26 de abril

Lucca, la Toscana

El Prima Voce había publicado la historia completa, comprobó Salvatore. El periódico de la mañana llevaba la crónica en la página uno, completada con una fotografía de Carlo Casparia, con la cara y el pelo claro enredado cubiertos por una chaqueta, escoltado por dos policías uniformados muy serios. Le llevaban de la questura a la cárcel, donde se quedaría en custodia preventiva mientras durara la investigación. En una segunda fotografía se veía a Piero Fanucci, que anunciaba triunfante que por fin había conseguido la confesión del maleante, que ahora se había convertido en indagato: principal sospechoso formalmente. Pronto descubrirían el paradero de la niña, le había dicho al tabloide muy confiado.

Ningún periodista cuestionó nada de aquello. Nadie preguntó si el infortunado Carlo había pedido o se le había conseguido un avvocato que se sentara a su lado y le aconsejara sobre sus derechos legales. Y sobre todo no preguntaron nada acerca de la confesión que Fanucci le había sacado al indigente ni los medios que había utilizado para conseguirla. Ni los periódicos ni los telegiornale hablaron de nada más que de un golpe maestro para la resolución del caso. Todos sabían muy bien que hacer cualquier otra cosa los pondría en peligro de sufrir una acusación de diffamazione a mezzo stampa, y que después sería il Pubblico Ministero quien tendría que decidir si esa difamación se había producido o no.

Lo Bianco le explicó todo esto a Lynley cuando el inglés apareció en su despacho. Obviamente iba a tener que ir a hablar con los padres de la niña lo antes posible y quería estar al tanto de todos los hechos. Había llevado al despacho de Lo Bianco una copia del Prima Voce. Y lo acompañaba la pregunta de por qué no le habían llamado inmediatamente cuando obtuvieron una confesión. Aunque no parecía estar muy seguro de todo el asunto de Carlo Casparia y su aparente culpabilidad. A Lo Bianco no le sorprendió. El inspector Lynley no parecía tener un pelo de tonto.

Lynley señaló el tabloide y preguntó:

—¿Esta información es fiable, inspector jefe? Puede que los padres la hayan visto y querrán hacerme preguntas. Me preguntarán qué ha dicho este hombre sobre Hadiyyah: dónde se la llevó y dónde está. ¿Le importa si le pregunto cómo… —dudó de una forma muy reveladora— «surgió» esa confesión?

Salvatore debía tener mucho cuidado con lo que decía. Fanucci tenía ojos y oídos en todos los rincones de la questura, y cualquier explicación que le diera al inspector de Scotland Yard sobre il Pubblico Ministero o sobre las leyes que gobernaban en Italia tanto a la prensa como a las investigaciones criminales podía malinterpretarse y utilizarse en su contra si no procedía con la máxima precaución. Por esa razón sacó a Lynley de la questura y los dos se fueron caminando hasta la estación de tren de Lucca, que no estaba lejos. Enfrente de la estación, al otro lado de la calle, había una cafetería. Le señaló al inspector la barra y pidió dos cappuccini y dos dolci. Esperó hasta que se los pusieron delante antes de mirar a Lynley y, tras apoyarse contra la barra y echar un vistazo a la cafetería para asegurarse de que no había ningún otro policía presente, empezó a hablar.

Veinte horas sin descansar, sin abogado, sin comer nada, solo un poco de agua ocasionalmente, habían sido suficientes para convencer a Carlo Casparia de que lo mejor para él era decir la verdad, le explicó a Lynley. Y si su memoria tenía lagunas acerca de los hechos que rodearon la desaparición de la niña, eso no tenía por qué ser un problema. Porque después de veinticuatro horas con il Pubblico Ministero y otros interrogadores que él había escogido, el cansancio y el hambre se instalaban en la mente de cualquiera y la estimulaban para que imaginara —y contara en voz alta, claro— lo que podía rellenar adecuadamente esas lagunas. De esa combinación de imaginación y realidad había salido la historia completa de cómo se había cometido un delito.

Que se tratara de unos pocos hechos y de, en gran parte, fantasías era algo que no le preocupaba nada a il Pubblico Ministero. Lo importante era obtener una confesión, porque eso era lo que quería la prensa.

—Me lo temía —admitió Lynley—. Con el debido respeto, es una forma indudablemente curiosa de proceder. En mi país…

Sì, sì. Lo so —le dijo Salvatore—. Sus fiscales no se involucran en la investigación. Pero ahora está en mi país y tendrá que aprender que a menudo tenemos que permitir que pasen ciertas cosas para que otras, totalmente desconocidas por el magistrato, se puedan ir desarrollando.

Salvatore esperó para ver si Lynley había entendido lo que estaba insinuando. Él se quedó un momento observando cómo un grupo de turistas entraba en la cafetería. Eran ruidosos y hablaban muy alto. Salvatore hizo una mueca por lo duro que sonaba su idioma. Dos se acercaron a la barra y pidieron algo en inglés. Estadounidenses, pensó resignado. Creían que todo el mundo debía hablar su idioma.

—¿Qué es exactamente lo que ha dicho Carlo Casparia en su confesión? —le preguntó Lynley—. Los padres querrán saberlo, y la verdad es que yo también tengo cierta curiosidad.

Salvatore le contó cómo pensaba Fanucci que se había cometido el delito, basándose, claro, en las palabras del drogadicto. Según il Pubblico Ministero era muy sencillo: Carlo está en el mercato en su posición habitual con el cartel que decía «Ho fame» colgado del cuello. La niña lo ve y le da un plátano. Él ve su inocencia y en ella ve también una oportunidad. La sigue cuando sale del mercato y se dirige hacia Viale Agostino Marti.

—Pero ¿por qué se dirigiría hacia allí? —preguntó Lynley.

Salvatore hizo un gesto para quitarle importancia a la pregunta.

—Un pequeño detalle que a Piero Fanucci no le interesa, amigo.

Y prosiguió con el resto de la comisión del delito tal y como la veía Fanucci: Carlo rapta a la niña en algún punto de esa ruta. La esconde en unos establos en los que ha estado durmiendo desde que llegó a Lucca, después de que sus padres le echaran de su casa familiar en Padua. Y la mantiene ahí hasta que encuentra a alguien a quien puede entregársela a cambio de dinero. Y utiliza ese dinero para continuar con su adicción a las drogas. No ha vuelto a mendigar en el mercato después de la desaparición, ¿no? Certo, eso es porque no necesita dinero para drogas y ahora sabemos por qué. Es obvio que cuando ese monstruo se quede sin dinero, volverá a mendigar en el mercato otra vez.

En lo que respectaba a il Pubblico Ministero, explicó Salvatore, todo encajaba a la hora de asegurar que Carlo Casparia era culpable: su motivación era y siempre sería conseguir dinero para drogas. Todo el mundo sabía que eso de «Ho fame» indicaba que el hambre de aquel vagabundo era de cocaína, marihuana, heroína, metanfetaminas… o de las sustancias que se metiera regularmente en el cuerpo. El medio era muy obvio: había podido levantarse y seguir a la niña después de que generosa e inocentemente ella le diera un plátano para saciar su supuesta hambre. El propio mercato fue su oportunidad. Como siempre, estaba lleno de compradores y turistas. E igual que nadie notó que se había llevado a la niña de cerca del acordeonista —algo que ahora ha quedado comprobado que no pasó, obviamente—, tampoco nadie se fijó en que Casparia la agarraba del brazo y la sacaba de allí.

Lynley escuchó en silencio, pero su expresión era sombría. Revolvió su cappuccino, que aún no había probado, atento a la historia de Salvatore. Se lo bebió de un trago y partió el dolce en dos trozos, aunque no se comió ninguno.

—Discúlpeme si no comprendo del todo cómo se procede aquí cuando se alcanza una conclusión de este tipo —dijo—. ¿Tiene il Pubblico Ministero alguna prueba que sustente la confesión de ese hombre o su propia interpretación de cómo se cometió el delito en cuestión? ¿Necesita esas pruebas?

Sì, sì, sì —le dijo Salvatore. Ahora se estaban siguiendo las instrucciones que el magistrato no había tardado en dar tras la confesión de Casparia.

—¿Y cuáles son? —inquirió Lynley educadamente.

Un grupo de forenses estaba registrando los establos en los que había estado viviendo Carlo Casparia. Buscaban pruebas fehacientes de que había retenido a la niña allí durante el tiempo necesario hasta que Carlo decidió qué quería hacer con ella.

—¿Y dónde están esos establos?

En el Parco Fluviale, le dijo Salvatore. Tenía intención de ir hasta allí cuando Lynley llegó a la questura. ¿Quería acompañarle el detective inglés a ver la escena?

Lynley accedió.

Solo hizo falta un breve viaje rodeando la enorme muralla para llegar al quartiere de Borgo Giannotti. Por detrás de la calle principal, ocupada casi totalmente por tiendas llenas de gente, se podía acceder al parco. Por el camino, Lynley hizo las preguntas que Salvatore esperaba desde que le contó la historia de la reciente confesión de Carlo Casparia.

¿Y el coche rojo? ¿Qué pensaba il Pubblico Ministero de eso? ¿Pensaba el magistrato que Casparia le había dado a Hadiyyah al propietario del coche, y que después este se la había llevado a las colinas? Y si la fecha en la que habían visto ese coche rojo, al hombre y a la niña era el mismo día en que había desaparecido Hadiyyah… ¿No se le ha ocurrido que Carlo Casparia debería haber sabido todo el tiempo a quién le iba a dar la niña? ¿No sugeriría eso cierto grado de planificación por su parte? ¿Se imaginaba el signor Fanucci a Casparia planeando algo así? ¿Y Salvatore, se lo imaginaba?

—El magistrato no sabe nada de lo del coche rojo descapotable —empezó a explicar Salvatore mirando con aprobación a Lynley—. Mientras usted y yo vamos de camino al parco para asegurarnos de que se cumple su voluntad, uno de mis oficiales va de camino a los Alpes con el hombre que vio ese coche. Están intentando identificar el punto en el que lo vio. Después se iniciará una búsqueda en el terreno que rodea el área de descanso donde el coche estaba aparcado. Si no encuentran nada, examinarán todas las áreas de descanso que hay entre el pueblo donde vive la madre de nuestro testigo y el principio de la carretera que va a los Alpes.

—¿Sin que lo sepa el magistrato?

—A veces Piero no sabe lo que es mejor para Piero. Yo tengo que hacerlo lo mejor que puedo para ayudarle a que se dé cuenta de qué es lo que más le conviene.

Lucca, la Toscana

Los establos del Parco Fluviale estaban a más o menos un kilómetro y medio por la carretera que bordeaba el curso del río Serchio y que después cruzaba la sección sur del parque. Estaban compuestos por unos edificios ruinosos que hacía mucho tiempo que no se utilizaban para el propósito para el que fueron construidos. Fuera, delante de ellos, había un cartel desvaído con el precio del alquiler de un caballo, que había sido víctima de grafiteros con poco talento y de cazadores que buscaban una superficie para practicar su puntería.

Había una furgoneta de los forenses en una estrecha extensión de terreno de gravilla que daba acceso a la zona de los establos. Lo Bianco aparcó al lado de la cinta policial que delimitaba el lugar y lo convertía en inaccesible para los pocos periodistas a los que les había llegado la noticia de que algo estaba moviéndose en el parco. Lo Bianco murmuró algo entre dientes cuando los vio. Ignoró sus preguntas de «Che cosa succede?» y llevó a Lynley a lo que era el hogar de Casparia fuera de su hogar.

En ese momento, la actividad estaba centrada en un establo que tenía detrás una berma cubierta de árboles. Estaba situado tras una hilera de arbustos enmarañados, la mayoría de los cuales eran rosales silvestres que estaban floreciendo. Tenía una fila de más o menos una docena de cubículos con puertas altas que colgaban abiertas y mostraban el desagradable contenido que había en su interior. Obviamente todo ese lugar llevaba años utilizándose como refugio de vagabundos y había tanta basura que examinarla toda en busca de señales de la presencia de una niña pequeña iba a llevar semanas. Había colchones sucios por todas partes. También vieron agujas hipodérmicas usadas, condones desechados y recipientes de comida para llevar vacíos y esparcidos por el suelo. En los rincones había envases de plástico, ropa vieja y mantas mohosas; unas bolsas de plástico llenas de comida podrida llenaban el aire de un hedor que había atraído unas grandes nubes de moscas y mosquitos.

Entre todos esos detritus se movían dos forenses.

Come va? —les preguntó Lo Bianco.

Uno de ellos se bajó la mascarilla y le respondió:

Merda!

El otro no dijo nada, pero negó con la cabeza. Parecía que sabían que lo que estaban haciendo era totalmente inútil.

—Venga conmigo, ispettore —le dijo Lo Bianco a Lynley—. Hay algo que quiero que vea.

Y empezó a caminar hacia la parte de atrás de los establos, donde un leve sendero que se entreveía entre los hierbajos y las flores silvestres llevaba a la berma, a un punto entre dos castaños.

Ahí Lynley vio que había un sendero creado por las personas que paseaban a sus perros, los ciclistas, los corredores y tal vez alguna familia que hubiera salido para una passeggiata durante alguna de las largas tardes de verano. Se veía que se usaba mucho. La parte superior de la berma seguía en ambas direcciones, como si imitara la ruta del camino que cruzaba el parco y también siguiera el curso del río. Lo Bianco empezó a caminar por él. A menos de cien metros se desviaba a la izquierda, bajaba por otra berma, cruzaba una zona boscosa con sicomoros, alisos y hayas, y salía justo al borde de un campo de deportes.

Lynley se dio cuenta inmediatamente de dónde estaban. Al otro lado del campo había una zona de gravilla perfecta para servir de pequeño aparcamiento. A la derecha se veían dos mesas de pícnic bajo los árboles. Y delante y al otro lado del sendero estaba el campo de entrenamiento, separado por caminos de cemento, junto a los que crecían unos árboles jóvenes. Más allá, al oeste, había una cafetería en la que, supuso, se sentarían los padres de los niños que iban a ese lugar a entrenar con Lorenzo Mura. Allí esperarían disfrutando de algo de beber mientras veían a sus jugadores de fútbol en ciernes concentrarse en otra sesión con el hombre que intentaba mejorar sus habilidades.

Lynley miró a Lo Bianco. Estaba claro que el inspector jefe no era el tonto que Piero Fanucci pensaba, fueran cuales fueran las ideas del magistrato.

—Me pregunto —empezó a decir Lynley señalando el campo— si el signor Casparia sería capaz de «imaginar» algo más, inspector jefe.

—¿El qué? —preguntó Lo Bianco.

—Después de todo, solo tenemos la palabra de Lorenzo Mura de que Hadiyyah fue raptada en el mercado ese día. Seguro que lo ha considerado en algún momento.

Lo Bianco sonrió un poco.

—Esa es una de las razones por las que tengo mis sospechas en cuanto al signor Mura —respondió.

—¿Le importaría que yo hablara con él? Me refiero a hablar sobre algo más que sobre la naturaleza de la «confesión» de Carlo Casparia.

—No me importa lo más mínimo —le confirmó Lo Bianco—. Nel frattempo, yo le echaré un vistazo a los otros calciatori de su equipo. Puede que alguno de ellos conduzca un descapotable rojo. Y creo que sería interesante saberlo.

Pisa, la Toscana

En su opinión, quedar en cualquier sitio cerca del Campo dei Miracoli era una locura. Había docenas de lugares en la ciudad donde podrían verse sin que nadie se percatara. Pero le había dicho que fuera al Campo dei Miracoli, así que fue a ese lugar lleno de turistas desenfrenados. Se abrió paso entre lo que le pareció quinientas personas haciendo fotografías de sus compañeros fingiendo que sujetaban la torre. Cruzó entre el Duomo y el baptisterio hasta el cimitero, oculto tras sus altos e imponentes muros. Fue a la sala que le había indicado, donde habían colocado varios de los affreschi del lugar después de su restauración. Allí no habría nadie, le había asegurado. Si, cuando paraban los autobuses y soltaban a sus pasajeros a las puertas de la Piazza dei Miracoli, a los gitanti les daban cuarenta minutos para dar una vuelta y hacer fotos antes de volver a acarrearlos hasta el siguiente sitio de la lista, seguro que no se iban a molestar en ir al cementerio. Con sus affreschi medio destrozados y una única escultura, que representaba a una mujer en reposo, en un estado decente, el lugar estaría desierto. Allí estarían a salvo de miradas indiscretas.

Y así es como necesitaban estar, pensó burlonamente, teniendo en cuenta la apariencia de quien le había contratado. Nunca la vanidad había llevado a un hombre a tal estupidez en cuanto a su apariencia personal. El de Michelangelo Di Massimo era un caso único.

Di Massimo ya estaba allí esperándole. Como le había prometido, era la única persona en la sala de los affreschi restaurados. Estaba sentado en un banco en el centro de la sala, estudiando uno de ellos —o al menos fingiendo hacerlo—, con una guía abierta sobre una rodilla y unas gafas de media luna apoyadas en la punta de la nariz. El aire profesoral que le daban chocaba con el resto de su aspecto: el pelo teñido de rubio, la chaqueta de cuero negro, los pantaloni de cuero, las rígidas botas negras. Nadie podría confundirle con un profesor de nada, ni siquiera con un estudiante. Aunque tampoco nadie pensaría que era lo que era.

No tenía sentido ocultar su llegada, así que no se molestó en intentar reducir el ruido de sus pasos sobre el suelo de mármol. Se sentó en el banco al lado de Di Massimo y miró el fresco que tenía absorbida la atención del otro hombre. Vio que Di Massimo tenía la mirada fija en el ángel de quien había tomado su nombre. Con la espada en la mano, el arcángel Miguel estaba sacando a alguien del Paraíso —al menos creía que era el Paraíso—. O tal vez le estaba dando la bienvenida, ¿a quién le importaba? No se le ocurría por qué se le había dado tanta importancia a los affreschi rescatados en ese lugar. Estaban descoloridos y deteriorados. En muchos puntos apenas se veía lo que representaban.

Quería un cigarrillo. Un cigarrillo o una mujer. No obstante, pensar en mujeres le trajo a la mente el revolcón que se había dado con su prima, aquella mujer medio loca, sobre el suelo de tierra. Prefería no pensar en eso.

No comprendía lo que le pasaba siempre que veía a Domenica. En una época fue bastante guapa, pero de eso hacía mucho tiempo. Sin embargo, a pesar de ello, todavía entonces, cuando la veía, quería poseerla, demostrarle… algo. ¿Y qué decía eso de él, que todavía deseara a una loca después de todo el tiempo que había pasado?

A su lado, Michelangelo Di Massimo se revolvió en el banco. Cerró la guía y la metió en una mochila que tenía a los pies. De ella sacó un periódico doblado.

—Ahora también está implicada la policía británica —dijo—. Y el Prima Voce tiene la historia. Ha habido un llamamiento en televisión. ¿Lo has visto?

Claro que no. Por las noches, cuando se emitía el telegiornale estaba en su trabajo habitual, en el Ristorante Maestoso. No podía ver las noticias. Y por el día estaba ocupado seduciendo a las commesse de las tiendas y boutiques más exclusivas de la ciudad para convencerlas de que le pasaran por caja un par de calcetines mientras le metían en la bolsa una camisa buena. Así que no tenía tiempo para la televisión ni los tabloides. Todo lo que sabía sobre la búsqueda de la niña desaparecida lo sabía por Di Massimo.

Este le pasó una copia del Prima Voce. Él ojeó la historia. Scotland Yard, un inspector detective en Lucca para hacer de enlace con los padres de la niña, más información sobre los padres, palabras desdeñosas sobre la policía británica pronunciadas por el idiota de Fanucci y una declaración de palabras muy medidas del inspector jefe Lo Bianco, que hablaba de colaboración entre dos cuerpos policiales. Había una foto del detective inglés conversando con Lo Bianco. Estaban delante de la questura de Lucca. Lo Bianco tenía los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza inclinada mientras escuchaba algo que le estaba diciendo el inglés.

Devolvió el tabloide a Di Massimo. Estaba enfadado con él. Odiaba que le hicieran perder el tiempo. Si le había hecho ir hasta el centro de la ciudad, al Campo dei Miracoli nada menos, solo para que viera algo que podía haber visto parando en el giornalaio más cercano y comprando un periódico, todavía se iba a cabrear más. Entonces señaló bruscamente el periódico y dijo: «Allora?» para indicar su impaciencia. Para insistir en ello, se levantó y caminó hasta la pared más alejada.

—No creo que eso te sorprenda, Michelangelo. Está desaparecida. Es una niña. Ha desaparecido sin dejar rastro. Es británica. —Lo que quería decir era obvio: claro que los policías ingleses iban a querer un trozo del pastel que él y Di Massimo estaban cocinando. ¿Es que Di Massimo se esperaba otra cosa?

—No es eso —dijo Di Massimo—. Siéntate. No quiero levantar la voz.

Esperó a que cumpliera la orden antes de continuar.

—Ese hombre y Lo Bianco… Vinieron a mi entrenamiento de calcio el otro día.

Sintió que su calma empezaba a desaparecer.

—¿Y hablaron contigo? —le preguntó.

Di Massimo negó con la cabeza.

—Creyeron que no les había visto (o eso espero). Pero esto —dijo tocándose un lado de la nariz— tiene el talento de avisarme cuando hay policías presentes. Vinieron y estuvieron observando. Menos de cinco minutos. Después se fueron.

Sintió una oleada momentánea de alivio y dijo:

—Así que no sabes…

Aspetti.

Di Massimo le dijo que aquellos dos hombres habían ido a verle el día anterior. Habían interrumpido su cita con su parrucchiere, que le estaba tratando su melena rubia.

Merda! —Esas eran las peores noticias posibles—. ¿Y cómo demonios te han encontrado? —exigió saber—. ¿Primero en el calcio y después esto? ¿Cómo han dado contigo?

—No importa cómo —le dijo Di Massimo.

—¡Claro que importa! Si a ti no te importa, a mí sí. Si están tras tu pista… Si ya te han encontrado… —Sintió pánico—. Me juraste que había pasado suficiente tiempo. Me dijiste que nadie podría vincularte con el asunto de la niña. —Empezó a pensar a toda velocidad, intentando ver qué otras conexiones podría hacer la policía. Porque si habían encontrado a Michelangelo Di Massimo una semana después de la desaparición, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que le encontraran a él también?—. Hay que hacer algo —dijo—. Ahora. Hoy. En cuanto sea posible.

—Por eso hemos quedado para vernos, amigo —le dijo Michelangelo. Le miró sin dejar entrever nada de lo que sentía—. Creo que ya es hora. Te ha quedado claro, ¿no?

Él asintió.

—Sé lo que tengo que hacer.

—Pues hazlo rápido.

Fattoria de Santa Zita, la Toscana

Lynley no había sido del todo sincero con Lo Bianco sobre lo de hablar con Lorenzo Mura. También quería hablar con Angelina. Así que, con la bendición del inspector jefe, fue hasta la fattoria. Parecía que era un día de mucho trabajo en el lugar. La vida seguía.

Había obreros pululando por la antigua alquería que formaba parte de la propiedad, algunos descargando tejas para la cubierta, otros llevando pesadas tablas al interior de la estructura, y otros dentro del edificio dando con sus martillos unos golpes que resonaban por todas partes. En la bodega había un hombre joven que les ofrecía copas del Chianti de Lorenzo a cinco personas que habían dejado sus bicicletas y sus mochilas a un lado, lo que indicaba un viaje en bicicleta en primavera por aquella zona en plena floración. Lorenzo se encontraba junto a la valla de un corral que no estaba lejos del imponente seto que separaba la antigua villa de la parte comercial de la fattoria. Hablaba con un hombre con barba de mediana edad. Cuando Lynley se acercó, vio que el hombre sacaba un sobre blanco del bolsillo de atrás de sus vaqueros y se lo daba a Lorenzo Mura.

Hablaron un poco más antes de que el hombre asintiera y se fuera hasta una camioneta que había aparcada delante de las verjas de hierro forjado que daban acceso al camino que llevaba a la villa. Subió a la camioneta. Un momento después hizo un giro rápido y salió del lugar. Lynley le observó cuando pasó a su lado. Llevaba puestas unas gafas de sol y el tipo de sombrero de paja de ala ancha que evita que el sol te dé en la cara. Así que era imposible distinguir ninguno de sus rasgos, aparte de la barba, que era oscura y gruesa.

Lynley se acercó a Lorenzo. Dentro del corral vio que había cinco burros: un macho, dos hembras y dos crías. Estaban paciendo bajo una morera, agitando las colas para apartar las moscas y disfrutando de la hierba fresca y dulce de la primavera. Eran unos animales bonitos. Y parecían bien cuidados.

Sin ningún preámbulo, Lorenzo le explicó que criar burros para venderlos era una de las formas que tenía para mantener la Fattoria de Santa Zita. El hombre que se acababa de ir había venido a comprar una de las crías. Un burro siempre era útil para los que vivían y ganaban dinero trabajando la tierra, le dijo.

Lynley no creía que la venta de uno, dos o veinte burros pudiera ayudar mucho a sostener todo lo que hacía falta sostener en esa fattoria en concreto, pero, en vez de decirlo, le preguntó por la vieja alquería y los trabajos que se estaban haciendo dentro, fuera y alrededor de ella.

Lorenzo le contó que ahí iban a instalar habitaciones para alquilárselas a los turistas que quisieran experimentar la vida en el campo un tiempo mientras se alojaban en uno de los muchos agriturismi que había en Italia. Con el tiempo también quería poner una piscina, terrazas para tomar el sol y una pista de tenis.

—Grandes planes —comentó Lynley educadamente. Y para realizar esos grandes planes hacía falta mucho dinero, por supuesto.

, siempre habría planes para la fattoria, corroboró Lorenzo. Y después cambió de tema completamente y le dijo a Lynley en su idioma:

—Tiene que hablar con ella, ispettore. Tiene que decirle que me permita llevarla al médico en Lucca.

Lynley frunció el ceño. Entonces pasó al italiano para preguntarle a Mura.

—¿Está enferma?

Venga —respondió Lorenzo. Añadió que Lynley podía ir a la villa y verlo por sí mismo—. Ayer estuvo enferma. No retiene nada dentro. Ni sopa, ni pan, ni té, ni leche. Me dice que no me preocupe, que es el embarazo. Me recuerda que desde el primer día no ha estado bien. Me dice que se le pasará. Que me preocupo porque es mi primer hijo, pero que no es su primer hijo y que tengo que ser paciente, que se pondrá bien pronto. Pero ¿cómo puedo ser paciente cuando veo que está enferma, cuando creo que tendría que ir a ver a un médico aunque ella cree que no le pasa nada?

Estaban subiendo por la curva cerrada del camino que llevaba a la villa mientras Lorenzo seguía hablando. Lynley pensó en el embarazo de su difunta esposa. Ella también estuvo enferma durante la primera parte. Y él también se preocupó. Se lo dijo a Lorenzo, pero el italiano siguió sin estar convencido.

Angelina se encontraba en la galería. Estaba acostada en una tumbona tapada con una manta. A su lado, en una mesa con la parte superior de mosaico, había una jarra transparente con lo que parecía zumo de naranja. Tenía un vaso al lado, pero no habían llegado a servir nada en él. Junto al vaso había un plato que ofrecía una selección de galletas, embutidos, fruta y queso, todo sin tocar, excepto una fresa muy grande a la que le había dado un solo mordisco.

Lynley entendió por qué estaba preocupado. A Angelina se la veía débil. Sonrió lánguidamente cuando cruzaron la galería hacia donde estaba ella.

—Inspector Lynley —murmuró, y se esforzó para incorporarse—. Me has pillado echando una siesta. —Le examinó la cara—. ¿Hay alguna novedad?

Lorenzo fue hasta la mesa e inspeccionó el plato.

Cara, devi mangiare e bere. —Le sirvió zumo de naranja en el vaso y se lo dio.

—Lo he intentado, Renzo. —Señaló la fresa que tenía el minúsculo mordisco—. Te preocupas demasiado. Solo necesito descansar un poco y después estaré bien. —Y se volvió hacia Lynley—. Inspector, si ha pasado algo…

—Tiene que ir al médico —le dijo Lorenzo a Lynley—. Pero no me hace caso.

—¿Puedo…? —solicitó él señalando una silla de mimbre que había cerca.

—Claro —dijo ella—. Por favor. —Y le dijo a Lorenzo—: Cariño, por favor, no seas tonto. No soy tan frágil. Y yo no soy lo que importa ahora. Así que para ya de hablar de médicos y déjanos conversar tranquilamente, porque —inspiró hondo para poder decir lo que tenía que decir dirigiéndose a Lynley— espero que tenga algo que contarme. Por favor, dímelo.

Lynley miró a Lorenzo, que se había ruborizado. No se había sentado. Caminó hasta la pared de la galería y se quedó de pie detrás de la tumbona con los brazos cruzados y la marca de nacimiento notablemente más oscura.

Lynley le habló brevemente de Carlo Casparia, de la «confesión» que le había sacado il Pubblico Ministero y sobre las dudas del inspector jefe Lo Bianco en cuanto a esa confesión. Le contó los detalles de la búsqueda que estaban llevando a cabo en los establos. Mencionó que podía ser que alguien la hubiera visto en los Alpes Apuanos. Pero no dijo nada del descapotable rojo ni de lo que había visto el supuesto testigo: un hombre que llevaba una niña al bosque. Lo primero era algo que debían ocultarle a todo el mundo. Lo segundo solo provocaría pánico y terror en la mujer.

—La policía lo está investigando —le dijo en cuanto a la pista de los Alpes—. Mientras, los tabloides… —Le pasó la primera página del Prima Voce. Descubrió que no había visto el periódico ese día porque ninguno de los dos había ido a la ciudad a comprarlo y no les llevaban ninguno a la fattoria—. Yo diría que lo mejor es no hacer caso a nada de esto. Tienen información limitada.

Angelina estuvo callada durante un largo momento en el que solo se oyeron levemente los golpes de martillo que llegaban desde la vieja alquería.

—¿Y qué piensa Hari? —preguntó por fin. Lorenzo, detrás de ella, dejó escapar un resoplido de exasperación—. Renzo, por favor…

Sì, sì —respondió Mura.

—No sabe nada de esto todavía —le dijo Lynley—, a menos que haya encontrado el tabloide en alguna parte. Cuando bajé a desayunar ya se había ido de la pensione.

—¿Se había ido? —fue la pregunta incrédula de Lorenzo.

—Supongo que seguirá poniendo carteles. Es difícil para él…, y para todos, lo sé, estar sin hacer nada a la espera de información.

Inutile —comentó Lorenzo.

—Tal vez —contestó Lynley—. Pero yo mismo he presenciado cómo en ocasiones algo que parece inútil resulta ser justo lo que acaba resolviendo el caso.

—No volverá a Londres hasta que la encontremos. —Angelina miró el césped, aunque no había nada allí que pudiera llamar su atención. Después prosiguió en voz baja—: Cómo me arrepiento de lo que hice. Solo quería verme libre de él, pero sabía… Siento mucho todo esto.

Ese deseo de verse libre de otras personas, de las complejidades de la vida, de un pasado que a veces se aferraba a ti como un grupo de niños desarrapados mendigando… Eso llevaba a la gente a cometer actos que abrían el camino al remordimiento. Pero el camino del arrepentimiento estaba cubierto de los cuerpos putrefactos de los sueños de otras personas. Quería hablar de eso precisamente. Pero deseaba hablar con Angelina a solas y no en presencia de su amante.

—Si no le importa, signor Mura, querría hablar unos minutos a solas con Angelina —le dijo a Lorenzo.

Aparentemente a Mura sí que le importaba.

—Angelina y yo no tenemos secretos. Cualquier cosa que tenga que decirle puede hacerlo estando yo presente.

—Lo comprendo —contestó Lynley—. Pero teniendo en cuenta nuestra conversación anterior, la que hemos tenido usted y yo…

Deseaba hacerle pensar que lo que quería decirle a Angelina tenía que ver con su salud y con convencerla para que fuera a la ciudad a ver a un médico. Cualquier cosa para que les dejara tener unos minutos de conversación a solas, porque sospechaba que Angelina solo sería completamente sincera si Mura no estaba.

Al fin lo hizo, aunque a regañadientes. Se inclinó sobre Angelina y le dio un beso en el pelo. «Cara» le dijo en voz baja, y salió de la galería. Se fue en dirección a las puertas, hacia al camino de entrada, donde algunos hombres trabajaban, detrás del alto seto que separaba los terrenos que había junto a la villa del resto de la fattoria.

Angelina giró la cabeza para mirarle, deslizándola sobre el reposacabezas de la tumbona.

—¿Qué ocurre, inspector Lynley? ¿Se trata de Hari? Veo que te has dado cuenta… Renzo no tiene ninguna razón para sentir celos de él. No le he dado ninguna razón, no tiene ninguna. Pero que Hari y yo tengamos una hija… Ha creado un vínculo donde yo preferiría que no quedara ninguno.

—Creo que es normal —la tranquilizó Lynley—. Está incómodo, inseguro de su posición en tu vida.

—Intento que la tenga clara. Él es el único. Es… el definitivo para mí. Pero culturalmente… y con mi pasado con otros hombres… Creo que eso es lo que se lo hace tan difícil.

—Tengo que preguntártelo —se excusó Lynley acercando más su silla de mimbre hacia ella—. Espero que lo entiendas. Hay que investigar cualquier cosa que tenga que ver con la desaparición de Hadiyyah y esta es una de esas cosas.

—¿Qué? —preguntó, y pareció alarmada.

—Tus otros amantes.

—¿Qué otros amantes?

—Aquí, en Italia.

—No hay…

—Perdóname. Pero digamos que el pasado ahora está haciendo las veces de prólogo, no sé si me comprendes. Lo que me preocupa es que si tenías una relación con Esteban Castro a la vez que te veías con Lorenzo, cuando todavía vivías con Azhar… Espero que entiendas cómo eso lleva a la idea de que puede haber otros aquí que no quieras mencionar delante de Lorenzo.

Las mejillas se le tiñeron de color por primera vez desde que la había visto al subir las escaleras de la galería.

—¿Y qué tiene eso que ver con Hadiyyah, inspector?

—Diría que tiene más que ver con cómo un hombre podría actuar para hacerte daño si descubriera que no es tu único amante. Y eso tiene mucho que ver con Hadiyyah.

Le miró a los ojos un momento para que pudiera leerle la expresión cuando habló, supuso Lynley.

—No hay otros amantes, inspector Lynley. Si quieres que lo jure, lo haré encantada. Solo está Lorenzo.

Evaluó lo que acababa de decir: las palabras y la forma en que las había dicho. Su lenguaje corporal sugería que estaba diciendo la verdad, pero una mujer que tenía la experiencia de haber simultaneado relaciones con tres hombres al mismo tiempo tenía que ser una buenísima actriz para lograrlo. Ese detalle, además del hecho de que la cabra tira al monte, le empujaron a decir:

—¿Y qué te ha hecho cambiar, si no te importa que te lo pregunte?

—No lo sé —confesó—. ¿El deseo de no repetir el pasado? ¿Un paso hacia la madurez? —Miró la manta con que se tapaba y acarició con los dedos el satén gastado que la bordeaba—. Antes siempre estaba buscando algo que estaba fuera de mi alcance. Ahora creo que lo que quiero y lo que tengo por fin se han encontrado.

—¿Y qué querías?

Lo pensó un momento y sus cejas delicadas se unieron.

—Una forma de ser yo misma. Y pensaba que esa cualidad personal me la traería un hombre. Como no ocurría…, ¡cómo podría…! Me buscaba otro hombre. Y después otro. Dos antes de Hari. Después Hari, a la vez Esteban y, sí, incluso Renzo. —Le miró—. He hecho daño a mucha gente a lo largo de los años, sobre todo a Hari. Es algo de lo que no me enorgullezco. Pero yo era así.

—¿Y ahora?

—Estoy construyendo una vida con Renzo. Nos vamos a convertir en una familia. Quiere que nos casemos, y yo también quiero. No estaba segura al principio, pero ahora sí.

Lynley reflexionó sobre lo que acababa de decir: la inseguridad inicial de Angelina sobre Mura, lo que esa inseguridad podía haber significado para ese hombre y lo que él podría haber hecho para cambiar las cosas.

—¿En qué momento sentiste esa seguridad con él?

—No sé si entiendo lo que quieres decir.

—Supongo que lo que quiero decir es si hubo un momento en el que todo cambió para ti, cuando te quedó claro que lo que tenías con el signor Mura era tal vez más importante que buscar a otro hombre para construir, como has dicho, una identidad para ti.

Negó con la cabeza lentamente, pero, cuando habló, Lynley vio que se había convertido en una experta en rellenar los puntos suspensivos que él dejaba entre sus preguntas.

—Renzo nos quiere, a Hadiyyah y a mí —dijo—. Y no deberías siquiera pensar que ha podido planear algo… tan horrible como esto para demostrarme… o para que me sintiera segura… Eso es lo que piensas, ¿no, inspector? ¿Cómo puedes siquiera pensarlo? ¿Cómo puedes creer que haría algo que me destrozara de esta forma?

Porque era posible y porque ese era su trabajo, pensó Lynley. Pero sobre todo porque, estaba claro: si Hadiyyah desaparecía para siempre, Angelina quedaría totalmente integrada en la vida de Mura.

Villa Rivelli, la Toscana

La hermana Domenica Giustina permitió a Carina entrar en el giardino. El día era más caluroso de lo habitual y las fuentes del jardín le resultaban atractivas. Si no hubiera estado abrazando el castigo de Dios por su pecado de fornicación, la hermana se habría unido a la niña. Porque con sus pantalones de algodón verde recogidos por encima de las rodillas, Carina estaba disfrutando de lo lindo. Caminó por el estanque más grande, corrió riéndose bajo los aspersores de la fuente y salpicó agua en el aire para formar arcoíris por todo alrededor.

Venga! —llamó a la hermana Domenica Giustina—. Fa troppo caldo oggi.

Pero aunque el día era indudablemente demasiado caluroso, la hermana Domenica Giustina sabía que no reduciría su sufrimiento ni durante cinco minutos bajo aquella agua fresca y agradable.

Eran necesarios cuarenta días de castigo por lo que ella y su primo Roberto habían hecho. Durante ese tiempo iba a llevar la misma ropa (maloliente porque tenía el olor de ella, de él y de su cópula); solo se la quitaba para añadir espinas a las vendas con las que se cubría el cuerpo. Por la noche se examinaba las heridas porque habían empezado a supurar. Pero eso era bueno, porque el pus que salía le decía que Dios aceptaba su reparación por el daño. Hasta que el pus no desapareciera, tenía que continuar en ese camino que había elegido para dejar claro el profundo dolor que sentía por su pecado.

Suor Domenica! —gritó la niña poniéndose de rodillas en el agua, que así le llegaba hasta la cintura—. Debe venire! Possiamo pescare. Vuole pescare? Le piace pescare? Venga!

No había peces en el agua de esa fuente. Estaba haciendo demasiado ruido. La hermana Domenica Giustina se dio cuenta, pero no podía soportar estropearle el placer a la niña. Aun así, creyó necesario decirle:

Carina, fai troppo rumore. —Y se puso un dedo sobre los labios. Miró hacia la gran villa al este del giardino hundido para que la niña entendiera que el ruido que hacía no podía llegar a los habitantes de la villa. Había peligros por todas partes.

Le había dicho desde el principio que mantuviera a la niña dentro del enorme granero de piedra y había desobedecido. Cuando le llevó a la bodega de la villa para ver a la niña, él sonrió y habló amablemente a Carina, pero la hermana Domenica Giustina le conocía mejor de lo que él se conocía a sí mismo y vio en sus ojos que no estaba contento.

Se lo dejó muy claro cuando se fue.

—Pero ¿a qué estúpido juego estás jugando? —le preguntó entre dientes—. Mantenla dentro hasta que yo no te diga otra cosa. ¿Eres capaz de meter eso en tu dura mollera, Domenica? —Y le clavó un dedo en la frente para hacer hincapié—. Dios santo, después de lo que me has hecho, diría… Cristo, debería dejar que te pudrieras —añadió.

Intentó explicárselo. El sol y el aire eran buenos para los niños. Carina necesitaba salir de las estancias húmedas y frías que había encima del granero; si le hubiera dicho que se quedara dentro, no lo habría hecho. Ningún niño lo haría. Además, no había nadie en ese lugar tan remoto. Por otro lado, aunque hubiera alguien, ¿no era ya hora de que le dijeran al mundo que Carina era suya?

Sciocca, sciocca! —respondió. Le cogió la barbilla. Sus dedos aumentaron la presión hasta que le dolió toda la mandíbula y después la tiró hacia un lado—. Se tiene que quedar dentro. ¿Me entiendes? Nada del huerto, la bodega, el estanque de los peces, ni el césped. Se tiene que quedar dentro.

Domenica dijo que lo entendía. Pero hacía calor, las fuentes de la villa resultaban muy seductoras y la niña era pequeña. No podía hacer ningún mal darle una hora para que se divirtiera, decidió la hermana Domenica Giustina.

Sin embargo, miró a su alrededor, nerviosa. Decidió que sería mejor montar guardia por encima del peschiera, así que subió los escalones de piedra desde el jardín hundido hasta el estanque de los peces y se aseguró de que Carina y ella seguían estando solas.

Entonces subió al punto desde el que la colina empezaba a descender. Entre los árboles y los arbustos se veía la carretera que serpenteaba entre las colinas desde el valle que estaba más abajo. Y lo vio. Justo antes de que empezara a ascender por la carretera con su brillante coche rojo. Oía, incluso desde esa distancia, el rugido del motor cuando cambiaba las marchas. Iba demasiado rápido, siempre lo hacía. Se oyó el chirrido distante de las ruedas cuando cogió una curva cerrada a demasiada velocidad. Tenía que ir más despacio, pero no lo haría. Le gustaba la velocidad.

Desde donde estaba ella y por donde iba conduciendo él, el aire parecía brillar por el calor. Ese calor la hacía sentir indolente. Aunque sabía que tenía que sacar a Carina del jardín hundido y llevarla a las habitaciones que había sobre el granero para ponerle ropa seca antes de que él llegara, no sabía por qué, pero no podía moverse.

Por eso vio lo que ocurrió. Se saltó una curva cerrada en la carretera. Un rugido del motor, un cambio de marcha frenético, y atravesó un inútil quitamiedos. Quedó colgado en el aire un momento. Y después el coche desapareció mientras caía y caía por un precipicio hasta lo que hubiera debajo: rocas, árboles retorcidos, el cauce seco de un río, otra villa escondida a su vista. No lo sabía. Solo vio que en un momento estaba ahí, recorriendo las colinas a toda velocidad, pero que al siguiente ya no estaba.

Se quedó inmóvil, esperando lo que viniera después: tal vez el sonido del impacto o una bola de fuego que llenara el cielo. Pero no ocurrió nada. Fue como si la mano de Dios hubiera fulminado a su primo en un instante y su alma hubiera sido llamada a la presencia del Todopoderoso para responder, al fin, por su pecado.

Volvió al jardín hundido, pero se quedó por encima y observó a la niña desde allí. El sol brillaba en su bonito pelo. Detrás de la salpicadura de la fuente, parecía que estuviera cubierta por un velo. Al verla así, feliz, abierta y confiada, era difícil creer que ella también llevara la mancha del pecado. Pero la tenía y había que hacer algo con ese pecado.