25 de abril

Lucca, la Toscana

El llamamiento en televisión dio mucha proyección a la historia. Los niños desaparecidos siempre eran noticia en las provincias italianas. Los niños guapos desaparecidos eran noticias importantes. Pero niños guapos y extranjeros desaparecidos cuyos secuestros llevaban hasta las comisarías italianas a representantes de New Scotland Yard… Eso era suficiente para atraer la atención de periodistas de cualquier parte. Poco después del llamamiento en televisión se apostaron en lo que les pareció la localización más lógica —tan cerca de la questura como pudieron—, porque lo más probable era que cualquier acción que tuviera que ver con el caso se produjera allí. Bloquearon el tráfico que iba hacia la estación de tren; y las aceras a ambos lados de la calle. En general se convirtieron en un incordio.

La «acción» del caso consistía principalmente en los interrogatorios de la policía a los sospechosos. Dirigidos por il Pubblico Ministero, en Prima Voce habían hecho una selección de los sospechosos principales. Los otros periódicos seguían la misma dirección. Así pues, el desgraciado de Carlo Casparia quedó finalmente donde Fanucci quería que estuviera —Carlo o cualquier otro, la verdad—: bajo el microscopio de los periodistas. Prima Voce fue tan lejos como para hacer la pregunta que todos tenían in mente: ¿cuándo iba a aparecer un testigo en el caso de la desaparición de la bella bambina que señalara a cierto drogadicto?

No tardó demasiado. A un vendedor de pañuelos albano del mercato se le despertó un recuerdo gracias al llamamiento en televisión, con aquellas fotografías de la niña desaparecida y aquel feroz sermón de Fanucci. Entonces ese vendedor llamó a la questura con lo que esperaba que fuera información relevante sobre la desaparición de la niña: la había visto pasar cuando salía del mercato y estaba seguro de que había visto a Carlo Casparia levantarse de su posición de rodillas con el cartel de «Ho fame» y seguir a la niña.

Salvatore Lo Bianco no estaba nada convencido de que el vendedor de pañuelos hubiera visto nada, pero, tras reflexionar un momento, se dio cuenta de que esa información podía serle útil. Informó obedientemente a Fanucci. Il Pubblico Ministero anunció su intención de interrogar a Carlo Casparia en persona, como Salvatore había esperado que hiciera. Cuando varios oficiales consiguieron rodear al chico y llevarlo a la questura, Fanucci estaba esperando para echarle a la parrilla como a san Lorenzo mártir. Representantes de siete periódicos y tres canales de televisión se reunieron en la calle. Sabían que Casparia estaba dentro de la questura, lo que le dijo a Salvatore que alguien les estaba filtrando información. Estaba casi seguro de que había sido Fanucci, para aumentar su reputación de resolver asuntos criminales rápidamente, algo que era muy importante para el magistrato.

A Salvatore no le gustaba ver al enajenado por las drogas Casparia sometido a otro interrogatorio. Pero eso le daba un poco de tiempo porque mantenía a Fanucci ocupado. E il Pubblico Ministero estuvo más que ocupado con el nuevo interrogatorio del drogadicto, al parecer. Rugió, caminó arriba y abajo, le echó el aliento con olor a ajo en la cara a Casparia, anunció que habían visto al chico siguiendo a la niña hacia la salida del mercato, y que ya era hora de que le dijera a la policía lo que había hecho con ella.

Carlo, por supuesto, lo negó todo. Miró a Fanucci con los ojos tan brillantes que parecía que tenía bombillas dentro de la cabeza. Eso daba la impresión instantánea de que Casparia estaba muy alerta. Pero la verdad es que estaba colocado. Era raro incluso que se acordara de la niña de la que Fanucci le estaba hablando. Le preguntó al magistrato para qué iba a querer él a una niña pequeña. Fanucci le dijo que lo que le había preguntado no era para qué la podía querer, sino qué fue lo que hizo con ella, y que quería respuestas ya.

—Se la diste a alguien a cambio de dinero. ¿Dónde? ¿A quién? ¿Cómo se acordó todo?

—No sé de qué me está hablando —dijo, por lo que se ganó un golpe detrás de la cabeza cuando Fanucci pasó detrás de la silla de Casparia.

—Has dejado de ir a pedir limosna al mercato. ¿Por qué? —Esa dirección fue la que siguió después.

—Porque no puedo ni moverme sin que la policía se lance sobre mí —explicó Casparia. Enseguida escondió la cabeza entre las manos y suplicó—: Déjeme dormir. Estaba intentando dormir cuando…

Fanucci obligó al chico a incorporarse agarrándole del sucio pelo color bronce y le dijo:

Bugiardo! Bugiardo! Ya no vas al mercato porque ahora no necesitas dinero. Conseguiste el que querías cuando le diste la niña a alguien. ¿Dónde está? Te interesa decírmelo ahora, porque la policía va a revisar cada centímetro de esos establos donde vives. No lo sabías, ¿verdad? Déjame que te diga algo, stronzo miserable, cuando consigamos pruebas de que la has ocultado allí (uno de sus cabellos, una huella, un trozo de tela, un lazo, lo que sea), vas a tener muchos más problemas de los que ha podido imaginar esa cabeza atontada que tienes.

—Yo no me la llevé.

—¿Y por qué la seguiste?

—No la seguí. No lo sé. Tal vez simplemente yo también salía del mercato.

—¿Más pronto de lo habitual? ¿Y por qué?

—No lo sé. Ni siquiera recuerdo si salí. Tal vez solo iba a mear.

—Tal vez ibas a agarrar a esa niña tan mona del brazo y arrastrarla hasta…

—En sus sueños, tío.

Fanucci le dio un puñetazo a la mesa.

—¡Te vas a quedar sentado ahí hasta que me digas la verdad! —gritó.

Salvatore aprovechó ese momento para salir de la sala. Fanucci iba a estar entretenido durante horas. Se sentía extrañamente agradecido con el pobre Carlo. Ahora él podría hacer algo mientras Fanucci se concentraba en «sacarle la verdad» al drogadicto.

Lo cierto era que habían recibido más de una llamada después del llamamiento en televisión. Habían recibido docenas y docenas que hablaban de gente que, supuestamente, había visto a la pequeña Hadiyyah. Ahora que Fanucci estaba absorto en su interrogatorio de Carlo Casparia, la policía podría analizar en paz la información que estaba llegando. Tal vez merecería la pena seguir alguna de esas pistas.

Lucca, la Toscana

Una hora después de que empezara el interrogatorio de Fanucci al drogadicto pasó algo. Un agente fue a buscar a Salvatore, que estaba en la salita del café esperando a que una cafetera italiana llena de manchas acabara de hervir un caffè viscoso sobre la cocina de gas. Alguien había visto un coche rojo muy llamativo en las colinas por encima de Pomezzana, informó el agente a Salvatore. Y el que llamaba lo recordaba por varias razones.

Perché?

Salvatore escuchó el último burbujeo de la cafetera. Cogió una taza más o menos limpia del estante que había sobre el fregadero, la enjuagó, la secó y se echó el café. Perfetto. Amargo y de color carbón. Justo como a él le gustaba.

Primero, le dijo el oficial, el descapotable llevaba la capota bajada. El que llamaba —un hombre que se había identificado como Mario Germano, que iba de camino a ver a su mamma en el pueblo de Fornovolasco— vio el vehículo aparcado en un área de descanso bajo un castaño, y lo primero que pensó fue que era una estupidez dejar un coche así aparcado con la capota bajada donde cualquiera podía acercarse y hacerle cualquier perrería. Así que cuando pasó volvió a mirar el coche. Entonces se produjo la segunda razón por la que el signor Germano recordaba el auto.

? —Salvatore le dio un sorbo al café. Se apoyó contra la encimera y esperó a que le diera más información. No tardó en llegar e hizo que el café que tenía en la boca le supiera a bilis.

Un hombre estaba llevándose a una niña lejos del coche y hacia el bosque, le dijo el oficial. El signor Germano los vio y asumió que sería un padre llevando a su hija a hacer sus necesidades a un lado de la carretera.

—¿Y por qué asumió que eran un padre y una hija? ¿Estaba seguro de que era una niña? —preguntó Salvatore.

La verdad es que el signor Germano no estaba completamente seguro del sexo, pero creía que era una niña. Y asumió que eran padre e hija porque…, bueno, ¿qué otra cosa podían ser? ¿Por qué alguien iba a pensar que aquello podía ser otra cosa menos inocente que un viaje a las colinas una tarde soleada, interrumpida momentáneamente por la necesidad de una cría de hacer pis en unos arbustos fuera de la vista?

—Ese signor Germano, ¿está seguro de lo que dice?

Sí, porque iba a visitar a su madre regularmente.

—¿Y siempre utiliza la misma ruta?

Sì, sì, sì. La ruta está en los Alpes Apuanos y es la única carretera que lleva al pueblo de su madre.

Era demasiado esperar que el signor Germano recordara en qué área de descanso vio el coche rojo aparcado, y efectivamente no lo recordaba. Pero, como iba de camino al pueblo de su madre, tenía que estar en la carretera de montaña que llevaba a ese lugar.

Salvatore asintió. Eso era un progreso. Podía no ser nada, pero tenía la corazonada de que allí había algo. Mandó a dos agentes a buscar al signor Germano y llevarlo a los Alpes Apuanos por la ruta que se dirigía al pueblo de su madre. Si conseguían refrescarle la memoria sobre cuál era el área de descanso, excelente. Si le fallaba la memoria, entonces tendrían que comprobar todas las áreas de descanso. El objetivo no era el área de descanso en sí misma, sino los arbustos que había más allá, así como los bosques, y cualquier pista que llevara hasta ellos. Salvatore no quería ni pensar en que hubieran tirado el cadáver de la niña en los Alpes, pero cada día que pasaba sin que nadie pidiera el rescate y sin que la encontraran con vida hacía que esa posibilidad fuera más real.

Ordenó a los agentes no decir nada sobre la información del coche rojo en los Alpes. Los únicos que podían enterarse eran los padres, dijo. Y les dirían que estaban investigando la posibilidad de que alguien la hubiera visto; no había necesidad de causarles más ansiedad con lo del hombre que se llevaba a la niña al bosque hasta que la policía no supiera si eso era verdaderamente una pieza relevante del puzle. Mientras, quería que alguien preguntara en todas las agencias de alquiler de coches desde Pisa hasta Lucca. Si alguien había alquilado un descapotable rojo, quería saber quién, cuándo y por cuánto tiempo. Y ni una palabra de esto tampoco, chiaro? Lo último que quería era que Fanucci se enterara de la información y se la filtrara a la prensa.

Pisa, la Toscana

Salvatore decidió que ya era hora de tener una charla con Michelangelo Di Massimo. También pensó que la presencia de New Scotland Yard además de la suya podía servir para presionar a ese hombre. Como había estado en Lucca buscando a Angelina Upman y a su hija, era la mejor pista que tenían. Aunque era cierto que el único vehículo que tenía era una moto —una potente Ducati, según los registros que había consultado Salvatore—, no había nada que evitara que alguien le hubiera prestado un coche ni que le impidiera haber alquilado uno para llevárselo primero a Lucca y después a los Alpes Apuanos.

Llamó al inspector Lynley y lo recogió en la Porta di Borgo, una de las puertas que todavía quedaban en pie de las antiguas murallas internas que una vez rodearon la ciudad. El inglés había caminado la corta distancia que la separaba del anfiteatro. Estaba esperando al otro lado del arco, hojeando las páginas del Prima Voce. Se acomodó en el asiento del acompañante y dijo con ese italiano tan cuidadoso:

—Los tabloides han elegido al drogadicto, por lo que veo.

Salvatore rio.

—A alguien tenían que elegir. Siempre lo hacen.

—O, si no tienen un sospechoso, se lanzan tras la policía, ¿no? —dijo Lynley.

Salvatore le miró y sonrió.

—Harán lo que suelen hacer —contestó.

—¿Puedo preguntar si alguien está filtrando información a la prensa?

Come un rubinetto che perde acqua —le respondió Salvatore—. Pero ese grifo que gotea está ahora muy ocupado. Como está concentrado en Carlo, eso le mantiene alejado de lo que estamos haciendo y lo que sabemos.

—¿Y qué le ha hecho decidirse a hablar con él precisamente ahora? —preguntó Lynley refiriéndose a Michelangelo Di Massimo.

Salvatore giró hacia la Piazza Santa Maria del Borgo. Estaba atestada, como siempre, una combinación de parcheggio para autobuses de rutas turísticas y grupos de turistas que se arremolinaban intentando orientarse por la ciudad, bajo aquel fuerte sol que caía a plomo sobre sus hombros. En el extremo norte de la piazza, la Porta Santa Maria dio a Salvatore acceso al viale que rodeaba la ciudad. Al tomar esa calle rodearían rápidamente la muralla y desembocarían en la autostrada.

Le contó a Lynley lo de que alguien decía haber visto a la cría en los Alpes Apuanos: un descapotable rojo, una niña, un hombre, ambos caminando hacia los bosques juntos.

—Y ese hombre… —dijo astutamente Lynley—, ¿era rubio?

—Eso no lo sabemos —confesó Salvatore.

—Pero es algo… —Lynley pareció dudar—. Si se tratara de alguien con la apariencia de Di Massimo, seguro que cualquiera se habría fijado, ¿no?

—Quién sabe lo que uno recuerda al momento siguiente de verlo, ¿eh, ispettore? Puede que tenga razón y que nuestro viaje a Pisa sea una pérdida de tiempo, pero los hechos siguen siendo los mismos: las estaba buscando en Lucca y juega al fútbol en Pisa, así que tenemos una posible conexión entre él y Mura. Si eso significa algo, ya es hora de que sepamos qué. Tengo una corazonada con este Di Massimo.

En ese momento no le contó al inglés el resto de lo que sabía de Di Massimo. Había otras razones aparte de su ridículo pelo rubio por las que Salvatore conocía al pisano.

Michelangelo Di Massimo tenía una oficina junto al río en Pisa, a la que se podía ir caminando desde el Campo dei Miracoli y la universidad. Había gente que a esa parte de la ciudad le veía cierto parecido con Venecia, pero Salvatore no compartía esa opinión. Lo único que tenían en común Venecia y esa parte de Pisa eran el agua y los antiguos palazzi. Pero en Pisa las aguas eran mansas y estaban muy sucias, y los palacios eran muy poco inspiradores. Nadie iba a escribir poesía sobre la orilla del río en Pisa, estaba seguro de ello.

Llegaron al edificio en el que estaba la casa y la oficina de Di Massimo (coincidían en ubicación). Nadie contestó cuando Salvatore llamó al timbre. Pero en el estanco que había dos puertas más allá les dijeron que Michelangelo estaba haciendo su visita regular a la peluquería. Lo encontrarían en el Desiderio Dorato, que no estaba lejos de la universidad. Obviamente Di Massimo se había tomado el nombre al pie de la letra.

Estaba allí sentado, cubierto con una capa de plástico negro desde los hombros hasta los pies. Tenía la cabeza cubierta por la sustancia que convertía su capelli castagni en el prometido dorato. Cuando se acercaron a él, estaba muy concentrado leyendo una novela. Su tradicional cubierta amarilla anunciaba que era una novela de misterio.

Salvatore se la quitó de las manos como preámbulo a su conversación.

—Michelangelo —le saludó muy amablemente—, ¿estás utilizando el libro para inspirarte, amigo? —Sintió, más que vio, que Lynley miraba en su dirección con curiosidad. Era el momento de decirle al inglés quién era exactamente Di Massimo.

Lo hizo a modo de presentación, haciendo hincapié en que Lynley pertenecía a New Scotland Yard, y contando de una manera muy amistosa por qué estaba de visita en Italia. Sin duda, Michelangelo había oído hablar de la niña desaparecida en Lucca, non è vero? No podía imaginarse que un investigador privado de la talla de Di Massimo no estuviera interesado en un caso como ese, teniendo en cuenta que, además de todos los detalles que hacían que el caso fuera intrigante, el que pretendía sustituir al padre de la niña desaparecida era, como Di Massimo, futbolista.

Di Massimo recuperó el libro arrancándolo de las manos de Salvatore. No se había inmutado.

—Como tiene ojos en la cara, habrá visto que estoy ocupado, inspector jefe.

—Ah, sí, el pelo —dijo Salvatore—. Eso fue lo que les llamó la atención en los hoteles y las pensioni, Miko.

Era consciente de que Lynley estaba a su lado digiriendo la nueva información. Sintió una punzada de culpa por no haberle dicho desde el principio que conocía la profesión de Michelangelo Di Massimo, pero es que no quería que le contara ese detalle a los padres de la niña, porque, tal vez, a través de ellos le podía llegar a Lorenzo Mura. El riesgo era demasiado grande y no sabía si podía confiar en que Lynley mantuviera la boca cerrada.

—No sé de qué me habla —le dijo el pisano.

—De lo que hablo es de tu presencia en mi ciudad, Miko, buscando por los hoteles información sobre una mujer de Londres y su hija. Incluso tenías una foto suya. ¿Eso te refresca la memoria, amigo, o va a ser necesario un viaje hasta la questura?

—Parece que alguien le contrató para encontrarlas, signore —intervino Lynley—. Y ahora que una de ellas ha desaparecido, la cosa no pinta muy bien. Sobre todo para usted.

—Yo no sé nada de mujeres ni de niñas desaparecidas —respondió Di Massimo—. Y que alguien piense que yo las he estado buscando en algún momento… Podría haber sido cualquiera. Lo saben bien.

—¿Con tu descripción? —inquirió Salvatore—. Miko, ¿cuántos hombres conoces que combinen esos atributos físicos que a ti te quedan tan bien?

—Pregúntele al parrucchiere —le aconsejó Michelangelo—. A cualquiera de los que están aquí. Le dirán que no soy el único hombre que ha elegido cambiar su color de pelo.

Vero —concedió Salvatore—. Pero tal vez el número de hombres se reduzca si especificamos que, además de llevar el pelo teñido, van vestidos de cuero negro —entonces levantó la capa de plástico y la apartó a un lado para dejar a la vista los pantalones de Di Massimo— y tienen esos bigotazos en la cara, como si hubiera un concurso a ver quién es capaz de tener la mejor barba al final del día… Yo diría, Miko, que esos dos detalles te señalan por encima de los demás. Y si le añadimos la posesión de una foto de la madre y la niña… Y tu profesión. Y además que eres miembro de la squadra di calcio de Pisa y que ese equipo juega de vez en cuando partidos contra el equipo de Lucca…

Calcio? —interrumpió Di Massimo—. ¿Qué tiene que ver el calcio con todo esto?

—Lorenzo Mura. Angelina Upman. La niña desaparecida. Todos están conectados. Y algo me dice que tú lo sabías.

—Está intentando pescar, pero no tiene cebo en el anzuelo —afirmó Di Massimo.

—Eso ya lo veremos, Miko, cuando te ponga en una rueda de reconocimiento y los testigos de los hoteles que te han identificado tengan la oportunidad de verte otra vez. Cuando eso ocurra, y te aseguro que pasará, te arrepentirás de haberte negado a hablar ahora. il Pubblico Ministero, por cierto, va a estar muy interesado en departir contigo una vez que esos testigos confirmen que el hombre que fue a sus hoteles con sus pantalones y su chaqueta de cuero negro y el pelo rubio con las cejas negras…

Basta —exclamó Di Massimo—. Me pidieron que las encontrara. A la niña y a la madre. Eso fue todo. Busqué en Pisa primero: los hoteles, las pensioni, incluso los conventos que alquilan habitaciones. Después amplié la búsqueda.

—¿Y por qué Lucca? —le pregunto Lynley.

Entornó un poco los ojos mientras consideraba la pregunta y lo que podía revelar si la respondía.

—¿Por qué Lucca? —repitió Salvatore—. ¿Y quién te contrató, Michelangelo?

—Me hablaron de una transacción bancaria. Se había hecho en Lucca, así que fui hasta allí. Ya sabe cómo funciona esto, inspector jefe. Una cosa lleva a la otra, y el investigador sigue pistas. Así es como se hace.

—¿Una transacción bancaria? —preguntó Salvatore—. ¿Y quién te habló de una transacción bancaria? ¿Qué tipo de transacción, Miko?

—Una transferencia. Eso es todo lo que me dijeron. El dinero salió de Lucca. Y acabó en Londres.

—¿Y quién le contrató? —Ahora fue el turno de Lynley—. ¿Cuándo le contrataron?

—En enero —contestó Michelangelo.

—¿Y quién?

—Se llama Dwayne Doughty. Me contrató para encontrar a la niña. Y eso, inspector jefe, es todo lo que sé. Hice un trabajo para él. Busqué a una niña que se suponía que estaba en compañía de su madre. Tenía una foto suya, así que hice lo que haría cualquiera que busca a alguien: fui a los hoteles y las pensioni. Si eso es un delito, arrésteme. Si no lo es, déjeme en paz para que pueda volver a mi libro.

Lucca, la Toscana

Lynley llamó a Barbara Havers mientras él y Lo Bianco volvían a Lucca. La encontró muy ocupada intentando transcribir un informe policial de un oficial cuya letra le resultaba ilegible. Parecía irritada y necesitada de nicotina. Por primera vez a Lynley no le habría importado que se encendiera uno. Sabía que lo iba a necesitar cuando le contara la información que había averiguado sobre Dwayne Doughty.

Se produjo un momento de silencio cuando se lo contó: el investigador privado de Londres había contratado a uno en Pisa para que fuera a Lucca a buscar a Angelina Upman y a su hija. Y ese había empezado su trabajo para Doughty en enero, cuatro meses antes. Ante su respuesta: «Joder, ¡me ha mentido, el muy…!», Lynley añadió que todo había surgido de una cuenta bancaria y una transferencia de dinero desde Lucca a Londres.

—Aparentemente, Doughty sabe mucho más de lo que te ha contado, Barbara —le aseguró Lynley.

—Y ahora está trabajando para mí —dijo airada—. ¡Trabajando para mí, mierda!

—Creo que vas a tener que mantener una conversación con él.

—Oh, ya lo sé —exclamó—. Cuando le ponga las manos encima a ese asqueroso gusano…

—No vayas a hablar con él ahora mismo. No salgas de la oficina. Y yo sugeriría…

—¿Qué? Porque si cree que voy a dejar este asunto en manos de otro es que se ha vuelto loco de remate.

—No era eso lo que iba a decir. Pero tal vez sería conveniente que te llevaras a Winston contigo cuando vayas a enfrentarte a ese hombre.

—No necesito protección, inspector.

—Créeme, lo sé. Pero Winston le aportaría un extra de autoridad a la entrevista… Eso sin mencionar la amenaza implícita que supone su presencia. La vas a necesitar. Esa gente no suele ser la más cooperadora del mundo, Barbara. Si Doughty te ha estado ocultando cosas, tal vez necesites algo para convencerle de que ahora es mejor que hable.

Ella estuvo de acuerdo. Después de colgar, Lynley le contó a Lo Bianco quién era Doughty y cómo había entrado en el asunto de la búsqueda de Hadiyyah el pasado noviembre. Lo Bianco dejó escapar un silbido y le miró.

—Si un inglés hubiera querido llevarse a la niña, no le habría resultado difícil —apuntó.

—Solo en lo que respecta al idioma —señaló Lynley—. Porque si el inglés no vive en Lucca o en los alrededores… ¿Dónde la habría podido llevar?

En la questura les informaron de que había habido otro progreso. Al parecer, una turista que tenía alquilado un apartamento en la Piazza San Alessandro, que utilizaba como base para su viaje por toda la Toscana, había estado en el mercato el día de la desaparición de Hadiyyah. Era una mujer norteamericana que viajaba con su hija, ambas estaban aprendiendo italiano, aunque ninguna de las dos lo hablaba bien, y se habían instalado en la ciudad para practicar todo lo que pudieran. Leían los tabloides y los periódicos, veían la televisión intentando comprender lo que se decía y hablaban con los cittadini de la ciudad. Habían visto el llamamiento en las noticias y buscaron entre las más de mil fotografías que habían hecho en la Toscana para intentar encontrar algo que pudiera ayudar a la policía. Con esa intención, localizaron las fotos que habían hecho en el mercato el día que la niña desapareció y enviaron a la policía las tarjetas de memoria de las cámaras digitales para que pudieran examinar las fotografías. Con las tarjetas de memoria incluyeron un mensaje: si la policía quería hablar con las fotógrafas, ese día estarían admirando la belleza del Palazzo Pfanner.

Lo Bianco mandó a buscar a alguien que supiera qué hacer con las tarjetas de memoria de cámaras, cedés, ordenadores y esas cosas, para conseguir ver las fotos en un monitor. La mujer americana y su hija habían hecho cerca de doscientas fotos en el mercato. Lynley y el inspector jefe empezaron a revisarlas, estudiando cada una para ver si aparecía Hadiyyah y buscando a alguien que saliera en varias fotos seguidas. Buscaron especialmente a Michelangelo Di Massimo. Si estaba, resultaría inconfundible.

Encontraron a Lorenzo Mura haciendo la compra de la semana en una bancarella que vendía queso. Después en otra que vendía carne. En esa foto, una enorme cabeza de cerdo que había sobre el mostrador resultaba algo muy poco apetitoso; parecía recién sacado de El señor de las moscas. Mura estaba mirando hacia la izquierda en dirección a la Porta San Jacopo, donde estaba el acordeonista, según apuntó Lo Bianco. Examinaron detenidamente todas las fotos que Lo Bianco pensó que estaban hechas cerca de donde estaba ese músico. Por fin encontraron dos en las que se veía a Hadiyyah delante de un grupo que escuchaba la música y contemplaba bailar al perrito del hombre.

El punto focal de la foto era el perro bailando, no Hadiyyah, así que no estaba del todo en la imagen. Pero fue fácil ampliar la foto en la pantalla para que los detectives comprobaran que sin duda era ella. A su lado había una mujer mayor vestida de luto; a su izquierda estaban apiñadas tres adolescentes encendiendo un cigarrillo con otro que tenía una de ellas.

A Di Massimo no se le veía por ninguna parte. Pero había un hombre guapo de pelo oscuro justo detrás de Hadiyyah. Aunque su mirada, como la de todos los demás, estaba fija en el perro y su amo, se le veía buscando algo en el interior de su chaqueta. Dos fotos después se distinguía lo que era. Al ampliarla, tuvieron una imagen mejor con la que trabajar. Parecía ser algún tipo de tarjeta; en la parte de delante, tenía la imagen de esa carita amarilla sonriente que ya era universal.

No había ninguna foto que mostrara qué hizo con la tarjeta. Pero sí había una de Hadiyyah agachándose junto a la cesta del acordeonista y echando dinero en ella con la mano derecha, mientras en la izquierda sostenía algo que podría ser la tarjeta que habían visto en la foto anterior.

Y después… nada más. Había otras fotos del acordeonista, del perro bailarín y del grupo que los miraba. Pero Hadiyyah ya no estaba en las fotos. Ni tampoco el hombre.

—Puede que no sea nada —dijo Lo Bianco apartándose del monitor y acercándose a la ventana que daba no solo a Viale Cavour, sino también a los incansables periodistas que estaban reunidos allí.

—¿Es eso lo que crees? —le preguntó Lynley.

Lo Bianco lo miró.

—No —confesó.

Bow, Londres

Winston se subió inmediatamente al carro en cuanto Barbara le contó sus intenciones. Ella no comprendió por qué hasta que llegaron a Bow y aparcaron delante de la tienda de ultramarinos Bangla Halal Grocers, donde un cartel ofrecía pescado de Bangladesh de tamaño extragrande. Dos hombres con largas túnicas blancas y turbantes sucios miraron el viejo Mini de Barbara con una suspicacia que no se molestaron en ocultar. Winston no se levantó del hundido asiento inmediatamente, como esperaba Barbara, teniendo en cuenta lo incómodo que debía de haber estado durante todo el camino desde Victoria.

—Tienes que saber algo, Barbara —le dijo—. Está comprobando tu historia.

Había estado tan enfrascada intentando decidir cómo iba a hacérsela pagar a Doughty que al principio pensó que se refería al detective de Bow. Pero, cuando continuó, se dio cuenta de que le estaba contando algo que le había llegado a través de Dorothea Harriman y que esa información no tenía nada que ver con Dwayne Doughty y su cuestionable ética.

—Dorothea me contó que le dijo que se enterara de adónde llevaron a tu madre cuando se cayó. Dice que le pidió que lo hiciera sin que nadie lo supiera. Si no había un informe de urgencias con su nombre y ninguna compañía de ambulancias tenía un parte de haberla llevado a algún hospital, iba a utilizarlo contra ti. Eso es lo que le dijo a Dorothea.

Barbara soltó un juramento.

—¿Y por qué no me lo ha dicho a mí? Podría haber llamado a la señora Flo para inventar una historia.

—Supongo que le preocupa su trabajo, Barbara. Si la ve hablando contigo o si le llega noticia de que lo ha hecho, los dos sabemos lo que va a pensar. Está retrasándolo todo lo que puede antes de ponerse a buscar lo de la ambulancia y lo de urgencias, pero va a tener que encontrar respuestas pronto, y tendrá que decirle algo. Y cuando le diga lo que le tenga que decir, tú sabes tan bien como yo que va a hacer lo que sea necesario para confirmarlo.

Barbara golpeó la cabeza contra la ventanilla del asiento del conductor. ¿Qué podía hacer? Le dijo a Winston que esperara un momento y llamó a Florence Magentry, a Greenford. Esa buena mujer iba a tener que mentir por ella, y tendría que hacerlo de forma convincente; a Barbara no se le ocurría otra forma de solucionarlo.

—Oh, querida, querida… —le respondió dubitativa cuando le contó lo que había pasado. Winston la observaba con el ceño fruncido—. Lo haré si es necesario, por supuesto. Una caída, una ambulancia, la sala de urgencias… Claro, claro. Pero, Barbara, ¿puedo decirte…?

Barbara se preparó para oír una protesta. Quería decirle que no tenía elección, que tenía que protegerse, que, si no lo hacía, no podría mantener a su madre en ese lugar que tenía la señora Flo, atendida con todos los cuidados necesarios, porque se quedaría sin trabajo. Pero lo que dijo fue:

—Claro, dígame.

—A veces, querida, si tentamos al destino así… No es bueno, ¿sabes? Lo que intento decir es que inventarse cosas como esa: caídas, huesos rotos, ambulancias, urgencias…

Barbara nunca había creído que la cuidadora de su madre fuese supersticiosa, así que tuvo que preguntar:

—¿Me está diciendo que desearlo es como invocarlo? Bueno, yo no lo he deseado. Solo lo he dicho. Y, si no decía algo, me iba a meter en un lío… Mire, la va a llamar una secretaria de la Met, señora Flo. Después la llamará también el inspector Stewart. Tiene que decirles a ambos que sí, que mi madre se cayó y que una ambulancia la llevó a urgencias, y que eso es todo lo que sabe porque entonces me llamó a mí y yo me hice cargo a partir de entonces. —Eso le daría tiempo para arreglar el embrollo.

Doughty la esperaba encima de Bedlovers. Le había llamado y le había dicho —tras considerar todos los aspectos legales— que le interesaba quedarse en la oficina hasta que ella llegara y tuvieran una conversación. No mencionó a Winston y notó con satisfacción que Doughty se quedó un poco pálido cuando vio al impresionante detective negro entrar detrás de ella en el despacho y bloquear cualquier vía de escape. Hizo las presentaciones. Winston atravesó con la mirada a Doughty. Barbara fue al grano. Y el grano era un dinero que se había transferido de Lucca a Londres. El grano era haber contratado a un detective de Pisa que se llamaba Michelangelo Di Massimo.

—Contrató a ese hombre en enero —afirmó—. Así que empecemos con cómo descubrió la información sobre la transferencia.

—Yo no revelo…

—No se crea que soy tonta. Ha estado jugando conmigo al despiste desde el principio. Si quiere seguir siendo investigador privado y no acabar en la comisaría local, ha llegado el momento de hablar.

Doughty estaba sentado detrás de su mesa. Miró a Winston, que estaba junto a la puerta. Después dirigió la mirada al archivador metálico y a la planta artificial que tenía encima. Allí debía estar, pensó Barbara, la cámara que grababa todo lo que ocurría en ese despacho y lo transmitía a su colega en la oficina de al lado.

—Está bien. Encontramos otra cuenta bancaria —confesó Doughty al fin.

—¿Quién la descubrió? ¿Cómo? ¿Quién es su timador? Porque así fue como lo descubrió, ¿no? Y supongo que fue su «socia», la señorita Cass, la que fue llamando a todas las compañías de tarjetas de crédito y bancos fingiendo ser Angelina. O su hermana. Parece una buena pájara, con tantos talentos como poros en la piel. Además, como tiene esa forma de hablar tan dulce, cualquiera…

—No voy a decir ni una palabra sobre Emily Cass —afirmó—. Tengo a mi disposición diferentes métodos para descubrir información.

—Y también diferentes formas de piratear ordenadores, supongo. Ese «experto en ordenadores» del que me hablaron es alguien que revienta la seguridad y se cuela en sistemas informáticos con la misma facilidad con la que otros abren cerraduras. Y esa persona conoce a otra que conoce a otra… ¿Sabe cuántos problemas podría causarle, señor Doughty?

—Estoy intentando cooperar. Me enteré de que había una cuenta bancaria en Londres, una cuenta que se había abierto a nombre de Bathsheba Ward, pero en una sucursal que no estaba cerca de su casa ni de su trabajo. Me pareció curioso e… investigué un poco. Con el tiempo, digamos que «descubrí» que se habían transferido fondos desde otra cuenta que estaba en Lucca. Necesitaba a alguien en Italia que vigilara esa cuenta y que viera quién estaba al otro lado de ese dinero.

—¿Michelangelo Di Massimo?

—Sí.

Doughty se apartó de su mesa. Fue al archivador, recolocó la planta artificial y abrió un cajón. Rebuscó entre algunos archivos hasta que encontró lo que quería. Se lo dio. Era una carpeta delgada. Dentro había una copia del informe que había escrito. Barbara lo ojeó y vio que contenía la información que acababa de darle, junto con el nombre, la dirección y el correo electrónico del investigador privado de Pisa que el inspector Lynley y el inspector jefe italiano habían entrevistado ese día.

Cerró la carpeta con el informe y se la devolvió. Tuvo un mal presagio sobre la información que iba a obtener si hacía la siguiente pregunta, pero la formuló de todas formas.

—¿Y qué hizo con esta información?

—Se la di al profesor Azhar —le contó—. Sargento, yo se lo he contado todo a él desde el principio.

—Pero me dijo… —Barbara sintió un hormigueo en los labios. ¿Qué le había dicho? ¿Había malinterpretado sus palabras de alguna forma? Intentó recordarlo, pero sintió que caía por la madriguera del conejo hasta que ya todo dejó de tener sentido—. ¿Y por qué no me lo dijo a mí? —le preguntó al detective.

—Porque estaba trabajando para él, no para usted —le contestó Doughty, y tenía toda la razón—. Y cuando empecé a trabajar para usted, lo que me pidió que investigara fue el viaje del profesor a Berlín, nada más. —Guardó otra vez el informe y cerró el cajón. Volvió hacia donde estaban ellos, pero no se sentó. Extendió las manos en ese gesto universal que proclamaba su inocencia—. Sargento —le dijo; se detuvo e incluyó a Winston—. Sargentos, les he dicho toda la verdad. Si quieren revisar mis registros telefónicos, mis archivos de ordenador y mi disco duro incluso, pueden hacerlo. No tengo nada que ocultar y ningún interés aparte de irme a mi casa con mi mujer para cenar. ¿Hemos acabado?

Sí, le dijo Barbara. Pero lo que no le dijo es que sabía la facilidad con la que Doughty podía haber logrado limpiar de toda sospecha sus registros, su disco duro y el resto de su vida si le hubiera pasado cualquiera de esas cosas a un experto en ordenadores con contactos en varias instituciones. Y no había nada que pudiera hacer al respecto.

Winston y ella se fueron. Bajaron las escaleras y salieron a la calle, donde, a poca distancia, el Roman Café ofrecía seductoramente deliciosos kebabs.

—Al menos deja que te invite a cenar, Winnie —le ofreció a su compañero.

Él asintió y caminó pensativo a su lado. Estaba dándole vueltas a algo. No le preguntó qué era, pues tenía la sensación de que ya lo sabía. Se lo confirmó cuando se sentaron a una mesa junto a la ventana y se pusieron a examinar la carta. Le echó un vistazo rápido y después le dijo:

—Tengo que preguntártelo, Barbara.

—¿Qué?

—¿Cuánto le conoces?

—¿A Doughty? Puede estar mintiendo, y seguramente lo habrá hecho, porque ya me ha mentido y…

—No me refiero a Doughty —la interrumpió Winston—. Y creo que ya lo sabes, ¿eh?

Sí lo sabía. Para su desgracia y absoluta tristeza, lo sabía. Le estaba preguntando cuánto conocía a Taymullah Azhar. Y ella se estaba haciendo la misma pregunta.

Bow, Londres

Doughty esperó pacientemente. Sabía que no tardaría mucho y no lo hizo. Em Cass entró en el despacho menos de un minuto después de que se fueran los policías. Se dio cuenta de lo furiosa que estaba porque se había quitado el chaleco y la corbata.

—Desde el principio —dijo—. Mierda, Dwayne, desde…

—Todo acabará pronto —la interrumpió él—. No hay nada de lo que preocuparse. Todo el mundo se irá a su casa feliz, y tú y yo desapareceremos montados en nuestros caballos y cabalgando hacia el horizonte… o como sea eso.

—Creo que te has vuelto loco. —Caminaba de un extremo a otro del despacho. Y se golpeaba la palma de una mano con la otra.

—Emily, vete a casa. Cámbiate y sal de bares. Encuentra un hombre nuevo. Después te sentirás mucho mejor.

—Pero ¿cómo puedes sugerir…? ¡Eres un idiota! Ahora hay dos policías… Y de la Met, nada menos…, revisando nuestros trapos sucios, ¿y tú me sugieres que busque un poco de sexo anónimo?

—Apartará tu mente de lo que sea que te preocupa. No es más que un conjunto de especulaciones innecesarias que no llevan a ninguna parte. Estamos totalmente limpios en este asunto, y lo estamos porque Bryan ha trucado nuestros ordenadores y nuestros registros telefónicos.

—Acabaremos en la cárcel —le advirtió—. Si dependes de que Bryan no diga nada cuando los polis vayan a verlo… Sobre todo ese negro. ¿Has visto el tamaño que tiene? ¿Y la cicatriz de la cara? Reconozco una cicatriz de una pelea con navajas en cuanto la veo, igual que tú. Estaremos en la cárcel cinco minutos después de que ese tío ponga los ojos en Bryan Smythe.

—No saben nada de Bryan y, a menos que decidas contárselo tú, nunca van a saber nada de él. Porque estoy seguro de que no les voy a contar nada. Así que dependerá de ti.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Que no se puede confiar en mí?

Doughty la miró fijamente. Su experiencia le decía que no se podía confiar en nadie, pero le gustaba pensar que eso no podía aplicarse a Emily. Tenía que apaciguarla de alguna forma, porque, en el estado en el que estaba en ese preciso momento, con un viaje a la comisaría y pasar un par de horas en compañía de unos oficiales decididos a sacarle la verdad, conseguirían que se lo dijera todo.

—Te confiaría mi vida, Em —le dijo con mucho cuidado—. Y espero que tú me confiaras la tuya. Y espero que confíes en mí lo bastante para escuchar con atención lo que te voy a decir.

—Habla.

—Todo esto se va a acabar pronto.

—¿Y qué se supone que significa eso?

—Las cosas se están moviendo en Italia. El caso se resolverá y nosotros estaremos descorchando champán muy pronto.

—¿Tengo que recordarte que no estamos en Italia? ¿Tengo que señalar que si dependes de que ese Di Massimo, un hombre al que ni siquiera conoces en persona, por Dios, lleve a cabo su labor sin que nadie se entere, puede que…? —Levantó las manos—. Esto es más que lo que está pasando en Italia, Dwayne. Se convirtió en algo más cuando la Met entró en esto. Que fue, si no lo recuerdas, la primera vez que esa policía entró en tu despacho con el pakistaní, fingiendo que era una mujer corriente aunque mal vestida que solo venía para apoyar a su amigo extraordinariamente inteligente, guapo, bien arreglado y bien educado. Dios, debería haber sabido en cuanto los vi que el mismo hecho de que vinieran juntos…

—Lo supiste, lo recuerdo —la interrumpió—. Me dijiste que era poli. Tenías razón. Pero nada de eso importa ahora. Las cosas ya se están haciendo. Encontrarán a la niña. Y ni tú ni yo hemos cometido delito alguno. Y eso, deja que te diga, es algo que deberías tener muy presente.

—Di Massimo les ha dado tu nombre —protestó ella—. ¿Qué evita que les cuente todo lo demás?

Él se encogió de hombros. Hasta cierto punto, tenía razón, pero él se sostenía gracias a la confianza en que el dinero no solo era la raíz de todos los males, sino también el aceite que engrasaba todas las máquinas para hacerlas funcionar.

—«Negación plausible», Em. Esa palabra es nuestra consigna.

—«Negación plausible» —repitió ella—. Son dos palabras, Dwayne.

—Un detalle insignificante —dijo quitándole importancia.