17 de abril
Belgravia, Londres
Ese día había sido de lo más extraño. Barbara Havers sabía perfectamente que Lynley las mataba callando, pero incluso ella se había sorprendido de que él hubiera conseguido, no sabía cómo, ocultarle el hecho de que estaba saliendo con alguien. Si es que eso se podía llamar realmente salir con alguien. Porque parecía que su vida social después de la historia con Isabelle Ardery consistía en asistir regularmente a ver partidos de un deporte del que ella nunca había oído hablar.
Le insistió en que tenía que ir a ver uno. Una experiencia que sin duda nunca olvidaría, había dicho. Estuvo evitando la dudosa emoción que suponía ese intento de ampliar su esfera social todo lo que pudo. Pero al final cedió. Y así fue como se encontró en un torneo de eliminación de roller derby que duraba todo un día, en el que las vencedoras resultaron ser un grupo de mujeres de Birmingham muy atléticas, que parecían tener como segundo hobby engullir niños crudos.
Durante el acontecimiento deportivo, Lynley le estuvo explicando todos los detalles del deporte —al parecer los había en abundancia—. Le dijo cómo se llamaban las posiciones, las responsabilidades de las diferentes jugadoras, las penalizaciones y los puntos. Habló del pack y su objetivo en relación con la anotadora. Y junto con todo el resto del mundo —incluida ella, tenía que admitir—, se puso en pie de un salto para protestar cuando una de las jugadoras golpeó con el codo la cara de otra y no la penalizaron.
Después de varias horas, llegó hasta el punto de preguntarse de qué iba todo aquello y también de pensar que Lynley la había llevado a presenciar ese espectáculo para ver si le servía de vía de escape para su agresividad. Pero, de repente, al final de solo Dios sabía qué partido —porque Barbara había perdido la cuenta—, se les acercó una patinadora con relámpagos pintados en las mejillas, los labios pintados de rojo fuego y brillantina por todos los párpados hasta las cejas. Y cuando esa visión atlética se quitó el casco y dijo: «Qué alegría volver a verla, sargento Havers», Barbara se encontró mirando a la cara a Daidre Trahair. Y en ese momento todo le quedó claro como el agua.
Al principio pensó que estaba allí para hacer de carabina. Creyó que Lynley necesitaba a alguien cuya presencia animara a la veterinaria a aceptar una invitación a cenar. Pero se enteró de que Lynley había estado viendo a Daidre Trahair regularmente desde que se había reencontrado con ella el noviembre anterior. Con ella estaba la noche en que no le devolvió la llamada. Primero en un partido de roller derby y después por ahí tomando algo, aunque, por lo que parecía, las cosas no habían avanzado mucho más entre ellos a pesar de que habían pasado varios meses, según Lynley le aclaró mientras esperaban que salieran las patinadoras tras el partido.
Daidre Trahair fue a reunirse con ellos. Y lo que pasó después, aparentemente, era lo mismo que había pasado todas las veces que ella y Lynley se habían visto. Ella le invitó a él —y también a Barbara— a asistir a la celebración de después del partido, que se hacía en un pub llamado Famous Three Kings. Lynley rechazó la invitación y, en vez de eso, la invitó a ella —y a Barbara— a una cena temprana. Daidre dijo que no estaba vestida para ir a cenar. Lynley —y Barbara se dio cuenta de que esa era la novedad en su rutina— dijo que no importaba porque había preparado algo en su casa. Si Daidre —y Barbara, por supuesto— le hacían el honor de ir a cenar allí, él estaría encantado de llevarla de vuelta al hotel después.
Qué listo. Decidió no enfadarse porque la estuviera utilizando tan descaradamente. Solo esperó que no hubiera hecho la cena él o tenía por delante algo que iba a recordar durante mucho tiempo, pero por razones que no eran precisamente las adecuadas.
Daidre dudó. Miró a Lynley y después a Barbara. Una mujer corpulenta se acercó y les preguntó si iban a ir a tomarse algo al pub, donde alguien llamado McQueen los estaba esperando para volver a retar a Daidre a los dardos. Tenía la excusa perfecta para escapar, pero Daidre no la aprovechó. Dijo —mirando primero a la mujer y después otra vez a Lynley— que no iba a poder ser. Sus amigos insistían, dijo… ¿Podría Lisa disculparse en su nombre? Lisa miró significativamente a Lynley. Vale, dijo. «Y ya sabes, mejor prevenir que curar».
Barbara se preguntó si se suponía que ella tenía que hacer mutis por el foro, ahora que la presencia de Daidre en casa de Lynley estaba asegurada, pero él le aseguró que esa no era en absoluto su intención. Además, ella había dejado su Mini bloqueando el garaje que Lynley tenía en unas antiguas caballerizas a la vuelta de la esquina de donde vivía, así que tenía que ir hasta allí de todas formas antes de poder escabullirse.
De camino a Belgravia, mantuvieron una conversación educada de esa forma tan habitual en los ingleses: hablaron del tiempo. Después de eso Daidre y Lynley pasaron a hablar de gorilas, por alguna razón que a Barbara se le escapaba. Una gorila estaba embarazada, para regocijo general. Pero le pasaba algo a uno de los elefantes en la pata delantera derecha. Estaban negociando una estancia temporal de unos pandas y el zoo de Berlín todavía quería hacerse con el osezno polar que había nacido a principios del año anterior. ¿Era difícil criar osos polares en cautividad?, quiso saber Lynley. Siempre era difícil criar en cautividad, le explicó Daidre. Y entonces se quedó callada, como si hubiera dicho accidentalmente algo que tuviera un doble significado.
En casa de Lynley, aparcaron en las caballerizas. Como Barbara tenía que mover el coche para que Lynley pudiera entrar a su garaje, volvió a hacer el intento de dejarles en ese momento.
—No seas ridícula, Barbara —le dijo Lynley—. Sé que te mueres por comer algo. —Y le dedicó una mirada que ella interpretó inmediatamente: no podía dejarle tirado en un momento de necesidad.
Barbara no tenía ni idea de cómo se suponía que podía facilitarle las cosas a Lynley. Conocía el pasado de Daidre Trahair. Sabía lo poco probable que era que la veterinaria permitiera que las cosas —fueran las que fueran ahora mismo— prosperaran entre ella y Lynley. Aunque no fuera culpa suya, el pobre hombre tenía un título nobiliario y un árbol genealógico que se remontaba como mínimo hasta el censo de Guillermo I, el Conquistador, y una familia descomunal en Cornualles. Si estuviera sentado a una mesa puesta con dieciséis piezas de cubertería de plata, él sabría de forma innata qué tenedor tenía que utilizar, por qué había cucharas adicionales y qué piezas iban en la parte superior del plato, además de las que iban a ambos lados. Sin embargo, la familia de Daidre seguramente todavía comía con las manos, tal vez con la sencilla ayuda de un cuchillo. Las sutilezas de la vida en el lugar de dónde ella provenía no pasaban por una vajilla de porcelana herencia de la familia y una hilera de copas de vino a la derecha del plato de la cena.
Por suerte, Lynley había tenido en cuenta todo eso, se fijó Barbara. Dentro de la casa, en el comedor —aunque ya supusiera un pequeño problema que de hecho la casa tuviera un «comedor»— había puesta una mesa con tres platos de loza blanca normal y la cubertería con unos mangos que parecían de baquelita. Seguramente la habían comprado a propósito para esa cena, pensó Barbara sardónicamente. Había visto las cosas que él utilizaba a diario. Y no las compraban en los grandes almacenes de la esquina precisamente.
La comida era también muy simple. Cualquiera podría haberla preparado, y aunque Barbara habría apostado dinero con la seguridad de no perderlo a que ese cualquiera no había sido Thomas Lynley, fingió que creía que había sido él quien se había quedado junto a la cocina para revolver la sopa y que se había puesto un delantal sobre su traje a medida para aliñar la ensalada. Incluso habría seguido una receta para hacer la quiche, decidió. Pero lo que había hecho en realidad era, sin duda, ir hasta Partridges en King’s Road. En todo caso, si Daidre también sabía eso, no lo demostró.
—¿Dónde está Charlie? —preguntó Barbara cuando Daidre y ella estaban de pie haciendo tiempo con sus copas de vino en la mano mientras Lynley iba de acá para allá por la cocina.
Charlie Denton se había ido a Hampstead a pasar el día, les dijo Lynley, para ir a una matiné de Llega el hombre de hielo. Pero volvería en cualquier momento, les aseguró con convicción. Daidre no tenía por qué sentirse incómoda, porque él podría aparecer en cualquier momento aunque Barbara se fuera.
Y Barbara lo hizo en cuanto pudo. Lynley les sugirió que fueran a la sala de estar para tomar una copa después de cenar cuando Barbara decidió que ya había cumplido con su deber hacia su superior y que era hora de irse a casa. Era pronto todavía, declaró sin darle importancia, pero ya no podía más. Tenía que haber algo en el roller derby que la había dejado molida.
Vio que Daidre paseaba hasta la mesa que había entre dos ventanas en la parte delantera. En ella había una foto de Lynley y su esposa el día de su boda, en un marco de plata. Barbara le miró y se preguntó por qué no la había quitado antes de traer a Daidre a su casa. A él, que siempre pensaba en todo, no se le había ocurrido.
Daidre cogió la foto, como habría hecho cualquiera. Barbara y Lynley se miraron. Antes de que Daidre se girara y dijera algo sobre la foto —el comentario obvio era decir algo sobre lo guapa que era Helen Lynley—, Barbara dijo muy alegremente:
—Creo que me voy a retirar, señor. Gracias por la cena. Tengo que irme ya, antes de que me convierta en calabaza. O como sea —añadió cuando se dio cuenta de que era su Mini el que debería convertirse en calabaza y no ella. Nunca se le habían dado bien las alusiones a los cuentos de hadas.
—Yo también debería irme, Thomas —dijo Daidre—. Tal vez Barbara podría llevarme a mi hotel…
Otra mirada entre Barbara y Lynley, pero él respondió antes de que ella encontrara algo para justificarse.
—Ni hablar —contestó—. Yo estaré encantado de llevarte. Cuando tú quieras.
—Yo que tú iría con él —le dijo Barbara—. Yo necesitaría toda la noche para quitar todos los recipientes de comida para llevar que hay en el asiento del acompañante de mi coche.
Y dicho esto, se fue de la casa. Lo último que vio fue a Lynley sirviendo brandi en dos vasos redondos de cristal. Ese detalle también se le había escapado; debería haber usado tazas o algo similar. La cena en el comedor, por mucha buena fe que hubiera puesto, ya había sido demasiado.
Le caía bien la veterinaria, pero se preguntó por qué estaría Lynley persiguiéndola. Había una especie de tensión entre ellos. Pero a Barbara no le parecía tensión sexual.
Aunque daba igual, pensó. No era asunto suyo. Mientras Lynley no se liara otra vez con Isabelle Ardery, cualquier otra le parecía bien. Porque aquella época había sido como tener un elefante muerto y maloliente en medio de la habitación. Y ahora simplemente estaba encantada de que el cadáver putrefacto ya no estuviera allí.
No estaba pensando en nada en particular cuando vio el coche policial delante de la villa eduardiana amarilla al llegar a su casa. Estaba aparcado en doble fila en la calle, al lado de un antiguo Saab, y a la luz del atardecer se veía a la mayoría de los habitantes del edificio de delante de la diminuta casa de Barbara apelotonados en la entrada, como si estuvieran esperando a que sacaran a alguien esposado o algo así. Barbara aparcó apresurada e ilegalmente. Salió del coche y oyó que alguien decía: «No lo sé…, no he oído nada hasta que han aparecido los polis». Al oírlo se apresuró a unirse a los espectadores.
—¿Qué ocurre? —le preguntó a la señora Silver, que vivía en un piso de la segunda planta de la casa. Llevaba, como siempre, un delantal y un turbante, y mordía nerviosamente lo que parecía un depresor de lengua con manchas de chocolate.
—Ella ha llamado a la policía —dijo la señora Silver—. O habrá sido otra persona. O tal vez ha sido él. Al principio se oían gritos. Todos los hemos oído. A los dos. Y a otro hombre también. Pero ese no hablaba bien nuestro idioma. Gritaba en no sé qué idioma. No sé cuál. Bueno, es que no oigo bien, ¿sabes? Pero no importa. Les deben de haber oído en toda Chalk Farm Road.
Eso era el resumen de algo. Pero Barbara no sabía de qué. Miró a su alrededor para ver quién más estaba en el grupo de gente, pero en lo que se fijó fue en quién no estaba. Y entonces dirigió la mirada a la villa, donde parecía que toda la luz salía del piso de la planta baja, donde las ventanas estaban abiertas.
Se le cerró la garganta.
—¿Es Azhar…? —murmuró—. ¿Es que ha…?
La señora Silver se volvió. Y vio algo en la cara de Barbara.
—Ella ha vuelto, Barbara —le dijo—. Y no está sola. Algo ha pasado y se ha traído a la policía para que lo solucione.
Chalk Farm, Londres
Con «ella» solo podía referirse a una persona. Angelina Upman había vuelto. Barbara buscó en el caos que era su bolso y sacó su identificación policial. Eso le daría acceso al piso de Azhar, fuera quien fuera el que estuviera al mando allí.
Se abrió paso entre el grupo de vecinos. Cruzó la valla y el césped. Los gritos se volvieron inteligibles cuando se acercó a los ventanales. No le costó reconocer la voz de Angelina.
—¡Consiga que lo confiese! —le gritaba a alguien—. ¡A Pakistán! Se la ha llevado allí. Está con su familia. ¡Eres un monstruo! Hacerle eso a tu propia hija.
—¿Cómo puedes decir…? —Era la voz de Azhar, llena de pánico.
Entonces se oyó a un extranjero con un acento muy fuerte.
—¿Por qué no arrestan a este hombre?
Barbara entró y se encontró con una escena en la que todo el mundo parecía congelado: dos agentes uniformados se habían situado entre Taymullah Azhar y Angelina Upman. Ella tenía el rostro lleno del rímel con el que se había pintado los ojos; la cara, desencajada. El hombre que estaba con ella era guapo; parecía alguien que podría servir de modelo para la escultura de un atleta. Pelo rizado y grueso, hombros anchos y un pecho enorme. Tenía los puños cerrados, como si fuera a darle un puñetazo a Azhar si conseguía alcanzarle. Uno de los agentes intentaba evitarlo, sujetándole mientras Azhar y Angelina se gritaban.
Azhar fue el primero en ver a Barbara. Llevaba meses muy demacrado, pero ahora estaba aún peor. Había estado totalmente apagado desde su última conversación con Dwayne Doughty y se había dedicado a aceptar más estudiantes de posgrado y a ir a cualquier congreso que le llevara lo más lejos posible de Chalk Farm. Había vuelto del último —en Berlín esta vez— justo la noche anterior, y se había pasado por su casa para preguntarle si había habido algo…, algún mensaje…, cualquier cosa… Su pregunta habitual cuando volvía. Y su respuesta siempre era la misma.
Angelina se giró cuando vio que la expresión de Azhar cambiaba. Y también lo hizo el hombre que estaba con ella. Y, al hacerlo, le mostró completamente la cara. Tenía una marca de nacimiento de color vino, como la marca de Caín, que se extendía desde su oreja derecha hasta la mejilla. Era lo único que estropeaba su belleza.
El agente que sujetaba al hombre habló.
—Tiene que irse, señora.
Barbara le mostró su identificación.
—Sargento detective Havers —anunció—. Vivo ahí detrás. ¿Qué ha ocurrido? ¿Puedo ayudar en algo?
—Es Hadiyyah —fue todo lo que logró decir Azhar.
—Se ha llevado a mi hija —chilló Angelina—. Ha secuestrado a Hadiyyah. La tiene en alguna parte. ¿Lo entiendes? Oh, claro que lo entiendes. Seguro que le has ayudado, ¿verdad?
Barbara intentó asimilar la información. ¿Ayudado a quién a hacer qué?
—¡Dime dónde está! —gritó Angelina—. ¡Maldita sea, por la cuenta que te trae me vas a decir dónde está!
—Angelina, ¿qué ha ocurrido? —le preguntó Barbara—. Escúchame. No sé qué está pasando.
La historia le fue llegando desde todas direcciones. Cuando los agentes comprendieron que Barbara era amiga de la familia y que no había venido enviada por la Met, intentaron echarla de allí, pero llegados a ese punto tanto Angelina como Azhar querían que se quedara, cada uno por sus propias razones, aunque ninguno las dijo en voz alta, excepto cuando Angelina gritó: «Tiene que oír esto», y Azhar dijo: «Barbara conoce muy bien a mi hija».
—Tu hija, tu hija… —refunfuñó Angelina—. No se te puede llamar padre si tratas así a una niña.
Se la habían llevado de un mercado de Lucca, Italia, descubrió Barbara. Eso había sucedido hacía dos días. Ella estaba allí con Lorenzo —el hombre que estaba en el piso con Angelina y, obviamente, su nuevo amante, pensó Barbara— haciendo la compra semanal. Hadiyyah iba a esperarle donde siempre, donde había un músico callejero tocando, pero la niña no estaba allí cuando llegó Lorenzo, y a él no se le ocurrió buscarla.
—¿Y por qué no? —preguntó Barbara.
—¿Y qué importa eso ahora? —preguntó Angelina—. Ya sabemos lo que ha pasado. Sabemos quién se la ha llevado. Ella no se iría con un extraño, nunca. Y nadie ha podido llevársela a la fuerza en medio de un mercado, rodeada de cientos de personas. Habría gritado. Se habría resistido. Tú te la has llevado, Hari, y Dios es mi testigo. Voy a…
—Cara —le dijo Lorenzo—, non devi. —Se acercó a ella—. La troveremo —prosiguió—. Te lo prometto. —Entonces ella empezó a sollozar. Azhar dio un paso hacia ella.
—Angelina —dijo—, tienes que escucharme. Todo depende…
—¡No te creo! —chilló.
—¿Llamasteis a la policía en Lucca? —les preguntó Barbara.
—¡Claro que los llamé! Pero ¿qué te crees que soy? Los llamé, vinieron, la buscaron…, todavía la están buscando. ¿Y qué han encontrado? Nada. Una niña de nueve años desaparecida sin dejar rastro. Y él la tiene. Nadie más podría habérsela llevado. Hagan que me diga dónde está. —Lo último que dijo iba dirigido a los agentes.
Ellos miraron a Barbara como buscando algún tipo de ayuda.
Lo que Barbara quería decir era: «¿Se supone que él se la ha llevado como te la llevaste tú? ¿Él te tiene que decir dónde está igual que tú le dijiste a Azhar dónde estaba?». Pero, en vez de eso, se volvió hacia el acompañante de Angelina.
—Cuénteme exactamente qué pasó —le pidió—. ¿Por qué no la buscó cuando se dio cuenta de que no estaba donde usted esperaba encontrarla?
—¿Ahora le acusas a él? —gritó Angelina.
—Si Hadiyyah ha desaparecido…
—¿Si ha desaparecido? Pero ¿qué te parece esto si no?
—Angelina, por favor —continuó Barbara—. Si Hadiyyah ha desaparecido, no hay tiempo que perder. Necesito saber qué ocurrió de principio a fin. —Y dirigiéndose a Lorenzo dijo—: ¿Por qué no se puso a buscarla al momento?
—Por mi hermana —dijo. Y cuando Angelina protestó porque estaba respondiendo a sus preguntas cuando todos sabían quién se había llevado a su hija, él le dijo con voz suave—: Per favore, cara. Vorrei dire qualcosa, va bene? —Y después con su limitado conocimiento del idioma, explicó—: Mi hermana vive cerca de este mercato. Ahí es donde vamos siempre después de comprar, a su casa. Cuando Hadiyyah no estaba en ese lugar, pensé que habría ido allí. A jugar.
—¿Y por qué pensó eso? —siguió preguntando Barbara.
—Mio nipote… —Miró a Angelina en busca de ayuda.
—Su sobrino está allí —intervino ella—. Hadiyyah y el niño suelen jugar juntos.
Al otro lado de la habitación, Azhar cerró los ojos.
—Todos estos meses… —dijo. Y por primera vez desde que la niña desapareció, Barbara vio que le temblaban los labios en su esfuerzo por no echarse a llorar.
—Yo acabé de comprar —prosiguió Lorenzo—. Pensé que encontraría a Hadiyyah cuando fuera a la casa.
—¿Sabía ir allí sola? —inquirió Barbara.
—Había ido muchas veces a jugar allí, sì. Angelina llegó al mercato y…
—¿De dónde venía?
—Piazzale…
—Quiero decir que qué estaba haciendo. ¿Qué hacías, Angelina?
—¿Y ahora me acusas a mí…?
—Claro que no. ¿Dónde estabas? ¿Qué viste? ¿Cuánto tiempo estuviste fuera?
Al parecer, estaba haciendo yoga. Iba regularmente a clase en la ciudad.
—Vino al mercato, nos encontramos donde siempre y fuimos a casa de mi hermana. Hadiyyah tampoco estaba allí.
Al principio pensaron que se habría perdido en ese mercado tan grande. O tal vez que se había distraído en su camino a ver al músico y que estaría allí, todavía en el mercado, esperándolos en el lugar habitual cerca de Porta San Jacopo. Volvieron, esta vez con la hermana de Lorenzo y su marido, y los cuatro empezaron a buscar.
Recorrieron todo el mercado. Después ampliaron la búsqueda al otro lado de la muralla de la ciudad, donde el resto de Lucca, la parte moderna, se extiende en todas direcciones. Subieron a la parte alta de la enorme muralla con sus baluardi, las grandes fortificaciones desde donde se mantenían las defensas siglos atrás. Allí había ahora árboles y césped, y entre ellos había sitios donde podían jugar los niños. Pero Hadiyyah no estaba en la muralla, ni tampoco bajo ella, en los columpios que había cerca de Porta San Donato, cerca de su colegio, que podría ser el sitio más lógico para que fuera una niña pequeña que se ha cansado de esperar a sus padres.
Barbara miró a Azhar cuando pronunciaron la palabra «padres». Fue como si le hubieran dado un puñetazo.
En ese momento empezaron a pensar lo impensable y llamaron a la policía. Pero Angelina también llamó a Azhar. Y se enteró de que había faltado unos días a la universidad. No contestaba al móvil, descubrió poco después. Ni tampoco al teléfono fijo en Chalk Farm. Y entonces fue cuando supo lo que había pasado.
—Angelina —le dijo Azhar desesperado—. Estaba en un congreso.
—¿Dónde? —exigió saber.
—En Alemania. En Berlín.
—¿Puede probarlo, señor? —le preguntó uno de los agentes.
—Claro que puedo probarlo. Ha durado cuatro días. Hubo muchas sesiones. Presenté una ponencia y también asistí…
—Pero te fuiste de Berlín el tiempo suficiente para llevártela, ¿no? —le interrumpió Angelina—. No era difícil. Eso es lo que has hecho. ¿Dónde está, Hari? ¿Qué has hecho con ella? ¿Adónde te la has llevado?
—Escúchame —le dijo Azhar, y entonces se dirigió a su compañero, a quien hasta el momento había ignorado—. Tienes que decirle que me escuche. No logré encontrarla cuando te fuiste, Angelina. Lo intenté. Sí, lo intenté. Contraté a alguien hace meses. Pero no había rastro. Por favor, escúchame.
—Señora —intervino el agente—, de este asunto deben ocuparse en el lugar de origen, no aquí. La policía italiana debe iniciar una búsqueda más amplia, fuera de Lucca. También tienen que comprobar que efectivamente asistió a este congreso…
—¿Sabe lo fácil que habría sido para él irse de ese maldito congreso? —le contestó Angelina—. Él la ha sacado de Italia, ¿no lo ve? Puede que esté en Alemania. ¿Por qué demonios no me escuchan?
—¿Y cómo podría habérmela llevado? —contraatacó Azhar. Miró a Barbara con una expresión dolida.
—Angelina, su pasaporte —le dijo—. Sus papeles. Piensa. Te lo llevaste todo contigo. Yo estuve aquí. Lo comprobé. Azhar vino a buscarme la noche en que te fuiste. No ha podido sacarla de Italia sin ningún documento.
—Ya veo que tú eres parte de todo esto —declaró Angelina—. Le has ayudado, ¿verdad? Tú sabes cómo conseguirle un pasaporte falso. Y documentos de identidad. Todo lo que hace falta. —Y al decir eso empezó a sollozar—. Quiero a mi hija —murmuró—. Quiero a mi niñita.
—Te juro por mi vida que yo no la tengo, Angelina —le dijo Azhar, desconsolado—. Debemos volver a Italia inmediatamente para encontrarla.
Ilford, Greater London
Ni Angelina ni su amante —un tipo cuyo nombre resultó ser Lorenzo Mura— querían ni plantearse volver a Italia hasta que no buscaran debajo de todas las piedras que creyeran necesario levantar. Barbara estuvo segura de eso después de un cuarto de hora de conversación con ellos. No importaba lo que intentara Azhar para convencer a su antigua amante de que había estado exactamente donde decía que estuvo, ni la cantidad de papeles que le enseñara: del congreso en Berlín, del hotel en el que se había hospedado, del vuelo que tomó para ir allí, de los restaurantes en los que había comido. Nada iba a lograr persuadir a Angelina de que el tiempo era esencial en los secuestros y que ese tiempo debían pasarlo en Italia y no gritándose en Chalk Farm.
Quería ir a Ilford, anunció ella. Cuando lo dijo, Azhar pareció tan horrorizado que Barbara creyó que iba a vomitar allí mismo, en el suelo.
—¿Ilford? —se oyó decir—. ¿Y qué hay en Ilford que tenga que ver con todo esto?
Azhar respondió con cinco palabras que lo decían todo.
—Mi esposa y mis padres.
—¿Crees que tiene a Hadiyyah escondida con sus padres? —le dijo Barbara—. Vamos, Angelina. Ten un poco de cabeza. Hemos de…
—¡Cállate! —chilló. Los dos agentes intentaron intervenir, pero, antes de que pudieran detenerla, se había lanzado contra Azhar—. ¡Serías capaz de hacer cualquier cosa! —le gritó.
Barbara la agarró y la apartó. Cuando Angelina se lanzó hacia ella, se limitó a responder:
—Está bien. Ilford. Vamos a Ilford.
—Barbara, no podemos… —La voz de Azhar sonaba como si estuviera sufriendo una verdadera agonía.
—Pues tenemos que hacerlo —le contestó ella.
En ese momento, los policías locales se sintieron aliviados, al ver que podían irse y dejar el asunto en manos de la policía metropolitana. Salieron del piso y les hicieron el favor, antes de abandonar el lugar, de dispersar a los vecinos. Así, cuando Barbara y sus acompañantes salieron del piso de Azhar y se dirigieron al coche, pudieron hacerlo de una forma relativamente discreta.
Condujeron hasta Ilford en silencio. Barbara oía a Lorenzo murmurándole algo a Angelina durante el camino, pero se lo decía en italiano, y eso para ella era como si hablaran marciano.
Azhar mantuvo la vista fija en la carretera y agarraba con todas sus fuerzas el volante. Por su respiración rápida y poco profunda, Barbara pudo hacerse una idea de lo difícil que le resultaba lidiar con todo lo que estaba ocurriendo.
Su familia vivía justo al final de Green Lane, a la vuelta de la esquina de un establecimiento llamado Ushan’s Fruit and Veg. Era una calle de casas adosadas, como muchas otras similares que había en la ciudad, donde las farolas, ahora encendidas, iluminaban casas que solo se distinguían unas de otras por el pequeño jardín delantero. Pero a diferencia de otras zonas más cercanas al centro, esta calle en particular no estaba flanqueada por dos hileras de coches. Ese era un gasto que la mayoría de las familias no se podían permitir.
—¿Cuál es? —preguntó Angelina cuando Azhar detuvo el coche a la altura de la mitad de la calle.
Lorenzo abrió la puerta del coche y la ayudó a salir. No apartó la mano de su espalda. Azhar les indicó la casa acercándose a la puerta. Cuando tocó el timbre, el que abrió la puerta fue un chico adolescente. Fue un momento terrible. Barbara vio la angustia en la cara de Azhar. Supo que el que tenía delante era su hijo. También sabía que llevaba una década sin verle.
Que el chico no tenía ni idea de quién era ese grupo de gente fue más que obvio.
—¿Sí? —dijo, y se apartó el flequillo de la frente con la mano.
Barbara vio que Azhar hacía un gesto como para tocar al chico, pero se paró en seco antes de alcanzarle.
—Sayyid —dijo entonces—. Soy tu padre. ¿Le puedes decir a esta gente que viene conmigo que nadie ha traído a una niña a esta casa?
El chico separó los labios. Consiguió apartar con esfuerzo la mirada de Azhar y la dirigió a Barbara y después a Angelina. Cuando por fin habló, quedó claro que conocía bien la historia familiar.
—¿Cuál de ellas es la puta? —preguntó.
—Sayyid —le dijo Azhar—. Haz lo que te he dicho, por favor. Dile a esta gente que nadie ha traído a esta casa a una niña pequeña, de nueve años.
—¿Sayyid? —preguntó la voz de una mujer. Llegaba desde detrás del chico, como si estuviera en otra habitación—. ¿Quién es, Sayyid?
Él no contestó. Fijó la mirada en su padre, como desafiándole a identificarse ante la mujer a la que había abandonado. Como no respondió, unos pasos se acercaron y Sayyid se apartó de la puerta. Azhar y su mujer se quedaron de pie, cara a cara. Sin mirar a su hijo, la madre dijo:
—Sayyid, vete a tu cuarto.
Barbara se había esperado el traje tradicional, el shalwar kameez. Esperaba que llevara pañuelo. Lo que no se esperaba era lo guapa que era la mujer de Azhar, porque pensó —como la mayoría de la gente, supuso— que Azhar habría dejado a una mujer común y corriente para empezar una vida con otra extraordinaria. Como los hombres son como son, siempre buscan algo mejor, nunca peor, ni siquiera igual. Pero esa mujer superaba en mucho a Angelina en cuanto a belleza: piel oscura, ojos de color azabache, unos pómulos por los que muchas matarían, una boca sensual, un cuello largo y elegante, y una piel perfecta.
—Nafeeza —dijo Azhar.
—¿Qué te trae por aquí? —le preguntó Nafeeza.
Angelina fue la que respondió.
—Queremos registrar la casa.
—Por favor, Angelina —le dijo Azhar en voz baja—. Seguro que te queda claro… —Y entonces le habló a su esposa—. Nafeeza, discúlpame por todo esto. Yo no… Por favor, dile a esta gente que mi hija no está aquí.
No era una mujer alta, pero se irguió en toda su estatura y, cuando lo hizo, lo que trasmitió fue que su cuerpo se llenaba de fuerza.
—Tu hija está arriba, en su habitación. Está haciendo los deberes. Es muy buena estudiante.
—Me alegro mucho de oírlo. Debe ser… Seguro que te llena de… Pero no hablaba de…
—Ya sabes a quién se refiere —le interrumpió Angelina.
Barbara sacó su identificación policial. No podía aguantar más el dolor que estaba soportando Azhar. Le dijo a su mujer:
—¿Podemos pasar, señora…? —Y para su desesperación se dio cuenta de que no tenía ni idea de cómo acabar esa frase, así que la cambió rápidamente—. Señora, si no le importa tenemos que pasar. Estamos buscando a una niña desaparecida.
—¿Y creen que esa niña está en mi casa?
—No. No exactamente.
Nafeeza los miró de arriba abajo a todos, uno por uno, y se tomó su tiempo al hacerlo. Después se apartó de la puerta. Entraron en la casa y llenaron el estrecho pasillo que ya estaba bastante atestado por la presencia de botas, abrigos, mochilas, palos de hockey y equipamiento de fútbol. Pasaron a un pequeño salón que había a la derecha.
Allí vieron que Sayyid no se había ido a su cuarto. Estaba en la sala, sentado al borde del sofá, con los codos apoyados en los muslos y las manos colgando entre las rodillas. Encima de él había una gran fotografía que mostraba a miles de personas en su peregrinación a la Meca. No había más fotos ni nada de decoración, excepto dos pequeñas fotografías en sus respectivos marcos de niños con uniforme de colegio que estaban sobre la mesa. Azhar se acercó y las cogió. Las miró con avidez. Nafeeza cruzó la habitación y se las quitó de las manos. Las dejó boca abajo en la mesa.
—Aquí no hay más niños que los míos —le dijo.
—Quiero comprobarlo —soltó Angelina.
—Debes decirle que digo la verdad, esposo —le dijo Nafeeza—. Explícale que yo no tengo ninguna razón para mentir. No sé lo que ha pasado, pero no tiene nada que ver conmigo ni con mis hijos.
—¿Es ella entonces? —intervino Sayyid—. ¿Ella es la puta?
—Sayyid —le recriminó su madre.
—Lo siento, Nafeeza —le dijo Azhar—. Por todo esto. Por lo que pasó. Por lo que yo era.
—¿Que lo «sientes»? —Eso lo dijo Sayyid—. ¿Cómo coño le puedes decir a mi madre que lo «sientes»? Eres un cabrón y no creas que a nosotros nos pareces otra cosa. Si lo que quieres es…
—¡Basta! —le ordenó su madre—. Espera en tu habitación, Sayyid.
—¿Mientras esta —dijo con una mueca señalando a Angelina— registra nuestra casa en busca de su mocosa bastarda?
Azhar miró a su hijo.
—No hables…
—Tú, pedazo de capullo, no me digas lo que tengo que hacer.
Y diciendo esto se puso de pie, se abrió paso entre ellos y salió de la habitación. Pero sus pasos no subieron las escaleras, sino que cruzaron el pasillo, donde le oyeron hacer una llamada. Habló en urdu. Azhar y Nafeeza entendieron lo que decía y eso les afectó a ambos, como pudo comprobar Barbara, porque la mujer de Azhar le dijo:
—Espero que no tardéis mucho.
—Lo siento de verdad —le dijo de nuevo.
—Ahora sabes lo que es el dolor. —Nafeeza habló dirigiéndose al resto de los presentes, con la mirada paseándose de una cara a otra. Su voz mantuvo una dignidad perfecta—. Los únicos niños que hay en esta casa son los hijos que yo tuve con este hombre, que después los abandonó.
—¿A quién está llamando el chico? —le preguntó Barbara a Azhar en voz baja.
—A mi padre —le contestó Azhar.
Al oír eso solo pudo pensar: «Maldita sea». Porque sabía que las cosas se iban a poner aún más feas de un momento a otro.
—Estamos perdiendo el tiempo —le dijo a Angelina—. Ya ves que Hadiyyah no está aquí. Está claro, por el amor de Dios. ¿No ves que esta gente no le haría un favor, igual que tu familia tampoco te lo haría a ti?
—Estás enamorada de él —respondió Angelina—. Lo has estado desde el primer momento. Confío en ti menos que en una serpiente. —Entonces le dijo a Lorenzo—. Mira arriba mientras yo…
Sayyid volvió a la habitación como una centella. Se lanzó hacia Lorenzo gritando:
—¡Salid de esta casa! ¡Fuera! ¡Fuera!
Lorenzo se lo quitó de encima como una mosca. Azhar dio un paso adelante. Barbara le sujetó por el brazo. Las cosas estaban tomando un cariz muy desagradable y lo último que necesitaban era que esa gente llamara a la policía local.
—Escuchadme —dijo con voz autoritaria—. Angelina, tienes que elegir. O te crees lo que te está diciendo Nafeeza, o te pones a registrar la casa e intentas explicárselo a la policía cuando se presente aquí. Porque si yo fuera Nafeeza, cogería el teléfono en cuanto aquí Míster Universo pusiera un solo pie en las escaleras. Estás perdiendo el tiempo. Todos lo estamos perdiendo. Piensa, por Dios. Azhar estaba en Alemania. Te lo ha demostrado. No estaba en Italia ni tenía ni idea de dónde estabais. Así que puedes seguir aullando como una loca o todos podemos coger un avión para volver a Italia y obligar a los policías de allí a encontrar a Hadiyyah. Tienes que decidir. Ahora.
—No me lo creeré hasta que no…
—¡Pero por todos los santos! ¿Qué te pasa?
—Tú puedes registrar la casa. —Nafeeza habló con voz serena señalando a Barbara—. Pero solo tú —añadió.
—¿Te vale con eso? —le preguntó Barbara a Angelina.
—¿Y cómo puedo saber que tú no eres también parte de esto? Que tú y él no…
—Porque soy policía, joder, porque quiero a tu hija, porque si tú no ves que lo último que haríamos en la vida cualquiera de los dos, Azhar o yo, sería lo que tú le has hecho a él, llevárnosla y esconderla en alguna parte y negarle la relación con uno de sus padres, si tú crees de verdad que es lo que ha pasado… Él no es como tú, ¿entiendes? Yo no soy como tú. Y tú lo sabes, maldita sea. Así que si no te quedas en esta habitación mientras yo registro la casa para demostrar que Hadiyyah no está aquí, seré yo quien llame a la policía y les pediré que vengan para solucionar una disputa doméstica. ¿Me he explicado bien?
Lorenzo le murmuró a Angelina algo en italiano. Le puso la mano suavemente en la nuca.
—Está bien —accedió.
Barbara se dirigió a las escaleras. No era muy difícil registrar la casa, porque era muy pequeña. Había tres plantas con dormitorios, baños, una cocina y poco más. Barbara asustó a la otra hija de Azhar que estaba haciendo los deberes. Ella era la única persona que había en las plantas superiores.
Volvió con los otros.
—Nada —dijo—. ¿Vale? Vámonos. Ya.
Los ojos de Angelina se llenaron de lágrimas y entonces Barbara se dio cuenta de todas las esperanzas que tenía puestas en que Hadiyyah estuviera realmente en la casa —a pesar de lo absurdo que era lo que ella había decidido que le había pasado a su hija—. Durante un momento, Barbara sintió compasión por esa mujer. Pero ahogó rápidamente ese sentimiento. Azhar era el que importaba. Y estaba a solo unos minutos de tener que enfrentarse a su padre. Sabía que tenía que sacarle del vecindario antes de que eso sucediera.
Pero no tuvieron suerte. Estaban saliendo de la casa cuando dos hombres vestidos con el atuendo tradicional que venían desde Green Lane llegaron como una tromba desde la calle. Uno de ellos llevaba una pala; el otro, una azada. No hacía falta ser Sherlock Holmes para adivinar sus intenciones.
—Entra en el coche —le dijo a Azhar—. Haz lo que te digo. Ya.
Él no se movió. Los hombres gritaban en urdu mientras se acercaban. El más alto tenía que ser el padre de Azhar, supuso Barbara, porque tenía la cara transfigurada por la furia. El otro, su acompañante, era más o menos de la misma edad, tal vez un compañero a la hora de administrar venganza.
—La macchina, la macchina —le dijo Lorenzo a Angelina.
Abrió la puerta del coche y la metió dentro. Barbara esperaba que él entrara detrás de ella, y asegurara las puertas, pero no fue eso lo que hizo. Parecía un hombre al que le gustaban los líos. No le caía bien Azhar, eso seguro. Pero ante la posibilidad de una pelea callejera, no tenía el más mínimo problema en apuntarse.
Entre el urdu que gritaban los hombres mayores y el italiano de Lorenzo, Barbara no tenía ni idea de quién acusaba a quién de qué. Pero el objetivo de los pakistaníes era claramente Azhar, y ella no quería que le hicieran daño. Los hombres mayores se acercaron blandiendo las herramientas. Apartó a Azhar de su camino y chilló con toda la fuerza que le permitían sus pulmones: «¡Policía!». Pero eso no les impresionó. Lorenzo se lanzó.
Supuso que estaba diciendo tacos en italiano. No parecían palabras muy agradables. Era bueno con los puños y mejor con los pies y, a pesar de las herramientas campestres, los potenciales asaltantes estaban en el suelo antes de saber siquiera qué les había golpeado. Pero no se quedaron allí. Volvieron a lanzarse a la reyerta cuando Sayyid salió rugiendo de la casa. Entonces una mujer mayor y otros dos hombres salieron de la casa que había al lado, mientras Sayyid corría como un relámpago hacia su padre y estrellaba el puño en la garganta de Azhar.
Alguien gritó. Barbara pensó que podía haber sido ella, pero tenía el teléfono móvil en la mano y estaba marcando el número para que viniera la policía local. Su identificación policial no iba a detener a todos aquellos alborotadores.
El padre de Azhar llegó hasta él. Apartó a Sayyid y se tiró sobre su hijo. Lorenzo intentó llegar hasta ellos, pero le asaltó el hombre que antes llevaba la azada. La mujer mayor saltó sobre Azhar y su padre, gritando lo que a Barbara le pareció un nombre mientras tiraba y hacía todo lo que podía para que aquello terminara. Barbara hizo lo mismo con el hombre que estaba sobre Lorenzo. Nafeeza salió de la casa y cogió a Sayyid. Pero otros tres adolescentes entraron en la calle con bates de críquet, y dos mujeres empezaron a gritar imprecaciones desde la acera del otro lado de la calle.
Hizo falta la policía para acabar con todo aquello. Dos coches patrulla y cuatro agentes uniformados se hicieron cargo de la situación. Barbara consiguió que no arrestaran a nadie, aunque todos tuvieron que ir a dar explicaciones a la comisaría local. Cuando llegaron allí, mostró su identificación. Dijo que había sido una disputa familiar. El padre de Azhar casi escupió: «Él no es de la familia», pero los policías trajeron a un agente que hablaba urdu y eso le dio oportunidad a todo el mundo de decir lo que quería sobre el asunto. Al final, solo tiempo perdido, dolor causado, horrores revividos y nada sacado en claro. Todos volvieron a Chalk Farm casi en silencio.
Azhar no dijo ni una palabra. Angelina solo lloraba.