28 de abril
Lucca, la Toscana
Salvatore Lo Bianco se ofreció a ayudar a su mamma, como era su obligación. Y, como siempre, ella rechazó su ayuda. Le dijo, como siempre, que ninguna otra persona se iba a ocupar de lavar y abrillantar la lápida de mármol de la tumba de su padre mientras viviera su amante esposa: «No, no, no, figlio mio, esa tarea no me llevará más tiempo que el que mi viejo cuerpo necesite para rodear la tumba blandiendo jabón, agua y trapo, y después el producto para abrillantar el mármol y más trapos hasta que mi cara, vieja y llena de dolor, se refleje en su superficie con el cielo y sus gloriosas nubes detrás. Pero puedes venir a mirar, figlio mio, para que aprendas cómo se cuida la piedra para cuando mi pobre cuerpo yazca con el de tu padre en el momento en que se me acaben los días en la Tierra».
Salvatore le dijo que prefería dar un paseo. Iba a seguir el camino que daba la vuelta a esa parte del cementerio. Necesitaba pensar un poco. Podía llamarle si necesitaba ayuda. No estaría lejos.
Su madre se encogió de hombros de esa forma tan típica de las madres. Podía hacer lo que quisiera, claro. Los hijos hacían eso casi siempre, ¿no? Entonces se volvió y dijo: «Ciao, Giuseppe, marito carissimo», y prosiguió contándole al marido fallecido cuánto le echaba de menos y como cada momento de cada día la acercaba a ocupar un lugar a su lado bajo tierra. Después empezó su trabajo con la lápida.
Salvatore la observó y reprimió una risa. Había momentos en su vida, pensó, en que su madre no era una madre real, sino una caricatura de la típica mamma italiana. Ese era uno de esos momentos. Porque lo cierto era que Teresa Lo Bianco se había pasado todo lo que Salvatore había conocido de su vida de casada totalmente furiosa con su padre. Ella había sido una de esas bellezas italianas que cortaban el aliento, que se casó joven y perdió su belleza por culpa de los embarazos y la vida de monótono trabajo doméstico, y nunca había perdonado ni olvidado tal cosa. Excepto cuando se trataba del Cimitero Urbano di Lucca. En cuanto Salvatore aparcaba delante de las grandes verjas del lugar, la cara de su madre perdía su expresión habitual de amarga irritación y pasaba a una de piedad mezclada con pena. Estaba tan bien lograda que, si la viera alguien que no fuera Salvatore, creería que se trataba de una viuda reciente que nunca podría acostumbrarse a su pérdida.
Sonrió. Se metió un chicle en la boca y empezó a caminar. Había llegado a la mitad de su primera vuelta al cuadrilátero de tumbas decoradas con santos y vírgenes con el niño cuando su móvil empezó a sonar. Miró el número.
El inglés, pensó. Le gustaba ese Lynley. Había creído que iba a ser un intruso irritante en la investigación, pero no había sido así.
El detective respondió a su «Pronto?» con su italiano cuidadoso. Lynley le llamaba para decirle que la madre de la niña secuestrada estaba en el hospital.
—No sabía si lo sabría o no —le dijo Lynley. Continuó diciendo que cuando la había visto dos días atrás, en la fattoria, estaba muy débil y que el día anterior había empeorado—. El signor Mura insistió en que fuera al hospital para que le hicieran una revisión al menos. Y yo no puse ninguna objeción.
Después le contó cómo había ido su conversación con Lorenzo Mura y Angelina Upman. Le habló del hombre que estaba en la fattoria, en teoría para comprar una cría de burro. Un sobre grueso había cambiado de manos entre ese hombre y Lorenzo. Este decía que se trataba del pago del burro. Pero no lo veía nada claro. ¿Cuál era la situación financiera de la familia Mura? ¿Y la de Lorenzo? ¿Y qué podía significar eso?
Salvatore vio por dónde iban los pensamientos de Lynley. Para lo que Lorenzo Mura quería hacer con la antigua villa de su familia hacían falta grandes cantidades de dinero. Su amplia familia era bastante rica —siempre lo habían sido—, pero él no. ¿Se ofrecerían a ayudarle si la hija de su amante estuviera en peligro y alguien pidiera un rescate? Tal vez. Pero no se había pedido rescate alguno, lo que sugería que Lorenzo no estaba involucrado en la desaparición de la hija de Angelina.
—Pero puede haber otras razones por las que podría querer que Hadiyyah desapareciera de la vida de su madre —apuntó Lynley.
—Entonces ese hombre sería un monstruo.
—He visto muchos monstruos en mi vida y yo diría que usted también —contestó Lynley.
—Nunca he apartado completamente a Lorenzo Mura de mis pensamientos —admitió Salvatore—. Tal vez sea hora de que nosotros, usted y yo, hablemos con Carlo Casparia. Piero le ha hecho «imaginar» cómo se cometió el secuestro. Tal vez pueda «imaginar» algo más sobre el día en que desapareció la niña en el mercato.
Le dijo al inglés que pasaría a buscarle por la puerta interior de la ciudad donde le había recogido en una ocasión anterior. Como en ese momento estaba en el cimitero comunale, haciendo su visita mensual a la tumba de su padre, le preguntó a Lynley:
—¿Dentro de una hora, ispettore?
—Aspetterò —le dijo Lynley.
Se encontraría con Salvatore en esa puerta.
Y ahí estaba esperándole. Salvatore recogió a Lynley en la Porta di Borgo, donde encontró al detective leyendo el Prima Voce. De nuevo, Carlo Casparia aparecía en la primera página. Habían encontrado a su familia en Padua. Y habían sacado mucho partido al distanciamiento con su único hijo. La historia de la caída en desgracia de Carlo mantendría ocupados a los del Prima Voce durante al menos un par de días. Mientras, pensó Salvatore, la policía podría hacer su trabajo sin preocuparse de que el tabloide husmeara en sus asuntos.
Pararon brevemente por la questura para recoger el portátil en el que estaban guardadas todas las fotografías que habían tomado la turista americana y su hija en el mercato, el día que la niña desapareció. Después fueron a la cárcel en la que estaba encerrado el pobre Carlo. Porque una vez que se obtenía la confesión de un sospechoso o cuando se le acusaba formalmente de algún delito, se le enviaba a prisión, donde tenía que permanecer hasta que el Tribunal de Revisión determinara si podía quedar en libertad a la espera de juicio. Como la liberación de Carlo dependía de que tuviera un lugar adecuado al que ir —y los establos abandonados del Parco Fluviale no cumplían los requisitos—, la cárcel en la que estaba actualmente iba a seguir siendo su casa por un tiempo. Salvatore le fue explicando todo esto a Lynley mientras conducía de camino a ver al chico. Pero cuando llegaron a la cárcel se enteraron de que Carlo estaba en la enfermería. Al parecer no le había sentado nada bien la repentina ausencia de drogas en su organismo. La abstinencia le estaba afectando de la peor forma posible y nadie había mostrado una especial compasión por él.
Así que Salvatore y Lynley encontraron al joven en un lugar sombrío lleno de camastros estrechos. Allí, los pacientes, o estaban demasiado enfermos para intentar siquiera escaparse reduciendo a los dos enfermeros y al médico que se ocupaban de ellos, o tenían un tobillo esposado a los pies de la cama de hierro.
Carlo Casparia formaba parte del primer grupo, una figura encogida en posición fetal bajo una sábana blanca y cubierta con una fina manta azul. Estaba temblando y miraba al vacío sin ver nada. Tenía los labios llenos de heridas, la cara sin afeitar y le habían rapado su cabello pelirrojo. Despedía un olor rancio.
—Non so, ispettore —murmuró Lynley, inseguro.
Salvatore estuvo de acuerdo. Él tampoco sabía si les iba a servir para algo, ni siquiera estaba seguro de que Carlo pudiera oírlos y responder. Pero era una vía que tenían que investigar.
—Ciao, Carlo. —Trajo una silla de respaldo recto junto a la cama. Lynley cogió otra. Salvatore acercó una bandeja de hospital y apoyó el portátil en ella—. Ti voglio far vedere alcune foto, amico —le dijo—. Gli dai uno sguardo?
En la cama, Carlo no dijo nada. Si había oído lo que Salvatore había dicho sobre las fotos, no dio ninguna señal. Tenía los ojos fijos en algo que había por encima del hombro de Salvatore. Cuando este se giró, vio que se trataba del reloj de la pared. El pobre hombre estaba viendo pasar el tiempo, al parecer, contando los segundos que quedaban para que acabara lo peor de su sufrimiento.
Salvatore miró a Lynley. El inglés parecía tener tantas dudas como él, por lo que vio.
—Voglio aiutarti —le dijo Salvatore a Carlo—. Non credo che tu abbia rapito la bambina, amico. —Puso la primera de las fotos de las turistas en la pantalla del portátil—. Prova —le murmuró—. Prova, prova a guardarle.
Si Carlo lo intentaba, él haría el resto. Mira las fotos, le suplicó en silencio al chico. Mueve los ojos hacia la pantalla.
Las repasaron todas, en vano. Después le dijo al drogadicto que lo intentarían otra vez. ¿Quería agua? ¿Necesitaba comer algo? ¿Otra manta le ayudaría a sentirse mejor en ese mal momento?
—Niente —fue lo primero que dijo en todo el tiempo que llevaban allí. Nada podía ayudarle en su estado.
—Per favore —le murmuró Salvatore—. Non sono un procuratore. Ti voglio aiutare, Carlo.
Eso fue lo que finalmente sirvió para hacerle reaccionar: no era el fiscal y quería ayudarle. Después Salvatore añadió que nada de lo que dijera en ese momento se estaba registrando ni se iba a incluir en una declaración que le obligarían a firmar mientras estaba en esa situación extrema. Ellos —«yo y este policía de Londres que está sentado junto a tu cama, Carlo»— buscaban al hombre que raptó a la niña y no creían que ese hombre fuera Carlo. No tenía nada que temer de ellos. Las cosas no se le iban a poner peor por hablar con ellos.
Carlo movió los ojos. Salvatore se dio cuenta de que el dolor del adicto le hacía difícil moverse, así que cambió la posición del portátil. Lo puso al nivel de la cara del hombre y fue pasando las fotografías lentamente de nuevo. Pero Carlo no dijo nada mientras las miraba. Solo negaba con la cabeza cuando Salvatore paraba en cada foto y le preguntaba si reconocía a alguien que hubiera visto con la niña.
Una y otra vez los labios del drogadicto formaron la palabra «no». Pero finalmente su expresión cambió. Fue un cambio muy leve, es cierto, pero sus cejas se acercaron y se tocó el labio superior, agrietado, con la lengua, que tenía casi blanca. Salvatore y Lynley se dieron cuenta a la vez. Ambos se inclinaron hacia delante para ver la foto que aparecía en la pantalla. Era la de la cabeza de cerdo en la bancarella que vendía carne a la gente de Lucca. Era la foto en la que Lorenzo Mura estaba haciendo una compra justo detrás de la cabeza de cerdo.
—Conosci quest’ uomo? —le preguntó Salvatore.
Carlo negó con la cabeza. No le conocía, quería decir, pero le había visto.
—Dove? —le preguntó Salvatore, y sus esperanzas renacieron. Miró a Lynley, que estaba observando a Carlo.
—Nel parco —susurró Carlo—. Con un altro uomo.
Salvatore le preguntó si reconocería a aquel otro hombre. Le enseñó unas fotografías ampliadas del hombre de pelo oscuro que estaba detrás de Hadiyyah en el grupo de gente. Pero Carlo negó. No era ese. Unas cuantas preguntas les llevaron a la conclusión de que tampoco era Michelangelo Di Massimo, con su pelo decolorado. Era otra persona, pero Carlo no sabía quién. Y solo estaban Lorenzo y este otro hombre desconocido cuando se encontraron; los niños a los que Lorenzo entrenaba a fútbol no estaban. Habían estado antes, corriendo por el campo, pero cuando apareció ese hombre, los niños ya no estaban.
Victoria, Londres
La siguiente vez que Mitchell Corsico se puso en contacto con ella lo hizo por teléfono. Pero a Barbara le duró poco la alegría, porque, cuando cogió la llamada, Corsico siguió con la misma canción que le había cantado la última vez que se vieron. Aunque las cosas habían subido de nivel para entonces. The Sun, The Mirror y The Daily Mail habían empezado a invertir una buena cantidad de dinero en el seguimiento de la historia de la desaparición y habían enviado corresponsales a la Toscana. Había competencia por lograr ángulos nuevos de la noticia todos los días. Mitchell Corsico quería encontrar el suyo.
Aun así volvió, agotadoramente, a lo de «Detective de la Met relacionada con el padre desnaturalizado de la niña desaparecida». Y también a lo de las amenazas. Quería las malditas entrevistas exclusivas con Azhar y Nafeeza, y Barbara era quien tenía que conseguírselas. Si no lo lograba, al día siguiente se desayunaría con una portada de The Source en la que habría una foto del hijo y el padre de Azhar enzarzados en una pelea callejera.
No tenía sentido decirle que era más productivo seguir la línea de: «Madre de la niña desaparecida en el hospital». The Daily Mail ya seguía esa pista. Por su parte, The Mirror se estaba divirtiendo especulando con lo que había provocado que Angelina Upman acabara en el hospital. Parecía que les gustaba la idea del intento de suicidio —«Madre desesperada en el hospital»—, algo que podían sugerir porque nadie en Italia le contaba nada a su reportero.
Barbara intentó razonar con Corsico.
—La historia está en Italia —le dijo—. ¿Por qué demonios la estás siguiendo todavía desde Londres, Mitchell?
—Tú y yo sabemos el valor que tiene una entrevista —contraatacó él—. No finjas que andar merodeando por un hospital italiano me va a dar nada que valga la pena, porque eso es una gilipollez.
—Vale. Entonces vete a entrevistar a alguien allí. Pero entrevistar a Nafeeza o hablar otra vez con Sayyid… ¿Adónde te va a llevar eso?
—Dame a Lynley entonces —le dijo Corsico—. Dame el número de su móvil.
—Si quieres hablar con el inspector, vete allí y habla con él. Espera en la puerta de la comisaría de Lucca y no tardarás en verle. Llama a los hoteles para encontrarle. La ciudad no es grande. ¿Cuánto puedes tardar en localizarle?
—No voy a seguir la misma perspectiva que le están dando todos los demás periódicos. Nosotros dimos la exclusiva de la historia y queremos seguir dando exclusivas. Ir a la Toscana como todo hijo de vecino no me va a dar nada más que una mierda. Según yo lo veo, tienes que tomar una decisión. Tres opciones, y te doy treinta segundos para decidir en cuanto las enumere, ¿vale? Uno: me das a la mujer para hacerle una entrevista. Dos: me das a Azhar para que le entreviste. Tres: suelto lo de «Detective de la Met relacionada con el padre desnaturalizado de la niña desaparecida». Ahora que lo pienso, te voy a dar una cuarta: pásame el móvil de Lynley. Bien. ¿Empiezo a contar o tienes un reloj en el que puedas ver volar los segundos que tienes para decidir cuál de ellas prefieres?
—Mira, imbécil de mierda —le contestó Barbara—. No sé ya cómo decirte que la historia está en Italia. Lynley está en Italia, Azhar está en Italia, Angelina está en un hospital en Italia. Hadiyyah está en Italia, y también quien la ha raptado y la policía. Si quieres quedarte aquí y seguir la historia esa del mal padre y la relación que tú crees que tengo con él, allá tú. Puedes escribir la Biblia en verso y un poco más sobre lo que sea que te has imaginado sobre nuestra aventura amorosa, y así tendrás tu primicia o cómo demonios lo llames. Pero entonces otro periódico se hará eco de la historia y querrá entrevistarme para que les dé mi versión. Entonces les contaré, y eso te lo prometo, todo lo que he tenido que hacer para que The Source dejara de explotar a un adolescente angustiado y comprensiblemente dolido con su padre para arrancarle una historia que es sesenta por ciento furia y cuarenta por ciento fantasía. Y también les diré que tal vez deberían investigar a la fuente del artículo de The Source, porque, no se sabe por qué, ese reportero que lo firma tiene una fijación extraña con cualquier cosa que no tenga que ver con la desaparición de la niña en un país extranjero. ¿Y qué les sugiere eso, amables lectores, sobre el valor que puede tener, dadas las circunstancias, un ejemplar de ese tabloide? ¿Creen que merece la pena comprarlo?
—Sí, muy bien. Una jugada brillante, Barbara. Como si a la gente le interesara alguna cosa que no fuera el cotilleo. Te equivocas si quieres amenazarme con eso. Me dedico a alimentar al público con basura y, hoy en día, la siguen engullendo sin pensar, como siempre lo han hecho.
Barbara sabía que tenía razón. Los tabloides sacaban lo peor de la naturaleza humana. Sacaban dinero del apetito que tiene la gente por saber los pecados, la corrupción y la codicia de los demás. Aunque justo por eso tenía un as en la manga. No le quedaba más remedio que utilizarlo ahora.
—Si esa es la situación —le dijo a Corsico—, ¿qué tal si te doy una nueva perspectiva que los otros tabloides no tienen?
—No tienen lo de «Detective de la Met relacionada…».
—Ya, pero dejemos eso aparcado cuarenta y cinco segundos. Tampoco tienen nada de: «Madre desnaturalizada que arrancó a su hija de su hogar, en peligro mientras lleva en su vientre al hijo de otro hombre». Confía en mí. No saben nada de eso.
Se produjo un silencio al otro lado durante el que Barbara casi pudo oír los engranajes que giraban en la cabeza de Corsico haciendo especulaciones. Por esos engranajes y por lo que podían producir como resultado de su movimiento, continuó:
—¿Te ha gustado, Mitchell? Es oro puro y es cierto. Ahora la maldita historia está en Italia, donde ha estado todo el tiempo, y te he dado algo que nadie más tiene. Puedes usarlo, aprovecharlo o perderlo, ¿me oyes? Yo tengo otras cosas que hacer.
Y colgó. Hacerlo era un riesgo. Corsico podía ver que era un farol y seguir con su historia. Y la foto que iba a publicar en la portada del periódico la dejaría en una mala situación, porque tendría que explicar cómo pudo ir a Ilford en mitad de la jornada laboral. Con John Stewart vigilando todos sus movimientos, era una situación tan poco conveniente que Barbara sabía que estaba como una cabra por arriesgarse a enfadar a Corsico colgándole el teléfono. Pero tenía cosas que hacer, y ninguna tenía que ver con bailar al son de la música que tocaba el periodista.
Había hablado con Lynley. Sabía que se había hecho un arresto, pero había entendido también, por su descripción de cómo estaban las cosas en Lucca, que el arresto del tal Carlo Casparia se basaba principalmente en las fantasías de un fiscal. Lynley le había explicado cómo se hacían las investigaciones en Italia, con el fiscal metido hasta los ojos en cualquier investigación prácticamente desde el principio, y también le había dicho que el inspector jefe no estaba de acuerdo con las ideas del fiscal que llevaba la investigación, «así que el inspector Lo Bianco y yo tenemos que hacer las cosas con mucho cuidado por aquí», había dejado caer. Sabía lo que significaba: «Estamos haciendo las cosas por nuestra cuenta». Y esas cosas aparentemente tenían que ver con Lorenzo Mura, un descapotable rojo, un campo de entrenamiento en un parque y un conjunto de fotografías que había hecho una turista en el mercato en el que había desaparecido Hadiyyah. Lynley no sabía la relación que había entre todas esas cosas, pero que él y el inspector jefe italiano no estuvieran satisfechos con el arresto le decía que todavía había terreno fértil que explorar tanto allí como en Londres, y ella necesitaba ocuparse de explorarlo.
Para eso la ayudó sin saberlo Isabelle Ardery. Desde que le había ordenado al inspector Stewart que le asignara a Barbara tareas que fueran con su rango de sargento detective, a él no le había quedado más remedio que devolverla a la calle con una misión adecuada, una que tuviera que ver con cualquiera de las dos investigaciones que se suponía que estaba llevando. Que el inspector Stewart no estaba contento con el giro que habían dado los acontecimientos era evidente por la manera tan hosca con la que había asignado las tareas ese día. Y que pretendía seguir pisándole los talones, a pesar de las instrucciones de Ardery, quedó claro cuando no dejó de vigilarla como un halcón que buscara una presa que comer.
Tenía que hacer unas llamadas antes de salir para llevar a cabo lo que le habían asignado. Stewart se colocó lo bastante cerca para escuchar todo lo que decía. Había sido una suerte que Corsico la hubiera llamado cuando estaba sacando algo de una de las máquinas que había en el rellano de la escalera, pensó Barbara.
Realizó tres llamadas para concertar tres entrevistas que Stewart le había ordenado. Hizo mucho teatro anotando las horas y las direcciones, y más todavía cuando se puso a buscar en Internet una ruta que fuera de un lugar a otro para utilizar su tiempo de la manera más eficaz. Después cogió su cuaderno y el bolso, y salió. Por suerte, Winston Nkata estaba todavía en su mesa, así que paró allí, abrió el cuaderno con mucha ostentación y fingió que apuntaba las respuestas de Winston a sus preguntas.
Eran muy sencillas. Le había pedido que comprobara la coartada de Berlín de Azhar, porque sabía que no podía arriesgarse más con Stewart y comprobarla ella misma. ¿Qué había conseguido averiguar?, le preguntó a Winston. ¿Azhar había sido sincero? ¿Doughty le había dicho la verdad en cuanto a lo de la comprobación de la historia de Berlín?
—Es buena, Barbara —le dijo Winston en voz baja. Sacó un sobre de color marrón del cajón, lo abrió y también fingió estudiar su contenido con un ceño de concentración. Barbara miró para ver qué estaba examinando, como si fuera una prueba del caso. Los papeles del seguro de su coche, al parecer—. Lo he comprobado todo y es cierto —continuó—. Estuvo en el hotel de Berlín todo el tiempo. Presentó dos ponencias, como dijo Doughty. Y también estuvo en una mesa redonda.
Barbara sintió un gran alivio, porque, al parecer, tenía una cosa menos de la que preocuparse. Aun así le preguntó:
—¿Crees que es posible que alguien estuviera fingiendo que era Azhar?
Winston la miró extrañado.
—Barbara, el tipo es microbiólogo, ¿no? ¿Cómo podría alguien fingir eso y conversar sobre el tema con otros expertos? Primero, tendría que ser pakistaní, ¿no? Segundo, tendría que poder dar la charla: presentar la ponencia y… ¿Qué más se hace en esos sitios? ¿Responder preguntas sobre ella? Tercero, quien fuera se preguntaría por qué demonios estaba él en Berlín haciendo de Azhar mientras él… ¿Qué? ¿Se iba a Italia a secuestrar a su propia hija?
Barbara se mordió el labio. Pensó en lo que acababa de decir Winston. Era una línea de investigación absurda, por mucho que las medias verdades de Doughty la hicieran dudar. Pero sabía que era aconsejable analizar todas las posibilidades, así que dijo:
—¿Y alguien de su laboratorio? ¿Un estudiante de posgrado? Ya sabes, alguien que quisiera quedar bien para allanarse el camino hacia el doctorado. ¿Cómo funcionan esas cosas con los estudiantes de posgrado? No lo sé. ¿Lo sabes tú?
Winston se dio unos golpecitos sobre la cicatriz que tenía en la mejilla.
—¿Te parezco un tío que sabe algo de universidades, Barbara? —le preguntó con dulzura.
—Oh, vale. Pero entonces…
—Me parece que, si quieres más, la información tiene que venir de Doughty. Te aconsejo que le presiones. Si hay algo que saber, es él quien tiene que decírtelo.
Winston tenía razón, por supuesto. Solo presionando a Dwayne Doughty conseguiría avanzar. Barbara cerró el cuaderno, lo guardó en su bolso y dijo para que John Stewart lo oyera:
—Bien. Entendido. Gracias, Winnie. —Y se fue.
Cuando había que apretarle las tuercas a alguien, lo mejor siempre era llevarle a la comisaría local. Así que, de camino a su coche, Barbara llamó a la comisaría de Bow Road. Se identificó. Les dijo que, en colaboración con un caso abierto en Italia en el que estaban trabajando oficiales de Scotland Yard, hacía falta interrogar a un investigador privado llamado Dwayne Doughty. ¿Podría alguien de la comisaría local ir a buscarle, llevarle allí y retenerle hasta que ella llegara? Claro que sí, le dijeron. Encantados de ayudar, sargento detective Havers. Estaría allí encerrado en una sala de interrogatorios comiéndose las uñas, cociéndose en su propio jugo, o lo que fuera, hasta que ella llegara.
Excelente, pensó. Miró las ubicaciones de las entrevistas que necesitaba hacer para el inspector Stewart. Una era al sur del río; las otras dos, en la parte norte de Londres. Bow Road estaba al este. Pito, pito, gorgorito… No tuvo ninguna duda de adónde ir primero en primer lugar.
Lucca, la Toscana
Cuando Salvatore y el inspector Lynley volvieron de hablar con Carlo Casparia en la enfermería de la cárcel, los agentes que habían estado revisando los registros de los coches que conducían todos los miembros de la squadra di calcio de Lorenzo habían terminado la tarea. Había un coche rojo entre todos los vehículos, pero no era descapotable. No importaba, les dijo Salvatore. Ahora era necesario buscar los coches que pertenecían a las familias de todos los niños que entrenaba Lorenzo en sus clases particulares de calcio en el Parco Fluviale. Había que conseguir los nombres de todos los críos que entrenaba Mura, los de los padres de cada niño, mirar qué coche tenían y después hablar con cada padre individualmente sobre una reunión con Lorenzo Mura en el campo de entrenamiento, para tener una conversación en privado. Mientras, había que conseguir una fotografía de los padres de todos los niños y también de los otros miembros del equipo de Lorenzo.
El inspector Lynley se mantuvo en silencio durante todo ese intercambio, aunque Salvatore se dio cuenta por la expresión de la cara del inglés que no había podido entender el italiano hablado a toda velocidad que se había intercambiado allí. Así que le explicó lo que iban a hacer. Cuando se lo dijo, Lynley le habló de lo que iba a decir en su informe a los padres de la niña. Obviamente quedaba fuera de toda cuestión decirles nada que tuviera que ver con Lorenzo Mura. Por el momento lo mejor era contarles que la información obtenida tras el llamamiento en televisión seguía investigándose, que Carlo Casparia estaba intentando ayudar y nada más.
Lynley estaba saliendo cuando un agente de uniforme entró corriendo por el pasillo para hablar con Salvatore. Tenía la cara roja, sin aliento, y traía buenas noticias: ¿recordaba el descapotable rojo que había visto un conductor que iba a visitar a su mamma en los Alpes Apuanos?
—Sì, sì —respondió rápidamente Salvatore.
Lo habían encontrado. La comprobación de todas las áreas de descanso de la carretera a los Alpes que había antes del desvío al pueblo de la madre de aquel hombre no les había aportado nada, como ya sabía el inspector jefe. Pero un oficial con iniciativa había continuado examinando esa carretera de montaña en su tiempo libre y seis kilómetros más allá había encontrado un quitamiedos destrozado en una curva cerrada. El coche en cuestión había aparecido en el fondo de un barranco que había al otro lado del quitamiedos. No había ningún cuerpo en el interior, pero sí a unos veinte metros: el conductor, que aparentemente había salido despedido del vehículo.
—Andiamo —le dijo Salvatore a Lynley inmediatamente.
«Esperemos que allí cerca no aparezca también el cadáver de una niña pequeña», pensó.
Les llevó casi una hora llegar a la curva, siguiendo una ruta que serpenteaba primero junto al río Serchio por la gran llanura aluvial, después entre las colinas y finalmente cruzando los Alpes. El río era un torrente con el curso muy rápido en esa época del año, porque la nieve de las cumbres más altas de las montañas llevaba semanas fundiéndose. El resultado eran saltos de agua, cascadas atravesadas por los rayos del sol y charcas brillantes que se podían vislumbrar desde el coche policial cuando pasaba muy rápido a su lado. La nueva vegetación de la primavera era espesa y frondosa según iban ascendiendo por las montañas; las flores silvestres salpicaban de franjas de colores amarillo, violeta y rojo los bordes de la carretera hasta los árboles. Y esos árboles —pinos, robles y encinas— crecían justo al borde de unos pueblos que no tenían acceso para vehículos, creando una barrera de vegetación que parecía evitar que las propias montañas descendieran y se tragaran los dispersos edificios con tejados de terracota precariamente encaramados al borde de abismos que se hundían varias decenas de metros hasta los bosques que había debajo.
Con cada desvío entraban en una carretera secundaria o terciaria, y la calzada se fue volviendo más estrecha hasta que al final llegaron a una ruta que solo tenía la anchura justa del coche. Había una curva cerrada detrás de otra. Era un camino que te taponaba los oídos, te obligaba a agarrar el volante con fuerza hasta que los nudillos se te quedaban blancos y te hacía exclamar cada poco tiempo «¡por la gracia de Dios!», aunque allí la gracia de Dios quedaba definida por tener la suerte de no encontrarte con otro vehículo que viniera en la otra dirección. Por fin llegaron a un control policial de carretera. Salieron del coche. Salvatore saludó con la cabeza al agente uniformado que se le acercó. Solo le preguntó: «Dov’è la macchina?», aunque era una mera formalidad, porque la ubicación más probable del descapotable rojo quedaba marcada unos cincuenta metros más arriba por los restos del quitamiedos que el vehículo había arrollado en su camino al lugar de su último descanso.
Cuando Salvatore y Lynley se acercaron al quitamiedos destrozado, unos enfermeros aparecieron con una camilla. Sobre ella estaba sujeta una bolsa para cadáveres con la cremallera bien cerrada para ocultar el cuerpo de la vista.
—Fermativi —le dijo Salvatore a los dos enfermeros—. Per favore —añadió como si se le hubiera ocurrido de repente. Se identificó y les presentó a Lynley.
Ellos hicieron lo que les pedía y detuvieron su camino hacia la ambulancia. Pusieron la camilla en el suelo y Salvatore se puso en cuclillas. Se preparó —solo en la televisión los detectives abrían las bolsas de cadáveres que llevaban Dios sabe cuántos días bajo el fuerte sol italiano sin prepararse para lo que se iban a encontrar, pensó— y bajó la cremallera.
Si el hombre había sido guapo en vida —o si era el hombre que había detrás de Hadiyyah en las fotografías que las turistas habían tomado en el mercato— ahora era imposible de saber. Los especialistas forenses del aire libre —los insectos— habían encontrado el cuerpo, como siempre pasaba, y se habían apoderado de él. Todavía había gusanos retorciéndose en los ojos, la nariz y la boca del hombre; los escarabajos se habían dado un festín con su piel, mientras que los ácaros y los milpiés se colaban por el cuello abierto de su camisa. Había acabado sus días boca abajo, además, y el estancamiento de la sangre en esa parte de su cuerpo había vuelto sus facciones de color púrpura, mientras el gas que se había formado bajo la capa protectora de su piel cuando sus tejidos habían empezado a desintegrarse había creado pústulas en todas las partes que tenía expuestas. Pronto un fluido muy desagradable empezaría a supurar por ahí y también por sus orificios. La muerte así era una visión horrorosa. Nada podía evitar el impacto que provocaba.
Salvatore miró a Lynley y oyó que el otro oficial silbaba muy bajito al ver los restos.
—Carta d’identità? —le preguntó Salvatore a los enfermeros.
Ambos indicaron con la cabeza que quien estaba abajo con el coche era el que tenía la identificación del hombre. Salvatore asintió y se levantó, agradecido de no tener que buscar en los bolsillos del muerto. Hizo un gesto para indicar que ya podían llevarse el cuerpo para la autopsia. Después se acercó al borde de precipicio junto con Lynley.
Mucho más abajo de donde estaban se veía el descapotable rojo. Había dos agentes uniformados con él, mientras que otros dos estaban fumando un poco por encima de ellos, donde una zona del terreno, al pie de una roca, unos ochenta metros por encima del coche, estaba señalizada para indicar la posición del cuerpo. Obviamente había salido despedido del vehículo cuando este caía. Llevara el cinturón o no, no habría podido sobrevivir a que el coche rodara sotto sopra mientras caía volando hasta donde descansaba ahora. El milagro había sido que el automóvil no hubiera ardido. Así que había posibilidades de encontrar pruebas. Salvatore esperó que fueran pruebas de vida y no de que hubiera otra persona en el descapotable cuando llegó el momento de su fatal caída y, por lo tanto, todavía quedara un segundo cuerpo por descubrir en la zona.
Con mucho cuidado, Lynley y él fueron bajando hasta donde había estado el cuerpo del hombre. Le dio una breve instrucción a sus hombres: «Cercate se c’è n’è un altro». Si había otro cuerpo cerca, tenían que encontrarlo.
No parecieron muy contentos por las órdenes, pero cuando añadió: «Una bambina. Cercate subito», sus expresiones cambiaron y fueron a buscar. Si había un cuerpo de una niña por allí, no podría estar muy lejos.
Cuando llegaron al coche, Salvatore repitió la pregunta sobre la identificación del hombre. Uno de los oficiales que estaba junto al coche le pasó una bolsa de pruebas. Dentro había un portafoglio. Estaba metido dentro de la guantera del coche, que ahora era un amasijo de metal al que le faltaba una rueda, tenía las otras tres pinchadas y una puerta arrancada. Mientras Salvatore abría la bolsa de pruebas y sacaba la cartera, Lynley se acercó para examinar el vehículo.
El hombre se llamaba Roberto Squali, leyó Salvatore en su carné. Sintió una oleada de emoción al ver que era luqués. Eso tenía que acercarles un paso más a la niña desaparecida. Ojalá no hubiera acabado allí, pensó al mirar la maleza. Sus esperanzas se basaban en el hecho de que habían pasado unos diez días entre el momento de la desaparición de la niña en el mercato y el del accidente. ¿Qué posibilidades había de que estuviera en el coche con ese hombre tanto tiempo después de su secuestro en Lucca?
Dentro de la cartera de Squali, Salvatore también encontró su permiso de conducir, dos tarjetas de crédito y cinco tarjetas de visita. Tres eran de boutiques de Lucca, una era de un restaurante de la ciudad, mientras que la quinta era el vínculo que había estado rezando por encontrar: algo que relacionara a ese hombre con Michelangelo Di Massimo. Era la tarjeta del investigador privado. En ella estaba su nombre, el número de su móvil y la dirección de su cuestionable centro de operaciones en Pisa.
—Guardi qui —le dijo Salvatore a Lynley. Le pasó la tarjeta, esperó a que el otro se pusiera las gafas y le miró cuando levantó la vista rápidamente al ver lo que ponía—. Sì —le dijo Salvatore con una sonrisa—. Addesso abbiamo la prova che sono connesi.
—Penso proprio di sì —coincidió Lynley. Tenían el vínculo entre los dos hombres—. E la bambina? —continuó—. Che ne pensa?
Salvatore miró a su alrededor y luego a la cumbre de las montañas que les rodeaban por todos lados. La niña había estado con ese hombre, pensó. Estaba seguro de ello. Pero no en el momento en qué voló sobre el abismo. Se lo dijo a Lynley y él asintió. Salvatore se acercó a examinar el coche y pronto encontró lo que buscaba.
Había un cabello atrapado en el mecanismo del cinturón de seguridad. Era largo. Oscuro. Una prueba científica les diría si era de Hadiyyah. Las huellas del vehículo también les dirían si la niña había estado en él. Lo único que no podía decirles el coche era lo que había pasado con ella y dónde estaba ahora.
Ambos sabían cuál era la cruda realidad a la que se enfrentaban: si Roberto Squali se había llevado a Hadiyyah del mercato de Lucca, si él era el hombre que se había llevado a la niña al bosque en algún punto de esa carretera de la que se había salido el coche, ¿dónde estaba ahora? ¿Qué le había ocurrido? Porque la zona en la que estaban era muy grande. Y si Squali le había entregado a la niña a otra persona o la había matado y se había deshecho de ella en alguna parte para satisfacer alguna fantasía enfermiza, el lugar donde podían haber ocurrido cualquiera de esas cosas iba a resultar prácticamente imposible de encontrar.
Salvatore pensó en los perros entrenados para encontrar cadáveres. Ojalá no tuvieran que utilizarlos.
Villa Rivelli, la Toscana
La hermana Domenica Giustina estaba mareada por el ayuno. Tenía llagas de arrodillarse en el duro suelo de piedra. Le costaba pensar, porque llevaba mucho tiempo sin dormir, pero seguía esperando a que Dios le enviara una señal sobre lo que quería que hiciera ahora.
Había fallado con Carina. La niña no había entendido la importancia crucial de lo que tenían ante ellas. Algo en su interior le había provocado miedo e inquietud. Y ahora, en vez de una aceptación alegre, unas ganas de jugar llenas de curiosidad y una buena disposición a cooperar en todos los aspectos de la vida en Villa Rivelli, la niña mantenía las distancias con la hermana Domenica Giustina. Observaba y esperaba. A veces, se escondía. Y eso no era bueno.
La hermana Domenica Giustina había empezado a pensar que tal vez había malinterpretado lo que vio cuando el coche de su primo subía por la estrecha carretera de montaña. Supo que la mano de Dios estaba detrás de que el coche destrozara el quitamiedos, volara por el aire y desapareciera. Lo que no sabía y necesitaba que le explicaran era qué significaba que Dios la hubiera puesto en ese preciso momento en la posición de ver el final que había encontrado su primo Roberto. La visión de su coche cayendo al vacío le había parecido una advertencia de lo importante que era confesar los pecados, pero tal vez significaba algo completamente distinto.
Por esa razón había hecho ayuno y había rezado. Como forma de penitencia se había apretado las vendas que atormentaban su carne. Tras cuarenta y ocho horas así, se levantó con dificultad pero sin la paz de saber lo que se suponía que tenía que hacer. La respuesta de Dios no había llegado, a pesar de su sufrimiento y de sus súplicas. Tal vez, pensó, llegaría si prestaba mucha atención a la suave brisa que oía entre los árboles del bosque que rodeaba los terrenos de la villa. Tal vez la voz de Dios estuviera en esa brisa.
Salió afuera. Sintió el reconfortante y suave viento en las mejillas. Se paró al principio de los escalones de piedra que llevaban a las habitaciones que había encima del granero y miró hacia la villa cerrada, preguntándose si las respuestas que buscaba podrían estar entre esas paredes. Porque ya en ese momento necesitaba respuestas, y pronto. El terrible paso de Roberto de la carretera de montaña al vacío le había trasmitido eso.
Descendió por los escalones de piedra. Empezó a considerar que podía haber malinterpretado algo importante. Había estado pensando en el fallecimiento de Roberto, cuando, tal vez, él no había muerto. Si ese era el caso, buscar un mensaje de Dios en la muerte de su primo sería algo totalmente inútil. En otras palabras, debería buscar el mensaje de Dios en otra cosa.
Habría una señal. Siempre había señales y, si no se equivocaba, algo se lo diría pronto. Le pareció que el único lugar donde podría llegarle una señal era el sitio desde donde lo había visto todo la última vez. Así que fue hacia el muro bajo que le permitía ver la carretera que serpenteaba desde el valle y, una detrás de otra, le llegaron precisamente las señales por las que había estado rezando.
Incluso a esa distancia del lugar donde el coche de Roberto había atravesado el quitamiedos se veían los coches de policía. Y lo que era más importante, entre ellos había un’ambulanza. Mientras miraba desde allí, tan lejos de ellos, vio que unos enfermeros subían una camilla desde un punto que estaba por debajo de la curva. Cuando llegaron hasta el asfalto se pararon. Alguien que los esperaba se agachó sobre la camilla como para hablar con la persona que estaba en ella. No tardó mucho y después subieron la camilla a la ambulancia y se fueron.
La hermana Domenica Giustina lo vio todo y sintió como si el corazón se le parara en el pecho. Era difícil creer lo que estaba viendo, pero no había duda. Mientras ella rezaba y ayunaba en su celda, intentando entender las intenciones de Dios, su primo Roberto había yacido herido entre los hierros de su coche. La hermana Domenica Giustina entendió que tanto ella como su primo habían pasado por una prueba. Hay que tener fe en momentos de sufrimiento, había proclamado Dios, que actuaba en sus vidas según su voluntad.
Era una prueba, comprendió. Todo había sido una prueba. Era cuestión de no rendirse ni un instante, sin importar la oscuridad que tuviéramos ante nosotros.
Job tuvo que pasar la misma prueba. Abraham también. En el caso del gran patriarca de los hebreos, la prueba que tuvo que soportar fue mayor que cualquier otra a la que Dios hubiera sometido a ningún hombre. «Sacrifica a tu hijo Isaac en mi nombre —le había exigido Dios a su siervo Abraham—. Llévale a las montañas, construye un altar de piedra, y sobre el altar córtale el cuello con tu espada. Deja que su sangre fluya. Quema su cuerpo. Así probarás tu amor por mí. No va a ser fácil, pero es lo que yo te ordeno. Obedece a tu dios».
Sí, sí, comprendió por fin. Una prueba como la de Abraham solo es una verdadera prueba si no es fácil.
Bow, Londres
Iba a hacer todo lo que le habían ordenado, se dijo Barbara. Pero primero tenía que hablar con Doughty. Después volvería a la carretera, hacia el sur del río primero y después a la parte norte de Londres, al final del día. Esas cosas siempre llevaban un rato. Ninguna entrevista duraba un tiempo exacto. Podría explicar todo lo que había hecho en su día de trabajo de forma que convenciera a cualquiera que quisiera mirarlo con lupa.
En la comisaría de Bow Road se identificó. Inmediatamente la llevaron a la sala de interrogatorios donde Dwayne Doughty estaba esperando impaciente. Llevaba allí más de una hora, le dijeron. Su única reacción hasta el momento había sido preguntar: «¿Qué demonios pasa, imbéciles?».
Cuando entró en la sala, Doughty dijo:
—¿Usted otra vez? —En la estrecha mesa había un vaso de plástico con té; en la superficie se veía una capa sólida que había formado la leche al enfriarse. Lo apartó a un lado bruscamente y derramó su contenido—. Mierda —continuó—. Ya se lo he dicho todo. ¿Qué más quiere de mí?
Barbara le observó antes de hablar. No estaba tan sereno como le había visto en sus anteriores encuentros, así que supuso que esa excursión a la comisaría había sido una buena idea. Despedía un olor acre —debía de estar sudando como un vaso de martini malo desde el momento en que los policías de uniforme se presentaron en su despacho—, se había aflojado la corbata y se había desabrochado el botón superior de la camisa revelando una banda de sudor pegajoso que le manchaba el interior del cuello.
—¿De qué coño va esto? —exigió saber.
Ella se sentó. Dejó el bolso en el suelo y se tomó su tiempo para sacar el cuaderno y el lápiz. Abrió el cuaderno y después estudió al detective privado.
—He comprobado la coartada de Azhar —le dijo.
Él explotó como un globo con demasiado aire.
—¡Pero si eso ya se lo dije! —exclamó—. La comprobé yo mismo. Me pagó para hacerlo, lo hice y la informé de ello. Si eso no le sirve como prueba de que estoy del lado de la ley…
—Lo único que puede probar eso es que me diga toda la verdad, Dwayne. Desde el principio hasta el final, espero que me esté entendiendo.
—Ya le he contado toda la verdad. No tengo nada más que decirle. Esta «entrevista», o lo que sea que esté tramando, se acaba aquí. Conozco mis derechos, y uno de ellos incluye no estar sentado aquí viendo cómo insiste en cosas sobre las que ya hemos hablado. Los policías me pidieron que viniera para responder a unas preguntas. He venido por mi propia voluntad. Y ahora me voy. —Se apartó de la mesa.
—Han arrestado a alguien en Italia —le dijo Barbara.
Eso le detuvo en seco, como si le hubieran dado un puñetazo en la cara. No dijo nada, pero tampoco se movió.
—Tienen a un tipo que se llama Carlo Casparia —continuó—. Nos quedan unas veinticuatro horas para seguir el rastro que lleva desde él hasta usted. Así que le sugiero que haga lo que pueda por librarse antes de que le cojamos, le metamos en un avión y le entreguemos a los policías de Lucca.
—No pueden hacer eso —dijo, pero sonaba un poco tenso.
—Dwayne, le sorprendería, le pasmaría, le asombraría y le dejaría sin palabras lo que podemos hacer cuando ponemos nuestras mentes retorcidas a funcionar. Así que, según mi punto de vista, tiene que tomar una decisión. Puede contármelo todo de una vez o seguir soltando las cosas poco a poco, como una tubería que gotea, igual que ha estado haciendo desde el principio.
—Ya le he dicho la verdad —respondió, pero su tono ya no era el mismo. En ese momento, Barbara ya no oyó indignación, sino intensidad. Eso era bueno. Significaba que la mente de Doughty trabajaba a mil por hora. Su trabajo era engrasar las marchas de su cerebro para que todo el mecanismo empezara a funcionar como ella quería—. Le di toda la información que tenía al profesor Azhar —volvió a decir Doughty—. Lo juro. No tengo ni idea de lo que el profesor hizo con ella. Quería recuperar a la niña, ya lo sabe. Tal vez encontró a alguien allí para raptarla. Lo que yo hice, y ya se lo he contado, fue contratar a un hombre en Italia cuando me enteré de que se había utilizado una cuenta de Lucca. Le di la información a él, al profesor. También le di el nombre del hombre que trabajó para mí: Michelangelo Di Massimo. Si el profesor Azhar contrató a Di Massimo para llevar las cosas más allá… Yo no tengo nada que ver con eso.
Barbara asintió, poco convencida. Las palabras habían sido buenas, pero había estado mirando al detective a los ojos mientras hablaba. Y los ojos mostraban tanto nerviosismo como el resto de su cuerpo. Casi bailaban en su cara. Y no dejaba quietos los dedos, que golpeteaba al mismo tiempo contra los pulgares.
—Eso es lo que usted dice —contestó Barbara—. Pero me parece que este Carlo Casparia que tienen en la cárcel allí dice otra cosa. No quiere cargar con la culpa de esto, al menos no con toda. Eso nunca lo quiere nadie. Y lo que yo creo es que ni él ni ese Michelangelo tienen esas habilidades con las que cuenta usted a la hora de limpiar, hasta dejarlos inmaculados, discos duros, correos electrónicos, registros telefónicos y Dios sabe que más. Así que seguramente mañana o en los próximos días, en Italia descubrirán un rastro que les lleve de Casparia a Michelangelo, y de él a usted, con fechas y horas incluidas. Y usted lo va a pasar mal a la hora de tener que explicar todo eso. Ya ve, Dwayne, el problema de idear planes como este del rapto de Hadiyyah es que siempre se aplica eso de «no hay honor entre ladrones», o en este caso entre secuestradores. Cuando hay más de una persona implicada, siempre confiesa alguien, porque, si se trata de salvar algún cuello, la mayoría de la gente elige el suyo.
Doughty se quedó callado. Estaba, claramente, evaluando las posibilidades de que todo eso fuera cierto. Barbara no sabía qué tenía que ver ese Casparia con el asunto, pero si dejar caer su nombre y lo de su arresto, y después tirar del hilo, iba a conseguir que se acercaran un paso más a Hadiyyah, no iba a desaprovechar la posibilidad.
—Está bien —dijo por fin Doughty.
—¿Qué quiere decir con eso?
Apartó la mirada. De repente se quedó muy quieto. Soltó un profundo suspiro.
—Fue idea del profesor Azhar desde el principio.
Barbara entornó los ojos.
—¿Qué fue idea del profesor Azhar?
—Encontrarla, planearlo todo y esperar a que llegara el momento oportuno para raptarla. El momento surgió cuando él estaba en Berlín en ese congreso, que le servía de coartada. Se suponía que había que llevarse a la niña y mantenerla en un lugar seguro hasta que Azhar pudiera ir allí y traerla de nuevo a Londres.
—Mentira —exclamó Barbara.
La mirada de Doughty volvió a fijarse en ella.
—¡Le estoy diciendo la verdad!
—¿Ah, sí? Aparte del pequeño problema que surgiría al intentar sacarla de Italia y devolverla a Inglaterra sin pasaporte, ¿qué se suponía que iba a ocurrir cuando Azhar la trajera otra vez a Londres, eh? Se lo diré: justo lo que ha ocurrido realmente, y por eso lo que me cuenta es todo falso. La madre de Hadiyyah apareció exigiendo que se la devolviera, porque de la primera persona que sospechó cuando su hija desapareció fue del hombre al que ella se la había arrebatado primero.
—Vale, vale —dijo Doughty—. Así era como se suponía que tenía que pasar. Ella se presentaría, él probaría que no la tenía, volvería a Italia con la madre y entonces, mientras estuviera en Italia, se la entregarían. Y allí es donde está, ¿no? ¿No prueba eso que lo que estoy diciendo…?
—Tenemos el mismo problema, colega. Un problema doble, en realidad. Él no la tiene, y aunque la tenga o sepa dónde está y esté haciendo la interpretación del siglo para los policías italianos, para mi colega que está allí y para todo el mundo, ¿cuál sería su siguiente paso cuando se la entreguen? ¿Se supone que la va a traer a Londres sin que su madre se entere de que está aquí?
—No lo sé. No se lo pregunté. A mí me daba igual. Todo lo que quería de mí era información y eso fue lo que le di. Fin de la historia.
—Me parece que no. Todo lo que está soltando por esa boca no es más que un buen montón de estiércol. Si cree que eso puede siquiera convencerme «un poquito» de que no está metido en esto hasta las cejas, se equivoca totalmente. Así que empecemos de nuevo. Y créame, puedo pasarme aquí las horas muertas esperando a que me diga la verdad.
—Le he dicho…
—Horas y horas —repitió.
Parecía estar pensando frenéticamente, intentando encontrar por dónde seguir con sus locas alegaciones. De repente dijo algo a la vez que chasqueaba los dedos:
—Khushi.
Barbara inspiró hondo.
—Khushi, sargento Havers —repitió él—. ¿Le podría decir eso si le estuviera mintiendo? El profesor Azhar me lo dijo: «Hará caso a cualquiera que le diga la palabra khushi, porque entonces sabrá que el mensaje se lo he dado yo».
A Barbara se le quedó la boca seca. Sintió que los labios se le pegaban a los dientes delanteros. La palabra khushi significaba «felicidad», pero la impresión se la había provocado oír la palabra en sí. Porque khushi era el apelativo cariñoso que Azhar utilizaba con su hija. Barbara se la había oído decir cientos de veces en los dos años que hacía que lo conocía.
Sintió como si se abriera el suelo bajo sus pies y la silla en la que estaba sentada se hundiera en las profundidades. La cara de Doughty se volvió borrosa ante sus ojos. Parpadeó e intentó apartar la sensación de mareo de su cabeza.
Ese maldito detective estaba diciendo la verdad.
Bow, Londres
Dwayne Doughty supo que tenía muy poco tiempo llegado ese punto. Estaba metido en ese lío hasta las cejas. Era la personificación sudorosa y con los nervios de punta de eso de que los mejores planes de ratones y hombres… Cuando volvió a salir a la calle —tras las horas que había pasado en la comisaría de Bow Road, que le habían dejado un regusto como a ajo quemado—, fue a su despacho. Había cosas que hacer. Iba a tener que utilizar todas sus habilidades para conseguir lo que pretendía. Si eso le fallaba, sabía que la oficial de la Met con silueta de barril y excepcionalmente mal vestida tenía toda la razón: una revisión de los registros telefónicos de Michelangelo Di Massimo y de sus archivos de ordenador le darían a la policía pistas que les llevarían en una dirección. Como Dwayne no podía exportar a Bryan Smythe y todos sus talentos para que se ocupara del sistema telefónico del italiano, y tampoco podía fiarse de la tecnología a disposición del detective de Pisa, tendría que poner en funcionamiento una serie de maniobras ofensivas.
Al llegar a Roman Road, subió las escaleras hasta su despacho atronadoramente. Gritó: «¡Emily!» mientras subía. Iba a hacerle falta su experiencia como timadora. Y también la superlativa experiencia de pirata informático de Bryan Smythe y todos esos contactos que tenían tan bien situados.
La puerta de Emily estaba abierta. Había dos cajas de cartón fuera de su despacho, en el rellano que había en la parte superior de las escaleras. Estaban cerradas y listas… Dwayne no supo para qué hasta que entró en el despacho en el que estaba su sala de operaciones y vio exactamente lo que pretendía.
Se había quitado la chaqueta de raya diplomática, el chaleco y la corbata. Estaban colgados en el respaldo de la silla, que había apartado hasta la ventana para tener mejor acceso al interior de la mesa, a sus archivos, sus suministros y todo lo que iba con su empleo.
Le miró mientras volcaba de cualquier manera el contenido de un cajón en una caja abierta.
—No —le dijo.
—¿Que no qué? ¿Qué haces?
—No me preguntes qué estoy haciendo cuando lo sabes perfectamente. No te hagas el tonto. O no seas tonto. ¿Te acuerdas lo que te dije de no ponernos en peligro? Pues ahora tenemos peligros para escoger.
Estiró el brazo para coger la cinta aislante y cerró la caja. La levantó, se irguió ella también y pasó a su lado para dejar la caja en la puerta. La puso encima de las otras y volvió a la oficina, donde empezó a quitar del corcho un mapa de Londres, horarios de autobuses, trenes, un mapa del metro y, quién sabía por qué, un póster de Montacute House y tres postales con los acantilados de Moher, Beachy Head y las Agujas de la isla de Wight.
—Esto no puede significar lo que creo que significa —dijo él.
—No me pagas lo suficiente para verme metida en una mierda como esta. Tú sí. Pero yo no.
—¿Así que te vas? ¿Así sin más?
—Tus poderes de observación son… impresionantes. No me extraña que hayas tenido este éxito arrollador en el trabajo que has elegido.
Estaba intentando doblar los mapas, pero de un modo desastroso. Qué complicado era devolverles a los mapas de papel su forma original. No seguía los pliegues y las arrugas que ya había. No quería perder el tiempo en eso. Eso le dejó claro que estaba decidida a irse lo antes posible. Y también lo inquieta que estaba por lo que había pasado: los policías presentándose inesperadamente en su umbral con las pulseras de metal listas para encadenar las muñecas de los dos malhechores llamados Doughty y Cass.
—Tú tienes mucho más aguante que esto —le dijo—. Para ser alguien que liga con cualquier extraño en un pub…
—Ni se te ocurra seguir por ahí —le escupió—. Si no me equivoco, a menos que las cosas hayan cambiado mucho en este país, ligar con extraños en los pub para lograr un poco de sexo anónimo no va a hacer que acabe con mis huesos en el trullo.
—No nos van a meter en el trullo —le aseguró—. A mí no. Y a ti tampoco. Ni a Bryan. Punto.
—Tampoco me van a llevar a la comisaría. No voy a llamar a un abogado para que venga a cogerme la mano mientras los policías repasan mi vida como si estuviera infestada de chinches. Para mí esto se acabó, Dwayne. Te lo dije desde el principio y no me hiciste caso, porque para ti lo fundamental era la pasta. Tú vas a coger el trabajo del que más pague. ¿Que va contra la ley? No importa, señora. Nosotros somos justo las personas que necesita para cargar con la culpa si todo se va al Infierno. Como ha pasado. Así pues, yo me voy de aquí.
—Venga, por Dios, Em.
Dwayne hizo todo lo que pudo para ocultar su desesperación. Sin Em Cass al timón de su sistema informático, por no mencionar al teléfono fingiendo ser lo que hiciera falta para sacar información de fuentes que no cooperarían nunca si se encontraran con alguien con menos talento para el engaño, estaba perdido.
—He llamado a la caballería —le dijo—. Les he contado la verdad.
No se inmutó.
—No hay caballería. He intentado decírtelo desde el principio, ¿verdad?, pero no me escuchaste. Oh, no. Eres demasiado listo para eso.
—Deja de ser tan dramática. Le he dado al profesor, ¿vale? ¿Me oyes? Le he dado al profesor. Punto. Eso era lo que querías, ¿no? Bueno, pues lo he hecho, y tú y yo estamos casi limpios.
—¿Y te van a creer? —le preguntó frunciendo el ceño—. ¿Les has dado un nombre… y eso ha sido todo? —Levantó la mirada hacia arriba y le habló a alguna deidad que había en el techo—. ¿Por qué no ve lo idiota que es? ¿Por qué no me fui cuando empezó toda esta mierda?
—Porque tú sabías que no me metería en nada sin tener planeada una vía de escape. Y la tengo. Así pues, ¿quieres huir o prefieres desembalar las cajas y ayudarme a ponerla en marcha?
Lucca, la Toscana
Lynley encontró a Taymullah Azhar en la catedral de San Martín, que se elevaba en su enormidad en una gran piazza junto a un palazzo. Más allá estaba el tradicional battistero. La catedral era un ornamentado edificio románico que se parecía a una tarta de boda, con una fachada que tenía cuatro pisos de arcos y encima una imagen de mármol del santo que le daba nombre blandiendo la espada para cortar su túnica y compartirla con el mendigo que había junto a su caballo. Lynley nunca habría creído que encontraría a Azhar dentro de ese edificio. Como musulmán, no le parecía un hombre que fuera a una iglesia cristiana a rezar. Pero cuando Lynley le llamó al móvil, Azhar en susurros le dijo que estaba ante la Santa Faz dentro del Duomo. Lynley no estaba muy seguro de lo que significaba eso, pero le pidió que le esperara allí.
—¿Tienes noticias? —le preguntó Azhar esperanzado.
—Espérame, por favor —respondió Lynley.
Dentro de la catedral estaban haciendo una visita guiada: una mujer joven con una identificación oficial colgada del cuello hablaba del monumento a más o menos una docena de personas que estaban a los pies de La última cena, la obra de Tintoretto, muy bien iluminada, en la que se veían los ángeles arriba, los apóstoles abajo y al Señor en medio pasándole un trozo de pan a san Pedro mientras sus compañeros parecían adecuadamente impresionados con lo que estaba ocurriendo. A la mitad del pasillo derecho, una partición evitaba que los visitantes que no habían comprado entrada accedieran a contemplar las bellezas de la sacristía, mientras a la izquierda un templete octogonal centraba la atención de diez señoras de avanzada edad que parecían peregrinas que hubieran venido específicamente a ver ese lugar.
Lynley encontró a Azhar junto a ese templete, de pie, respetuosamente alejado de las peregrinas y mirando un enorme Cristo crucificado tallado en madera con un estilo muy sobrio que había en el templete. El Cristo tenía una expresión que parecía más sorprendida que sufriente, como si no acabara de creerse lo que había pasado y que le había llevado hasta allí.
—Lo llaman la Santa Faz —le dijo Azhar a Lynley en voz baja cuando se reunió con él junto a uno de los pilares de la catedral—. Se supone que… —Carraspeó—. La signora Vallera me habló de él.
Lynley miró al otro hombre. Era la personificación del sufrimiento, pensó. Aquello era una crucifixión mental y espiritual para él. Quería poner fin al sufrimiento de Azhar. Pero lo que podía decirle tenía un límite, mientras aún hubiera ahí fuera tanto que necesitaban saber, esperando a que lo descubrieran.
—Ella me dijo —murmuró Azhar— que la Santa Faz hace milagros para la gente, pero es algo que yo no puedo creer. ¿Cómo un trozo de madera, por muy amorosamente tallado que esté, puede hacer nada por nadie, inspector Lynley? Pero de todas formas aquí estoy, de pie delante de él, dispuesto a pedirle por mi hija. Y aun así soy incapaz de pedir nada, porque pedirle algo así a un trozo de madera… Eso significaría que toda esperanza está perdida.
—No creo que ese sea el caso —le dijo Lynley.
Azhar le miró. Lynley vio lo oscura que tenía la piel bajo los ojos, en gran contraste con el blanco de los globos oculares, atravesados de líneas rojas. Desde que Lynley estaba en Italia, al hombre cada día se le veía peor que el día anterior.
—¿Qué parte? —le preguntó Azhar—. ¿Lo de que la madera haga milagros o lo de la esperanza?
—Las dos —contestó—. Cualquiera de ellas.
—Sabe algo —adivinó Azhar—. Si no, no habría venido.
—Prefiero hablar contigo cuando también esté Angelina. —Y cuando vio el terror momentáneo que sufren todos los padres que tienen un hijo desaparecido cruzar la cara de Azhar, Lynley aclaró—: No es ni bueno ni malo —se apresuró a decir—. Solo es un avance. ¿Vienes conmigo?
Ambos se dirigieron al hospital. Estaba fuera de la gran muralla de Lucca, pero fueron a pie porque el camino no era muy largo. Como siguieron la muralla durante una parte del paseo, bajo los grandes árboles que había sobre ella, se les hizo más corto y más agradable. Bajaron por uno de los baluardi con forma de diamante. Desde ese punto siguieron su camino por Via dell’Ospedale.
Cuando llegaron al hospital, lo hicieron a tiempo para ver a Lorenzo Mura y a Angelina saliendo juntos del centro sanitario. Ella iba en una silla de ruedas que empujaba un celador. Con gesto serio, Lorenzo caminaba a su lado. Vio a Lynley y a Azhar, que se acercaban. Entonces, le dijo algo al celador, que se detuvo.
Al menos había buenas noticias en ese aspecto, pensó Lynley: Angelina estaba lo bastante recuperada para volver a casa. Estaba muy pálida, pero parecía que eso era todo.
Cuando vio a Lynley y a Azhar acercarse a ella juntos, se hundió en la silla de ruedas como si eso pudiera evitar lo que fuera que venían a decirle. Lynley lo entendió inmediatamente. Azhar y él llegando juntos a verla… Estaría aterrorizada pensando que había ocurrido lo peor.
—Solo es información —le dijo rápidamente, y vio que tragaba saliva temblorosa.
Lorenzo fue quien habló.
—Ella quiere. Yo no.
Durante un momento de locura, Lynley pensó que se refería a la muerte de su hija a manos del secuestrador. Pero Lorenzo continuó y lo que quería decir quedó más claro.
—Dice que está mejor. Pero yo no lo creo.
Aparentemente había pedido el alta voluntaria del hospital. Tenía buenas razones, les dijo. Las posibilidades de coger una infección en un hospital eran mayores que los beneficios de estar al cuidado de las enfermeras por lo que no eran más que náuseas. Al menos, eso era lo que creía Angelina. Se volvió hacia su antiguo amante para que corroborara sus palabras:
—Hari, ¿quieres explicarle lo peligroso que es para mí quedarme aquí más tiempo?
Azhar no parecía que estuviera en disposición de situarse como intermediario entre la madre de su hija y el padre del siguiente hijo de esta, pero, después de todo, era microbiólogo y sabía un poco sobre la transmisión de las enfermedades.
—Hay riesgos en todas partes, Angelina. Aunque tienes cierta razón en lo que dices…
—Capisci? —le interrumpió dirigiéndose a Lorenzo.
—También es cierto que las dolencias asociadas al embarazo pueden ser peligrosas si no se tratan.
—Bueno, me las he tratado —dijo ella—. Ya puedo retener la comida…
—Solo minestra —murmuró Lorenzo.
—La sopa es algo —rebatió Angelina—. Y ya no tengo ninguno de los otros síntomas.
—No quiere escucharme —les dijo Lorenzo.
—Y tú no quieres escucharme a mí. No tengo síntomas. Era una gripe intestinal o el haber ingerido una comida en mal estado, o cualquier otra cosa de esas que solo duran veinticuatro horas. Ya estoy bien. Me voy a casa. Y tú eres el que está comportándose de forma ridícula.
La expresión de Lorenzo se oscureció, pero su reacción no fue más allá.
—Le donne incinte —le murmuró Lynley. A las mujeres embarazadas había que seguirles la corriente. Las cosas volverían a la normalidad, al menos en ese aspecto, cuando Angelina hubiera dado a luz a su hijo. En cuanto al resto de su vida juntos… Sabía que eso dependía de cómo acabara el asunto de la desaparición de Hadiyyah.
—¿Podemos hablar un momento? —les dijo—. Tal vez sea mejor dentro… —Y señaló las puertas del hospital. Había un vestíbulo al otro lado.
Todos estuvieron de acuerdo. Lynley procuró que se colocaran de forma que les diera bien la luz en la cara, para que pudiera leerles el rostro sin problemas cuando les contara lo que iba a decirles. Se había encontrado un coche en los Alpes Apuanos, les dijo, que, al parecer, había sufrido un accidente días atrás, aunque no sabrían exactamente cuándo hasta que el patólogo forense examinara el cuerpo del hombre que había aparecido cerca del vehículo. Aclaró rápidamente que no se había encontrado ningún cadáver de una niña en el lugar del accidente, pero como el coche en cuestión coincidía con la descripción del que habían visto aparcado en el área de descanso, con un hombre y una niña, se habían llevado el vehículo para examinarlo. Iban a buscar huellas de la niña, así como otras pruebas que pudiera haber de que Haddiyah había estado en el coche.
Angelina asintió algo aturdida.
—Capisco, capisco —dijo—. Lo entiendo. Necesitarán… —No pudo continuar.
—Me temo que sí —contestó Lynley—. Su cepillo de dientes, el cepillo del pelo, algo que nos dé una muestra de ADN. La policía necesitará buscar huellas suyas, tal vez en su dormitorio, para poder hacer comparaciones.
—Por supuesto. —Miró a Azhar y después apartó la vista para mirar por la ventana, donde unos cipreses italianos ocultaban el aparcamiento de la vista y había una fuente burbujeante en un rectángulo de gravilla con bancos en sus cuatro lados—. ¿Qué te parece? —le preguntó a Lynley—. ¿Qué piensa… la policía?
—Van a investigar todo lo que tenga que ver con el hombre cuyo cuerpo encontraron allí.
—¿Saben…? ¿Se puede distinguir…?
—Llevaba identificación —contestó Lynley. Y ahí llegaba la parte importante: sus reacciones cuando dijera el nombre—. Roberto Squali —dijo—. ¿Les suena el nombre?
Pero no hubo nada. Tres caras sin expresión y un intercambio de miradas entre Lorenzo y Angelina, en el que se preguntaban sin palabras si alguno de los dos lo conocía. Azhar repitió el nombre. Pero parecía más un esfuerzo por recordarlo que un intento de fingir que no sabía quién era ese hombre.
Lo que viniera después, tendría que llegar a raíz del trabajo de la policía italiana, se dijo Lynley. O bien, o bien que Barbara lograra descubrir algo en Londres.
No les quedaba más que esperar.