18 de abril

Victoria, Londres

Se ha vuelto loca. —Así fue como respondió Isabelle Ardery a la petición de Barbara. Y añadió—: Regrese al trabajo, sargento, y no volvamos a tocar el tema.

—Usted sabe que necesita un oficial de enlace —respondió Barbara a la orden de su oficial superior.

—Yo no sé nada de eso —le dijo la otra—. Y no tengo intención de enviarla a usted ni a ninguna otra persona a entrometerse en una investigación en el extranjero.

Estaba hablando con alguien por teléfono cuando Barbara entró en el despacho. Planificando una larga celebración, sin duda. El anuncio había llegado treinta minutos antes de boca del ayudante del comisario, sir David Hillier, que había honrado con su rubicunda presencia ese lado de los dos enormes bloques que ocupaba New Scotland Yard. Informó a los oficiales allí reunidos de la noticia de que desaparecía —permanentemente— el «en funciones» del cargo de superintendente detective que hasta el momento había acompañado al nombre de Isabelle Ardery. Felicitaciones por todas partes y que fluya el champán. Fueran cuales fueran los aros por los que hubiera tenido que pasar durante los últimos nueve meses, Isabelle Ardery aparentemente había conseguido catapultarse para atravesarlos todos.

Azhar había salido a primera hora de la mañana para ir con Angelina Upman y Lorenzo Mura a Lucca. Barbara estaba decidida a seguir sus pasos. Lo había pensado todo —cómo debería suceder al menos— y acababa de terminar de presentarle el asunto a la superintendente.

A ella le había parecido perfectamente lógico. Una ciudadana británica había desaparecido en suelo extranjero. Era posible que la hubieran secuestrado. Cuando se producía un delito de ese estilo, normalmente se asignaba un oficial de enlace para salvar la brecha cultural, lingüística, investigadora y las lagunas legales entre los dos países que se veían implicados en el asunto. Barbara quería ser ese enlace. Conocía a la familia y lo único que necesitaba para poder irse era que la superintendente Ardery le diera su aprobación.

Sin embargo, ella no veía las cosas así. Escuchó a Barbara mientras le contaba todo el asunto, empezando por la desaparición de Hadiyyah en noviembre en compañía de su madre y terminando con su actual desaparición en un mercado lleno de gente en Italia. Atendió sin hacer otras preguntas aparte de para clarificar nombres, lugares y relaciones, y cuando Barbara concluyó, esperando oír el lógico: «claro, debes ir a la Toscana inmediatamente» que ella creía que le iba a llegar sobre las verbales alas de cien ángeles, Ardery señaló lo que denominó «unos cuantos detalles importantes que la sargento aparentemente había pasado por alto».

Lo primero era que la embajada británica no estaba implicada en el asunto. Nadie los había llamado, ni había ido allí, ni había enviado un telegrama, un e-mail, un fax, ni siquiera una señal de humo, y sin la colaboración de la embajada —diplomáticos echando aceite en las potenciales aguas turbulentas por la incursión de la Met en el terreno de otros—, la policía no se metía en ningún asunto como un elefante en una cacharrería, inmiscuyéndose además en una investigación en la que no los querían.

Lo segundo que señaló la superintendente fue que el objetivo de un oficial de enlace era, precisamente, enlazar, lo que, como ambas sabían, significaba mantener a la familia en el Reino Unido informada de todo lo relativo a la investigación que se producía en tierras extranjeras. Pero los padres de la niña estaban en Italia, ¿no? O al menos de camino a Italia, según las propias palabras de la sargento. Además, la madre de la niña vivía en Italia, ¿no? ¿En algún lugar de Lucca? ¿A las afueras de Lucca? ¿En las cercanías de Lucca? Y con un ciudadano italiano, ¿verdad? Así que no tenía necesidad de solicitar un oficial de enlace. Por lo tanto, no había caso que requiriera que enviaran a la sargento detective Barbara Havers a la Toscana para ayudar en lo que fuera que estaba sucediendo.

—Lo que está sucediendo —dijo Barbara— es la desaparición de una niña de nueve años. Una niña de nueve años «británica». Nadie vio lo que pasó. Y lo que fuera que «pasara» sucedió en medio de un mercado. Un mercado lleno de gente con cientos de testigos que aparentemente no vieron nada.

—Por lo que sabemos hasta ahora —apuntó Ardery—. No han podido hablar con todos ellos a estas alturas. ¿Cuánto tiempo lleva desaparecida la niña?

—¿Y eso qué importa?

—No creo que tenga que explicarle eso precisamente a usted.

—Maldita sea, usted sabe que las primeras veinticuatro horas son cruciales. Y ahora ya han pasado cuarenta y ocho.

—Y le aseguro que la policía italiana también lo sabe.

—Le dicen a Angelina…

—Sargento. —La voz de Isabelle había sido firme en todo momento, pero no falta de compasión a pesar de lo que le estaba diciendo. Pero ahora sonaba más dura—. Ya le he presentado los hechos. Parece que cree que en este asunto tengo un poder que no tengo. Cuando un país extranjero…

—¿Qué parte de todo esto no entiende, joder? —la interrumpió Barbara—. Se la han llevado en un lugar público. Puede que ya esté muerta.

—Es posible. Y si ese es el caso…

—Pero ¿se está oyendo? —chilló Barbara—. Estamos hablando de una niña. Una niña que conozco. Y usted dice que «es posible» como si hablara de un pastel que ha estado demasiado tiempo en el horno. Es posible que se haya quemado. Es posible que el queso tenga moho. Es posible que la leche esté agria.

Isabelle se puso en pie.

—Espero que se controle ahora mismo —le ordenó—. Está demasiado implicada en el asunto. Incluso aunque la embajada llamara y requiriera la presencia de la Met inmediatamente, usted sería la última oficial que consideraría adecuado enviar. No conserva ni una pizca de objetividad, y si no entiende que la objetividad es especialmente crucial cuando hablamos de la comisión de un delito, entonces tendrá que volver adonde le enseñaron a ser policía y dar un repaso a las lecciones.

—¿Y si algo así le ocurriera a uno de sus hijos? —preguntó Barbara—. ¿Podría usted ser muy objetiva?

—Sin duda se ha vuelto loca —concluyó Isabelle, y añadió la orden de que volviera inmediatamente al trabajo.

Barbara salió como una tromba del despacho. En ese momento ni siquiera recordaba cuál era el trabajo al que se suponía que tenía que volver. Se dirigió a su mesa donde la pantalla del ordenador intentó recordárselo, pero no podía pensar y no sería capaz de dar pie con bola, a menos que (o más bien hasta que) pudiera ir a Italia.

Lucca, la Toscana

El inspector jefe Salvatore Lo Bianco tenía un ritual a última hora de la tarde que cumplía siempre que podía ir a casa a cenar. Con una taza de caffè corretto en la mano, subía a lo más alto de la torre donde vivían él y su mamma, y allí, en el jardín de la azotea perfectamente cuadrada, se lo bebía en absoluta paz viendo el atardecer. Le encantaban los atardeceres y cómo acariciaban los edificios antiguos de la ciudad. Pero más que los atardeceres, le encantaba el tiempo que pasaba allí sin su mamma. Con setenta y seis años y una cadera muy maltrecha, ya no podía subir a lo más alto de la torre Lo Bianco, la torre que había sido el hogar familiar durante generaciones. Los dos últimos tramos de escaleras eran de peldaños metálicos y estrechos, y si pisara mal alguno de ellos, sería su perdición. Salvatore no quería poner en peligro a su madre, aunque odiaba vivir con ella tanto como a ella le encantaba tenerle en casa de nuevo.

Que Salvatore hubiera vuelto a casa significaba que ella tenía razón, y a su madre le gustaba mucho más tener razón que estar contenta o incluso en estado de gracia. Había vestido de negro desde el día que llevó a su casa a la chica sueca que conoció dieciocho años atrás en la Piazza Grande, y a esa enloquecedora forma que había elegido para trasmitir su desagrado —incluso había ido de negro a su boda—, ahora le había añadido la costumbre de llevar un rosario consigo todo el tiempo. Había estado pasando cuentas entre los dedos desde la noche en que Salvatore le reveló que Birgit y él se iban a divorciar. Se suponía que él tenía que pensar que su mamma rezaba para que Birgit recuperara la razón y le pidiera a su marido que volviera a la casa familiar en Borgo Giannotti, justo al otro lado de la muralla. Pero la verdad era que estaba cumpliendo una promesa que le había hecho a la Virgen: si haces que termine el matrimonio de mi hijo con quella puttana straniera, pasaré el resto de mi vida honrándote rezando un rosario al día. O cinco. O seis. Salvatore no sabía cuántos rosarios había prometido, pero se imaginaba que debían ser muchos. Quiso decirle que la Iglesia católica no reconocía el divorcio, pero había una parte de él, como buen hijo que era, que no quería estropearle la diversión.

Salvatore se llevó su caffè a un extremo del jardín de la torre y dedicó un momento a inspeccionar las tomateras. Ya empezaban a verse frutos, que madurarían perfectamente en ese lugar tan alto. Desde allí miró en dirección a Borgo Giannotti. Tenía varias cosas en la cabeza y una de ellas era Birgit.

Su madre tenía razón, claro. Birgit fue un error en todos los aspectos. Puede que los opuestos se atrajeran, pero sus opuestos no eran de la variedad magnética: positivo y negativo se repelían. Debería haber sabido desde un primer momento que eso era lo que iba a ocurrir cuando la llevó a casa para conocer a su mamma; su reacción ante la devoción que su madre sentía por él —solo ese día le había lavado, almidonado y planchado perfectamente quince camisas— fue más o menos: «Bien, o sea, que tienes pene. ¿Y qué, Salvatore?», en vez de comprender la importancia que un hijo varón tiene en una familia italiana, en la que perpetuar el nombre y la línea familiar era fundamental para todos sus miembros. Al principio la falta de comprensión de Birgit de ese elemento de su cultura le pareció divertida. Pensó que los choques entre las tradiciones y las creencias italianas y las suecas serían mínimos con el tiempo. Pero se equivocó. Al menos no se había ido a Estocolmo con sus dos hijos cuando se separaron, lo que Salvatore le agradecía.

Lo segundo que tenía en la mente era el asunto de esa niña desaparecida. Esa niña británica. Ya era bastante malo que fuera extranjera. Pero que fuera británica lo hacía todo peor. Las alargadas sombras de los casos de Perugia y Portugal se cernían sobre el caso. Salvatore no conocía a nadie que no entendiera su deseo de que lo que había pasado en Lucca no siguiera los mismos derroteros. Reporteros de la prensa amarilla por todas partes (internacionales para empeorar las cosas), equipos de televisión acampados justo a la puerta de la questura, padres histéricos, demandas oficiales, llamadas de la embajada, disputas jurisdiccionales entre las diferentes fuerzas policiales… Las cosas no habían llegado a ese punto todavía, pero Salvatore sabía que era posible que lo hicieran.

Estaba muy preocupado. Habían pasado tres días desde la desaparición de la niña y las únicas pistas que habían encontrado provenían de un acordeonista medio borracho que tocaba los días de mercado cerca de la Porta San Jacopo y un joven drogadicto muy conocido que esos mismos días se arrodillaba en medio del camino de entrada al mercato con un cartel sobre el pecho que ponía «Ho fame», como si tuviera la esperanza de que esa declaración pudiera engañar a alguno de los transeúntes, que sin ese cartel habría sospechado, acertadamente, que tenía intención de utilizar todo el dinero que consiguiera para comprar la sustancia que necesitaba meterse. Del acordeonista Salvatore consiguió saber que la niña en cuestión iba todos los sábados de mercado a escucharle tocar. La Bella Piccola, como la llamaba él, siempre le echaba dos euros. Pero ese día le había dado siete. Primero le había echado la moneda. Y después había dejado un billete de cinco euros en la cesta. Creía que ese billete se lo había dado alguien que estaba a su lado. ¿Quién?, le preguntaron al músico. Pero no lo sabía. A su alrededor siempre había mucha gente, explicó. Allí, con su perro bailarín, él sonreía, asentía y hacía todo lo posible por entretener a la gente. Pero en los únicos que se fijaba era en los que le daban algo de dinero por su música. Por eso conocía a la Bella Piccola, por supuesto, aunque solo de vista, no de nombre. Porque, como había dicho, siempre le dejaba dinero, ispettore. Dijo esto último con una expresión que indicaba que sabía muy bien que Salvatore Lo Bianco preferiría perder un dedo antes que echar dinero en la cesta de nadie.

Cuando le preguntaron si notó algo inusual en la niña ese día, el acordeonista primero dijo que no. Pero después de pensar un momento admitió que era posible que un hombre de pelo oscuro le hubiera dado el billete de cinco euros, porque había un hombre con esa característica detrás de ella. Pero también podía habérselo dado una mujer mayor con unos pechos de piel apergaminada que le colgaban hasta la cintura. Estaba de pie justo al lado de la niña. Pero, en ambos casos, los únicos detalles que podía darle al ispettore a modo de descripción eran que él tenía pelo oscuro y ella los pechos caídos, lo que podía aplicarse al ochenta por ciento de la población. La mujer podía ser incluso la propia madre de Salvatore.

El drogadicto arrodillado añadió algunas cosas. Ese hombre —un joven infeliz llamado Carlo Casparia, la desgracia de una familia de Padua que llevaba mucho tiempo sufriendo por él— le dijo a Salvatore que la niña pasó justo a su lado. Aunque estaba mirando a lo lejos —más allá de la Porta San Jacopo para poder recibir a los compradores que entraban con su espuria declaración de que tenía hambre—, Carlo sabía que era la misma niña de la foto que estaba en las paredes, las puertas y las ventanas de toda la ciudad. Porque la niña se paró y miró a su alrededor como si estuviera buscando a alguien, y cuando vio el cartel que decía «Ho fame» se acercó a él, le dio el plátano que llevaba y se alejó. Después de eso, simplemente había desaparecido. Como si se hubiera desvanecido sin dejar rastro, por lo que parecía. Y no había más pistas.

Cuando la madre de la niña dejó claro, intercalando manifestaciones de histeria, que la niña no se había escapado, que no estaba jugando con algún amiguito en algún sitio y que ellos, la madre y su amante, habían registrado la zona, que habían mirado en todos los rincones, lo habían intentado todo y habían buscado incluso debajo de las piedras, Salvatore reunió a los sospechosos habituales. Ordenó que los llevaran a la questura, y allí, en Viale Cavour, se vio con ocho agresores sexuales, seis sospechosos de pedofilia, un ladrón reincidente que estaba a la espera de juicio y un sacerdote del que Salvatore había sospechado durante años. Pero no sacó nada de ellos. Para entonces el periódico local ya se había hecho eco de la noticia. Todavía no era algo grande —gracias a Dios no había llegado a nivel provincial o nacional—, pero lo sería si no encontraban a la niña pronto.

Se tomó el último sorbo de su caffè corretto. Después le dio la espalda al atardecer y se dirigió a la salida de la azotea que le llevaría de nuevo abajo, adonde estaba su mamma. Su móvil sonó y él miró el número. Gruñó al verlo y pensó un momento qué podía hacer.

Podía dejar que saltara el buzón de voz, pero sabía que eso no tenía mucho sentido. Quien llamaba seguiría haciéndolo cuatro veces cada hora durante toda la noche. Tuvo la tentación de tirar el móvil desde la azotea para que se estrellara en la estrecha calle de debajo, pero por fin respondió.

Pronto —dijo con un suspiro.

Y oyó lo que esperaba oír.

—Ven a Barga, Topo. Ya es hora de que tú y yo tengamos una conversación.

Barga, la Toscana

Cómo iba a vivir Piero Fanucci en un lugar al que resultara fácil llegar desde Lucca. Eso habría hecho que la vida de todo el mundo fuera más fácil, pero il Pubblico Ministero no era un hombre al que le interesara facilitarle la vida a nadie, y mucho menos a los policías que cumplían con su deber. Le gustaba vivir en las colinas de la Toscana. Y por eso vivía una de ellas. Si alguien con quien quería hablar sobre una investigación tenía que hacer un trayecto de una hora en coche sudando la gota gorda una noche de abril para llegar hasta allí, pues no le quedaría más remedio que hacerlo. Así eran las cosas.

Al menos il Pubblico Ministero no vivía en la parte antigua de Barga. Llegar a su casa habría significado entonces subir un número infinito de escaleras y cruzar el laberinto de callejuelas que llevaban al Duomo, en lo más alto de la colina. Pero, por suerte, Fanucci vivía junto a la carretera de Gallicano. Desde el pueblo que estaba en el valle había una serie de cambios de rasante con un ángulo que ponía los pelos de punta, pero al menos se podía llegar hasta allí en coche.

Cuando Salvatore llegó, supo que il Pubblico Ministero estaría solo. Su esposa estaría de camino a casa de uno de sus seis hijos. Así era como había soportado su matrimonio con Fanucci desde que esos hijos se hicieron lo bastante mayores para casarse y comprarse sus propias casas. Amante ocasional —la sufridora mujer de Gallicano que limpiaba, cocinaba y obedecía inmediatamente solo con oír una sola palabra de labios de Fanucci (resta) e iba a su dormitorio cuando acababa de cenar, sola en la cocina, y de fregar los platos después de que él cenara, solo en el comedor— también se habría ido. Fanucci estaría con su único amor verdadero, las orquídeas Cymbidium, que cuidaba con la ternura que debería demostrarle a su familia, aunque nunca lo hacía. Salvatore tendría que admirar las orquídeas que ahora estuvieran en flor. Hasta que no lo hiciera, ampliamente y con el nivel de sinceridad que requería il Pubblico Ministero, no le diría la razón por la que le había convocado en Barga.

Salvatore aparcó delante de la casa de Fanucci, una villa recia y cuadrada de color terracota rodeada de jardines de caro mantenimiento, tras una verja de hierro forjado. La verja estaba, como siempre, cerrada con llave, pero pudo entrar marcando un código.

No se molestó en entrar a la casa. En vez de eso dio la vuelta a la villa para ir a la parte de atrás, donde había una terraza con vistas a una ladera que caía hasta el valle y a las laderas de enfrente, donde se apiñaban docenas de pueblos toscanos. A esa hora ya se veían luces en esos pueblos. Una hora más tarde y serían como lentejuelas dispersas en un manto nocturno.

En el rincón más alejado de la terraza se distinguía el tejado del invernadero de las orquídeas, que estaba en el terreno que había más abajo. Unos escalones llevaban a ese terreno y al pie había un camino de gravilla. Salvatore lo siguió hasta el emparrado que daba sombra a una zona con asientos. Ahí había una mesa y varias sillas. Sobre la mesa una botella de grappa, dos copas y un plato con un tipo de biscotti que le gustaba a Fanucci. Pero il Pubblico Ministero no estaba ahí sentado. Como Salvatore había anticipado, estaba dentro del invernadero de las orquídeas, esperando sus halagos. Salvatore se preparó mentalmente y entró.

Fanucci estaba ocupado pulverizando algo sobre las hojas de una docena o más de sus plantas. Estaban sobre un banco para macetas que había a un lado del invernadero. Eran altas y delgadas como suelen ser las orquídeas, atadas a una cañita de bambú para mantenerlas rectas, y cada una con una sola columna de flores que Fanucci estaba protegiendo tiernamente del pulverizador. Tenía las gafas apoyadas en la punta de la nariz y un cigarrillo liado a mano entre los labios. La tripa le caía sobre el cintura que le ceñía los pantalones.

Fanucci no apartó la vista de lo que estaba haciendo. No dijo nada. Eso le dio tiempo a Salvatore para analizar a su superior en un intento de saber qué podía esperar de él durante ese encuentro. Porque Fanucci era conocido por ser imprevisible, Il Drago para algunos, Il Vulcano para otros.

También era el hombre más feo que Salvatore había visto en su vida: muy moreno, como los contadini de Basilicata, su lugar de nacimiento; sufría la maldición de unas verrugas que le cubrían la cara de tal forma que solo San Rocco podría curar; además tenía un sexto dedo en la mano derecha que movía cuando hablaba, seguramente para leer en las caras de sus interlocutores el grado de aversión que sentían por él. Su apariencia había sido un tormento durante su juventud pobre, pero había aprendido a utilizarla. Con su edad y su nivel de éxito actual, podría hacer algo para normalizar esos rasgos, pero se negaba a hacerlo. Le eran muy útiles.

—Hermosas como siempre, magistrato —dijo Salvatore—. ¿Cómo se llama esta? —Y le señaló una flor cuyos pétalos fucsias tenían trazas de amarillo que se colaban en el interior de la flor como rayitos de sol que desaparecieran en la noche.

Fanucci miró un segundo la orquídea. La ceniza del cigarrillo le cayó en la pechera de la camisa blanca, que ya tenía manchada de aceite de oliva y de salsa de tomate, pero eso no preocupaba en absoluto a Fanucci, que, obviamente, no tenía que lavar la ropa.

—Esa no sirve para nada —contestó—. Solo da una flor por temporada. Debería tirarla a la basura. No sabes nada de flores, Topo. Siempre pienso que aprenderás, pero no hay manera.

Dejó el pulverizador. Dio una calada al cigarrillo y tosió. Era una tos profunda y se oían las flemas y el aire que silbaba en el pecho. Fumar era un suicidio para ese hombre, pero no lo dejaba. Había muchos oficiales tanto en la polizia di stato como en los carabinieri que estaban deseando que ese hábito pudiera con él de una vez.

—¿Qué tal está tu mamma? —le preguntó Fanucci.

—Igual que siempre —contestó Salvatore.

—Esa mujer es una santa.

—Eso me ha hecho creer a mí también.

Salvatore caminó hasta el final del banco, admirando las flores al pasar. El aire dentro del invernadero olía muy bien por el aroma de la tierra fértil. Salvatore pensó cuánto le gustaría sentirla entre los dedos, rica, margosa y deshaciéndose con facilidad. Había una honradez en la tierra que le gustaba. Era lo que era y hacía lo que hacía.

Fanucci acabó con los cuidados nocturnos de sus orquídeas y salió del invernadero. Salvatore le siguió. Ya en la mesa, sirvió dos copas de grappa. Salvatore habría preferido San Pellegrino, pero aceptó la grappa como se esperaba de él. Lo que sí rechazó fueron las biscotti. Se dio unos golpecitos sobre el estómago y emitió unos sonidos que sugerían que la buena cocina de su mamma le estaba pasando factura, aunque, como siempre, llevaba un cuidadoso control de su peso.

Esperó a que Fanucci se decidiera hablarle de por qué le había ordenado ir esa noche a Barga. Ni se le ocurriría sugerir que il Pubblico Ministero le revelara ya el objetivo de esa reunión y dejara de perder el tiempo con sutilezas sociales o con cualquier otra cosa. Fanucci haría que la reunión se desarrollara como a él le diera la gana. No tenía sentido presionarle. Era como una roca, inamovible. Así que Salvatore le preguntó por su mujer, después por sus hijos y después por sus nietos. Hablaron de lo húmeda que había sido la primavera y de la promesa de un largo y cálido verano. También charlaron sobre la ridícula disputa entre los vigili urbani y la polizia postale. Comentaron cómo manejar a las multitudes que se reunirían para la batalla de bandas musicales que se iba a celebrar próximamente en la Piazza Grande de Lucca.

Y por fin, cuando Salvatore empezaba a pensar que no se iba a librar de il Pubblico Ministero antes de medianoche, Fanucci reveló la razón por la que había solicitado la presencia de Salvatore. Cogió del asiento de una de las sillas un periódico doblado.

—Ahora tenemos que hablar de esto, Topo —le dijo, y desdobló el periódico para que viera el titular.

El alma se le cayó a los pies cuando Salvatore vio que lo que Fanucci tenía en las manos era una copia de la edición del día siguiente de Prima Voce, el principal periódico de la provincia. «Da tre giorni scomparsa» era la introducción para su historia de primera plana, y debajo del titular había una foto de la niña británica. Era muy guapa, lo que le daba importancia a la historia. Pero lo que prometía más cobertura en los próximos días era la conexión con la familia Mura.

Al verlo, Salvatore entendió inmediatamente por qué le había convocado a Barga. Cuando informó al il Pubblico Ministero sobre el caso de la niña inglesa desaparecida, no mencionó a la familia Mura. Sabía, igual que el periódico, que Fanucci, al enterarse, primero pondría los ojos en el caso y, después, metería la mano en un sitio donde Salvatore no la quería. Los Mura eran una familia luquesa muy antigua, mercaderes de sedas y terratenientes desde antiguo, cuya influencia había empezado dos siglos antes de que a la desafortunada hermana de Napoleón le otorgaran el control de la ciudad. Por eso los Mura podían causar problemas en cualquier investigación. Todavía no lo habían hecho, pero ningún hombre sensato podía confiar en que mantuvieran durante mucho tiempo ese silencio.

—No mencionaste a la familia Mura, Topo —le dijo Fanucci. Su voz era agradable, quería que pareciera simple curiosidad, pero a Salvatore no le engañó su tono—. ¿Por qué, amigo mío?

—No me di cuenta, magistrato —le dijo Salvatore—. La niña no es una Mura, ni tampoco su madre. La madre y uno de los hijos de Mura son amantes, certo

—¿Y qué crees que… significa eso, Topo? ¿Que él quiere que la niña no aparezca? ¿Que ha contratado a alguien para secuestrarla y quitársela de en medio para que no estorbe en su vida con la mamma?

—No, nada de eso. Pero hasta este momento he estado centrando mis esfuerzos en los sospechosos que podrían haber raptado a la niña. Como Mura no era uno de los sospechosos…

—¿Y qué te han dicho esos otros sospechosos, Salvatore? ¿Es que me ocultas otras cosas, además de mantener en secreto la relación de los Mura con la niña?

—No era ningún secreto, como ya he dicho.

—¿Y cuándo me llamen los Mura exigiéndome respuestas, pidiéndome que les cuente los avances, cuando quieran nombres de sospechosos y detalles de la investigación y yo ni siquiera sepa de su conexión con la niña? ¿Entonces qué, Topo?

Salvatore no tenía respuesta para eso. Su objetivo había sido mantener a il Pubblico Ministero lo más lejos posible de su caso. Fanucci era un entrometido empedernido. Saber qué decirle y cuándo decírselo era un arte que Salvatore aún no había conseguido perfeccionar.

Mi dispiace, Piero —le dijo—. No me di cuenta. No volverá a ocurrir —declaró señalando la copia de Prima Voce.

—Para asegurarnos de eso, Topo… —contestó Fanucci, y después fingió reflexionar sobre sus opciones disciplinarias, aunque Salvatore sabía que había elegido una y la había planeado con antelación—. Creo que vas a hacerme un informe diario.

Salvatore tuvo que protestar.

—Pero, con una frecuencia tan alta, normalmente no hay nada que contar. Y otros días hay mucho que hacer y muy poco tiempo para preparar un informe.

—Ah, pero tú lo harás, ¿verdad? Porque, Salvatore, no quiero enterarme de nada más de esta investigación al abrir el Prima Voce. Capisci, Topo?

¿Es que tenía elección? No.

Capisco, magistrato —respondió.

Bene. Ahora vamos a repasar el caso juntos, tú y yo. Cuéntamelo todo. Todos los detalles.

—¿Ahora, Piero? —preguntó Salvatore, porque se estaba haciendo tarde.

—Ahora, amigo mío. Porque ahora que te ha dejado tu mujer, ¿qué otra cosa tienes que hacer, eh?