó los brazos, se apoyó en el respaldo del banco y estiró las piernas con una mueca de dolor.

Certo. Y este hombre pagó a Di Massimo, como él dice. Pero Michelangelo cuenta una historia completamente diferente, como era de esperar.

—Pero si los registros bancarios que este tipo de Londres envía y también los registros telefónicos y todas las facturas y recibos…

—En todo eso se puede confiar menos que en la declaración de amor de una puttana, cara. Hay muchas formas de manipular información, y ese tipo de Londres cree que yo no lo sé. Sospecho que quiere que me ponga a investigar todas esas tonterías —dijo Salvatore señalando el informe que había dejado entre los dos—, porque eso me mantendrá ocupado y muy alejado de la verdad. Para él yo solo soy un italiano que bebe mucho vino y que no sabe cuándo alguien le está guiando claramente por un camino, como si no fuera más que el primero de una recua de burros.

—No dices más que tonterías. ¿De qué hablas?

—Me refiero a que el signor Doughty quiere que se cierre la puerta de esta investigación y que tras ella solo quede Michelangelo Di Massimo. O tal vez Michelangelo y el profesor. Pero, en cualquier caso, sin que él se vea implicado.

—Y eso podría ser cierto, ¿no?

—Podría.

—E incluso, aunque no lo sea, si este inglés, Doughty, dio instrucciones al signor Di Massimo en lo del secuestro… ¿Qué puedes hacerle desde aquí, desde Lucca? ¿Cómo podrías extraditarle solo con una especulación? ¿Y cómo vas a probar nada de todas formas?

—En este papel —dijo Salvatore señalando el informe—, él asume que yo no había revisado antes los registros bancarios de Michelangelo Di Massimo, Birgit. Cree que no tengo ninguna copia. Piensa que no los voy a poder comparar con los que él me envía ahora. Y no sabe que tengo esto. —Sacó del bolsillo de su chaqueta la copia de la tarjeta que había recibido de la capitana Mirenda. Se la pasó.

Birgit la leyó, frunció el ceño y se la devolvió.

—¿Qué es eso de khushi?

—El nombre que él utiliza con ella.

—¿Quién?

—El padre de la niña. —Y le explicó el resto: cómo había pasado de manos de Squali a las de la niña, y que ella la había guardado bajo el colchón en Villa Rivelli. Squali podía haber fabricado la tarjeta, le dijo, pero no podía haberse inventado lo de «khushi». Quienquiera que la hubiera escrito conocía el apelativo cariñoso de la niña. Y había muy poca gente que lo supiera.

—¿Es su letra? —le preguntó Birgit.

—¿La de Squali?

—La del papà.

—No tengo mucho con que compararla, solo unos documentos y unos comentarios escritos en la pensione, y no soy experto en grafología, claro, pero a mí me parece la misma. Cuando se la enseñe al profesor, espero que su cara me diga la verdad. Hay muy pocas personas que sepan mentir bien. Y creo que él está entre los que no saben. Aparte de eso, está claro que para su hija fue él quien la escribió.

Entonces le explicó cómo habían utilizado la tarjeta. Birgit apuntó algo interesante.

—Pero ¿podía la niña conocer la letra de su papà? Piensa en Bianca. ¿Conocería tu letra? ¿Le has escrito algo más que: «Te quiere, papà» en una tarjeta de cumpleaños?

Él inclinó la cabeza para indicar que era un detalle que debería tenerse en cuenta.

—Y si se trata de la escritura del papà, ¿no demuestra eso que el detective de Londres dice la verdad? Su papà le escribe la tarjeta y se la da, o se la envía, a Michelangelo Di Massimo, que sigue a partir de ahí y contrata a Squali para que rapte a la niña del mercato, porque él no quiere verse implicado en un secuestro en público.

—Todo eso es cierto —reconoció—. Pero, en este momento, ya no tengo tanto interés en el secuestro de la niña. —Cambió de postura en el banco para poder mirar a su exmujer. A pesar de sus diferencias y la lamentable rapidez con que había desaparecido su deseo por él, Birgit tenía muy buena cabeza y una visión muy clara. Así que hizo la pregunta que había venido a hacerle—. Ya no está en mis manos la dirección de la investigación del secuestro. Por derecho debería pasarle esta copia de la tarjeta a Nicodemo Triglia, vero? Y si lo hago, todo lo que tenga que ver con Taymullah Azhar también me será arrebatado de las manos. Lo entiendes, ¿no?

—¿Qué «todo» te van a arrebatar? —le preguntó ella, avispada.

Le contó cómo había muerto Angelina Upman.

—Un asesinato es más importante que un secuestro. Mantener a Nicodemo y, seamos sinceros, a Piero Fanucci ocupados con Michelangelo Di Massimo como inculpado me dará un acceso al padre de la niña que no tendría si Nicodemo y Piero supieran lo de esta tarjeta.

—Ah. Eso cambia la situación. Ya veo. —Se frotó las manos, como para librarse de cualquier escrúpulo que él tuviera sobre la naturaleza de lo que estaba sugiriendo de forma indirecta, y dijo—: Yo te aconsejaría que guardes la copia de la tarjeta y dejes que Piero Fanucci se pudra en su propia trampa.

—Pero dejar que Michelangelo Di Massimo cargue con toda la culpa del secuestro de la niña… —murmuró.

—No sabes cuándo llegó esta tarjeta a Italia. Ni siquiera sabes quién la envió. Podría tener muchos años y estar escrita con otro propósito totalmente diferente, un recuerdo que la niña tenía de su padre, per esempio, o podría ser algo que alguien encontró por casualidad y a lo que, de repente, le encontró una utilidad… Cualquier cosa es posible, caro —le dijo. Y rápidamente cambió esa expresión de cariño por un «Salvatore», mientras sus mejillas se ponían muy rojas—. De todas formas, ¿no es hora de dar una lección a Piero? Te sugiero que le dejes clamar a los cuatro vientos para los periódicos: «¡Di Massimo es nuestro hombre! ¡Tenemos pruebas! ¡Que juzguen a ese stronzo!». Después, anónimamente, una copia de esa tarjeta puede llegar al abogado de Di Massimo… No le debes nada a Piero. Y, como has dicho, un asesinato es algo más importante que un secuestro. —Le sonrió—. Te diré algo: sé lo peor que puedas, Salvatore. Resuelve el asesinato y el secuestro, y que Fanucci se vaya directo al Infierno.

Él también sonrió e hizo una pequeña mueca por el dolor.

—¿Ves? Por eso me enamoré de ti —le dijo.

—Pero no duró —respondió ella.

Lucca, la Toscana

De vuelta en su despacho, Salvatore encontró en su mesa una pila de fotografías con una nota de la eficiente Ottavia Schwartz. Había conseguido que se las imprimieran a hurtadillas y en ellas estaban todos los que habían asistido al funeral y el entierro de Angelina Upman.

—Bruno estuvo allí, Salvatore.

Levantó la vista. Le había visto llegar. Entró en su despacho y cerró la puerta. Se quedó pálida al ver cómo tenía la cara.

Il Drago? —dedujo hábilmente, e hizo una pintoresca sugerencia sobre lo que il Pubblico Ministero podía hacerse a sí mismo.

Después se sentó con Salvatore a su mesa y señaló a Daniele Bruno, que estaba allí, con sus bulbosas orejas, de pie entre un grupo de hombres que estaba consolando a Lorenzo Mura. Ottavia sacó otra foto donde estaba con la cabeza inclinada hacia Lorenzo, mientras los dos hablaban ante la tumba. ¿Y qué importancia tenía eso? ¿Cómo puede significar otra cosa que no fuera que le estaba dando el pésame a Lorenzo Mura, como todos los demás asistentes? Igual que Mura, Bruno estaba en la squadra di calcio de la ciudad. ¿Estaba sugiriendo Ottavia que él era el único de los miembros del equipo que había ido al funeral de la amante de Lorenzo Mura?

No había sido así, claro. Los otros miembros del equipo también estaban allí. Y también los padres de los niños a los que Lorenzo entrenaba. Y otras personas de la comunidad. Además de las familias Mura y Upman.

Fue en ese último grupo en el que se fijó Salvatore. Sacó una lupa del cajón de su mesa y observó la cara de la hermana de Angelina Upman. Nunca había visto unas gemelas que se parecieran tanto. Siempre había algo, un minúsculo detalle, que las diferenciaba, pero en el caso de Bathsheba Ward no fue capaz de encontrarlo. Podía ser la propia Angelina Upman, que había vuelto a la vida. Era bastante sorprendente.

Victoria, Londres

El hecho de que la esposa de un tal Daniele Bruno fuera azafata en una ruta regular entre Pisa y Londres resultó ser algo irrelevante, pensó Lynley mientras lo comprobaba para Salvatore Lo Bianco. Ella llegaba y salía de Gatwick varias veces al día, pero ahí acababa todo. Nunca había tenido motivo alguno para pasar allí la noche. Lo hacía alguna vez, cuando se daba algún retraso extremo de un vuelo que tenía que quedarse hasta el día siguiente. Pero cuando eso sucedía —no se había dado el caso en los últimos doce meses—, se quedaba con el resto de la tripulación en un hotel del aeropuerto y se iba a la mañana siguiente.

Lynley informó a Salvatore, que reconoció que el asunto de Daniele Bruno se estaba convirtiendo inconfundiblemente en un callejón sin salida. Había revisado todas las fotos del funeral, le dijo. Bruno estuvo allí, certo, pero como todos los demás.

—Creo que no tiene nada que ver con esto —concluyó.

Lynley pensó que si Daniele Bruno era culpable de algo, solo era de ser parte de la fantasía generada en la mente inconexa de un drogadicto. Porque por ahora solo tenían la palabra de Carlo Casparia de que Bruno se había reunido a solas con Lorenzo Mura en el campo de entrenamiento. Y eso había sido después de que le retuvieran sin la asistencia de un abogado y tras días de sueño interrumpido y muy poca comida. Daniele Bruno era irrelevante, se dijo, igual que su mujer.

Pero tenía que haber alguien en alguna parte con acceso a algo…

Ambos sabían quién sería, probablemente, ese alguien.

La llegada de Saint James a New Scotland Yard no aportó nada a lo que ya tenían. Lynley se encontró con su amigo en la recepción y hablaron con un café delante en la planta cuarta.

A Saint James no le había resultado difícil visitar el laboratorio de Azhar. Gracias a su currículo universitario y a su reputación como científico forense y testigo experto, tenía colegas en todas partes. Unas llamadas le habían abierto las puertas del laboratorio con facilidad. La excusa era conocer al distinguido profesor de microbiología Taymullah Azhar. Como no estaba, uno de los dos técnicos de investigación de Azhar se ofreció a enseñarle el laboratorio, y él aceptó agradecido. Eran colegas científicos después de todo, ¿no?

El laboratorio era grande e impresionante, le dijo Saint James a Lynley, pero a todos los efectos su objeto de estudio eran, sin duda, diferentes cepas de estreptococos. Se centraban en las mutaciones de esas cepas. El equipo del laboratorio confirmaba ese trabajo.

—Por lo que vi, se trata de un asunto de una sencillez tremenda —le dijo Saint James.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que lo que hay allí es lo que se puede esperar de un laboratorio de ese tipo: campanas extractoras de gases, centrifugadoras, autoclaves, neveras para guardar ADN, secuenciadores de datos de ADN, congeladores para aislamientos bacterianos, incubadoras para cultivos de bacterias, ordenadores… Parece que tienen dos grandes áreas de estudio desarrollándose en este momento: una sobre el estreptococo que causa la fascitis necrotizante…

—¿Qué es…?

Saint James echó un sobrecito de azúcar a su café y lo revolvió.

—Un síndrome en el que las bacterias se comen la carne —explicó.

—Dios santo.

—Y otra dedicada al estreptococo que causa la neumonía, la sepsis y la meningitis. Se trata de dos variedades graves, está claro, pero la segunda, que se denomina Streptococcus agalactiae, es capaz de cruzar la barrera hematoencefálica y puede resultar mortal.

Lynley pensó en lo que le acababa de decir.

—¿Hay alguna posibilidad de que alguien del laboratorio esté estudiando la E. coli sin que los demás lo sepan?

—Supongo que todo es posible, Tommy, y para saberlo con seguridad necesitarías analizar el lugar de arriba abajo. Parte del equipo se puede utilizar, obviamente, para hacer cultivos de E. coli. Pero los caldos de cultivo serían diferentes, y también lo serían las incubadoras. Los estreptococos requieren una incubadora de dióxido de carbono. La E. coli no.

—¿Podría haber más de un tipo en el laboratorio?

—¿Más de un tipo de incubadora? Sin duda. Hay al menos una docena de personas trabajando allí. Una de ellas puede estar haciendo crecer algo que tenga que ver con la E. coli.

—¿Sin que Azhar lo sepa?

—Dudo que fuera sin su conocimiento, a menos que alguien tenga alguna razón perversa para estudiar esa bacteria.

Se miraron durante largo rato. Saint James fue quien habló:

—Ah. Es complicado, ¿eh?

—Lo es.

—Es amigo de Barbara, ¿verdad? Seguro que ella puede entender algo que nosotros no, Tommy. Tal vez si ella fuera al laboratorio y hurgara un poco por allí con el pretexto de que tiene que ver con Azhar…

—Me temo que eso no es posible.

—¿Puedes conseguir una orden de registro?

—Si hace falta sí.

Saint James examinó la expresión de Lynley durante un momento antes de decir:

—Pero esperas que no haya que llegar a eso, entiendo.

—Ya no estoy seguro ni de lo que espero —respondió Lynley.

Victoria, Londres

Le habría gustado poder hablar con Barbara de lo que le había dicho Saint James. Ella había sido durante años la persona a la que recurría cuando quería intercambiar ideas sobre una investigación en curso. Pero no era probable que ella fuera a decir, hacer o admitir nada que pudiera poner en peligro a Taymullah Azhar. Así que tuvo que reflexionar sin su ayuda.

La verdad era que había sido una forma excelente de eliminar a Angelina Upman. Una vez que se descartara el pequeño detalle de que nadie más había resultado afectado por la bacteria de una forma u otra, no quedaba ningún impedimento para declarar que su muerte había sido un desafortunado desenlace tras una intoxicación alimentaria por culpa de una cepa muy virulenta de una bacteria que, generalmente, si se detecta a tiempo, no causa la muerte de nadie. Las complicaciones por su embarazo habían evitado que los médicos identificaran lo que tenía. También ayudó la reticencia de Angelina a permanecer en el hospital cuando por fin consiguieron que fuera. Además del hecho de que nadie con quien hubiese compartido las comidas ni ninguna otra persona en la Toscana, la verdad, había ido al hospital con los mismos síntomas.

Alguien debería haber previsto cómo iba a suceder todo, se dijo Lynley. Eso apuntaba a Lorenzo Mura, pero ¿por qué iba a querer hacerle daño a la mujer que estaba embarazada de su bebé, la mujer a la que amaba y con la que pretendía casarse…? A menos, claro, que toda esa devoción por ella solo fuera una tapadera de otra cosa.

Revisó mentalmente todos los encuentros que había tenido con ese hombre. Pensó en todas las veces en que Lorenzo Mura había tenido la oportunidad de echar la bacteria en la comida de Angelina —después de todo, el hombre se preocupaba por ella a causa de su embarazo—, pero no se le ocurría cómo podría haberse hecho con ella… Hasta que recordó al hombre que había visto en la fattoria la primera vez que fue allí solo.

¿Qué era lo que Lynley había visto? Un grueso sobre que un hombre desconocido entregaba a Lorenzo Mura. ¿Y qué había dicho Lorenzo? Que era el pago por una de las crías de burro que tenían en la finca.

Pero ¿y si lo que había traído ese hombre no era dinero? Merecía la pena investigar cualquier posibilidad. Cogió el teléfono y llamó a Salvatore Lo Bianco.

Tenía mucho que contarle: empezó con los resultados de la visita de Saint James al laboratorio de Taymullah Azhar y terminó con el misterio del hombre que le había dado un sobre a Lorenzo Mura en la Fattoria de Santa Zita.

—Mura me dijo que era el pago por uno de los burros. En aquel momento no le di importancia, pero como no hay E. coli en el laboratorio de Taymullah Azhar en Londres…

—No hay E. coli ahora —respondió Salvatore—. Pero es que ahora no le hace falta para nada, ¿no cree, ispettore?

—No, claro. Habría tenido que deshacerse de la que quedara, si quedó algo, cuando volvió a Londres, tras conseguir que Angelina ingiriera la que se había llevado a Italia. Pero hay algo más que considerar, Salvatore. ¿Y si Angelina no era la víctima a la que iba dirigida la bacteria?

—¿Quién entonces? —le preguntó Salvatore.

—¿Azhar tal vez?

—¿Y cómo iba a ingerir la E. coli?

—Si Mura le dio algo…

—¿Algo que no le dio a nadie más? ¿Y qué impresión habría dado eso, amigo? «Cómase este panino, signore, porque me parece que tiene hambre» o «Pruebe esta salsa di pomodoro especial con su pasta». ¿Y cómo consiguió esa E. coli? Y si la consiguió, ¿cómo podría envenenar al profesor y que nadie más se infectara?

—Creo que hay que encontrar al hombre de los burros —le dijo Lynley.

—¿Que se dedica a qué? ¿A cultivar E. coli en su bañera? ¿O se la encontró por casualidad en el estiércol de un par de vacas? Amigo mío, está intentando que lo que vio encaje con lo que espera. Y se olvida de Berlín.

—¿Qué pasó en Berlín?

—El congreso al que fue nuestro microbiólogo. ¿Qué evitaría que alguien le pasara un poco de esa bacteria en el congreso?

—Pero eso fue en abril. Y ella murió semanas después.

, pero él tiene un laboratorio, ¿no? Si la guardó allí…, de lo que haga falta conservarla: templada, fría, hirviendo, congelada… No tengo ni idea. Le pone una etiqueta como si fuera otra cosa, no sé qué. Pero da igual, porque es el director del laboratorio, así que es improbable que nadie toque algo que lleve una etiqueta con la letra del profesor. Y cuando llega el momento de usarla, se la trae a Italia.

—Pero eso presupone que lo sabía todo desde el principio: que iban a secuestrar a Hadiyyah, que Angelina vendría a buscarla, que él iría a Italia… Si se hubiera equivocado en algo, sobre todo en algún movimiento de los personajes principales, todo su plan se habría derrumbado.

—Como así ha sido, ¿no?

Lynley tuvo que admitir que eso era lógico. Preguntó a Salvatore qué venía después, aunque tenía la sensación de que ya lo sabía.

—Voy a ir a ver a nuestro buen profesor. Mientras, pondré a agentes a revisar el trabajo de toda la gente que asistió a ese congreso de Berlín.

Lucca, la Toscana

Salvatore decidió no hacer que Taymullah Azhar fuera a la questura. Sabía lo rápido que le llegaría la noticia de eso a Piero Fanucci. Y aunque nadie le había prohibido tener una conversación con el profesor inglés, no quería que ningún informe de lo que estaba haciendo llegara a ninguna parte hasta que tuviera más información. Una vez que le ordenó a Ottavia y Giorgio investigar a todos los asistentes al congreso de Berlín, se dirigió al anfiteatro. De camino llamó al profesor y le dijo como pudo, en su idioma, que llamara a su avvocato.

Estaban esperando en el comedor de la pensione cuando Salvatore llegó. Preguntó dónde estaba la niña. ¿Había vuelo a la Scuola Dante Alighieri?

No, le dijeron. Azhar seguía esperando, a pesar de todo, que el asunto que había hecho que Salvatore le retirara el pasaporte se solucionara rápido. En cuanto se aclarara el asunto, se irían tan pronto como fuera posible. Así que enviarla al colegio no le parecía una idea razonable, porque iban a abandonar Italia pronto.

Salvatore le sugirió dos cosas. La primera fue que buscara a alguien que cuidara de Hadiyyah. La segunda, que mirara muy bien lo que le iba a enseñar.

Pasó al profesor y a su avvocato la copia de la tarjeta encontrada en Villa Rivelli. Observó con detenimiento el momento en que la mirada de Azhar se posó sobre la tarjeta. No vio nada en su cara. Volvió el papel para ver si había algo escrito por detrás, lo que Salvatore reconoció como una táctica dilatoria que servía para darle tiempo para pensar en una explicación.

—¿Qué le parece, dottore? —le dijo a Azhar, y esperó a que Aldo Greco le tradujera.

El abogado movió las nalgas sobre la silla, hizo una mueca, soltó una ventosidad, se disculpó y cogió el documento para examinarlo. Lo leyó y se lo devolvió a Azhar. Antes de que Azhar pudiera decir nada, Greco preguntó qué era eso y cómo lo había conseguido Salvatore.

El policía no tuvo el más mínimo problema en decírselo. Era una copia de una tarjeta. La habían encontrado en el lugar donde Hadiyyah Upman había estado escondida tras su secuestro.

¿La tarjeta original o la copia?, preguntó Greco astutamente.

La tarjeta, claro, le aclaró Salvatore, que permanecía en manos de los carabinieri que habían acudido a Villa Rivelli tras la llamada de la madre superiora. A su debido tiempo, el original les sería enviado para que lo unieran al resto de las pruebas que habían reunido.

—¿La reconoce, dottore? Parece su letra.

Aldo Greco intervino inmediatamente.

—¿Y eso lo ha confirmado un grafólogo, ispettore? Seguro que usted no es un experto en ese campo —dijo.

Salvatore respondió que certo, que emplearían a un experto de la policía si era necesario. Que él solo quería averiguar la procedencia de la tarjeta.

Con permesso? —preguntó. Señaló con la cabeza a Azhar y dijo que estaría encantado de oír la respuesta del inglés si a su avvocato le parecía una solicitud razonable.

El signor Greco le dijo a Azhar:

—Conteste, professore.

Azhar dijo que no reconocía la tarjeta ni el mensaje que llevaba escrito. En cuanto a la letra… Era similar a la suya, reconoció, pero alguien con habilidad y experiencia podía imitar cualquier letra.

—Seguro que es usted consciente de que hay muchas formas de distinguir una falsificación de un documento auténtico —le avisó Salvatore—. Hay expertos en falsificaciones, expertos forenses que se pasan todo el día haciendo justo eso. Buscan señales especiales, marcas de duda que la persona que realmente escribió algo no cometería al escribir una nota. Lo sabe, ?

—El profesor no es idiota —comentó Greco—. Y ya ha respondido a su pregunta, Salvatore.

El policía señaló la palabra «khushi».

—¿Y esto? —le preguntó a Azhar.

Él confirmó que era el apelativo que usaba con su hija, algo que la llamaba desde el día en que nació. Significa «felicidad», explicó.

—Y ese apelativo, khushi… ¿Es usted el único que la llama así? —Y cuando Azhar le confirmó que así era, siguió preguntando—: ¿Es algo que solo saben ustedes dos?

Azhar frunció el ceño.

—No… ¿A qué se refiere exactamente, inspector?

—Me refiero a si es algo que solo utilizan en privado.

Azhar negó.

—No es un secreto. Cualquiera que nos haya oído hablar sabría que yo la llamó así.

—Ah. —Salvatore asintió. Estaba bien saber con antelación qué dirección iba a seguir Aldo Greco si las cosas iban como él esperaba. Cogió la copia de la tarjeta de las manos de Azhar y la devolvió al sobre marrón en que la había llevado a la pensione—. Grazie, professore.

En un movimiento que fue casi imperceptible, Azhar inspiró hondo y soltó el aire lentamente. «Se acabó», decía con eso, fuera lo que fuera lo que había pasado.

Pero Aldo Greco no tenía un pelo de tonto.

—¿Qué más, ispettore Lo Bianco? —intervino.

Salvatore sonrió al darse cuenta de que ese abogado era un hombre inteligente.

—Ahora quiero hablar de Berlín —le dijo a Azhar.

—¿Berlín?

Salvatore le observó detenidamente mientras asentía.

—Ya me ha dicho que había muchos microbiólogos en Berlín cuando usted asistió al congreso el mes pasado, vero?

—¿Qué tiene que ver Berlín con esto? —preguntó Greco tras traducir las palabras de Salvatore.

—Creo que el professore sabe muy bien lo que Berlín tiene que ver, dottore —murmuró Salvatore.

—Yo no lo sé —confesó Azhar.

Certo, sí lo sabe —dijo Salvatore casi alegremente y con la voz amable—. Berlín es su coartada para el momento del secuestro de su hija, ¿no? Ha insistido en ello desde el principio, y yo diría que todo lo que ha contado sobre Berlín se ha demostrado que era la pura verdad.

—¿Entonces? —preguntó Greco mirando su reloj. El tiempo era oro, decía ese gesto. Su tiempo era demasiado valioso para desperdiciarlo dando palos de ciego.

—Hábleme, otra vez, dottore —continuó Salvatore—, de la naturaleza de ese congreso.

—¿Y qué tiene que ver eso con el asunto en cuestión? —exigió saber el signor Greco—. Si, como ha dicho, la coartada del profesor para el momento del secuestro de su hija se ha confirmado…

Sì, sì, —corroboró Salvatore—. Pero ahora estamos hablando de otras cosas, amigo mío. —Y miró a Azhar en ese momento—. Ahora estamos hablando de la muerte de Angelina Upman.

Azhar parecía de piedra. Fue como si su mente hubiera empezado a gritarle justo en ese momento: «no hagas nada, no digas nada, espera, espera, espera». Y era un buen consejo, reconoció Salvatore para sí. Pero una vena que le latía en la sien estaba traicionándole, dejando ver cómo su cuerpo reaccionaba ante el cambio de tema.

Un hombre inocente no tendría tal reacción, como bien sabía Salvatore. Y de lo que también se dio cuenta fue de que el profesor sabía perfectamente que la muerte de Angelina Upman había sido algo más que el resultado de un trágico diagnóstico equivocado por parte de sus médicos.

Casi se había librado. Unas horas más el día que Salvatore le había pedido el pasaporte y habría vuelto a Londres, de donde solo un largo y complicado proceso de extradición podría haberlo devuelto a Italia, si es que alguna vez lo conseguían.

—No diga nada —le advirtió Greco de repente. Después se giró en la silla y se enfrentó a Salvatore diciendo—: Insisto en que se explique, ispettore, antes de que permita a mi cliente responder. ¿De qué está hablando usted ahora?

—Estoy hablando de un asesinato —contestó Salvatore.

Victoria, Londres

Lynley esperó hasta que hubo avanzado el día para hablar con Barbara. Fue dos horas después de que Isabelle Ardery le acorralara en su despacho. Quería saber qué tal iba su intento de «solucionar las cosas», y ¿no era comprensible? Bajo su responsabilidad, una oficial a su mando había actuado por su cuenta y, a efectos prácticos, seguía haciéndolo. Lynley tenía que completar la imagen que habían dejado los informes de John Stewart de las actividades de Barbara, pero no sabía cómo hacerlo sin hundir la carrera de la sargento.

Una parte de él le gritaba que tras todo lo que había pasado merecía hundirse. Solo la conexión que había establecido con Mitchell Corsico merecía que la volvieran a mandar a patrullar la calle de uniforme. Y si alguien se enteraba de todo lo demás —desde lo de ocultar información hasta directamente lo de mentir sobre detalles relevantes en el caso—, su trabajo como policía habría terminado para siempre. Si lo pensaba con frialdad, no había duda. Pero le costaba aceptar que hubiera consecuencias y que Barbara Havers tuviera que asumirlas. Su corazón argumentaba que tenía buenas razones para haber traicionado todos los principios de su profesión y, con el tiempo, todo el mundo terminaría aceptándolo.

Pero eso era mentira, por supuesto. No solo no lo iba a aceptar todo el mundo, sino que el hecho de que él lo creyera era una demostración de que había perdido un poco la razón. Ni siquiera él podía aceptar lo que Barbara había hecho. Además, no estaría sufriendo tal agitación si aceptara incondicionalmente el comportamiento de Barbara.

Escogió la biblioteca de la Met para su reunión con ella. En cualquier otro lugar podrían verlos. A esa hora del día, ya entrada la tarde, era poco probable que hubiera alguien más en el piso trece. Así que le dijo que se reuniera con él allí, y fue a ese lugar a esperarla. Cuando llegó, desde lejos se notaba su olor a humo de cigarrillo. Se había fumado uno en alguna de las escaleras. Otra infracción, aunque eso no importaba mucho a la vista de todo lo demás que había estado haciendo.

Fueron hasta una de las ventanas. Desde ahí veían a la London Eye dominando el horizonte, con todas sus cápsulas llenas de turistas. Las agujas del Parlamento apuntaban hacia arriba, al cielo que hoy era del color del peltre viejo. Del mismo color que su humor, pensó Lynley.

—¿Ha estado alguna vez allí? —le preguntó a Lynley.

Durante un momento, no supo a que se refería hasta que la miró y vio que tenía los ojos puestos en la enorme noria. Negó con la cabeza y dijo que nunca. Ella asintió y continuó:

—Yo tampoco. Es por los vagones de cristal, o como se llamen. No creo que disfrutara mucho ahí dentro con un montón de turistas empujándose para conseguir una foto del Big Ben.

—Ah, claro.

Y después no dijo nada más. Él dio la espalda a la vista y sacó del bolsillo de su chaqueta la copia de la tarjeta que Salvatore Lo Bianco le había enviado. Se la dio a Barbara.

—¿Qué…? —empezó a preguntar. Pero sus palabras se quedaron en suspenso cuando leyó lo que ponía.

—En otro momento me dijiste que no te sonaba lo de «khushi». Encontraron esto en el lugar donde Hadiyyah estaba oculta. Azhar ha confirmado, por cierto, que khushi es el apelativo que él utiliza con Hadiyyah. ¿Hace cuánto tiempo que los conoces, Barbara?

—¿A quiénes? —preguntó. Pareció costarle trabajo pronunciar las palabras.

—Barbara…

—Vale. Va a hacer dos años este mes. Pero ya lo sabe, ¿no? Así que, ¿por qué pregunta?

—Porque me parece imposible creer que en todo ese tiempo nunca hayas oído a su padre llamarla khushi. Pero eso es lo que has intentado que crea. Aparte de otras cosas.

—Cualquiera podía saber…

—¿Cualquiera? ¿Quién? —Lynley sintió los primeros indicios del enfado que llevaba conteniendo desde que había empezado todo ese asunto—. ¿Es que pretendes decirme que Angelina organizó el secuestro de su hija? ¿O Lorenzo Mura? ¿O… quién más «podía saber», como tú dices, que su padre la llamaba khushi? ¿Un compañero de colegio, Barbara? ¿Crees que un niño de nueve años ha podido idear un secuestro?

—Bathsheba Ward lo sabría —dijo Barbara—. Si fingió ser Azhar en esos correos a Hadiyyah, en ellos la llamaría khushi.

—Dios mío, ¿y después qué?

—Y después la secuestró para hacer daño a Angelina. O a Azhar. O a… Mierda, no lo sé.

—¿Y también consiguió imitar su letra? ¿Eso también me lo vas a poner en duda? Quiero que me cuentes toda la historia sobre cómo ocurrió, desde el momento en que la niña desapareció de Lucca hasta el día en que su madre acabó en la tumba.

—¡Él no la mató!

Lleno de frustración, Lynley se apartó de ella. Quería agarrarla por los hombros y sacudirla. Quería traspasar una pared con los puños. O romper una de las ventanas del piso trece. Cualquier cosa en vez de continuar esa conversación con una mujer que estaba deliberadamente ciega y no quería ver lo que tenía delante.

—Por el amor de Dios —intentó por última vez—. Barbara, ¿es que no ves…?

—Los billetes a Pakistán —le interrumpió. Lynley se dio cuenta de que tenía sudor en el labio superior y se fijó en que cerraba las manos con fuerza para evitar que le temblaran—. Eso lo prueba. ¿Por qué iba Azhar a comprar unos billetes de ida a Pakistán si supiera que Angelina iba a morir y que Hadiyyah volvería con él para siempre?

—Porque sabía muy bien que, cuando se descubriera, cuando todo saliera por fin a la luz, tú estarías ahí haciendo exactamente lo que estás haciendo: negándote a ver lo que tienes ante tus ojos. Y deberías preguntarte por qué lo haces, Barbara, por qué estás tirando tu carrera por la borda al confiar en que todos los demás no vamos a darnos cuenta de todos y cada uno de los detalles que prueban que Taymullah Azhar ha estado implicado en todos los aspectos de lo que les ha ocurrido a su hija y a Angelina Upman.

Durante un momento pensó que eso la habría hecho reaccionar. Creyó que confesaría todo lo que sabía y lo que estaba ocultando, para limpiar su conciencia. Lo haría, pensó Lynley, porque había trabajado a su lado durante años, porque había sido testigo de lo que había provocado la muerte de su esposa y lo que había venido después, porque sabía que, en el fondo, él solo se preocupaba por ella, y porque era consciente de lo que se le exigía a alguien que llevaba una identificación policial y que ocupaba un puesto en la Met.

Ella volvió a la ventana y dio unos golpecitos con el puño en el alféizar.

—Esos billetes a Pakistán sugieren varias cosas —dijo—. Sí que lo veo, señor. En cuanto al secuestro, esos billetes, cuándo los compró y que fueran solo de ida… Eso le pone las cosas… difíciles a Azhar. Pero usted tiene que reconocer que también lo eliminan como sospechoso del asesinato de Angelina. Porque con Angelina muerta, ya no tenía necesidad de huir a Pakistán con Hadiyyah. La recuperaría definitivamente.

—Que era lo que él pretendía desde el principio. Y los billetes le permitían desaparecer en Pakistán con ella si se descubría que la muerte de Angelina no había sido un desenlace desgraciado e inesperado tras unos momentos muy duros, sino un asesinato planeado con sumo cuidado.

Vio que tragaba saliva. Entornó los ojos para evitar la luz de un sol que no brillaba, intentando mejorar una visión que ya era perfecta.

—Eso no fue así. Y ahora tampoco lo es.

—Estás enamorada de él. El amor provoca que las personas…

—No lo estoy. No… lo… estoy.

—El amor provoca que las personas —continuó con determinación— pierdan la objetividad. No eres la primera persona a la que le pasa, y seguro que tampoco serás la última. Quiero ayudarte, Barbara, pero si no decides limpiar tu conciencia de todo lo que has hecho…

—Él es inocente. Se la arrebataron, intentó encontrarla, pero no lo consiguió, y después la secuestraron, y entonces fue cuando supo dónde había estado, porque Angelina apareció acusándolo, como siempre hacía, odiándolo como le había odiado siempre, manipulando, conspirando y dejando solo dolor y caos a su paso, y… —Se le quebró la voz—. Él no hizo nada. Ni una maldita cosa. Nada.

—Barbara, por favor…

Negó con la cabeza. Pasó a su lado y salió de la sala.

Marlborough, Wiltshire

En Wiltshire, en una hostería justo al este de la ciudad, encontraron un lugar que suponía un punto intermedio para los dos. La hostería estaba bastante apartada de la carretera, en un bosquecillo de hayas, cubierta de madera hasta la mitad y con un antiguo tejado inclinado de pizarra. En el aparcamiento, Lynley esperó cuarenta y cinco minutos hasta que Daidre Trahair consiguió llegar allí desde Bristol.

Para cuando ella llegó, el aparcamiento estaba completo, así que dejó el coche en un espacio libre que quedaba en el extremo más alejado de la puerta de la hostería. Él salió del Healey Elliott y llegó junto a la puerta de su coche antes de que a Daidre le diera tiempo a apagar el motor. Cuando ella le miró, se dio cuenta de que estaba desesperado por verla. De hecho, ella era la única persona a la que quería ver tras la conversación con Barbara Havers.

—Gracias —le dijo cuando los dos abrieron la puerta del coche a la vez.

—De nada, Thomas —le dijo mientras salía—. No hay problema.

—Seguro que has abandonado algún compromiso en Bristol para poder venir.

Ella sonrió.

—Las Boadicea’s Broads pueden entrenar perfectamente sin mí esta noche.

Se abrazaron. A él le llegó el aroma de su pelo y el vago y sutil perfume de su piel.

—No has cenado, ¿no? —le preguntó. Y cuando ella negó con la cabeza, él propuso—: ¿Comemos algo entonces? No tengo ni idea de cómo será la comida aquí, pero el ambiente parece prometedor.

Entraron en la hostería. Tenía muchos años, un suelo irregular de roble y unas ventanas emplomadas con divisiones en forma de pequeños rombos. Una puerta con paneles de madera se abría para mostrar la recepción. Y una escalera tambaleante llevaba a las habitaciones de arriba. Aunque el restaurante estaba casi lleno, tuvieron suerte. Alguien había cancelado una reserva, así que, si no les importaba sentarse al lado de la chimenea… De todas formas el fuego no estaba encendido en esa época del año.

Lynley habría sido capaz de sentarse en los escalones si hubiera sido necesario. Miró a Daidre y ella asintió con una sonrisa. Tenía una mancha en las gafas que a él le pareció de lo más tierna. Llevaba la melena color arena algo despeinada. Había venido precipitadamente. Quería agradecerle lo amable que había sido, pero se limitó a seguir al maître hacia el comedor.

¿Algo de beber?

Sí.

¿Agua con gas?

Eso también.

¿Los especiales de esta noche?

Claro.

¿Quieren la carta?

Sí, por favor.

Después siguieron el orden habitual a la hora de pedir. Él no tenía hambre, pero ella sí. Sin duda llevaría todo el día ocupándose de sus animales grandes. Un rinoceronte con hemorroides, un canguro con un tobillo hinchado, un hipopótamo con piedras en el riñón… Quién podía saberlo. Pero pidió la comida con normalidad, aunque apenas la tocara, para que ella pudiera pedir en abundancia. Lo hizo, el camarero desapareció y entonces se quedaron solos. Lo miró expectante. Obviamente tenía que darle una explicación.

—He tenido un día terrible —le dijo—. Y tú eres el antídoto.

—Oh, Dios mío.

—¿Qué parte ha provocado esa exclamación?

—La del día terrible. Me gusta bastante eso del antídoto, creo.

—¿Crees, aunque no lo sabes?

Le miró ladeando la cabeza. Se quitó las gafas y limpió las manchas con la servilleta de tela. Volvió a ponérselas y dijo:

—Ah. Ahora puedo verte.

—¿Y puedes responderme también?

Ella jugueteó con la cubertería poniéndola derecha, aunque no era necesario. Estaba, como Lynley ya había aprendido que haría, sopesando mucho su respuesta, como siempre.

—Ese es el problema. Lo de creer pero no saber. De todas formas, me alegro de verte. ¿Puedo ayudarte? Con lo de tu día, quiero decir.

De repente, se dio cuenta de que no quería que Barbara Havers y lo que había estado haciendo fueran el tema de la noche. Le pareció que prefería dejar reposar esas cosas, aunque solo fuera durante las horas que pasara con Daidre. Así que le preguntó sobre el trabajo que le habían ofrecido en el zoo de Londres. ¿Había tomado ya una decisión sobre si quería desenterrar las raíces de su vida y trasplantarse, abandonando a las Boadicea’s Broads por las Electric Magic?

—Depende en gran parte de lo que Mark me diga del contrato. Aún no me ha llamado.

—¿Y qué le parece a Mark que dejes Bristol, si al final decides hacerlo?

—Bueno, obviamente hay miles de abogados en Londres esperando a que alguien como yo llegue y los contrate para que se ocupen del caos de mi vida.

—Sí, pero no era eso lo que quería decir.

Llegó el agua con gas, junto con una botella de vino. Se llevó a cabo la ceremonia de apertura de la botella, con la consabida presentación del corcho, degustación y asentimiento de aprobación. Sirvieron vino a ambos antes de que Daidre respondiera.

—¿Qué es lo que me estás preguntando, Thomas?

Él hizo rodar el pie de su copa entre los dedos.

—Supongo que lo que quiero saber es si tiene sentido que te vea… como algo más que la interlocutora en estas conversaciones de las que tanto disfruto.

Ella miró su vino y empezó a contestar. Le llevó un momento, porque no era una mujer que dominara el arte de las palabras ni pretendía serlo.

—Cuando se trata de ti, me veo luchando con mi sensatez.

—¿A qué te refieres?

—Que mi sensatez no ha dejado de insistir en que mi vida mantiene mejor el orden si dedico toda mi devoción a mamíferos que no pueden hablar. Tenía mis razones para hacerme veterinaria, la verdad.

Escuchó sus palabras y las evaluó, dándoles varias vueltas para ver el significado que podía sacar de ellas. Se conformó con decir:

—Pero no esperarás pasar toda tu vida sin contacto alguno con tus congéneres, los seres humanos, ¿no? Seguro que no es eso lo que quieres.

Llegaron los entrantes: salmón irlandés recién ahumado para ella y ensalada caprese para él. Era demasiado grande. ¿En qué había estado pensando para pedirla?

—Bueno —continuó ella—, esa es la cuestión, ¿verdad? Si es eso lo que quiero. Cualquiera puede quererlo. Hay una parte de mí, Tommy…

—Acabas de llamarme Tommy.

—Thomas.

—Prefiero el otro nombre.

—Lo sé. Y, por favor, ha sido involuntario. No pienses que…

—Daidre, nada es involuntario.

Ella bajó la cabeza, tal vez reflexionando sobre eso. Parecía estar intentando poner en orden sus pensamientos. Por fin levantó la vista. Tenía los ojos brillantes. Será la luz de las velas, pensó Lynley. Solo las velas.

—Será mejor que dejemos ese tema para tratarlo en otro momento. Lo que iba a decir es que hay una parte de mí que siempre falla dentro de una relación. No consigo evolucionar y dar a la otra persona lo que necesita para evolucionar también. Conmigo las cosas siempre desembocan en eso, y probablemente siempre será así a juzgar por mi historia personal. Hay una parte de mí que no consigue llegar a implicarse, ¿sabes? Y eso suele significar la derrota para alguien que intenta llegar al fondo de lo que yo soy.

—¿No lo consigue porque no puede o porque no quiere?

—¿Qué?

—Implicarse. ¿Esa parte no puede o no quiere implicarse?

—No puede, me temo. Soy una mujer independiente. Bueno, tengo que serlo viniendo del mundo del que provengo.

No ahondó en el tema, pero no hacía falta que lo hiciera. Él conocía su historia porque ella se la había mostrado: la decrépita caravana de la que el Gobierno la había sacado junto con sus hermanos alejándolos de sus padres, el sistema de acogimiento en el que había entrado, su adopción y su cambio de identidad. Lo sabía todo y no le importaba lo más mínimo. Pero ese no era el tema.

—Siempre voy a tener esa parte de mí —le dijo—, y eso es lo que me mantiene… «inalterable», supongo que esa es la palabra.

—¿Porque tu familia viajaba mucho?

—Si solo fuera eso, Tommy…

Otra vez aquella forma de llamarle. Pero esta vez no dijo nada.

—Al menos hay una cultura en el mundo de los viajeros. Una tradición, una historia, familias, lo que sea. Nosotros no teníamos eso. Todo lo que tenía era a mi padre y su… ¿Cómo podemos llamarlo? ¿Compulsión? ¿Su loca insistencia sobre lo que iba a hacer con su vida? Y eso nos lleva a donde acabamos. A por qué nos apartaron de él y de mi madre, y nos sacaron de ese lugar horrible… —Sus ojos se pusieron aún más brillantes. Apartó la vista y miró la chimenea vacía.

—Daidre, es totalmente… —Se apresuró a decir Lynley.

—No, no lo es. No puede serlo. Es parte de quien soy y esa…, esa parte inalterable quiere honrar lo que soy, supongo. Pero siempre estropea las cosas.

Él no dijo nada. Le dio un momento para que recuperara la compostura, sintiendo haberla empujado hasta ese punto, que siempre era el lugar en el que los dos se separaban, pero él no estaba dispuesto a aceptarlo.

Ella le miró y en su expresión vio cariño.

—No es por ti, lo sabes, ¿verdad? No es por quién eres ni por cómo creciste ni por lo que le debes a cientos de años de historia familiar. Es por mí. Y porque yo no tengo historia familiar. Al menos no una que yo conozca o que me hayan contado. Pero sospecho que tú podrás recitar la lista de tus antepasados hasta tiempos de los Tudor.

—No creo. —Sonrió—. Hasta los Estuardo, tal vez, pero hasta los Tudor no.

—¿Ves? Conoces a los Estuardo. Tommy. Hay mucha gente por ahí —dijo agitando una mano vagamente en dirección a las ventanas para mostrar que se refería al mundo exterior— que no tiene ni idea de quiénes fueron los Estuardo. Lo sabes, ¿no?

—Daidre, leo libros de historia. No es más que eso. Y has vuelto a llamarme Tommy. Me parece que la dama promete demasiado. Y sí, sí, sé que eso lo dice la madre de Hamlet, y no me digas que eso significa algo más que cuando la gente dice «esa es la cuestión», porque los dos sabemos que no es así. Y, aunque lo fuera, ¿qué importa eso en último término?

—A mí me importa —afirmó—. Y eso es lo que me hace permanecer a distancia.

—¿De quién?

—De todo el mundo. De ti. Y además… Después de lo que te ha pasado, necesitas…, no… Te mereces a alguien que esté cien por cien ahí para ti.

Él bebió un poco de vino y pensó en lo que acababa de decir. Ella se dedicó al salmón un momento. Él la observó y por fin dijo:

—Eso no parece sano. Nadie quiere un parásito. A veces pienso que solo en las películas se ve la idea de que los hombres y las mujeres tienen que encontrar eso… ¿Cómo lo llaman? Un alma gemela con quien afrontar el futuro, felizmente unidos por la cadera.

Ella sonrió, aunque pareció que a pesar de sí misma.

—Ya sabes a qué me refiero. Te mereces a alguien que esté al cien por cien para ti, abierta a ti, aceptando todo de ti… Llámalo como quieras. Yo no soy esa persona y no creo que pueda serlo.

Aquellas palabras fueron como la más leve de las estocadas. Atravesó sin esfuerzo su piel y apenas la sintió hasta que empezó a sangrar.

—¿Y qué es lo que estás diciendo exactamente?

—No lo sé muy bien.

—¿Por qué?

Le miró. Él intentó leer la expresión de su cara, pero el tiempo y las circunstancias la habían vuelto reservada, y era comprensible que hubiera construido esos muros.

—No eres un hombre del que sea fácil alejarse, Tommy —confesó—. Así que soy muy consciente de la «necesidad» de alejarme y de la clara reticencia que siento a la hora de hacerlo.

Él asintió. Durante un momento comieron en silencio, solo rodeados por los otros ruidos del comedor. Se recogieron platos. Llegaron otros.

—Dejémoslo así entonces, por ahora —dijo al fin.

Más tarde, después de compartir un postre llamado «tarta mortal de chocolate», seguido de un café, abandonaron la hostería. No se había resuelto nada entre ellos, pero Lynley no podía ignorar la sensación que tenía de haber avanzado. Fueron hasta el coche de ella cogidos del brazo. Antes de que lo abriera y se preparara para su viaje, ella se dejó rodear de una forma fácil y natural por los brazos de él.

Y con la misma naturalidad, la besó. E igualmente sus labios se separaron contra los suyos y el beso se prolongó. Sintió un tremendo deseo por ella: en parte la lujuria animal propia de la especie, en parte la necesidad espiritual que se da cuando un alma reconoce el valor inmortal de otra.

«La hostería tiene habitaciones disponibles —quiso decir—. Sube conmigo esas escaleras, Daidre, y ven a la cama conmigo».

Pero no dijo más que:

—Buenas noches, querida amiga.

—Buenas noches, querido Tommy —respondió ella.