22 de abril

Villa Rivelli, la Toscana

Enfrente del giardino, en el otro extremo de donde estaba la peschiera, había un muro bajo que bordeaba la cumbre de una colina, todavía verde y frondosa por la lluvia que había caído en invierno. La ladera de la colina se hundía para revelar pueblos lejanos que brillaban en el cálido sol de primavera y una carretera que serpenteaba desde la llanura aluvial que había mucho más abajo. La carretera también se veía muy bien desde allí, y por eso la hermana Domenica Giustina le vio venir desde que estaba muy lejos.

Carina y ella habían ido a dar de comer a los peces que cruzaban las aguas de la peschiera como llamitas de color naranja y después se habían apartado del borde del estanque para ver a los peces engullir la comida con sus bocas ansiosas. Cuando terminaron, la hermana Domenica Giustina hizo girar a la niña para que admirara la vista.

Che bella vista, nevvero? —le murmuró, y empezó a nombrar los pueblos para Carina.

Ella fue repitiendo solemnemente todos los nombres. Se la veía cambiada desde aquel día en la bodega. Estaba más titubeante, más vigilante, tal vez más preocupada. Pero no podía evitarlo, pensó Domenica. Algunas cosas tenían prioridad sobre otras.

Fue entonces cuando vio el coche apareciendo y desapareciendo rápidamente entre los árboles que había más abajo, subiendo poco a poco de camino a la villa. Lo reconoció incluso a gran distancia, porque era rojo brillante y tenía la capota bajada, además, habría reconocido al conductor en cualquier sitio, por supuesto. Pero que viniera significaba peligro. Porque que le hubiera traído a Carina también implicaba que se la podía llevar. Ya lo había hecho antes, ¿no?

Vieni, vieni —le dijo a la niña. Y, por si Carina no la había entendido, la cogió de la mano y las dos salieron a toda prisa del estrecho mirador y entraron en el camino. Cruzaron el amplio césped que había en la parte de atrás de la villa y se apresuraron en dirección a las bodegas.

En el edificio, las gruesas cortinas de una de las ventanas se agitaron. La hermana Domenica Giustina lo vio, pero lo que había dentro de la villa no le preocupaba. Era lo que había fuera lo que suponía un peligro.

Se dio cuenta de que Carina no quería volver a bajar a las bodegas. La hermana Domenica Giustina no había vuelto a intentar llevarla a la alberca embarrada que había allí dentro, pero estaba claro que la niña tenía miedo de que lo hiciera. No había nada que temer en esa alberca, pero no tenía forma de explicarle eso a Carina. Y, de todas formas, ahora no tenía intención de llevarla a esa parte. Solo quería que se quedara cerca de la primera de las antiguas barricas de vino.

Veramente, non c’è nulla da temere qui —murmuró. Arañas, tal vez, pero son inofensivas. Si había algo que temer, era al diablo.

Gracias a Dios, Carina entendió al menos algo de lo que dijo la hermana Domenica Giustina y pareció aliviada cuando se dio cuenta de que su intención no era llevarla más allá de la segunda sala de las bodegas. Se agachó entre dos viejas barricas, con las rodillas sobre el suelo polvoriento. Pero dijo en un susurro:

Non chiuda la porta. Per favore, Sour Domenica.

Podía hacer eso por la niña, por supuesto. No hacía falta cerrar la puerta si Carina prometía que sería tan silenciosa como un ratón.

Carina se lo prometió.

Aspetterai qui? —le preguntó.

Carina asintió. Sí, esperaría.

Cuando él llegó, la hermana Domenica Giustina estaba entre sus verduras. Oyó el coche primero, con el motor ronroneando y las ruedas aplastando ruidosamente las sassolini. Oyó que paraba el motor, la puerta del coche que se abría y cerraba y, un momento después, pasos que subían las escaleras hasta la pequeña habitación que había sobre el granero. La llamó por su nombre. Ella se levantó de la tierra y se limpió las manos con un trapo que le colgaba de la cintura. Allí arriba oyó dos portazos y después pasos que bajaban las escaleras. Entonces la puerta del huerto chirrió, y ella bajó la cabeza. Domenica, humilde. Domenica al servicio de cualquier deseo que pueda tener.

Dov’è la bambina? —le preguntó—. Perché non sta nel granaio?

No dijo nada. Le oyó cruzar el huerto y vio que sus pies se paraban delante de ella. Se dijo que tenía que ser fuerte. No se iba a llevar a Carina de su lado, a pesar de que la niña no se había quedado en el granero como había ordenado.

Mi senti? —le dijo—. Domenica, mi senti?

Ella asintió, porque no estaba sorda, y él lo sabía.

La porterai via di nuovo —le contestó.

Di nuovo? —repitió él incrédulo. Parecía estar preguntando por qué se le iba a ocurrir llevarse a la niña de su lado.

Lei è mia —dijo ella.

Entonces levantó la vista. Él la estaba observando. Por su expresión parecía que estuviera sopesando sus palabras. De repente pareció entender, cosa que confirmó al ponerle una mano en la nuca y decirle «Cara, cara» y acercarla a él.

El calor de su mano sobre su carne era como una marca que la señalaba como suya para siempre. Lo sintió por todo el cuerpo, incluso en la sangre.

Cara, cara, cara —murmuró—. Non me la riprenderò più, mai più. —Bajó su boca hasta tocar la de ella. Su lengua la rozó y la acarició. Entonces le levantó la túnica que llevaba—. L’hai nascosta? —dijo contra su boca—. Perché non sta nel granaio? Te l’ho detto, no? La bambina deve rimanere dentro il granaio. Non ti ricordi? Cara, cara?

Pero ¿cómo iba a mantener a Carina oculta dentro del granero de fría piedra como él le había ordenado? Era una niña, y los niños tenían que ser libres.

Él le cubrió el cuello de besos tiernos. Sus dedos la tocaron. Primero aquí y después allí. Y las llamas parecieron consumir su carne cuando él la tumbó suavemente en el suelo. Y ahí, en el suelo, entró en ella y se movió en su interior con ese ritmo cautivador. No podía odiar ese ritmo.

La bambina —le murmuró al oído—. Capisci? L’ho ritornata, tesoro. Non me la riprenderò. Allora. Dov’è? Dov’è? Dov’è? —Y con cada embestida repetía las palabras: «¿Dónde está? Te la he traído de vuelta, tesoro».

Domenica le recibió. Permitió que ese manto de sensaciones la cubriera hasta que subió de intensidad en el momento final. No pensaba.

Después él se quedó jadeando en sus brazos. Pero solo un instante antes de levantarse. Se volvió a colocar la ropa. Le miró y vio que sus labios hacían una mueca que no demostraba amor.

Copriti —dijo con los dientes apretados—. Dio mio. Copriti.

Ella obedeció, bajándose la túnica. Miró al cielo. Su azul no se veía interrumpido ni por una sola nube. El sol brillaba, como si la gracia de Dios estuviera cayendo sobre su cara.

Mi senti? Mi senti?

No, no le había escuchado. No había estado allí. Estaba en los brazos de su amado, pero ahora…

Él la levantó de un tirón.

Domenica, dov’è la bambina? —le preguntó con un rugido.

Ella se puso de pie. Miró la tierra en la que, entre hileras de lechugas recién nacidas, se veía la marca de su cuerpo donde había aplanado la tierra. Le miró confusa.

Che cos’è successo? —murmuró, y le miró. Después insistió—: Roberto. Che cos’è successo qui?

Pazza —respondió él—. Sempre sei stata pazza.

Y por eso supo que algo había ocurrido entre ellos. Podía sentirlo en su cuerpo y olerlo en el aire. Habían copulado en la tierra como animales y ella había vuelto a manchar su alma una vez más.

Él volvió a preguntarle dónde estaba la niña. La hermana Domenica Giustina sintió el dolor de esa pregunta como si fuera una espada que le atravesara el costado para derramar lo que quedaba de su sangre.

Mi hai portato via la bambina già una volta —le dijo—. Non ti permetterò di farlo di nuovo.

Y lo repitió insistentemente esta vez: ya se había llevado a la niña una vez. No le iba a permitir hacerlo de nuevo.

Él encendió un cigarrillo. Tiró la cerilla a un lado. Le dio una calada y dijo:

—¿Cómo puedes confiar tan poco en mí, Domenica? Era joven. Y tú también. Pero ahora somos mayores. La tienes en alguna parte. Tienes que llevarme adonde está.

—¿Y qué vas a hacer?

—No quiero hacerle daño. Solo quiero saber que está bien. Tengo ropa para ella. Vamos. Te la enseñaré. Está en el coche.

—Si eso es lo que quieres, déjala y vete.

Cara —murmuró—. No puedo hacer eso. —Miró más allá de donde estaban, donde se veía la villa a través del camelio, silenciosa pero vigilante—. No quieres que me quede aquí —le advirtió—. Eso no sería bueno para ninguno de los dos.

Ella entendió la amenaza. Se quedaría. Y habría problemas a menos que le trajera a la niña.

—Enséñame la ropa —le pidió.

—Eso quería hacer. —Abrió la puerta del huerto y la mantuvo abierta para ella. Cuando pasó a su lado, él sonrió. Los dedos le tocaron suavemente el cuello y ella se estremeció al notar el contacto de su carne.

En el coche, vio las bolsas en el suelo. Había dos. No mentía. Se veían prendas de ropa dobladas en el interior. Era ropa de niña, usada pero todavía en buenas condiciones.

Le miró.

—Solo quiero su bien, Domenica. Tienes que aprender a confiar en mí de nuevo.

Ella asintió brevemente. Se apartó del coche.

Vieni —le dijo.

Le llevó a través del camelio. Pero se paró en los escalones de la bodega. Miró a su primo. Él sonrió y era una sonrisa que ella conocía bien. No hay nada que temer, decía. Inocente, proclamaba. Solo tenía que creerle, como había hecho una vez.

Bajó. Él la siguió.

Carina —la llamó en voz baja—. Vieni qui. Va tutto bene, Carina.

En respuesta oyó los pasos de la niña, que salió del lugar donde estaba escondida entre los barriles de la segunda sala.

Vino correteando hasta ellos. La luz era tenue, pero la hermana Domenica Giustina le vio las telarañas en el pelo. Tenía las rodillas manchadas por el suelo sucio; su túnica dejaba claro que la bodega no se usaba desde hacía generaciones.

Su cara se iluminó cuando vio quién estaba con la hermana Domenica Giustina y sin el más mínimo miedo fue bailando hacia él.

Le habló en su idioma.

—¡Sí! ¡Sí! ¿Has venido a buscarme? ¿Ahora puedo irme a casa?

Lucca, la Toscana

Que te convocaran al despacho de il Pubblico Ministero era solo un poco menos irritante que tener que ir conduciendo hasta su casa de Barga. Lo segundo era un insulto y estaba pensado para serlo. Lo primero era solo un’eritema, un sarpullido en la piel que no te puedes rascar. Por eso Salvatore Lo Bianco sabía que debería sentirse al menos moderadamente agradecido de que Fanucci no hubiera esperado hasta esa noche para solicitar que acudiera de nuevo a su presencia ministerial entre sus Cymbidium. Pero no se sentía así. Porque había hecho los informes diarios que le había ordenado y, aun así, Piero cada vez se acercaba más a convertirse en una presencia entrometida y molesta en la investigación. Piero no era tonto, pero su mente era como una celda carcelaria: cerrada a cal y canto, y nadie tenía la llave.

Como magistrato, Piero sabía que el poder en una investigación era suyo y le gustaba jugar con él. Era él quien asignaba un oficial principal a un caso. Y alguien que había sido asignado podía fácilmente ser destituido. Todo el mundo lo sabía. Así que cuando solicitaba la presencia de alguien, esa persona tenía que obedecer. O tendría que enfrentarse a las consecuencias de no hacerlo.

Así que Salvatore se desplazó al Palazzo Ducale, donde Piero Fanucci tenía las oficinas más impresionantes que le permitían los edificios locales. Fue caminando, porque el camino no era largo. El palazzo estaba en la Piazza Grande, donde vio reunido a un grupo de turistas, cerca de la estatua central de María Luisa de Borbón, tan querida en la ciudad. Estaban haciendo fotos, escuchando la historia de la odiosa Elisa Bonaparte, a quien su hermano condenó a gobernar ese páramo italiano, y contemplaban, en el lado sur de la plaza, un tiovivo lleno de color que llevaba a niños que no dejaban de reír en un viaje a ninguna parte.

Salvatore los miró. Se tomó un momento para pensar qué quería decirle al magistrato. Le acababa de caer en las manos una información que venía de la fuente más inesperada: la propia hija de Salvatore. La niña estaba matriculada en la Scuola Elementare Statale Dante Alighieri en Lucca. Y allí, casualmente, también asistía la cría desaparecida.

No era nada raro. Los niños de la zona que rodeaba a Lucca normalmente venían a la ciudad para ir al colegio. Lo que era raro era la cantidad de información que Bianca le pudo dar sobre la niña.

No le había dicho a Bianca que Hadiyyah Upman había desaparecido. No quería asustar a la niña. Pero tampoco había podido evitar que viera los carteles que había por toda la ciudad y reconociera en ellos a su compañera de colegio. Cuando la vio, le dijo a su madre que la conocía. Y Birgit, gracias a Dios, había informado a Salvatore.

Con un helado comprado de forma casual en la única cafetería que había en la gran muralla de Lucca, Salvatore le fue sacando poco a poco los detalles. Al parecer, su hija había asumido que Lorenzo Mura era el padre de Hadiyyah, porque al principio no se dio cuenta de que, si así fuera, el italiano de la niña sería mucho mejor. Pero Hadiyyah le había contado que su padre estaba en Londres. Un profesor de universidad, le contó orgullosa. Ella y su madre estaban en Italia visitando al amigo de su madre, Lorenzo. Su padre había intentado venir por Navidad, pero no pudo porque tenía mucho trabajo. Se suponía que iba a venir en Semana Santa. Pero le habían vuelto a surgir cosas, porque estaba muy ocupado… Y le enseñó una foto de él. Era un científico, le dijo. Le enviaba correos electrónicos y ella le contestaba. Tal vez pudiera venir para las vacaciones de verano…

—¿Crees que su padre vino a llevársela con él a casa, a Londres? —le preguntó Bianca a Salvatore, y en sus grandes ojos oscuros había una preocupación que nunca debería haber en los ojos de una niña de ocho años.

—Es posible, cara —le dijo Salvatore—. Es bastante posible. La cuestión era si ahora quería compartir esa información con Piero Fanucci. Todo dependería de cómo fuera la reunión con el magistrato, decidió.

La secretaria de Fanucci fue la primera persona con la que se encontró Salvatore cuando subió la gran escalinata. Una sufrida señora de setenta años que a Salvatore le recordaba a su madre. Pero, en vez de negro, ella siempre iba vestida de rojo. Se teñía el pelo de color carbón y tenía un bigote muy poco atractivo que, en todos los años que hacía que la conocía, nunca se había depilado. Mantenía su puesto en la oficina del magistrato porque no le resultaba nada atractiva a Piero, así que nunca había intentado acosarla. Si hubiera sido mínimamente atractiva para il Pubblico Ministero, no habría durado ni seis meses, porque la carrera de Fanucci estaba alfombrada de los cadáveres espirituales y psicológicos de las mujeres a las que había tratado injustamente.

Dentro de las oficinas, Salvatore se enteró de que iba a tener que esperar al magistrato. Acababa de entrar un fiscal joven justo antes de que apareciera Salvatore, le dijeron. Eso significaba que alguien estaba recibiendo una reprimenda. Salvatore suspiró y cogió una revista. La hojeó, vio que un famoso americano homosexual, todavía en el armario, iba ahora mismo de la mano de una supermodelo veinte años más joven y convenientemente estúpida, y tiró sobre la mesa esa rivista idiota. Cinco minutos después le pidió a la secretaria de Fanucci que le avisara de que estaba allí esperando.

Ella pareció espantada. «¿De verdad quiere arriesgarse a que se produzca una erupción de Il Vulcano?», le preguntó. Sí, le aseguró él.

Pero no hizo falta interrumpir a Fanucci. Un joven pálido como un muerto salió de la oficina del magistrato y se escabulló rápidamente. Salvatore entró sin que le anunciaran, porque así lo quiso.

Piero le miró fijamente. Las verrugas de su cara eran pálidas excrecencias sobre una piel enrojecida por lo que fuera que había pasado entre él y su subordinado. Tras decidir, al parecer, que no iba a decir nada sobre la entrada sin anunciar de Salvatore a su despacho, señaló bruscamente y sin palabras a la televisión que había en una de las estanterías del despacho y la encendió sin más preámbulos.

Era una grabación de una retransmisión de la BBC inglesa de esa misma mañana. Salvatore hablaba muy poco ese idioma, así que no pudo seguir la rápida conversación entre los dos presentadores. Mantenían un extraño intercambio sobre los periódicos británicos, al parecer. En un momento enseñaron uno a la cámara.

Salvatore se dio cuenta inmediatamente de que no iba a necesitar traducción. Piero detuvo la reproducción cuando los presentadores llegaron a la portada de un tabloide. Se llamaba The Source. Y tenía la historia.

Supo que eso no era nada bueno. Un tabloide significaba que pronto habría muchos. Muchos significaba que era posible que vinieran reporteros británicos a Lucca.

Fanucci apagó la televisión. Le indicó a Salvatore que tomara asiento. Piero se quedó de pie, porque estar de pie significaba poder, y el poder, pensó Salvatore, se podía demostrar de muchas formas.

—¿Qué más has averiguado de ese mendigo callejero que tenías? —le preguntó Fanucci. Se refería al drogadicto, el del cartel de «Ho fame».

Salvatore lo había llevado a la questura para un interrogatorio formal, pero Fanucci le estaba presionando para que le hiciera otro. Que tendría que ser más serio, le ordenó a Salvatore, un interrogatorio más largo, diseñado para «despertar» la memoria de ese pobre desgraciado…, si es que había algo que despertar.

Él había estado intentando evitarlo. Aunque Fanucci creía que los drogadictos eran capaces de todo para seguir con su adicción, Carlo Casparia había estado ocupando el mismo lugar a la entrada de la Porta San Jacopo durante los últimos seis años sin ningún incidente. Era una desgracia para su familia, pero no suponía una amenaza para nadie, excepto para sí mismo.

—Piero, no hay nada más que se le pueda sacar a ese Carlo. Créeme, tiene el cerebro demasiado confuso para planear un secuestro.

—¿Planear? —repitió Fanucci—. Topo, ¿por qué dices que esto ha sido planeado? La vio y se la llevó.

¿Y después?, pensó Salvatore. Puso una expresión que esperaba que transmitiera esa pregunta sin tener que hacerla directamente.

—Es posible —continuó Fanucci— que fuera un delito de oportunidad, amigo mío. ¿Es que no te das cuenta? Te ha dicho que vio a la niña, ¿no? Su cerebro no estaba tan confuso para haberlo olvidado. ¿Y por qué recuerda precisamente a esa niña, Topo? ¿Y por qué no a otra? ¿Por qué Carlo se acuerda de esa niña?

—Porque le dio comida, magistrato. Un plátano.

—¡Bah! Lo que le dio fue una promesa.

Come?

—La promesa de dinero. ¿Es que necesitas que te explique con pelos y señales lo que pasaría cuando se llevara a la niña?

—No han pedido ningún rescate.

—¿Y por qué pedir rescate cuando hay tantas oportunidades para sacarle dinero a una niña inocente? —Fanucci se puso a enumerarlas con los seis dedos de su mano—. Meterla en el maletero de un coche y sacarla del país, Topo. Venderla para el tráfico sexual en alguna parte. Convertirla en esclava en una casa. Dársela a un pedófilo con un buen sótano donde la pueda tener encarcelada. Entregársela a una secta satánica para un sacrificio. Convertirla en el juguete de algún árabe rico.

—Y todo eso necesitaría planificación, ¿no crees, Piero?

—Pues no sabrás nada de eso, Topo, hasta que interrogues a Carlo otra vez. Tienes que hacerlo sin demora. Quiero leerlo en el siguiente informe que me envíes. Si no quieres seguir esa dirección, dime en qué tienes intención de ocupar tu tiempo, si es algo útil, claro.

En respuesta a esa pregunta que encerraba un insulto, Salvatore se tomó un momento para que le dejara de hervir la sangre. Después pensó en un detalle importante que había surgido a raíz de los carteles y los folletos que se habían repartido por todo el centro de la ciudad. Había recibido llamadas de dos hoteles en Lucca, uno de dentro de la muralla de la ciudad y otro de Arancio, no muy lejos, en la carretera que va a Montecatini. Había pasado por allí un hombre con una foto de la niña desaparecida en compañía de una mujer guapa, supuestamente la madre. El hombre la estaba buscando y dejó una tarjeta en la recepción del hotel. Por desgracia, en ambos casos habían tirado la tarjeta a la basura.

Fanucci soltó un juramento y se quejó de la estupidez de las mujeres. Salvatore no se molestó en decirle que, en ambos casos, los recepcionistas eran hombres. Lo que sí le dijo fue que alguien había estado buscando a la niña un mes o seis semanas antes. Eso era todo lo que sabían, dijo.

—¿Y quién era ese hombre? —inquirió Fanucci—. ¿Cómo era, al menos?

Salvatore negó con la cabeza. ¿Intentar que un recepcionista recordara la apariencia de alguien un mes, seis u ocho semanas después de verle solo una vez y probablemente durante menos de un minuto…? Extendió las palmas de las manos hacia arriba. Podría ser cualquiera, magistrato.

—¿Y eso es todo lo que sabes? ¿No tienes nada más? —le exigió Fanucci.

—En cuanto a esa persona que buscaba a la mujer y a la niña, purtroppo, eso es lo que hay —mintió Salvatore.

Y cuando Fanucci estaba a punto de empezar con un tedioso sermón sobre la incompetencia de Salvatore o una diatriba que acabaría con la amenaza de reemplazarle, Salvatore le tiró un hueso al magistrato. Le contó lo de los correos electrónicos que habían intercambiado la niña y el padre.

—El padre está en Lucca ahora mismo —le contó Salvatore—. Eso es algo que hay que investigar.

—¿Un padre en Londres que le escribe correos a su hija que está en Italia? —preguntó Fanucci frunciendo el ceño—. ¿Y cómo puede ser importante eso?

—Rompió varias promesas de venir a verla aquí —continuó Salvatore—. Promesas rotas, corazones rotos y una niña que se fuga. Es una posibilidad que hay que investigar. —Miró el reloj—. Tengo que ver a esa gente, a los padres, dentro de cuarenta minutos.

—Y después me informarás…

Sempre —prometió Salvatore. Le informaría de algo, claro. Lo bastante para mantener a il Pubblico Ministero satisfecho pensando que las cosas se movían bajo sus estúpidas órdenes—. Así que, amigo mío, si no quieres nada más… —Se puso de pie.

—De hecho, no hemos terminado —respondió Fanucci. Y una sonrisa apareció en sus labios sin llegar a alcanzarle los ojos. Todavía tenía todo el poder en sus manos. Salvatore se dio cuenta de que, una vez más, il Pubblico Ministero había sido más hábil.

Se sentó. Se mostró todo lo sereno de lo que fue capaz.

E allora? —preguntó.

—Me ha llamado la embajada británica —le comentó Fanucci. Había un eco de placer en su tono. Salvatore supo inmediatamente que ese hombre irritante se había guardado lo mejor para el final. No respondió nada. Era lo único que podía hacer como venganza—. La policía inglesa va a enviar a un detective de Scotland Yard. —Piero señaló a la televisión, en referencia a la grabación que habían visto—. Parece que no tenían elección después de toda esa publicidad.

Salvatore soltó un juramento. Eso no se lo esperaba. Y, desde luego, no le gustaba.

—Se mantendrá al margen —le aseguró Fanucci—. Por lo que me han dicho, su intención es hacer de enlace entre la investigación y la madre de la niña.

Salvatore dejó escapar otro juramento. Ahora no solo tendría que atender las exigencias del il Pubblico Ministero, sino también las de un oficial de Scotland Yard. Más llamadas exasperantes que ocuparían su tiempo.

—¿Y quién es ese detective? —preguntó resignado.

—Se llama Thomas Lynley. Eso es todo lo que sé. Excepto por un detalle que debes tener en cuenta. —Fanucci hizo una pausa para conseguir el efecto dramático buscado. Como su encuentro ya se había alargado demasiado, Salvatore decidió seguirle el juego por una vez.

—¿Y el detalle es…? —preguntó con un cansancio infinito.

—Habla italiano —reveló Fanucci.

—¿Y lo habla bien?

—Bastante bien, por lo que he entendido. Stai attento, Topo.

Lucca, la Toscana

Salvatore escogió como lugar de encuentro el Café di Simo. En otras circunstancias habría quedado con los padres de la niña desaparecida en la questura, pero prefería dejarla para cuando tuviera intención de intimidar. Quería ver a los padres en un lugar lo más cómodo y tranquilo posible, y pedirles que fueran a la questura con todo el barullo y la inevitable presencia de policías no les trasmitiría la calma que él necesitaba. Por otro lado, el Café Di Simo era un lugar lleno de historia, con un buen ambiente y manjares deliciosos de pasticceria. No trasmitía sospechas, sino comodidad: un cappuccino o un caffè macchiato para cada uno, un plato de cantucci para compartir y una charla amistosa en el rincón más tranquilo del lugar, con sus paneles de madera, las mesitas y el brillante suelo blanco.

La madre y el padre no llegaron juntos. Ella vino sola, sin su pareja Lorenzo Mura, y el profesor llegó tres minutos después. Salvatore pidió las bebidas en la barra y con un piatto de biscotti en la mano les guio hasta la parte de atrás de la cafetería, donde un umbral daba paso a la sala interior en la que, muy convenientemente, no había nadie sentado en ese momento. Salvatore tenía intención de que las cosas se mantuvieran así.

—¿Y el signor Mura? —preguntó educadamente, en referencia al acompañante de la signora. Era raro que Mura no estuviera con ella. En las reuniones anteriores había estado revoloteando alrededor de la mujer como un ángel custodio.

Verrà —contestó ella. Vendría después—. Sta giocando a calcio —añadió con una sonrisa triste. Era obvio que Angelina Upman se daba cuenta de la impresión que daba que su amante estuviera jugando al fútbol en vez de a su lado—. Lo aiuta —comentó como si quisiera aclarar algo.

Salvatore reflexionó sobre eso. No parecía probable que el fútbol (ni jugarlo, ni verlo, ni entrenar) pudiera servirle de ayuda a alguien en su situación, como ella afirmaba. Pero tal vez un par de horas de deporte le sirvieran a Mura para despejar la mente. O quizá lo alejaban de la comprensible pero incesante y probablemente histérica preocupación de su pareja por su hija.

Pero ahora mismo no parecía histérica. Parecía insensibilizada. De hecho, se la veía enferma. El padre de la niña, un pakistaní de Londres, no estaba mucho mejor. Los dos eran un manojo de nervios y parecían tener un gran nudo en el estómago. ¿Y quién no lo entendería?

Se dio cuenta de que el profesor le apartaba la silla a la signora antes de sentarse. Se fijó en que las manos de la signora temblaban cuando le echó zucchero a su espresso. Notó que el profesor le ofrecía a ella el plato de biscotti, aunque Salvatore se lo había acercado antes a él. Oyó que la signora decía «Hari» cuando se dirigía al padre de la niña. Y que el padre hacía una mueca de dolor cuando ella utilizaba ese nombre.

Todos los detalles de la interacción entre los dos eran importantes para Salvatore. Llevaba veinte años en la policía y sabía que los familiares eran los primeros sobre los que recaían las sospechas cuando le sucedía una tragedia a uno de los miembros de la familia.

Con una combinación de los escasos conocimientos de su idioma y el italiano bastante decente de la signora, Salvatore les informó de todo lo que quería que supieran. Habían comprobado todos los aeropuertos, les dijo. Y también las estaciones de trenes. Y los autobuses. Ya habían extendido la red de búsqueda de la niña y seguían vigilando, no solo Lucca, sino también las ciudades cercanas. Sin embargo, hasta el momento, purtroppo, no había nada de lo que pudiera informar.

Esperó a que la signora tradujera lentamente sus palabras al padre. El italiano básico de ella fue suficiente para trasmitirle lo más importante al hombre de piel oscura.

—Pero nada de esto es tan… sencillo como antes —les dijo cuando ella terminó—. Antes de la UE, las fronteras eran diferentes, claro. ¿Ahora? —Hizo un gesto para indicar las dificultades con las que se tenían que enfrentar—. Esta falta de fronteras bien marcadas ha supuesto toda una ventaja para los criminales. Aquí en Italia —dijo con una sonrisa de disculpa— hemos ganado un sistema económico que ya no está tan loco como antes, ¿eh? Pero, en cuanto a lo demás, en lo que respecta a la policía… Ahora rastrear movimientos es mucho más difícil. Y si han utilizado la autopista para llegar a la frontera… Se puede comprobar, pero lleva mucho tiempo.

—¿Y los puertos? —Fue el padre de la niña el que hizo la pregunta.

La madre tradujo, aunque en este caso no hacía falta.

—También hemos comprobado los puertos. —No les dijo lo que cualquiera que tuviera un mínimo conocimiento de geografía sabría. ¿Cuántos puertos y playas accesibles había en un país estrecho con miles de kilómetros de costa? Si alguien había sacado a la niña de Italia por mar, podían darla por perdida—. Pero hay posibilidades, muchas en realidad, de que su Hadiyyah todavía esté en Italia —les aseguró—. Y puede que incluso siga en la provincia. Eso es lo que ustedes deben pensar, por favor.

Los ojos de la signora se llenaron de lágrimas, pero parpadeó rápidamente y no las derramó.

—¿Cuántos días suelen pasar, inspector, hasta que… hay algo…, hasta que se encuentra… alguna pista? —preguntó. No quería decir, claro, «hasta que se encuentra un cadáver». Ninguno quería decirlo, aunque seguramente todos lo estaban pensando.

Les explicó lo mejor que pudo la complejidad de la zona en la que vivían. No solo estaban cerca las colinas toscanas, sino que más allá se encontraban los Alpes Apuanos, que se elevaban como amenazantes colmillos. Y entre ambos lugares había cientos de pueblos, aldeas, villas, granjas, cabañas, refugios, cuevas, iglesias, conventos, monasterios y grutas. La niña podía estar literalmente en cualquier parte, les dijo. Y hasta que tuvieran una suerte de avistamiento, una pista, un recuerdo que aparece en medio de la agitada vida de alguien, solo les quedaba esperar.

Entonces sí cayeron las lágrimas de Angelina Upman. Pero no las acompañó ni el más mínimo drama. Solo le cayeron de los ojos y le resbalaron por las mejillas, pero no se las limpió. El profesor acercó su silla a la de ella y le puso la mano sobre el brazo.

Salvatore les habló de Carlo Casparia para darles una mínima esperanza a la que aferrarse. Habían interrogado al drogadicto y lo volverían a hacer. Estaban intentando sacar algo del despojo que era ya su cerebro. Al principio parecía un candidato que podía haber organizado un secuestro, les explicó Salvatore. Pero como nadie había pedido rescate… Dejó la frase sin terminar y los miró inquisitivo.

, no han pedido rescate —confirmó Angelina Upman en un susurro.

Entonces tendría que asumir que el drogadicto no estaba implicado. Claro que podía haber raptado a la niña y después entregársela a alguien a cambio de dinero. Pero sugería un grado de planificación y una capacidad para pasar desapercibido en el mercato que no resultaba posible en las circunstancias de Carlo. Era tan conocido como el acordeonista al que la niña le echaba dinero. Si se hubiera llevado a la niña a alguna parte, alguno de los venditori se habría fijado.

Mientras estaba explicándoles eso, por fin llegó Lorenzo Mura. Dejó una bolsa de deporte en el suelo y acercó otra silla a la mesa. Sus ojos se fijaron en la proximidad entre el profesor londinense y la signora. Y durante un momento examinaron la mano del otro hombre sobre el brazo de la signora. Taymullah Azhar la apartó, pero no alejó su silla. Mura saludó a Angelina Upman con un «cara» y le dio un beso en el pelo.

A Salvatore no le gustó que el entrenamiento o el partido de calcio de Mura hubiera tenido preferencia sobre esa reunión. Así que siguió como si nada. Si Lorenzo Mura quería que le pusieran al día en ese punto, tendría que hacerlo otra persona que no fuera él.

—Como les he dicho, nada de eso encaja con el carácter de Carlo —prosiguió—. Buscamos a alguien con quien «encaje» el rapto de una niña. Eso nos ha llevado a investigar a los pedófilos que tenemos bajo vigilancia y a algunos sospechosos del mismo delito.

—¿Y? —Lorenzo fue el que hizo la pregunta. Y la hizo abruptamente, de esa forma típica de alguien de una familia distinguida. Esa gente que espera que la policía haga lo que a ellos se les antoje, como ocurría en los años en que disfrutaban de una riqueza inmensa.

A Salvatore eso no le gustaba nada, pero lo entendía. Sin embargo, no estaba dispuesto a dejarse intimidar. Ignoró la pregunta de Mura y se dirigió a los padres de la niña:

—Da la casualidad de que mi hija conoce a su Hadiyyah, aunque no me he enterado hasta que Bianca vio los carteles por la ciudad. Van a la misma escuela. Por lo que se ve han hablado varias veces desde que su hija llegó a la clase de Bianca. Me ha contado algo que me ha hecho preguntarme si podríamos no estar ante un secuestro.

Los padres no dijeron nada. Mura frunció el ceño. Todos estaban pensando lo mismo, claramente. Si la policía no creía que era un secuestro, pensarían que era una fuga. O un asesinato. No había otra alternativa.

—Su hija le habló mucho de usted a mi Bianca —explicó Salvatore, esta vez dirigiéndose al profesor. Esperó pacientemente a que la signora le tradujera—. Le dijo que le había escrito e-mails en los que decía que iba a venir a verla por Navidad y en Semana Santa.

El sonido estrangulado que emitió el profesor evitó que Salvatore continuara. La signora se llevó una mano a la boca. Mura miró a su amante, después al padre de la niña, y entrecerró los ojos, suspicaz, cuando el profesor dijo:

—Yo no… ¿e-mails?

Y de repente la situación se volvió mucho más compleja.

—confirmó Salvatore—. ¿No le escribió e-mails a Hadiyyah?

—Yo no… —contestó el profesor, afligido—. Cuando Angelina me dejó, no me dijo adónde había ido. No tenía forma de… Dejó en Londres su portátil. No tenía ni idea de que… —Le costaba tanto hablar que Salvatore supo que todo lo que decía era absolutamente cierto—. Angelina… —El profesor la miró—. Angelina… —Parecía que no podía decir nada más.

—Tuve que hacerlo —dijo las palabras tan bajo que apenas la oyeron—. Hari. Tú habrías… No sabía cómo si no… Si no recibía noticias tuyas, habría querido… Se habría hecho preguntas. Te adora y era la única forma de…

Salvatore se acomodó en su silla y examinó a la signora. Sabía el suficiente inglés como para entender la situación. Examinó al profesor. Miró a Mura. Estaba claro que este no sabía nada de ese asunto, pero Salvatore sí que estaba encajando rápidamente las piezas.

—En realidad, no hubo e-mails —aclaró—. Esos correos que Hadiyyah recibió… ¿Los escribió usted, signora?

Negó con la cabeza. Y después la agachó de forma que su cara quedó parcialmente oculta por el pelo y confesó:

—Mi hermana. Le dije qué debía decir.

—¿Bathsheba? —le preguntó el profesor—. ¿Bathsheba escribió e-mails, Angelina? ¿Suplantándome? Pero si hablamos con ella… Y con tus padres… Y todos dijeron… —Cerró una de las manos y la apretó en un puño—. Y Hadiyyah se creyó esos correos, ¿verdad? Lo arreglaste todo para que la dirección fuera inglesa y auténtica. Así ella no tendría dudas ni preguntaría. Solo pensaría que le escribía haciendo promesas que nunca cumplía —concluyó.

—Hari, lo siento.

Ahora las lágrimas de la signora caían sin parar. De su boca fue saliendo una historia entrecortada. La historia hablaba de su hermana, de la aversión que ella y su familia sentían por ese hombre pakistaní, de su disposición a ayudar a Angelina a escapar de él y esconderse, de la comunicación entre las dos mujeres y de cómo había ocurrido todo desde el pasado noviembre hasta ese momento, excepto, claro, el rapto de la niña.

La signora tenía la cara enterrada en las manos.

—Lo siento —dijo al final.

El profesor la miró durante un buen rato. A Salvatore le pareció que estaba buscando en su interior algo que, si él estuviera en su posición, no sería capaz de hallar.

—Ya está hecho, Angelina —dijo el profesor, y habló con una impresionante dignidad—. No puedo fingir que lo entiendo. Nunca lo podré entender. Ese odio… Esto… Lo que has hecho… Pero lo que importa ahora es la seguridad de Hadiyyah.

—¡No te odio! —dijo la signora sollozando—. Es que no me entiendes, nunca me entendiste, y yo lo intenté, una y otra vez, pero no conseguí que vieras…

El profesor le puso la mano en el brazo otra vez.

—Tal vez nos fallamos el uno al otro. Pero eso no importa ahora. Solo Hadiyyah. Angelina, escúchame. Solo importa Hadiyyah.

Un movimiento repentino de Lorenzo Mura hizo que Salvatore le mirara. La marca de nacimiento de color vino que tenía el hombre siempre hacía que el resto de su piel pareciera pálida en comparación, pero Salvatore se fijó en la congestión de furia que le subía desde el cuello y vio cómo se le tensaba un músculo cuando apretaba los dientes. Se inclinó hacia delante muy rápido. E igual de rápido volvió a su posición original, tal vez al notar que Salvatore le miraba. El policía se dio cuenta. Había algunas cosas en ese hombre que merecía la pena investigar, pensó.

—Querrán saber —les dijo a los padres— que la policía británica se ha implicado en el asunto. Hoy llega un detective de Scotland Yard.

—¿Barbara Havers? —El profesor dijo ese nombre con tal esperanza que hizo que Salvatore se sintiera mal por decepcionarle.

—Es un hombre. Se llama Thomas Lynley.

El profesor le tocó el hombro a su excompañera sentimental. Y dejó la mano ahí.

—Le conozco, Angelina —dijo—. Nos ayudará a encontrar a Hadiyyah. Son muy buenas noticias.

Salvatore lo dudó. Pensó que lo mejor sería decirles que el cometido del inspector solo iba a ser mantenerles informados de lo que ocurría en la investigación. Sin embargo, antes de que pudiera decirlo, Lorenzo Mura se puso de pie.

Andiamo —le dijo de repente a Angelina, apartando la silla de ella de la mesa. Se despidió de Salvatore con un gesto de la cabeza. E ignoró al profesor por completo.

Lucca, la Toscana

Lynley condujo desde Pisa hasta Lucca sin problemas, ya que Charlie lo había preparado todo de una forma excelente con direcciones, mapas de Internet e imágenes de satélite de la ciudad, y le había marcado los aparcamientos que había tanto dentro como fuera de la enorme muralla de la ciudad, con una enorme P roja. Había llegado a indicarle incluso la ubicación de la questura; en la foto de satélite, le había señalado con flechas el anfiteatro romano donde tenía Lynley su pensione. Había reservado en el mismo hotel en el que estaba Taymullah Azhar. Eso lo haría todo más sencillo cuando tuviera que hablar con el profesor, pensó.

Había estado en Italia innumerables veces —en su infancia, adolescencia y en su vida de adulto—, pero, no sabía por qué, nunca había estado en Lucca. Así que no estaba preparado para la imagen de esa muralla perfectamente conservada que llevaba siglos protegiendo el interior medieval de la ciudad, tanto de los saqueos como de las ocasionales inundaciones tan propias de su ubicación, en una llanura aluvial expuesta al río Serchio. Lucca se parecía en muchos aspectos a otras ciudades y pueblos que había visto en la Toscana desde su infancia: las calles adoquinadas estrechas, las piazzas presididas por iglesias y las fuentes con su fresca agua burbujeando. Pero era diferente en tres detalles: el número de iglesias, las torres que quedaban en pie y, sobre todo, su característica muralla.

Tuvo que dar dos vueltas a ella para encontrar el aparcamiento que Charlie le había señalado como el más cercano al anfiteatro, pero, gracias a eso, pudo ver los enormes árboles que había encima de la muralla, así como las estatuas, los baluartes, los parques y la gente en bicicleta, monopatín, ropa de correr o con sillitas de bebé. Un coche de policía iba a velocidad de caracol entre todo eso. Había otro aparcado encima de una de las muchas puertas que daban acceso al casco antiguo de la ciudad.

Él entró por la Porta Santa Maria. Aparcó y desde ahí fue andando la corta distancia que había hasta la Piazza dell’Anfiteatro, un terreno con forma ovoidal en medio del paisaje campestre de la ciudad. Lynley tuvo que recorrer media circunferencia del anfiteatro para encontrar una de las gallerie con forma de túnel que daban acceso al interior del lugar y, una vez dentro, se paró y parpadeó por el brillante sol que se reflejaba en los edificios amarillos y blancos, y sobre las piedras que cubrían el suelo de la piazza. Había tiendas para turistas, cafeterías, apartamentos y pensioni. La suya se llamaba Pensione Giardino, aunque sospechaba que el jardín que le daba nombre hacia referencia a la impresionante cantidad de cactus, suculentas y arbustos que había delante del establecimiento en macetas de terracota.

A Lynley solo le llevó unos minutos registrarse con la colaboración de la propietaria del lugar. Era una mujer joven con un embarazo muy avanzado que se presentó, jadeante, como Cristina Grazia Vallera, antes de darle su llave, señalarle un comedor claustrofóbico e informarle del horario de la colazione. Una vez explicado todo, desapareció en dirección a la parte de atrás del edificio, desde donde llegaba el llanto de un bebé, además del agradable aroma de pan recién hecho, dejándole para que encontrara su habitación como pudiera.

No fue difícil. Subió las escaleras, vio que solo había cuatro habitaciones y localizó la suya, la número tres, en la parte delantera del edificio. Dentro hacía calor, así que abrió la persiana metálica y después la ventana. Miró a la piazza que había debajo de él, en cuyo centro había un grupo de estudiantes formando un gran círculo, mirando hacia fuera. Estaban dibujando la vista que tenían de la piazza mientras el profesor caminaba entre ellos. Vio a Taymullah Azhar justo en el momento en que el hombre entraba por la galleria y se dirigía a la pensione.

Lynley le vio caminar. No se veía en él otra cosa que devastación. Conocía ese sentimiento en todos sus aspectos. Se apartó un paso de la ventana y siguió observándole hasta que Azhar desapareció al entrar en la hospedería de ambos.

Se quitó la chaqueta y puso la maleta sobre la cama. Un momento después oyó pasos sobre las baldosas del pasillo, así que se acercó a la puerta. Cuando la abrió, Azhar estaba en la puerta de su habitación, que quedaba justo al lado de la de Lynley. Él miró en su dirección, como era de esperar. A Lynley le impresionó, incluso en la penumbra del pasillo, lo contenido que se mostraba ese hombre, incluso en su lamentable estado.

—El inspector jefe nos ha dicho que venías —le dijo Taymullah Azhar a Lynley, y se acercó para estrecharle la mano—. Te agradezco mucho que hayas venido, inspector Lynley. Sé que estás muy ocupado.

—Barbara quería que la enviaran a ella —le explicó—. Pero nuestra jefa no lo permitió.

—Soy consciente de que ella está caminando por el filo en este asunto —dijo Azhar, y usó su delgada mano para señalar la pensione, pero Lynley sabía que se refería al asunto de la desaparición de Hadiyyah. También entendió que con ese «ella» no se refería a Isabelle Ardery.

—Sin duda —le confirmó.

—Ojalá no lo hiciera. Lo tengo todo sobre mi conciencia… Lo que podría pasarle a ella…, a su trabajo en la policía… No quiero que ocurra nada de eso —confesó.

—No sigas echándote esa carga sobre los hombros. La conozco hace mucho tiempo, y he descubierto que Barbara sigue sus propios instintos en las cosas que son importantes para ella. Lo cierto es que sería un gran alivio que no lo hiciera. Su corazón siempre está en el lugar correcto, pero sus razonamientos, especialmente en lo que respecta a la política, muy a menudo no siguen un camino tan adecuado.

—Eso me ha parecido.

Lynley le explicó a Azhar cuál iba a ser su posición en la investigación mientras estuviera en Lucca. Él era, en todos los aspectos, un extraño, y hasta dónde iba a poder ayudar a la policía italiana solo dependería de ellos y de il Pubblico Ministero. Ese cargo lo ejercía un hombre, un magistrato, que dirigía la investigación, le aclaró Lynley a Azhar. Así era como estaba estructurada la policía italiana.

—Mi trabajo es ser un transmisor de información —continuó Lynley. Y después le contó a Azhar cómo la policía metropolitana había decidido enviar un oficial de enlace a Lucca: por culpa de The Source y lo que parecía una filtración de información por parte de Barbara a ese periodicucho—. Eso le ha complicado terriblemente las cosas con la superintendente Ardery, como te podrás imaginar. No puede probar que fue ella quien les filtró la historia, es evidente. Pero espero que mi presencia aquí logre que Barbara no cree más problemas en Londres.

Azhar se quedó en silencio un momento, digiriendo la información.

—Yo espero… —Empezó, pero no concluyó la frase. En vez de eso dijo—: Los tabloides de aquí también están siguiendo la historia. Yo hago lo que puedo por mantenerla viva. Porque si los tabloides la publican… —Se encogió de hombros con tristeza.

—Lo comprendo —le respondió Lynley. La presión sobre la policía era efectiva. Viniera de donde viniera, daba sus resultados.

Azhar también le contó que estaba llevando carteles a las ciudades y pueblos cercanos. En vez de quedarse a soportar la agonía que suponía esperar alguna noticia, todos los días se iba a colocar carteles en un radio cada vez más grande alrededor de Lucca. Fue a buscarlos a su habitación y le dio uno a Lynley. Eran básicamente unos papeles con una foto grande y muy buena de la niña con su nombre y la palabra «DESAPARECIDA» escrita en italiano, alemán, inglés y francés debajo y un número de teléfono que Lynley supuso que sería de la policía.

Se quedó prendado de la inocencia en la expresión de Hadiyyah en la fotografía del cartel, por todo lo infantil que todavía se veía en ella. En este mundo moderno, los niños crecían cada vez más rápido, y Hadiyyah podía parecer una estrella de Bollywood en miniatura a pesar de ser tan pequeña. Pero en esa foto lo que había era una niña con el pelo recogido en trenzas atadas con lacitos. Llevaba un uniforme de colegio inmaculado y tenía unos vivos ojos marrones y una sonrisa pícara. Parecía muy pequeña para sus nueve años. Azhar le confirmó que lo era. Eso significaba que se podía pensar que era más pequeña. Una elección excelente para un pedófilo, pensó preocupado Lynley.

—La zona más cercana no es difícil para distribuir las fotos —le dijo Azhar a Lynley, que le devolvió el cartel—. Pero cuando nos vamos alejando de Lucca y las poblaciones están más arriba en las colinas… Entonces todo se vuelve más complicado.

Sacó un mapa de la cómoda de su cuarto. Le explicó que quería irse durante el resto del día para seguir repartiendo por la zona los carteles de Hadiyyah. Si el inspector Lynley tenía tiempo, podía enseñarle hasta dónde había llegado. Lynley asintió y los dos bajaron las escaleras. Salieron a la piazza, donde, frente a la pensione, había un café con unas cuantas mesitas y, lo que era más importante, una buena sombra. Se sentaron, pidieron Coca-Colas y Azhar abrió el mapa.

Lynley vio que había rodeado los pueblos que ya había visitado y, aunque no le resultaba ajeno el paisaje toscano, dejó que Azhar le explicara las dificultades que estaba encontrando para ir de un punto a otro de las colinas cercanas. Lynley vio que el mero acto de hablar de lo que estaba haciendo mitigaba la tremenda ansiedad que sentía, así que asintió, miró el mapa con él y se fijó en lo diligente que estaba siendo en la búsqueda de su hija.

Sin embargo, al final el profesor se quedó sin palabras. Y dijo lo que sin duda había estado intentando evitar decir desde el principio.

—Ha pasado una semana, inspector. —Y como Lynley no dijo nada, solo asintió, Azhar prosiguió—: ¿Qué te parece? Por favor, dime la verdad. Sé que seguramente no serás partidario de decírmela, pero quiero oírla.

Lynley le concedió a Azhar el honor de creer que lo que había dicho lo decía en serio. Apartó la vista un momento y miró a los estudiantes que seguían con sus dibujos de la piazza y se fijó en que había ventanas con postigos verdes por todas partes para proteger del sol el interior de los apartamentos italianos. Un perro ladró, invisible, desde el interior de uno de esos apartamentos. Desde otro llegaba la música de un piano. Lynley reflexionó sobre cómo presentarle la verdad. Le pareció que no había otra forma que decirla directamente.

—Esto es muy diferente al secuestro de una niña muy pequeña —le dijo con voz tranquila al padre de Hadiyyah—. ¿Un bebé que han arrancado de su silla o de su cochecito? Ese tipo de secuestro, si no se produce una petición de rescate, sugiere la intención de quedarse con el bebé o dárselo a alguien para algún propósito que no tiene por qué implicar daño para el niño. Una «adopción» ilegal tal vez, efectuada por dinero. O simplemente darle el niño a unos parientes desesperados por tener hijos propios. Pero secuestrar a una niña de la edad de Hadiyyah, de nueve años, sugiere algo completamente distinto.

Azhar no le preguntó nada. Tenía las manos sobre el mapa, agarradas con fuerza.

—No ha habido… Ninguna señal… Nada que indique… —dijo el padre también con la voz más bien baja.

«No hay cadáver» era lo que quería decir.

—Es una muy buena señal. —Lynley no le dijo lo fácil que era esconder un cuerpo en las colinas toscanas o en los Alpes Apuanos, sino que afirmó—: A partir de ese dato podemos concluir que está bien. Tal vez asustada, pero bien. También podemos deducir que, si la intención del secuestrador es dársela a otra persona, primero tendrá que esconderla por un tiempo.

—¿Y por qué?

Lynley le dio un sorbo a su Coca-Cola y vertió más líquido de la lata a su vaso, en el que tres cubitos de hielo hacían lo que podían para enfriarla.

—No es probable que una niña de nueve años se vaya a olvidar de sus padres, ¿no crees? Hay que ocultarla durante un tiempo hasta que se vuelva dócil, se acostumbre a la cautividad y se resigne a ella y a su situación. Está en un país extranjero y seguramente su capacidad para hablar el idioma será limitada. Con el tiempo y para sobrevivir tiene que aprender a ver a sus captores como salvadores. Tiene que aprender a depender de ellos. Pero todo eso va en nuestro beneficio. El tiempo está de nuestro lado y no del suyo.

—Pero si no se la quieren dar a otra familia para una adopción —señaló Azhar—, no veo para qué…

Lynley le interrumpió rápidamente para que no se dejara llevar por las especulaciones.

—Es lo bastante pequeña para que puedan enseñarle muchas cosas para las que pueden querer a una niña, pero lo importante no es cuáles son esas cosas, sino que está viva y que para cualquier cosa de ese tipo tienen que mantenerla sana y salva.

No le contó la posibilidad más horrible en esa situación de posible encarcelamiento de Hadiyyah. No le dijo que estaba en la edad perfecta para que la tuvieran prisionera para el placer de un pedófilo: en un sótano, en una casa bien escondida y todavía mejor insonorizada, en una bodega, en un edificio abandonado en lo más alto de las colinas. Para que alguien se la hubiera llevado de esa forma de un mercado, tenía que haber una persona que hubiera preparado el secuestro. Y la preparación de un secuestro también indicaba la previsión de un uso. Nada se había dejado al azar. Así que, aunque el tiempo estaba de su lado, la verdad era que las circunstancias no lo estaban.

Pero había una esperanza que podía jugar a su favor y que provenía de la propia Hadiyyah. Porque no todo el mundo se comporta como la psicología humana dice que se va a comportar. Y había una forma relativamente simple de saber si Hadiyyah estaba, potencialmente, entre esas personas que actuaban de forma diferente a lo que se podría esperar en circunstancias similares.

—Si no te importa que te pregunte —se atrevió Lynley—, ¿qué probabilidad hay de que Hadiyyah se enfrente a su situación?

—¿A qué te refieres?

—Los niños suelen tener muchos recursos. ¿Crees que se rebelaría en el momento oportuno? ¿Llamaría la atención de alguna forma?

—¿Cómo?

—Comportándose de una forma que no tuviera nada que ver con lo que le han dicho que haga. Intentando escapar de su cautiverio. Lanzándose a atacar a sus captores. Teniendo una rabieta en un lugar conveniente. Prendiendo fuego a algo. Rajándole las ruedas a un coche. Cualquier cosa que sea lo contrario de ser dócil. —Cualquier cosa que no sea comportarse como una niña pequeña, no quiso añadir Lynley.

Azhar pareció retraerse para encontrar una respuesta. Sonaron las campanas de una iglesia en algún lugar de la ciudad y se le unieron otras que resonaron en las estrechas calles de Lucca. Una bandada de palomas voló en círculos sobre su cabeza, pájaros domesticados que retornaban a su casa por la apretada formación que mantenían en el cielo.

Azhar carraspeó.

—No creo que hiciera nada de eso. No la hemos criado para que fuera rebelde. Yo me he preocupado de que así fuera, que Dios me perdone por ello.

Lynley asintió. Por desgracia, el mundo era así. Muy a menudo a las niñas, sin importar su cultura, sus padres y la sociedad les enseñaban a ser obedientes y dulces. Era a los niños a los que se les enseñaba a utilizar la inteligencia y los puños.

—El inspector Lo Bianco —añadió Azhar— parece tener… ciertas esperanzas, a pesar de que ha pasado una semana…

—Y yo también —coincidió Lynley.

Sin embargo, lo que no le dijo fue que, si no recibían noticias de los secuestradores o de alguna otra persona, esas esperanzas a las que se aferraba se irían desvaneciendo más y más rápido con cada hora que pasara.

Victoria, Londres

Barbara lo había retrasado todo lo que había podido. De hecho, había intentado contenerse. Pero para el inicio de la tarde ya no podía esperar más para oír el primer informe del inspector Lynley. Así que le llamó al móvil.

Sabía que estaba molesto con ella. Cualquier otro oficial habría besado por donde pisara por hacer, aunque fuera indirectamente, que lo mandaran a Italia como oficial de enlace con la familia de la niña desaparecida. Pero Lynley tenía otras cosas en la cabeza, nada que ver con un viaje a Italia con los gastos pagados por la Met. Tenía que ir a partidos de roller derby y ver a Daidre Trahair para… lo que fuera que estuviera intentando conseguir de aquella veterinaria.

Cuando Lynley le respondió diciendo una sola palabra («Barbara»), ella empezó a hablar atropelladamente:

—Sé que está mosqueado. Y lo siento de verdad, señor. Tiene otras cosas…, En la cabeza o donde sea, se las he fastidiado y lo sé.

—Ah —respondió él—. Como sospechaba.

—No estoy admitiendo nada —contestó—. Pero ¿cómo podría alguien que la conoce, y que también conoce a sus padres, quedarse de brazos cruzados? Lo comprende, ¿verdad?

—¿Importa realmente si lo comprendo o no?

—Lo siento. Pero esas cosas pueden esperar, ¿no? Ella le esperará, ¿verdad?

Se produjo un silencio. Después él repitió de esa forma tan irritante y aristocrática tan suya.

—¿«Esas cosas»? ¿«Ella»?

Barbara se dio cuenta de que iba por un camino totalmente equivocado.

—No importa. —Se apresuró a cambiar de tema—. No es asunto mío. No sé ni por qué lo he dicho… Solo es que estoy muerta de preocupación y entiendo que es mejor que usted esté allí y yo aquí, pero si supiera al menos cómo…

—Barbara…

—¿Sí? ¿Qué? Ya sé que estoy divagando, pero es solo porque sé que está mosqueado y tiene derecho a estarlo… Esta vez he metido la pata de verdad, pero solo ha sido porque…

—Barbara. —Lynley esperó a que se callara. Entonces dijo—: No hay nada de lo que informar. Cuando lo haya, te llamaré.

—¿Y él…? ¿Están ellos…?

—No he visto a Angelina Upman. He hablado con Azhar. Está todo lo bien que se puede estar en sus circunstancias.

—¿Y ahora qué? ¿Con quién va a hablar? ¿Adónde va a ir? ¿Los policías de allí están haciendo bien las cosas? ¿Le dejan…?

—¿Hacer mi trabajo? —la interrumpió con voz cortante—. Teniendo en cuenta cuál es mi trabajo, sí. Pero, créeme, mi labor está muy limitada. ¿Algo más?

—Supongo que no.

—Entonces hablaremos en otro momento —le dijo, y colgó.

Barbara se quedó preguntándose si de verdad tenía intención de hacerlo o no.

Metió el teléfono en el bolso. Había hecho la llamada desde la cafetería de la Met, donde la única opción que había tenido para mantener a raya sus nervios había sido comerse una magdalena del tamaño de Gibraltar. Se la comió como si fuera un perro callejero que tuviera que guardar en secreto su hallazgo del resto de la manada. Ayudó a bajarla con enormes sorbos de un café tibio. Como eso no calmó sus nervios salvajes —debería haber probado con la música, admitió—, entonces se rindió y llamó a Italia. Pero Lynley tampoco había hecho que se sintiera más tranquila. Así que solo le quedaba comerse otra magdalena o buscar otra cosa para calmarse.

No había sabido nada de Dwayne Doughty. Se dijo que la razón tenía que ser que hacía menos de veinticuatro horas que le había contratado. Pero una voz en su interior le exigía saber cuánto tiempo le podía llevar a alguien comprobar que Taymullah Azhar había estado en Berlín, como él aseguraba, en el momento en que su hija desapareció en Lucca. Ella podría haberlo hecho en un par de horas de rastreo de movimientos y confirmación de los informes. Y lo habría hecho utilizando los recursos de la Met si hubiera querido arriesgarse a tener otro borrón en su expediente. Pero como los ojos de la superintendente Ardery no se apartaban de ella y seguramente el detective Stewart estaba haciendo informes diarios sobre su nivel de cooperación como parte de su equipo, tenía que ir con mucho cuidado. Cualquier cosa que quisiera hacer, tenía que hacerla en su tiempo libre y sin los recursos de la Met.

Por suerte, su teléfono móvil no era uno de los recursos de la Met. No la podían reprender por utilizarlo en su descanso. Ni tampoco, se dijo, podían decirle nada por utilizarlo cuando iba a hacer una visita al aseo de señoras para responder a una llamada urgente de la naturaleza.

Ahí fue después. Comprobó que todos los cubículos estaban vacíos y marcó el número de Mitchell Corsico.

—Un trabajo excelente —le dijo cuando él respondió al teléfono con un agobiado: «Al habla Corsico» que tenía la intención de demostrar lo ocupado que estaba allí, en las entrañas de su periódico.

—¿Quién es? —preguntó.

—Postman’s Park —le dijo ella—. El Watts Memorial. Yo iba de fucsia y tú llevabas un sombrero vaquero. ¿Vas a ir a Italia?

—Ojalá.

—¿Qué? ¿Es que la historia no es lo bastante buena para vosotros?

—Bueno, no está muerta, ¿no?

—¡Joder! Sois un maldito grupo de…

—Ahórratelo. Yo no soy quien toma las decisiones. ¿Qué te creías? ¿Que tengo algún poder? Así que a menos que tengas algo más que darme… Aparte está el asunto de Ilford y cómo acabaron las cosas allí, que ya está empezando a gustar a los de arriba tanto como para llenar unas cuantas portadas más.

Barbara se quedó helada.

—¿Qué asunto de Ilford? ¿De qué estás hablando, Mitch?

—De lo que estoy hablando es de las otras dimensiones de la historia. Hablo de tu conveniente olvido a la hora de mencionarme que tú estabas implicada en lo que está pasando.

—Pero ¿qué demonios…? ¿Qué tipo de implicación?

—El tipo que acabó contigo en medio de una pelea callejera con los padres del profesor Azhar. Te puedo contar, amiga, que toda la parte del «abandono de la otra familia en Ilford» le ha dado bastantes alas a la historia por aquí.

Aquello la dejó de piedra. No se lo esperaba y se sentía incapaz de pensar con claridad.

—No podéis seguir en esa dirección —contestó—. Es una niña. Su vida está en peligro. Tenéis que…

—Eso —la interrumpió Corsico— constituye tu parte de la ecuación. La mía es la historia. Mi parte son los lectores. Y aunque el secuestro de una niña mona vende periódicos (no pienso discutirte eso), el secuestro de una niña mona cuyo padre tiene una segunda familia secreta que quiere hablar…

—No hay ningún secreto. Y no van a querer hablar.

—Eso díselo al hijo, Sayyid.

Barbara intentó pensar a toda velocidad. ¿Cómo podría evitar la humillación pública de Azhar, cuya vida personal estaba a punto exhibirse en el aparador? No podía ni imaginarse las repercusiones que podía tener que Mitchell Corsico y The Source consiguieran una entrevista con el hijo de Azhar, ni pensar en lo que podía pasar después, no solo por Azhar, sino también por Hadiyyah. Tenían que mantenerse centrados en ella, en su secuestro, en la búsqueda, en los policías italianos, en lo que fuera que estuviera pasando en Italia.

—Vale. Te entiendo. Pero tengo algo que querrás saber sobre nuestra parte del asunto. Se refiere a la parte de la Met.

—¿Y de qué se trata?

—Del inspector Lynley. —Odiaba tener que hacer eso, pero no creía que tuviera otra opción—. El inspector detective Lynley se ha ido a Italia. Como oficial de enlace.

Se produjo un silencio en el extremo de la línea donde estaba Corsico. Barbara casi podía oír los mecanismos que se activaban en su mente. Llevaba intentando conseguir una entrevista con el inspector desde el momento en que la esposa de Lynley había sido asesinada en los escalones de su casa. Embarazada, cuando volvía de hacer unas compras y buscaba las llaves para abrir la puerta de su casa. Asaltada por un niño con una pistola que disparó sin razón aparente y la dejó allí, muerta en el acto. Y el inspector tuvo que decidir si la desconectaba de las máquinas que mantenían a su bebé con vida. Si Corsico quería una historia que llegara lejos, Lynley era esa historia. Y los dos lo sabían.

—La oficina de prensa de aquí hará un anuncio —le contó—, pero tú puedes hacerlo antes, si quieres. Y supongo que sabes lo que eso significa. Va a ser el enlace con los padres, pero tendrá que hablar con la prensa y responder preguntas. Y la prensa eres tú. Y responder preguntas significa una entrevista. «La» entrevista, Mitch.

—Veo por dónde vas. Y no te voy a mentir, Barbara. Lynley es un buen reclamo y siempre lo ha sido. Pero lo que tengo ahora mismo entre manos…

—Lynley «es» la historia. —Barbara notó que había levantado la voz por la impaciencia y la urgencia—. Menciónale el nombre de Lynley a los de arriba y te meterán en el siguiente avión rumbo a Italia. —Que era donde ella le necesitaba: persiguiendo la historia allí y dándole detalles a su editor de aquí, para crear en el público lector del Reino Unido un interés por lo que se estaba haciendo por encontrar a aquella preciosa niña británica.

—Se lo mencionaré. No te preocupes por eso —le aseguró Corsico—. Pero lo primero es lo primero.

—Pero eso es lo que estoy intentando decirte…

—No me refiero a que lo primero es Hadiyyah —le interrumpió—. Lo primero es el chico, Sayyid.

—Mitch, no…

—Pero gracias por el soplo sobre Lynley. —Y colgó.

Victoria, Londres

Barbara soltó una maldición y se dirigió a la puerta. Tenía que evitar que Corsico llegara hasta la familia de Azhar en Ilford, y no se le ocurrían muchas formas de hacerlo. Estaba segura de que Nafeeza no diría nada sobre su marido. Pero su hijo, Sayyid, era harina de otro costal.

Abrió la puerta bruscamente con la mente a mil por hora. Y se encontró de frente con Winston Nkata. Ni se molestó en fingir que pasaba por allí. Le señaló con la cabeza el interior del baño de señoras. Y, por si no interpretaba bien sus intenciones, fue hasta ella y le agarró el brazo para arrastrarla adentro con él.

—Vaya, ¿te has perdido? —le dijo—. El lavabo de hombres está al otro lado del pasillo, Winnie.

A Nkata no le hizo gracia. Le quedó claro por su forma de hablar, bastante diferente a su cuidado estilo habitual africano-caribeño-callejero de South Brixton.

—¿Te has vuelto loca del todo? —le dijo en un susurro alterado—. Has tenido suerte de que Stewart me dijera a mí que te siguiera. Si hubiera sido cualquier otro, mañana mismo estarías otra vez de uniforme.

Barbara decidió que hacerse la tonta era su mejor baza.

—¿Qué? Pero ¿de qué estás hablando, Winston?

—Estoy hablando de tu trabajo —le contestó él—. De perderlo. Si se enteran de que te has convertido en una chivata para The Source, te pondrán de uniforme otra vez en un abrir y cerrar de ojos. O algo peor, idiota. Estarías acabada. Y espero que no seas tan tonta como para creer que no va a haber personas en el departamento que se alegrarán horrores de que eso ocurra, Barbara.

Intentó mostrarse ofendida.

—¿Chivata yo? —dijo entre dientes—. ¿Eso crees? ¿Que le estoy contando cosas a The Source? No soy una chivata. Ni para ellos ni para nadie.

—¿Ah, sí? Les acabas de dar al inspector Lynley en bandeja. Te he oído, Barbara. ¿Y ahora me vas a decir que le has contado lo de Lynley a alguien que no es el mismo que escribió la historia de Hadiyyah? ¿Crees que soy tan tonto como para creerme eso? Estabas al teléfono con Corsico, Barbara, y con solo mirar tu registro de llamadas se puede confirmar. Eso sin mencionar tu cuenta bancaria.

—¿Qué? —Ahora sí que estaba ofendida—. ¿Crees que estoy sacando dinero de todo esto?

—No tengo ni idea de por qué lo haces. Ni tampoco me importa. Y es mejor que me creas cuando te digo que a nadie le van a importar tus razones.

—Mira, Winnie. Tú y yo sabemos que alguien tiene que mantener viva la historia. Es la única forma de conseguir que The Source envíe a un reportero a Italia. Y solo tener a un reportero británico en Italia va a poder mantener la presión sobre la Met para que Lynley siga donde está hasta que se resuelva el caso. Además, un reportero británico hará que sus compañeros italianos mantengan la presión sobre la policía de allí. Así es como funciona. La presión consigue resultados, y tú lo sabes.

—Lo que sé —dijo ahora más calmado y recuperando el suave acento caribeño de su madre que siempre marcaba su forma de hablar— es que nadie se va a poner de tu lado, Barbara. Si se enteran de esto, te quedarás sola. Tienes que saberlo. No hay nadie aquí que te apoye.

—Oh, muchas gracias, Winston. Siempre es bueno saber quiénes son tus amigos de verdad.

—Me refiero a nadie que tenga poder para intervenir —aclaró Winston.

Se refería a Lynley, por supuesto. Porque él era el único oficial que se arriesgaría a mojarse si hubiera que defender el complicado tema de la difícilmente justificable decisión de Barbara de implicar a The Source. Y no tanto por su devoción por Barbara, sino más bien porque no necesitaba su puesto en la Met y, por tanto, no le importaba enfadar a sus superiores.

—Ya te has dado cuenta —apuntó Winston, porque aparentemente había visto la comprensión en la cara de su compañera—. Estás caminando por el lado equivocado, Barbara. Ese Corsico tiraría a tu madre bajo un autobús si eso le diera una historia. De hecho, tiraría a su propia madre si eso le sirviera.

—Eso no importa. Puedo manejar a Corsico, Winston. —Intentó escapar de él para llegar a la puerta.

Él la detuvo sin dificultad; era mucho más alto que ella.

—Nadie puede «manejar» a un tabloide, Barbara. Si no lo sabes aún, pronto lo sabrás.

Ilford, Greater London

Barbara no disponía de muchas jugadas en la difícil partida de ajedrez que se le presentaba si quería intentar controlar lo que escribía Mitchell Corsico. Pero en cuanto a su intención de hablar con Sayyid, solo parecía tener una. Llamó a Azhar. Le encontró en las colinas de la Toscana, y la conexión no era buena. No hablaron mucho. Le contó lo que ya sabía: que Lynley había llegado y que él y el inspector habían hablado antes de que fuera a las colinas para seguir poniendo carteles con la foto de Hadiyyah en los pueblos al norte de Lucca.

—¿El instituto de Sayyid? —preguntó Azhar cuando ella le pidió el nombre del centro—. ¿Para qué lo necesitas, Barbara?

No quería decírselo, pero no tenía alternativa: The Source estaba pensando en hablar con el chico como una fuente de «interés humano» que tanto gustaban a sus lectores.

Azhar le dio el nombre del colegio inmediatamente.

—Por su propio bien… —Se notaba urgencia en su voz—. Ya sabes lo que harán los tabloides con él, Barbara.

Lo sabía bien. Lo sabía porque ella leía esa basura. Era como una golosina para su mente y era adicta a esos periódicos desde hacía años. Le dio las gracias a Azhar y le dijo que le informaría de lo que pasara con su hijo.

Lo más difícil era escabullirse de la Met. No podía arriesgarse a esperar al final de la jornada. Conociendo a Corsico, a esa hora ya habría acorralado al chico y le habría dado la vía de escape que estaba buscando para descargar todas las quejas que tenía sobre su padre. Debía salir de Victoria y tenía que hacerlo ahora mismo. Solo necesitaba una buena excusa. Y su madre se la dio.

Barbara fue a ver al inspector Stewart. Estaba apuntando en la pizarra blanca breves notas sobre las acciones del día. No se molestó en buscar las que le estaba asignando a ella. Conocía a Stewart. No importaba la experiencia que ella tuviera, la mantendría en el edificio y bien vigilada transcribiendo informes para intentar sacarla de sus casillas.

—Señor —le dijo, aunque la palabra era como una piedra en su lengua—, me acaban de llamar de Greenford. —Intentó parecer muy nerviosa, algo que no era muy difícil, porque realmente estaba nerviosa. Solo que no por su madre.

Stewart no apartó la vista de la pizarra. Al parecer le estaba prestando una especial atención a la legibilidad de su letra.

—¿Ah, sí? —preguntó con un tono que demostraba todo el hastío que sentía acerca de cualquier cosa que tuviera que ver con Barbara Havers.

A ella le dieron ganas de arrancarle las orejas a bocados.

—Mi madre se ha caído. Está en urgencias, señor. Necesito…

—¿Dónde, exactamente?

—En la residencia en la que…

—Me refiero a urgencias de dónde, sargento. De qué hospital. ¿Dónde está?

Barbara sabía qué responder a eso. Si decía un hospital, el inspector llamaría a urgencias para asegurarse de que su madre estaba allí.

—No lo sé aún, señor —le dijo—. Iba a llamar desde el coche.

—¿Llamar a quién?

—A la directora de la residencia. Me llamaron justo después de contactar con emergencias. No sabían dónde la iban a llevar.

El inspector Stewart pareció sopesar lo que decía, intentando calibrar si le estaba mintiendo. La miró.

—Pues quiero saberlo —dijo por fin—. El departamento querrá mandarle unas flores, claro.

—Se lo haré saber en cuanto me entere —le prometió. Cogió el bolso y dijo—: Gracias, señor.

Evitó mirar a Winston Nkata. Y él evitó mirarla a ella. No necesitaba sopesar sus palabras para saber que eran mentira. Pero al menos no dijo nada. Se portaría como un amigo.

Había mucha distancia hasta Ilford, pero consiguió llegar antes de que acabara la jornada escolar. Encontró el instituto y revisó la zona más cercana para asegurarse de que Mitchell Corsico no estaba escondido en algún contenedor esperando para salir de un salto en cuanto la viera. Parecía que no había moros en la costa, aparte de una anciana que tiraba de un gastado carro de la compra por la acera, así que Barbara entró rápidamente en el edificio. Su identificación de la policía metropolitana le permitió acceder al despacho del director casi de inmediato.

Le dijo la verdad a la directora, una mujer con el desafortunado nombre de señora Ida Croak, según decía una placa que había en su mesa. Un periodista de un tabloide iba hacia allí para intentar entrevistar a uno de sus alumnos sobre el abandono de su familia por parte de su padre para irse con otra mujer. Le dio el nombre de Sayyid.

—Lo que tiene in mente este hombre —añadió— es muy sucio. Supongo que ya sabe a lo que me refiero: la excusa es informar sobre algo que parece una historia de interés humano, pero lo que quiere hacer en realidad es arrastrar a todo el mundo por el fango. Quiero evitarlo por el bien de Sayyid, el de su madre y el de su familia.

La directora pareció apropiadamente preocupada, pero también, había que admitirlo, algo confusa por la aparición de Barbara en su despacho. Entonces hizo la pregunta más razonable.

—¿Y por qué se ha visto implicada la policía metropolitana en este asunto?

Ese era, por supuesto, el quid de la cuestión. La Met no le tenía ninguna simpatía a The Source, pero enviar agentes a impedirles recoger informaciones no estaba dentro de su ámbito de acción.

—Es un favor personal a la familia —reconoció—. Puede llamar a la madre de Sayyid y preguntarle si quiere que evite que el niño hable con el periodista y que le lleve a su casa para evitar que le acosen.

—¿Es que el periodista está aquí? —Lo dijo como si la personificación de la Muerte estuviera esperando en la puerta principal con la guadaña preparada.

—Estará. No le he visto al entrar, pero supongo que aparecerá en cualquier momento. Sabe que voy a hacer todo lo posible para detenerlo.

La señora Croak no había llegado a directora por nada.

—Tengo que hacer una llamada —le dijo, y le pidió a Barbara que esperara fuera de su despacho.

Barbara supo que podía ser que la señora Croak tuviera intención de llamar a la Met para comprobar la veracidad de su identificación, por si había ido allí con la intención de raptar a Sayyid para llevárselo al huerto. Lo único que podía hacer era rezar para que la mujer no lo hiciera. Solo le faltaba que alguien pasara a la señora Croak con John Stewart o, peor, con la superintendente Ardery. Esperó con los nervios de punta hasta que la directora salió de su despacho y le hizo un gesto a Barbara para que volviera dentro.

—La madre viene para acá —le dijo—. Ella no tiene coche, así que viene con el abuelo del chico. Ellos se lo llevarán a casa inmediatamente.

Barbara oyó en su mente un enorme: «¡Oh, no!» que le llenó la cabeza como un globo imaginario de un personaje de dibujos animados, algo en lo que le parecía estar convirtiéndose por momentos. Su intención había sido advertir a Sayyid de que no hablara con los tabloides —con cualquiera de ellos—, pero, tras su anterior encuentro con el padre de Azhar, sabía muy bien que ese hombre podía convertirse en un entrevistado todavía con más ganas de colaborar y que estaría encantado de ensuciar el nombre de Azhar desde Londres hasta Lahore. Iba a tener que razonar con él lo mejor que pudiera. Y estaba segura de que eso iba a ser arriesgado, teniendo en cuenta que la última vez que se vieron estaban en medio de una pelea callejera delante de su casa.

—En ese caso, ¿le importa que me quede a esperarlos? —le pidió Barbara—. Me gustaría hablar con ellos…

Claro, la sargento podía esperar si quería, le dijo la señora Croak. Pero si no le importaba esperar en alguna otra parte… Es que tenía el día muy ocupado… Y tal vez querría hablar en privado con la madre de Sayyid cuando llegara…

A Barbara no le importó lo más mínimo. Su intención era enfrentarse a Nafeeza y presentarle una imagen muy clara de las intenciones de Mitch Corsico por si la señora Croak no se lo había dicho con total claridad. Tenía que entender que, por muy conveniente que pareciera quitarse ese peso de encima y quejarse en un foro público, The Source no debía ser ese foro. «Ningún tabloide es un amigo», le diría.

Así que esperó fuera. Y ahí estaba cuando aparecieron Nafeeza y el padre de Azhar. Y también cuando llegó Mitch Corsico.

Por suerte, Nafeeza llegó al instituto antes. Ella y el padre de Azhar cruzaron las puertas con prisa y vieron a Barbara a la vez.

—Gracias, sargento —le dijo Nafeeza con gran dignidad—. Estamos en deuda con usted. —Y el padre de Azhar asintió con la cabeza.

—No dejen que nadie llegue hasta él —les dijo Barbara cuando entraban—. Acabará muy mal. Intenten explicárselo.

—Lo comprendemos. Y lo haremos.

Y se fueron. Entonces llegó Corsico.

Barbara le vio colocarse acechando al otro lado de la calle, frente al instituto, junto a un estanco. La vio de inmediato, la saludó tocándose su ridículo sombrero vaquero y cruzó los brazos sobre el pecho bajo la cámara digital que llevaba colgada del cuello. Su expresión decía que le había hecho jaque a su rey, pero que la partida aún no había acabado.

Barbara apartó la vista. Solo necesitaba que Sayyid, su madre y su abuelo llegaran al coche. Únicamente quería hablar un momento con el chico para explicarle los peligros a los que se enfrentaba si se dejaba llevar por la tentación de hablar mal de su padre en la prensa. Que Sayyid pensara que esa oportunidad no era peligrosa podía resultar algo preocupante. Barbara dudaba que fuera suficiente con que su madre y su abuelo le dijeran que no hablara.

Tras diez minutos de espera, la puerta principal del instituto se abrió de nuevo. Barbara se había quedado esperando cerca de la acera, al lado de una urna que tenía plantado un acebo bastante mustio. Se adelantó cuando los tres se acercaron. Por el rabillo del ojo vio que Corsico empezaba a cruzar la tranquila calle.

—Nafeeza —avisó apresuradamente—, el reportero está ahí, es el que va vestido de vaquero. Lleva una cámara. Sayyid, de ese hombre es del que tienes que mantenerte al margen. Tiene intención de…

—¡Tú! —exclamó Sayyid. Y, entonces dirigiéndose a su madre, añadió—: Tú no me has dicho que la puta… No me has contado que su puta era la que…

—¡Sayyid! —le reprendió su madre—. Esta mujer no es la que está con tu padre…

—¡Eres idiota, maldita sea! ¡Los dos sois idiotas!

Su abuelo le agarró el brazo y le dijo algo en urdu. Le llevó arrastrando del brazo hacia un desvencijado Golf.

—¡Hablaré con quien quiera! —exclamó Sayyid—. Tú —le dijo a Barbara—, eres una puta desgraciada. No quiero verte cerca de mí. Ni de mi familia. Vuelve a la cama de mi padre y chúpale la polla, que es lo que te gusta.

Nafeeza le dio una bofetada tan fuerte que le obligó a girar la cara a un lado. Él chico empezó a gritar.

—¡Hablaré con quien quiera! Y le diré la verdad. Sobre ella. Y sobre él. Sobre lo que hacen cuando están solos, porque lo sé, ¡lo sé! Sé cómo son los dos y…

Su abuelo le dio un puñetazo. Y empezó a gritar en urdu. Nafeeza chilló por encima de sus gritos e intentó agarrarle. Pero él se zafó y golpeó de nuevo a Sayyid. De la nariz del chico empezó a salir sangre que manchó la pechera de su perfecta camisa blanca.

—Madre de Dios —dijo Barbara, y corrió para liberar al adolescente de las garras de su abuelo.

Aquello era un desastre. Lo que estuviera pensando Corsico… Supuso que antes o después lo vería en la portada de The Source.

Lucca, la Toscana

Lynley fue a la questura cuando él y Taymullah Azhar dejaron la Pensione Giardino. El edificio policial estaba fuera de la muralla, cerca de la Porta San Pietro, un corto paseo desde cualquier parte del centro medieval de la ciudad. De color albaricoque, era un impresionante edificio románico pensado para transmitir sobriedad y solidez, y situado a poca distancia de la estación de tren. Policías y otros cargos judiciales entraban y salían. Aunque cuando entró le dedicaron varias miradas curiosas, le llevaron rápidamente al despacho del inspector jefe Salvatore Lo Bianco.

Descubrió que a Salvatore Lo Bianco ya le habían informado de que habían asignado el caso a Lynley. Y estaba claro que a aquel policía italiano no le gustaba nada la idea. Una sonrisa de bienvenida bastante tensa indicaba su opinión sobre que un policía de Scotland Yard apareciera en sus dominios, pero era demasiado educado para utilizar otra cosa que no fueran unos modales perfectos —y bastante fríos— para demostrar su disgusto.

Era bastante bajo. Lynley le sacaba al menos veinticinco centímetros. El pelo entrecano le raleaba en la coronilla y tenía la tez morena y las mejillas salpicadas de cicatrices de un acné adolescente. Pero era un hombre que obviamente había aprendido a aprovechar sus condiciones físicas, porque estaba delgado, se le veía atlético y llevaba un traje perfecto. Sus manos parecían recibir los cuidados de una manicura todas las semanas.

Piacere —le dijo a Lynley, aunque el inspector dudó profundamente que le supusiera un placer conocerle, y la verdad es que le comprendía—. Parla italiano, sì?

Lynley dijo que sí, siempre y cuando la persona que hablara con él no lo hiciera como alguien retransmitiendo una carrera de caballos. Al oír esto, Lo Bianco sonrió. Le señaló una silla.

Caffè… macchiato? Americano?, le ofreció. Lynley lo rechazó. Entonces le ofreció un tè caldo. Lynley era inglés después de todo, ¿no? Y todo el mundo sabía que los ingleses bebían té a litros. Lynley sonrió y le dijo que no quería nada. Después le contó que se había encontrado con Taymullah Azhar en la pensione en la que se alojaban los dos. Todavía no se había reunido con la madre de la niña desaparecida. Esperaba que el inspector jefe pudiera organizar un encuentro.

Lo Bianco asintió. Miró fijamente a Lynley y pareció estar intentando evaluarle. Lynley ya se había fijado en que, aunque él estaba sentado, Lo Bianco había permanecido de pie. No le molestó. Estaba en tierra extraña en más de un sentido, y los dos lo sabían.

—Eso que ha venido a hacer —le dijo Lo Bianco en italiano desde donde se había colocado, delante de un archivador—. Lo del enlace con la familia… A nosotros, sobre todo a il Pubblico Ministero, nos parece que la policía británica cree que aquí en Italia no hacemos bien nuestro trabajo. Como policías, quiero decir.

Lynley se apresuró a tranquilizar al inspector jefe. Su presencia, le aseguró, era sobre todo un movimiento político por parte de la Met. Los tabloides británicos habían empezado a hacerse eco de la historia de la desaparición de la niña. En especial un tabloide bastante rastrero (el inspector jefe sabría seguramente a qué se refería) los estaba presionando bastante sobre el asunto. Los tabloides no se interesaban por cómo se organizan las cosas entre las policías de los diferentes países y solo se dedicaban a crear problemas. Para evitarlo, le habían enviado a él a Italia, pero no tenía intención de meterse en los asuntos del inspector jefe Lo Bianco. Si podía ser de ayuda, estaría encantado de participar en la investigación. Pero el inspector jefe debía tener claro que su único objetivo era ayudar a la familia en todo lo que pudiera.

—Casualmente, ya conocía al padre de la niña —le confesó. Pero no añadió que una colega tenía una relación con Taymullah Azhar que iba más allá de eso.

Lo Bianco le observó con atención mientras hablaba. Asintió y pareció más tranquilo por lo que había dicho.

—Ah, sus tabloides británicos —dijo de una forma que indicaba que Italia no tenía que sufrir el mismo tipo de periodismo basura que se daba en Inglaterra, pero después se rindió y añadió—: Aquí también tenemos.

Fue hasta su mesa, donde tenía el maletín. Sacó un periódico que se llamaba Prima Voce. En la primera página, Lynley vio el titular: «Dov’è la bambina?». También había la foto de un hombre arrodillado en la calle en algún lugar de Lucca, con la cabeza agachada y un cartel escrito a mano que decía «Ho fame». Durante un momento delirante, Lynley pensó que era una extraña forma de castigo italiana parecida a encerrarte en un cepo para someterte al ridículo público. Pero el hombre resultó ser la única persona que la policía había interrogado: un drogadicto empedernido llamado Carlo Casparia, que había visto a Hadiyyah la mañana de su desaparición. Le habían interrogado dos veces, la segunda a petición del propio il Pubblico Ministero. Piero Fanucci estaba convencido de que Carlo estaba implicado en la desaparición de la niña.

Perché?

—Al principio por las drogas y por su necesidad de comprar más. Ahora porque no ha vuelto a pedir en el mercato desde que desapareció la niña. —Lo Bianco puso una expresión muy filosófica—. il Pubblico Ministero cree que eso indica que es culpable.

—¿Y usted?

Lo Bianco sonrió y pareció contento de que el otro detective hubiera leído tan bien su expresión.

—Creo que Carlo no quiere que la policía le moleste más y no volverá al mercato hasta que este asunto se solucione. Pero es importante para el magistrato, y para la gente, que se hagan progresos. E interrogar a Carlo parece un progreso. Ya se dará cuenta usted mismo, supongo.

La intención de esta última frase quedó clara cuando Lo Bianco sugirió que Lynley fuera a ver a il Pubblico Ministero. Estaba en la Piazza Napoleone —«Piazza Grande, la llamamos», aclaró—, que no estaba lejos de allí, pero irían en coche.

—Privilegio de la policía —le explicó: solo se permitía el paso dentro de la muralla de la ciudad a unos pocos vehículos, así que la mayoría de la gente caminaba, iba en bici o cogía los pequeños autobuses que circulaban sin hacer apenas ruido.

En la Piazza Grande entraron en un enorme palazzo que ahora se utilizaba, como la gran mayoría de los edificios como ese que había en Italia, para un uso que no tenía nada que ver con el original. Subieron por una amplia escalinata hasta las oficinas de Piero Fanucci. Entraron en el despacho sin dilación, guiados por la secretaria, que le dijo sorprendida al inspector: «Di nuovo, Salvatore?», lo que indicaba que no era la primera visita de Lo Bianco al despacho del magistrato ese día.

Piero Fanucci, el hombre que estaba a cargo de la investigación y quien, según las leyes italianas, en último término iba a ejercer la acusación del caso, no levantó la vista del trabajo en el que estaba enfrascado cuando Lo Bianco y Lynley entraron. El inspector británico reconoció ese gesto como lo que era. Cuando Lo Bianco le miró, él simplemente encogió un hombro. Ese gesto pretendía decirle a Lo Bianco que no hacía falta que le recibieran en Italia con los brazos abiertos.

Magistrato —le dijo Lo Bianco—, este es el oficial de Scotland Yard, Thomas Lynley.

Fanucci emitió un sonido que salió de algún lugar entre su nariz y su garganta. Revolvió unos papeles. Firmó dos documentos. Pulsó un botón en su teléfono y llamó a su secretaria con un grito. Un momento después ella entró y se llevó varios sobres de color marrón y los sustituyó por otros. Él empezó a revisarlos. Lo Bianco se mostró irritado.

Basta, Piero —le dijo Lo Bianco—. Sono occupato, eh?

Al oír aquello, Piero Fanucci levantó la vista. No estaba de un humor en el que le importara especialmente lo ocupado que estuviera el inspector jefe.

Anch’io, Topo —dijo.

Lynley vio que el inspector jefe apretaba la mandíbula, no sabía si porque il Pubblico Ministero le había llamado «ratón» o por que no cooperaba. Después Fanucci miró a Lynley. Era un hombre muy feo y habló sin hacer ni el más mínimo esfuerzo por asegurarse de que Lynley entendiera su italiano, que hablaba con mucho acento y alargando los finales de las palabras de una forma muy típica del sur del país. Lynley entendió sus intenciones más por su tono que por cualquier otra cosa. Lo que trasmitía era indignación, no sabía si porque la sentía o porque le resultaba útil.

—Parece que la policía británica cree que necesitamos un oficial de enlace con la familia de la niña desaparecida —dijo más o menos—. Es absurdo. Mantenemos a la familia perfectamente informada. Y tenemos un sospechoso. Es cuestión de interrogarle un par de veces más para que nos diga dónde está la cría.

Lynley le dijo lo mismo que le había dicho a Lo Bianco:

—Es simplemente por la presión del público que ha generado la prensa en Inglaterra. La relación entre la policía y los periodistas es bastante incómoda, signor Fanucci. Hemos cometido errores en el pasado: condenas sin base, encarcelamientos anulados por malas investigaciones, revelaciones de oficiales que venden información… Por eso, a menudo, cuando los tabloides hablan, las altas instancias reaccionan. Y eso es lo que ha ocurrido en este caso, me temo.

Fanucci unió los dedos debajo de la barbilla. Lynley se fijó en que tenía un dedo de más en la mano derecha. Era difícil no mirarlo, teniendo en cuenta la posición en que se había colocado, sin duda deliberadamente.

—Aquí no se da esa situación —afirmó Fanucci—. Aquí los periodistas no determinan nuestros movimientos.

—Pues tienen mucha suerte —dijo Lynley con total seriedad—. Ojalá fuera así en mi país.

Fanucci lo examinó detenidamente, fijándose en todo, desde el corte de su ropa y el de su pelo hasta la cicatriz adolescente que le estropeaba el labio superior.

—Espero que usted permanezca al margen del asunto —le advirtió—. Aquí en Italia hacemos las cosas de forma diferente. Aquí il Pubblico Ministero se implica desde el principio en la investigación. No tiene que depender de que la policía le presente el caso resuelto y atado con un lazo.

Lynley no hizo ningún comentario sobre lo extraño que era un sistema que, al menos en la superficie, no parecía someterse ni a exámenes ni a controles. Se limitó a decirle a il Pubblico Ministero que comprendía cómo eran las cosas y que, si era necesario, se aseguraría de que los padres de la niña desaparecida también lo comprendieran porque ellos, obviamente, estaban acostumbrados a un sistema legal y de administración de justicia bastante diferente.

—Bien. —Fanucci agitó la mano en un gesto para despedirles que dejaba aún más patente la existencia de su sexto dedo. Les estaba echando, pero no sin antes decirle a Lo Bianco—: ¿Tienes algo más sobre los hoteles, Topo?

—Todavía nada —admitió Lo Bianco.

—Pues encuentra algo hoy —le ordenó Fanucci.

Certamente —respondió con tono neutro Lo Bianco, pero una vez más la tensión de su mandíbula demostró lo que pensaba de esas órdenes.

No hizo más comentarios hasta que ambos ya hubieron salido del palazzo y estuvieron de pie en la enorme piazza. Había castaños con hojas nuevas flanqueando ambos lados de la piazza. En el centro, un grupo de chicos estaban dándose codazos y gritándose mientras le daban patadas a un balón en dirección a una noria.

—Un caballero interesante il Pubblico Ministero —le dijo Lynley.

Lo Bianco rio entre dientes.

—Es quien es.

—Si no le importa que le pregunte, ¿a qué se refería con eso de los hoteles?

Lo Bianco le atravesó con la mirada, pero después se lo explicó: había un extraño que había estado preguntando por la niña desaparecida y su madre.

—¿Antes de su desaparición o después? —preguntó Lynley.

—Antes.

Había sucedido seis u ocho semanas antes, le contó Lo Bianco. Cuando la niña desapareció y su foto salió en periódicos y carteles por todo Lucca, unos cuantos hoteles y pensioni habían llamado para informar de un hombre que había estado buscándolas a ella o a su madre. Y tenía fotos de las dos, le dijo Lo Bianco. Los recepcionistas o los dueños de las pensioni decían todos lo mismo. Y, esto resultaba interesante, todos coincidían también acerca del hombre. Lo recordaban bastante bien y podían darle a Lo Bianco una buena descripción del tipo.

—¿Y le vieron hace ocho semanas? —se sorprendió Lynley—. ¿Y cómo tienen los recuerdos tan vivos?

—Por la persona que fue a preguntar por la niña.

—¿Es que saben quién era? ¿Lo conocían?

—Por el nombre no, claro. No sabían su nombre. Pero ¿su descripción? No es fácil de olvidar. Se llama Michelangelo Di Massimo y es de Pisa.

—¿Y por qué alguien de Pisa estaba buscando a Hadiyyah y a su madre? —preguntó Lynley, pero era más bien una pregunta para sí mismo que para Lo Bianco.

—Esa es una pregunta de lo más interesante, ¿no? Estoy trabajando para obtener una respuesta. Cuando la tenga, será el momento de tener una conversación con el signor Di Massimo. Hasta entonces, sé dónde está. —Lo Bianco le observó, después miró al palazzo que tenían detrás y sonrió un poco.

Lynley entendió por la sonrisa y por esa mirada algo que le dijo mucho sobre ese hombre.

—No le ha contado nada de esto al signor Fanucci, ¿verdad? —aventuró—. ¿Por qué no?

—Porque el magistrato haría que lo trajeran inmediatamente desde Pisa hasta nuestra questura. Le interrogaría sin misericordia durante seis o siete horas…, o incluso un día, tres o cuatro. Le amenazaría, no le daría de comer ni de beber, no le dejaría dormir y después jugaría con él pidiéndole que le dijera «cómo podría haberse producido ese secuestro». Y entonces le acusaría basándose en lo que dijera en tales condiciones.

—¿Y de qué le acusaría? —inquirió Lynley.

Chissà? —respondió. ¿Quién lo sabía?—. De cualquier cosa que sirviera para demostrarles a los periodistas que el caso está totalmente bajo control. A pesar de lo que le ha dicho, así es como suelen ocurrir las cosas. —Empezó a caminar hacia el coche de policía y miró por encima del hombro para añadir—: ¿Quiere echarle un vistazo a ese Michelangelo Di Massimo, ispettore?

—Sí, por supuesto —contestó Lynley.

Pisa, la Toscana

Lynley no sabía que echarle un vistazo a Michelangelo Di Massimo iba a implicar un largo viaje en coche hasta Pisa. Cuando entraron en la autostrada y ya fue obvio que ese era el caso, Lynley se preguntó por los motivos de Lo Bianco.

Le llevó a un campo en la parte norte de il centro. Allí estaban entrenando a fútbol. Había por lo menos tres docenas de hombres en el campo, ocupados en regatear con el balón en dirección a la portería.

Lo Bianco paró el coche de policía a un lado del campo. Salió, y también Lynley, pero no se acercó a los jugadores. Se apoyó en el coche y se sacó del bolsillo de la chaqueta un paquete de cigarrillos. Le ofreció uno a Lynley, que lo rechazó. Sacó uno para él y mantuvo la vista fija en los jugadores del campo mientras lo encendía. Observó lo que estaban haciendo, pero no dijo nada. Estaba claro que estaba esperando alguna reacción por parte de Lynley, algo que le indicara que el policía inglés había pasado una prueba que no tenía nada que ver con las reglas del fútbol.

Lynley puso toda su atención en el campo y en los jugadores. Igual que sucedía a menudo en Italia en otro orden de cosas, aparentemente la sesión de entrenamiento era algo muy desorganizado. Sin embargo, mientras miraba, las cosas empezaron a organizarse con más claridad, sobre todo cuando se fijó en que había un solo hombre que parecía estar dirigiendo todo aquello.

Y era difícil no fijarse en ese hombre. Tenía el pelo teñido de un color que estaba entre el amarillo y el naranja, lo que suponía un fuerte contraste con el resto de su cuerpo, que tenía un grueso vello negro por todas partes. Por el pecho, la espalda, los brazos y las piernas. Y además mostraba una sombra de barba de esas que suelen aparecer ya por la noche, pero probablemente a él le empezaba a asomar a mediodía. A la vista de eso y de su tez morena, costaba creer que se hubiera hecho aquello en el pelo de la cabeza. Eso dejaba claro por qué varias personas en los hoteles y pensioni le recordaban como el hombre que había estado allí preguntando por Hadiyyah y su madre.

—Ah, ya veo —comentó Lynley—. Michelangelo Di Massimo, ¿no?

Ecco l’uomo —le confirmó Lo Bianco. Y dicho esto volvió al coche de policía y empezaron el camino de vuelta a Lucca.

Lynley se preguntó por qué el inspector jefe se había molestado en conducir todo ese trecho hasta Pisa. Una búsqueda en el ordenador de la questura les habría mostrado, sin duda, una foto adecuada de Di Massimo. Que Lo Bianco no hubiera querido utilizar Internet para eso sugería que había más de una razón para que Lynley viera a Di Massimo en persona, y que esa razón solo tenía que ver en parte con la oportunidad de ver el asombroso contraste entre el pelo de su cuerpo y el de su cabeza.

Todo empezó a aclararse cuando el camino que tomaron de vuelta a Lucca no les llevó directamente a la questura, sino al bulevar que seguía el curso de la enorme muralla de Lucca por el exterior. Desde ese viale accedieron a otra calle que los llevó fuera de la ciudad y después a una calle estrecha que daba al Parco Fluviale. Se trataba de un parque muy largo pero bastante estrecho, un lugar para caminar, correr o ir en bici, que seguía el curso del río Serchio. A más o menos medio kilómetro había una zona de gravilla que ofrecía aparcamiento para tres coches como máximo, con dos mesas de pícnic bajo grandes encinas; más allá, había un diminuto circuito para los patinetes. También había un espacio abierto de hierba, de forma triangular y cuyos límites estaban marcados por álamos jóvenes. En ese pequeño campo, un grupo de chicos de alrededor de diez años le estaban dando patadas a un balón para colarlo entre unos postes improvisados.

Lo Bianco detuvo el coche en esa zona de gravilla. Miró a aquella suerte de campo de fútbol. Lynley siguió su mirada y vio que entre los niños había un hombre de pie a un lado, vestido con ropa deportiva y con un silbato colgado del cuello. Lo sopló y después gritó. La acción se detuvo. Y seguidamente la hizo comenzar de nuevo.

Sin embargo, en este caso, en vez de limitarse a observar lo que ocurría en el campo de juego, Lo Bianco tocó el claxon dos veces antes de abrir la puerta del coche. El hombre que estaba en el campo miró en su dirección. Les dijo algo a los niños y después vino trotando hasta el coche de policía. Lo Bianco y Lynley salieron.

La apariencia de aquel tipo también era difícil de olvidar. Pero no por su pelo, sino por una mancha de nacimiento de color vino que tenía en la cara. No era demasiado grande, solo comprendía el espacio entre la oreja y la mejilla, y tenía el tamaño y la forma aproximada del puño de un niño, pero era suficiente para convertirle en alguien peculiar, sobre todo porque la marca de nacimiento estropeaba lo que de otra forma sería una cara asombrosamente atractiva.

Salve. —Saludó a Lo Bianco—. Che cos’è successo? —Sonaba nervioso y sin duda lo estaba. La aparición repentina de la policía en su entrenamiento de fútbol indicaba que algo tenía que haber sucedido.

Pero Lo Bianco negó con la cabeza. Se lo presentó a Lynley. Era Lorenzo Mura, descubrió Lynley. Reconoció el nombre como el del amante de Angelina Upman.

Lo Bianco le contó rápidamente a Mura que Lynley hablaba italiano bastante bien, lo que por supuesto podía ser una clave para que entendiera: «tenga cuidado con lo que dice delante de él». Después le explicó el objetivo de la presencia de Lynley en Italia, sobre la que aparentemente ya le había hablado a Mura.

—Es el oficial de enlace que estábamos esperando —dijo—. Quiere hablar con la signora Upman en cuanto sea posible.

Mura no pareció muy contento de que Lynley quisiera reunirse con Angelina ni con que lo hubieran asignado como enlace entre los padres de la niña —lo que, por supuesto, incluía a Taymullah Azhar— y la policía. Asintió brevemente y se quedó esperando algo más. Como nadie dijo nada, le advirtió a Lynley en su idioma:

—No lo ha estado pasando bien. Y ahora tampoco lo está. Tendrá cuidado cuando trate con ella, ¿verdad? Ese hombre le causa pena y preocupación.

Lynley miró a Lo Bianco, porque al principio pensó que con «ese hombre» se refería al inspector jefe y que su investigación le estaba provocando aún más ansiedad a una mujer que había sufrido el rapto de su única hija. Pero cuando Mura continuó, Lynley entendió que no hablaba de su compañero policía, sino de Taymullah Azhar, porque dijo:

—Yo no quería que viniera a Italia. Él es algo del pasado.

—Pero sin duda está muy afligido por lo de su hija —justificó Lynley.

Forse —murmuró Lorenzo Mura, no sabía si refiriéndose a la paternidad de Azhar o a su teórica preocupación.

Devo ritornare… —le dijo Mura a Lo Bianco mirando a los niños que le esperaban en el campo.

Vada —concedió Lo Bianco, que observó como Mura volvía corriendo con los jugadores.

Mura pidió que alguien le acercara el balón de una patada y regateó con mucha habilidad en dirección a la portería mientras los niños intentaban impedir su avance. No lo consiguieron y tampoco el portero fue capaz de parar la pelota, que acabó en la red. En lo que respectaba al fútbol, Lorenzo Mura sabía lo que se hacía.

Lynley también supo entonces por qué Lo Bianco y él habían ido primero a Pisa para echarle un vistazo a Michelangelo Di Massimo.

—Ah. Ya veo —le dijo al inspector jefe.

—Interesante, ¿no? —respondió Lo Bianco—. Nuestro Lorenzo juega al fútbol con un equipo de aquí, de Lucca, además de entrenar a los niños. A mí me parece fascinante. —Buscó en su chaqueta y volvió a sacar los cigarrillos—. Hay una conexión, inspector —le dijo mientras, amablemente, le ofrecía de nuevo a Lynley—. Y tengo intención de encontrarla.

Fattoria de Santa Zita, la Toscana

Salvatore se había preparado para que no le cayera bien el policía británico. Sabía que la policía británica tenía una mala opinión de sus compañeros italianos. Y tenían sus razones, empezando por la imposibilidad de controlar a la Camorra en Nápoles y la mafia en Palermo, lo que para ellos se explicaba como un fracaso policial. A eso le seguía, ya localmente, las décadas en las que il Mostro di Firenze había estado asesinando a jóvenes amantes sin que consiguieran arrestarle. Y todo llegaba a la cima internacionalmente con el absoluto lío en el que se convirtió el asesinato de la estudiante universitaria británica en Perugia. Como resultado, la policía británica veía a los mediterráneos como indolentes, estúpidos y muy fáciles de sobornar. Así que, cuando a Salvatore le dijeron por primera vez que iba a venir un policía británico y que tal vez se iba a dedicar a monitorizar su investigación sobre la desaparición de la niña inglesa, había esperado verse bajo la constante vigilancia de los ojos inquisitivos del inspector Lynley, lo que sería el origen de juicios y exámenes continuos. Pero Salvatore estaba viendo que, o ese hombre no estaba haciendo juicios ni exámenes en ese momento —lo que era muy poco probable—, o era capaz de ocultar cualquier conclusión que estuviera sacando, tanto si era prematura como si no. Y, a pesar de su reticencia, a Salvatore le gustó eso de Lynley. También le gustó que el inglés fuera inteligente, su capacidad para escuchar le pareció sorprendente, y destacaba su talento para relacionar cosas rápidamente. Solo esas tres características casi consiguieron que Salvatore perdonara al oficial británico por ser muchos centímetros más alto que él y por vestir de una forma elegantemente arrugada e informal que sugería toneladas de dinero y de autoconfianza.

Cuando dejaron el entrenamiento de calcio, también abandonaron los alrededores más inmediatos de Lucca y se dirigieron a las colinas cercanas. El viaje no era muy largo hasta la antigua casa de verano de la familia Mura, porque las colinas toscanas empezaban a elevarse en las suaves ondulaciones que predominaban en el paisaje a muy poca distancia al norte del Parco Fluviale. Salvatore los llevó hacia las colinas. En esa época del año, la tierra estaba exuberante de la vegetación propia de la mitad de la primavera. Los árboles tenían hojas nuevas de color verde lima y al borde de la carretera crecían flores silvestres.

La carretera estaba cuajada de trechos iluminados por el sol de última hora de la tarde. Tras seguirla unos nueve kilómetros, llegaron al camino de tierra que llevaba a la Fattoria de Santa Zita. Lo anunciaba un cartel que además mostraba las diferentes funciones de la granja mediante dibujos de uvas, ramas de olivo de las que colgaban sus frutos y un burro y una vaca que parecían más bien los que contemplaron el nacimiento de Jesús que animales de granja convencionales que pudieran criarse en la tierra de los Mura.

Salvatore miró a Lynley mientras traqueteaban por el camino hacia los edificios de la granja, cuyos tejados de terracota se veían a través de los árboles. Se dio cuenta de que el inglés estaba observando el lugar y evaluándolo.

—Los Mura, ispettore —le dijo—, son una familia muy antigua de Lucca. Eran mercaderes de sedas, muy ricos, y este lugar en las colinas era su casa de verano. Ha sido propiedad de la familia Mura durante… ¿trescientos años tal vez? El hermano mayor de Lorenzo no quiso heredarla. Vive en Milán y trabaja como psiquiatra allí. Para él este sitio era una carga. La hermana de Lorenzo vive dentro de la muralla de la ciudad de Lucca, y a ella también le parecía una carga esta vieja granja. Así que quedó a discreción de Lorenzo quedársela, venderla o convertirla en algo… —Salvatore señaló la tierra y los edificios que parecían emerger de ella—. Ya lo verá —añadió—. Creo que en su país las cosas no son muy distintas cuando se trata de propiedades antiguas.

Giraron junto a un granero que Lorenzo había convertido en bodega y sala de catas. Ahí embotellaban el complejo Chianti y el Sangiovese más simple, por los que era conocida la fattoria. Más allá estaban reconstruyendo una alquería para utilizarla en un futuro como alojamiento para los turistas que quisieran disfrutar del agriturismo. Y detrás, dos verjas oxidadas estaban abiertas en medio de un seto enorme y muy crecido. Salvatore cruzó las puertas y el camino les llevó hasta la villa que llevaba tanto tiempo siendo parte de la historia de la familia Mura. En ese edificio también estaban haciendo reformas. Se veían andamios en proceso de montaje a ambos lados.

Dejó que Lynley contemplara la villa durante un tiempo, con el motor del coche de policía al ralentí en el camino de gravilla que llegaba hasta la misma casa. Era una imagen impresionante, sobre todo si no te acercabas mucho y no veías los lugares en los que el edificio estaba a punto de caerse a pedazos. Dos tramos de escaleras, perfectamente proporcionados teniendo en cuenta la parte delantera de la casa, llevaban a una galería en la que había varios muebles de exterior desperdigados por todas partes, como si alguien no dejara de moverlos para seguir el recorrido del sol. Justo en el centro de la galería había una puerta cuyos paneles tenían pintada una imagen desvaída de cinghiali recorriendo las colinas; a cada lado había antiguas esculturas que representaban las estaciones con forma humana. El Inverno desgraciadamente había perdido la cabeza, y la cesta de flores que llevaba la Primavera había quedado partida por la mitad en algún momento del pasado. La villa tenía tres plantas y también un sótano y las correspondientes tres hileras de ventanas, todas ellas cerradas con postigos.

Tras observarlo todo durante un momento, el inspector Lynley asintió. Miró a Salvatore y dijo:

—Como ha dicho, en Inglaterra tenemos lugares muy similares a este: casas antiguas y distinguidas que pertenecieron a familias igual de antiguas y distinguidas. Al mismo tiempo, son una carga y un privilegio. No me cuesta entender por qué el signor Mura quiere salvar y conservar este lugar.

Salvatore creyó lo que decía el inspector. Sabía que había muchas grandes mansiones en el país de Lynley. En cuanto a si Lynley entendía realmente la pasión de los italianos por sus casas familiares…, eso era harina de otro costal, claro.

Cruzaron el césped por el camino de gravilla que lo rodeaba. Aparcaron al lado de los escalones que llevaban al primer piso. Entre las dos escalinatas, las glicinias crecían en abundancia por la parte delantera del edificio y casi ocultaban otra entrada, que llevaba al piano terra de la casa. Cuando salieron del coche, la puerta de la entrada más pequeña se abrió. Angelina Upman salió de lo que Salvatore sabía que era la parte de la casa donde estaban situadas la cocina y otras habitaciones de uso cotidiano. Se la veía mucho peor de lo que le había parecido horas antes ese mismo día. Lorenzo no había exagerado. Estaba muy delgada y la piel debajo de los ojos se veía oscura e hinchada.

De repente pareció muy emocionada al ver al policía inglés. Sus ojos pasaron de apagados a brillantes por las lágrimas.

—Gracias —le dijo en su idioma—, gracias por venir, inspector Lynley. —Y a Salvatore le dijo en italiano—: Tengo que hablar en mi idioma con este hombre, porque mi italiano no es bastante… Me resulta más fácil. ¿Entiende por qué necesito hablar en mi idioma, inspector jefe?

Certo —le respondió Salvatore. Él hablaba un poco también, como ella ya sabía. Si hablaban despacio, podría seguir la conversación entre ellos.

Grazie —le dijo—. Pasen, por favor.

Entraron en las entrañas del lugar, donde la luz era tenue y el ambiente sombrío. A Salvatore le pareció extraño que hubiera elegido llevarles allí. El soggiorno del primo piano habría sido un lugar más agradable. La galería de fuera resultaría más acogedora. Pero ella parecía preferir la oscuridad y las sombras, que harían más difícil leer lo que pensaba, claro.

Otro detalle interesante, pensó Salvatore. En ese asunto de la niña desaparecida había multitud de detalles interesantes.

Angelina los llevó a una cocina cavernosa en el interior de la villa, una habitación a caballo entre diferentes siglos. Le habían añadido algunas comodidades —una cocina eléctrica y una nevera—, pero mantenía curiosidades como un enorme horno de madera, una gran chimenea y un fregadero de piedra descomunal en el que se podrían bañar dos perros alsacianos a la vez. En el centro de la habitación, en una mesa muy gastada, había una pila de periódicos, revistas, piezas de una vajilla sencilla de las que se usa a diario y trapos de cocina desvaídos. A esa mesa se sentaron Lynley y Lo Bianco, mientras Angelina les traía una botella de vino producido allí en la granja y un poco de queso, fruta, embutidos italianos y pan recién hecho. Les sirvió a los dos una copa de Chianti, pero no se sirvió una para ella, que prefirió tomar agua.

Cuando se sentaron, Angelina cogió una de las servilletas de tela que había sobre la mesa y la sujetó como si fuera un talismán. Repitió lo mismo que había dicho cuando recibió a Lynley.

—Muchas gracias por venir, inspector.

—Ha sido sobre todo empeño de Barbara —le confesó Lynley—. Francamente, creo que esta vez ha ido demasiado lejos para conseguir lo que quería, pero eso todavía está por ver. Hadiyyah es muy importante para ella.

Angelina apretó los labios un momento.

—Hice algo terrible. Lo sé. Pero no puedo aceptar que esto, lo que le ha pasado a Hadiyyah, sea mi castigo. Porque si es así… —Apretó los dedos alrededor de la servilleta que sujetaba.

Lo Bianco emitió un sonido que parecía indicar que comprendía el concepto: siempre había una conexión entre los castigos temporales que uno tenía que sufrir y los delitos del corazón que cometía en perjuicio de otras personas. Pero, en opinión de Lynley, esa era una forma de enfrentarse a lo que había pasado que no resultaba nada útil.

—Yo te recomendaría que no pensaras así. Es normal… Créeme, lo entiendo… Pero no ayuda. —Le sonrió dulcemente y añadió—: «No voy a tomar ese camino que me conduce a la locura», me parece que es una cita muy apropiada para esta situación. La locura, o el pensamiento nublado, si prefieres llamarlo así, no va a servirnos de nada en este momento.

—Ha pasado una semana —respondió ella—. ¿Puedes decirme qué significa que haya pasado una semana sin que haya habido ninguna señal ni una palabra? No han pedido rescate, y la familia de Renzo lo pagaría. Sé que lo harían. Y en este país a la gente la secuestran para obtener rescates. En todo el mundo se secuestra a la gente para conseguir dinero. ¿No es así? ¿No es cierto? He estado intentando descubrir a cuántos niños han raptado en Italia este año. Mira… —Buscó en la pila de periódicos y revistas, y sacó la información que había imprimido de Internet—. He estado buscando e investigando, intentando averiguar cuánto tiempo suele pasar antes de que los secuestradores…, antes de que haya algo que les diga a los padres… —Se quedó callada. Y durante su silencio le cayeron lágrimas por las mejillas.

Lynley miró a Lo Bianco. Como policías los dos sabían que Angelina se estaba agarrando a un clavo ardiendo, porque actualmente los secuestros para pedir un rescate eran mucho menos habituales que los secuestros que acababan en venta, tráfico sexual o en un depravado asesinato por diversión, sobre todo cuando se trataba de secuestros de niños. Lo Bianco estiró los dedos y después volvió a rodear el pie de su copa de vino con ellos. Era un gesto que decía: «En este momento puedes decirle lo que quieras; lo único importante es darle un poco de paz mental».

—No te lo voy a negar —empezó a decir Lynley con mucha cautela—. Pero lo más importante ahora es volver atrás y reflexionar sobre lo que pasó el día que desapareció: dónde estaba, dónde estaba el signor Mura, dónde estaba Hadiyyah, quién tenía alrededor, quién podría haber visto algo, aunque no haya dicho nada aún porque seguramente ni siquiera se ha dado cuenta de que ha visto algo…

—Todos estábamos haciendo lo que hacíamos siempre —murmuró Angelina, algo aturdida.

—Eso es un detalle muy importante —afirmó Lynley—. Nos dice que, si todos sois gente de costumbres, alguien podría haberse fijado en eso y haber planeado cómo y dónde raptar a Hadiyyah. Nos indica tal vez que no ha sido un delito de oportunidad, sino algo planificado cuidadosamente. También explica por qué nadie notó nada, porque lo que el secuestrador de Hadiyyah había planeado era exactamente eso: cómo llevarse a una niña sin que nadie lo notara.

Angelina se acercó la servilleta a los ojos. Asintió y dijo:

—Lo entiendo.

Le contó a Lynley cómo se organizaron el día que Hadiyyah desapareció: ella había ido a su clase de yoga; Lorenzo y la niña habían ido al mercado; Hadiyyah se había adelantado como siempre para mirar los puestos llenos de cosas de colores y para escuchar al acordeonista, era allí donde se reunían todos para ir caminando hasta la casa de la hermana de Lorenzo a comer. Siempre hacían eso, sin variar nada, el día del mercado en Lucca. Cualquiera que los conociera —o que los estuviera observando a la espera de una oportunidad— lo habría sabido.

Lynley asintió. Ya había oído prácticamente toda la historia de boca de Lo Bianco, pero se dio cuenta de que contárselo a él hacía que Angelina sintiera que aún había esperanza. Enfrente de él, Lo Bianco escuchó la repetición de todos esos detalles con paciencia. Cuando Angelina terminó, le dijo a Lynley:

Con permesso…? —Y se inclinó hacia delante para hacerle unas preguntas a la signora. Lo hizo en su idioma, que hablaba un poco a trompicones—. Le voy a hacer una pregunta que no le he hecho antes, signora. ¿Cómo estaba Hadiyyah con el signor Mura? Con todo el tiempo que llevaba separada de su papà… ¿Qué tal estaba con su amante?

—Estaba bien con Lorenzo —contestó Angelina—. Le cae bien Lorenzo.

—¿Segura? —inquirió Lo Bianco.

—Claro que sí. Asegurarme… fue una de las razones… —Miró a Lynley y después otra vez a Lo Bianco—. Es una de las razones por las que mi hermana escribió esos e-mails. Creí que si Hadiyyah sabía de Hari, si creía al principio que solo estábamos de visita en Italia y con el tiempo empezaba a creer que su padre no iba a venir a buscarla…

—¿E-mails? —preguntó Lynley.

Lo Bianco se lo explicó brevemente, en italiano: la hermana de Angelina había escrito unos correos fingiendo que era el padre de la niña. En ellos le prometía que vendría a Italia. Y luego rompía sus promesas.

—¿Y ella podía acceder a la cuenta de correo electrónico del padre de alguna forma? —preguntó Lynley.

—Creó una cuenta nueva gracias a un amigo suyo del University College —le confesó Angelina—. Le dije a mi hermana lo que tenía que decir en los correos y ella se lo escribió. —Angelina se volvió hacia Lo Bianco—. Así que Hadiyyah no tenía ninguna razón para que Lorenzo no le cayera bien, ni para pensar que él iba a ocupar el lugar de su padre ni para darse cuenta a raíz de eso de que su vida había cambiado definitivamente. Procuré asegurarme de eso.

—Aun así, podría… Podría ser que la niña y el signor Mura tuvieran alguna… —Lo Bianco pareció estar buscando la palabra.

—¿Fricción? —ofreció Lynley—. ¿Puede que se produjera alguna fricción entre ellos?

—No hubo ninguna fricción —aseguró Angelina—. No la hay.

—Y al signor Mura, ¿le gusta su Hadiyyah?

Angelina se quedó con la boca abierta. Si se hubiera podido poner más pálida de lo que estaba, lo habría hecho. Lynley vio cómo digería la pregunta de Lo Bianco y sacaba una conclusión.

—Renzo quiere a Hadiyyah. No le haría daño, si eso es lo que piensa. Todo lo que él ha hecho, todo lo que yo he hecho, ha sido todo por Hadiyyah. Dejé a Hari para estar con Renzo aquí, pero no podía hacerlo sin Hadiyyah, así que volví con Hari durante esos meses y esperé y esperé, y Lorenzo esperó, y fue todo por ella, por Hadiyyah, así que no puede decir que Lorenzo…

Lo Bianco hizo el equivalente italiano a chasquear la lengua. Lynley intentaba seguir la historia de Angelina. Al parecer había tejido una complicada red de engaños para construir su nueva vida en Italia. Mientras hablaba había sacado un tema que le resultaba interesante, algo que podía haber sucedido en el pasado y que podía tener sus consecuencias en el presente.

—¿Cuándo conociste al signor Mura? —le preguntó—. ¿Cómo le conociste?

Lo había conocido en Londres. No llevaba paraguas un día que empezó a llover de repente, así que se metió en un Starbucks para refugiarse.

Lo Bianco emitió un sonido de cierto desagrado. Lynley lo miró. Pero había sido lo del Starbucks lo que había provocado su desaprobación, no el hecho de que Angelina Upman hubiera conocido a alguien en ese lugar.

La cafetería estaba llena de gente que había tenido la misma idea. Angelina pidió un cappuccino y se lo estaba bebiendo de pie junto a la ventana cuando Lorenzo entró en el local para refugiarse de la lluvia también, como ella. Empezaron a charlar, como suele hacer la gente, explicó. Había ido a Londres tres días de vacaciones y le parecía que el tiempo allí estaba loco. En la Toscana en esa época del año brillaba el sol, los días eran cálidos, las plantas habían florecido… Debería ir a la Toscana y verlo por ella misma, le dijo.

Angelina vio que le miraba la mano en busca de una alianza, de esa forma en que suele hacerlo la gente sin compromiso cuando conoce a alguien. Ella hizo lo mismo. No le habló de Azhar, ni de Hadiyyah, ni de… otras cosas. Al final del rato que pasaron en el Starbucks, cuando la lluvia cesó, él le dio su tarjeta y le dijo que si alguna vez iba a la Toscana debía llamarle para que él le enseñara toda su belleza. Y eso fue lo que hizo…, después de una discusión con Hari… y de otra…, de discusiones con Hari todas las noches en bruscos susurros para que Hadiyyah no supiera que había problemas entre su madre y su padre.

—¿«Otras cosas»? —preguntó Lynley cuando terminó la historia. Por el rabillo del ojo vio que Lo Bianco asentía con aprobación.

—¿Qué? —dijo ella.

—Has dicho que en ese primer encuentro no le dijiste al signor Mura lo de Hadiyyah, ni lo de Azhar, ni otras cosas. Y me estaba preguntando a qué te referías con esas «otras cosas».

Estaba claro que no quería entrar en detalles, porque su mirada se apartó de Lynley y se fijó en la mesa y en los papeles impresos que había sobre ella. Fingió, con muy poca autenticidad, concentrarse en la pregunta de Lynley. Él insistió:

—Todos los detalles son importantes. —Y esperó en silencio.

Lo Bianco hizo lo mismo. El agua goteaba en el enorme fregadero y un reloj emitía un sonoro tictac. Y por fin ella habló.

—En aquel momento no le hablé a Lorenzo de mi amante —confesó.

Lo Bianco soltó un silbido casi inaudible. Lynley le miró. Le donne, le donne, decía su expresión. Le cose che fanno.

—¿Te refieres a otro hombre? —intentó aclarar Lynley—. Otro que no era Azhar.

Sí, dijo. Uno de los profesores de la academia de baile donde recibía clases. Un coreógrafo y profesor. Cuando conoció a Lorenzo Mura, ese hombre y ella llevaban varios años siendo amantes. Cuando dejó a Azhar para empezar una vida con Lorenzo, también abandonó a ese tipo.

—¿Y cómo se llama? —preguntó Lynley.

—Está en Londres, inspector Lynley. No es italiano. No conoce Italia. No sabe dónde estoy. Simplemente… supongo que debería haberle dicho algo. Cualquier cosa. Pero… dejé de verle sin más.

—Eso no habría evitado que intentara encontrarte —señaló Lynley—. Después de ser amantes varios años…

—No era nada serio —se apresuró a aclarar—. Era divertido, una liberación, emocionante. Entre nosotros nunca hubo ningún plan de estar juntos de forma permanente.

—En su cabeza —intervino Lo Bianco—. Ma forse… —Eso era cierto. Tal vez su amante tenía una idea totalmente diferente respecto a su relación—. ¿Estaba casado?

—Sí. Así que no esperaba que permaneciera en su vida y cuando me fui…

—Eso no suele funcionar así —la interrumpió Lo Bianco—. Hay hombres para los que el matrimonio no significa nada.

—Necesito su nombre, Angelina —le pidió Lynley—. El inspector jefe tiene razón. Aunque tu amante anterior esté totalmente al margen de lo que ha pasado en Italia, solo el que haya formado parte de tu vida exige que le podamos eliminar de la lista de sospechosos. Si sigue en Londres, Barbara puede ocuparse de esto. Pero hay que hacerlo.

—Esteban Castro —dijo por fin.

—¿Es español?

—De México D. F. Su mujer es inglesa. Y bailarina.

—¿Y usted…? —Lo Bianco intentó encontrar la palabra.

Lynley estaba seguro de adónde quería llegar, e intervino.

—¿La conocía personalmente?

Angelina volvió a bajar la vista.

—Era amiga mía.

Antes de que Lynley o Lo Bianco pudieran hacer cualquier comentario sobre la situación o formularle más preguntas, Lorenzo Mura llegó a la Fattoria de Santa Zita y entró por donde lo habían hecho ellos: a través de la puerta de la planta baja que conducía por un oscuro pasillo hasta la cocina. Dejó caer su bolsa de deporte sobre los azulejos y se acercó a la mesa. Le dio un beso a Angelina y preguntó qué estaba pasando allí. Claramente había detectado el ambiente que se respiraba en la habitación.

Che cos’è successo? —preguntó.

Ninguno de los detectives dijo nada. A Lynley le pareció que era asunto de Angelina hablarle a su amante de aquello…, o que no le dijera nada, que hiciera lo que le viniera en gana.

—Lorenzo sabe lo de Esteban Castro —les dijo—. No tenemos secretos.

Lynley lo dudaba mucho. Todo el mundo tenía secretos. Estaba empezando a concluir que los que Angelina guardaba eran los que hacían que aquel caso fuera lo que era: el de una madre de una niña desaparecida.

—¿Y Taymullah Azhar? —preguntó.

—¿Qué pasa con Hari?

—A veces la gente acuerda tener relaciones abiertas —explicó Lynley—. ¿Sabía lo de su otro amante?

—No se lo digan a Hari, por favor —les suplicó apresuradamente.

Lorenzo emitió un gruñido y sacó una de las sillas que había junto a la mesa. Se sentó, cogió una copa y se sirvió un poco de vino. Se lo bebió de un trago —nada de sorbos cortos ni de catas para evaluarlo— y cortó una cuña del queso y un trozo de pan.

—¿Por qué proteges a ese hombre? —le preguntó enfadado.

—Porque he dejado caer una bomba en su vida y eso ya es suficiente. No quiero hacerle más daño.

Merda. —Lorenzo negó con la cabeza—. No tiene sentido, esa…, esa protección que ejerces hacia ese hombre.

—Tenemos una hija —le dijo Angelina—. Cuando tienes un hijo con alguien…, eso lo cambia todo entre los dos. Así son las cosas.

Così dici. —La voz de Mura sonaba más suave al decir eso, pero no parecía muy convencido de que tener una hija con Taymullah Azhar fuera una razón lo bastante importante como para que Angelina no quisiera hundir más a ese hombre.

Y tal vez no lo fuera, pensó Lynley. Quizá si Azhar hubiera terminado su matrimonio en vez de simplemente dejar a su mujer, las cosas habrían sido muy diferentes para Angelina Upman. Y tal vez Lorenzo Mura lo sabía. Fuera cual fuera la situación presente o futura, siempre habría una conexión entre Angelina y el pakistaní. Y Mura tendría que aceptarlo.

Lucca, la Toscana

Cuando, esa noche, Salvatore subió a la parte más alta de la torre, era más tarde de lo normal. Su mamma había tenido lo que había decidido que era un altercado en la macelleria mientras hacía la compra para la cena, y ese altercado —aparentemente con un turista que no entendió que, cuando la signora Lo Bianco entraba en la tienda, todo el mundo tenía que dejarla pasar delante por respeto a su edad— necesitaba ser analizado desde todos los ángulos.

Sì, sì —murmuró Salvatore durante la enunciación de los males que había sufrido su mamma durante el día.

Negó con la cabeza y pareció apropiadamente indignado. A la primera oportunidad que tuvo subió al tejado para disfrutar de su caffè corretto, de la vista de la noche que caía sobre la ciudad con sus ciudadanos dando su passeggiata diaria cogidos del brazo por las calles y, lo más importante, del silencio que lo acompañaba todo allí, tan arriba.

Pero el silencio no duró mucho. De pronto, sonó su teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo, vio quién llamaba y soltó una maldición. Si le obligaba a hacer otro viaje a Barga, se negaría.

—¿Y bien? —le gritó el magistrato en respuesta al «pronto» de Salvatore—. Mi dica, Topo.

Salvatore sabía qué quería Fanucci que le dijera: todo lo que había pasado con ese detective inglés. Le dijo lo que creyó que sería suficiente para satisfacerle. Añadió el nuevo e intrigante detalle del otro amante de la signora Upman en Londres: Esteban Castro. Le gustaban extranjeros o de sangre caliente, estaba claro, le dijo a Fanucci.

Puttana —concluyó Fanucci.

Bueno, los tiempos habían cambiado, fue lo que Salvatore quiso decirle. Las mujeres no tenían por qué ser ligeras de cascos solo porque tuvieran amantes. Pero decirle eso a Fanucci solo serviría para aumentar su ira. Porque ni él mismo creía que ahora el mundo fuera de tal forma que las mujeres, casadas o como estuvieran, pudieran mantener a más de un amante a la vez. Que Angelina Upman lo hubiera convertido en costumbre era una información nueva y curiosa sobre ella. Salvatore estaba más que dispuesto a compartir esa información con Fanucci, porque, al menos, evitaba que tuviera que decirle algo sobre Michelangelo Di Massimo y su pelo decolorado.

—¿Y la habrá perseguido ese Esteban Castro? —preguntó Fanucci—. La siguió hasta Lucca. Planeó su venganza. Ella le deja por otro, él no lo acepta y planea cómo provocarle tanto sufrimiento como ella le ha causado a él, vero?

La idea era absurda, pero ¿qué importaba? Al menos no era otra tontería adicional sobre el joven Casparia.

Forse, forse, Piero —murmuró Salvatore.

Pero debían andarse con cuidado, dijo. Pronto se enterarían, porque ese detective inglés iba a llamar a Londres e intentar encontrar al amante de Angelina Upman. Para eso les iba a servir el ispettore Lynley.

Se produjo un silencio mientras Fanucci evaluaba esa información. Salvatore oyó de fondo que alguien le hablaba. La voz de una mujer. Seguro que no era su mujer, sino su sufrida ama de llaves. Vai, le gritó Fanucci. Era su forma de decirle cariñosamente que su presencia entre las sábanas de su cama no iba a ser necesaria esa noche.

Después volvió al teléfono y el magistrato anunció la razón principal para haber llamado a Salvatore: se había programado un informe especial en el telegiornale. Él mismo había hecho los preparativos. Grabarían en la casa de la niña desaparecida y acabarían con un llamamiento de los padres de la niña: «Queremos mucho a nuestra hija y queremos que vuelva. Por favor, devuélvanosla, por favor».

Si la mamma lloraba, mejor que mejor, dijo Fanucci. A las cámaras de televisión les gustaban las mujeres que lloraban cuando perdían a sus hijos, ¿no?

¿Y cuándo iba a tener lugar esa grabación?, quiso saber Salvatore.

Dentro de dos días, le anunció Fanucci. Él hablaría en nombre de la policía italiana, y no Salvatore.

Certo, certo —murmuró Salvatore con una sonrisa maliciosa ante el eterno engreimiento de ese hombre.

Sin duda, la aparición en las pantallas de televisión de toda Italia de Piero Fanucci infundiría miedo en los corazones de cualquier malhechor.