21 de abril

Victoria, Londres

Dorothea Harriman fue la que dio el soplo de que a la superintendente detective Ardery la habían convocado a Tower Block. «La han mandado llamar» fueron las palabras que usó. Cuando Barbara oyó las noticias de boca de la secretaria del departamento mientras estaba metiendo monedas en una de las máquinas de refrescos para sacar una Fanta, supo que la persona que seguramente habría dado la orden de que Ardery fuera de inmediato a Tower Block era el ayudante del comisario. No era nada bueno para la superintendente, pero Barbara no sintió ni una pizca de pena cuando se enteró. Si ella estaba condenada a seguir trabajando con el inspector Stewart como si fuera una simple mecanógrafa hasta que Ardery creyera conveniente asignarla a alguna otra tarea, entonces no le importaba lo más mínimo lo que tuviera que sufrir la superintendente.

A Barbara no se le ocurrió que si sir David Hillier solicitaba ver a la superintendente podía tener que ver con ella y con sus maquinaciones en colaboración con Mitchell Corsico. Había estado llamando a Corsico prácticamente cada hora desde su reunión en Postman’s Park y, según había entendido, «estoy trabajando en ello» era todo lo que había llegado a avanzar en la historia.

Había llegado hasta el punto de rechinar los dientes de impaciencia porque pasara algo de verdad. Desde que se fue con Angelina y su amante, solo había hablado con Azhar muy brevemente, y él le contestaba solo con palabras sueltas. Y siempre se repetía una palabra en concreto: «nada».

Además, el sonido de su voz le atenazaba la garganta como si se hubiera tragado un buen trozo de hielo. Era como si le congelara las palabras de aliento que tenía tantas ganas de decirle.

Pero ese algo que Barbara necesitaba estaba a punto de pasar. Le quedó claro cuando Isabelle Ardery volvió de Tower Block.

—Sargento Havers —rugió—, a mi oficina inmediatamente. —Y añadió con una voz que solo era un poco menos hostil que un momento antes—: Inspector Lynley, usted también.

El resto de los oficiales, enfrascados en diferentes tareas, empezaron a murmurar. Solo el inspector Stewart pareció encantado. Cualquier bronca que le cayera a Barbara Havers era un motivo de alegría para él.

Barbara miró a Lynley con unos ojos que preguntaban: «¿Qué pasa?». Él negó con la cabeza, como si confesara: «No tengo ni idea». Llegó antes al despacho de Ardery y se apartó a un lado para dejar que Barbara entrara primero. Cerró la puerta tras ellos a petición de Ardery.

La superintendente había tirado algo sobre la mesa. Un tabloide. The Source. Había llegado el día del juicio para la Met —no estaba mal, pensó Barbara; Mitch lo había conseguido en cuarenta y ocho horas— y por fin iban a hacer algo con respecto al asunto de una niña británica desaparecida en Italia.

Mitch había hecho un buen trabajo. «¡Secuestro de una niña británica!» era el titular de más de siete centímetros. Mitchell Corsico firmaba debajo y había una fotografía de Hadiyyah, que ocupaba media página, en la que estaba de lo más adorable. También había un recuadro con una foto aérea. La parte superior de una muralla enorme, una gran cantidad de calles adoquinadas de alguna ciudad europea, los techos de unos puestos de mercado, mucha gente… La demora en sacar a la luz la historia seguro que había tenido que ver con la dificultad de conseguir una fotografía decente del lugar en el que desapareció Hadiyyah, supuso Barbara. Se acercó para ver si la historia continuaba en otra página y, si lo hacía, en cuál era. ¡Página tres! Estuvo a punto de soltar un grito de alegría cuando lo vio. Eso era una señal inequívoca de que la historia iba a tener muchas patas. Y esas patas tendrían pies, que estarían calzados con botas Doctor Martens con puntera de acero, que no iban a dejar de dar patadas por la Met desde ese momento hasta que el secuestro de Hadiyyah Khalidah estuviera resuelto. En cuanto la oficina de prensa le enseñó el tabloide, Hillier debió de entender que eso ponía en funcionamiento las metafóricas rotativas. Y eso era, naturalmente, lo que Isabelle quería tratar con la sargento detective —«Créame, si pudiera, la degradaría inmediatamente a encargada del archivo»— Havers.

Cogió el tabloide, se lo tiró a Barbara y le dijo que disfrutara y de paso les deleitara a Lynley y a ella leyendo en voz alta lo que «claramente ha hecho todo lo posible por ver publicado».

—Jefa, yo no… —dijo Barbara.

—Las marcas de sus sucios dedos se ven por todas partes, sargento —la interrumpió Ardery—. No se le ocurra pensar que soy tan idiota.

—Jefa… —intervino Lynley, y su tono era un claro intento de apaciguamiento.

—Quiero que lo oigas tú también —le dijo cortante—. Tienes que estar al tanto y conocer a fondo el asunto, Thomas.

Barbara sintió la primera punzada de incomodidad al oír eso. Presagiaba algo en lo que no quería ni pensar. Obedeció la orden de Ardery de que leyera la historia en voz alta. Cuando llegaba a algún punto significativo —y había muchos—, Ardery la obligaba a parar y a repetirlo.

Así todos oyeron que no había ningún policía británico ocupándose de la búsqueda de una niña inglesa desaparecida, al parecer raptada de un mercado de Lucca, en Italia; que no habían enviado ningún policía británico a la Toscana para ayudar a la policía italiana; que no se había asignado a ningún policía británico para que hiciera de enlace con la desesperada familia de la víctima del secuestro, ni en el Reino Unido ni en Italia. Había multitud de insinuaciones sobre por qué las cosas estaban como estaban: la niña era mestiza, y eso hacía que aquello no se estuviera investigando a conciencia en ninguno de los dos países, en los que a los extranjeros, sobre todo a los que tenían su origen en Oriente Medio, se los miraba a diario cada vez con mayor suspicacia y desagrado. Se ponía a Bradford como ejemplo de esto. A eso se debía la condición en la que estaban los pisos de protección oficial en «la peor de nuestras ciudades del interior». Se atacaban las mezquitas, se acosaba a las mujeres con chador o pañuelo en la cabeza, a los jóvenes con la piel oscura se los perseguía y se los cacheaba en busca de armas o bombas… Vaya, vaya, vaya, parecía declarar el tabloide con cierta hipocresía. ¿Adónde vamos a llegar?

Corsico había incluido todos los detalles que podían hacer la historia más jugosa y había realizado varias llamadas para complementar lo que Barbara le había dado con información del tipo que hacía mucho tiempo era el verdadero alimento de los tabloides londinenses: el puesto del padre como profesor de microbiología en el University College, los abuelos maternos de clase mediaalta que vivían en Dulwich, la carrera de la tía materna como diseñadora de muebles merecedora de varios premios, la desaparición de la madre a finales del otoño con la hija ahora secuestrada con un destino desconocido hasta hacía muy poco (pero que, en ese momento, se sospechaba que había sido la Toscana), la negativa de todas las partes a comentar ningún detalle de lo sucedido. Todo eso parecía invitar a que alguien con información de primera mano sobre cualquiera de las personas cuyos nombres aparecían en la historia cogiera el teléfono para llamar a The Source y contara todo tipo de detalles de esos que arruinan reputaciones en un abrir y cerrar de ojos. Y eso pasaría a su debido tiempo, sin duda. Siempre era así.

El ayudante del comisario Hillier, al parecer, había convocado a Isabelle a su despacho, que tenía el suelo cubierto con un alfombra Wilton, para echarle un buen rapapolvo. Y ahora, en ese momento, ella estaba decidida a compartir tal honor con Barbara. El ayudante del comisario también había hecho sus deberes antes de verla. Así que cuando Ardery entró por la puerta ya sabía que la historia era cierta de principio a fin, aunque el detalle de las mujeres con chador lo habían incluido solamente para darle color. No había ningún policía británico ocupándose del asunto, ni siquiera algún policía del norte de Londres, donde aparentemente vivía el padre de la niña. ¿Había sabido Isabelle algo de la policía de Camden sobre ese asunto? No, claro que no. «Bueno, pues póngase con ello de inmediato. Porque la Oficina de Prensa quiere algo que pueda incluir en un comunicado por la mañana y lo mejor es que vaya en la línea de que se ha asignado a alguien para investigar el asunto».

Barbara sabía que Isabelle Ardery no podía probar que era ella quien estaba detrás de la historia. Todos en el departamento odiaban a Mitchell Corsico desde la vez que estuvo una temporada pegado a ellos como una lapa durante la investigación de un asesino en serie. Nadie quería ni acercarse a él, y eso era precisamente lo que le había convertido en alguien muy útil para Barbara.

Con cuidado, volvió a dejar el periódico en la mesa de Ardery.

—Me parece que era algo que iba a acabar saliendo, jefa —dijo también con mucho cuidado.

—Oh, ¿eso te parece? —Ardery estaba de pie junto a la ventana con los brazos cruzados debajo del pecho.

De repente, Barbara se dio cuenta de lo alta que era, más de uno ochenta con zapatos, y cómo aprovechaba esa altura para intimidar. Estaba muy erguida y, como iba vestida con una falda lápiz y una blusa fina de seda, a Barbara no le costó nada ver también la buena forma en la que se mantenía. Su forma física también tenía la intención de intimidar, pero decidió que no se lo iba a permitir. Después de todo, la mujer había cometido un error fatal que, casualmente, estaba de pie en el despacho con ellas.

Miró a Lynley. Se le veía muy preocupado.

—No es una situación conveniente se mire por donde se mire, jefa —dijo.

—No es «una situación conveniente» porque la sargento aquí presente nos la ha puesto así.

—Jefa, no creerá que…

La protesta de Barbara quedó abruptamente interrumpida por las palabras de Ardery.

—Te asigno el caso. Sales para Italia mañana. Te doy permiso para que te vayas a hacer los preparativos. —Pero no estaba mirando a Barbara cuando lo dijo.

—¡Pero yo conozco a la familia, jefa! —dijo Barbara—. Y el inspector ya tiene una investigación entre manos. No puede enviarle…

—¿Es que me está cuestionando? —exclamó Ardery—. ¿De verdad suponía que el resultado de esto —dijo señalando al tabloide— iba a ser que yo le diera el visto bueno, e incluso mi bendición, para que se fuera a Italia en una especie de excursión con todos los gastos pagados? ¿Se cree que es tan fácil manipularme, sargento?

—No quería decir… Solo…

—Barbara. —La voz de Lynley era serena. Quería servir de advertencia y a la vez de consuelo.

La superintendente se dio cuenta también, porque le dijo:

—No te atrevas a ponerte de su lado en este asunto, Thomas. Sabes tan bien como yo que es ella quien está detrás de esta historia. Y que no esté en este momento rellenando memorandos en una cárcel de Isle of Dogs solo se debe a que no tengo pruebas de que ella y este… Corsico estén compinchados en este asunto.

—Yo no me estoy poniendo del lado de nadie —respondió Lynley con mucha calma.

—Y no utilices ese tono tan irritante —contraatacó ella—. Estás intentando apaciguarme, pero no lo vas a conseguir. Quiero que alguien se ocupe de este asunto de Italia, quiero que se termine cuanto antes y te quiero de vuelta en Londres antes de que me dé tiempo a darme cuenta de que te has ido. ¿Está claro?

Barbara vio que un músculo se tensaba en la mandíbula de Lynley. Definitivamente ese no era el tono de las confidencias de cama que una vez se hicieron Ardery y él.

—Ya sabes que estoy trabajando en… —dijo.

—Se lo he asignado a John Stewart.

—Pero él ya está trabajando en otro caso —protestó Barbara.

—Y para ello está recibiendo su inestimable ayuda, ¿verdad, sargento? —respondió Ardery—. Ahora los dos tienen mucho trabajo. Así que salga de mi despacho y vaya a que le asigne su siguiente tarea, porque en este momento tiene de sobra para mantenerla ocupada y alejada de cualquier embrollo indefinidamente. Y, por cierto, debería ponerse de rodillas y darle gracias a Dios por eso. Déjenos, sargento. Y tenga cuidado de que no la vea haciendo nada que no sea lo que el inspector Stewart decida que debe hacer.

Barbara abrió la boca para protestar. Lynley la atravesó con la mirada. Y no era en absoluto una mirada agradable, porque, le gustara o no, ya todo estaba decidido. Por culpa de sus maquinaciones, él tenía que ir a Italia. Y por culpa de esas mismas maquinaciones, ella no iba a ir a ninguna parte.

Belgravia, Londres

Lynley esperó a llegar a casa para llamar a Daidre Trahair. La encontró todavía en el zoo de Bristol, tratando con un grupo de ayudantes los problemas que podían surgir al anestesiar a un león de avanzada edad para poder sacarle tres dientes.

—Tiene dieciocho años —le contó a Lynley—. Años de león, claro… Y, bueno, hay que tener en cuenta el estado del corazón y los pulmones. Aunque siempre es delicado anestesiar a un animal de ese tamaño, la verdad.

—Supongo que no le puedes pedir amablemente que diga «aaaah» y administrarle un poco de novocaína —comentó Lynley.

—Ya me gustaría —contestó ella—. Por desgracia, tengo que hacerlo el miércoles, Thomas. Así que me temo que no voy a ir a Londres este mes.

A Lynley no le gustaron nada esas noticias, porque sus partidos de roller derby, que tenían lugar cada dos meses, en los últimos tiempos habían pasado de ser un entretenimiento divertido a convertirse en un acontecimiento que él esperaba con cierta ansiedad.

—En cuanto a eso… —Le contó las noticias. Tenía que irse a Italia como resultado de los infructuosos esfuerzos de Barbara de inmiscuirse en una investigación en la Toscana—. Salgo por la mañana. Así que puedes seguir adelante con tu arreglo dental felino con total impunidad.

—Ah.

Hubo una pausa. De fondo oyó la voz de un hombre que decía:

—¿Vienes con nosotros, Daidre, o nos vemos allí?

—Esperad. Voy ahora mismo —respondió ella. Y después por el teléfono le dijo a Lynley—: ¿Vas a estar fuera una temporada entonces?

—Lo cierto es que no lo sé.

Esperaba oír un decepcionado: «Oh, ya veo», que le daría la posibilidad de albergar alguna esperanza. Pero ella preguntó:

—¿Y qué tipo de investigación es?

—Un secuestro —contestó—. Una niña británica de nueve años.

—Oh, qué horror.

—Barbara conoce a la familia.

—Dios mío. No me extraña que quisiera ir.

Lynley no tenía ganas de oír una justificación para la conducta de Barbara, sobre todo porque él era quien iba a pagar el precio.

—Bueno, tal vez, pero yo agradecería profundamente que no me hubieran enviado a mediar entre los padres y la policía italiana.

—¿Eso es lo que tienes que hacer?

—Probablemente.

—¿Debería desearte buena suerte entonces? No sé qué se dice en estos casos.

—No importa demasiado. —Pero lo que realmente quería decir era: «Podrías decirme que me vas a echar de menos», aunque tenía bastante claro que ese no iba a ser el caso.

—¿Cuando sales para Italia?

—En cuanto pueda organizarlo todo. O más bien, cuando Charlie pueda hacerlo, en realidad. Está ocupándose de ello ahora mismo.

—Oh, ya veo. Bien. —Seguía sin haber decepción en sus palabras o en su tono, a pesar de lo mucho que deseaba oírlos. Intentó encontrar una razón para ello, algo que le permitiera evitar la fría realidad: que simplemente ella no sentía esa decepción.

—Daidre… —dijo, pero después no supo cómo seguir con la conversación.

—¿Sí?

—Supongo que debería dejarte ya. Parece que tienes algo previsto para esta tarde.

—Un torneo de dardos —le dijo—. Después del trabajo. En el pub del barrio. Bueno, de mi barrio no, del barrio del zoo.

Él no había visto su casa. Intentó no darle importancia, pero sabía muy bien que sí la tenía.

—Diría que tienes la firme intención de hacer morder el polvo a tus oponentes. No se me ha olvidado lo hábil que eres cuando se trata de los dardos.

—Tú me retaste —dijo ella alegremente—. Si no recuerdo mal, hicimos una apuesta, y el perdedor tenía que fregar los platos de la cena. Pero esta vez no hay que preocuparse por eso. Hoy no hay que fregar nada, y mi oponente sabe que estamos bastante igualados.

Quiso preguntar quién era su oponente, pero no pudo soportar la idea de ser tan patético.

—Espero poder verte cuando vuelva de Italia —fue lo único que dijo.

—Llámame cuando vuelvas.

Y eso fue todo. Lynley colgó y se quedó mirando el teléfono. Estaba en la sala de su casa en Eaton Terrace, una estancia formal con paredes verde pálido y madera de color crema; colgado sobre la chimenea, en un marco dorado, había un retrato de la bisabuela de su padre. Iba vestida de blanco, estaba de perfil en un jardín de rosas impresionista, la viva imagen de los buenos modales eduardianos cubierta de encaje, y miraba hacia un horizonte que daba la impresión de estar animándole a vislumbrar. «Mira más allá, Thomas», parecía que le estuviera diciendo.

Suspiró. En una mesa entre las dos ventanas que daban a Eaton Terrace seguía su foto de boda con Helen, en un marco de plata. Ella se reía a su lado, rodeados de un pequeño grupo de amigos. La cogió y se fijó en que en esa foto él estaba mirando a Helen, embelesado y sintiéndose afortunado.

Volvió a dejarla y le dio la espalda. Vio que Denton estaba en el umbral.

Sus miradas se encontraron, se quedaron así un momento y después Charlie la apartó.

—Ya he preparado su maleta —dijo como si no hubiera pasado nada—. Solo unas cuantas cosas que supongo que va a necesitar, pero creo que debería comprobarlo todo. He mirado el tiempo. Parece que va a tener temperaturas cálidas. También he imprimido sus tarjetas de embarque. De Gatwick a Pisa. Le esperará un coche en el aeropuerto.

—Gracias, Charlie —le dijo Lynley, y se fue hacia las escaleras.

—¿Hay algo…? —Denton dudó.

—¿Algo? —repitió Lynley.

La mirada de Denton se dirigió a la mesa en la que estaba la foto de Helen y después volvió a mirar a Lynley.

—¿Hay algo de lo que deba ocuparme mientras esté usted fuera?

Lynley entendió a lo que se refería. Sabía lo que estaba pensando. Era lo mismo que pensaba todo el mundo, pero era la única cosa que no podía soportar tener que hacer.

—No se me ocurre nada, Charlie —le dijo—. Continúa como siempre. —Eso era lo que se les daba mejor a ambos, sin duda.

Bow, Londres

El detective privado era la única esperanza de Barbara ahora que Isabelle Ardery le había asignado el caso a Lynley. Le hervía la sangre, por eso y por su incapacidad de anticipar lo que iba a hacer Ardery una vez que la historia saliera en The Source, pero sabía que no tenía sentido lamentarse por lo que no tenía remedio. Lo único que importaba era Hadiyyah. Lynley haría lo que pudiera para ayudar a encontrarla dentro de los parámetros de la ley italiana y de la diplomacia policial angloitaliana. Pero ambas cosas le iban a suponer un obstáculo. Y que la superintendente pensara que Barbara iba a permanecer en Londres a disposición de John Stewart sin hacer algo para ayudar en la búsqueda de la niña era una locura.

Fue al único lugar donde se le ocurrió que iba a encontrar ayuda: al despacho de Dwayne Doughty y su andrógina ayudante Em Cass. Esta vez llamó con antelación. Concertó una cita para el final de la jornada. Doughty no se mostró dispuesto a agitar hojas de palma para darle la bienvenida, así que añadió que tuviera preparado el cálculo de sus honorarios por adelantado, porque quería contratarle.

Él entonces había empezado con: «Lo siento muchísimo, pero no sé si voy a tener tiempo para…». Y ella respondió: «Le doblo los honorarios». Eso le convenció de que podía pensárselo mejor.

Esta vez no quedaron en su despacho, sino en un pub bastante moderno que no estaba lejos, en Coborn Road, que se llamaba Morgan Arms. Había unas mesas en el exterior y en ellas estaban acurrucados para combatir el aire frío de final de la tarde los fumadores que visitaban el pub. Barbara se habría sentado con ellos, pero resultó que Em Cass era una de esas personas totalmente antihumo. Al parecer, ser fumador pasivo y hacer triatlones eran dos cosas que no casaban muy bien.

Entraron. Barbara sacó su chequera. Y Doughty le dijo: «Vamos a hacer las cosas en su orden lógico», antes de ir a la barra para pedir las bebidas. Volvió con una pinta de Guiness para él, una cerveza para Barbara, una sanísima agua mineral para Em y cuatro bolsas de patatas fritas que había traído demostrando previsión. Tiró las bolsas sobre la mesa que Barbara había elegido en un extremo del pub, bien alejada de una despedida de soltera que había al otro lado, con ocho mujeres que parecían determinadas a calentar mucho el ambiente prematrimonial.

Barbara no se molestó en andarse con preámbulos con el detective y su ayudante. Solo dijo:

—Han secuestrado a Hadiyyah.

Doughty abrió los paquetes de patatas fritas, uno por uno. Después los volcó sobre una servilleta que había desdoblado sobre la mesa.

—¿Y eso es nuevo? —preguntó.

—No como al principio —aclaró Barbara—. No me refiero a su madre. Quiero decir que la han raptado. Hace unos cuantos días. Estaba en Italia y se la han llevado de allí. —Les contó los detalles por encima: Lucca, el mercado, la desaparición de Hadiyyah, Angelina Upman, Lorenzo Mura y su aparición en Chalk Farm. No contó nada de la parte que se desarrolló en Ilford y el revuelo con la familia legítima de Azhar. Sobre todo porque no quería ni pensar en ello—. Angelina cree que ha sido Azhar quien se la ha llevado. Por eso vino a Londres. Cree que la encontró en la Toscana, se la llevó y la tiene escondida en alguna parte.

—¿Y por qué lo piensa?

—Porque nadie vio nada. Había muchísima gente, la raptaron en medio de un mercado en plena calle y nadie vio que se la llevaran por la fuerza. Por eso Angelina cree que no se la llevaron así. Cree que Azhar sabía que estaría en el mercado. Que la esperó allí y que Hadiyyah le vio y se fue con él. Al menos eso es lo que sospecho que cree, porque la mayor parte del tiempo se limitó a gritar lo mismo una y otra vez.

—¿Quién, la niña?

—Angelina. «Tú te las has llevado, dónde está, dónde la ocultas, quiero que me la devuelvas», etcétera.

—¿Y nadie vio nada?

—Aparentemente no.

—¿Y esa gente que estaba en el mercado tampoco vio lo que habría sido, supongo, una emotiva reunión entre una niña de nueve años y un padre que no ha visto desde hacía cinco meses? Suponiendo que Azhar se la llevara, claro.

—Ha dado en el clavo —reconoció Barbara—. Me gusta eso de usted.

—¿Y cómo se supone que él pudo hacer todo eso? —siguió preguntando Doughty.

—Ni idea, pero Angelina no pensaba con claridad. Sufría un ataque de pánico… ¿Y quién no estaría así en sus circunstancias? Lo único que quería era recuperar a Hadiyyah. Los policías italianos no han hecho muchos progresos para encontrarla.

Doughty asintió. Em Cass le dio un sorbo a su agua mineral. Barbara le dio un buen trago a la cerveza y comió un puñado de patatas. No eran con sal y vinagre, sus favoritas, pero tampoco estaban mal. De repente se dio cuenta de que estaba famélica.

Doughty se revolvió en la silla y miró a las ventanas por las que se veía a la gente que había en las mesas de la acera. Mientras las examinaba, dijo:

—Tengo que preguntarle algo, señorita Havers. ¿Cómo puede estar tan segura de que el profesor no se llevó a su hija? Yo me he visto en medio de disputas de este tipo en el pasado y estoy seguro de una cosa: cuando se trata de rupturas de matrimonios e hijos…

—No eran matrimonio.

—Creo que podemos dejarnos de sutilezas. En todos los sentidos eran pareja, ¿no es así? Digamos que, cuando se trata de rupturas de pareja en las que hay niños de por medio, puede pasar cualquier cosa y, de hecho, pasa.

—¿Y cómo se supone que se la habría llevado? ¿Y en qué estaba pensando? ¿Que podía llevarse a Hadiyyah, traérsela de nuevo a Londres y que Angelina no iba a aparecer en su puerta al día siguiente? ¿Y cómo la encontró en un principio?

Ahora fue Em Cass quien habló.

—Podría haber contratado a un detective italiano, señorita Havers, igual que contrató a Dwayne. Si averiguó de alguna forma por su cuenta que Angelina se había marchado a Italia… O incluso si solo lo sospechaba… Como dice Dwayne, en estas situaciones puede pasar cualquier cosa.

—Bien, vale. Como quieran. Digamos que Azhar consiguió enterarse de que estaba en Italia. Y que encontró a un detective privado italiano. Y que ese detective privado, solo Dios sabe cómo…, tal vez yendo puerta por puerta por todo el maldito país, llegó a encontrar a Hadiyyah y le dijo dónde estaba. Nada de eso puede cambiar el hecho de que Azhar estaba en Alemania cuando se llevaron a Hadiyyah. Estaba en un congreso, y hay unos cuantos cientos de personas que pueden confirmarlo, por no mencionar el hotel y la aerolínea.

Doughty pareció interesado por fin.

—Bueno, ese es un detalle muy prometedor. Es algo que se puede comprobar y debe confiar en que los policías lo comprobarán. Los italianos… Seamos sinceros. El país desde fuera nos parece muy desorganizado, pero suponemos que saben lo que hacen a la hora de organizar una investigación, ¿no?

Pero Barbara no esperaba nada de la policía italiana. Apenas esperaba nada de su propia policía.

—Sí, claro —dijo—. Lo que sea. Pero necesito su ayuda, señor Doughty, sin importar lo que sean capaces de hacer los maderos italianos.

Doughty miró a Em Cass. Pero ninguno de los dos dijo: «¿Qué tipo de ayuda?». Eso no era buena señal, pero Barbara continuó:

—Miren. Conozco a esa niña. Y a su padre. Tengo que hacer algo. Lo entienden, ¿no?

—Es perfectamente comprensible —respondió Doughty.

—¿Y la policía británica? —Em Cass tenía la mirada fija en Barbara, y lo indefinido de su expresión le reveló que conocían la historia que ella habría preferido que nadie supiera.

Se produjo un breve silencio. Al otro lado de la sala, las voces de la despedida de soltera aumentaban de volumen. La novia estaba a horcajadas sobre una banqueta y apretando la cara contra la ventana. Gritaba: «¡Es mi última oportunidad, muchachos!». Llevaba el velo torcido y la L roja que tenía en la espalda se le había caído hasta el trasero; parecía que fuera esa parte de su cuerpo, y no ella, la que se estuviera embarcando, inexperta, en un matrimonio.

—La Met ha enviado a un inspector para que haga de enlace —dijo Barbara—. El inspector Lynley. Se va para allá hoy.

—Me intriga que usted tenga conocimiento de tal información. —Doughty masticó sus patatas. Miró a Em Cass. Y los dos observaron a Barbara.

Ella dio otro trago a la cerveza.

—Está bien. Podría haber dado un nombre falso, decir que me llamaba Julie Ojos-Azules o lo que sea, pero no lo hice —señaló—. Supongo que les llevó menos de cinco minutos averiguar que soy policía. Eso tiene que contar para algo.

—Casi esperaba que dijera después: «Confíen en mí» —le dijo Em Cass secamente.

—¡Eso es lo que estoy diciendo! No estoy aquí con un micro en la ropa interior y fingiendo desesperación para pillarles haciendo algo que no deberían. Ya sé que los que se dedican a su profesión cruzan la línea de vez en cuando, y me importa un bledo. La verdad es que quiero que crucen la línea si hace falta. Necesito encontrar a esa niña y les estoy pidiendo ayuda, porque mi colega, el inspector, no va a hacer lo que ustedes pueden hacer. Allí no va a tener los recursos para hacerlo. Y tampoco va a querer quebrantar la ley. Él no es así. —Lo que implicaba que ella sí era de las que quebrantaba las leyes y, por lo tanto, no iba a decir ni una palabra si Doughty y Em Cass lo hacían.

—Para eso va a necesitar a otras personas —le replicó Doughty—. Nosotros no quebrantamos…

—Lo que estoy diciendo es que no me importa si quebrantan las leyes o no, señor Doughty. Espíen a quien tengan que espiar. Busquen en su basura. Pinchen sus móviles y sus cuentas de Internet. Revisen sus e-mails. Finjan que son sus madres. O que son ellos. Les he dado más de un hilo del que tirar y quiero que tiren de todos. Por favor.

No le preguntaron por qué no tiraba de esos hilos ella misma, por lo cual Barbara no tuvo que decirles la desagradable verdad: que, una vez más y por su culpa, su trabajo estaba, precisamente, pendiendo de un hilo. Con Ardery vigilándola y John Stewart cargándola de faena ahora que tenía dos casos entre manos, su capacidad de hacer cualquier cosa ajena a su trabajo no estaba solo gravemente coartada, sino que era casi inexistente. Pero emplear a Doughty y a su ayudante era algo que sí podía hacer. Y eso significaría, al menos, que no iba a tener que esperar a que le llegaran noticias de Lynley, que probablemente no la iba a mantener informada, porque, como sabía bien, estaba disgustado, pues ella era la razón de que le hubieran enviado fuera del país.

Doughty suspiró.

—¿Emily? —preguntó. Parecía confiar en la opinión de su ayudante.

—No tenemos nada urgente por el momento —dijo ella—. Solo el caso de divorcio y el de ese hombre que pide una indemnización por la lesión en la espalda. Supongo que podemos hacer unas cuantas comprobaciones. Todo eso de Alemania está al principio de la lista.

—Azhar no…

—Un momento. —Doughty señaló a Barbara con un dedo acusador—. Para empezar tiene que mantener la mente abierta respecto a todas las posibilidades, señorita… Oh, dejémonos de tonterías. ¿Puedo utilizar su cargo? Sargento detective, ¿no, Em?

—Eso es —afirmó Em.

—Será mejor que esté preparada para todo, sargento detective. La cuestión es, ¿lo está?

—¿Para cualquier cosa? —inquirió Barbara.

Doughty asintió.

—Totalmente —afirmó ella.

Bow, Londres

Salieron del pub juntos, pero en la acera cada uno tomó una dirección diferente. Dwayne Doughty y Em Cass vieron como aquella detective mal vestida se dirigía hacia Roman Road. Cuando ella quedó fuera de la vista, los dos entraron de nuevo en el pub. Lo hicieron por la encarecida petición de Emily.

—Esto no es una buena idea —le dijo—. No trabajamos para policías, Dwayne. Ese es un camino que nos lleva a un lugar al que no queremos ir.

En parte estaba de acuerdo con ella. Pero Em no estaba viendo toda la ecuación.

—Comprobar una coartada en Berlín… Eso es un juego de niños, Emily. Y todo el mundo quiere que aparezca la niña, ¿no te parece?

—Pero eso no puede recaer sobre nosotros. Hay un montón de limitaciones en cuanto a lo que podemos hacer. Y con Scotland Yard pisándonos los talones…

—Ella ha admitido que es policía. Podría habernos mentido. Eso demuestra algo.

—No demuestra una mierda. Sabía que habíamos hecho comprobaciones sobre ella en cuanto nos dio su nombre cuando vino a vernos por primera vez con el profesor. No es tonta, Dwayne.

—Pero está desesperada.

—Está enamorada de él. Y de la niña, ya.

—Y el amor, como bien sabemos nosotros, es maravillosamente ciego.

—No. Eres tú el que está ciego. No me has pedido mi opinión sobre el asunto, pero te la voy a dar. Te digo que no. Te digo que le digas que ni hablar. Dile que le deseamos toda la suerte del mundo, pero que no hay nada que podamos hacer para ayudarla. Porque esa es la verdad. No podemos hacer nada, Dwayne.

Él la observó. Emily muy pocas veces hablaba con pasión. Era demasiado fría para eso. No se ganaba el tremendo sueldo que le pagaba siendo una mujer que se dejaba llevar por la emoción del momento. Pero había mostrado pasión en ese asunto, lo que le indicaba hasta qué punto estaba preocupada por él.

—De verdad que no hay nada de lo que preocuparse —le aseguró—. Y esto nos permite echar un vistazo a cómo se desarrolla el baile. Nuestro trabajo sigue siendo el mismo de siempre: suministradores de información. Y la información se la podemos suministrar a la policía o a un don Nadie cualquiera, a nosotros nos da igual. Y una vez que les proporcionamos la información, lo que la gente haga con lo que les damos es solo asunto suyo, no nuestro.

—¿De verdad te parece que alguien se cree eso?

La miró fijamente y le dedicó una sonrisa larga y lenta.

—Vamos, Em. ¿Dónde está el problema? No me importa escucharlo si quieres contármelo.

—Yo tengo un problema: la policía metropolitana. Y esa mujer: la sargento Havers.

—Quien, como tú misma has dicho, ha venido a buscarnos por amor. Y el amor, como ya he dicho, es maravillosamente…

—Ciego. Vale. Genial. —Emily volvió a salir afuera y se colocó donde los fumadores no podían oírla—. ¿Por dónde quieres empezar? —le preguntó con poco ánimo. No estaba contenta, pero era una profesional. E, igual que él, tenía facturas que pagar.

—Gracias, Emily. Comprobaremos eso de Alemania, como hemos dicho. Pero antes y por seguridad, haremos lo de los registros telefónicos. Una limpieza a fondo.

—¿Y los ordenadores?

La miró.

—Si nos metemos de lleno con los ordenadores, significa que tenemos que contar con Bryan.

Ella puso los ojos en blanco.

—Avísame con antelación, para que pueda irme del despacho.

—Te avisaré. Pero la verdad es que deberías rendirte, Em. Las cosas irían mucho mejor si lo hicieras.

—Lo que quieres decir es que, de ese modo, haría lo que yo le dijera cuando tú necesitaras que lo hiciera.

—Hay cosas mucho peores que tener a un hombre como Bryan Smythe comiendo de tu mano.

—Sí, pero todas esas cosas peores tienen que ver con tener a un hombre como Bryan Smythe comiendo de mi mano. —Hizo una mueca de disgusto—. ¿Una seducción sin sentimientos para conseguir guardar nuestros secretos? No, creo que no.

—¿Prefieres la alternativa?

—No sabemos cuál es la alternativa.

—Pero te la puedes imaginar.

Em miró detrás de él, al pub. Él siguió su mirada. La despedida de soltera estaba bailando la conga. No había música, pero eso, aparentemente, no iba a estropear su diversión. Empezaron a bailotear en dirección a la salida, con gritos, risitas y tropezones como acompañamiento.

—Dios —exclamó Em Cass—. ¿Por qué las mujeres son tan idiotas?

—Todos somos idiotas —respondió Doughty—. Pero solo nos damos cuenta a posteriori.