19 de mayo

Lucca, la Toscana

Barbara se levantó antes de las cinco y media. Se vistió y se sentó en el borde de la cama. Miró a Hadiyyah, que todavía estaba durmiendo, sin saber aún el cambio que se iba a producir en su vida. Una persona no podía orquestar un secuestro internacional y simplemente escapar de las consecuencias. Dentro de unas pocas horas, Azhar sería libre para volver a Londres con su hija, pero, cuando saliera a la luz toda la historia, el infierno que vendría después le iba a arruinar financiera, personal y profesionalmente. La Interpol se ocuparía de ello. Y también la fiscalía italiana. Y la extradición. Y una investigación en Londres. Y la familia Upman.

Barbara sabía que lo que tenía que hacer era ponerse a trabajar en ese problema y hacerlo rápido. No tenía mucho tiempo para ocuparse de todo, así que necesitaba que Aldo Greco la ayudara.

Le había llamado a última hora el día anterior. Le dijo lo que necesitaba. Ya la habían informado del arresto de Lorenzo Mura y de que Azhar quedaba libre de todos los cargos que tenían que ver con la muerte de Angelina Upman, así que, cuando ella sugirió que era obligatorio para la salud mental y psicológica de Hadiyyah —«La niña ya ha pasado por un infierno emocional, ¿no cree?»— que se reuniera con su padre lo más rápido posible, él aceptó al instante.

Por desgracia, le explicó, tenía que ir al juzgado por la mañana. Pero llamaría al ispettore Lo Bianco inmediatamente para hacer los preparativos necesarios.

—¿Puede preguntarle…? Me gustaría… Hemos tenido una controversia…

Come? ¿Controversia?

—Una diferencia de opinión. Ha sido cosa del idioma. Me ha costado mucho que me entienda. Pero me gustaría poder hablar con Azhar antes de que vea a Hadiyyah. Todo lo que ha pasado la ha alterado, y él tiene que saberlo antes de verla para estar preparado, ¿sabe? Él tampoco habla italiano, así que Salvatore no puede decírselo y, como usted, tiene que ir al juzgado…

Ah, capisco. Me ocuparé de eso también.

Lo hizo rápidamente. Sin duda, era un hombre al que no le gustaba posponer nada que tuviese que ver con su vida profesional. Al cabo de treinta minutos, todo estaba arreglado. Azhar podría salir por la mañana, Salvatore iría en persona a la cárcel a buscarle, llevaría a Barbara con él y le darían un tiempo para hablar con Azhar en privado. Así podría explicarle cómo estaba su hija.

Hadiyyah estaba perfectamente, por supuesto. Había muchas cosas de lo que había pasado que todavía no entendía y tendría que procesarlas con el tiempo. Pero, como la mayoría de los niños, para ella solo existía el momento en el que vivía. La madre de Salvatore había sido de gran ayuda a la hora de cuidarla. Mientras a Hadiyyah le siguiera gustando aprender cocina italiana y memorizara rápido las vidas de los santos católicos a partir de las tarjetas que le enseñaba la signora Lo Bianco, todo estaba bien.

Barbara salió a dar un paseo. Llamó a Mitchell Corsico. Tenía la esperanza de que hubiera cambiado de idea pensando en un artículo sobre la reunión —«¡Padre e hija juntos al fin!»— que sería tan grande como el que había escrito con la información de Dwayne Doughty. Pero, incluso mientras albergaba aquella pequeña esperanza, sabía que era algo irracional. Un escándalo de secuestro internacional siempre estaría por encima de un tierno reencuentro entre padre e hija. Si se combinaba ese escándalo con la participación de Barbara en los delitos… No había esperanza.

Mitchell le dijo de nuevo:

—Lo siento, Barbara. ¿Qué podía hacer? Pero tienes que echar un vistazo al artículo. No vas a poder hacerte con una copia del periódico aquí en Lucca, a menos que encuentres un quiosco con periódicos ingleses. Pero si miras por Internet…

Una vez más colgó, dejándole con la frase sin terminar. Ya había oído todo lo que necesitaba oír. Lo importante ahora era llegar hasta Azhar.

Le quedó claro que Salvatore ya no confiaba en ella, pero, como hombre que tenía una hija de la edad de Hadiyyah, solo quería hacer lo mejor para la niña. Barbara no sabía lo que Aldo Greco le había dicho al inspector, pero fuera lo que fuera había funcionado. Antes de que ambos se fueran a sus respectivos dormitorios en la Torre Lo Bianco la noche anterior, le dijo la hora a la que saldrían para ir a buscar a Azhar y traerlo a Lucca, y cumplió su palabra de que la llevaría con él.

Por el camino se mantuvieron en silencio, ¿y qué otra cosa podían hacer teniendo en cuenta que ninguno de los dos hablaba el idioma del otro? Barbara entendió que lo suyo había sido un duro golpe para el policía italiano y deseaba, por encima de todo, que entendiera por qué había hecho lo que había hecho.

Sin duda, él debía de creer que ella estaba en la nómina del periodista. Eso es lo que creería cualquiera. Había policías corruptos en todo el mundo —no todos lo eran, claro, pero había bastantes— y él tenía razones para pensar que ella no era más que una fuente para el peor tabloide de Londres. Ese no era el caso, pero… ¿cómo podría explicárselo? ¿Y la iba a creer, utilizara el idioma que utilizara?

De repente le dijo de nuevo:

—De verdad que desearía que hablara mi idioma, Salvatore. Cree que le he traicionado, pero no pretendía ser una traición, ni tampoco algo personal en contra suya. La verdad es que… Me cae bien, colega. Y ahora… con lo que va a pasar… Eso tampoco será algo personal. Pero lo va a parecer. Va a parecer que le he utilizado para volver a traicionarle. Pero no es eso lo que pretendía. Créame. Dios, espero que pueda entenderlo algún día. Me queda claro que he perdido su confianza y la buena opinión que tenía sobre mí, lo veo en su cara cuando me mira. Y lo siento mucho, pero no tenía elección. Nunca he tenido elección. Al menos yo no la he encontrado si la tenía.

Él la miró mientras conducía. Estaban en la autostrada y el tráfico era denso con gente que iba a trabajar, camiones y autobuses de turistas que iban hacia el maravilloso siguiente destino toscano. Le habló en un tono muy amable que durante un momento la hizo pensar que había logrado su perdón y su comprensión.

Mi dispiace, ma nos capisco. E comunque… parla inglese troppo velocemente.

En ese momento ya sabía suficiente italiano para entenderle. Se lo había dicho muchas veces.

Mi dispiace también, colega —respondió.

Se volvió hacia la ventanilla y observó el paisaje italiano, que pasaba a toda velocidad: viñas llenas de hojas, extraordinarias fincas antiguas, olivares que ascendían por las colinas, pueblos de montaña en la distancia, y todo ello coronado por un cielo azul sin nubes. El Paraíso, pensó. Y después añadió irónicamente: perdido.

Ya había hablado con antelación con la cárcel donde estaba Azhar para hacer los preparativos. Él estaba preparado cuando llegaron: ya no era un preso con un mono, sino un caballero científico con su camisa blanca y sus pantalones, liberado ante el policía que le había investigado y la que ahora era su amiga más testaruda, que le esperaban. El ispettore Lo Bianco mantuvo una distancia respetuosa cuando Barbara y Azhar se saludaron.

Habló con el pakistaní en voz baja, caminando delante de Salvatore, entrelazando su brazo con el de él, en un gesto que solo demostraba una buena amistad, y acercándose para decirle:

—Escúchame, Azhar. Esto no es lo que parece. Me refiero a tu liberación. No es como parece.

Él la miró rápidamente, confuso.

—No se ha terminado —le aclaró.

Le contó rápidamente lo del artículo de Corsico, que habría salido en The Source esa mañana. Doughty se lo había contado todo a Corsico, le dijo, para salvar el cuello. Nombres, fechas, lugares, el dinero que había cambiado de manos, lo del pirata informático, toda la información. Ella había intentado evitar que escribiera el artículo, le aseguró. Había rogado. Y suplicado. Había intentado hacerle reaccionar. Pero no lo había conseguido.

—¿Y qué significa eso? —preguntó Azhar.

—Ya lo sabes. Azhar. Lo sabes. Los periodistas italianos se harán eco de la historia a lo largo del día. Y cuando lo hagan, habrá un gran revuelo. Alguien comprobará los hechos y asignarán a Salvatore o a otro detective. Te detendrán otra vez, y yo ya he quemado todos mis puentes con Salvatore y no podré ayudarte.

—Pero, al final…, Barbara, verán que no tenía elección después de que Angelina se fuera de Londres y se llevara a Hadiyyah lejos de mí. Tendrán compasión. Serán…

—Escucha. —Le agarró el brazo con más fuerza—. Los Upman están aquí, en Lucca. Fueron a la questura ayer y seguro que hoy también van. Quieren que les entreguen a Hadiyyah. Salvatore se los quitó de encima, pero cuando la historia del secuestro salga en los periódicos de aquí… Eso suponiendo que a los Upman no los haya llamado ya Bathsheba para contarles la historia de The Source, porque entonces, créeme, exigirán que les den a Hadiyyah, porque ¿qué tipo de padre rapta a su propia hija y la oculta en un convento con una loca que cree que es monja, eh?

—Yo no quería…

—¿Crees que les importará lo que tú querías? Te odian, tú y yo lo sabemos, y pedirán la custodia de Hadiyyah solo porque te odian. Y la conseguirán. ¿A quién le importa que la niña no signifique nada para ellos? Es a ti a quien quieren hacer daño.

Se quedó en silencio. Barbara miró a Salvatore, que hablaba por el móvil todavía manteniendo una distancia respetuosa. Sabía que tenían muy poco tiempo. Su conversación ya se había alargado mucho cuando se suponía que solo le estaba dando información sobre el estado de la adorada hija de su amigo.

—No puedes volver a Londres. Ni quedarte aquí. Estás perdido de las dos formas —le dijo.

Sus labios apenas se movieron para preguntar:

—¿Y qué hago entonces?

—De nuevo, Azhar, creo que lo sabes. No tienes elección. —Esperó a que digiriera sus palabras y vio en su cara que lo había entendido, porque cerró los ojos con fuerza, y a ella le pareció ver que sus pestañas brillaban por unas lágrimas que no derramó. Continuó, aunque decirlo le provocó un dolor como si alguien le estuviera atravesando el corazón con una espada—: Todavía tienes familia allí, Azhar. La aceptarán bien. Y a ti. Habla el idioma. O al menos lo ha estado aprendiendo. Tú te has ocupado de ello.

—No lo va a entender —dijo con voz agónica—. ¿Cómo puedo hacerle esto después de lo que ha pasado ya?

—No tienes elección. Y estarás con ella para lo que necesite. La ayudarás. Harás que su vida sea extraordinaria. Se adaptará, Azhar. Tendrá tías y tíos. Y primos. Todo irá bien.

—¿Cómo puedo…?

Barbara le interrumpió, interpretando el resto de la pregunta de la única forma posible en ese momento.

—Salvatore tiene tu pasaporte, probablemente guardado bajo llave en la questura. Te lo dará, y tú, Hadiyyah y yo iremos al aeropuerto tras las despedidas cariñosas de todo el mundo… y eso. Él puede que nos lleve hasta allí, incluso, pero no se quedará a ver adónde vamos, ni siquiera si nos vamos. Yo iré a Londres. Y vosotros… adonde sea que podáis ir para coger un vuelo a Lahore. Fuera de Italia. ¿París? ¿Fráncfort? ¿Estocolmo? No importa siempre y cuando no sea Londres. Vas a hacer lo que tengas que hacer porque es la única opción que te queda. Y lo sabes, Azhar. Lo sabes muy bien.

La miró y ella vio que sus ojos oscuros estaban llenos de lágrimas.

—¿Y tú, Barbara? —dijo—. ¿Qué va a pasar contigo?

—¿Conmigo? —Intentó sonar despreocupada—. Yo me enfrentaré a lo que sea que me espera en Londres. Ya lo he hecho antes, sobreviviré. Enfrentarme a las cosas es mi especialidad.

Lucca, la Toscana

La primera parada era la Torre Lo Bianco, donde Hadiyyah se lanzó a los brazos de su padre y enterró la cara en su cuello. Él la abrazó con fuerza.

—Barbara me dijo que estabas ayudando a Salvatore —dijo—. ¿Le has ayudado mucho? ¿Qué has hecho?

Azhar carraspeó con fuerza. Le apartó unos mechones de pelo oscuro y dijo con una sonrisa:

—He hecho muchas, muchísimas cosas. Pero ahora tenemos que irnos, khushi. ¿Por qué no les das las gracias a la signora y al inspector Lo Bianco por haberte cuidado tan bien mientras yo estaba fuera?

La niña lo hizo. Dio un abrazo a la madre de Salvatore, que le dio un beso, se emocionó y la llamó bella bambina, y después abrazó a Salvatore, que, cuando le dio las gracias, dijo: «Niente, niente». Pidió a los dos que le dijeran arrivederci a Bianca y a Marco, y después le dijo a Barbara:

—¿Tú también te vienes a casa?

Barbara le dijo que sí, y pronto estaban llevando sus maletas a donde Salvatore había dejado el coche y se encaminaron a la questura. En todo momento, Barbara estuvo buscando alguna señal de que la historia de primera página de Mitch Corsico hubiera llegado a Italia. También buscó a los Upman en todas las esquinas y detrás de todos los arbustos, mientras recorrían la viale que rodeaba la muralla.

En la questura las cosas fueron muy rápido. Barbara se sintió muy agradecida. Salvatore devolvió el pasaporte a Azhar, y Hadiyyah se quedó con Ottavia Schwartz mientras llamaban a la traductora pechugona para que Azhar pudiera oír una explicación de boca del inspector de cómo había muerto Angelina Upman tras ingerir una cepa letal de E. coli. Se tapó la boca con la mano mientras escuchaba. El dolor que había en sus ojos era evidente. Señaló que si hubiera sido él quien hubiera bebido el vino era probable que hubiera sobrevivido a la enfermedad. Pero como quien lo bebió fue Angelina, que ya estaba mal por el embarazo, los médicos no habían entendido la situación hasta que fue demasiado tarde.

—No le deseaba nada malo —concluyó—. Supongo que lo sabe, inspector.

—Pues a ti sí te lo deseaban, y mucho, Azhar —intervino Barbara—. Y seguro que no habrías ido al hospital si hubieras enfermado. Habrías pensado que habías cogido algún virus: en el vuelo, en el agua, donde fuera, ¿no? Habrías pasado el primer ataque de esa cosa, pero el siguiente hubiera sido un ataque más fuerte que te habría frito los riñones; probablemente también habrías muerto. Puede que Lorenzo no supiera nada de esto, pero tampoco le importaba. Lo que quería era hacerte sufrir, con la esperanza de que ese sufrimiento te sacara de la vida de Angelina.

Salvatore escuchó la traducción de todo eso. Barbara miró en su dirección, vio de nuevo la seriedad de su expresión, pero también se dio cuenta de la gran amabilidad que había en sus ojos. Sabía que había algo más que decir antes de que el funesto artículo de Corsico sobre el secuestro llegara a los periódicos italianos.

Se dirigió a Azhar y le dijo:

—¿Te importa dejarme un momento con…? —Y señaló con la cabeza a Salvatore.

Él dijo que por supuesto, que estaría con Hadiyyah, que la esperarían, y la dejó con Salvatore y la traductora, a la que Barbara dijo:

—Por favor, dígale que lo siento. Dígale que no era nada personal, nada de lo que he hecho. No pretendía ser una traición ni quería utilizarle ni nada parecido, aunque sé muy bien que eso es lo que parece. Dígale… Tenía a ese periodista de Londres pegado a los talones… Ese tío vestido de cowboy que vio… Estaba aquí para ayudarme con lo de Azhar. Azhar es vecino mío en Londres, y cuando Angelina le arrebató a Hadiyyah, se quedó… Salvatore, estaba deshecho. Y no podía dejarle así, hundido. Hadiyyah es toda la familia que le queda en Inglaterra, así que le ayudé. Y todo esto…, todo lo que ha pasado… ¿Puedo decir que ha sido para ayudar a Azhar? Eso ha sido todo, la verdad. Porque ese periodista tiene otro artículo que va a publicar y… En realidad, eso es todo lo que puedo decir. Eso es todo. Eso y que espero que lo entienda.

Salvatore escuchó la traducción, que fue casi tan rápida como la forma de decirlo de Barbara. Pero no miraba a la traductora. Permaneció como había estado antes, con la mirada fija en Barbara.

Al final de la traducción se quedó en silencio. Barbara entendió que no respondiera, y la verdad es que no quería que le contestara nada. Porque iba a querer perseguirla y estrangularla cuando descubriera cuál había sido su siguiente jugada, así que conseguir que la perdonara justo antes de que le traicionara otra vez… No sabía si podría soportarlo.

—Así que solo me queda decir gracias y adiós. Podemos coger un taxi que nos lleve al aeropuerto o…

Salvatore la interrumpió. Habló en voz baja y con algo que no sabía si era amabilidad o resignación. Esperó a que terminara y después interpeló a la traductora:

—¿Qué?

—El ispettore ha dicho que ha sido un placer conocerla —respondió la traductora.

—Ha dicho algo más que eso. Ha hablado un rato. ¿Qué más ha dicho?

—Que os buscará un transporte hasta el aeropuerto.

Asintió. Y se vio obligada a añadir:

—¿Eso es todo?

La traductora miró a Salvatore y después a Barbara. Una leve sonrisa apareció en sus labios.

—No. El ispettore Lo Bianco ha dicho que cualquier hombre en este mundo se sentiría muy afortunado de tener en su vida una amiga como usted.

Barbara no estaba preparada para eso. Sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

—Gracias. Gracias. Grazie, Salvatore. Grazie y ciao.

Niente —contestó Salvatore—. Arrivederci, Barbara Havers.

Lucca, la Toscana

Salvatore esperó, pacientemente como siempre, en la antesala del despacho de Piero Fanucci. Pero esta vez no era porque Piero le estuviera obligando a esperar o porque il Pubblico Ministero estuviera reprendiendo a alguien dentro de su sancta sanctorum. Era porque Piero aún no había vuelto de comer. Había salido más tarde de lo habitual, descubrió Salvatore, tras una reunión que se había alargado con los tres avvocati que representaban a la familia de Carlo Casparia. Habían venido para hablar de unas acusaciones nada insignificantes de detención ilegal, encarcelamiento injustificado, interrogatorios sin un avvocato presente, confesiones obtenidas bajo coacción y de haber arrastrado el nombre de la familia por el fango. A menos que todos esos temas se resolvieran de una forma satisfactoria para la famiglia Casparia, il Pubblico Ministero podía estar seguro de que iba a sufrir una revisión de su investigación.

Il Drago evidentemente había hecho lo que solía al oír esa amenaza velada. Había escupido su fuego sobre el segreto investigativo a los serenos abogados. No tenía obligación de decirles nada, declaró. El secreto judicial era lo que primaba, y no sus demandas lastimeras en nombre de los Casparia.

Pero a los avvocati no les impresionó con eso. Si así era como quería proceder, informaron al magistrato, que así fuera. Y dejaron el resto de lo que habían dicho en el aire. Pronto recibiría noticias de ellos.

Salvatore se enteró de todo eso por la secretaria de Piero. Había estado presente para tomar notas, algo que estuvo encantada de contarle. Tenía intención de que su trabajo como secretaria sobreviviera a Piero. Y llevaba mucho tiempo esperando que sobrevivir a Piero significara ver como le destituían sumariamente de su puesto. Y eso ahora parecía muy probable.

Salvatore analizó la información mientras esperaba. La puso en la balanza en la que había estado sopesando su siguiente jugada tras la partida de Barbara Havers y sus vecinos londinenses. Le había entristecido enormemente ver marchar a aquella desaliñada mujer británica. Sabía que debería seguir furioso con ella, pero se dio cuenta de que furia no era una de las cosas que sentía. Más bien se sentía inclinado a ponerse de su lado. Así que cuando los Upman llegaron a la questura algo más tarde esa misma mañana, se ocupó de ellos no haciéndoles ni caso. Su nieta estaba con su padre, les dijo a través de la traductora. Por lo que le habían dicho iban a abandonar Italia. No podía ayudar al signore y a la signora. Tampoco podía hacer nada para quitarle la custodia de Hadiyyah a su padre.

Mi dispiace e ciao —les dijo.

Si querían saber más, en especial sobre su hija Angelina, deberían contactar con Aldo Greco, que hablaba su idioma perfectamente. Y si no querían saber la verdad sobre la muerte de Angelina, podían volver a Londres. Era allí y no en Italia donde podían dirimir el asunto de quién debía tener la custodia de Hadiyyah.

El episodio subsiguiente del señor Upman echando espuma por la boca no conmovió a Salvatore en absoluto. Dejó al hombre de pie en la recepción, adonde había acudido para hablar con ellos.

Entonces llegó la llamada del telegiornalista que le había proporcionado a Barbara y al cowboy de Londres la grabación del día que Lorenzo Mura le puso delante a Taymullah Azhar la copa de vino contaminada. Ese hombre le habló de una noticia que había salido esa misma mañana en un giornale de Londres, que le había llegado de primera mano a través de un reportero que trabajaba para un tabloide llamado The Source. Hablaba de un cuidadoso plan para secuestrar a Hadiyyah, un plan que había ideado su padre. Nombres, fechas, intercambios de dinero, coartadas fabricadas, gente contratada… ¿Iba a investigar ese asunto el ispettore Lo Bianco?, le preguntó el telegiornalista.

Purtroppo no, fue la respuesta de Salvatore. Porque, como el telegiornalista seguro que sabía, el caso de secuestro había sido asignado a Nicodemo Triglia semanas atrás. Así que Salvatore no tenía nada que hacer a la hora de investigar esas informaciones.

¿Y sabía adónde habían ido Taymullah Azhar y su hija? Porque el telegiornalista había sabido que a Azhar le habían soltado y que Lo Bianco y la detective inglesa, Barbara Havers, que le acompañaba lo habían recibido. ¿Adónde los había llevado el inspector Lo Bianco?

Aquí, por supuesto, le dijo Salvatore. El professore había recogido su pasaporte y se había marchado, como estaba en su derecho de hacer.

¿Marchado? ¿Adónde?

Non lo so —dijo Salvatore. Había sido muy precavido en ese tema. Fueran adonde fueran, no deseaba saberlo. Su destino ya no estaba en sus manos y quería que las cosas siguieran así.

Cuando por fin Piero Fanucci volvió de su pranzo, parecía totalmente recuperado de cualquier preocupación que le hubiera podido producir su conversación con el equipo de avvocati de la familia Casparia. Salvatore pensó distraídamente que medio litro de vino habría ayudado a disipar esas preocupaciones, pero, a pesar de todo, saludó a Piero muy efusivamente y siguió al magistrato a su despacho.

Solo había ido allí para hablar de la muerte de Angelina Upman y de la culpabilidad de Lorenzo Mura. En la sala de interrogatorios de la questura, Mura lo había confesado todo, deshecho. Con la ayuda de Daniele Bruno y su disposición a testificar en el juicio que siguiera a los acontecimientos asociados con su reunión con Mura en el Parco Fluviale, a Salvatore le parecía que la investigación estaba terminada. Mura no quería que muriera su mujer, explicó al magistrato. No quería que bebiera el vino que contenía la bacteria. Lo había puesto ahí para el pakistaní que había venido a ayudar en la búsqueda de su hija. No sabía que, como musulmán que es, Taymullah Azhar no bebe vino.

Cuando Salvatore acabó su explicación, Piero dijo:

—Todo lo que me estás dando es circunstancial, ¿no?

Lo era, claro. Pero las circunstancias resultaban condenatorias, afirmó Salvatore.

—De todas formas, lo dejo en tus manos y confío en tu sabiduría, magistrato, en cuanto a la decisión sobre cómo acusar al signor Mura. Has demostrado tener razón en tantas cosas que confío en cualquier decisión que tomes una vez que hayas leído todos los informes.

Los informes estaban en las carpetas que llevaba Salvatore. Se las dio y Piero Fanucci las colocó sobre una pila de carpetas que estaba esperando que las examinara.

—La familia Mura… —añadió Salvatore.

—¿Qué pasa con ellos?

—Han contratado a un avvocato de Roma. Me ha parecido entender que quiere llegar a un acuerdo con usted.

—Bah —dijo Piero desdeñosamente—. Romanos…

Salvatore hizo una breve reverencia formal, solo una inclinación de la cabeza para indicar que aceptaba la opinión de Piero sobre cualquier abogado que viniera de Roma, ese centro y caldo de cultivo de escándalos políticos. Se despidió y después se volvió para irse.

—Salvatore —le llamó Piero, que se detuvo. Esperó educadamente mientras el hombre pensaba lo que iba a decir. No le sorprendió oír que le decía—: Nuestra pequeña… rencilla en el Orto Botanico… Lamento profundamente haber perdido el control así, Topo.

—Esas cosas pasan cuando se exacerban las pasiones —le dijo Salvatore—. Te aseguro que por mi parte está todo olvidado.

—En ese caso, por la mía también. Ci vediamo?

Ci vediamo, d’acordo —accedió Salvatore.

Y salió del despacho. Le vendría bien una breve passeggiata, decidió, así que dio un pequeño rodeo en vez de ir directamente hacia la questura. Caminó en dirección opuesta, diciéndose que el buen tiempo y el ejercicio le vendrían bien. Que ese ejercicio le llevara a la Piazza dei Cocomeri no tenía importancia. Que en la piazza hubiera un gran quiosco de periódicos era pura coincidencia. Que el giornalaio vendiera periódicos en inglés, francés y alemán, además de en italiano, era solo un descubrimiento muy curioso. Pero todavía no tenían la edición de ese día de The Source. Los periódicos británicos normalmente llegaban por la tarde, tras traerlos en avión a Pisa y después transportarlos desde el aeropuerto. Si el ispettore quería que le guardara una copia, no había problema.

Salvatore dijo que sí, que quería una copia de ese periódico. Pagó, se despidió del giornalaio y siguió su camino. Certo, podía haber utilizado Internet para ver la edición del tabloide. Pero siempre le había gustado la sensación de un verdadero periódico entre los dedos. Y aunque no supiera suficiente de ese idioma para leer lo que ponía en las páginas del tabloide, ¿qué importaba? Ya encontraría a alguien que se lo tradujera. Eso haría, decidió.

Victoria, Londres

La tercera reunión de Isabelle Ardery con el ayudante del comisario se produjo a las tres en punto. Lynley se enteró del modo acostumbrado. Dorothea Harriman le informó en voz baja de que, antes de eso, había habido una avalancha de llamadas de la OID1, seguidas de una larga reunión en el despacho de Isabelle con uno de los ayudantes del comisario en funciones. Ante la pregunta de Lynley sobre cuál de los ayudantes era el que se había reunido con Ardery, Dorothea respondió bajando la voz aún más. Era el que estaba a cargo de la gestión del personal policial, le contó. Había intentado enterarse de qué pasaba, pero todo lo que podía decirle era que la superintendente Ardery había pedido una copia del acta policial del día anterior por la tarde.

Lynley escuchó lo que le contaba y sintió un peso en el corazón. Despedir a un policía era algo desmesuradamente complejo. No era cuestión de solo decir: «Vale, a la calle. Vacía tu mesa», porque a una frase así le seguiría un pleito con tanta seguridad como que el día seguía siempre a la noche. Así que Isabelle estaba siendo necesariamente concienzuda a la hora de sustentar su caso y, aunque le dolía, Lynley se dio cuenta de que era comprensible.

Llamó al móvil de Barbara. Si no podía hacer más, al menos podía prepararla para la que le iba a caer cuando volviera a Londres. Pero no respondió, así que le dejó un mensaje muy normal pidiendo que le llamara en cuanto pudiera. Esperó cinco minutos y llamó a Salvatore Lo Bianco.

Estaba intentando contactar con la sargento Havers, le dijo al italiano. ¿Estaba con él? ¿Sabía dónde estaba? No respondía al móvil y…

—Sospecho que estará en un avión —le dijo Salvatore—. Se fue de Lucca a mediodía con el professore y la pequeña Hadiyyah.

—¿Volvían a Londres?

—¿Adónde si no, amigo mío? —contestó Salvatore—. Ya hemos acabado aquí. Le he dado mi informe al magistrato esta tarde.

—¿Y qué acusaciones va a presentar, Salvatore?

—Le confieso que no lo sé. El caso de la muerte de la signora Upman ha dado como culpable al signor Mura. En cuanto al secuestro de Hadiyyah… Eso me lo quitaron de las manos hace mucho tiempo, como ambos sabemos. Eso también está en manos del magistrato. Y Piero… Ah, Piero hace las cosas a su manera. Ya he aprendido a no intentar dirigirle.

Esa era toda la información que Salvatore podía darle. Lynley tuvo la clara sensación de que estaba ocurriendo algo más de lo que Salvatore quería contarle por teléfono. Pero, fuera lo que fuera, se quedaría en Italia hasta que Lynley volviera a viajar a Lucca.

Dorothea Harriman le llamó cuando estaba hablando con Salvatore. El inspector John Stewart estaba reunido con la superintendente en ese momento. Se ha llevado a la reunión una copia de un tabloide, inspector Lynley. Harriman creía que era The Source, pero no estaba segura.

Lynley llamó a Barbara otra vez. Y de nuevo salió el buzón de voz. Una frase hosca con tono impaciente: «Havers. Deja tu mensaje». Le dijo que le llamara cuanto antes. Y añadió: «Salvatore me ha dicho que estarás en un vuelo de camino a Londres. Tenemos que hablar antes de que vengas a la Met, Barbara». No quería decir más que eso. Pero esperó que notara la urgencia en su voz.

Una hora después tenía un nudo en el estómago. Se dio cuenta de que, no solo era algo totalmente impropio de él, sino también que era una indicación de lo poco que podía hacer llegados a ese punto para detener la enorme bola que bajaba a toda velocidad por la ladera helada sobre la que había estado encallada. Cuando el teléfono de su mesa sonó, lo cogió rápidamente.

—Barbara —dijo.

—Soy yo. —Era Dorothea—. No hay moros en la costa. El inspector Stewart ha salido de la oficina. Y su expresión no me ha gustado nada.

—¿De triunfo?

—No lo sé, inspector Lynley. Han levantado la voz un par de veces ahí dentro, pero nada más. Ahora está sola. He pensado que querría saberlo.

Fue a ver a Isabelle inmediatamente. De camino se encontró con John Stewart en el pasillo. Como Harriman le había dicho antes, el otro inspector tenía un tabloide. Lo llevaba enrollado. Cuando Lynley saludó con la cabeza y pasó a su lado, Stewart le detuvo. Lo hizo con un movimiento brusco, estrellando el periódico enrollado contra el pecho de Lynley. Se acercó demasiado y, cuando habló, Lynley notó el olor acre de su aliento. Sintió ganas de estrellar a aquel tipo contra la pared y ponerle una mano en la garganta, pero se contuvo y dijo:

—¿Algún problema, John?

Stewart habló con los dientes apretados.

—Crees que habéis sido discretos, vosotros dos. Creías que nadie sabía que te la estabas tirando, ¿no? Pues eso ya lo veremos, tú y yo. Esto no ha acabado, Tommy.

Lynley sintió que todos sus músculos se ponían tensos y que la única liberación posible para esa energía reprimida era tirar a Stewart al suelo y darle unas cuantas patadas. Pero había demasiado en juego, y la verdad era que no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Así que solo dijo:

—¿Perdón?

—Ya veo —dijo con una mueca Stewart—. Ahora te pones pijo. No me esperaba otra cosa de ti. Quítate de mi camino o…

—John, me da la impresión de que eres tú quien está en mi camino —dijo Lynley con toda la tranquilidad del mundo. Le quitó de la mano el tabloide que todavía tenía apoyado contra su pecho—. Pero gracias. Me resultará una lectura amena para esta noche, antes de cenar.

—Eres un cabrón. Los dos lo sois. Los tres. Todos desde aquí hasta lo más alto. —Tras decir eso, Stewart le empujó para pasar.

Lynley siguió su camino. Abrió el tabloide para ver la primera página. No le sorprendió ver la firma de Mitchell Corsico. Ni tampoco el titular: «El padre estaba detrás del secuestro de su propia hija». No necesitó leer el artículo para saber que todo eso había salido de Dwayne Doughty. El investigador privado era un maestro, se dijo, el ratón que podía sacar el queso de la trampa sin acercarse siquiera al resorte que podía matarlo.

Cuando llegó adonde estaba Dorothea Harriman, señaló con la cabeza la puerta cerrada de Isabelle. Ella dijo que iba a preguntar y utilizó el teléfono. ¿Estaba la superintendente disponible para ver al inspector Lynley? Escuchó un momento y después le dijo a Lynley que le diera a su superior cinco minutos.

Los cinco minutos se alargaron hasta diez, y después quince, antes de que Isabelle abriera la puerta de su despacho.

—Entra, Tommy. Y cierra la puerta. —Y cuando lo hizo, ella dejó escapar un tremendo suspiro. Señaló su móvil y dijo—: No debería ser tan complicado planear unas vacaciones en las Highlands. Bob me ha estado diciendo que eso es «fuera del país» y que él es quien tiene la custodia, etc. ¿A quién le puede extrañar que me diera a la bebida? —Y cuando la atravesó con la mirada, dijo—: Es broma, Tommy.

Fue a su mesa y se dejó caer en la silla. Extrañamente se quitó su sencillo collar, lo dejó caer en la mesa y se frotó la parte de atrás del cuello.

—Tengo un nervio pinzado —le dijo—. Estrés, supongo. Han sido unos días muy duros.

—He visto a John en el pasillo.

—Ah, bueno. Se ha sorprendido. Pero es comprensible. No sabía que le estaban investigando, pero ¿qué se esperaba si no?

Lynley la observó. En su cara no había nada más que lo que tenía que haber.

—No sé si lo he entendido —confesó.

Ella siguió masajeándose los músculos tensos de su cuello.

—No estaba muy segura de cómo irían las cosas cuando la asigné a su equipo y después la reasigné, pero creía que la antipatía que sentía le podría, como así fue. Ella le puso delante el señuelo y él salió corriendo tras él. Seguro que hay alguna metáfora con el tema de la caza del zorro que un hombre con tu educación podría encontrar…

—Yo no cazo —le dijo—. Bueno, fui una vez, y me resultó más que suficiente.

—Hum. Vale. Supongo que eso es lógico, ¿no? Yo diría que siempre has sido un traidor a tu clase. —Le sonrió—. ¿Cómo estás, Tommy? —preguntó—. Estos días parecías… más alegre. ¿Has conocido a alguien?

—Isabelle, ¿qué es lo que está pasando exactamente? Hillier, la OID1, el ayudante del comisario que se ocupa de la gestión del personal…

—Van a trasladar a John Stewart, Tommy —le dijo—. Creía que habías entendido de qué estaba hablando. —Volvió a ponerse el collar en el cuello y se abrochó la blusa—. Ordené a Barbara que le provocara. Tenía que hacer un mal uso de su tiempo constantemente para ver si él se aprovechaba de su autoridad y se decidía a hacerle una investigación no autorizada. Y eso es exactamente lo que hizo, como prueban los informes que me estuvo entregando desde el principio. Por supuesto, librarnos de él del todo era virtualmente imposible, pero la OID1, Hillier y el representante de gestión del personal han creído que un traslado a Sheffield es justo lo que John necesita. Para aprender cómo operar de forma eficaz dentro de los límites que establece la jerarquía.

El alivio que sintió Lynley fue enorme. Y también su gratitud.

—Isabelle…

—En todo momento, Barbara ha representado su papel muy bien. Se podría creer que de verdad estaba haciendo las cosas mal. ¿No te parece?

—¿Por qué? —preguntó—. Isabelle, ¿por qué? Con todo el riesgo que corrías…

Le miró extrañada.

—Me confundes, Tommy. No sé a qué te refieres. De todas formas, no importa, supongo. Lo importante es que el asunto de John está solucionado. No hay moros en la costa, como se suele decir. Barbara puede volver y celebrar en privado un trabajo bien hecho.

Vio que ella no iba a ceder. Las cosas tenían que ser a su manera o no había nada que hacer.

—No sé qué… Isabelle, gracias. Querría decir que no te arrepentirás, pero Dios sabe que eso no es muy probable.

Le miró fijamente un momento. Durante un segundo vio en su cara a la mujer cuyo cuerpo había disfrutado entre las sábanas. Después, esa mujer desapareció y supuso que lo había hecho para siempre. Y sus siguientes palabras lo confirmaron.

—Jefa, Tommy —le dijo—. O señora. O superintendente. Pero no Isabelle. Espero que te quede claro.