CAPÍTULO 30

Las bulliciosas campanadas de la pequeña capilla de Sheepfold revoloteaban en su torre, llenaban el aire con ceremoniales y graves acordes que hacían eco en la inmensidad de la campiña y derramaban sus bellos repiques hasta el límite que imponía la bóveda celestial.

El día de San Juan había amanecido con una temperatura que toda novia desearía para entregarse al feliz y ansiado sueño del matrimonio. Los rayos del sol vertían una hermosa plétora dorada con generosidad sobre el pequeño y pintoresco condado y hacían refulgir cada minúsculo átomo invisible bajo un cálido y amoroso abrazo matinal.

¡Todo semejaba rebosante de vida! Gran parte del condado de Sheepfold se mostraba interesado en el feliz acontecimiento y lo esperaba expectante desde que fuera anunciado. En los exteriores de la capilla, grupos dispersos de chiquillos canturreaban y bailaban alrededor del templo, alzaban hacia el infinito ramilletes de alhelíes y lirios blancos mientras aguardaban impacientes el transcurso de la ceremonia, tras la cual, según la tradición, el novio vaciaría en el aire un saquito de monedas para regocijo de todos los presentes.

Charlotte permanecía absorta, de pie, y observaba con minucioso escrutinio la imagen que el bello espejo torneado de la alcoba le devolvía con gentil complacencia. Aquella joven de piel nívea y redondeadas facciones que la observaba con idéntica fijación desde el otro lado del cristal le resultaba en esos momentos una completa desconocida y, sin embargo, ¡era una visión tan agradable de contemplar!

Con los brazos laxos a ambos lados del cuerpo y la cabeza un tanto ladeada, la muchacha observaba, como quien se deleita con visiones de otro mundo, la imagen engalanada y hermosa que se alzaba ante sí.

Se acarició el rostro con levedad y lo rozó apenas con la yema de los dedos por temor a estropear los polvos de arroz que le había aplicado la doncella minutos antes. Con melancólica dulzura, esbozó una sonrisa dedicada en exclusiva a la señorita que la contemplaba con creciente terneza desde el otro lado del espejo.

Cubría la joven sus delicados caracolillos con un bonete de amplia visera trenzada y hermosa capota color salmón fruncida en destacados pliegues alrededor de la corona, que se ceñía a su vez con cintas, lazos y capullitos de rosa sujetos entre sí por un hermoso alfiler obsequio de la señora Byrne, su futura suegra.

Inhaló en profundidad y se acarició el ceñido talle, ayudada por el movimiento que propiciaba la respiración contenida. La abundante tela del vestido, de una adorable tonalidad rosa palo, caía en amplios pliegues y abrazaba su silueta voluptuosa. Una elegante chaquetita Spencer de color marrón y manga abullonada actuaba como elegante abrigo y ornato final de tan bello conjunto.

Se ajustó con calma los guantes que ceñían alrededor de sus pulsos y deslizó hasta el codo los lazos del pequeño bolsito de seda que pendía inanimado y se camuflaba entre los amplios pliegues de la falda.

Alguien hizo sonar la madera de la puerta bajo el cadencioso contacto de unos nudillos.

Charlotte sonrió al descubrir la oronda cabeza del coronel que se asomaba con timidez en el umbral. Mostraba unas patillas blancas y rizadas acicaladas a la perfección y lucía un elegante lazo de impecable tono albo que asomaba sobre las solapas de un refinado redingote azulón.

Con un gesto apremiante de la mano, lo invitó a adentrarse en la alcoba mientras su barbilla reflejaba el habitual temblor previo al vertimiento de miles de lágrimas de dicha y felicidad.

El coronel se acercó a su niña y la besó en la frente. La observó con innegable devoción a través de sus cansados ojos acuosos.

—Es la hora, mi pequeña.

Charlotte devolvió una última mirada a la joven del espejo.

—Sí, es la hora.

—¿Eres feliz, mi querida Charlotte? —El coronel ofreció el brazo a la joven que descansó el suyo con delicadeza sobre él mientras reposaba la adornada cabecita en el hombro de su padre.

—Lo soy, dudo mucho de que exista en el mundo felicidad comparable.

El coronel Morton palmoteó con suavidad varias veces el bracito de su querida y única hija, del que percibía el temblor sobre su fuerte extremidad con claridad. Intentó contener las lágrimas y volvió a besarla con manifiesta ternura sobre el enguantado dorso de su mano.

—Entonces, señorita Charlotte Morton, bese usted a su padre por última vez antes de dejar de ser su pequeña del alma. —El anciano sollozó de modo abrupto, para sorpresa de sí mismo y de su pequeña Charlotte. La muchacha besó las flácidas mejillas y percibió la calidez de una lágrima solitaria que se le deslizaba por el rostro hasta morir en la hendidura temblorosa de los labios.

* * *

Fanny alzó la vista para observar con atención la figura erguida, aunque temblorosa, de Edmund Byrne.

Permanecía el caballero frente al altar con su sempiterna sonrisa afable como gala y ornato de su porte. Semejaba nervioso, inquieto, a juzgar por el intenso bailoteo de la pierna derecha y por el continuo ajuste que realizaba a los puños y los extremos del chaleco.

Por un momento, sus miradas se cruzaron y la sonrisa de complicidad surgida entre ambos pareció aliviar en forma temporal el desasosiego del caballero.

Edmund Byrne era un hombre maravilloso, de una naturaleza afable y generosa, y no albergaba la menor duda de que Charlotte sería muy feliz a su lado. Jamás había conocido dos caracteres tan afines, tan bondadosos y amables, provistos de un común toque de ingenuidad y mojigatería que más que distanciarlos los unía de modo irremediable. Serían felices, por supuesto, porque ambos poseían espíritus plácidos y carentes de inquietudes superfluas; su dicha mayor consistiría en pasar largas veladas al amor de la lumbre en completo silencio, deleitado cada uno con la visión del otro, mientras los amigos bromeaban sobre cuán empalagosos resultarían aquellos dos tortolitos.

“Por fortuna existen personas capaces de encontrar la felicidad de algún modo, Fanny. ¿Qué importa si lo consiguen al contemplar el dibujo del papel adamascado de las paredes o al dedicarse a la piratería, mientras se haga en agradable y amante compañía? ¿Qué has conseguido tú con tu imperecedera búsqueda de emociones? ¿Con tus deseos de convertir tu propia vida en una novela romántica? Solo quedarte sola, sola, sola.”

Un intenso rumor invadió el templo y se hizo eco en los abovedados muros de piedra. Decenas de coloridas cabezas procedentes del ala derecha de la capilla giraron expectantes hacia la puerta, mientras que, del ala izquierda, surgía una rotunda y grave ovación.

Fanny alargó el cuello en busca de la imagen que todos anhelaban ver y descubrió por encima de toda la profusión de sombreros y plumas la hermosísima figura de su amiga que cruzaba la capilla del brazo del orgulloso coronel. Se irguió en el asiento para evitar los molestos obstáculos decorativos que la parapetaban y consiguió al fin encontrarse con la mirada de su adorada Charlotte. No pudo evitarlo, las lágrimas acudieron prestas a humedecer sus pestañas de oro.

—Estás preciosa —le dijo sin articular sonido alguno y exageró el movimiento de los labios para hacerse entender a pesar de la distancia.

La sonrisa agradecida que Charlotte le devolvió fue el mejor regalo que podría haber recibido ese día y como tal la mantuvo presente hasta que ambos enamorados dieron la espalda a la multitud.

—Queridísimos hermanos, estamos aquí reunidos ante los ojos de Dios y de nuestra congregación para unir a este hombre y a esta mujer en santo matrimonio, que es un honorable estado instituido por nuestro Señor en la época de la inocencia…

Fanny bajó la vista para relajarla sobre su libro de salmos y acarició con suavidad la cubierta de cuero y las letras doradas resaltadas sobre ella en apreciable hendidura. Mecida por la amorosa y monocorde tonalidad del pastor se abandonó un eterno segundo a sus ensoñaciones. De vez en cuando, levantaba la mirada para relajarla sobre las coronillas emperifolladas de sus predecesoras.

Sumida en sus cavilaciones intentó pensar en cómo sería su vida a partir del instante en que Charlotte abandonaría para siempre Sheepfold. Intentó pensar en el enorme vacío que se instalaría en su pecho y que se haría más y más grande cada día hasta llegar a doler. Por pensar así le pareció todo tan negro, tan triste que por un instante temió ser vencida por su propia angustia. Parpadeó varias veces e intentó alejar pensamientos que no reflejaban más que egoísmo. ¡Charlotte sería feliz! ¡Charlotte había escogido su propio camino y tal asunto era algo que toda mujer ambicionaría! ¿Por qué entonces sentía ese agujero en el pecho que crecía y crecía tan hondo y tan negro?

Empleó la yema de los dedos para atajar con rapidez una lágrima solitaria que huyó de modo indebido de la cuna de sus ojos.

“Porque Charlotte se irá para siempre para formar su propio hogar a casi cien millas de distancia de aquí y tu corazón… tu corazón tampoco parece dispuesto a acompañarte, puesto que porfía en hospedarse, pese a no ser bien recibido, en la magnífica mansión de Hawthom Park. La señora Hawthorne te odia, te desprecia, y es bien seguro que habrá indispuesto al señor Hawthorne de tal forma contra ti que jamás deseará volver a verte ni saber nunca nada de ti.”

Necesitaba depositar sus pensamientos en otra parte. Necesitaba aliviar de algún modo, gracias a algún tipo de distracción, sus presentes aflicciones. De lo contrario aquella lágrima fugaz pronto contaría con toda una legión acuosa que le ofrecería compañía.

Levantó la mirada y la paseó con evidente desidia por el ala izquierda del templo, mientras observaba sin detenimiento ni curiosidad a los caballeros que ocupaban las bancadas. Allí estaban el señor Miller, el anciano Hudson y su desagradable diente de oro, el presumido Russell Sommerfeld, los orondos hermanos Dancen… Hasta que colisionó con una mirada de obsidiana que, en lugar de prestar atención a la liturgia, la observaba a ella con apremiante intensidad.

Como si de un acto reflejo se tratara, Fanny volvió la cabeza con rapidez y se obligó a fijar la atención en el punto más cercano, ¡en cualquier otro punto distinto de aquel!, en este caso la corona del sombrero de alambre de la señora Masen. El ensordecedor zumbido de su propio corazón que ardía en ese instante de un modo brutal le impedía concentrarse en lo que acontecía en derredor y le provocaba un abrumador vacío en los oídos capaz de mantenerla aturdida, desorientada y aislada dentro de dolorosas emociones.

Boqueó varias veces e intentó enviar la cantidad necesaria de aire a los pulmones para no caer víctima de un terrible colapso nervioso, mas la agitación a que estaba sometido su corazón en esos momentos le hacía temer con seriedad por su integridad. En su delirio, le parecía percibir con claridad cómo la suave tela de su chaquetita Spencer ascendía y descendía con cada cruel pulsación y cómo la sangre palpitaba con violencia en su yugular.

Por el rabillo del ojo, buscó de nuevo aquella mirada y la encontró con abrumadora prontitud en la misma exacta disposición. Aquellos ojos… aquellos ojos la miraban con una fijación turbadora y adornaban un rostro extrañamente tenso.

Con celeridad, desvió de nuevo la mirada hacia el sombrero de la señora Masen, pero ya no fue capaz de obviar la cruel quemazón que torturaba su rostro al saberse observada con semejante porfía por el caballero.

La ceremonia resultó a partir de entonces una cruel tortura. Entonó los cantos litúrgicos con disimulada concentración, intentó mantenerse erguida en el asiento y con la mirada cosida al frente, intentó que sus movimientos parecieran naturales y no fruto de la necesidad de aparecer tranquila a sabiendas de que estaba siendo observada en todo momento. ¿Pero en qué modo podría continuar viviendo, respirando, parpadeando si él la miraba con semejante intensidad?

Tragó saliva con lentitud mientras entonaba con excesivo fervor uno de los últimos cánticos. ¿Qué pensaría el señor Hawthorne mientras así la miraba? ¿Estaría juzgándola, censurándola, como sucediera tantas veces al principio? ¿Le recriminaría su descortés despedida en Hawthom? ¿O tal vez sería cierto lo que decía su madre respecto a las intenciones de su hijo para con ella? ¿Aquel beso en la terraza había sido tan solo el preámbulo de una fugaz aventura, tan solo un juego por parte del caballero para aprovecharse de su virtud o había sido fruto del mismo sentimiento que ella experimentaba? ¿Había ido a buscarla o tan solo estaba allí en calidad de amigo personal del novio?

* * *

Nada más oficiarse la ceremonia, la congregación salió presurosa de la capilla y siguió en desordenada comitiva a los recién desposados. Fanny se vio obligada a precipitar su salida al ser engullida y arrastrada por la impaciente turba que luchaba por hacerse con el mejor sitio para felicitar a los esposos.

—¡Que sean muy felices, señores Byrne! —gritaban unos.

—¡Enhorabuena!

—¡Toda la felicidad del mundo, señores Byrne! —gritaban otros y les arrojaban pétalos de rosa.

Los recién casados subieron a un carruaje engalanado con flores blancas y lazos de tul. Saludaron a la multitud, mientras de nuevo Charlotte, aovillada al lado de su sonriente esposo, buscaba entre el gentío a su querida amiga. Por fin y tras un angustioso escrutinio, la encontró asomándose entre saltitos sobre las coloridas cabezas, alargando el cuello y reclamando su atención a gritos. Una amplia y conciliadora sonrisa, un melancólico gesto con la mano fue la última imagen que Fanny conservó de su amiga antes de ver al carruaje perderse en la lejanía del sendero, escoltado por una incansable polvareda y por las risas de los chiquillos, que acompañaron al vehículo durante un buen trecho.

Fanny permaneció inmóvil durante unos eternos minutos; mucho más tiempo de lo que tardó el carruaje en convertirse en un punto invisible en el horizonte y de lo que cualquiera habría soportado en un momento como ese.

La multitud poco a poco se dispersó. El pequeño atrio, hasta un momento antes más concurrido que un oasis en pleno desierto, permaneció por fin despejado y tranquilo. Sin embargo, Fanny continuaba allí apostada como una estatua de sal, en pie, con los hombros alicaídos y la vista perdida en la nube de polvo que poco a poco se asentaba en la lejanía. Se sentía incapaz de moverse, como si alguien hubiera clavado sus botinas al suelo para obligarla a visualizar aquel doloroso instante hasta el final.

—¿Nos vamos? —Cassandra refugió su mano enguantada en el inerte hueco formado por la de su hermana.

Fanny suspiró, sonrió y volvió a suspirar.

—Yo iré en un rato. —Inclinó la mirada—. Necesito dar un paseo antes de volver.

—¡Tú y tus insufribles paseos! —protestó la señora Clark, que había asistido a la ceremonia con la única esperanza de que algo o alguien la abortara en el último instante—. ¡Ahí! —berreó mientras señalaba el solitario sendero—, ¡ahí va una muchacha afortunada que no perdió el tiempo con paseos inútiles! —Tiró de la pequeña Cassandra y se alejó campo a través en dirección a la vieja rectoría con un inesperado vigor, escoltada por Ian y el señor Clark que no dudaron en obsequiar a la joven sus más sentidas sonrisas de complacencia y resignación.

Fanny suspiró y tomó la dirección opuesta. Agitaba los brazos con vehemencia mientras caminaba con el paso firme y decidido de quien sabe a la perfección hacia dónde va, aunque en realidad sus pasos resultaran tan inciertos como impulsivos. Cuando se convenció de que su silueta resultaba imperceptible para cualquier caminante rezagado, echó a correr con inusual violencia y disfrutó de la fuerza con la que el viento originado por la velocidad le golpeaba en el rostro. Abandonó el camino transitable y se adentró en el bosque sorteando las ramas bajas de los árboles y alguna que otra estaca arrancada del cercado.

Necesitaba liberarse, necesitaba escapar de su cuerpo, necesitaba arrancarse el alma, el corazón y huir de su propia vida. Aunque el aire no le llegaba en abundancia a los pulmones y las rodillas empezaban a flaquear, no era capaz de sentir dolor, sino liberación, a través de un acto tan impropio como imprudente.

* * *

Se detuvo de pronto cuando descubrió en medio del bosquecillo la colosal silueta de un caballero posicionado de espaldas. Vestía un elegante redingote negro, sombrero de copa y lustrosas botas de montar de cuero bruñido y, en verdad, a la vista de su pose meditabunda y del movimiento vacilante concedido a sus pasos, resultaba obvio que algo lo atribulaba. De hecho, a su alrededor y a fuerza de paseos cortitos y sin rumbo, había conseguido amansar una reducida parcela de terreno, había aplastado la hierba y ocasionado un pequeño barrizal a causa de las constantes idas y venidas.

Fanny apoyó una mano en el tronco rugoso de un viejo roble e intentó recuperar el aliento mientras su afligido pecho ascendía y descendía en violento vaivén.

Quizás una chispa de intuición o tal vez algún sonido procedente de la agitada respiración de la joven provocó que el caballero girara en ese mismo instante.

—¡Señorita Clark! —Tras medio segundo de sorpresa y tribulación, la elegante reverencia con que obsequió a la joven sacudió la columna vertebral de Fanny con un intenso escalofrío.

—Señor Hawthorne —susurró apenas con un hilillo de voz mientras sentía que su cordura, su cuerpo y hasta su alma estaban a punto de arder como madera seca ante la poderosa presencia de aquel hombre.

Cuando decide el corazón
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