27 de abril

Victoria, Londres

Cuando Barbara entró en el despacho de la superintendente Ardery, supo que algo había salido mal en el plan maestro de mentiras que se le había ocurrido para cubrir su salida precipitada de las oficinas de la Met cinco días antes para atender la crisis de Sayyid. Supuso que en el último momento la señora Flo habría tenido remordimientos a la hora de confirmar la «caída» de una de las ancianas de su residencia de Greenford. Pero, al parecer, esa buena mujer había decidido que solo una historia más elaborada sobre la caída podría persuadir a los superiores de Barbara de que esta había sido totalmente sincera en cuanto a su ausencia cuando estaba bajo la férrea supervisión de Stewart.

Precisamente Stewart también estaba en el despacho de la superintendente. Estaba sentado en una de las dos sillas que había delante de la mesa de Ardery y se volvió para mirar a Barbara de arriba abajo con un desdén apenas disimulado. La superintendente estaba de pie y se la veía esbelta, en forma y tan bien arreglada como siempre. Tras su espalda, las ventanas ofrecían la vista de un día gris que prometía más lluvia, como para confirmar lo que dijo aquel poeta sobre el mes de abril.

Isabelle Ardery asintió cuando Barbara entró.

—Siéntate —le dijo. Barbara consideró por un momento soltar un ladrido en respuesta. Pero se sentó. Entonces Ardery dijo—: Díselo, John. —Y colocó ambas manos, con su manicura perfecta, sobre el alféizar de la ventana, apoyándose en él para escuchar lo que Stewart empezó a decir. Barbara se dio cuenta rápidamente de que eso podía ser su epitafio profesional.

—Pues resulta que no le pudieron dar mis flores a tu madre —le dijo Stewart. Ese maldito capullo parecía encantado—. El hospital no tiene ningún registro de una paciente con el nombre de tu madre. Y me preguntaba, sargento… ¿Es que tiene un alias tal vez?

—Pero ¿qué tonterías está diciendo? —preguntó ella con aire cansado, aunque su mente empezó a revisar a toda velocidad todas las posibilidades como una bola de pinball que no dejara de sumar puntos.

Para darle más efecto dramático, Stewart había traído un cuaderno. Lo abrió sobre su palma.

—Según la señora Florence Magentry —anunció—, la recogió una compañía de ambulancias que se llamaba St. John, cree, aunque también podría ser St. Julian, St. James, St. Judith o cualquier nombre de santo que empiece por jota. Sin duda era «san algo», eso asegura ella, a pesar de que no existe nada parecido. Después la llevaron a las urgencias del hospital local con una cadera rota, que de hecho no estaba rota, pero lo parecía, así que solo estuvo allí una hora, o un día o dos o tres, pero a quién le importa teniendo en cuenta que lo único que importa es que nunca se produjo la maldita caída. —Cerró el cuaderno—. ¿Quieres explicarme qué demonios estabas haciendo cuando nadie te dio permiso para…?

—Es suficiente, John —le cortó Ardery.

La única opción era lanzar un buen ataque.

—Pero ¿qué pasa con usted? —le dijo Barbara a Stewart—. Tiene un robo y un caso de asesinato entre manos, y está dedicando su tiempo a averiguar si mi pobre madre… Es usted increíble, ¿sabe? Pues lo que ocurrió fue que la llevaron en ambulancia «privada» a una clínica «privada», porque tiene un seguro «privado». Si me lo hubiera preguntado a mí en vez de hacer las cosas a escondidas y a mis espaldas como un ladrón de tercera…

—Y también basta de eso —la interrumpió Ardery.

Barbara tenía el corazón acelerado. No importaba lo que dijera, Stewart iba a comprobar su historia, así que su única esperanza era que él diera peor impresión por apretarle las tuercas de esa forma que ella por escaparse del trabajo para ocuparse del maldito desgraciado de Mitch Corsico y su empecinamiento en hablar con Sayyid, el hijo de Azhar.

—Ha sido así —le dijo a Ardery— desde que me asignó con él, jefa. Me ha estado observando con un puto microscopio como si fuera una ameba que quisiera estudiar. Y me tiene haciendo las labores de una maldita mecanógrafa.

—¿Estás intentando darle la vuelta a la situación? —le preguntó Stewart—. Te estás pasando y lo sabes muy bien.

—Se merece que le dé la vuelta a la situación. Es necesario. Desde que su mujer le dejó ha decidido castigar a todas las mujeres de la Tierra por ello. ¿Y quién no la entendería? Vivir con usted seguro que haría que cualquiera prefiriera echarse a la calle como un perro.

—Quiero que la sancionen por esto —le dijo Stewart a Ardery—. Quiero que conste en su expediente y que intervenga el OID1…

—Los dos os estáis pasando de la raya —exclamó Ardery. Fue hasta su mesa, sacó la silla de un tirón y se dejó caer en ella, mirando de Stewart a Barbara, y después a Stewart de nuevo—. Ya he tenido bastante de lo que sea que está pasando entre los dos. Esto se acaba aquí, en este despacho y ahora mismo, o los dos tendréis que enfrentaros a un expediente disciplinario. Ahora volved al trabajo. Y si me entero de alguna otra cosa suya —le dijo a Barbara—, si me llega la noticia de que está haciendo cualquier cosa que me parezca remotamente sospechosa, no solo tendrá que enfrentarse a un expediente disciplinario, sino también a lo que viene después. ¿Lo ha entendido?

Los finos labios de Stewart se curvaron en una sonrisa. Pero desapareció inmediatamente cuando Ardery continuó:

—Y tú —le dijo— eres un oficial que está a cargo de un robo y de una investigación de asesinato, así que actúa como tal. Lo que incluye, te recuerdo, John, asignar a tu gente una tarea en la que utilicen su talento y no una que sirva para apaciguar tu necesidad de… lo que sea que necesites. ¿Está claro? —No esperó a oír la respuesta. Cogió el teléfono, marcó unos cuantos números y dijo para despedirlos—: Ahora, por el amor de Dios, salgan de aquí y vuelvan al trabajo.

Hicieron lo primero, pero no lo segundo. En el pasillo, el detective Stewart cogió a Barbara del brazo. Al notarlo, ella sintió que la sangre le hervía en las venas y estuvo a un pelo de clavarle la rodilla en una parte de su cuerpo que iba a recordar durante mucho tiempo el golpe.

—Quíteme las manos de encima o haré que le acusen de…

—Escúchame, maldita bruja —le susurró—. Lo que has hecho ahí dentro ha sido muy inteligente. Pero yo me guardo unos cuantos ases de los que tú no tienes ni idea. Cuando quiera, los utilizaré. Quiero que lo sepas y que seas consciente de que estás actuando por tu cuenta y riesgo, Havers.

—Oh, Dios mío, me tiemblan las canillas —respondió Barbara.

Se alejó de él, pero en su mente parecía tener un coro griego en plena discusión. Una parte le gritaba que tuviera cuidado, que hiciera caso a lo que le había advertido y que mirara bien dónde pisaba antes de que fuera demasiado tarde. La otra estaba planeando su siguiente movimiento, pensando en la media docena de posibilidades que tenía.

En esas estaba cuando Dorothea Harriman llamó su atención. Barbara se giró y vio a la secretaria del departamento sujetando el auricular del teléfono en la mano.

—Te buscan abajo —le dijo.

Barbara maldijo mentalmente. ¿Y ahora qué? «Abajo», significaba en la recepción. Tenía una visita o tenía que ir a recoger a alguien.

—¿Quién demonios…? —le dijo a Dorothea:

—En recepción dicen que se trata de alguien con un disfraz.

—¿Un disfraz?

—Vestido de vaquero. —Entonces Dorothea pareció caer en la cuenta de a quién se refería, porque Mitchell Corsico ya había estado en las oficinas de la Met antes. Sus ojos de color aciano se abrieron como platos mientras decía—: Sargento, debe de ser ese tío que se metió…

Barbara la interrumpió tan rápido como pudo.

—Voy ahora mismo —le dijo a Dorothea, y señaló con la barbilla el teléfono—. Diles que voy para abajo ya, ¿vale?

Dorothea asintió, pero Barbara no tenía intención de bajar a recepción para que la vieran en compañía de Mitchell Corsico. Se escabulló por la escalera, que no estaba lejos del pasillo, sacó su móvil y marcó el número de Corsico. Cuando respondió, Barbara fue la brevedad personificada:

—Sal de aquí. Tú y yo hemos terminado.

—Te he llamado ocho o nueve veces —respondió—. Y no me contestas. Vaya, vaya, Barbara. Me pareció que era necesario venir personalmente a cierto lugar de Victoria Street.

—Lo que es necesario es que te vayas a la mierda —le dijo ella entre dientes.

—Tú y yo tenemos que hablar.

—Eso no va a pasar.

—Creo que sí. Porque puedo quedarme aquí y pedirle a todo el que pase que vaya a buscarte, presentándome primero, claro. O, por el contrario, puedes bajar y hablar conmigo un momento. ¿Qué prefieres?

Barbara cerró los ojos con fuerza, esperando que eso la ayudara a pensar. Tenía que librarse del periodista, no podían verla con él, era una estúpida por haberle utilizado. Si alguien se enteraba de que ella le había dado el soplo sobre lo de Hadiyyah y su familia… Tenía que sacarle de la Met, pero solo había una forma de conseguirlo.

—Ve a la oficina de correos —le dijo.

—Pero ¿qué coño dices? ¿No me estás escuchando, sargento? ¿Sabes el daño que puedo hacerte si no…?

—Deja de ser tan gilipollas durante treinta segundos. La oficina de correos esta justo al otro lado de la calle, ¿vale? Ve e iré a encontrarme contigo allí. Es eso… o tú y yo hemos terminado, porque si alguien me ve contigo… Creo que me entiendes, ¿a que sí? Porque has estado utilizando eso mismo para amenazarme desde que hemos empezado a hablar.

—No te estoy amenazando.

—Ya, y yo soy tu bisabuela. ¿Vas a cruzar la calle para ir a correos o nos vamos a poner a discutir los pormenores del chantaje emocional, profesional, monetario o de otro tipo?

—Está bien —concedió por fin—. La oficina de correos. Y espero que aparezcas, Barbara. Si no… Bueno, no te gustará lo que viene después.

—Tienes cinco minutos —le dijo ella.

—No necesito más.

Barbara colgó y consideró sus opciones. Tenía pocas tras la reunión con Stewart y Ardery. Se frotó la frente y miró el reloj. Cinco minutos, pensó. Dorothea podría cubrirla durante el tiempo que le llevara ir a la oficina de correos, hablar con Corsico y volver a la sala con John Stewart.

Se lo pidió a la secretaria del departamento.

—Estás en el lavabo —le dijo Dorothea encantada de cooperar—. Problemas femeninos, ¿necesita usted que le dé detalles sobre eso, inspector Stewart?

—Gracias, Dorothea.

Barbara se fue apresuradamente hacia los ascensores que bajaban a la recepción y después salió del edificio.

Corsico estaba justo al cruzar las puertas de la oficina de correos. Barbara no esperó a que él le contara por qué había ido a verla. Se acercó, le cogió del brazo y tiró de él hacia una máquina expendedora que vendía sellos.

—Bien. Aquí estoy, a tu disposición, y esto solo lo voy a hacer esta vez. ¿Qué quieres? Es tu canto del cisne, Mitchell, así que afina bien.

—No he venido para discutir. —Le miró la mano, que todavía le sujetaba el brazo.

Ella le soltó y Corsico se tomó un momento para quitar las marcas que habían dejado los dedos en su chaqueta de ante con flecos.

—Genial —dijo ella—. Fantástico. Maravilloso. Así que podemos despedirnos y separarnos con mucho dolor, pero un poco más sabios, tras nuestro amor no correspondido.

—Creo que no podemos hacer eso todavía.

—¿Y por qué?

—Porque quiero dos entrevistas.

—Me importa un bledo, Mitchell, como si lo que quieres es la historia de Papá Noel.

—Oh, pues creo que debería importarte. Y que te va a importar. Tal vez no en este preciso momento, pero sí pronto.

Entornó los ojos.

—¿De qué estás hablando?

Llevaba una mochila y de ella sacó la cámara digital que le había visto colgada del cuello el día del instituto de Sayyid. Y no era una cámara pequeña de esas con las que se hacen fotos turísticas. Era un modelo profesional con una pantalla grande. La encendió, buscó y encontró lo que quería. Giró la cámara para que Barbara pudiera ver lo que había fotografiado.

En la pantalla estaba la pelea que se había producido delante del instituto de Sayyid. El niño y su abuelo estaban enzarzados, con Barbara y Nafeeza intentando separarlos. Mitchell le dio a un botón para que se viera otra foto en la que Barbara los estaba metiendo en el coche. En la tercera estaba hablando a través de la ventanilla abierta del vehículo con Nafeeza, y al fondo se veía claramente el instituto. En las fotos estaba la fecha y la hora, que coincidían con el momento en que supuestamente Barbara estaba de camino al hospital para atender a su madre tras su trágica caída.

—Me parece que «Detective de la Met relacionada con el padre desnaturalizado de la niña desaparecida» suena bastante bien. Es una historia paralela que abre un mundo de posibilidades adicionales, ¿no crees?

El verdadero problema que tenía no era que saliera un artículo en The Source sobre su «relación» con Azhar, sino que aquel tipo tenía pruebas de que había mentido a sus superiores y que había desobedecido sus órdenes. Pero Mitchell Corsico no lo sabía, y Barbara estaba decidida a que no lo descubriera.

—¿Y qué? Yo ahí solo veo una oficial de la Met interviniendo en una pelea familiar. ¿Qué es lo que ves tú, Mitchell?

—Veo a Sayyid diciéndome que esa «oficial de la Met» es la amante de su padre. Veo una lista interminable de entrevistas para ampliar la historia que llegan de todas partes, al menos de la parte que tiene que ver con Chalk Farm y todos los que viven en Eton Villas.

—¿De verdad quieres arrastrarte por el fango así? No tienes pruebas de nada, y te lo aseguro: si publicas una historia como esa, la próxima persona que te va a llamar será mi abogado.

—¿Por qué? ¿Por citar a un chico furioso que odia a su padre? Vamos, Barbara, ya sabes cómo va esto. Los hechos son interesantes, pero las insinuaciones son lo que le da encanto a la historia. «Relacionada» es la parte fundamental del titular. Puede significar cualquier cosa. El lector decidirá a qué vienen tantas idas y venidas entre tu casa y la suya. Y eso no me lo habías dicho, pillina… No tenía ni idea de que conocías a esa gente, y mucho menos de que vivías a tiro de piedra del padre.

Barbara se puso a pensar frenéticamente para ver cómo podía manejar al reportero en ese momento. Tratar de ganar tiempo parecía la única posibilidad que tenía, aparte de ceder a lo que pedía. Pero si cedía, él sabría que la tenía bien cogida. Así que intentar ganar tiempo era la única dirección que podía tomar.

—¿A quién quieres entrevistar? —le preguntó, intentando sonar derrotada.

—Así me gusta, nena —contestó Corsico.

—A mí no me llames…

—Ya, sí, vale. Quiero una entrevista a corazón abierto con Nafeeza. Y luego otra con Taymullah Azhar.

Barbara sabía que Nafeeza preferiría que le arrancaran la lengua antes que hablar con un periodista. También era consciente de que Mitchell Corsico estaba loco y alucinaba con monos comiendo plátanos de plástico si creía que Azhar se iba a someter al escrutinio de The Source. Pero pensó que el hecho de que los delirios del reportero parecieran no tener fin podría serle de utilidad para darle la ventaja de un día al menos.

—Tengo que hablar con ellos —le dijo—. Y eso me llevará tiempo.

—Veinticuatro horas —contestó.

—Creo que me llevará más tiempo, Mitchell. Azhar está en Italia. Además, si crees que va a ser fácil convencer a Nafeeza de que se confiese contigo…

—Eso es lo que te puedo ofrecer. Veinticuatro horas. Después, el artículo del padre desnaturalizado y la oficial de la Met saldrá a la luz. Tú eliges, Barbara.

Chalk Farm, Londres

No le quedaba más remedio que hacer algo. No tenía sentido intentar convencer a Nafeeza de que lo mejor para ella era hablar con The Source. No solo no era lo mejor para ella decirle ni una palabra a nadie que viniera en representación de esa basura disfrazada de periódico, sino que había sido el uso que Barbara había hecho de los tabloides lo que había dado pie a toda esa avalancha de humillación pública. Y no quería cargar con más responsabilidad aún, en cuanto a lo que The Source le estaba haciendo a la familia abandonada ni lo que le haría si Nafeeza hablaba con ellos.

Eso solo le dejaba a Azhar. Tenía que convencerle de que hablara con Corsico para defenderse de los ataques que había vertido contra él, acusándole de ser un padre muy entregado a su hija pequeña aunque había abandonado antes a su mujer y a sus otros hijos. Después tendría que persuadir a Corsico de que aceptara esa única entrevista, porque era lo único que había conseguido. Le pareció que podría conseguirlo si le explicaba a Azhar que su trabajo pendía de un hilo. La cuestión era si ella podría vivir con ello después de hacerlo.

No había hablado con él desde que Dwayne Doughty le dijo que en enero le habían entregado a Azhar toda la información que el investigador y su ayudante habían conseguido respecto al paradero de Angelina Upman. Si eso era cierto, sembraría la duda sobre todo lo que el pakistaní había dicho y hecho desde entonces hasta ahora. Y, si todo era mentira, Barbara no sabía qué iba a hacer con esa información o a quién se la iba a proporcionar.

La única respuesta parecía ser la comida. Cuando llegó a casa engulló una ración doble de pescado con patatas, seguida de una tartaleta de melaza y un trozo de bizcocho Victoria. Fue vaciando una botella de cerveza mientras comía y concluyó el festín con un café instantáneo. Para acompañarlo acabó con un paquete de patatas fritas con sal y vinagre. Al final tomó una sana manzana, para asegurarse de que sus arterias estarían perfectamente limpias, si la masticaba con la fuerza y la duración suficientes.

Después no pudo retrasar más la llamada a Italia sin entrar en un frenesí calórico. Encendió un cigarrillo y marcó el número de Azhar. Nunca había tenido tanto miedo a hacer una llamada. Iba a tener que contárselo todo: desde lo del padre desnaturalizado a las afirmaciones que había hecho el investigador privado. No tenía elección.

No estaba preparada para reaccionar al enterarse de dónde se encontraba Azhar cuando le llamó al móvil. Estaba en el hospital en Lucca. Le contó que habían llevado allí a Angelina por la insistencia de Lorenzo Mura y el consejo del inspector Lynley. Llevaba enferma un par de días, con diferentes síntomas preocupantes que ella creía que estaban relacionados con las náuseas que había estado teniendo por el embarazo, pero había empeorado. Mura y Lynley estaban convencidos de que podía ser un indicio de algo más serio.

Barbara se odió porque, nada más oír las noticias, sus pensamientos se dirigieron inmediatamente a cómo podría utilizar esa información para calmar a Mitchell Corsico. Una historia sobre que la madre de la niña raptada en Italia había sido ingresada en el hospital de urgencia…, posiblemente a punto de perder a su hijo…, alterada y enferma por la preocupación a causa del secuestro de su hija…, desesperada porque la policía italiana hiciera algo, lo que fuera, para encontrarla mientras se pasaba las horas sentada bebiendo demasiado vino… Esa historia era un diamante en bruto, ¿no? Esa revelación seguro que enternecería los corazones de los lectores. Claro que eso suponía que el periodista y los lectores de The Source tenían corazón, pero seguro que era una historia mejor para la primera página que una entrevista con Azhar respondiendo a preguntas malintencionadas de Corsico en la que acabaría ensuciando aún más su propia reputación.

—¿Qué quieres decir con «algo más serio»?

—Según el señor Mura sus síntomas son graves y preocupantes —le dijo Azhar—. Los médicos están preocupados. Deshidratación, vómitos, diarrea…

—Parece una gripe intestinal. ¿Puede ser un virus? ¿O unas náuseas matutinas muy fuertes?

—Está muy débil. A mí me llamó el inspector Lynley para contármelo. Y vine inmediatamente para… No sé por qué he venido.

Barbara sí lo sabía. Amaba a esa mujer, como siempre lo había hecho. A pesar de lo que le había hecho, sobre todo lo de llevarse a su hija, que era su vida, había algo fuerte entre ellos. Barbara no entendía bien ese tipo de vínculo entre las personas. Tal vez nunca llegara a entenderlo.

—¿La has visto? —le preguntó—. ¿Está…? No sé. ¿Está consciente? ¿Tiene dolores? ¿Qué?

—Todavía no la he visto. Lorenzo… —Hizo una pausa, pareció pensarlo mejor y dijo algo diferente—. Creo que le están haciendo pruebas ahora mismo. Está viendo a unos especialistas. Podría estar todo relacionado con el estrés por lo de Hadiyyah, además de con el embarazo… No sé mucho ahora mismo, Barbara. Espero enterarme si me quedo aquí.

Por eso estaba allí, pensó. Lynley le había dicho lo que pasaba, pero Lorenzo Mura no estaba dispuesto a dejar que Azhar se acercara a ella. Ella misma había visto las suspicacias del italiano en cuanto a los sentimientos de Azhar por Angelina cuando los dos fueron a Londres intentando encontrar a Hadiyyah. Lorenzo Mura no estaba seguro de ella. Pero ¿quién lo estaría con su historial?

Barbara se preguntó brevemente por el poder que tenía Angelina Upman sobre los hombres. ¿Qué haría un hombre para mantenerla a su lado?

Barbara recordó entonces por qué había llamado a Azhar. Estaba el asunto nada insignificante de lo que Dwayne Doughty le había dicho sobre la información que él y su ayudante habían recopilado en invierno, no solo sobre el paradero de Angelina, sino también acerca de la intervención de su hermana en su desaparición. Según Doughty, todos los detalles sobre la desaparición se los habían entregado, como debía ser, a la persona que los había contratado para descubrir el paradero de la madre y la hija: Taymullah Azhar. Pero este no le había dicho nada de eso a Barbara durante meses. Así que, o estaba mintiendo por omisión, o era Doughty el que mentía con una información falsa.

De los dos, estaba claro que ella iba a creer a Azhar. Sentía un cariño enorme por él y no quería creer que sería capaz de pisotear esos sentimientos traicionándola.

Se dio cuenta de que esa no era la posición que debía tener una investigadora de la policía. Pero lo que necesitaba decirle a Azhar —«Doughty asegura que te dio una montaña de información en enero, ¿qué hiciste con ella, amigo mío?»— no era capaz de decirlo. Aunque tendría que decirle algo parecido o no podría volver a mirarse al espejo.

—Todo este asunto de Italia, Azhar… —dijo.

—¿Sí?

—¿Supiste alguna vez o tuviste alguna sospecha de que ella podía estar en Italia?

—¿Y cómo se me habría ocurrido que estaba en Italia? —le respondió con palabras rápidas, fáciles y llenas de arrepentimiento—. Podría estar en cualquier parte del planeta. Si hubiera sabido dónde encontrarla, habría removido cielo y tierra para traer a Hadiyyah a casa.

Eso, pensó Barbara. Siempre había sido eso: Hadiyyah y lo que significaba para su padre. Era inconcebible que Azhar hubiera descubierto el paradero de la niña cuatro meses antes y no hubiera hecho nada. Simplemente él no era así.

Pero… Una vez que Doughty había despertado el fantasma de la traición en la mente de Barbara, no podía quitárselo de la cabeza. A pesar de lo que sabía de Azhar y de que le creía a pies juntillas, iba a comprobar su coartada de Berlín personalmente. Llegados a ese punto, no podía confiar en que Dwayne Doughty le estuviera diciendo la verdad sobre nada.

Bow, Londres

Dwayne Doughty se dirigió a Victoria Park. Quería pensar, y el paseo y también el parque —si decidía visitarlo entrando por Crown Gate East— le ayudarían. Quedarse en el despacho implicaría tener otra discusión con Emily. Sus predicciones de fatalidades inminentes estaban empezando a agotarle. Siempre había creído firmemente en que, si se tomaban las precauciones necesarias, todo salía bien al final del juego, cuando se repartían las fichas del póquer y se contaba el montón. Pero Emily no veía las cosas así.

Y lo último que quería era que ella supiera que estaba preocupado. La había tenido muy ocupada siguiendo a un banquero de cuarenta y cinco años y a su pichoncito de veintidós, así que había podido evitarla la mayor parte del tiempo. Estaba muy liada y no prestaba mucha atención a lo que él hacía. Pero tuvo bien pillado al banquero en un par de días —fotos, recibos de tarjetas de crédito, información telefónica y todo lo demás—, e igual que el matrimonio de ese tipo acabaría roto, el acuerdo que tenían Dwayne y Emily Cass estaba en peligro de desmoronarse en cualquier momento. Necesitaba darle respuestas. No podía permitirse perderla, ni a ella ni todas sus habilidades, y sabía que la perdería si no lograba solucionar lo que estaba ocurriendo en Italia.

Y esa, en parte, era la razón de su paseo: primero pensar, después decidir y finalmente actuar. Empezó comprando un móvil desechable. Si hacía alguna llamada peligrosa desde el despacho, Em caería sobre él como un brote de viruela.

Las cosas ya deberían haberse resuelto. La situación no había sido compleja en ningún momento. Ya debería tener la confirmación de que todo estaba solucionado y bien. Y el arrivederci no tenía que tardar en llegar. Pero no le había dicho nada y Doughty sabía por qué: porque no había ocurrido nada.

Nada más llamar, le había soltado:

—¿Qué demonios está pasando?

—No lo sé —respondió.

—¿Qué quieres decir con que no lo sabes? Te pago para que lo sepas. Te pago para que se hagan las cosas.

—Lo puse todo en funcionamiento como me pediste. El plan se estropeó en algún punto, pero no sé dónde.

—¿Y cómo demonios es posible que no lo sepas?

Hubo un silencio. Doughty escuchó atentamente. Durante un momento pensó que había perdido la conexión y estuvo a punto de colgar y volver a marcar. Pero entonces quien estaba al otro lado dijo:

—No podía arriesgarme. No podía hacerlo como tú querías que se hiciera. ¿En el mercato? Alguien me recordaría.

—Lo del mercato salió de ti, no de mí, estúpido. No hacía falta que fuera en el mercato. Podía ser en cualquier parte: en el colegio, en el parque, en una excursión, en la granja…

—No importa. Lo que no entiendes es que… —Se produjo una pausa y después prosiguió—: No, no me eches la culpa a mí. Querías que la encontrara y la encontré. Te di el nombre. Te di el lugar y su situación. Fue idea tuya lo de llevártela, no mía. Si me hubieras dicho desde el principio cuáles eran tus intenciones, nunca habría…, ¿cómo se dice? Nunca me habría subido a ese tren.

—Cuando te encontré, te gustó mucho la idea del dinero que te iba a pagar, cabrón.

—Puedes pensar lo que quieras, amigo. Pero el hecho de que la policía no haya hecho ningún progreso para encontrarla me dice que mi plan estaba bien pensado. Giusto, como decimos aquí.

Cuando oyó eso de «mi plan», Doughty sintió como si una ráfaga de aire frío se le hubiera colado en la ropa interior. Se suponía que había solo un plan: el suyo. Coger a la niña, esconderla y esperar a que él diera la orden de sacarla a la luz. Que pudiera haber otro plan del que no le había hablado era algo que dejó sin habla a Doughty. Pero consiguió decir:

—Vas a por el dinero de los Mura, ¿no? Ese ha sido tu plan desde el principio.

Pazzo —respondió—. Pareces una mujer celosa.

—¿Qué demonios se supone que significa eso?

—Significa que los policías me han encontrado, sciocco. Significa que si yo no hubiera desarrollado un plan diferente al tuyo, ahora estaría sentado en una celda esperando a que il Pubblico Ministero decidiera qué hacer conmigo. Pero no estoy en una celda por la misma razón por la que ahora estás furioso conmigo: porque tengo un plan. Querías que se la llevaran. Y yo hice que alguien se la llevara. Capisce?

Doughty intentó averiguar lo que quería decir.

—¿Otra persona…? ¿Estás loco? ¿Quién se la llevó? ¿Qué has hecho con ella? ¿Es un hombre, al menos, o has utilizado a alguna pobre abuela italiana que necesitaba dinero? ¿Y por qué no a un inmigrante albano? ¿O a un africano? ¿O a un puto gitano rumano? ¿Sabías al menos a quién le estabas encargando este trabajo? ¿O fue alguien que elegiste en la calle?

—Todos esos insultos… no nos llevan a ninguna parte.

—¡Quiero a esa niña!

—Yo quiero lo mismo, pero sospecho que por diferentes razones. Ya he puesto las cosas en marcha, como te he dicho. Algo ha pasado…, pero no sé qué. Iban a buscarla para acabar con este asunto, pero… el mensajero que envié a buscarla… Eso es lo que no sé.

—¿Qué? ¿Qué es exactamente lo que no sabes?

—Fue una…, come si dice? Una caución… —dijo—. No, una precaución. Me pareció que lo mejor era que yo no supiera dónde estaba escondida, para que, si la policía me encontraba, lo que ya han hecho, como te he dicho, no pudiera contarles nada importante por mucho que decidieran interrogarme.

—Así que, por lo que sabes, ahora podría estar muerta —le dijo Doughty—. Este…, ese mensajero tuyo podría haberla raptado y haberla matado. Puede que ella no cooperara en ese secuestro en plena calle que planeaste y montara un escándalo. Y él la metió en el maletero de un coche, y ella tal vez se asfixió allí, y después se encontró con un cadáver en las manos. Por lo que sabemos, podría haber ocurrido eso.

—No pasó eso. No puede haber pasado.

—¿Cómo lo sabes?

—Elegí con mucho cuidado al… mensajero, llamémosle así. Él sabía desde el principio que el pago completo de sus servicios dependía totalmente del estado de la niña y de que estuviera segura en todo momento.

—¿Y dónde está? ¿Dónde está el mensajero? ¿Qué ha pasado?

—Eso es lo que estoy intentando descubrir. Le he llamado, pero hasta ahora no he sabido nada.

—Lo que significa que algo ha salido mal. Lo sabes, ¿verdad?

Sì. Sono d’accordo —murmuró el otro—. Solo te pido que me creas cuando te digo que estoy intentando descubrir qué es lo que ha pasado. Pero ahora tengo que ir con cuidado. La policía me está vigilando.

—Me da igual. Como si te vigila la Guardia Suiza —le gritó Doughty—. Quiero que encuentres a esa niña. Y que la encuentres hoy.

—Dudo que eso vaya a ser posible —admitió—. Hasta que encuentre al mensajero que envié a buscarla no sabré nada más.

—¡Entonces encuentra al mensajero, joder! —rugió Doughty—. Si tengo que ir a Italia, te aseguro que no te vas a alegrar de verme.

Y dicho esto, partió el móvil en dos trozos. Estaba en el puente que extendía Gunmakers Lane sobre el Hertford Union Canal. Soltó una maldición y tiró los trozos del móvil al agua turbia que había debajo. Los vio hundirse y esperó contra toda esperanza que no fueran una metáfora de lo que iba a suceder con su vida.