15 noviembre

Earls Court, Londres

Pasar la tarde en el Brompton Hall, sentado en una silla de plástico, rodeado de doscientas personas que no paraban de chillar y aullar —todas ellas vestidas con lo que no se podía llamar de otra forma que «moda alternativa»—, era algo que Thomas Lynley nunca habría creído que haría. Una música irritante atronaba desde unos altavoces del tamaño de un bloque de apartamentos de Miami Beach. Había un puesto de comida haciendo su agosto, vendiendo perritos calientes, palomitas, cervezas y refrescos. Cada poco una mujer gritaba a voz en cuello por encima del barullo para dar las puntuaciones y anunciar las penalizaciones. Y diez mujeres con casco y patines competían en una pista ovalada cuyos límites habían marcado con cinta adhesiva en el suelo de cemento.

Se suponía que no era más que un partido de exhibición: algo para ilustrar a las masas acerca de los pormenores del patinaje de contacto en pista oval, el roller derby. Pero obviamente lo de la exhibición habría que decírselo a las patinadoras, porque esas mujeres se lo estaban tomando muy en serio.

Tenían unos apodos muy curiosos, que, junto a unas fotos amenazantes y apropiadas para la ocasión, venían impresos en los programas que se distribuyeron cuando los espectadores ocuparon sus asientos. Lynley no había podido evitar reírse al leer esos nombres de guerra: Vigor Mortis; Marta, la Muerte; Traumatismo Angelical.

Él estaba allí precisamente por una de esas mujeres: Electra, la Cojonuda. No patinaba con el equipo local, el Electric Magic de Londres, sino que lo hacía con el conjunto de Bristol, un grupo de mujeres de apariencia salvaje que respondían al eufónico nombre colectivo de las Boadicea’s Broads. Su nombre real era Daidre Trahair, una veterinaria de animales grandes que trabajaba en el zoo de Bristol y que no tenía ni idea de que Lynley estaba entre la rugiente masa de espectadores. Y él todavía no tenía claro si quería dejar las cosas así. En aquel momento estaba improvisando.

Había traído a un acompañante porque no tenía el coraje suficiente para aventurarse solo en ese mundo desconocido. Charlie Denton había aceptado su invitación a ser ilustrado, instruido y entretenido en el pabellón del centro de convenciones Earls Court Exhibition Centre. En aquel instante, se estaba abriendo paso entre la horda que rodeaba el puesto de comida.

Un momento antes había anunciado: «Le invito yo, milord…, señor», añadiendo esa palabra final con una corrección apresurada que a aquellas alturas sobraba. Porque llevaba siete años trabajando para Lynley. Y cuando no dedicaba el tiempo a su pasión por los escenarios, acudiendo a audiciones para diversos montajes teatrales por todo el Greater London, hacía las veces de sirviente, cocinero, amo de llaves, ayuda de campo y factótum general en la vida de Lynley. Hasta ahora había conseguido ser Fortinbras en una producción al norte de Londres, pero eso no era precisamente el West End. Así que seguía manteniendo estoicamente esa doble vida, con la firme creencia de que su gran papel estaba a la vuelta de la esquina.

Ahora se lo estaba pasando bien. Lynley lo veía claramente por la cara que tenía mientras cruzaba el Brompton Hall hacia el grupo de sillas donde estaba sentado. En la mano llevaba una bandeja de cartón con la comida.

—Nachos —explicó Denton al ver el ceño fruncido de Lynley, que miraba algo que parecía lava naranja saliendo en erupción de una montaña de tortilla mexicana frita—. Su perrito tiene mostaza, cebolla y guarnición de pepinillos. El kétchup no tenía muy buena pinta, así que no he querido echarle, pero la cerveza está buena. Pruébela, señor.

Denton explicó todo esto con un extraño brillo en los ojos, aunque Lynley se dijo que bien podría ser un reflejo en las lentes de sus gafas de montura redonda. Lo estaba retando a rechazar el festín que le ofrecía, mostrándose como realmente era. También le divertía ver a su jefe sentado codo con codo con un tipo con una barriga que le colgaba por encima de los pantalones abolsados y unos rizos estilo rastafari que le caían hasta la mitad de la espalda. Lynley y Denton habían llegado a depender absolutamente de ese individuo. Se llamaba Steve-o y lo sabía todo del roller derby. Y, al parecer, lo que no sabía no tenía importancia.

Por lo visto y según les contó muy orgulloso, era el novio de Buena Bronca. Además, su hermana Soob estaba en el grupo de animadoras. Dicho grupo había elegido un sitio desagradablemente próximo a donde estaba Lynley, y sus gritos hacían aún más insoportablemente ruidoso el ambiente. Todas iban vestidas de negro de la cabeza a los pies, con adornos rosa fuerte en forma de tutús, accesorios para el pelo, medias hasta las rodillas, zapatos o chalecos, y se pasaban la mayor parte del tiempo chillando: «¡Acaba con ellos, chica!». Al tiempo, agitaban unos pompones rosas y plateados.

—Un deporte genial, ¿eh? —dijo Steve-o mientras las Electric Magic seguían acumulando puntos en el marcador—. Es esa Leticia Letal la que está ganando la mayoría de los puntos. Si no acumula muchas penalizaciones, lo conseguiremos, tío.

De repente, se ponía de pie de un salto y gritaba «¡Vamos, Bronca!», cuando su novia pasaba por delante en medio del pack.

Lynley se abstuvo de decirle a Steve-o que él era simpatizante de las Boadicea’s Broads. Solo había sido casualidad que Denton y él acabaran situándose entre los hinchas del equipo Electric Magic. Los seguidores de las Boadicea’s Broads, que estaban al otro lado de la improvisada pista de cinta adhesiva, estaban inmersos en una vorágine de gritos sincronizados, que seguían las directrices de su propio grupo de animadoras, que, igual que las que animaban a las Electric Magic, iban vestidas de negro, aunque en su caso los adornos eran rojos. Y parecían tener más experiencia en lo de animar. Ejecutaban vagos pasos de baile acompañados de unas patadas al aire que eran de lo más impactante.

Se trataba del tipo de competición que debería haber horrorizado a Lynley. Si su padre hubiera estado allí (sin duda vestido de punta en blanco con unos toques de armiño y terciopelo rojo para que nadie pudiera dudar de cuál era su posición social), no habría soportado aquello ni cinco minutos. Solo con ver a esas mujeres con patines le habría dado un ataque al corazón. Y escuchar a Steve-o pronunciar incorrectamente las tes y aspirar las haches habría hecho que al pobre hombre se le helara la sangre. Pero el padre de Lynley llevaba mucho tiempo en la tumba. Él, por el contrario, se había pasado la mayor parte de la tarde sonriendo tanto que ya empezaban a dolerle las mejillas.

Había aprendido mucho más de lo que hubiera podido imaginar por aceptar la invitación impresa en un folleto que encontró entre su correo unos días antes. Descubrió que lo importante era no perder de vista a la anotadora o jammer, a la que se podía identificar gracias a las estrellas de su cubrecasco, y no se trataba de una posición permanente que mantuviera una sola patinadora; el cubrecasco con las estrellas iba pasando entre diferentes mujeres. La de anotadora era la posición en que se podía hacer sumar puntos al equipo, y los puntos fundamentales se conseguían haciendo una jugada (conocida como jam) cuando la anotadora del equipo contrario se veía obligada a permanecer sentada en el cajón de penalización. Aprendió también cuál era el propósito del pelotón o pack, y, gracias a Steve-o, lo que significaba que la anotadora líder se irguiera, abandonando su habitual posición agachada, y se pusiera las manos en las caderas. Todavía no tenía muy claro el objetivo de la pivote (aunque sí sabía quién era, gracias al cubrecasco con rayas que llevaba), pero estaba llegando a la conclusión de que el roller derby era un deporte de estrategia a la vez que de habilidad.

Durante la mayor parte de la competición entre Londres y Bristol se dedicó a observar a Electra, la Cojonuda. Y se dio cuenta de que era una gran anotadora. Patinaba de forma agresiva, como si hubiera nacido para ir sobre patines. Lynley nunca lo habría creído al ver a la veterinaria callada y reflexiva que conoció siete meses atrás en la costa de Cornualles. Sabía que era prácticamente invencible a los dardos. Pero ¿esto…? Nunca lo habría adivinado.

La diversión que le proporcionaba ese rudo deporte solo se vio interrumpido una vez, en medio de una de las jugadas. Sintió que el móvil vibraba en su bolsillo y metió la mano para sacarlo y ver quién era. Lo primero que pensó fue que la policía le llamaba para que volviera al trabajo, pero no, quien llamaba era su compañera habitual, la sargento detective Barbara Havers. Aunque lo hacía desde el teléfono de su casa y no desde su móvil, así que tal vez había tenido suerte y no lo necesitara para nada urgente, pensó esperanzado.

Lo cogió, pero no oía nada de lo que le decía. El ruido era demasiado fuerte. Le gritó por el micrófono: la llamaría en cuanto pudiera. Volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo y se olvidó inmediatamente del tema.

El equipo Electric Magic ganó el partido veinte minutos después. Los dos grupos de patinadoras se felicitaron. Las jugadoras se mezclaron con los espectadores; después las animadoras se mezclaron unas con otras; y, finalmente, incluso los árbitros hicieron lo mismo. Nadie parecía tener prisa por irse, lo que le venía muy bien a Lynley, porque él también tenía intención de mezclarse un poco.

Se volvió hacia Denton.

—Ahora no soy «señor».

—¿Cómo? —preguntó Denton.

—Aquí hemos venido como amigos. Imagínate que somos amigos del colegio. Podrás hacerlo, ¿verdad?

—¿Del colegio? ¿Yo? ¿En Eton?

—Está dentro de tu abanico de habilidades, Denton. Y llámame Thomas o Tommy. Como prefieras.

Los ojos redondos de Denton se volvieron aún más redondos tras sus gafas.

—Si es lo que quiere… —dijo—. Pero no sé si conseguiré decirlo.

—Charlie, eres actor, ¿no? Este es tu momento BAFTA. Yo no soy tu jefe y tú no eres mi empleado. Vamos a hablar con alguien y vas a fingir que eres mi amigo. Es… —Reflexionó un momento buscando la palabra adecuada—. Es una improvisación.

La cara del chico se iluminó.

—¿Y puedo poner mi voz?

—Si es absolutamente necesario… Acompáñame.

Los dos se acercaron a Electra, la Cojonuda. Estaba hablando con La Torre Inclinada de Lisa, del equipo de Londres, una impresionante mujer que con los patines medía por lo menos dos metros. Sería una persona imponente en cualquier parte, pero llamaba mucho más la atención al lado de Electra, la Cojonuda, que, incluso sobre los patines, medía unos veinte centímetros menos.

La Torre Inclinada de Lisa fue la primera en ver a Lynley y a Denton.

—Vosotros dos lleváis la palabra «problemas» escrita en la cara. Yo me quedo con el pequeñajo.

La chica patinó hasta Denton para rodearle los hombros con el brazo. Le dio un beso en la sien y Denton se puso del color de las semillas de granada.

Daidre Trahair se volvió. Se había quitado el casco y un par de gafas de plástico, aunque se las había dejado sobre la cabeza. Ahora le sujetaban los mechones de pelo de color arena que se le habían escapado de la trenza que los había mantenido a raya hasta entonces. Llevaba unas gafas de ver bajo las de protección, aunque ahora las tenía muy sucias. Pero veía perfectamente con ellas. Lynley lo supo por el color que adquirió su piel cuando le miró, a pesar de que no resultaba fácil ver nada bajo tanto maquillaje. Al igual que las otras patinadoras, iba muy pintada, con purpurina por todas partes y unos relámpagos dibujados.

—Dios mío —dijo.

—Bueno, me han llamado cosas peores —respondió él. Alzó el folleto que anunciaba la competición—. Nos apeteció aceptar la oferta. Por cierto, habéis estado brillantes. Nos lo hemos pasado estupendamente.

—¿Ha sido vuestra primera vez? —preguntó La Torre Inclinada de Lisa.

—Sí —respondió Lynley. Y después continuó dirigiéndose a Daidre—: Se te da mucho mejor de lo que me dijiste cuando nos conocimos. Igual de bien que los dardos, por lo que veo.

El rostro de Daidre adquirió un tono más oscuro.

—Pero ¿conoces a estos tíos? —le preguntó La Torre Inclinada de Lisa.

—A él —confesó Daidre, tartamudeando—. Solo a él.

Lynley le tendió la mano a la otra patinadora.

—Thomas Lynley —se presentó—. Y el que rodeas con el brazo es mi amigo Charlie Denton.

—Charlie, ¿eh? —respondió La Torre Inclinada—. Pues parece muy dulce. ¿Tienes el carácter igual de dulce que la cara, Charlie?

—Yo diría que sí —le respondió Lynley.

—¿Y le gustan las mujeres grandes?

—Supongo que las acepta como son.

—No es muy hablador, ¿eh?

—Creo que tu presencia le resulta apabullante.

—Siempre me pasa lo mismo. —La Torre Inclinada soltó a Denton con una risa tras darle otro rotundo beso en la sien—. Si cambias de idea, ya sabes dónde encontrarme —le dijo mientras se alejaba patinando para reunirse con sus compañeras.

Aparentemente, Daidre había aprovechado la conversación para recuperar la compostura.

—Thomas, eres la última persona que esperaría encontrarme en un partido de roller derby. —Después se volvió hacia Denton y le tendió la mano diciendo—: Charlie, soy Daidre Trahair. ¿Qué tal el partido? —La pregunta era para ambos.

—No tenía ni idea de que las mujeres pudieran ser tan despiadadas —dijo Lynley.

—Bueno, está lady Macbeth… —apuntó Denton.

—Ya, claro…

El móvil de Lynley se puso a vibrar en su bolsillo. Lo sacó y, como había hecho antes, miró la pantalla. Igual que en la ocasión anterior, quien llamaba era Barbara Havers. Dejó que saltara el buzón de voz.

—¿Trabajo? —preguntó Daidre. Pero antes de que pudiera responder, añadió—: Has vuelto, ¿verdad?

—Sí —respondió—. Pero esta noche no. Esta noche Charlie y yo queremos llevarte a… tomar algo después del partido. Si te apetece.

—Oh. —Su mirada pasó de él al grupo de patinadoras—. Es que… Las del equipo solemos salir por ahí. Es una especie de tradición. ¿Por qué no venís con nosotras? Aparentemente este grupo —dijo señalando con la barbilla a las componentes del Electric Magic— va al Famous Three Kings en North End Road. Y se puede apuntar todo el mundo. Se va a juntar mucha gente.

—Ah —contestó Lynley—. Yo esperaba… Es decir, nosotros esperábamos poder ir a algún sitio, para hablar más tranquilamente. ¿No podrías olvidarte de la tradición por esta vez?

—Ojalá pudiera… —dijo apesadumbrada—. Pero es que hemos venido en autobús. Sería un poco complicado. Tengo que volver a Bristol.

—¿Esta noche?

—Bueno, no. Esta noche nos quedamos en un hotel.

—Podemos llevarte de vuelta al hotel cuando quieras —se ofreció. Y cuando vio que aún dudaba, añadió—: Charlie y yo somos inofensivos, te lo aseguro.

Daidre le miró a él, después a Denton y, finalmente, volvió a él. Se apartó unos cuantos mechones que se le habían salido de la trenza.

—Me temo que no llevo nada especial… —dijo con timidez—. Quiero decir que no tengo nada que ponerme para salir por ahí.

—Por muy desaliñada que aparezcas, encontraremos un sitio convenientemente apropiado —le aseguró Lynley—. Di que sí, Daidre —añadió suplicante.

Tal vez fue porque dijo su nombre. O quizá por el cambio en su tono. Pero ella se lo pensó un momento y accedió. Aunque primero tenía que cambiarse y quitarse la purpurina y los relámpagos, les dijo.

—Me parecen fascinantes —le dijo Lynley—. ¿Y a ti, Charlie?

—Sin duda dejan claras ciertas intenciones —contestó Denton.

Daidre rio.

—No me digas cuáles son esas intenciones. Volveré dentro de unos minutos. ¿Dónde nos vemos?

—Estaremos fuera. Traeré el coche a la puerta principal.

—¿Y cómo voy a saber…?

—Oh, lo sabrás —le aseguró Denton.

Chelsea, Londres

—Ahora entiendo lo que quería decir tu amigo —dijo Daidre cuando Lynley salió del coche cuando vio que ella se acercaba—. ¿Qué coche es? ¿Es antiguo?

—Es un Healey Elliott —contestó al abrirle la puerta—. De 1948.

—El amor de su vida —añadió Denton desde el asiento de atrás cuando ella entró—. Espero que me lo deje en su testamento.

—Hay pocas posibilidades de que eso ocurra —le respondió Lynley—. Tengo intención de vivir al menos varias décadas más que tú. —Se puso al volante y se alejó del edificio hacia la salida del aparcamiento.

—¿De qué os conocéis? —preguntó Daidre.

Lynley no respondió hasta que entraron en Brompton Road y pasaron el cementerio.

—Fuimos juntos al colegio —dijo.

—Fue con mi hermano mayor —corrigió Denton.

Daidre le miró por encima del hombro y después miró a Lynley.

—Ya veo —dijo frunciendo el ceño.

Lynley tuvo la sensación de que veía más de lo que él quería que viera.

—Su hermano tiene diez años más que él —aclaró, y mirando por el espejo retrovisor añadió—: Así es, ¿no, Charlie?

—Más o menos —dijo Denton—. Pero, oye, Tom, ¿sería mucha molestia si me ausento? Ha sido un día horriblemente largo; si me dejas en Sloane Square, creo que puedo seguir caminando el resto del camino. Mañana tengo que madrugar para ir al banco. Una reunión del consejo. El presidente está de los nervios con eso de la adquisición de los chinos, ya sabes.

«¿Ausento? ¿Tom? ¿Banco? ¿Reunión del consejo?». Casi estaba esperando que Denton se acercara y le guiñara un ojo para después darle un codazo en las costillas.

—¿Seguro, Charlie?

—Sí, sí, seguro. Hoy ha sido un día arduo y seguramente mañana lo será aún más. —Y dirigiéndose a Daidre añadió—: Tengo el peor jefe del mundo. Me paso el día de acá para allá.

—Claro —respondió ella—. ¿Y tú qué, Thomas? Es tarde, y si prefieres…

—Prefiero pasar un rato contigo —dijo—. Pues vamos a Sloane Square, Charlie. ¿Estás seguro de que quieres caminar?

—Hace una noche divina para ello —respondió Denton.

No dijo nada más (y Lynley dio gracias a Dios por ello) hasta que llegaron a Sloane Square, donde le dejaron delante de Peter Jones. Entonces soltó un «hasta siempre». Lynley puso los ojos en blanco. Pensó que al menos tenía suerte de que Denton no le hubiera añadido efectos sonoros a su despedida. Debía tener una conversación con él. La voz ya era algo terrible, pero ese vocabulario era mucho peor.

—Es muy majo —dijo Daidre cuando Denton cruzó la plaza en dirección a la fuente de Venus que había en el centro. Desde ahí solo había un corto paseo hasta la casa de Lynley en Eaton Terrace.

Denton parecía dar botecitos al caminar. «Le ha poseído su propio personaje», se dijo Lynley.

—«Majo» no es la palabra que yo elegiría —respondió—. Lo tengo de inquilino en mi casa. Como un favor a su hermano.

El lugar adonde iban no estaba lejos de Sloane Square. Un bar en Wilbraham Place que estaba a tres puertas de una boutique cara que había en la esquina. La única mesa libre estaba junto a la puerta, que no era precisamente la mejor opción, teniendo en cuenta el frío que hacía fuera, pero tuvieron que conformarse.

Pidieron vino. ¿Algo de comer?, le ofreció Lynley a Daidre. Ella lo rechazó. Él tampoco quiso comer nada. La verdad, le dijo, los nachos y los perritos calientes no eran alimentos de los que te olvidabas fácilmente.

Ella rio y recorrió con un dedo el tallo de la rosa del jarrón de la mesa. Tenía manos de médica, pensó. Las uñas cortas, justo hasta el extremo de unos dedos fuertes y no precisamente delgados. Al instante supo cómo calificaría ella sus manos. Manos de campesina, diría. O de gitana. O de buscadora de estaño. Pero no las manos que se podría esperar de una aristócrata, algo que sin duda no era.

De repente le pareció que no había nada que decir después del tiempo que había pasado desde la última vez que se vieron. La miró. Y ella le miró a él.

—Bueno… —dijo, y pensó que era un idiota.

Había estado deseando verla de nuevo todo ese tiempo. Por fin la tenía delante y lo único que podía pensar era en decirle que nunca consiguió saber si tenía los ojos avellana, marrones o verdes. Los suyos eran marrones, de un marrón muy oscuro, en absoluto contraste con su pelo, que en pleno verano era rubio, pero que ahora, en pleno otoño, era de un castaño claro desvaído.

Ella sonrió y dijo:

—Te veo bien, Thomas. Muy distinto de la noche en que nos conocimos.

Muy cierto, reconoció. Porque la noche que se conocieron fue la noche en que irrumpió en su casa, la única construcción de Polcare Cove, en Cornualles, donde un escalador de acantilados de dieciocho años había sufrido una caída y había encontrado la muerte. Lynley buscaba un teléfono. Daidre acababa de llegar para tomarse unos días de descanso de su trabajo. Recordó su indignación al encontrárselo en su cabaña. Y lo rápido que la indignación se convirtió en preocupación al ver algo en su cara.

—Estoy bien —le contestó—. Tengo días buenos y días malos, por supuesto. Pero ahora la mayoría son buenos.

—Me alegro.

Entonces, de nuevo, quedaron en silencio. Había cosas que podría decir, como, por ejemplo, «¿Y tú, Daidre? ¿Qué tal tus padres?», pero no lo logró, pues ella tenía dos parejas de padres y habría sido desconsiderado hacerle hablar de una de ellas. Él no llegó a conocer a sus padres adoptivos. A sus padres biológicos sí, en su caravana destartalada junto a un arroyo en Cornualles. Su madre se estaba muriendo, pero esperaba que ocurriera un milagro. Puede que para entonces ya hubiera muerto, pero no quiso preguntarle.

—¿Cuánto hace que has vuelto? —preguntó ella de repente.

—¿Al trabajo? Desde el verano.

—¿Y cómo ha sido?

—Difícil al principio —reconoció—. Pero cómo no iba a serlo.

—Claro.

«Por lo de Helen» fueron las palabras que ninguno de los dos pronunció. Helen, su mujer, una víctima de asesinato cuyo marido trabajaba para la policía metropolitana. Era mejor no pensar en lo que le pasó a Helen, y mucho menos hacer comentarios sobre ello. Daidre no quiso ni acercarse a ese tema de conversación. Y él aún menos.

—¿Y qué tal el tuyo? —preguntó él.

Ella frunció el ceño porque obviamente no sabía a qué se refería.

—¡Oh! —exclamó de repente—. Mi trabajo. Bien. Tenemos dos gorilas embarazadas y una tercera que no, así que la estamos vigilando. Esperamos que no sea un problema.

—¿Lo es normalmente?

—La tercera perdió un bebé. Desarrollo insuficiente. Eso puede complicar las cosas.

—Eso del desarrollo insuficiente suena trágico.

—Lo es, la verdad.

Se quedaron en silencio de nuevo. Y entonces, por fin, Lynley dijo:

—Tu nombre estaba en el folleto. Tu nombre de patinadora. Lo vi. ¿Habías venido a patinar a Londres antes?

—Sí.

—Ah. —Hizo girar la copa entre los dedos y contempló el vino—. Ojalá me hubieras llamado. Todavía tienes mi tarjeta, ¿no?

—Sí, la tengo —reconoció—, y podría haberte llamado, pero… es que me parecía…

—Oh, ya sé lo que te parecía. Lo mismo que antes, aventuraría yo.

Le miró fijamente.

—Los de mi clase nunca dirían «aventuraría yo».

—Ah.

Le dio un sorbo al vino. Miraba la copa, no a él. Pensó en lo diferente que era: radicalmente distinta a Helen. Daidre no tenía el ingenio despreocupado de su difunta esposa, ni su naturaleza desenvuelta. Pero había algo atractivo en ella. Tal vez todo lo que le ocultaba a la gente, pensó.

Dijo «Daidre» a la vez que ella decía «Thomas».

Él la dejó hablar primero.

—¿Me puedes llevar ya al hotel? —le pidió.

Bayswater, Londres

No se engañaba. Sabía que lo de llevarla al hotel significaba exactamente eso. Era una de las cosas que le gustaban de Daidre Trahair: que decía exactamente lo que quería decir.

Le dio instrucciones para llegar a Sussex Gardens, que estaba al norte de Hyde Park, en Bayswater. Era una zona de mucho movimiento, con tráfico denso de día y de noche, llena de hoteles que solo se diferenciaban unos de otros por el nombre, que lucían en esas placas horribles de plástico que últimamente parecían omnipresentes por todo Londres. Baratos e iluminados desde el interior, eran la deprimente confirmación del declive de los vecindarios con personalidad. Esas placas en concreto identificaban el tipo de hoteles que cubrían el abanico entre «básicamente pasable» y «totalmente horrible», con unos perennes visillos blancos deslucidos en las ventanas y entradas mal iluminadas con verjas de hierro que necesitaban un buen pulido. Cuando Lynley aparcó el Healey Elliott ante el hotel de Daidre, que se llamaba The Holly, pensó que sabía exactamente en qué extremo del espectro entre pasable y horrible estaba ese sitio.

Carraspeó.

—No está a la altura de lo que tú estás acostumbrado, supongo. Pero hay una cama y es solo para esta noche, tiene baño privado y el gasto para el equipo es mínimo. Así que… ya sabes.

Se giró para mirarla. La luz de una farola que había cerca del coche recortaba su silueta y su pelo estaba rodeado por una aureola de luz, lo que le recordó los cuadros de santos mártires del Renacimiento. Solo le faltaba la hoja de palma en la mano.

—Preferiría no tener que dejarte aquí, Daidre.

—Es un poco lúgubre, pero sobreviviré. Créeme, este es mucho mejor que el último sitio en el que estuvimos. Otro nivel, te lo aseguro.

—No era eso a lo que me refería —confesó—. No solo a eso, al menos.

—Creo que lo había entendido.

—¿A qué hora te vas mañana?

—A las ocho y media. Aunque nunca conseguimos salir a la hora. Demasiada fiesta la noche antes. Seguro que soy la primera en recogerse.

—Tengo una habitación de invitados en casa. ¿Por qué no te quedas a dormir ahí? —le propuso—. Podrías desayunar conmigo y volver a tiempo para el viaje con tus compañeras a Bristol.

—Thomas…

—Charlie hace el desayuno, por cierto. Y es un cocinero excepcional.

Daidre dejó esa frase en el aire un instante antes de decir:

—Es tu empleado, ¿no?

—¿A qué te refieres?

—Thomas…

Él apartó la mirada. En la acera, a poca distancia de ellos, un chico y una chica empezaron a discutir. Iban de la mano un momento antes, pero ahora ella apartó la mano del chico como si no fuera más que el envoltorio de una hamburguesa.

—Ya nadie usa la palabra «ausentarse» —dijo Daidre—. Al menos no a este lado del escenario.

—A veces se deja llevar —reconoció Lynley con un suspiro.

—¿Es tu empleado?

—Oh, no. Es su propio jefe. Llevo años intentando controlarle, pero le gusta asumir el papel de sirviente. Creo que le parece que es un buen entrenamiento. Y seguramente está en lo cierto.

—¿No es tu criado?

—Dios, no. Quiero decir, sí y no. Es actor, o al menos lo sería si las cosas le salieran como él quiere. Pero mientras lo logra, trabaja para mí. Yo no le pongo objeciones a que vaya a las audiciones. Y él no me pone objeciones cuando no voy a cenar algo que ha estado toda la tarde preparando, esclavizado en la cocina.

—Parece que el arreglo se os ajusta como un guante.

—Más bien como un calcetín. O mejor aún: un pie sin calcetín embutido en un zapato. —Lynley apartó la vista de la pareja que discutía, que ahora se estaban señalando con sus respectivos móviles, que no dejaban de agitar en el aire. Se volvió hacia Daidre—. Estará en casa, Daidre. Puede hacer de carabina. Y, como te he dicho, podremos hablar durante el desayuno. Y durante el viaje de vuelta hasta aquí. Pero, por supuesto, también te puedo pedir un taxi si lo prefieres.

—¿Por qué?

—¿Por qué lo del taxi?

—Ya sabes a lo que me refiero.

—Es que… las cosas parece que quedaron inacabadas entre nosotros. O tal vez pendientes. O simplemente incómodas. La verdad, no sé lo que es, pero supongo que tú también lo notas.

Pareció reflexionar un momento. Ese silencio hizo que Lynley albergara cierta esperanza. Sin embargo, ella negó con la cabeza lentamente y apoyó la mano en el tirador de la puerta.

—Me parece que no —dijo—. Y además…

—¿Además?

—Es como si te resbalara. Así lo diría yo, Thomas. Pero las cosas para mí no son así.

—No lo entiendo.

—Sí que lo entiendes. Y lo sabes también. —Se acercó y le dio un beso en la mejilla—. Pero no te voy a mentir. Ha sido genial volver a verte. Gracias. Y espero que te lo pasaras bien en el partido.

Y antes de que él pudiera responder, salió del coche y entró apresuradamente en el hotel. Sin mirar atrás.

Bayswater, Londres

Todavía estaba sentado ahí, delante del hotel, cuando sonó su móvil. Aún sentía la presión de sus labios en la mejilla y el calor repentino de la mano que le había puesto sobre el brazo. Estaba tan enfrascado en sus pensamientos que el sonido del teléfono le sobresaltó. Al oírlo se dio cuenta de que no le había devuelto la llamada a Barbara Havers como había dicho que haría. Miró el reloj.

Era la una de la madrugada. No podía ser Havers, pensó. Debido a esa forma que tiene la mente de pasar de forma espontánea de un pensamiento a otro, en el tiempo que le llevó rescatar el móvil del bolsillo pensó en su madre, en su hermano, en su hermana y en las urgencias que suceden en medio de la noche, porque nadie hace una llamada de compromiso a esas horas.

Para cuando consiguió sacar el móvil ya había decidido que tenía que haberse producido un desastre en Cornualles, donde estaba la casa familiar, y que una hasta ahora desconocida señora Danvers, que trabajaba allí, debía de haberle prendido fuego. Pero entonces vio que era Havers la que llamaba de nuevo. Respondió a la llamada y se apresuró a decir:

—Barbara. Lo siento mucho.

—¡Maldita sea! —chilló—. ¿Por qué no me ha llamado? He estado sentada aquí esperando. Y él está solo allí. Y no sé qué hacer ni qué decirle, porque lo peor es que no hay nada que nadie pueda hacer, y lo sé, y le he mentido diciéndole que íbamos a hacer algo, por eso necesito su ayuda. Porque tiene que haber algo…

—Barbara. —Sonaba deshecha. Ese discurso confuso era tan poco propio de ella que Lynley supo inmediatamente que algo iba muy mal—. Barbara, habla más despacio. ¿Qué ha pasado?

La historia que le contó le fue saliendo en fragmentos inconexos. Lynley consiguió entender solo unos pocos detalles porque hablaba muy rápido. Su voz sonaba rara. O había estado llorando —algo que le parecía poco probable— o bebiendo. Aunque esto último tenía muy poco sentido, teniendo en cuenta la urgencia de la historia que quería contarle. Lynley unió las piezas que pudo, al menos a grandes rasgos: la hija de su vecino y amigo Taymullah Azhar había desaparecido. Azhar, un profesor de ciencias del University College London, había llegado a casa después de trabajar y se había encontrado que en el piso faltaban casi todas las posesiones de su hija de nueve años, así como las de su madre. Solo había quedado el uniforme del colegio de la niña, un peluche y su portátil, todo ello abandonado encima de su cama.

—No queda nada más —le dijo Havers—. Encontré a Azhar sentado en el escalón de la entrada de mi casa cuando llegué. Ella también me había llamado, Angelina, en algún momento del día. Dejó un mensaje en mi teléfono. Me pedía que le echara un ojo esta noche. «Hari estará disgustado», decía. Pues claro. Pero no está disgustado. Está destrozado. Hundido. No sé que hacer ni qué decir, y Angelina incluso ha hecho que Hadiyyah deje la jirafa de peluche, y todos sabemos por qué… Porque es de una vez que él se la llevó a la costa…, y la ganó para regalársela…, y unos chicos la tomaron con ella en el parque de atracciones y…

—Barbara —repitió Lynley con firmeza—. Barbara.

Ella inspiró hondo entrecortadamente.

—¿Señor?

—Voy para allá.

Chalk Farm, Londres

Havers vivía al norte de Londres, cerca de Camden Lock Market. A la una de la madrugada, llegar hasta allí solo era cuestión de conocer el camino, porque apenas había tráfico. Vivía en una urbanización llamada Eton Villas, donde había que tener mucha suerte para encontrar un lugar donde aparcar. Y la suerte no podía sonreírle a nadie a esa hora, cuando los residentes de la zona estaban todos metidos en sus casas, en sus camas, así que a Lynley no le quedó más remedio que bloquear la entrada de un garaje.

La casa de Barbara estaba detrás de un edificio reformado, una villa eduardiana de color amarillo transformada en un bloque de pisos en los últimos años del siglo XX. De hecho, ella vivía en una estructura que había detrás, una minúscula construcción de madera que Dios sabe para qué valdría en su momento. Tenía una diminuta chimenea, lo que sugería que siempre se había utilizado como vivienda, pero su tamaño indicaba que allí había vivido siempre una sola persona, y una que necesitaba muy poco espacio.

Cuando pasó por el sendero enlosado del camino a la parte de detrás de la villa, Lynley le echó un vistazo al piso de la planta baja del edificio reformado. Sabía que esa era la casa del amigo de Barbara, Taymullah Azhar. A esa hora las luces aún iluminaban la terraza que había delante de las cristaleras. Pero, por lo que había deducido a partir de la conversación con Barbara, ella se lo había encontrado en la entrada de su casa cuando llegó. Vio que también había luz dentro de la casa de Barbara, detrás de la villa.

Llamó suavemente. Oyó una silla que arañaba el suelo y la puerta se abrió.

No estaba preparado para encontrársela así.

—Dios santo —exclamó—. ¿Qué te has hecho?

Se le vinieron a la cabeza antiguos ritos mortuorios en los que las mujeres se rapaban el pelo y después se echaban ceniza sobre lo poco que les quedaba en la cabeza. Ella había cumplido con la primera parte, pero no con la segunda. Aunque había ceniza de sobra en la pequeña mesa del espacio que hacía las veces de cocina. Llevaba sentada allí varias horas, dedujo Lynley, y en un platillo de cristal que utilizaba como cenicero se veían espachurrados los restos de al menos veinte cigarrillos, con restos quemados desparramados por todas partes.

Barbara parecía superada por la emoción. Olía como si acabara de salir de la chimenea. Llevaba una bata jurásica de felpilla de un tono verde guisante horrendo y los pies enfundados en unas zapatillas de deporte rojas que le llegaban por encima del tobillo. Sin calcetines.

—Le he dejado allí —dijo—. Le he dicho que volvería, pero no he podido. No sé qué decirle. Pensé que si venía usted… ¿Por qué no me ha llamado? ¿Es que no se ha dado cuenta…? Maldita sea, ¿dónde demonios…? ¿Por qué no…?

—Lo siento —le respondió—. No te oía cuando me has llamado. Estaba… No importa. Dime qué ha pasado.

Lynley la cogió del brazo y la llevó hasta la mesa. Cogió el platillo de cristal lleno de colillas y también un paquete sin abrir de Players y una caja de cerillas de cocina. Lo puso todo sobre la encimera de la cocina, donde también encendió el hervidor de agua. Abrió un armario y sacó dos bolsitas de té PG Tips y sacarina, y rebuscó en el fregadero, lleno de vajilla sin lavar, hasta que encontró dos tazas. Las fregó, las secó y después se acercó a la pequeña nevera. Su contenido era tan atroz como suponía: principalmente, cajas de comida para llevar y platos precocinados, pero entre todo ello encontró una botella de leche. La sacó justo en el momento en que el agua empezaba a hervir.

Durante todo ese proceso, Havers se mantuvo en silencio. Algo muy raro en ella. En todo el tiempo que hacía que conocía a la sargento, nunca le había costado encontrar un comentario mordaz que hacerle, sobre todo en una situación como esa, en la que, no solo estaba preparando té, sino incluso considerando acompañarlo con tostadas. Ese silencio le ponía los nervios de punta.

Llevó el té a la mesa. Le colocó una taza delante. Había otra cerca de donde habían estado los cigarrillos. La retiró. Estaba fría y sobre su superficie flotaba una capa que dejaba clara la indiferencia que le había mostrado alguien.

—Era para él —dijo Havers—. Yo hice lo mismo que tú. ¿Qué pasa con el té en esta maldita sociedad?

—Te da algo que hacer —le contestó Lynley.

—Cuando no sepas que hacer, prepara té —concluyó ella—. Pues me vendría mejor un whisky. O una ginebra. Una ginebra sería lo mejor.

—¿Tienes?

—Claro que no. No quiero ser una de esas viejas que se ponen a beber ginebra a las cinco de la tarde y no paran hasta que rozan el coma.

—No eres una vieja.

—Créeme, no me queda mucho para eso.

Lynley sonrió. Ese comentario suponía una ligera mejoría. Sacó la otra silla que había junto a la mesa y se sentó junto a ella.

—Cuéntamelo.

Havers le habló de una mujer llamada Angelina Upman, al parecer la madre de la hija de Taymullah Azhar. Lynley había conocido a Azhar y a su hija Hadiyyah, y sabía que la madre de la niña había salido de sus vidas un tiempo antes de que Barbara se trasladara a vivir a esa casa. Pero no le había contado que Angelina Upman había vuelto con Azhar y Hadiyyah el pasado julio, ni tampoco conocía el detalle de que, no solo Azhar y la madre de Hadiyyah no estaban casados, sino que el nombre de Azhar ni siquiera aparecía en la partida de nacimiento de la niña.

Barbara fue incorporando un torrente de detalles. Lynley intentó registrarlos todos. Que Azhar y Angelina Upman no estuvieran casados no había sido por una cuestión de modas. El matrimonio entre ellos no era posible porque Azhar había dejado a su esposa legítima por Angelina, y su mujer se negaba a concederle el divorcio. Tenía otros dos hijos con ella. Havers no sabía dónde vivía esa familia.

Lo que sí sabía era que Angelina había hecho creer a Azhar y a Hadiyyah que volvía para ocupar el lugar que le correspondía en sus vidas. Necesitaba recuperar su confianza para poder desarrollar y ejecutar sus planes, añadió Barbara.

—Por eso volvió —prosiguió—. Para recuperar la confianza de todos. Incluida la mía. Yo he sido una imbécil la mayor parte de mi vida, pero en esta ocasión me he superado a mí misma, maldita sea.

—¿Por qué nunca me has contado nada de esto? —le preguntó Lynley.

—¿Qué parte? Porque la de que soy una imbécil yo diría que ya debería usted saberla.

—La parte de Angelina —respondió—. La parte sobre la esposa de Azhar y los otros hijos, y lo del divorcio, o más bien su imposibilidad. Todo eso. Alguno de esos detalles. ¿Por qué no me los has contado? Porque, sin duda, te habrás sentido… —No pudo continuar. Havers nunca había hablado de sus sentimientos por Azhar ni por su pequeña, y Lynley tampoco había preguntado. Le había parecido más respetuoso no decir nada. Aunque la verdad era, tuvo que admitir, que no decir nada había sido simplemente lo más fácil—. Lo siento —añadió.

—Bueno, ha estado bastante ocupado últimamente, ya sabe…

Sabía que se refería a la aventura con su oficial superior en la Met. Había sido discreto. E Isabelle también. Pero Havers no tenía ni un pelo de tonta, no había nacido ayer y era de lo más perspicaz en todo lo que tenía que ver con él.

—Sí, ya. Bueno, eso se ha acabado, Barbara —respondió.

—Lo sé.

—Ah. Claro. No esperaba menos de ti.

Ella hizo girar la taza de té entre las manos. Lynley vio que tenía una caricatura de la duquesa de Cornualles, con el pelo a lo casco y una sonrisa muy cuadrada. Inconscientemente, Barbara tapó la caricatura con la mano, como si fuera una disculpa con la desafortunada mujer.

—No sabía qué decir, señor. Vine a casa después del trabajo y me lo encontré sentado en el escalón de la puerta. Llevaba varias horas ahí, creo. Le llevé de vuelta a su piso. Cuando me contó lo que había pasado, que ella se había ido y se había llevado a Hadiyyah, eché un vistazo por la casa. Al ver que se lo había llevado todo, le juro que no supe qué hacer.

Lynley analizó la situación. Era muy difícil y Havers lo sabía, por eso no había podido reaccionar.

—Llévame a su casa, Barbara —le dijo—. Ponte algo y llévame a su piso.

Ella asintió. Fue al armario y sacó algunas prendas que apretó contra su pecho. Empezó a caminar hacia el baño, pero se detuvo.

—Gracias por no mencionar lo de mi pelo, señor —le dijo.

Lynley le miró la cabeza, llena de espantosos trasquilones.

—Ah, sí. —Fue lo único que pudo contestar—. Vístete, sargento.

Chalk Farm, Londres

Barbara se sentía bastante mejor ahora que había llegado Lynley. Sabía que debería haber sido capaz de tomar las riendas de la situación, pero el dolor de Azhar la había afectado demasiado. Era un hombre muy contenido y siempre le había visto así, en los casi dos años que hacía que le conocía. Solía mostrarse tan reservado que muchas veces habría jurado que simplemente no debía tener nada que contar. Pero verle roto por lo que su amante había hecho y saber que ella debería haber detectado desde la primera vez que la vio que algo pasaba con Angelina Upman y con todos esos intentos de hacerse su amiga… Eso fue suficiente para destrozar a Barbara también.

Como la mayoría de la gente, solo había visto en Angelina Upman lo que quería ver; había ignorado todas las señales de peligro. Mientras, Angelina había seducido a Azhar para que volviera a su cama, a su hija hasta lograr una devoción incondicional y a Barbara para atraerla a una confabulación involuntaria, granjeándose un silencio cooperador sobre todo lo que tenía que ver con ella. Y el resultado había sido ese: había desaparecido y se había llevado a su hija.

Barbara se vistió en el baño. Tenía grandes calvas; los restos de lo que había sido el caro peinado que le habían hecho en Knightsbridge brotaban de su cabeza como si fueran malas hierbas que hubiera que arrancar de un jardín. Lo único que podía hacer después de ese desastre era afeitarse la cabeza del todo, pero en ese momento no tenía tiempo. Salió del baño y rebuscó por toda la cómoda en busca de un gorro de esquí. Se lo puso, y ella y Lynley salieron de la casa.

En el piso de Azhar, todo estaba como lo había dejado. La única diferencia era que, en vez de estar sentado mirando al vacío, Azhar ahora paseaba sin rumbo de una habitación a otra. Cuando miró en dirección a Barbara con los ojos vacíos, ella le dijo:

—Azhar, he traído al inspector Lynley de la Met.

Acababa de salir del dormitorio de Hadiyyah. Apretaba contra su pecho la jirafa de peluche de la niña.

—Se la ha llevado —le dijo a Lynley.

—Barbara me lo ha dicho.

—No se puede hacer nada.

—Siempre se puede hacer algo —replicó ella—. La vamos a encontrar, Azhar.

Sintió que Lynley le lanzaba una mirada de advertencia. La estaba avisando de que hacía promesas que ninguno de los dos podía mantener. Pero Barbara no lo veía así. Si ellos no podían ayudar a ese hombre, ¿qué sentido tenía lo de ser policías?

—¿Podemos sentarnos? —preguntó Lynley.

Azhar le dijo que sí, que por supuesto, y fueron al salón. Se veía muy nuevo después de la redecoración que recientemente había hecho Angelina. Barbara lo veía ahora como lo debería haber visto cuando Angelina se lo enseñó: como algo sacado de una revista, con una distribución perfecta, pero sin la más mínima personalidad.

—He llamado a sus padres después de que te fueras —les dijo Azhar cuando se sentaron.

—¿Dónde viven? —le preguntó ella.

—En Dulwich. No querían hablar conmigo, claro. Yo he sido la ruina de una de sus dos hijas. Así que no han querido contaminar sus vidas haciendo el más mínimo esfuerzo para ayudarme.

—Qué pareja más encantadora —comentó Barbara.

—No saben nada —dijo Azhar.

—¿Estás seguro? —preguntó Lynley.

—Por lo que han dicho y teniendo en cuenta cómo son, sí. No saben nada de Angelina y, es más, no quieren saberlo. Me han dicho que ella sola se lo buscó hace una década y que si ahora no le gusta lo que tiene, bueno, que no es asunto suyo.

—Pero hay otra hija… —dijo Lynley.

Azhar le miró confundido.

—¿Cómo? —preguntó Barbara.

—Has dicho que fuiste la ruina de una de sus hijas. ¿Quién es la otra? ¿Puede que Angelina esté con ella?

—Bathsheba —dijo Azhar—. La hermana de Angelina. Solo la conozco por el nombre. No he llegado a conocerla.

—¿Puede que Angelina y Hadiyyah estén con ella?

—Por lo que yo sé, no se tenían ningún cariño —dijo Azhar—. Así que lo dudo.

—¿No se tenían cariño, según decía Angelina? —le preguntó Barbara de repente.

Lo que en el fondo quería decir les quedó claro a ambos.

—Cuando la gente está desesperada —le dijo Lynley a aquel hombre—, cuando planean algo como esto…, porque sin duda esto ha necesitado de cierta planificación, se suelen olvidar las viejas rencillas. ¿Has llamado a su hermana? ¿Tienes el número?

—Solo la conozco de oídas. Bathsheba Ward. No sé nada más de ella. Lo siento.

—No te preocupes —le tranquilizó Barbara—. El nombre ya nos da algo para empezar. Nos da…

—Barbara, estás siendo muy amable —le interrumpió Azhar—. Y tú también —dijo dirigiéndose a Lynley—, viniendo aquí en plena noche. Pero soy consciente de cuál es mi situación.

—Te he dicho que la vamos a encontrar, Azhar —le dijo Barbara, ofendida—. Y la encontraremos.

Azhar la observó, con aquellos ojos oscuros y serenos. Después miró a Lynley. Su expresión mostraba algo que Barbara no deseaba admitir y a lo que, sin duda, no quería que él tuviera que enfrentarse.

—Barbara me ha dicho que no hay ningún trámite de divorcio entre los dos —intervino Lynley.

—Como no estamos casados, no tiene por qué haber divorcio. Y como no me he divorciado de mi mujer, de mi legítima esposa, Angelina no quiso identificarme como el padre de Hadiyyah. Por supuesto, estaba en su derecho. Yo lo acepté como una de las consecuencias de no divorciarme de Nafeeza.

—¿Dónde está Nafeeza? —le preguntó.

—En Ilford. Ella y los niños viven con mis padres.

—¿Angelina habría podido ir allí?

—No tiene ni idea de dónde viven ni cómo se llaman. No sabe nada sobre ellos.

—¿Y podrían haber venido ellos aquí? ¿Podrían haberla encontrado y habérsela llevado?

—¿Con qué intención?

—Para hacerle daño, tal vez.

Barbara pensó que eso era posible.

—Azhar, puede que sea eso lo que ha pasado —le dijo—. Puede que se la hayan llevado. Esto puede parecer algo que no es. Es posible que hayan venido a por ella y se hayan llevado a Hadiyyah también. Podrían haberlo cogido todo e incluso obligarla a llamarme y dejarme ese mensaje.

—En el mensaje, ¿sonaba como si estuviera bajo coacción, Barbara? —quiso saber Lynley.

No, claro que no. Sonaba como siempre: perfectamente agradable y amistosa.

—Tal vez estaba actuando —añadió Barbara, aunque hasta ella se daba cuenta de lo desesperada que sonaba—. Me ha estado engañando durante meses. También engañó a Azhar. E incluso a su propia hija. Pero quizá no nos estaba engañando. Es posible que no pretendiera marcharse. Tal vez alguien apareció de la nada y se la llevó a alguna parte, la obligó a dejar el mensaje y la amenazó para que sonara…

—Pero eso no encaja —dijo Lynley. Su voz era suave.

—Tiene razón —intervino Azhar—. Si la obligaron a hacer la llamada, si se las llevaron contra su voluntad a las dos, a ella y a Hadiyyah, habría dicho algo en esa llamada. Habría dejado alguna señal. Habría alguna pista, pero no la hay. No hay nada. Y lo que ha dejado…, el uniforme del colegio de Hadiyyah, su portátil y la jirafa de peluche, lo ha hecho para que me quede claro que no van a volver. —Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Barbara se giró hacia Lynley. Era, como ella ya sabía hacía mucho tiempo, el policía más compasivo del cuerpo, seguramente el hombre más compasivo que conocía. Pero veía en su cara que lo que sentía, más allá de la lástima por Azhar, no podía ocultar la verdadera naturaleza de la situación.

—Señor. Señor… —le suplicó.

—Aparte de hacer las comprobaciones entre los familiares, Barbara… Es la madre. No ha infringido ninguna ley. No hay divorcio con una sentencia judicial o medidas de custodia que ella esté incumpliendo.

—Entonces, una investigación privada —sugirió Barbara—. Si nosotros no podemos hacer nada, un detective privado sí podrá.

—¿Y dónde puedo encontrar a alguien que haga esa investigación? —le preguntó Azhar.

—Yo misma me encargaré —contestó Barbara.