1 de mayo

Lucca, la Toscana

En la cocina de la Torre Lo Bianco, Salvatore contempló cariñosamente la interacción entre sus dos hijos y su nonna. La noche anterior era la que les tocaba pasar con su padre e, incidentalmente dado su domicilio actual, con su nonna. Y la madre de Salvatore estaba aprovechando al máximo la presencia de sus nipoti.

Les había servido un desayuno que consistía principalmente en dolci, lo que, por supuesto, habría sido recibido con escandalizadas protestas de Birgit. Había hecho una vaga concesión a la nutrición con cereale e latte —al menos había elegido copos de salvado, pensó Salvatore—, pero después había traído los pasteles y las biscotti. Los niños habían devorado más de lo que era saludable para ellos, y ya estaban mostrando los efectos de haber tomado demasiado azúcar. Por su parte, su nonna les estaba acosando con preguntas.

¿Iban a misa todos los domingos? ¿Habían ido a la iglesia en Jueves Santo? ¿Pasaron tres horas de rodillas el Viernes Santo? ¿Cuándo fue la última vez que recibieron el santo sacramento?

A todas esas preguntas, Bianca contestó bajando la mirada. Y Marco con una expresión tan seria que Salvatore se preguntó dónde habría aprendido a dominarla así. De camino al colegio les dijo que mentirle a su nonna iba a ser el tema número uno la próxima vez que fueran a confesarse.

Antes de dejarles en la Scuola Dante Alighieri, le dijo a Bianca que habían encontrado a su amiga Hadiyyah Upman. Le aseguró que la niña estaba bien, pero pasó unos minutos cerciorándose de que Bianca entendía —«anche tu, Marco», añadió— que nunca, nunca en la vida, debían creer a nadie, aunque se lo jurara por su alma inmortal, que les dijera que debían acompañarle por la razón que fuera. Si esa persona no era su nonna, su mamma o su papà, debían gritar para pedir ayuda y no dejar de gritar hasta que alguien viniera a socorrerlos. Chiaro?

El amor de Hadiyyah Upman por su padre había sido su perdición. Le echaba mucho de menos y ningún correo electrónico de su tía fingiendo ser su padre podía mitigar ese sentimiento. Todo lo que alguien tenía que hacer para ganarse su confianza era prometer a la niña que la llevaría con él. Gracias a Dios que había terminado al cuidado de la loca Domenica Medici. Podría haber encontrado un destino mucho peor.

Una vez que Hadiyyah y sus padres se reunieron en el hospital, Salvatore y el detective de Londres se separaron. El trabajo de Lynley como oficial de enlace había terminado y no quería inmiscuirse más en la investigación italiana.

—Le pasaré la información que recoja mi colega de Londres —le dijo. Él también volvía a Londres—. Buona fortuna, amico mio —le dijo al final—. Tutto è finito bene.

Salvatore intentó ser ecuánime. Ciertamente las cosas habían terminado bien para el inspector Lynley. Pero a él no le habían resultado nada bien.

Informó a il Pubblico Ministero en cuanto Lynley y él se separaron. Fanucci, pensó, querría saber que habían encontrado a la niña sana y salva. También asumió que querría saber lo que Hadiyyah había dicho: lo de la tarjeta supuestamente con la letra de su padre, que Roberto Squali utilizó su apelativo, y sobre todo lo que esos dos hechos sugerían quién era el culpable de su desaparición. Después de todo, no había dicho ni una palabra de Carlo Casparia.

Lo que no esperaba fue la reacción de Fanucci a lo que percibió como un acto de rebeldía por parte de Lo Bianco. Le había apartado del caso, ¿no? Le había dicho que le iba a encargar la investigación a otro oficial, nevvero? Entonces, ¿por qué había ido a los Alpes Apuanos cuando debería estar sentado en su despacho esperando la llegada de Nicodemo Triglia, que era quien se iba a ocupar del caso ahora?

—Piero —dijo Salvatore—, con la seguridad de alguien pendiendo de un hilo, ¿no esperarías que no hiciera nada con una posible información de su paradero? Era algo de lo que había que ocuparse de inmediato.

Fanucci reconoció que Topo había devuelto la niña a sus padres ilesa, pero esas eran todas las felicitaciones que iba a recibir por su parte.

—A pesar de lo ocurrido —dijo—, ahora todo pasa a manos de Nicodemo, y tu trabajo es darle todo lo que tengas.

—Permíteme pedirte que reconsideres tu decisión —pidió Salvatore—. Piero, nuestra última conversación acabó mal. Por mi parte, te pido disculpas. Solo quiero…

—No me lo pidas, Topo.

—Que me permitas ocuparme de los últimos detalles. Hay un asunto muy curioso que tiene que ver con una tarjeta de felicitación y con el uso de un nombre especial que tenía la niña… El amante de la madre insiste en que el padre debe ser investigado antes de que salga del país. Déjame decirte, Piero, que no es que tenga mucha confianza en lo que dice el amante, pero creo que hay algo más detrás de todo esto.

Pero Fanucci no quería saber nada.

Basta, Topo. Tienes que entenderlo. No puedo permitir que alguien se rebele en el curso de una investigación. Así que conténtate con esperar la llegada de Nicodemo.

Salvatore conocía a Nicodemo Triglia, un hombre que no había perdonado su pisolino de la tarde ni una vez en toda su carrera. Tenía una barriga del tamaño de un jabalí de Umbría y nunca pasaba delante de un bar sin pararse a tomar una birra, dedicando sus buenos treinta minutos a saborearla.

Salvatore rumiaba eso en la questura mientras esperaba a que la vieja cafetera llena de manchas acabara de hacer el café sobre el hornillo de dos fuegos de la pequeña cocina. Cuando terminó, se sirvió una taza del líquido viscoso, le echó un terrón de azúcar y observó cómo se disolvía. Se lo llevó hasta la ventanita que tenía la habitación y miró por ella la vista que daba al parcheggio de los vehículos policiales. Los estaba mirando sin verlos cuando una de sus agentes le interrumpió.

—Tenemos una identificación —dijo una voz de mujer.

Salvatore estaba tan absorto en sus pensamientos que, cuando se giró, no recordó el nombre de la agente. Solo un chiste obsceno que había leído en el baño de los hombres sobre la forma de sus pechos. Se había reído al leerlo en su momento, pero ahora le dio vergüenza. Era muy concienzuda en su labor, como tenía que ser. No era fácil para ella hacer ese trabajo, que llevaba tanto tiempo monopolizado por los hombres.

—¿Qué identificación? —le preguntó. Vio que llevaba una foto e intentó recordar por qué los agentes estaban enseñando fotos y a quién.

—Casparia, señor —dijo ella—. Fue este el hombre que vio.

—¿Dónde?

Ella le miró extrañada.

Non si ricorda? —le preguntó sorprendida. Pero continuó apresuradamente porque se dio cuenta de que su pregunta sonaba poco respetuosa. Parecía tener unos veinte años, pensó Salvatore, y probablemente pensaría que sus provectos cuarenta y dos habían empezado a afectarle a la memoria—. Giorgio y yo…

Y en ese momento lo recordó. ¡Los agentes que habían llevado las fotografías a la cárcel para que las viera Carlo Casparia! Eran las fotos de los jugadores de fútbol del equipo de Lucca y las de los padres de los niños que entrenaba Lorenzo Mura. ¿Y Carlo Casparia había reconocido a alguien? Eso era un descubrimiento extraordinario.

Extendió la mano para coger la foto.

—¿Quién es? —le pregunto.

Ottavia se llamaba, recordó. Ottavia Schwartz, porque su padre era alemán, había nacido en Trieste… Y de repente su mente se llenó de información inútil. Miró la foto. El hombre parecía tener más o menos la edad de Lorenzo Mura y con un solo vistazo supo por qué el drogadicto le recordaba. Tenía las orejas como caracolas. Sobresalían de su cabeza en toda su gloria amorfa, y la luz las traspasaba como si hubiera una linterna colocada justo detrás de ellas. Ese hombre habría resultado inolvidable en compañía de cualquiera. Tal vez acababan de tener un golpe de suerte, se dijo. Repitió la pregunta y vio que Ottavia se mojaba el índice con la lengua y abría una pequeña libreta.

—Daniele Bruno —dijo—. Es centrocampista en el equipo local.

—¿Qué sabemos de él?

—Nada por ahora. —Y cuando él levantó la cabeza como un resorte, ella empezó a hablar rápidamente—. Giorgio está con ello. Está recopilando información para que usted…

Pareció sobresaltarse cuando Salvatore se acercó y cerró la puerta de la diminuta cocina. Y quedó aún más impresionada cuando le habló en voz baja y con urgencia.

—Escúchame, Ottavia, tú y Giorgio… No le deis esa información a nadie aparte de a mí. Capisce?

Sì, ma…

—No necesitas saber más. Lo que encontréis, dádmelo a mí.

Sabía la dirección que tomarían las cosas si Nicodemo Triglia se enteraba de la información que acababa de revelarle Ottavia. Ya estaba escrito en el cielo y lo había visto en las poco agraciadas facciones de Piero Fanucci. Inmediatamente se le ocurrió el «gran plan» para salvarle la cara a Piero. Y, llegados a ese punto, solo había una forma de que pudiera llevarlo a cabo, porque lo que le había ocurrido a Hadiyyah Upman no tenía nada que ver con el principal sospechoso que tenía Piero. Así que este solo podía salvar su imagen ocultando la información, para ganar tiempo hasta que los tabloides encontraran otras historias que perseguir y la emoción por la devolución de la niña a sus padres quedara atrás. Entonces liberarían a Carlo para que volviera a su vida, y la vida de todos los demás —especialmente la de Piero— podría continuar sin contratiempos.

Ottavia Schwartz frunció el ceño, pero preguntó si el inspector jefe quería que pasara sus notas a un informe que después le entregaría. Le dijo que no.

—Pásamelas como están —le dijo— y olvida la conversación que acabamos de tener.

Lucca, la Toscana

Lynley no volvió a ver a Taymullah Azhar hasta el desayuno. El pakistaní había ido a la Fattoria de Santa Zita para estar con su hija una vez que realizaron todos los exámenes pertinentes a la niña. Como oficial de enlace no era necesario que Lynley los acompañara. Pero no se había quedado tranquilo tras el rescate de Hadiyyah y las acusaciones de Lorenzo Mura. Por un lado, su trabajo había terminado. Pero, por otro, seguía teniendo preguntas y le pareció razonable hacérselas a Azhar cuando los dos se encontraron ante el bufé del desayuno de la signora Valera echándose cereales en un cuenco.

—Todo bien, espero —comenzó diciendo.

—Nunca podré agradecérselo lo suficiente, inspector Lynley —le dijo Azhar—. Sé que su presencia aquí se debe también a todo lo que ha hecho Barbara, y tampoco podré agradecérselo lo bastante a ella. —Y entonces respondió a su pregunta—. Hadiyyah está bien. Angelina no tanto.

—Es de esperar que ahora mejore su estado.

Azhar se acercó a su mesa y pidió educadamente a Lynley que se sentara con él. Sirvió café para los dos de una jarrita de loza blanca.

—Hadiyyah nos ha contado algo sobre una tarjeta —le contó Lynley cuando se sentó—. Era una tarjeta de felicitación que ese hombre, Squali, le dio en el mercado, antes de que se fuera con él. Me dijo que contenía un mensaje que decía que fuera con él porque tú la estarías esperando.

—A mí también me lo ha contado —confesó Azhar—. Pero no sé nada de esa tarjeta, inspector Lynley. Si de verdad existe…

—Creo que sí.

Lynley le contó al padre de la niña que tenían las fotografías de las turistas y que había unas en las que se veía primero una tarjeta con una cara sonriente en manos de Roberto Squali y después la misma tarjeta en la mano de Hadiyyah.

—¿Has visto la tarjeta, inspector? —preguntó entonces Azhar—. ¿Estaba entre las pertenencias de Hadiyyah en el lugar donde la encontraron?

Eso Lynley no lo sabía. Si la habían encontrado, estaría en manos de los carabinieri que habían llegado primero al convento y que se habían llevado a Domenica Medici. Los policías italianos habrían registrado el lugar buscando cualquier cosa que tuviera que ver con la niña.

—¿Quién más sabía lo de la desaparición de Hadiyyah? —le preguntó Lynley—. Hablo de cuando desapareció de Londres el pasado noviembre. ¿Quién más lo sabía, aparte de Barbara y yo?

Azhar le dio los nombres de las personas a las que se lo había dicho durante las primeras semanas: colegas del University College London, amigos del campo de la microbiología, los padres de Angelina, su hermana Bathsheba y la familia de Azhar, que se enteró mucho después, cuando Angelina y Lorenzo llegaron a Londres e insistieron en que él había raptado a Hadiyyah del mercado de Lucca.

—Dwayne Doughty también sabía lo de la desaparición, ¿no es así? —Lynley observó detenidamente la cara de Azhar cuando pronunció el nombre del investigador privado de Londres—. Nos lo ha dicho Michelangelo Di Massimo, un investigador de Pisa que Doughty contrató para encontrar a Hadiyyah.

—¿El señor Doughty…? —preguntó Azhar—. Pero yo contraté a ese hombre para intentar encontrar a Hadiyyah justo al principio, nada más desaparecer, y me dijo que no había rastro de ella, que Angelina no había dejado ninguna pista desde Londres a… donde quiera que hubiera ido. Y ahora me dices… ¿qué? ¿Que él descubrió que Angelina había venido a Pisa? ¿Que ya lo sabía el invierno pasado? ¿Y por qué me dijo que no había ni rastro?

—Cuando te dijo que no había ni rastro de ellas, ¿qué hiciste?

—¿Y qué podía hacer? No hay padre reconocido en el certificado de nacimiento de Hadiyyah. Nunca se hizo ninguna prueba de ADN. Angelina podría haber dicho que cualquiera era el padre de mi hija y, sin una orden judicial y sin esos análisis, también podría decirlo ahora mismo. Así que, ya ves, aunque alguien hubiera querido ayudarme, yo no tenía ningún derecho legal. Solo los derechos que Angelina había querido darme. Y esos derechos me los arrebató cuando se llevó a Hadiyyah.

—Si ese es el caso —dijo Lynley serenamente, cogiendo un plátano que se puso a pelar sobre su plato—, entonces secuestrar a Hadiyyah podría haber sido tu única opción, si conseguías encontrarla.

Azhar le examinó detenidamente, sin dar ninguna señal de indignación o que fuera a protestar.

—¿Y habría hecho eso y después la habría llevado conmigo de vuelta a Londres? ¿Y qué habría ganado con eso, inspector Lynley? —Azhar esperó, y como no recibió respuesta, prosiguió—: Déjame que te diga lo que habría ganado: la enemistad eterna de Angelina. Créeme, no sería tan estúpido por mucho que quisiera, y quiero, que mi hija vuelva a casa conmigo.

—Pero alguien se la llevó del mercado, Azhar. Alguien le prometió que iría a verte. Alguien escribió una tarjeta para que ella la leyera. Alguien la llamó khushi. El hombre que se la llevó dejó un rastro tras de sí, uno que lleva a Michelangelo Di Massimo. Y Di Massimo nos ha dado el nombre de Dwayne Doughty en Londres.

—El señor Doughty me dijo que no había encontrado ni rastro de ellas —repitió Azhar—. Si eso no era cierto… Si él supo todo el tiempo que no era cierto… —Le temblaron un poco las manos al servirse más café. Fue la primera indicación de que algo estaba pasando en su interior—. En ese caso…, me gustaría ajustarle las cuentas a ese hombre, inspector. Pero, gracias a lo que hizo, lo que pretendía o lo que intentó, Angelina y yo hemos hecho por fin las paces. El miedo terrible que hemos pasado de perder a Hadiyyah… ha traído algo bueno al final.

Lynley se preguntó cómo el secuestro de una niña podría producir un buen resultado, pero solo inclinó la cabeza para que Azhar continuara.

—Hemos acordado que Hadiyyah necesita a sus dos padres —le dijo— y que ambos debemos formar parte de su vida.

—¿Y cómo puede llevarse eso a cabo si tú vives en Londres y Angelina en Lucca? —le preguntó Lynley—. Perdona que te lo diga de esta forma, pero su situación en la Fattoria de Santa Zita parece bastante definitiva en este momento.

—Lo es. Angelina y Lorenzo se casarán pronto, tras el nacimiento del bebé. Pero Angelina está de acuerdo en que Hadiyyah pase sus vacaciones conmigo en Londres.

—¿Y eso es suficiente para ti?

—Nunca será suficiente —admitió—. Pero al menos puedo encontrar cierta paz con este acuerdo. Se vendrá conmigo el 1 de julio.

South Hackney, Londres

Barbara encontró el lugar de trabajo de Bryan Smythe, a la vez que su domicilio. No estaba lejos de Victoria Park, en una casa adosada que parecía estar en ruinas. Las casas de por allí estaban construidas de ese ladrillo londinense que había por todas partes, pero extraordinariamente sucio en este caso. Los lugares en que las casas no parecían en peligro de derrumbe inminente, estaban cubiertas de cien años de mugre y de guano, y la madera de las ventanas estaba podrida y llena de grietas. Pero Barbara descubrió muy pronto que todo eso solo era una forma muy inteligente de camuflaje. Porque Bryan Smythe, al parecer, era el propietario de seis casas de una misma hilera y aunque las cortinas que colgaban de las ventanas parecían el regalo malintencionado de un hermano envidioso, al cruzar la puerta todo era muy diferente.

Estaba esperándola, claro. Emily Cass le había advertido. Lo primero que le dijo a Barbara fue: «Es usted de la Met, supongo», y la miró de arriba abajo. Su expresión facial no cambió cuando leyó el mensaje de su camiseta: NINGUNA RANA NECESITA UN BESO. Barbara se dio cuenta. Se le daba bien disimular, decidió.

—Sargento detective Barbara Havers —añadió él—. No me equivoco, ¿verdad?

—La última vez que miré, así era —le dijo, y le apartó con el codo para entrar en la casa.

El lugar se abría como una galería en ambas direcciones, con varios grandes lienzos de arte moderno en las paredes y estructuras de metal que representaban sabe Dios qué retorciéndose sobre las mesas. Había unos pocos muebles de cuero y alfombras escogidas con buen gusto, bajo las que brillaba un bonito suelo de madera. El hombre en cuestión no tenía nada de especial, y mucho menos que destacar: era de lo más corriente, excepto por la caspa, que era extraordinaria y copiosa. Se podría esquiar sobre sus hombros. Estaba tan pálido como alguien que se codeara regularmente con muertos vivientes. Parecía desnutrido. Demasiado ocupado pirateando la vida de los demás para comer, pensó Barbara.

—Bonita guarida —le dijo mientras daba una vuelta por el lugar—. Parece que el negocio te va bien.

—Hay épocas buenas y épocas malas —respondió él—. Trabajo como experto tecnológico independiente para varias empresas, y ocasionalmente también para algunas personas que me lo solicitan. Me ocupo de que sus sistemas sean seguros.

Barbara puso los ojos en blanco.

—Por favor. No he venido aquí para perder tu tiempo, ni el mío. Sé que sabes quién soy y lo que está pasando. Así que vayamos al grano: estoy más interesada en Doughty que en ti, Bryan. ¿Puedo llamarte por el nombre, Bryan? Espero que sí. —Paseó por aquel espacio, que parecía una galería de arte, y se detuvo delante de un lienzo enteramente pintado de rojo con una sola línea azul en la parte de abajo. Parecía una propuesta para una nueva señal de tráfico de la UE. Decidió que prefería seguir sin tener ni idea de arte moderno. Se volvió de nuevo hacia Smythe—. Obviamente podría empapelarte, pero ahora mismo no quiero jugar esa carta.

—Puede intentar lo que quiera —le dijo Smythe alegremente. Cerró la puerta detrás de ella y echó el cerrojo. Supuso que tenía más que ver con el valor del arte de las paredes que con su presencia. Prosiguió diciendo—: Analicemos los hechos. Si usted me encierra, volveré a salir dentro de veinticuatro horas.

—Supongo que es cierto —admitió—. Pero a tus clientes habituales puede que no les guste mucho leer en los periódicos o escuchar en la tele que a su «experto en seguridad tecnológica» le han confiscado su equipo para que los técnicos de New Scotland Yard hagan un análisis concienzudo que no pinta nada bien. Podrás, por lo que dices, hacerte con un sistema nuevo antes de que nuestros forenses tengan tiempo de desempaquetar tus pertenencias en algún sótano lleno de telarañas de Victoria Street. Pero supongo que te costará más recuperarte de lo mal que le sentará al negocio la mala publicidad.

La miró fijamente. Ella observó sus obras de arte. Cogió una escultura que había en una mesa de cristal macizo e intentó averiguar qué era. ¿Un pájaro? ¿Un avión? ¿Un monstruo prehistórico? Miró la escultura y después a él. Entonces preguntó:

—¿Debería saber qué demonios es esto?

—Debería saber que será mejor que tenga cuidado con ella.

Barbara hizo como que la dejaba caer. Él dio rápidamente un paso hacia delante. Ella le guiñó un ojo.

—¿Sabes, Bryan? Nosotros, la pasma, somos unos ignorantes en lo que respecta al arte. Pero somos mucho mejores haciendo ya sabes qué, sobre todo en el caso de los compañeros que vienen a llevarse las pertenencias para su inspección.

—Mi arte no tiene nada que ver con…

—¿Con tu trabajo? ¿Eso del experto tecnológico? Supongo que no, pero los que vengan con la orden judicial en sus sucias manos… —Volvió a colocar la escultura con cuidado en la mesa—. Ellos no lo van a saber, ¿no crees?

—¿Y qué orden judicial cree que va a…?

—Emily Cass te ha delatado. Ya lo sabes, Bryan. Cuando se sintió acorralada, era lo único que podía hacer para salir indemne. Tú te dedicas a las cuentas bancarias, los registros telefónicos, móviles, viajes, tarjetas de crédito y Dios sabe qué más. ¿De verdad crees que el magistrado local no va a querer saber qué ocurre cada vez que te sientas ante tu teclado y te pones en contacto con tus colegas tan bien situados? ¿Y dónde tienes ese teclado, por cierto? ¿Hay un botón mágico en alguna parte que abre una puerta secreta y la pared se aparta a un lado para revelar unas escaleras que bajan al sótano?

—Ha visto demasiadas películas.

—Lo reconozco —admitió—. Bueno, ¿y qué vas a hacer entonces?

Él lo pensó. No sabía que ella había decidido hablar con Azhar antes de informar a Lynley o a ninguna otra persona sobre lo que fuera que descubriera. Tampoco sabía que estaba decidida a ver a su vecino pakistaní en persona para poder mirarle directamente a la cara antes de nada. Ni que ella no podía creer ni por un momento que Azhar podría haber puesto en peligro a su hija, asustarla o hacer cualquier cosa que le hiciera daño para mantenerla con él o para apartarla de su madre. Pero esos billetes a Pakistán sugerían lo peor y hasta que no hablara con él y viera lo que había en su expresión o en sus ojos, el nivel de desesperación de Barbara era tal que incluso permanecer serena en presencia de ese Smythe le estaba costando una barbaridad.

—Venga conmigo —dijo el informático al fin—. Al menos podré aclararle una cosa.

Cruzó la galería e hizo deslizar unas puertas correderas para abrirlas. Al otro lado, en una sala de tamaño similar a la galería, había una hilera de ventanales de doble cristal, que costaban un riñón, con vistas a un jardín. El jardín estaba precioso, lleno de flores primaverales, y delimitado con unos cerezos ornamentales que estaban floreciendo. Sobre un césped perfecto había un perfecto cenador blanco. Y delante, un estanque rectangular con nenúfares, y una fuente en el centro.

La habitación en la que entraron era su lugar de trabajo y no podía parecerse menos a la versión cinematográfica de la guarida de un loco de los ordenadores. En las películas, el pirata informático se encerraba en un sótano en el que la única luz provenía de los monitores de la multitud de ordenadores que le rodeaban. En la realidad de Bryan Smythe había un ordenador portátil en un bonito escritorio de acero inoxidable que miraba al jardín. A lado del portátil había tres lápices de memoria en un soporte. En otro soporte había lápices afilados; en otro, bolígrafos. Al lado del portátil había un cuaderno inmaculado, una pluma estilográfica de diseño muy cara y una impresora.

Aparte de eso, la habitación se convertía en una cocina modernísima en un extremo y en un centro de entretenimiento de tecnología punta en el otro. Unos altavoces en el techo revelaban que tenía sonido envolvente. Y todo ello hablaba de cantidades inmensas de pasta.

Barbara silbó, aunque no emitió sonido alguno.

—Bonito jardín —dijo, y se acercó a la ventana para mirar, mientras su mente se ponía en acción intentando decidir cuál era la mejor forma de sacarle información—. Estás pensando en presentarte al Chelsea Flower Show, ¿eh?

—Me gusta tener algo agradable que mirar —dijo, y el leve énfasis que puso en el adjetivo le indicó a Barbara que ella no era una visión nada grata para sus sensibles ojos—. Mientras trabajo, quiero decir —añadió—. De ahí la posición de la mesa.

—Siempre es una buena idea —reconoció—. Supongo que querrás que las cosas sigan así.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que ha llegado la hora de que tomes una decisión. Y voy a ser muy clara, por si acaso no lo he sido hasta ahora. Doughty es el pez que quiero pescar. Lo queremos para imputarle cargos de secuestro, por algo que organizó en Lucca, Italia. Tiene que ver con una niña inglesa de nueve años a la que su madre se llevó de su casa el pasado noviembre para irse a comer grandes cantidades de pasta, ya sabes lo que quiero decir. A Doughty le contrataron para localizarla, pero hizo mucho más que eso. La encontró, dijo que no lo había hecho y después lo organizó todo para que la secuestraran. Y con el tiempo necesitó que todos los registros quedaran limpios. Los registros que tenían que ver con la niña de nueve años, el momento en que se la llevaron originalmente, etc. ¿Me sigues por ahora?

En su boca apareció un gesto desdeñoso. Ella lo tomó como un sí y continuó.

—Si tú me confirmas eso, nuestra relación, me refiero a la que tenemos tú y yo, se habrá acabado, por muchísimo que me haya alegrado conocerte, que te aseguro que así ha sido. Si no quieres confirmármelo… —Agitó una mano—. La policía local, el magistrado de la zona y la Met estarán todavía más encantados que yo de venir a conocerte.

—Así que me está diciendo —le respondió— que, si confirmo esas teorías tan imaginativas que tiene sobre esa niña de nueve años, y que conste que no estoy confirmando nada, ¿no le dará mi nombre a la Met inmediatamente? ¿Ni a la policía local? ¿Ni a nadie?

—Bryan, pero qué listo eres. Eso es exactamente lo que acabo de decir. ¿Y bien? Cierto es que Doughty no va a querer utilizar tus servicios nunca más después de esto, pero es comprensible, ¿no? Un pequeño precio que pagar por continuar con tu negocio, diría yo.

Negó con la cabeza. Se acercó a la ventana para mirar al jardín. Por fin se volvió hacia ella y dijo:

—Pero ¿qué maldito tipo de policía es usted?

Le sorprendió la cantidad de odio que había tras esas palabras, pero consiguió mantener la expresión inmutable.

—¿A qué te refieres?

—¿Es que cree que no sé de qué va esto?

—¿Y de qué va?

—Hoy lo que quiere es confirmación y mañana querrá dinero. No transferido a alguna cuenta en la Isla de Man o metido en una cuenta de Guernsey o Dios sabe dónde, sino entregado en mano en un sobre en billetes de diez, de veinte y de cincuenta, y la semana siguiente querrá más, y al mes siguiente aún más, siempre con eso de: «¿de verdad quieres que la Met sepa de ti, colega?». Usted tiene las manos más sucias que las mías, zorra desgraciada. Y si cree que voy a…

—Frena un poco —le dijo al hombre, aunque notaba como le latían las sienes—. Te he dicho que a quien quiero es a Doughty. Eso es lo que quiero. Nada más.

—¿Y tengo que creer en su palabra? —Bryan se rio con un tono agudo que reveló la desesperación que sentía. A Barbara le pareció que eran como dos pistoleros sin futuro en el Salvaje Oeste, en la calle enfrente de la cantina, ambos sacando las pistolas oxidadas justo al mismo tiempo e intentando imaginar cómo poderse librar de la confrontación en vez de acabar en el suelo lleno de polvo con una bala en el pecho.

—Parece que los dos nos tenemos cogidos por los…, ya sabes, Bryan. Pero me parece que la que mejor agarrados los tiene soy yo. Te digo por última vez que lo que quiero es a Doughty y solo a Doughty, nada más. O te lo crees, o decides que prefieres arriesgarte, me acompañas a la puerta y después esperas a ver qué pasa.

Movió la mandíbula y apretó los dientes como si estuviera intentando comer algo de sabor desagradable. Ella le entendía. Sus dientes estaban más o menos igual.

—Se lo confirmo, como me ha pedido —dijo—. Limpié los registros de Doughty. Todo lo que tenía algo que ver con un tío que se llamaba Michelangelo Di Massimo. Todo lo relacionado con otro llamado Taymullah Azhar. Correos electrónicos, extractos bancarios, llamadas de teléfono, de móvil, transferencias, páginas web que había mirado, todo lo que había descubierto a través de un buscador que tuviera que ver con Lucca, Pisa o cualquier lugar de Italia. Todo lo que se le ocurra se limpió. Con toda la eficacia con que yo y unos cuantos… colegas de aquí y de allá actuamos siempre. ¿Suficiente?

—Una cosa más.

—Dios, ¿qué?

—¿Cuándo?

—¿Cuándo qué?

—¿Cuándo comenzaban todos esos registros?

—¿Y qué importa? Fui hasta el principio y me deshice de todo.

—Bien. Genial. Lo tenía claro. Lo que te pregunto es la fecha en que todos los registros que tenían que ver con Italia se limpiaron.

—¿Y eso que tiene que ver con…?

—Créeme. Tiene que ver.

Asombrosamente, Bryan hizo algo que era más propio de Dickens que de un pirata informático. Abrió un cajón y sacó una agenda de bolsillo. Empezó a pasar las páginas para remontarse en el tiempo. No encontró nada. Rebuscó en la mesa y sacó otra. Cuando lo hizo, Barbara sintió que se le hacía un nudo en el estómago.

—El pasado diciembre —dijo—. El 5. Ese día fue cuando empezó todo.

Dios, pensó Barbara. Antes de la desaparición de Hadiyyah en Lucca. Antes de todo.

—¿Todo? —preguntó—. ¿Qué se supone que es ese «todo»?

La sonrisita que puso Bryan contenía el triunfalismo justo para que a Barbara le quedara claro que había ganado la batalla, pero no la guerra.

—Supongo que eso lo podrá averiguar usted sola —dijo. Y después añadió—: Y si su siguiente parada es Bow, entonces le aconsejo que busque algo más.

—¿El qué? —le preguntó, aunque ya le costaba que los labios obedecieran sus órdenes.

—Una salida en caso de que todo falle, un plan de contingencia, como quiera llamarlo —le dijo—. Dwayne no tiene un pelo de tonto. Seguro que tiene uno.

—¿Y tú como lo sabes?

—Porque siempre lo tiene.

Bow, Londres

A Dwayne Doughty no le sorprendió verla. Y a Barbara tampoco le extrañó que así fuera. La operación Doughty-Cass-Smythe ya llevaba en funcionamiento bastante tiempo. Puede que todos se delataran unos a otros como ladrones de tercera esperando librarse de la policía, pero también avisaban a los demás de que lo habían hecho. Se preparó para la batalla con ese hombre. Quería ver cuál iba a ser la salida que había buscado el investigador.

—No ha tardado mucho desde South Hackney —le dijo, por si tenía alguna duda de dónde estaban puestas las lealtades de todo el mundo. Miró su reloj de pulsera—. Un cuarto de hora. ¿Ha encontrado todos los semáforos en verde o es que ha puesto la sirena?

—Veo que alguien ha levantado la liebre —le dijo Barbara—. Y como no llevo escopeta, creo que no estamos hablando de cazar.

—Su facilidad para las metáforas no deja de sorprenderme —replicó Doughty—. Pero una de las razones por las que Bryan Smythe ha trabajado alguna que otra vez para mí tiene mucho que ver con su talento para limpiar todo rastro que haya de que alguna vez ha estado a mi servicio.

—¿Significa eso que asume que la Met no tiene en nómina a gente cuyo talento es igual al del increíble Bryan? —le preguntó Barbara—. ¿O que ha llegado a la conclusión de que la Met no puede contactar con los policías de Italia, que también tendrán gente con mucho talento que se ocupará de los registros de Michelangelo Di Massimo? Parece creer que no ha quedado ni el más mínimo rastro gracias al poder mágico de Bryan de borrar sus maniobras. Mire, le voy a decir algo que he aprendido tras muchos años de lidiar con villanos de toda clase y condición: nadie piensa en todo. ¿Y eso de no dejar ni rastro? Siempre queda alguna ramita rota que alguien ha pasado por alto.

Inclinó la cabeza.

—Otra vez con las metáforas. De verdad que es asombroso. —Se arrellanó en la silla.

Era de esas que cedían cuando apoyabas peso en el respaldo y Barbara pidió al Cielo que se inclinara demasiado, se cayera y se diera un golpe en la cabeza que le dejara sin sentido en el suelo. Pero no hubo suerte. Lo que hizo fue hacer rodar la silla hasta el archivador y abrir el cajón de abajo. De él sacó un lápiz de memoria.

—Puede intentar eso de los policías de Italia, los técnicos de la Met y los expertos de ese país. Pero yo no se lo aconsejaría. Para seguir con esa afición suya a las metáforas, le diré que es un callejón sin salida.

Cuando Barbara vio el lápiz de memoria, supo que habían llegado a la salida en caso de que todo falle de la que Bryan Smythe le había hablado. No tenía más remedio que ver lo que tenía Doughty. Y para eso tendría que esperar un poco, a que quisiera revelárselo.

La invitó educadamente a sentarse. Le ofreció café, té o una galleta de chocolate en una engañosa demostración de buenos modales que era muy irritante.

—Vaya al grano de una maldita vez —le respondió, y siguió de pie.

—Como quiera —le dijo.

Conectó el lápiz de memoria a su ordenador.

Estaba bien preparado. Le llevó muy poco tiempo encontrar lo que quería. Pulsó tres o cuatro teclas, giró el monitor en su dirección y le dijo:

—Disfrute del espectáculo.

Era una película en la que las estrellas eran el propio Dwayne y Taymullah Azhar. Se desarrollaba en el despacho de Doughty. El detective le revelaba toda la información sobre el paradero de Hadiyyah en Italia, todo lo que había descubierto Michelangelo Di Massimo. Lo primero era lo de la Fattoria de Santa Zita, en las colinas que había junto a una ciudad llamada Lucca, que era la casa de un tal Lorenzo Mura, cuya aparente estupidez al transferir dinero desde Lucca a Londres para que Angelina pudiera financiar su abandono de Azhar había dejado un rastro, no solo de miguitas, sino de grandes trozos de foccacia. Era una cuenta secundaria, según le explicó Dwayne a Azhar, que no estaba a nombre de Angelina, sino de su hermana Bathsheba, que le había prestado su pasaporte a Angelina para salir del país el 15 de noviembre.

Barbara notaba los latidos de su corazón atronando en sus oídos. Pero dijo sin darle importancia:

—¿Y qué quiere demostrar con esto, Dwayne? Si no me equivoco, todo esto ya lo sabía. ¿Quiere que vea lo que le dijo a Azhar cuando yo no estaba presente? ¿Se supone que me va a impresionar con eso?

Doughty paró la grabación, congelándola en un fotograma.

—No parece usted tonta —le dijo—, pero me da la impresión de que le está fallando la vista. Mire la fecha de la grabación.

Y ahí estaba. El 17 de diciembre. Barbara no dijo nada, aunque sintió una gran alarma. Un hormigueo le recorrió los brazos hasta los dedos. Intentó mantener la expresión imperturbable, pero sabía que, si levantaba los brazos, vería cuánto le estaban temblando las manos.

Doughty buscó algo en la agenda que tenía en la mesa, una grande en la que estaban registradas todas las horas de la jornada laboral y todas las personas a las que había visto.

—Sé que usted es una persona ocupada, con una vida social que dejaría sin aliento a la reina de todas las fiestas, así que deje que le refresque la memoria. Nuestra última reunión, a la que asistimos el profesor, usted y un servidor, se realizó el 30 de noviembre. Por si no se le dan bien las matemáticas, esta reunión que acaba de ver entre ese tipo tan pedante y yo se produjo diecisiete días después. Para servirle de aún más ayuda, porque yo soy así de amable, deje que le recuerde un pequeño detalle de esa última reunión que tuvimos los tres. Le di al profesor mi tarjeta. Y le invité a ponerse en contacto conmigo si había alguna otra cosa en que pudiera ayudarle. Y el profesor lo entendió a la perfección.

—Qué chorrada —contestó Barbara—. ¿Qué es lo que entendió?

—Yo tenía una sensación muy extraña acerca del profesor, sargento. Las situaciones desesperadas, las medidas…, ya sabe el resto. Pensaba que tal vez podría servirle de más ayuda. Si le interesaba, claro. Y al parecer sí que le interesaba. —Dwayne se acercó al teclado y utilizó el ratón para buscar algo—. Y así estaban él… y sus intereses solo dos días después.

La localización y los personajes eran los mismos. Pero el diálogo era totalmente diferente. En el mundo de la exégesis crítica del cine se podría haber descrito como «un diálogo electrizante». En la realidad era una prueba fehaciente. Barbara contempló en un silencio asfixiante como Taymullah Azhar sacaba el tema del secuestro de su propia hija. ¿Podría hacerse? ¿Podría ese Michelangelo Di Massimo que le había mencionado arreglarlo de alguna forma? ¿Podría el italiano enterarse de los movimientos de Lorenzo Mura, Angelina y Hadiyyah? Si podía, ¿había alguna forma de separar a Hadiyyah de su madre con la promesa de llevarla con su padre?

Y la conversación entre Azhar y Dwayne Doughty seguía y seguía. En la grabación, el detective escuchaba comprensivamente con los dedos unidos bajo la barbilla y asintiendo cuando era necesario. Ese hombre era la viva imagen de la precaución y, sin duda, en su cabeza estaba calculando cuánto dinero iba a ganar si se involucraba en un plan de secuestro internacional.

Doughty solo decía en la grabación, con un tono que rozaba lo religioso:

—Yo solo puedo ponerle en contacto con el señor Di Massimo, profesor Azhar. Lo que usted y él decidan hacer… Obviamente mi trabajo para usted ha terminado y no quiero tener nada que ver en lo que suceda de ahora en adelante.

Oh, claro, pensó Barbara frunciendo el ceño. Cuando la grabación terminó, le dijo:

—Eso no es más que una sarta de mentiras.

A Dwayne no le afectó lo más mínimo su afirmación.

—Pues es lo que es —le dijo amablemente—. La cosa está así: usted intenta hundirme a mí y yo le hundo a él, Barbara. ¿Puedo llamarla Barbara? Tengo la sensación de que nuestra relación se va estrechando por momentos.

Sin embargo, la sensación que ella tenía era que la cosa iba a acabar en un enfrentamiento violento, cosa que quedaría clara si se lanzaba por encima del escritorio y estrangulaba al investigador.

—Toda esa historia del secuestro es absurda —dijo—. Una vez que ese Di Massimo encontró a Hadiyyah, todo lo que Azhar tenía que hacer era aparecer en la puerta de la casa de Angelina por sorpresa y exigir sus derechos como padre. Con Hadiyyah loca de alegría por verle, y Azhar de pie en el porche delantero o lo que sea que tengan allí, ¿qué iba a hacer Angelina Upman? ¿Ir de una fattoria, o como se llame, a otra, escondiéndose durante el resto de su vida?

—Eso habría sido lo más sensato —admitió Doughty—. Pero no ha notado, y yo diría que trabajando en lo que trabaja debería haberse fijado, que cuando las pasiones se llevan al límite, el sentido común tiende a salir rápidamente por la ventana.

—Secuestrar a Hadiyyah no le habría servido a Azhar para nada.

—Un secuestro en el jardín, como los habituales, no, ciertamente. Pero supongamos, entre usted y yo, Barbara, que no se tratara de un secuestro habitual. Supongamos que lo que ideó el profesor fue secuestrar a Hadiyyah porque sabía muy bien que lo primero que haría su madre en ese caso sería exactamente lo que hizo: venir a Londres con su novio de guardaespaldas pidiendo a gritos que le devolvieran a su hija. —Doughty se llevó las manos a la boca fingiendo lo horrible de la situación—. Pero, cuando llega a Londres, lo que se encuentra es que el profesor no tiene ni idea de que la niña haya desaparecido. «Dios mío, ¿la han secuestrado? —dice él—. Registra mi casa, mi despacho, mi laboratorio, toda mi vida, busca dónde quieras, porque yo no lo hice…», y todo lo demás. Mientras, se está desarrollando su plan de que Michelangelo Di Massimo se lleve a la niña, la esconda en un lugar seguro lejos de miradas indiscretas y después, cuando llegue el momento adecuado, la libere en una ubicación también segura, donde alguien que haya visto las noticias de su horrible secuestro pueda «encontrarla». Mientras, su padre va a Italia para ayudar en la búsqueda, demuestra su ansiedad poniendo carteles por todas partes tras haber establecido una coartada indestructible para el momento del secuestro, gracias a un congreso en Berlín al que hacía mucho que había confirmado su asistencia. Cuando aparece la niña, la reunión es muy emotiva, un regalo de Dios, etc. Y Azhar vuelve a tener acceso a su hija de nuevo, un acceso con la bendición de Angelina.

—Es ridículo —concluyó Barbara—. ¿Y por qué hacer algo tan complicado, Dwayne? Si ya habían encontrado a Hadiyyah, ¿por qué iba a querer Azhar secuestrarla? ¿Por qué aterrorizarla y ponerla en riesgo o hacer cualquier otra cosa que no fuera aparecer allí un día y exigir verla porque es su padre? Sabe dónde está. Y por lo que ha descubierto de Mura, también sabe que ellas no van a ir a ninguna parte.

—Sí, ya lo ha dicho antes —admitió Doughty—. Pero hay una cosita que se le olvida.

—¿Qué es…?

—La imagen completa.

—¿Que incluye qué?

—Pakistán.

—¿Qué? ¿Es que me está diciendo que el plan de Azhar era…?

—Yo no estoy diciendo nada. Solo que siga los indicios. No tiene un pelo de tonta, a pesar de lo que sienta por ese maquiavélico profesor. Hizo que la raptaran y, cuando llegara el momento oportuno, se la iba a llevar a Pakistán y desaparecer.

—Pero si es profesor de…

—¿Es que los profesores no cometen delitos? ¿Eso es lo que me está diciendo? Querida sargento, usted y yo sabemos que los delitos no son siempre obra de las masas iletradas. Y también sabemos que si el profesor se llevaba a su hija a Pakistán, la posibilidad de que su madre consiguiera recuperarla sería como una puerta cerrada con muchos cerrojos. Angelina podría quedarse allí aporreándola hasta que le sangraran las manos. ¿Intentar apartar a una niña de su padre en Pakistán? ¿Del padre pakistaní de la niña? ¿Del padre musulmán? ¿Cuántos derechos crees que le quedarían a esa pobre madre inglesa? Si es que lograba encontrarla, claro.

Barbara reconoció cuánta verdad había en sus palabras, pero aceptarla… Sabía que había otra explicación. También sabía que sentarse en ese despacho y hablar de esa explicación con Doughty era una tarea inútil. Solo una conversación con Azhar arrojaría luz sobre todo el asunto. Doughty estaba tan sucio como el filtro de una aspiradora. A eso era a lo que tenía que aferrarse.

Cuando Doughty volvió a hablar, fue como si le hubiera leído la mente.

—El profesor no es trigo limpio, sargento Havers —le dijo. Se apartó de su escritorio y volvió a guardar el lápiz de memoria en su archivador, que después cerró con llave. Se volvió hacia Barbara y le tendió las muñecas, fingiendo que se rendía—. Ahora puede llevarme a la comisaría esposado, y yo repasaré todo esto de nuevo con cualquiera que quiera escucharme. O puede empezar a buscar su caso donde realmente está: justo en el umbral de la puerta del profesor.

Victoria, Londres

Lynley llegó a Londres a primera hora de la tarde, tras soportar un vuelo desde Pisa que iba muy lleno. Había tenido que acomodar de la mejor manera posible sus más de dos metros de estatura en el asiento que había entre una monja que estaba rezando el rosario y un ejecutivo con sobrepeso y un periódico muy grande. Antes de salir de Lucca había ido a despedirse de Angelina Upman. Ella le confirmó todos los detalles que le había contado Azhar sobre cómo habían quedado las cosas entre ellos la noche anterior. Se habían concedido mutuamente el perdón y habían intercambiado además planes futuros para que Hadiyyah pudiera formar parte de la vida en Londres de ese padre que tanto adoraba. Solo Lorenzo Mura se había opuesto a esos planes. No le gustaba Azhar, no confiaba en él y consideraba que Angelina era tonta por pensar siquiera en permitirle tener acceso a su hija.

—Cariño, también es hija de Hari. —Pero eso no contentó a Mura. Salió como una tromba de la habitación soltando una bocanada de italiano enfurecido. Angelina suspiró—. No va a ser fácil —le dijo a Lynley—, pero quiero hacer lo correcto para todos.

Cuando estuvo con ella, Lynley pensó en la factura que le había pasado todo ese asunto a Angelina. Supuso que normalmente era una mujer muy hermosa, pero las circunstancias en las que se había visto temporalmente envuelta le habían robado su buena apariencia, dejándola demacrada, con el pelo lacio y profundas ojeras. Necesitaba recuperarse y tan pronto como fuera posible, para garantizar la vida que llevaba en su interior. Quiso decírselo, pero seguro que ella ya lo sabía. Así que simplemente le aconsejó: «Cuídate», y se fue.

Una vez en Londres, fue directamente al Yard. Allí se reunió con Isabelle Ardery para darle su informe. Había sido un buen final que todo hubiera culminado con el retorno sana y salva de Hadiyyah Upman con su madre. Ahora el asunto estaba en manos de la policía italiana, y en lo que respectaba a Lucca, no había nada más que hacer, porque il Pubblico Ministero sería quien decidiera sobre las pruebas que descubrieran el inspector jefe Salvatore Lo Bianco o quien fuera que le sustituyera en el caso.

—Le quitaron el caso ayer —explicó Lynley—. Él e il Pubblico Ministero no estaban de acuerdo en cómo enfocar las cosas.

Isabelle cogió el teléfono y le dijo:

—Que venga Barbara a informarnos también.

Lynley suspiró y se lamentó mentalmente cuando vio la apariencia de la sargento. Su pelo seguía siendo un desastre trasquilado y había vuelto a esa forma de vestir que ponía los pelos de punta a Isabelle. Al menos ese día se había abstenido de utilizar una camiseta con mensaje y había optado por un jersey. Pero el patrón horizontal en zigzag con colores eléctricos que tenía la prenda no realzaba sus encantos precisamente. Los pantalones, que le hacían bolsas en el trasero y en las rodillas, podría haberlos heredado de su abuela.

Lynley miró a Isabelle. Ella miró a Havers, después a él, y consiguió controlarse de una forma admirable.

—Sargento —saludó, y le hizo un gesto para que se sentara.

Barbara le lanzó una mirada a Lynley que él no entendió, aunque le dio la sensación de que ella pensaba que la habían llamado al despacho por algo malo. No era extraño. Muy pocas veces le pedían que acudiera allí por otra razón.

—Acabo de poner a la jefa al día sobre lo de Italia —empezó él.

—¿Y qué hay en cuanto a la ramificación en Londres de la investigación? —preguntó Isabelle.

Barbara pareció aliviada.

—Me parece, jefa, que esto va a acabar siendo una cuestión de la palabra de un mentiroso contra la de otro igual. —Colocó un tobillo cubierto por una zapatilla de lona roja en equilibrio sobre la rodilla opuesta, lo que dejó al descubierto un calcetín blanco estampado con pastelitos. Lynley oyó el suspiro de Isabelle. Barbara prosiguió. Doughty, les dijo, no negaba haber empleado a un pisano llamado Michelangelo Di Massimo para intentar localizar a Hadiyyah y a su madre. Pero aseguraba que lo había hecho con el consentimiento de Azhar, y que eso era todo lo que había hecho. Decía que todo el dinero que se había traspasado de una cuenta en Londres a una de un banco italiano, la de Di Massimo, era solo como pago por ese servicio. Pero resultó ser un servicio que no sirvió de nada, según Doughty. Di Massimo le dijo que el rastro desaparecía totalmente—. Supongo que ahora tenemos que decidir cuál de ellos es el que miente de verdad. Como Di Massimo tiene a los policías italianos tras sus pasos, supongo que será cuestión de esperar a ver qué sale de eso.

Isabelle no se había ganado su puesto de superintendente por no lograr ver dónde la red de una investigación tenía un par de agujeros.

—¿En qué momento el tal Taymullah Azhar se enteró del nombre de ese investigador privado italiano, sargento?

—Nunca, jefa, por lo que yo sé —respondió Barbara—. Al menos no antes de que el inspector aquí presente, junto con la policía italiana, le encontraran. Y eso es justo el meollo del asunto, ¿no? —Antes de que Isabelle respondiera, continuó—: El SO12 ha estado vigilando a Azhar, por cierto. Y está limpio.

—¿El SO12? —preguntaron Lynley e Isabelle simultáneamente.

Fue ella quien prosiguió.

—¿Qué tiene que ver el SO12 con esto, sargento?

Barbara explicó que ella había querido explorar todas las vías y —«Admitámoslo, jefa, como usted misma acaba de decir, una de esas vías era Azhar»— por eso había tenido una charla con el inspector jefe Harry Streener para saber si su equipo había investigado a Azhar por alguna razón. Azhar estaba en Berlín en el momento del secuestro, y eso no pintaba bien, así que había supuesto que, si había algo cuestionable en todo ese asunto, el SO12 lo habría encontrado.

—Azhar es microbiólogo, jefa. Y musulmán. Y pakistaní. Así que los chicos del SO12… Ya sabe cómo son. Supuse que si hubiera algo que desenterrar sobre él, ellos ya habrían empuñado la pala.

Pero no había nada, repitió Havers. Su conclusión era la misma que la del inspector Lynley. Era mejor dejar todo ese lío en manos de la policía italiana.

—Entonces póngame por escrito su informe final, sargento —ordenó Isabelle—. Y tú también, Thomas. —E indicó que la reunión había acabado señalándoles la puerta.

Pero antes de que Lynley pudiera salir detrás de Barbara, Isabelle le llamó por su nombre. Él se giró y ella levantó un dedo que indicaba que debía quedarse donde estaba. Y con un gesto de la cabeza le dijo que cerrara la puerta.

Él volvió a la silla en la que estaba un momento antes. Lynley observó a la superintendente. Sabía lo bien que se le daba ocultar cosas —sobre todo lo que había en su mente y en su corazón—, así que esperó a oír lo que quería decirle, porque sabía que era muy poco probable que pudiera adivinarlo.

Ella abrió el cajón de su mesa. Él inspiró bruscamente. Isabelle bebía, y él lo sabía. Ella creía que tenía el problema bajo control. Aunque él no. La superintendente era consciente de lo que Thomas pensaba, pero también del acuerdo tácito que había entre ellos: él no la traicionaría siempre y cuando ella no bebiera en Victoria Street ni en el trabajo, si este exigía que fuera a alguna otra parte. Pero vio que le temblaban un poco las manos y Lynley dijo su nombre.

Ella le miró fijamente.

—No soy tan tonta como crees, Tommy. Y tengo las cosas bajo control —aseguró, como era de esperar.

En vez de una botella, sacó del cajón un tabloide doblado, lo abrió, lo estiró y empezó a pasar páginas.

Lynley vio que era The Source, el más insidioso de todos los tabloides de Londres. No le gustó lo que podía suponer que Isabelle tuviera guardado ese periódico en su mesa y que hubiera hecho salir a Barbara Havers para hablar a solas con él. Eran malas señales. Y se convirtieron en realidad cuando encontró lo que buscaba y giró el periódico para que él viera lo que la preocupaba.

Buscó en la chaqueta sus gafas, aunque la verdad era que no las necesitaba, al menos no para leer el titular de la historia: «Los lazos del padre desnaturalizado con la Met». Ocupaba toda la parte superior de las páginas cuatro y cinco. Lo acompañaba una foto de Taymullah Azhar, insertada dentro de otra más grande de una reyerta en una calle de Londres. En ella se veía a un adolescente con uniforme escolar gritando, un hombre furioso que parecía tener sesenta y muchos años, una mujer que parecía asustada con un shalwar kameez y un pañuelo en la cabeza, y a Barbara Havers intentando agarrar al anciano para que soltara al chico mientras la mujer del pañuelo en la cabeza intentaba, a su vez, apartar al chico del hombre. El anciano estaba intentando meter al chico en un coche con la puerta de atrás abierta.

Lynley ojeó la historia, que era típica de The Source. Llevaba una firma que conocía bien: Mitchell Corsico. Estaba escrito casi telegráficamente, muy al estilo de The Source. Era una crónica de una supuesta exclusiva: el reportero decía haber descubierto una conexión muy íntima entre una sargento de la Met y el padre desnaturalizado cuya hija había sido raptada en Italia recientemente. Esta policía de la Met, amables lectores, al parecer era una presencia constante en la vida del padre desnaturalizado, además de en la de la esposa abandonada en Ilford y en la de la amante, que era la madre de la niña desaparecida. Vivían puerta con puerta, al parecer, en un barrio al norte de Londres. Tenían residencias separadas, pero en la misma propiedad, bajo la mirada atenta de los vecinos, que habían estado encantados de expresar sus opiniones sobre el tema del educado profesor de universidad y lo que parecía ser un verdadero harén de mujeres deseosas de compartir su tiempo con él.

El artículo seguía el mismo patrón que tantas otras historias que aparecían en ese tabloide todos los días. Su trabajo consistía, desde hacía generaciones, en destruir reputaciones. Una semana convertían a alguien en un héroe, en una víctima de la que hay que compadecerse, el afortunado ganador de la lotería, un gran éxito en el campo del arte, o un hombre hecho a sí mismo…, para, a la semana siguiente, destrozarle, cuando algún amigo ofendido o algún colega que tuvo en cierto momento de su vida salía de su vertedero de basura personal para contar «hechos reveladores» sobre esa persona. Por un módico precio, claro.

Lynley levantó la vista cuando acabó de leer el artículo. No supo qué decir, pues no estaba seguro de lo que Isabelle sabía de Barbara y Taymullah Azhar. Ni tampoco de lo que sabía él, tuvo que admitir.

—¿Qué puedo pensar al ver eso, Tommy? —preguntó.

Lynley se quitó las gafas y las volvió a guardar en el bolsillo de su chaqueta.

—Me parece una oficial de la policía que intenta mediar en una reyerta para que un anciano no le dé una paliza a un adolescente.

—Oh, eso ya lo veo. Incluso me puedo convencer de que todo lo que esa foto ilustra es un momento en que la sargento Barbara Havers se encontró con un conflicto en la calle y se prestó a solventarlo, como la buena samaritana que todos sabemos que es. Y no me importaría hacerlo, pero lo que me lo impide es que ese adolescente es el hijo de Taymullah Azhar. Eso sin mencionar que el anciano es el padre del mismo hombre. ¿Y cómo no va a parecerme eso una coincidencia, Tommy?

—La foto podría tener mil y una interpretaciones, Isabelle, igual que el artículo. Cualquiera que lo lea y vea la foto lo diría.

—Por supuesto. Y espero que una de esas interpretaciones sea que Barbara Havers podría claramente tener intereses creados, unos intereses profundamente personales y nada objetivos ni profesionales, en asuntos que no deberían tener nada que ver con alguien implicado en una investigación.

—No puedo creer que Barbara…

—No sé qué demonios pensar de Barbara —le interrumpió Isabelle bruscamente—. Pero lo que sí sé es lo que veo con mis propios ojos y lo que oigo con mis oídos y…

—¿Lo que oyes? ¿De quién? ¿Sobre qué? ¿Sobre Barbara? —Lynley la estudió un momento.

Ella le observó mientras lo hacía, y no apartó la mirada. Fue él quien la apartó al fin y pasó de ella al periódico que había abierto sobre la mesa.

Lynley sabía que ella no leía los tabloides. No era tan soberbio como para pensar que lo sabía todo de ella tras los meses que habían pasado desnudos compartiendo cama, pero sí sabía eso. Ella no leía tal basura. Entonces, ¿cómo había caído ese en sus manos?

—¿De dónde has sacado esto? —le preguntó señalando al periódico.

—Eso no tiene tanta importancia como la noticia que contiene.

Lynley miró por encima de su hombro a la puerta cerrada y lo que había más allá. Y entonces lo supo, sin más.

—John Stewart —afirmó—. Y ahora está esperando a ver qué vas a hacer con ella. Aunque todo este tiempo lo que deberías estar haciendo es algo con John.

—Tengo intención de ocuparme de John a su debido tiempo, Tommy. Pero ahora lo que tengo entre manos es este asunto de Barbara.

—No hay ningún asunto de Barbara. Sí que conoce a Azhar, pero en cuanto a que haya una relación romántica, física o de cualquier tipo entre ambos que vaya más allá de la amistad… No hay nada de eso, Isabelle.

Ella reflexionó un buen rato sobre lo que acababa de decir. Fuera de la oficina se oían los ruidos típicos del trabajo diario. Alguien pidió en voz alta «una copia de ese artículo sobre la conservación de la turba del que ha estado hablando Philip» y se oyó traquetear un carrito. Dentro del despacho, Lynley e Isabelle parecían enzarzados en un duelo de miradas que ella finalmente interrumpió con sus palabras.

—Tommy, todos tenemos puntos ciegos —le dijo.

—Barbara no —respondió con toda la firmeza que pudo—. No en este asunto.

Ella pareció infinitamente triste cuando le despidió con su respuesta:

—No estaba hablando de Barbara, inspector.

Victoria, Londres

No estaba tan seguro de Barbara como había querido demostrar con sus palabras. De hecho, no estaba seguro de nada. Por esa razón, leyó los informes que Barbara había entregado durante el tiempo que había estado trabajando en el equipo de John Stewart y después pasó diez minutos con Harry Streener del SO12. El hecho de que ahora dos oficiales del Departamento de Investigación Criminal estuvieran interesados en las investigaciones del SO12 sobre ese tal Taymullah Azhar preocupó a Streener, pero Lynley le tranquilizó diciendo que estaban atando cabos sueltos a petición de la superintendente Ardery, y que era a él a quién le habían encargado esa tarea.

En esa conversación, Lynley no tardó en enterarse de la existencia de los billetes de avión a Pakistán. Entonces también descubrió, para su gran consternación, que Barbara estaba guardándose cosas. Y no quería pensar en lo que eso significaba en cuanto a Taymullah Azhar y el secuestro de su hija. Tenía que hablar con Barbara inmediatamente. Porque la realidad a la que se veía obligado a enfrentarse era muy simple: si él se había enterado de que ella se guardaba información sobre Taymullah Azhar, era razonable pensar que John Stewart podría enterarse de eso antes o después e ir a contárselo a Isabelle. Y, en ese momento, Isabelle tendría las manos atadas, igual que él. No podía permitir que eso pasara.

Encontró a Barbara trabajando en su mesa. Todo en ella anunciaba que no era más que una policía ocupada en cumplir con su deber. Se acercó y le dijo en voz baja:

—Tengo que hablar contigo, Barbara. —Y vio por su inmediata expresión de alarma que había conseguido trasmitir perfectamente la seriedad de su situación.

Se alejó de su mesa y fue hacia los ascensores. Cuando ella se reunió con él, Lynley pulsó el botón de la cuarta planta. La llevó a Peeler’s. Algunas mesas estaban ocupadas todavía con la gente que acababa de comer, pero la mayoría estaban vacías. Él eligió una lejos de la zona de más barullo. Cuando llegaron a la mesa, se sentaron y pidieron cafés, se dio cuenta de que la sargento estaba agitada, como él había pretendido.

—John Stewart le ha dado a Isabelle una copia de The Source —le dijo—. Tiene una historia que ha escrito Mitch Corsico…

—Fui al instituto, señor —se apresuró a explicar Barbara—. Al de Sayyid. Corsico me había dicho que tenía intención de entrevistar al chico, y sabía que Sayyid le contaría un montón de basura sobre Azhar. Pero no fui allí solo por Azhar. Sabía que cualquier cosa que publicara The Source haría daño a todo el mundo: a su madre, a su padre, a Sayyid… Pensé…, más bien creí que tenía que…

—No es eso de lo que quiero hablarte, Barbara —la interrumpió Lynley—. John tiene sus razones para haberle dado el tabloide a Isabelle y espero que, en algún momento, descubramos cuáles son. Lo importante es que estás demasiado metida en esto, el tema ha quedado al descubierto en la prensa y todo eso hace que tu trabajo resulte sospechoso.

Barbara no dijo nada mientras les traían lo que habían pedido a la mesa. Cuando les pusieron las tazas y los platillos delante y sirvieron el café, ella le echó leche y azúcar, lo revolvió y después dejó la cucharilla a un lado, pero no bebió.

—Odio a ese tío —dijo.

—Y tienes razones para hacerlo —la apoyó Lynley—. No voy a gastar saliva en discutirte eso. Pero has caído en manos de John por la forma en que se ha desarrollado todo este tema de Hadiyyah. Así que si existen otras pruebas de tu falta de objetividad en la investigación, creo que lo mejor para ti será contármelo todo ahora, antes de que él lo descubra y se lo diga a Isabelle.

Entonces esperó. Sabía que era un momento de ahora o nunca para ella, uno que iba a definir cuál era la naturaleza de su relación y qué podía hacer él, si es que podía hacer algo, para ayudarla a salir del lío en que parecía haberse metido. Para él era obvio que el inspector John Stewart había soltado los perros para investigarla de forma no oficial. Ella tenía que darse cuenta y entender que solo mostrar las cartas que se estaba guardando iba a permitirle desarrollar una estrategia para ayudarla.

«Vamos, Barbara —pensó—. Sigue el camino correcto».

Al principio creyó que lo iba a hacer.

—Señor —empezó—, mentí sobre lo de mi madre.

Entonces le habló de una historia que se había inventado para conseguir escaparse en horas de trabajo. Era sobre una caída de su madre. Le contó todas las cosas ficticias que habían seguido a la supuesta caída: el servicio de ambulancias, el hospital privado y todo lo demás. También le contó para qué había utilizado el tiempo mientras se suponía que estaba haciendo tareas para el inspector Stewart. Le habló de todos sus asuntos con Doughty y sus entrevistas con los socios del investigador. Aparentemente parecía que se lo había contado todo. Pero no le dijo nada de los billetes de avión a Pakistán. Ese detalle la condenaba.

Al darse cuenta, Lynley sintió que algo se le quebraba en el pecho. Hasta ese momento no había entendido lo importante que era para él su relación con Barbara. La mayoría de las veces era una mujer que volvería loco a cualquiera y cuyos hábitos eran para subirse por las paredes. Pero siempre había sido una policía decente con muy buena cabeza, y era obvio que él disfrutaba de su compañía, por muy cascarrabias que fuera. Y no podía olvidarlo: Barbara le había salvado la vida una noche en la que a él no le importaba lo más mínimo si un asesino en serie decidía quitársela sin más.

Pero no era que creyera que le debía algo a Barbara Havers. Le importaba mucho esa condenada mujer. Era más que una compañera. Era una amiga. Y, como tal, era para él como las otras personas que formaban parte de su pequeño círculo de amigos íntimos: una parte de sí mismo. Y quería mantener su vida tan íntegra como fuera posible, teniendo en cuenta el trozo enorme que había tenido que reparar cuando arrancaron a Helen de su lado.

Ella siguió hablando y hablando. Daba la sensación de que estaba descargando su alma. Él espero y deseó que fuera totalmente sincera. Pero no lo fue, por lo que no le quedó más remedio que decir:

—Pakistán, Barbara. Te has dejado esa parte.

Ella dio un sorbo al café. Después le dio otros tres en rápida sucesión y miró a su alrededor por Peeler’s, buscando alguien que pudiera rellenarle la taza.

—¿Pakistán, señor? —preguntó como sin darse cuenta.

—Billetes de avión —contestó él—. Uno a nombre de Taymullah Azhar y el otro de Hadiyyah Upman. Comprados en marzo para volar en julio. No los has mencionado, pero el SO12 ya me ha puesto al día.

Le miró a los ojos. Lynley intentó leer su expresión, pero no supo si lo que estaba viendo era rebeldía o desilusión.

—Ha estado comprobando mi trabajo —protestó—. No me lo puedo creer.

—Lo que contaste del SO12 hizo que surgieran preguntas. En mi mente y, lo que es más importante, en la de Isabelle.

—«Isabelle» —repitió—. No «la jefa», ni «la superintendente». Supongo que ya sé lo que eso significa, ¿no? —dijo en un tono amargo.

—Yo diría que no —le dijo Lynley sin inmutarse—. Lo del SO12 ha sido iniciativa mía.

Se examinaron durante un momento.

—Lo siento, señor —dijo por fin apartando la mirada.

—Disculpas aceptadas —respondió—. Y en cuanto a lo de los billetes de avión… Seguro que eres consciente de lo que va a parecer cuando se sepa que has estado guardándote información. Si yo lo he descubierto con una simple llamada a Harry Streener, es bastante razonable pensar que el inspector Stewart va a acabar descubriéndolo también.

—Yo puedo ocuparme de Stewart.

—En eso te equivocas. Quieres «ocuparte» de él y crees que puedes hacerlo porque estás convencida de que la verdad saldrá a la luz, y que esa verdad te hará libre, o cualquier aforismo similar que pienses que se puede aplicar a esta situación.

—La «verdad» es que él me odia, y todo el mundo lo sabe, incluido, discúlpeme señor, «Isabelle». Y me puso a trabajar para ese tío para que, como usted y yo sabemos perfectamente, acabara metiendo la pata, y así ella pudiera volver a ponerme de uniforme en cuanto me pasara de la raya. Eso, «diría yo», es un plan maestro en funcionamiento.

Lynley había trabajado como detective de Homicidios durante años, así que no se le escapaba que ella estaba intentando hacerse con el control de la conversación para apartarla del asunto crucial y pasar a un tema en el que podía moverse sin dificultad. Así pues, repitió:

—Pakistán, Barbara. Billetes de avión. Volvamos a eso, ¿te parece? Cualquier otra cosa nos sumerge en el reino de la especulación y no sirve más que para perder el tiempo de ambos.

Ella se pasó una mano por aquel pelo trasquilado.

—No sé lo que significa eso, ¿vale?

—¿Qué parte? ¿El hecho de que tenga unos billetes para Pakistán, que los comprara en marzo, cuando en teoría no sabía dónde estaba su hija, o la cuestión de que has ocultado esa información? ¿De cuál de esas partes no conoces el significado, Barbara?

—Está harto de esto —contestó—. Y tiene derecho a estarlo.

—Dejemos eso por ahora. Respóndeme.

—No sé qué significa que comprara esos billetes.

—Me dijo que la niña estará con él en julio, Barbara. Pasará las vacaciones con él. Ese es el acuerdo al que llegó con Angelina una vez que Hadiyyah volvió a casa sana y salva desde el convento en los Alpes. Y las primeras vacaciones comienzan en julio.

—Sigo sin saber qué significa —insistió—. Quiero hablar con él. Hasta que no vuelva a Londres, no sabré cuáles son sus intenciones. Hasta que no me lo pueda explicar…

—¿Y tienes intención de creer lo que te diga? —le preguntó Lynley—. Barbara, esto es una locura. Lo que deberías hacer es lo que tendrías que haber hecho durante todo este tiempo: seguir el dinero, el dinero que ha pasado de Azhar a las demás personas.

—Habrá pagado a Doughty por sus servicios para buscar a Hadiyyah —se defendió—. ¿Y qué se supone que prueba eso? Su hija desapareció con su madre, inspector. La policía de aquí no estaba haciendo nada al respecto. Él no tenía ningún derecho legal y…

—Las fechas de las transferencias desde su cuenta nos pueden decir muchas cosas. Y tú lo sabes perfectamente.

—Se puede decir cualquier cosa sobre las fechas. Azhar pagó a Doughty cuando reunió dinero suficiente para pagarle. Era más caro de lo que creyó, así que le hizo más de un pago. Tuvo que hacerlos… a lo largo de varios meses, digamos. Y le pagó para que contratara a alguien en Italia para «encontrar» a su hija. Todo lo demás solo está en la cabeza de Doughty.

—Por el amor de Dios, Barbara…

—Doughty vio una forma de sacar más dinero con este asunto. Esconderla el tiempo suficiente para que todo el mundo se desesperara, pedir un rescate unas semanas después, y todos conocemos el resto.

Lynley se apoyó en el respaldo de su silla. La miró, asombrado por su forma de autoconvencerse.

—No es posible que te creas eso. Nadie pidió rescate, y Azhar se condenó al comprar esos billetes.

—Los compró para convencerse de que la encontraría. Sería algo que hizo con la esperanza de poder utilizarlos.

—Por Dios, ¡si todavía no se la habían llevado del mercato de Lucca cuando los compró!

—Hay una explicación. Y voy a encontrarla.

—No puedes decidir…

Ella le agarró del brazo con desesperación.

—Necesito hablar con Azhar. Deme tiempo para hablar con él.

—Estás en el lado equivocado en todo esto. Las consecuencias van a caer sobre ti como la ira de Dios. ¿Cómo puedes esperar que yo…?

—Solo déjeme hablar con él, señor. Habrá una explicación. Volverá pronto. Un día. Dos o tres a lo sumo. Tiene alumnos trabajando en su laboratorio del University College. Tiene clases que dar. No se va a quedar en Italia esperando a que llegue julio. No puede. Deme la oportunidad de hablar con él. Si no tiene una explicación sobre lo de esos billetes, el momento en que los compró y todo lo demás, le hablaré a la jefa de ellos y le comentaré mis conclusiones. Le juro por Dios que lo haré. Si me da tiempo.

Lynley vio la súplica que había en su cara. Sabía lo que debía hacer: contar todo ese desastre enrevesado inmediatamente y dejar que ocurriera lo inevitable. Pero había años de relación entre él y lo que tenía que hacer. Así que suspiró profundamente y dijo:

—Muy bien, Barbara.

Ella dejó escapar el aire.

—Gracias, inspector.

—No quiero arrepentirme de esto —le dijo—. Así que, en cuanto hables con Azhar, tendrás que venir a contármelo de inmediato. ¿Te ha quedado claro?

—Absolutamente claro.

Él asintió, se puso de pie y la dejó con el resto de su café.

Esa situación no le gustaba nada. Todos los descubrimientos hablaban de la implicación de Taymullah Azhar. Como Barbara no había contado esa información sobre los billetes a Pakistán, era lógico pensar que estaba ocultando más detalles. Ahora sabía que estaba enamorada de Azhar. Nunca lo admitiría ante sí misma, pero su relación con el profesor pakistaní iba mucho más allá de la amistad que tenía con su hija. Desde el principio había estado claro. ¿Podría de verdad esperar que se volviera contra el pakistaní si resultaba que su implicación iba más allá de la de un padre desesperado que buscaba a su hija? ¿Se habría vuelto él contra Helen si hubiera descubierto que había hecho algo cuestionable? Y lo que era más pertinente, ¿le daría la espalda a Barbara en este momento?

Maldijo lo enrevesada que se había convertido esa investigación. Barbara tenía que ir al despacho de Isabelle, revelárselo todo y atenerse a la misericordia de la superintendente. Tendría que tomarse la amarga medicina que Isabelle le iba a administrar. Pero también sabía que Barbara nunca lo haría.

Sonó su móvil. Durante un momento quiso pensar que Barbara había recuperado la cordura. Se había permitido un momento de racionalidad mientras se terminaba el café y ahora le llamaba para decirle que lo había reconsiderado.

Pero no era Barbara quien le llamaba. Era Daidre Trahair.

—Qué sorpresa más agradable —le dijo al responder al móvil.

—¿Dónde estás?

—De camino al ascensor, casualmente.

—¿Te refieres a un ascensor en Italia o en otra parte?

—Me refiero a Londres.

—Ah, genial. Has vuelto.

—Hace muy poco. He volado desde Pisa esta mañana y he venido directamente a la Met.

—¿Cómo soléis decir los polis…? ¿Ha habido un «resultado satisfactorio»?

—Sí.

Las puertas del ascensor se abrieron, pero lo dejó pasar porque no quería perder la cobertura. Le dio a Daidre unos cuantos detalles sobre cómo Hadiyyah había vuelto sana y salva a los brazos de sus padres. No le habló del SO12, ni de Pakistán, ni de la delicada situación de Barbara.

—Debes de estar tremendamente aliviado de que haya salido todo bien. La niña está a salvo, está sana, y sus padres están… ¿cómo?

—No se han reconciliado, pero al menos aceptan que deben compartirla. Hay que admitir que no es la mejor situación para una niña de nueve años, ir de acá para allá entre dos padres en diferentes países, pero así es como va a ser.

—Es así para muchos niños, ¿no, Tommy? Lo de ir de acá para allá, de la casa de un padre a la del otro.

—Claro, tienes razón. Cada vez más. Así está ahora el mundo.

—No suenas… tan aliviado como creía que estarías.

Sonrió. Le había captado muy bien… y se dio cuenta de que eso le gustaba.

—Supongo que no lo estoy. O tal vez solo estoy cansado.

—¿Demasiado cansado para una copa de vino?

Abrió mucho los ojos.

—¿Dónde estás? ¿No me llamas desde Bristol?

—No.

—Me atrevería a decir que…

Ella rio.

—Suenas como el señor Darcy.

—Creía que a las mujeres les gustaba eso. Y también los pantalones ajustados de entonces.

Rio de nuevo.

—La verdad es que sí nos gusta.

—¿Y?

—Estoy en Londres. Por asuntos de trabajo, claro.

—¿Trabajo como Electra, la Cojonuda?

—Oh, no. Trabajo veterinario.

—¿Y puedo preguntar qué está haciendo una veterinaria de animales grandes en Londres? ¿Tenemos un camello en el zoo que necesita tus expertos cuidados?

—Eso nos devuelve al asunto de la copa de vino. Si tienes tiempo esta noche, te lo explico. ¿Lo tienes?

—Dime un sitio y allí estaré.

Y ella le dijo dónde se encontrarían.

Belsize Park, Londres

El bar que ella había sugerido estaba en Regent’s Park Road, al norte tanto de Regent’s Park como de Primrose Hill. Estaba situado, de una forma bastante peculiar, entre un estanco y una tienda de accesorios de cocina, pero su posición era engañosa. Dentro era todo luz de velas, ventanas cubiertas de terciopelo y mesas para dos cubiertas por manteles.

Como era pronto y el lugar estaba bastante vacío, vio enseguida a Daidre. Estaba sentada a una mesa, en un rincón, donde un cuadro que había en la pared, o bien representaba una versión moderna de la esposa de William Morris —Dios, ¿cómo se llamaba?—, o bien se trataba de un prerrafaelista que él no conocía. Había una luz que brillaba con fuerza encima de la obra, lo que le proporcionaba a Daidre la suficiente iluminación para revisar un montón de papeles que tenía esparcidos sobre la mesa. También hablaba con alguien por el móvil.

Paró un momento antes de cruzar el bar para reunirse con ella, consciente de que estaba sintiendo una oleada de placer por ver a Daidre de nuevo. Aprovechó esa poco frecuente oportunidad para estudiarla sin que ella se diera cuenta; se fijó en que llevaba gafas nuevas —sin montura y que prácticamente no se veían— y en que iba vestida para ir al trabajo con un traje entallado. La bufanda que llevaba era de varios colores, que iban muy bien con su pelo de color arena y, seguramente también con sus ojos. Se le pasó por la cabeza la idea de que los dos podían pasar por hermanos, porque coincidían tanto en el color de los ojos como del pelo.

Cuando se acercó, se percató de otros detalles. Llevaba una cadena con un colgante muy sencillo: la reproducción dorada de una timonera prehistórica de las minas de Cornualles, la zona donde nació. También llevaba pequeños pendientes de oro, pero esas eran sus únicas joyas. El pelo lo tenía un poco más largo, por debajo de los hombros, apartado de la cara y recogido con algo detrás de la cabeza. Era una mujer guapa, pero no una belleza. En un mundo en el que unas chicas delgadísimas, jóvenes y retocadas poblaban las portadas de las revistas de moda, nadie se fijaría en ella.

Ya había pedido una copa de vino, pero no parecía haberla tocado. Estaba tomando notas en el margen de los papeles que tenía delante. Cuando se acercó a la mesa, la oyó decir por el móvil:

—Te lo mando entonces, ¿vale?… Hum, sí. Bien, espero tu llamada. Y gracias, Mark. Es muy amable por tu parte.

Entonces levantó la vista. Sonrió a Lynley y estiró un dedo para pedirle que esperara un momento. Volvió a escuchar lo que le decía quienquiera que estuviera al otro lado del móvil y después respondió:

—Claro. Dependo de ti. —Y colgó.

Se puso de pie para saludarle, diciendo:

—Has podido escaparte. Qué alegría verte, Thomas. Gracias por venir.

Se dieron dos besos en el aire: en una mejilla y después en la otra, sin llegar a tocarse la piel. Se preguntó de dónde provenía esa cortesía social tan irritante.

Se sentó e intentó no fijarse en lo que ya se había fijado: que había guardado rápidamente todo el papeleo en un gran maletín de cuero que tenía al lado de la silla, que tenía un leve rubor en las mejillas y que llevaba algo en los labios que les daba una apariencia suave y brillante. Entonces se dio cuenta, de repente, de que estaba observando aspectos de Daidre Trahair que no había observado en una mujer desde la muerte de Helen. Ni siquiera con Isabelle se había fijado tanto. Le desconcertó, porque le hacía preguntarse qué significaba.

Quería preguntarle quién era Mark, por supuesto. Pero en vez de eso señaló con la cabeza al maletín del suelo y le preguntó mientras sacaba una silla para sentarse:

—¿Trabajo?

—Algo así —respondió ella, y se sentó otra vez—. Se te ve bien, Thomas. Italia te ha sentado bien.

—Yo diría que Italia le sienta bien a la mayoría de la gente —le dijo—. Y la Toscana especialmente le sienta bien a todo el mundo, supongo.

—Me gustaría ir a la Toscana algún día. Nunca he estado. —Y un segundo después rectificó, como era tan típico en Daidre—. Perdona. Ha sonado como si te suplicara que me invitases.

—Si lo hubiera dicho otra persona, tal vez —la tranquilizó él—. Pero viniendo de ti, no.

—¿Y por qué no?

—Porque tengo la impresión de que los subterfugios no forman parte de tu repertorio de trucos habituales.

—Bueno…, no. Es cierto, no tengo repertorio de trucos.

—A eso me refería.

—Aunque supongo que debería tener. Pero nunca he tenido tiempo para desarrollarlos. Ni para coserme una bolsa para guardarlos. O como sea. ¿Quieres vino, Thomas? Yo he pedido el vino de la casa. En lo que respecta al vino, no tengo ni idea. No creo que pudiera notar la diferencia entre uno de Borgoña y otro de cualquier bodega de aquí. —Hizo girar el pie de su copa frunciendo el ceño—. Parece que no puedo dejar de hacer comentarios despectivos sobre mí. Debo de estar nerviosa.

—¿Por qué?

—Estaba perfectamente hace un momento. Debe de ser por ti.

—Ah —contestó—. ¿Otra copa de vino?

—O dos. Sinceramente, Thomas, no sé qué me pasa.

Vino una camarera, una chica que tenía pinta de estudiante y acento de alguien que acababa de llegar del este. Pidió vino para él: el mismo vino de la casa. Cuando la chica fue a buscarlo, le dijo a Daidre:

—Estés nerviosa o no, me alegro mucho de que me llamaras. No solo porque es un placer verte otra vez, sino también porque, sinceramente, necesitaba tomarme una copa.

—¿El trabajo? —preguntó ella.

—Barbara Havers. He tenido una conversación con ella que me ha alterado más de lo que me gustaría que me alterara nada que tenga que ver con ella. Y créeme, lleva alterándome de una forma u otra varios años… Ahora mismo la ebriedad me parece una reacción razonable ante el lío en que está metida. Eso… o la distracción que supone tu presencia.

Daidre cogió su copa, pero esperó a que le sirvieran la suya. Entonces brindaron y bebieron a la salud el uno del otro.

—¿Qué tipo de lío? —preguntó ella un momento después—. No es asunto mío, por supuesto, pero estoy aquí para escuchar si quieres hablar de ello.

—Ha actuado por su cuenta en una investigación, y no es la primera vez.

—¿Y eso es un problema?

—Se está acercando peligrosamente a ignorar sus responsabilidades éticas como oficial de policía en un asunto complicado. Pero no quiero hablar más de ello. Por ahora quiero olvidarme por completo de Barbara. Así que, cuéntame, ¿qué estás haciendo en Londres?

—Una entrevista de trabajo —le dijo—. En Regent’s Park. El zoo de Londres.

Sintió que se alegraba repentinamente y se sentó más erguido. Regent’s Park, el zoo… Tenía mil preguntas sobre lo que significaba que Daidre Trahair estuviera pensando en dejar Bristol, pero lo único que consiguió soltar fue una pregunta estúpida:

—¿De veterinaria?

Ella sonrió.

—Sí, ese es mi trabajo.

Él sacudió la cabeza con fuerza.

—Sí, claro. Qué tontería.

Ella rio.

—No te preocupes. Tal vez podían querer que enseñara a los gorilas a jugar al ajedrez o que entrenara a los loros. Nunca se sabe. —Bebió más vino y le miró con algo que a él le pareció cariño—. Me llamó un cazatalentos que había contratado el zoo. Yo no estaba buscando un cambio de trabajo, y no estoy del todo segura de que me interese.

—¿Y eso?

—Estoy bastante bien en Bristol. Y Bristol está mucho más cerca de Cornualles, claro, y me encanta la cabaña que tengo allí.

—Ah, sí, la cabaña —dijo Lynley.

Fue allí donde se conocieron: él era un intruso que había roto una ventana para encontrar un teléfono y ella la propietaria del lugar. Daidre acababa de llegar para pasar unos días tranquilos y se encontró a un hombre desconocido llenándole el suelo de barro.

—Y también está mi compromiso con las Boadicea’s Broads y mis torneos regulares de dardos.

Lynley levantó una ceja al oír eso.

Ella rio y dijo:

—Lo digo en serio, Thomas. Me tomo mis aficiones muy en serio. Además, las Boadicea’s Broads dependen bastante de mí…

—Tiene que ser difícil encontrar una buena anotadora.

—Estás de broma, claro. Y sé que podría unirme al equipo Electric Magic. Pero entonces a veces patinaría en contra de las que antes fueron mis compañeras de equipo. No sé si eso me parece bien.

—Se trata de temas muy serios. Supongo que al final dependerá del trabajo que te ofrezcan. Y de los beneficios que te suponga, si es que te supone alguno.

Se miraron durante un momento, en el que él vio que sus mejillas se estaban sonrojando de una forma muy atractiva.

—¿Los conoces ya? —le preguntó a Daidre.

—¿El qué?

—Los beneficios. ¿O todavía es pronto para eso? Supongo que habrán entrevistado a otros veterinarios de animales grandes. Es un puesto importante, ¿no?

—Sí y no.

—¿Qué quieres decir?

—Que ya han hecho las entrevistas. Todas. Las iniciales y la segunda ronda. Y el examen de los documentos. Y han pedido referencias.

—Así que se trata de algo que ya lleva en marcha un tiempo —concluyó Lynley.

—Desde principios de marzo. Entonces fue cuando me llamaron la primera vez.

Él frunció el ceño. Observó el vino color rubí de su copa. Se preguntó cómo se sentía por eso: desde principios de marzo estaba participando en un proceso que podía llevarla a Londres, pero no se lo había dicho.

—¿Desde principios de marzo? No me habías dicho nada. ¿Y cómo debería tomarme eso?

Ella se quedó con la boca abierta.

—No importa —dijo rápidamente—. Ha sido una pregunta desafortunada. Mi ego ha hablado por mí. ¿Y en qué parte del proceso estás ahora entonces? ¿Tercera ronda de entrevistas? Quién diría que hacía falta un proceso tan complejo para contratar a un veterinario veterano, y perdón por el juego de palabras. Aunque, ¿es realmente un juego de palabras? No lo sé. Estoy un poco confuso, Daidre.

Ella sonrió.

—Se ha complicado porque…

—¿Qué se ha complicado?

—Mi decisión. Me han ofrecido el trabajo, Thomas.

—¿Ah, sí? ¡Es fantástico! ¿No?

—Es complicado.

—Por supuesto. Mudarse siempre es complicado, y ya me has hablado de las otras cosas que tienes en la cabeza.

—Sí, bueno. —Cogió el vino y bebió. ¿Intentaba reunir valor?—. No me refería a eso exactamente con lo de que es complicado.

—¿A qué entonces?

—A ti, ¿qué si no? Pero ya lo sabrás, espero. Eres una complicación. Tú. Aquí. Londres.

El corazón había empezado a latirle con más fuerza. Intentó responder con despreocupación.

—Tengo que reconocer que esto para mí es una decepción, no lo dudes. Si aceptas el trabajo, no tendré la oportunidad de disfrutar de esa visita privada al zoo de Bristol que me prometiste. Pero te aseguro que podremos superar la pesada carga de mi decepción. No te preocupes por eso.

—Ya sabes de qué estoy hablando —respondió ella.

—Sí, claro. Supongo que sí.

Ella apartó la mirada y la dirigió al otro extremo del bar, donde había sentada una pareja. Ambos buscaron espontáneamente la mano del otro, entrelazaron los dedos y se miraron a los ojos por encima de la luz de la vela. Parecían tener veintitantos. Parecían estar en las primeras etapas del enamoramiento.

—Es que no quiero verte, Thomas —dijo Daidre.

Él sintió que palidecía, aquellas palabras fueron como un puñetazo inesperado.

Ella apartó la mirada de la joven pareja y la centró en él. Y aparentemente vio algo en su cara, porque se apresuró a aclarar:

—No, no. Lo he expresado fatal. Lo que quería decir es que no quiero «querer» verte. Hay demasiados riesgos para mí. Hay… —Volvió a apartar la mirada, pero esta vez la fijó en la llama de la vela. Se agitó cuando alguien entró en el bar. Se oyeron voces que saludaban a los dos enamorados de la otra mesa. Alguien dijo: «No te fíes de este cabrón, Jennie», y otra persona se rio—. Hay demasiadas posibilidades de sufrir —le dijo Daidre—. Y me prometí a mí misma mucho tiempo atrás… Yo ya he sufrido suficiente. Y odio tener que decírtelo a ti precisamente, porque lo que has soportado y de lo que has salido más o menos entero hace que cualquiera de las cosas que yo he pasado en mi modesta vida no parezcan nada, y créeme, lo sé.

Mientras hablaba, se dio cuenta de que lo que más le gustaba era su sinceridad. Y sabía que podía llegar a amar esa sinceridad. Al comprenderlo, sintió tanto miedo como ella. Tuvo ganas de confesárselo, pero lo que dijo fue:

—Querida Daidre…

—Dios, eso suena como el principio del fin —contestó ella—. O algo que se le parece mucho.

Él rio.

—En absoluto. —Consideró el lío en el que se estaba metiendo desde diferentes puntos de vista mientras cogía la copa y bebía. Y después dijo—. ¿Y si tú y yo reunimos todo nuestro valor y nos acercamos al borde del precipicio?

—¿Y de qué precipicio estamos hablando?

—De uno en el que admitimos que sentimos algo el uno por el otro. Tú me importas. Y yo te importo a ti. Tal vez los dos preferiríamos que no fuera así; admitámoslo, que te importe alguien es algo complicado. Pero ha ocurrido. Si lo aceptamos, podremos decidir qué queremos hacer con eso, si es que queremos hacer algo.

—Los dos sabemos cómo son las cosas, Thomas —respondió ella con firmeza y un poco duramente, le pareció a él—. Yo no pertenezco a tu mundo. Y nadie lo sabe mejor que tú.

—Eso es lo que hay en el fondo del precipicio, Daidre. Y ahora mismo… ¿no es cierto que ni siquiera sabemos si queremos saltar o no?

—Cualquier cosa nos podría hacer saltar —dijo ella—. Oh, Dios. Oh, Dios. No quiero esto.

Él podía sentir sus miedos. Eran como una presencia en aquella mesa, tan real como la propia Daidre. Los dos tenían sus miedos, igual de fuertes, aunque los motivos fueran diferentes. La pérdida se manifiesta de muchas formas, pensó. Quiso decírselo, pero no lo hizo. No era el momento adecuado para eso.

—Yo estoy dispuesto a acercarme al precipicio por mi cuenta, Daidre —le confesó—. Te puedo decir que me importas, que tu presencia en Londres me haría feliz por lo que podría significar para mi vida tenerte más cerca y no tener la necesidad de coger el coche para un largo viaje por la M4 hasta Bristol. En cuanto a si tú quieres acercarte más a ese precipicio ahora… Eso es tu decisión, pero no es necesario.

Ella negó con la cabeza, tenía los ojos brillantes. Lynley no estaba seguro de lo que eso significaba. Ella se lo aclaró con unas palabras casi inaudibles.

—Eres un hombre muy bueno.

—La verdad es que no. Lo que te estoy diciendo es que podemos ser lo que queramos ser en la vida del otro. ¿Y qué es eso? No hace falta que lo definamos aquí y ahora. Por cierto, ¿has cenado? ¿Quieres cenar conmigo? Aquí no, porque no tengo mucha confianza en la calidad de la comida de este local. Pero tal vez podamos ir a algún sitio que esté cerca.

—Hay un restaurante en mi hotel —dijo ella. Y después pareció horrorizada y añadió rápidamente—: Thomas, no quería que pensaras… No quería decir…

—Lo sé —le contestó—. Y precisamente por eso me resulta fácil decirte que me importas.